Humberto Hauff - El Militante

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Humberto Hauff nació en El Colorado, Formosa, en 1960. Es profesor en Letras y se desempeña como docente en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Formosa. Obtuvo importantes premios provinciales, regionales y nacionales con sus poesías y cuentos. Ha publicado dos volúmenes de poesías: Los fogosos discursos de octubre (1988); Las raíces buscan el sur (1993), y uno de cuentos: Los milagros del rocío (1995). Email: [email protected] El hombre, según se sabe, tiene firmado un contrato con la muerte. En cada esquina lo anda acechando el mal rato. Jorge Luis Borges 1 Es alto y no se me parece, tiene la cara de la madre. Lleva los ojos entrecerrados como un chaqueño ante el polvo y el viento norte en Pozo del Mortero. Su madre los tiene así, además de párpados in- quietos, como si siempre esperara un sopapo. Ahora luce el pelo cor- to. Se cortó cuando me cansé de pedirle que se tusara la cola de caballo que sostenía con una banda elástica. Lo hizo, en fin, cuando quiso. Ahora que se le ven las orejas usa un aro vistoso en el lóbulo izquierdo para parecer atractivo. A mí no me gusta y él lo sabe. Pero seguramente lo hace a propósito, para desafiarme. Si es así, significa que tampoco le gustan esas cosas, que tiene un poco de decencia. Llega cansado. Parece un ayudante de albañil que trabajó todo el día hormigoneando losas. Pero a las cinco y media de la mañana es difícil que venga de hacer algo como la gente. Me levanto siempre a esta hora y tomo unos mates. Ahora, cuando él llega, estoy en la cocina calentando el agua y la yerba. Como la puerta del frente de la casa está abierta, entra sin ruido y lo escucho recién cuando habla: — Hola, Alberto.

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Humberto Hauff nació en El Colorado, Formosa, en 1960. Es profesor en Letras y se desempeña

como docente en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Formosa. Obtuvo

importantes premios provinciales, regionales y nacionales con sus poesías y cuentos. Ha publicado

dos volúmenes de poesías: Los fogosos discursos de octubre (1988); Las raíces buscan

el sur (1993), y uno de cuentos: Los milagros del rocío (1995).

Email: [email protected]

El hombre, según se sabe, tiene firmado un contrato con la muerte. En cada esquina lo anda acechando el

mal rato.

Jorge Luis Borges

1

Es alto y no se me parece, tiene la cara de la madre. Lleva los ojos entrecerrados como un chaqueño ante el polvo y el viento norte en Pozo del Mortero. Su madre los tiene así, además de párpados inquietos, como si siempre esperara un sopapo. Ahora luce el pelo corto. Se cortó cuando me cansé de pedirle que se tusara la cola de caballo que sostenía con una banda elástica. Lo hizo, en fin, cuando quiso. Ahora que se le ven las orejas usa un aro vistoso en el lóbulo izquierdo para parecer atractivo. A mí no me gusta y él lo sabe. Pero seguramente lo hace a propósito, para desafiarme. Si es así, significa que tampoco le gustan esas cosas, que tiene un poco de decencia.

Llega cansado. Parece un ayudante de albañil que trabajó todo el día hormigoneando losas. Pero a las cinco y media de la mañana es difícil que venga de hacer algo como la gente.

Me levanto siempre a esta hora y tomo unos mates. Ahora, cuando él llega, estoy en la cocina calentando el agua y la yerba. Como la puerta del frente de la casa está abierta, entra sin ruido y lo escucho recién cuando habla:

— Hola, Alberto.

Lo miro como acordándome de él, como cuando uno se encuentra con alguien después de un tiempo y lo nota diferente. Le veo los hombros caídos y una borrachera evidente. Pasa a mi lado sin levantar la cabeza y se va para el baño. Le voy a cazar del cuello cuando le siento el tufo del pedo, pero no lo hago y, enseguida, un estremecimiento me baja por la espina. Es la misma sensación que tengo cuando Norma me reprocha algo con los ojos y no contesta: son ganas contenidas de destrozar con las manos.

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A la yerba en el mate la mojo y la caliento poco a poco, con chorros del agua de la pava que toma temperatura sobre la hornalla encendida. Antes de que hierva la saco del fuego y es entonces cuando le pongo unas hojas secas de burrito, para realzar el gusto. A veces pongo cedrón en la pava. Y después me siento en la puerta para mirar cómo aclara el cielo.

Uso una vieja silleta hecha con hilos de plástico trenzados y apoyo los codos en las rodillas. El mate me queda así entre las dos manos y no lo levanto, sino que yo agacho la cabeza para alcanzar y succionar la bombilla. Me gusta esa postura porque la heredé de mi padre, un paraguayo hojalatero que murió soñando con construir un revólver con piezas de electrodomésticos inservibles y que nunca su-po que el Jorge me salió vago.

Escucho los ruidos que salen del baño. Eso sucede porque la puerta no cierra bien, pero también porque Jorge no hace el menor esfuerzo por evitarlos. Tose, estornuda, sopla sus mocos, hojea una revista, abre canillas. Parece a propósito. Siento un revoltijo en el estómago cuando los olores de la cloaca invaden la casa.

Siempre ocurre: Gustavo es el primero en despertarse y llorar. Enseguida Norma grita.

— ¡Alberto, cerrá la puerta!

Voy y cierro la puerta. No es mucho trabajo levantarme y cerrar la puerta de la pieza de Norma, pero a mí eso me jode. Después vuelvo a sentarme de jeta a la calle y saludo al vecino que sale de su casa y camina hasta la esquina, como todos los días, para tomar el colectivo. Levanto la mano que sostiene el mate y le digo algo, por obligación. No sé qué le digo. Seguramente el cómo le va con que saludo siempre. Pero no hago comentarios que lo retengan y se va, lentamente, tropezando en los desniveles de la vereda.

Gustavo sigue llorando y la madre lo reta a gritos. Le dice que duerma, que no hay clases y que si sigue va a despertar a la beba. Pero gritan tanto que la nena también se despierta y llora hasta que una teta, supongo, le tapa la boca.

Norma calla cansada de pedirle silencio al chico. Y cuando deja de gritar como una endemoniada, Gustavo calla, automáticamente. Nunca sé por qué Norma grita tanto a pesar de que la tengo amenazada con una reverenda paliza. No me tiene miedo y eso es un problema.

De pronto hay silencio. Después de tanto escándalo en la casa se escucha solamente la puerta de la pieza de Norma que se abre despacio. Sé que es Gustavo que se levanta a orinar. El roce de sus pies sobre el piso lustrado tiene el mismo sonido de la lluvia en las chapas. Cuando yo era chico también caminaba descalzo sobre el piso frío de la casa de los viejos, a medianoche, para salir a ver la tormenta desde la galería llena de sombras y bichos.

Al asociar los pasos de mi hijo con lluvia, levanto la cabeza para ver si es cierto que llueve y me encuentro con la claridad fresca y despejada de la mañana. Las puntas de los árboles de la vereda ya están amarillas de sol. Eso es abril.

—¡Esperá, che!

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La orden sale imprevistamente del baño y me sobresalto. Imagino a Gustavo paralizado en el pasillo. Y a Norma que se le corta la leche en los pechos en la oscuridad de su pieza.

—Dale, Jorge, que estoy apurado— ruega el chico. Le tiembla la voz por el frío del cemento que lo invade desde la planta desnuda de los pies.

Se escucha ahora el ruido de una revista tirada al piso, el rasguido largo de las hojas de un diario al romperse, el crujir de papeles y el desagote de la cisterna del inodoro. Unas toses agresivas retumban en toda la casa. La puerta del baño se abre y Jorge dice:

— Pendejo rompebolas.

—¡Gustavito! — el alarido de Norma que sale de la boca oscura de su pieza retruca instantáneamente la osadía de Jorge. Gustavito significa que Gustavo debe evitar al hermanastro. Es un falso reproche por estar ahí, en la puerta del baño, esperando entrar, cuando está ocupado por el señor de la casa. Eso es lo que yo interpreto con sólo oír el tono de la voz de Norma.

Tengo que destazar a Jorge. Dejo el mate en el piso y pongo las palmas en los apoyabrazos de la silleta, dispuesto a levantarme. Pero me contengo. Y por segunda vez en un rato siento un estremecimiento que me baja por la espina como cuando el diputado Armando González me dice que todavía no tiene novedades: ganas contenidas de matar.

—¡Jorge! — grito sin mucha convicción—. ¡Andá a dormir, carajo!

Justo en el momento de gritar una vecina me dice ¡Buen día! Está en la vereda con una bolsa de basura en la mano y acusa el bochorno del momento. Dijo buen día justo cuando grito andá a dormir. Así que la palabra carajo quedó picando sola un rato largo en la mañana, como un eco que vuelve desde un monte.

— Familia de mierda — gruñe el mayor de mis hijos antes de entrar en su pieza y dar un portazo.

No los veo, pero los ojos encendidos de Norma emiten haces que llegan a mis espaldas después de salir de su dormitorio y doblar en el pasillo. Son unos ojos de comadreja que desde hace un tiempo miran rezongando, reclamando cosas, y no me dejan dormir tranquilo. Fue una chica dulce, de modales inocentes y sonrisa tímida. Ahora es una gata asustada. Cuando se enoja me enfrenta y no habla; o mejor, me mira y dice con los ojos todo lo que ya sé que debe decirme. Antes no era así.

Entonces no voy a la pieza, no quiero darle motivos de pelea. Me quedo acá, tomando conciencia del mate, aspirando el aire húmedo de la calle, pensando en que debería encontrar cuanto antes una ocupación para Jorge o provocará una desgracia. Quedo pensando en que hoy, a pesar del feriado, tiene que haber una changa para mí o nos morimos de hambre. Me siento un pescador en la orilla del río Paraguay, en Doña Lola, mirando la línea cortada por un pique tremendo.

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Miro desde la vereda el horizonte de casas crenchudas de cables y antenas y busco tranquilizarme con una ración de cielo limpio. La calle, a derecha y a izquierda, está abandonada. En otra parte, detrás de la manzana donde vivo, anda el carro basurero del chueco Cristaldo Rodas provocando a los perros. Las bombas de estruendo parecen golpes de bombo en medio del campo. Veo en lo alto, en dirección al centro de la ciudad, tres flores de humo que crecen. Entonces pienso otra vez en este segundo día de abril, feriado nacional por primera vez en diecinueve años, e imagino que en la esquina de 9 de Julio y Juan José Silva estarán llegando los ex combatientes para el acto de conmemoración organizado por el gobierno. Estarán serios como los aborígenes del oeste en las estaciones del ferrocarril mirando el viento. Cabizbajos, desconfiados, agrupados, estremecidos por cada salva. No hablarán y responderán en silencio, como siempre, cada gesto de un líder que nunca se sabe exactamente quién es, pero que está ahí, en el medio, como cabecilla de la jotapé.

Miro mi casa y siento pena por la pobreza del aspecto. Aunque no es la única del barrio jamás pintada, parece la más miserable; tal vez sólo me parezca por la tristeza que siento al entrar en ella.

Todas resplandecían por el blanco de la cal cuando nos las entregaron hace como nueve años, en vísperas de unas elecciones parlamentarias. Fue una mañana higiénica de tanta luz y los chicos andaban por ahí comprando globos. Las autoridades se quedaron un rato a mirar el palmar que se extendía después del barrio, algunos tuyangos ociosos y un tero enloquecido por la desaparición del nido. Ahora ese paisaje ya no está. En su lugar hay un nuevo barrio que el instituto de la vivienda diseñó especialmente para que nadie soñara con la libertad mirando el campo abierto. Los más viejos contaban que cuando todavía estaba el estero los indios cazaban allí carpinchos de ochenta kilos.

El mate se me enfrió en la mano pero igual succiono una vez más la bombilla. Miro la casa y la presencia de Jorge en ella me duele en el alma.

Cuando entregaron el barrio él era chico. La madre abrió la puerta del frente de la casa con la llave que nos dieron y fue el primero en entrar. Sus gritos de alegría retumbaron un rato dentro de lo que pareció un vacío tambor de doscientos litros. Era el lugar que habíamos esperado por mucho tiempo.

- Dejé el Scalabrini Ortiz, papá.— Hace apenas dos semanas que comenzaron las clases.— Ya sé, pero no aguanto.

Estaba sentado en el suelo y había recostado las espaldas en el muro de ladrillos que encierra el pequeño patio del fondo. El sol del mediodía le daba de lleno en las rodillas flexionadas y tenía los ojos cerrados por la violencia de la resolana. Recién se había levantado y era un depredador olfateando simuladamente el guiso que yo revolvía curvando el lomo sobre un fuego en la tierra.

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— Capaz que vaya a una nocturna.— Decidíte rápido, no falta mucho para que seas viejo también para la

nocturna.

La madre nos dejó cuando ya no pudo con las pateaduras. Eso dijo, exagerando. Cualquier pellizco era suficiente para que gritara que iba a denunciarme y se iba para la comisaría bamboleando el traste. Después supimos que fue a vivir con el sargento que le tomaba declaraciones y le friccionaba los moretones.

— No quiero estudiar, Alberto.— Entonces trabajá.

Nunca le dije que desde que la traje a Norma se convirtió en un estorbo. No hacía falta. Debió darse cuenta. Pero le aguanto porque sé que espera a la madre. No dice, pero espera a la madre. Cree que si no está acá, cuando vuelva, ella no se quedará. Tiene dieciocho años pero piensa como un chico.

— En qué.— No sé, empezá vendiendo naranjas en la calle.

Se parece mucho a la madre. Tiene su misma ñaca, una pereza fuerte que le nace en lo profundo de los huesos y que le quita hasta la sonrisa. Fue por eso que ella engordó enseguida. Nada hacía durante el santo día. Y él seguirá seguramente ese camino: si tiene para comer, en unos años, engordará.

— Quiero aprender computación.

Él sabe que no tengo plata para pagarle estudios caros, pero insiste. Cada vez que puede me rompe las pelotas con la computación.

— Hacéte compinche de uno que tenga computadora.— Mis socios no tienen un carajo, como yo.

Me quedé mirando su cara mal afeitada, la incipiente chiva de chino, y quise decirle que fuera a lamentarse a otra parte. Nuestras conversaciones nunca terminan bien, ni cuando hablamos de Boca. Pero si en ese momento le decía algo agresivo hubiera ido a sitiarse en la pieza o a molestar a los hermanos dentro de la casa; entonces callé, en prevención más que nada contra la cara resentida de Norma rezongando por todo lo malo que le pasa en la vida.

— Tengo hambre — dijo finalmente.

Quise preguntarle por sus socios nocturnos, pero no tuve oportunidad. Cuando pienso en ellos, como ahora, se me espanta el alma imaginándolo entreverado en una patota, de esas que andan por los barrios en las madrugadas como perros escaldados destrozando jardines y agrediendo a gente indefensa.

La mañana es linda y calculo que el acto será más o menos en una hora. A lo lejos y muy alto revientan otros petardos y los humos parecen escupidas contra un vidrio. Hay un espacio de tiempo bastante grande entre el estallido del humo y el retumbo. Por eso se sabe que sucede lejos y alto. Me hacen recordar viejas fiestas

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patrias, de épocas en que vivir era más fácil y en ocasiones así nos divertíamos todos en las plazas.

3- Cuando tenés que salir no salís. Cuando no tenés por qué ir, ahí sí.— Tengo cosas que hacer.—Hoy es feriado, nadie trabaja. Si los que tienen trabajo no trabajan, menos

trabajarán los que no tienen trabajo. Vos no tenés trabajo, no sé qué es lo que vas a ir a hacer por ahí. Podrías ver si algún vecino tiene Novalgina para Gustavito, que está afiebrado.

— Tengo cosas que hacer, Norma.— La camisa está arrugada. Sacátela que la plancho un poco. No es que me

divierta hacerlo, pero andar así es una vergüenza. Ni pensar en lo que dirán de la Norma Barrientos los vecinos si te ven así. Seremos pobres pero no para andar compadreando.

— Espero que las ruedas de la bicicleta estén infladas.— Tienen que estar. Nosotros no la tocamos. A quién se le ocurriría subir a tu

bicicleta destartalada. Es tan peligrosa como esa que sale a la vereda a dejar la basura cuando vos estás en la puerta.

— Trataré de hablar con el gobernador.— No se habla con el gobernador así no más.— Solamente él puede darme trabajo. No se habrá olvidado de mí. Dicen que

tiene buena memoria, que recuerda los nombres de los setenta mil afiliados que tiene el partido en Formosa. Que cuando ve una cara no la olvida más y la reconoce hasta en la montonera de los actos políticos.

— Para mí que él no está para esas cosas.—El doctor tiene que acordarse de cuando conversamos. Los funcionarios del

gobierno andaban en campaña y vinieron a la salita con médicos para atender a los enfermos. Yo aproveché y me hice ver una muela cariada. No te vas a acordar porque todavía no estabas conmigo.

— ¿Y el diputado González qué dice?— El compañero Armando González le falló a medio mundo. Pero te sigo

contando: la infección me había hinchado la cara y la sostenía con una mano. El salió de un auto y se acercó a los que esperábamos ser atendidos solamente para saludarnos. Me apretó los hombros y me sonrió como un hermano.

— Todos los políticos son así.— En ese entonces ya se decía que iba a llegar a gobernador. No se habrá

olvidado de mí, estoy seguro.— ¿Y si no?— Y si no, me presento. Le cuento la historia para que se acuerde y le pego el

pechazo. No pierdo nada, podemos ganar mucho.

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Gustavo está sentado en una esquina de la cama recortando las fotografías de una revista y no parece escuchar lo que Norma y yo hablamos. De las narices le fluye lentamente el moco como miel fría. Agarro un trapo que está siempre para eso en el respaldo y le limpio sin que se dé por enterado. La beba duerme metida en una cuna que fue mía, y de Jorge, y de Gustavo. Alguien dijo que también fue de mi madre.

Norma plancha la camisa sobre un pequeño alisado del revoltijo de cobijas que hay en la cama. La tele está prendida y en la pantalla puede verse un zorro huyendo del cazador. El volumen del aparato está muy bajo pero se escucha una música vertiginosa como ejecutada en una iglesia o un túnel.

— No te va a dar bola.

Norma tiene veintisiete años pero parece una pendeja a la que le fallaron en la promesa de llevarla a un baile. Vive argelada y a veces le doy unos cachetazos para que llore un rato y se le bajen los humos, pero lo único que logro es que sume facturas. No pierde oportunidad de echarme en cara las cosas. Dice que se arrepiente de haberse metido conmigo y de que le hubiera ido mejor revoleando la cartera en Brandsen y Moreno. Parece una comadrona carismàtica ante el párroco en el acto de denuncia de su vecina adúltera.

Me pasa la camisa tomándola del cuello y agrega:— Deberías llevarlo al Jorge para que airee el traste.— Recién se acostó.— No podés con él y abusás de mí.— Bocona— le digo sin muchas ganas de seguir.

Norma es la hija de una amiga de mi ex. Venía a casa acompañando a la madre y mostrando las gambas largas y carnudas de chuña con el mismo descaro con que las amantes suelen rondar a la competencia. Todavía no me había separado cuando ya andábamos liándonos en el asiento trasero de una doble cabina del ministerio, los ratos de franco. Venía a los talleres de la gobernación y de ahí nos íbamos juntos a los caminos vecinales de Villa del Carmen, a escondernos del mundo.

Ahora que la tengo en la casa todo el tiempo no veo la hora de que aparezca un carancho y se la lleve. Pero no es fácil encontrar en estos tiempos tipos dispuestos a cargar críos ajenos.

Mientras me abotono la camisa le miro el pezón aplastado y húmedo que se le ve por el escote del camisón al agacharse sobre la beba. Le cambia los pañales con apuro, pero puedo ver que la cola de la niña está en carne viva. Cuando la toca para ponerle hipoglós, llora de dolor.

— Se paspa porque no la limpiás bien.— Qué sabés vos.

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Salgo de la pieza y entro en el baño. Me peino buscando unas is- litas de espejo en la gran mancha de óxido que es el vidrio en la puerta del botiquín. Jorge tose en su dormitorio.

— No tardo.— ¿Qué les doy de desayunar a los chicos?— Hay para unas tortillas.

4

Antes de salir abro la puerta de la pieza de Jorge y miro un rato la oscuridad antes de entrar, para acostumbrar los ojos y localizar la bicicleta. Cuando la veo, recostada en la pared opuesta a la que tiene la ventana, la ventana se abre. Jorge, que es quien la acciona levantando una mano, se tapa enseguida la cara con el antebrazo encandilado por la luz de la mañana que se cuela incontenible.

Lo miro oliéndolo y me molesta su abandono. Agarro la bicicleta por el asiento y el manubrio y la hago girar en la estancia para apuntarla hacia afuera.

— Necesito unos pesos, papá.— No tengo un mango, y ni posibilidades de conseguirlo.— Solamente cinco.

Lo miro de nuevo y quiero hacer simultáneamente dos cosas: darle una trompada y abrazarlo. Descubro que hace mucho que no lo toco, ni para estrecharle una mano. Cuando estaba en Buenos Aires le pedía que volviera porque extrañaba la cercanía de su figura grande y torpe, y porque creía que seguía siendo el chico indefenso que vi irse un año antes. Nunca supe qué hizo exactamente allá, pero no habrá hecho méritos porque mi hermano lo echó de su casa y diciendo que lamentaba pero que ya no podía mantenerlo. Que tenía suficiente con tres hijos vagos. Por teléfono la voz de Juan sonó rabiosa. Me dijo:

— Me debés ocho meses de comida. Y si te enojás te mando a uno de los míos para que veas lo que significa.

Yo no le dije, pero pensé: que ni se te ocurra. Basta con imaginar a otro pendejo haragán metido en la casa para que se me aparezca la jeta larga de Norma en medio del cerebro como una mancha grasien- ta en el cristal de los lentes.

— Y para qué querés plata, si se puede saber.— Para puchos.

Por la ventana entra el ladrido de un perro y el sonido de un bal- dazo de agua jabonosa sobre la tierra. La indignación es tan fuerte que asocio el ruido del agua con el caer de un vómito sobre la mesa. Examino las gomas de las ruedas y empujo la bicicleta. El eje del pedal sin paletas me golpea la pantorrilla y la punta aguda lastima mi piel a través del pantalón. Tragando saliva detengo el quejido que intenta subir.

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En el marco de la puerta digo:— Cuando vuelva.— Apenas cinco, viejo.

No sé qué hacer con él. No tengo sabiduría para manejarlo. Y él lo sabe. Jamás sé qué piensa, pero me envenena la sangre pidiendo cosas que sabe que no puedo negarle. Es probable que al tolerarlo busque alivio para el sentimiento de culpa que nació el día en que se fue la madre. Porque ese día, para él, no se fue mi mujer de la casa sino su madre. Y su madre se fue porque ya no me aguantó. Entonces pienso que, por ahí, por mi culpa, él es como es, un vividor.

Jorge cierra la ventana y quedo en la oscuridad parado como un ánima al acecho de una criatura inocente. Me avergüenzo.

Creo escuchar que llueve torrencialmente, así que salgo de la pieza arrastrando la bicicleta y busco la puerta de calle con la mirada. Afuera hay luz de sol radiante.

— Que te coman las hormigas— le digo.

5Busco la calle con la bicicleta a mi lado. No la subo porque tiene una rueda

desinflada. Me dirijo decididamente hacia la esquina donde habitualmente se detiene el colectivo. Casi ahí, en una casa parecida a la mía, excepto por una verja de hierros del ocho y dibujos retorcidos, vive el puntero del barrio. Tiene bicicletas y un inflador. No es la primera vez que molesto por el inflador. Lo hago sin remordimientos y llamaría a esa casa en muchas oportunidades, por cualquier motivo. Es que Fulgencio Ayala sabe bien dónde encontrarme en épocas de proselitismo.

Me atiende la mujer. Es evidente que termina de levantarse de la cama porque su cabello es una porra inextricable y le asoman enormes légañas amarillas en las esquinas de los ojos. Me trae el inflador en una mano y en la otra un mate.

— El primer verde, don.— Estará riquísimo pero ya tomé. Gracias, doña.

Enrosco el pico del gomín en la válvula de la rueda y acciono el inflador de mano apoyando el codo derecho en la rodilla. Enseguida pierdo el ritmo respiratorio y contengo un rato la aspiración en un esfuerzo por terminar la tarea enseguida. Pero debo descansar, entonces levanto la cabeza y miro el enorme

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traste de la mujer de Fulgencio Ayala sin poder imaginar cómo una persona puede perder así la figura corporal. La recuerdo soltera, pizpireta, flaca. No le dábamos mucha bola porque en el barrio había minas más interesantes que ella. Después se casó con el compañero Fulgencio Ayala, tuvo hijos, luchó un tiempo contra una tendencia natural a engordar y, finalmente, como quien llega a una edad en que decide que ya es hora de cobrar recompensas, se entregó al destino. Hubo unos pocos días en su camino a la obesidad definitiva en que estuvo hermosa. Su cuerpo adquirió de pronto el mismo apogeo que consiguieron los viejos imperios cuando mordieron los límites del mundo. Y muchos campaneamos su casa a diario como caranchos a la aguada que se seca. Ahora ya no es la misma, sin dudas, y acerca una silla a la puerta y se sienta para mirarme sudar. Sonríe y cuando succiona la bombilla del mate apoya el brazo en la enorme teta. El cuerpo gordo se le sacude al sonreír y repica en la silla como pelota maciza en la culminación de un largo golpeteo contra el piso.

— ¿Y el compañero?— En el acto.

El compañero Fulgencio Ayala es, como lo fui yo alguna vez, chofer de un funcionario. Comenzó manejando para directores y subsecretarios, ahora tiene bajo su mando la cuatro por cuatro del vicegobernador. Eso, en el ámbito de los activistas, es resultado de una brillante carrera política. Los activistas, quién no sabe, son los que nunca llegan a un cargo electivo público y sólo en excepcionales ocasiones completan listas sábanas figurando entre los últimos suplentes, lo que ya es un honor. Pero dentro del partido pueden conducir unidades básicas, integrar consejos jurisdiccionales o llegar, como a la cima de una montaña, a congresal, que es donde se tiene oportunidad de decidir algunas cuestiones importantes. En este escalafón el compañero Fulgencio Ayala es secretario de adoctrinamiento de la unidad básica del barrio Coluccio, que es donde vivimos, y su fidelidad se refleja en el trabajo que realiza en la administración pública y en el monto de sus haberes.

En las campañas electorales nos representa ante los candidatos oficiales del partido y puntea el padrón identificando leales, adhe- rentes y rojos. Rojos, se sabe, son los radicales. Por eso se lo llama puntero. Su obligación consiste en organizar en el vecindario a los soldados de la causa para que realicen el proselitismo que sumará votos el día de las elecciones. Y para participar en todos los mítines que se concreten a lo largo y ancho de la ciudad, portando pancartas y entonando cánticos con fervor místico si se asiste para apoyar, creando trifulcas si se asiste para desbaratar.

— Yo también voy para allá.— Todos estarán en ese acto. Ya sabe, donde está el gobernador están todos.Acciono el inflador tres o cuatro veces y abandono. No puedo más. La goma de

la bicicleta exige más aire, pero desisto. Aguantará un rato. Me seco el sudor de la frente con la manga de la camisa cuando devuelvo el inflador. La mujer sonríe divertida. Dice con voz de gorda:

— Que tenga suerte.

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Si supiera que para mi familia desear suerte a alguien significa condenarlo a la desgracia. Mi padre maldecía cuando escuchaba a alguien deseando suerte. Salíamos de pesca una vez y un vecino, seguramente bien intencionado, nos deseó suerte al vernos pasar. El viejo, a Juan y a mí, nos hizo bajar de las bicicletas y regresar a casa, a desempacar el avío y los utensilios para una semana de campamento a orillas del río.

—Nunca pescamos un carajo cuando un pelotudo pretende ayudarnos— dijo.

Un amigo deseó suerte en mi casamiento, y no hace falta que diga algo al respecto. Será una bendición para la familia, dijo mi madre, que en paz descanse, cuando terminó de revisar descaradamente al Jorge, que tenía unos pocos meses, para comprobar la existencia de los dos testículos. Y ya se ve.

— Gracias, señora.

6

Son más de veinte cuadras de ripio por la González Lelong antes de llegar al pavimento. Mi andar en bicicleta es agónico. Entro en los baches y salgo con dificultad, y a medida que imprimo fuerzas a las piernas siento que se me vacían los huesos y que los pulmones se aceleran buscando el oxígeno que quemo como un soplete. En algunas zonas los pozos son tan pequeños y numerosos que el traqueteo hace que mis tripas giman insoportablemente. Llevo andando bastante

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tiempo, incapaz de levantar la mirada de la tierra del camino, y no sé dónde estoy. Siento el cuello dolorido por el esfuerzo de sostener erguida la cabeza ante las exigencias del bamboleo.

Percibo una sombra de árbol en una vereda y me detengo. Respiro. Descubro que estoy parado en el mismo lugar donde una vez, ante un grupo de choferes, decidí que me quedaría en las filas del Frente para Avanzar cuando el doctor armaba quiosco aparte y lo llamaba Frente del Triunfo. Fue una noche calurosa en que aguardábamos junto a las camionetas oficiales que terminara el acto que se hacía en González Lelong y Roca. La cosa era grande y habíamos traído gente de todos los rincones de la provincia. Mi candidato apostaba a una carrera nacional y, en esa oportunidad, lo acompañaba un jerarca porteño que aspiraba a la presidencia.

Mirando la multitud no podíamos imaginar que meses después perderíamos irremediablemente en unas elecciones que se caracterizaron por la deslealtad y el bochorno público. Los que una vez fuimos oficialistas de pronto nos encontramos opositores, y los más jugados, como yo, no tardamos en quedar en banda. Cantamos falta envido con treinta y dos y perdimos. Creo que otros, en una situa-ción parecida, hubieran hecho lo mismo.

Me recuesto asentando las nalgas en el caño de la bicicleta y miro pasar gente y autos. Oigo la banda que ejecuta una marcha en la esquina donde se hará el acto de conmemoración y, más que los acordes, llegan hasta mí nítidos y a destiempo los sonidos cristalinos de unos platillos de hojalata. Vuelvo a secarme el sudor de la cara con la manga de la camisa. Escupo hacia un costado la goma de la sed. La última vez que sentí tanta sed fue una noche de diciembre varado en la ruta, entre Las Lomitas y Pozo del Tigre, después de reventar el radiador de una doble cabina del instituto de tierras fiscales. El interventor aguantó estoicamente los mosquitos y cuando amaneció, sediento y enrojecido por las fricciones realizadas durante horas tratando de calmar el ardor de las picaduras, se comió una piña de caraguatá que le despellejó los labios, las encías y el paladar. En el hospital de Estanislao del Campo creyeron que se había quemado con agua caliente.

Un conocido pasa dentro de un remís y saluda con la mano abierta. Cuando contesto se ha ido y ya no me ve. Lamento el cansancio que no me deja reaccionar a tiempo. Recuesto la bicicleta en el tronco del árbol y llamo golpeando las manos en la casa más cercana para pedir un vaso de agua. Me atiende un muchacho que aparece en el fondo del patio, entre unos naranjos. Cuando sabe lo que quiero se mete en la casa y al rato regresa con un vaso y una jarra. La casa es rectangular, alargada hacia atrás, y puede verse que no es vieja. El revoque, que nunca tuvo más blanqueo que el que le dio la cal del filtro, tiene las chorreaduras del óxido de los tirantes de lapacho. Sobre la tierra pelada del patio caminan cuatro pollos. Parece, por el tamaño del terreno, una finca de pueblo.

— ¿Y el señor y la señora?— pregunto por decir algo mientras bebo.— La señora en cama, el señor en silla de ruedas.— ¿Viejos?— Y abandonados por los hijos.

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Agradezco y agarro de nuevo la bicicleta. Ahora, sobre pavimento, el andar es otra cosa. Pedaleo armoniosamente como si amasara, tratando de seguir el compás de los latidos apagados del pecho, y eso me permite llegar sin detenerme. Pero igual, cuando llego, siento que los muslos son kilos de pulpa inservible. La banda de música de la policía provincial es todavía el espectáculo y un buen número de personas espera solemne la llegada de las autoridades. Acepto que viví muchísimas situaciones similares en la vida, pero nunca dejo de emocionarme con el retumbo de guerra de los redoblantes, la voz neutra del maestro de ceremonias, los acordes del Himno Nacional y las caras compungidas de los capangas del gobierno. Son ritos realizados como si fueran el preludio de una ejecución al aire libre. Sí es probable que nunca me haya sentido tan ajeno a los acontecimientos como ahora, sin menospreciar el valor simbólico que el día tiene para los ex combatientes.

Aseguro la bicicleta a un árbol de la plazoleta recurriendo a la cadena y el candado que hay que usar por prevención en estos días de desocupación y delincuencia. Me seco el sudor de la cara con la manga de la camisa levantando el brazo derecho. Me aliso el cabello y adopto una digna postura de pie. Estoy detrás de la gente que ha rodeado un pequeño palco de madera pintado de blanco y celeste y que no se eleva más de un metro del suelo. Cerca hay un parlante que me sobresalta cuando alguien prueba el micrófono. Estoy en el lugar donde esperaba estar pero no me siento bien, estoy intranquilo, como si en minutos fuera a entrar en una sala de operaciones. Estoy aquí, parado, asistiendo a un acto público con la esperanza de hablar con el gobernador de la provincia. La idea es abordarlo cuando la ceremonia termine y decirle algunas palabras, las necesarias para que sepa que necesito su ayuda. Me dirá, seguramente, que vaya a verlo en la Casa de Gobierno. Entonces sí, me presentaré ante su secretaria y le diré que él me citó, que me hizo llamar. De otra manera, debería esperar una audiencia por turno y eso podría llevar meses de espera. Los compañeros accedemos así a los jefes, recurrimos a este procedimiento para acelerar la concreción de una entrevista.

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7

La canción Aurora, mientras se acercan alumnos abanderados con los pabellones nacional y provincial, tiene el efecto nostálgico de una bandada de palomas revoloteando la estructura pobre de una iglesia rural.

El Himno Nacional me eriza la piel y, mientras repito el último verso, recuerdo la escena de una película en que San Martín pasa revista a las tropas antes de una batalla y hay detrás suyo un paisaje de montañas verde y brumoso. El Himno Provincial que viene después, en cambio, me permite transmutar el olor a tierra del ambiente en olor a monte y río, a Riacho Pilagá en el atardecer. Unas pocas mujeres cantan mirando al cielo como si vieran extinguirse en el espacio azul las caras de sus seres queridos.

Después aplaudimos todos. Y a pesar del ruido de zapateo en el agua que producen las palmas, oigo algunos suspiros y el íntimo sorber de mocos de un viejo. Habla ante el micrófono un hombre flaco que antes presentan como un ex combatiente y dice que la patria, esa mujer por la que arriesgó su vida, ahora no lo reconoce. Recuerda que en las islas Malvinas sintió frío, que las balas trazadoras de los ingleses no le dejaron sacar la cabeza del hueco donde estaba atrincherado y no pudo ver con gusto el paraje desierto. Dice que sabe que nunca entenderemos lo que se siente al palpar el cadáver de un amigo buscando un resto de vida, ni lograremos imaginar la facha de los fantasmas que salen del fondo de la tierra cuando se cava una trinchera pensando que en cuestión de horas puede convertirse en nuestra tumba. Cuando un inglés le apuntó con el arma estaba acostado boca arriba en el barro, mirando el espectáculo de los cazas maniobrando en el cielo plomizo, temblando. Asegura que la figura del soldado de pie en el borde de la fosa y el arma formidable que empuñaba, enmarcados por una cerrazón que se había hecho familiar de tanto presentarse en los últimos días, le recordaron películas futuristas de mala calidad que había visto en los setenta en un cine sucio de Clorinda. Confiesa que jamás se sintió en combate a pesar de escuchar por horas y días el bombardeo y los tiros que ocurrían en algún lugar cercano que no podía identificar y que cada tanto herían a un camarada que si no moría enseguida lloraba pidiendo la presencia de su madre. No conoció a los gurkas y cuando quiso disparar su fusil, una tarde de locura por el estruendo de los aviones y el silbido de las bombas cayendo a tierra, no funcionó. Y su extraño relato provoca el llanto en una mujer que más que su madre podría ser una her-mana. Y cuando termina, aplaudimos. No sabemos por qué, pero aplaudimos como si estuviéramos ante un niño que acaba de salir airoso de una gresca entre pandillas. El hombre también llora y cuando baja del palco un amigo lo recibe con un abrazo del único brazo que le queda y una mirada ausente que se pierde más

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allá de la gente, en el follaje de los árboles como papelito castaño llevado por los remolinos del viento.

Un coronel dirige ahora la palabra y su voz marcial convoca inmediatamente nuestra atención. Siento que estoy otra vez en el playón del regimiento de infantería de monte, allá por 1978, raneando como un desgraciado alrededor de un sargento obeso y salivoso que me obligaba a decir, a los gritos, que cuando agarrara un chileno haría con él masitas para acompañar el mate dulce de la tarde.

El ministro de Educación, finalmente, en representación del gobierno provincial y haciendo gala de una labia increíble, nos pide memoria para los hijos de esta tierra muertos tan lejos de la chacra y del patio. Solicita un minuto de silencio y la piel se me vuelve a erizar, y una serie interminable de escalofríos me recorre las espaldas de arriba hacia abajo. Es la emoción que no puedo evitar en los mo-mentos grandiosos. Entonces noto, por primera vez, que los ex combatientes y sus familias son gente pobre, del interior, y que no hay un solo hijo de cogotudos en este lugar de mierda. La emoción se transforma de pronto en bronca. A mí, la bronca me hace transpirar como si me pusieran en evidencia ante la multitud después de orinar sobre el rosal que adorna el pie de un mástil. El gobernador baja del palco serio y trascendente, calculando cada escalón de la escalera y rodeado de adeptos y hombres de su seguridad personal. Lo miro desde lejos, embobado por la pulcritud del corte de la barba y el brillo de la frente. Camina forcejeando para eludir el acoso de la gente, de las compañeras que quieren besarlo y manguearle, y forcejeo yo para acercarme a él, resignado a que un grupo se me haya adelantado y ponga en peligro mi entrevista. Vi muchas veces esta escena en la vida política de la ciudad y siempre me recuerda a una salida de jugadores de fútbol del estadio después de un partido. La vi en Núñez, hace muchos años, en épocas en que los muchachos íbamos a Buenos Aires a ganar unos mangos trabajando en las fábricas judías de Once, de sol a sol, y a vagar por las peatonales atestadas de caminantes sin destino y sin esperanzas, de noche.

El gobernador sonríe ahora. Abraza a una anciana y la besa en las mejillas mientras le susurra algunas palabras, seguramente de aliento. Su rostro alegre y franco me reconforta. Pienso en que quizá no es tan difícil la empresa y hablar con él es cuestión de tiempo, y que una vez delante suyo, cuando oiga su saludo, sabré qué decirle. Sólo tengo que dejar claro que necesito trabajar, que estoy arrepentido de haberlo abandonado, de haber dejado sus filas en épocas difíciles. Que ya tuve suficiente escarmiento. Que quiero volver al movimiento y sumar pa-ra que nunca en el resto de su vida pierda una elección. Hablarle franco, sin dudar, y diciéndole a boca de jarro lo que quiero, en primer lugar como vi tantas veces en las notas de pedidos que llegan a los ministerios. Después extenderme y decirle, si me da tiempo, que puede contar conmigo para lo que sea. Para lo que sea. Para que no le queden dudas de mi nueva fidelidad, como cuando me tomó el hombro en la sala de primeros auxilios del Coluccio y me miró a los ojos y me hizo olvidar que la cara me dolía como si dentro de la mandíbula estuviera taladrando un epiléptico en crisis.

El apelotonamiento no es grande pero sí compacto. Se mueve lentamente hacia la calle como un islote de hormigas llevado por la corriente de la inundación,

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pisoteando la gramilla de la plazoleta bajo las ramas peladas de los chivatos. Veo que en el centro del grupo está él, agachado, escuchando a alguien que le habla al oído. A su alrededor los custodios y algunos oficiales de la policía provincial con-forman un círculo casi irrompible. Después estamos nosotros, empujando hacia el centro, en el intento cada vez más desesperado por tocarlo. Quiero separar los hombros de dos mujeres que, delante mío, le dicen a gritos que siga adelante, que no afloje, que recuerde visitar el Barrio Obrero, pero no puedo. Es como intentar separar dos bolsas de cemento con la sola fuerza de los dedos.

Enseguida la marejada llega a la calle y rodea dos camionetas y un Mercedes como una mancha de aceite sobre la superficie del agua se aferra al objeto que toca. Forcejeo para avanzar pero no consigo dar un paso. Estoy echado hacia adelante, sobre las espaldas de una gorda, y percibo claramente el bamboleo agónico de la multitud. Miro hacia adelante y veo que se abren las puertas traseras del Mercedes. Desespero elevando mi taquicardia al fragor de los redoblantes de una murga en carnaval. Hay una mano abierta que se eleva por sobre las cabezas saludando y una comba de espalda que se pierde en el vehículo. Una boca abierta y desdentada de viejo que ríe con una carcajada silenciosa y fría. Aflojo el empuje. Suspiro. Ya nada hará que le diga al gobernador que mañana puede ser tarde.

8La caravana de camionetas oficiales encabezada por el Mercedes negro se

pierde en la perspectiva de la avenida y la gente se desconcentra sin muchos comentarios. Se oye una chacarera que los muchachos de ceremonial han puesto para distender la mañana mientras juntan cables y apilan parlantes en la caja de un camioncito destartalado. Parado en la esquina, quieto como suicida mirando el horizonte antes del salto al vacío, busco en las caras el consuelo que necesito para seguir viviendo. En el pecho me burbujea el líquido caliente de la bronca y de la impotencia. Quiero encontrar una persona causante de mi angustia y son todos y nadie. La primera imagen que me acosa, como siempre, es la de la cara de Norma que me mira odiosa mientras escucha el relato de cómo no pude hablar con el jefe. Leo con adelanto la decepción en sus ojos.

Quiero encontrar un destinatario para la rabia, alguien a quien tomarle la cabeza con las dos manos, desde atrás, y meterle los índices en los oídos hasta arañarle los tímpanos mientras chilla como viuda de paraguayo sobre el cajón del difunto, y son todos y nadie. No es el gobernador, es el entorno que no me dejó acercarme, la gente que tiene tantas necesidades y que, como yo, también quiere hablarle y que en la pelea por llegar a tocar la puntita de una esperanza este día ganó por osadía o convicción. No siento los brazos por una especie de ausencia física provocada por la exaltación nerviosa que ha puesto todos mis sentidos alertas, como cuando se espera ser atacado por la espalda con un cuchillo. Busco alivio recordando que hice cosas parecidas a las que hicieron hoy los custodios y choferes cuando era uno de ellos, en otras épocas, cuando creía haber subido lo suficiente como para que nunca tuviera la necesidad de hacer lo que hace la gente para conseguir el sustento. Abría las puertas de la camioneta facilitando el escape del funcionario sin notar que actuaba como protegiendo a un delincuente.

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Casiano Pereyra toma la iniciativa y se acerca cuando me ve. Ha surgido de entre los milicos de la banda que esperan el transporte que los llevará de regreso a la seccional como quienes regresan de una incursión feliz en las filas enemigas. Sonríe con la misma mueca torcida que le conocí en un viaje que hicimos juntos a Salta, turnándonos en la conducción del colectivo cien veces reparado de la secretaría de la Juventud. Llevamos al ballet del Polivalente de Arte y a unos músicos contratados por la Dirección de Cultura para que nos representaran en un festival folclórico nacional. Mientras las chicas revoleaban los vestidos largos y los muchachos zapateaban estremeciendo el escenario de quebracho colorado ins-talado en la cabecera de un estadio de fútbol, comíamos choripanes y tomábamos tintos contándonos sucedidos en las innumerables comisiones de las que formamos parte en años de recorrer la provincia. Sonríe y me estrecha la mano con fuerza suficiente para romper un dedo. Pregunta cómo ando, riendo siempre, y le digo con lástima de mí mismo:

— Mal, porque estoy sin trabajo.

Lamenta la situación pero no permite que le cuente mis desgracias. Habla de la crisis extendiendo los brazos como si recitara una poesía sobre la primavera, cuenta que dejó de trabajar para los políticos porque nunca sacó pichones con ellos, que ahora trae baratijas taiwanesas de Alberdi y vende en el mercado de la calle San Martín, en un puesto improvisado que atiende su mujer mientras él juega al truco todo el santo día con un grupo de bagalleros a la sombra de los galpones abandonados del ferrocarril. Dice que le va bien y que se caga en los funcionarios que en la puta vida le hubieran permitido levantar cabeza. Le miro la sonrisa torcida y siento cierta envidia por su suerte y cierta vergüenza por mi falta de ini-ciativas. Sus ropas son nuevas y ha cambiado la grafa por el vaquero hecho en Pilar con puro algodón paraguayo. El cascote de la garganta le sube y le baja detrás de un pañuelo batará brilloso de grasas eliminadas por los poros. Tiene unos mocasines marrones adornados con cordones de cuero que le quedan mejor que los viejos zapatones negros que nos daban en los talleres de la gobernación y que a mí todavía me duran.

— ¿Qué hacés acá?— le pregunto para acortarle la charla.

Me cuenta que el ex combatiente que habló en el acto es un sobrino suyo y que vino para acompañar a la familia. Que ahora irá a la inauguración de la Casa del Ex Combatiente que se pone en funcionamiento al mediodía en un galpón sobre la avenida Gutnisky. Me invita. Me palmea el hombro. Me sonríe con una boca cada vez más torcida y los dientes cada vez más grandes y blancos, y se aleja para saludar a otro conocido que descubre cerca.

— Andá, viejo. Habrá asado pagado por el gobernador.— ¿Él va?— Seguro, siempre está donde hay gente.

Paso la mano por el pelo para emparejar el desorden provocado por el viento y el polvo; mi madre decía que el gesto sirve para espantar el miedo, y suspiro profundamente mientras evalúo el viaje en bicicleta que me espera hasta la casa. Pienso también en el asado donde estará el gobernador y en la posibilidad de verlo nuevamente. El intento me permitirá, además, saborear unas costillas como

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hace rato no pruebo y podré estar con conocidos. Me tendrá lejos de Norma un rato más y a lo mejor la posibilidad de conversar con el jefe sea distinta, más distendida y provechosa. Miro a Casiano Pereyra que sigue hablando con el otro y espero a que me mire. Huelo de lejos que no es buena gente: mucha labia, demasiado artista. Parece en permanente acecho, decidido a proponerte el negocio de tu vida. Supe escuchar a otros tipos parecidos y no se dejaron descubrir las intenciones. A lo mejor porque nunca tuve un mango que pudieran sacarme. Pero huelen raro, como ahora Casiano Pereyra, que apesta a covacha habitada por los murciélagos.

Cuando me mira lo llamo con una leve inclinación de la cabeza y se acerca pizpireteando como si estuviera mangueando en una bailanta. El solo es el jolgorio que necesita un cumpleaños de ahijado.

— Hermanito— le adulo—, necesito cinco'í.Sin sorprenderse ni perder la sonrisa, me pasa un brazo por sobre los hombros

y mira en la misma dirección en que yo veo dos lindas hembras alejándose.— Alberto, chera'á, no tengo.— Ando apretado, no tengo ni un ay, por eso pido. Si no, ni abriría la boca.— Nada, chamigo, lo que es nada. Ando tan sogüé como vos. La próxima,

seguramente, será distinto.

Se va metiendo la camisa bajo el cinto y levantando la joroba, frenteando la vida como guazuncho al alambrado. Una chica saca a tirones las guirnaldas de papel que cuelgan de las ramas del chivato más cercano al palco que, a la vez, desarman tres tipos con ropas de fajina de la municipalidad. Me arde la cara de vergüenza.

9

Falta mucho para que se sirva el asado en la Casa del Ex Combatiente. Unas tres horas, si se tiene en cuenta que antes habrá discursos y marchas, como en todo acontecimiento de ese tipo. Le saco el candado a la bicicleta y me voy por Juan José Silva con ella rodando a mi lado. La sola idea de montarla me hace doler el huesito dulce.

En casa Jorge reclamará los cinco pesos y me meterá otra vez en un brete. Seguramente, cuando sepa que no tengo para dárselos, se argelará y dirá pelotudeces. Recordará que está en esa situación por mi culpa y que no causaría problemas si se hubiera criado en una familia normal, que no tendría tantos pájaros en la cabeza si me hubiera dedicado a criarlo en vez de golpear a la madre cada rato. Después se irá dando patadas a las paredes y a las rosas de Norma, que intentan erguirse en la vereda. Y regresará muchas horas después, cuando ya no aguante el hambre, caminando prepotente por la casa para que yo no lo moleste tratando de averiguar lo que anduvo haciendo.

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Norma, en cambio, debe estar quejándose por las pocas cosas que hay para cocinar, mientras trata de sacar un guisado decente. No hay caso, tiene razón cuando jode porque no llevo un mango a la casa. Pero todos saben que no hay trabajo, y antes de romper la única remuda que tengo haciendo changas de albañil o barriendo calles por un jornal miserable, prefiero tirarme al zanjón del Coluccio.

Lentamente dejo atrás el centro. Escucho el grillo interminable del piñón de la bicicleta que traigo sin esfuerzo y miro las casas de ladrillos sin revocar, los patios pelados, los cercos de alambre tejido panzudos de viejos, las cunetas invadidas por el pasto ruso, la basura desparramada por los perros en las veredas y en las calles. Nubes de moscas se levantan de las rotas bolsas de plástico cuando paso junto a ellas y la hediondez me pica en la nariz. Una mujer quema una montaña de papeles y hojarasca frente a su casa mientras el marido le ceba mates. Hablan animosos, como cuando las parejas revisan las vidas de los concuñados.

La marcha es lenta y larga. La calle se hace de pronto intransitable por el barro y las obras comunales de alcantarillado nunca terminadas, entonces doblo a la derecha. Creo que es Libertad porque los autos están estacionados en las dos direcciones y no lejos la cruza la Avenida González Lelong como un callejón de obraje, ensanchada feamente en la intersección por las maniobras de los vehículos. Es una calle normalmente muy transitada porque evacúa gran parte del barrio San Francisco, pero ahora, tal vez por el feriado, por ella solamente circulan un verdulero que empuja un carrito de dos ruedas y un camión volcador que hace alarde de suficiencia en las profundas huellas que quedaron de la última lluvia.

El cielo está azul. El sol traspasa la camisa y pica en los hombros. En algunas esquinas el viento norte, que alardea con más ahínco a medida que se acerca el mediodía, crea remolinos de polvo que desaparecen cuando tropiezan con las cunetas anegadas y el follaje de los mangos. Ese polvo construye una película de gasa gris sobre la superficie del agua que se rompe cuando, como ahora, cae una pelota de plástico que viene de un patio donde juegan tres chicos descalzos.

Planifico llegar caminando hasta la zona del parque Urbano II y recién entonces subir a la bicicleta para hacer las cuadras restantes hasta la casa. La falta de costumbre hace que esa actividad sea para mí un suplicio. De la incursión al centro de la ciudad me quedan dolores en las caras internas de los muslos y un ardor creciente entre las nalgas. Irritado en la entrepierna como criatura a la que visten con bombachas de goma, camino tratando de que la tela del pantalón no me roce demasiado la piel y aireando en lo posible la paspadura.

Cuando lo conocí, Casiano Pereyra no parecía tan compadrón. Ahora habla como esos comprovincianos que van un tiempo a Buenos Aires y regresan yeseando las elles y entonando como si actuaran en navidad en el pesebre de la capilla. Cree haber vuelto de todas y busca mostrarlo. Pienso que para que actúe así realmente tiene que haber ganado unos pesos, de otra manera no se explica la seguridad que emana cuando se encuentra con miserables como yo.

Camino pensando en él, tratando de descubrir de qué manera puede serme útil, pero solamente consigo verme parado en una esquina ofreciendo relojes truchos y

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condones musicales. Y a Casiano Pereyra parado cerca, sonriendo torcido como patrón que se salió con la suya en una discusión con los peones.

Veo de nuevo la mano del gobernador saludando antes de entrar en el Mercedes e irse. La palma blanca exhibida como una de esas banderolas de trapo que usan los chacareros para guiar la dirección del surco cuando aran con mancera. Tan ocupado estuve en acercarme a él que no sé qué pasó con el resto de las autoridades. No lo vi al vice, por ejemplo, que también suele andar acosado por las viejas que le recuerdan que una vez fue gobernador y que le suplican que regrese para reivindicar a los ancianos, a los niños y a los aborígenes. Tampoco vi al compañero Fulgencio Ayala. Recién ahora caigo en la cuenta de que no vi al compañero y de que él hubiera podido darme una mano. Creo que en el asado de los ex combatientes Fulgencio Ayala tendrá que jugarse por mí.

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La esquina es un oasis en el camino. Arribo por Coronel Bogado y bajo de la bicicleta para recostarme inmediatamente en el poste de la red eléctrica, muy cerca de la casa de Fulgencio Ayala. Su mujer, ciertamente, es la que me saluda con un tecleo en el vacío de cuatro dedos gruesos como cigarros. Está enmarcada en el hueco de la puerta y sonríe augusta. Inclino levemente la cabeza para contestarle la cortesía mientras tomo aire con la boca abierta. No entiendo cómo puede cansarme tanto el pedaleo en una bicicleta.

Ya casi son las once de la mañana y no hay gente fuera de las casas. El colectivo dobla a mis espaldas con un estruendo de latas flojas y percibo su interior desierto, los asientos destrozados por los trinchetes de los estudiantes y el olor a fauces de perro de la goma espuma que aflora incontenible.

Camino despacio, tanteando el aire, el silencio del barrio, la desolación inesperada. Miro las casas cerradas y los patios vacíos y me parece estar en Palo Santo en una siesta infernal de febrero. A menudo suelen estar los chicos corriendo por las veredas detrás de los triciclos y las patinetas, gritando como en los patios de las escuelas, pero ahora la inactividad de la gente me hace creer en una confabulación extraña, de solidaridad con los muertos en Malvinas. Es como si nadie se hubiera dado cuenta de que ya amaneció y hay que levantarse para enfrentar la vida. El viento recorre el laberinto de las calles haciendo silbar los cables y castigando los árboles. De lejos llega el estampido apagado de una nueva bomba de estruendo que estalla en el cielo y es el ¡bum! de un tambor sumergido. Los ex combatientes estarán llegando al galpón de la avenida Gutniski y alguien los recibe con la misma batahola de las guerras deploradas.

El rosal de Norma, en el canterito de ladrillos apilados que se construyó en la vereda, tiene sólo dos palos erguidos y los pétalos de una flor rosada, que ya fuera miserable en la planta, están ahora desparramados por el lugar, seguramente violentadas por una patada brutal. Las ramas espinosas fueron pisoteadas y sobre ellas y la gramilla se puede adivinar el tamaño de las enormes pisadas que las hundieron en la tierra arcillosa.

La puerta de la casa está entreabierta y oigo los estertores acongojados de la pequeña que parece volver de un largo período de llanto. Al entrar huelo a vela encendida pero pronto sé que no es estearina sino otra cosa, un olor familiar pero inubicable que persiste en el ambiente desordenado. Es como un fuerte olor a lavandina derramada en el suelo. Al abrir totalmente la puerta el viento empuja hacia adentro unos trozos de papeles de diarios con ruido de cuchillo rascando óxido. Están rotos como si un gato hubiera jugado en el living.

Mi silleta está plegada, tirada en medio de la estancia, y cerca de la cocina, en el piso, la mamadera pierde lentamente el cocido con leche. Una mosca enorme bebe posada en el extremo de la tetina.

—¿Norma? — pregunto con miedo de levantar la voz. Gustavo, al oírme, solloza, pero alguien parece taparle la boca.

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Avanzo hasta la puerta de la pieza de Norma con tres o cuatro pasos formidables. El pecho experimenta la fuerza que soporta un globo un instante antes de estallar. Las sienes palpitan apretadas por la vincha implacable del espanto. Los sentidos, alertados de improviso, me separan del cuerpo y siento que recorro todos los rincones de la casa flotando como un astronauta en el espacio. Es sólo una sensación, pero de alguna manera sé que Jorge no está en su pieza y que no hay extraños acechando detrás de las puertas o bajo las camas. La pieza no está demasiado oscura, pero la extraordinaria luz de abril que hay afuera me exige acomodar las pupilas como un gato acorralado.

— ¿Norma?

No me contesta y busco comprender los bultos que hay sobre la cama mirando insistentemente, con la cabeza adelantada como perro de caza mientras entro arrastrando con los pies una sábana apelotonada en el suelo.

— ¿Qué pasó, nena?

Ella está sentada en el borde de la cama amamantando a la beba. Tiene una pierna flexionada bajo las cobijas y la otra cuelga inerte sin alcanzar el piso. Llora con la cabeza gacha mientras acaricia suavemente la mejilla de la niña con el dorso del índice. La niña, a su vez, la mira con enormes ojos de muñeca. Sé que está llorando porque se le estremecen los hombros como si tuviera mucho frío y las respiraciones de ambas son fuelles pinchados a los que un loco les exigiera funcionar.

Me acerco más y ella aleja instintivamente el cuerpo, a la defensiva, sin hablarme. Gustavo está a su lado, tapado hasta el cuello con una frazada y con la cabeza apoyada naturalmente en la almohada. De los ojos cerrados con fuerza escapan unas lágrimas brillantes. Rodeo la cama y lo destapo. Tiembla y se achica, abrazando las rodillas.

— ¿Fue Jorge?— le pregunto a Norma prendiendo la luz. Ella asiente con la cabeza haciendo movimientos toscos, que bien pueden ser producto de los espasmos.

— Ese loco de mierda— dice levantando la cara para que le vea la desgracia en los ojos y los labios rotos y sangrantes.

— ¿Qué hizo, nena?— pregunto mirándola, sin acercarme demasiado, actuando como si ella estuviera en terapia intensiva y yo no debiera aspirar su aliento apestado. Tiene hinchada la zona izquierda de la boca y el moretón le ocupa toda la mejilla. La carne reventada en el interior del labio le aflora pálida y fría en una comisura.

— Mirá — me dice, corriéndose en la cama para quedarse sentada en el borde y poder separar las piernas sin dificultades. Sin dejar de mirarme a los ojos ni de amamantar a la beba, se levanta el camisón para que vea que tiene el calzón rasgado, que los restos de poliamida se han amontonado sobre la mata de pelos negros y que le atraviesa la horcajadura sólo un hilo de elástico. Veo los labios

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morenos de su sexo pegados entre sí como para siempre y unos arañazos en las caras internas de los muslos que dejaron los dedos que forzaron la juntura de las piernas. Un pie descalzo descansa en su punta sobre el piso de cemento y el talón tiembla electrizado.

— Nunca creí, madrecita, que podía hacer eso.— Pidió plata y, como no tengo, se desquitó conmigo.— Cuando lo agarre lo mato.— No le importaron los chicos que lloraban. Me metió sus dedos roñosos en el

ojete hasta cansarse.

Me acerco y voy a tocarle el hombro para darle ánimos, pero Norma me esquiva acostándose de lado en la cama de manera que la beba siga tomando su leche y yo no la alcance. Los ojazos de Gustavo miran algún punto en la pared que está a mis espaldas. Cerca de mi cara pasa su mirada dura, recta e intransigente como una varilla de hierro clavada en el hormigón.

Salgo entonces de la pieza y me topo en el corredor con el fuerte olor a lavandina que sentí al entrar y que ahora identifico perfectamente. Pateo contra una pared el zoquete de toalla que hay en el piso, junto a la puerta del baño, y con él seguramente el semen de Jorge. Puteo sin saber qué digo y camino de la cocina hasta la puerta de salida, y de ahí de vuelta hasta la cocina, sintiendo que no puedo controlar la temperatura en franco ascenso de la sangre en las venas. Me arden los brazos y la cara como si me estuvieran pasando un papel encendido por la superficie de la piel. Siento una frustración muy grande en el alma. Un impedimento o algo así. Una desesperación parecida a la que se siente cuando uno busca con la lengua un poquito de saliva en el paladar para tragar y humedecer la garganta castigada por la sed, y no hay una gota de nada. Mi padre debió sentir una frustración similar cuando una noche le caí en la casa acompaña-do por dos canas que me agarraron robando revistas y pastillas de menta en un kiosco de vereda, en Belgrano y España, cuando era pendejo. Me pregunto qué le voy a decir a Jorge cuando lo encuentre, qué le voy a hacer. Hace tanto tiempo que no le pongo la mano encima que no sé si ahora eso es posible.

Siento que se pudrieron un montón de cosas. Norma, jodida como es, no nos perdonará ésta. Machacará mis días con el puto intento de violación, me amenazará permanentemente con hacer la denuncia, no dejará que él siga viviendo con nosotros. Perderé a Jorge para siempre, si es que no lo perdí hace rato, cuando comenzó con la junta, el cigarrillo y el chupi. Y capaz que se drogue, por eso anda así. Quizá la plata que pide sea para drogas.

Vuelvo a la pieza y desde el umbral le pregunto a Norma:— ¿Qué vas a hacer?— Lavarme con jabón.— Te hablo en serio.— Dejáme de joder, che, y andá por ahí, a rascarte las pelotas.La violencia es energía, seguramente, y en este lugar hay tanta

que en cualquier momento puede explotar como un transformador de línea alcanzado por un rayo. Hay tal distancia entre ella y yo que, al mirarle fijamente las espaldas dobladas, su cuerpo se aleja rápidamente como la imagen de una

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película, hacia el horizonte, empequeñeciéndose y quedándose de pronto, bruscamente, fija en el paisaje arenoso de un desierto que tiene el mismo color amarronado de las sábanas de la cama y de la madera terciada del ropero. Acomodo los ojos bajando los párpados un instante, sorprendido, y la imagen vuelve a su lugar, caprichosa, cercana, amenazante. El lomo arqueado y las nalgas miserables piden a gritos una fricada de guacha seca.

—Sólo quiero pedirte una cosa. No me contesta, se sorbe mocos.— No vayás a la policía.

No me contesta, la beba traga la leche que saca de la teta con un ronquido de gato que se le escapa por la nariz.

— Sería un escándalo.

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Salgo de la casa y sin cerrar la puerta agarro la bicicleta que había dejado tirada en la vereda y la monto de nuevo. El asiento me aplasta el culo y me reencuentro con las llagas florecidas. Casi pego un grito. Bajo convencido de que no llego a la esquina encima de la porquería, así que la entro con rabia y la recuesto contra una pared mugrosa de garabatos hechos con lápices de grasa. En medio de una cara verde veo lo que parece el ojo de pescado de Gustavo mirándo-me como cuando se le describe al pombero. Es la misma mirada de Norma cuando no dice nada pero reprocha y exige desde el silencio, desde la jeta agria de argelada.

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Salgo otra vez y echo a caminar por la calle enripiada, tropezando en los pozos como un borracho, sin saber adónde ir. No sé dónde terminar, pero rumbeo hacia el centro, hacia donde haya gente y exista la posibilidad de encontrar un conocido que me dé una mano. De una casa salen los acordes de una marcha de desfile militar que transmite un televisor y una voz de hombre anuncia el paso de un escuadrón que describe glorioso y recuerda que la enseña patria nunca ha caído en manos de un vencedor. Instintivamente busco González Lelong y el andar me recuerda la danza extraña que realizaban cuatro hombres semidesnudos en la cima de un acoplado al apisonar con los pies el algodón que descargaba una cinta elevadora en la desmotadora de El Colorado. Es un caminar esponjoso porque no siento las piernas. Pienso en Jorge y en dónde estará, y un miedo como nunca me gana el pecho. Tendrá lugares, no como yo, adonde ir. Buscará un compinche que le preste una cama, seguramente, porque a esta hora debe estar durmiéndose parado. A lo mejor tiene una mina por ahí que le haga un agujero entre las cobijas. Y el susto es más grande cuando descubro que nunca, en la última media hora, desde que encontré a Norma avergonzada por el manoseo, pensé en lastimarlo, sino que me pregunto cómo estará y si pensará en volver a casa. E imagino la escena en que mi mujer lo ve llegar de nuevo, agachándose para no golpear la cabeza en el dintel de la puerta. Sus ojos locos de hembra despechada me sobresaltan.

Llego, como hace un rato cuando regresaba del centro, a la esquina próxima al albergue infantil Evita, y me meto en El Paraíso de los Niños para alcanzar la avenida Gutniski aprovechando el atajo. Entonces pienso que llegaré a tiempo al asado de los ex combatientes y que ahora más que nunca tengo que hablar con el gobernador. Algunas personas caminan a ritmo fuerte por los senderos de la plaza en la esperanza triste de bajar de peso. Unos chicos juegan con una pelota en el borde del estanque y la tiran de vez en cuando al agua para justificar el chapuzón que significa rescatarla. El viento norte parece acá más fresco porque circula entre árboles sanos y espacios verdes, y un lamento suave de animal moribundo surge de su paso por entre las rejas que circundan el albergue. Más allá, a mi izquierda, veo los contornos herbosos del Centro Polivalente de Arte y de la Escuela de Comercio. A mi derecha están las canchas de rugby de Aguará y de la Universidad. Un profesor le pidió a Jorge que practicara con ellos. Entonces el chango tenía trece o catorce y daba el tirón. Ya se veía de lejos que sería grandote y que podría andar bien pechando obstáculos. A mí siempre me gustó el fútbol y qué no hubiera dado por verlo jugar un picado en la canchita pelada del barrio.

El viento en la cara, poco a poco, me apacigua. Siento el efecto saludable de la lejanía de Norma, de la desaparición de Jorge, de la caminata y del sudor en todo el cuerpo. Imagino que si mañana tengo trabajo esta tarde podré llegar a casa con la frente alta y el ánimo dispuesto como para amansar a Norma de nuevo y prometerle que ya no volverá a pasar por una situación como la que vivió hoy. Administraré tan bien lo poco que gane que alcanzará para ella y los niños, y podré darle a escondidas, de vez en cuando, unos mangos a Jorge para que vaya tirando. Pero él sabrá que después de lo que hizo ya no vivirá en mi casa. Tendrá que ir por ahí y arreglarse, conseguir trabajo, ver con quién juntarse, cuidarse solo.

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Las curvas y contracurvas de la avenida distraen el andar y producen la linda sensación de que la distancia recorrida y por recorrer es menor que la real. Algunos vehículos estacionados detrás del estadio oficial de la liga de fútbol significan que hay gente preparando la cancha y que por la tarde habrá fútbol, y que yo no podré venir como sucede desde hace mucho tiempo. En épocas en que San Martín se llevaba la copa del torneo anual y sondeaba la alta competencia ganando algunos partidos inolvidables en el Torneo del Interior, me traía el tereré y la radio y me sentaba en las gradas con algunos socios a gritar como chacarero a los bueyes que aran en la última vuelta.

En la Gutniski aprovecho el semáforo en verde para subir a la plazoleta sin detenerme. Llega hasta ahí el olor de los pollos asados en las veredas y en los baldíos. Una señora, cerca de la Estación Terminal de Ómnibus, ofrece El Comercial bajo una sombrilla que publicita La Mañana. El sol de mediodía me llega de frente y creo que debe estar exactamente encima del puerto viejo, treinta cuadras adelante: es un globo blanco que si explotara caería al río con el mismo efecto de una brasa encendida en la sopa del plato.

No está lejos el galpón que el gobierno alquiló para los ex combatientes. De ahí hasta las avenidas Pantaleón Gómez y 25 de Mayo hay un paso. A medida que me acerco al lugar puedo ver que en los alrededores hay autos estacionados y que grupos de personas ocupan la vereda como cuando los pilinchos toman sol en los arbustos de La Arenera. Más allá los muros del cementerio, de tan altos, parecen el exterior de una cárcel. En ellos, un largo mural religioso se descascara irreversible. Y veo desde lejos el azul de tormenta del manto de un apóstol calvo que refleja la luz solar hacia la bocacalle, donde un viejo cambia resignadamente una goma de su rastrojero.

Me paro en el cordón de la avenida para tomar aire y me seco la transpiración de la cara. Cierro los ojos para pasar sobre ellos el brazo y veo la cara destrozada de Norma que me mira con ojos de mujer en parto y los oscuros labios sellados de su concha como boca gredosa de india vieja.

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El tinglado es ancho, alto y alargado, y el frente tiene una sola puerta de algarrobo sin pintar. Cierra el predio por el frente un muro de ladrillos sin revocar que tiene un portón de chapas por donde se accede al patio donde ahora se hace el asado. Conozco el lugar por dentro. Acá veníamos los compañeros a recibir adoctrinamiento dos noches por semana cuando, sin que nadie nos dijera, dejamos de andar proscriptos y comenzamos a preparar las baterías para el bati-fondo del 83. Hasta acá vino ítalo Luder un viernes de lobizones buscando a los duros de Guardia de Hierro que reconocía limpiándoles la tierra de las caras.

Ahora el portón está cerrado y el olor de las mantas de pecho bañadas en chimichurri, apresadas en el calor de las brasas, llega a mí para recordarme que por el estómago solamente pasaron los mates de la mañana. Se oye nítido el parloteo de la gente retumbando en por el techo de cinc. Me acerco a la puerta de algarrobo y le pregunto a un tipo que sobresale por altura en medio de varias personas que empujan por entrar:

— ¿Se puede entrar?— Con tarjeta, señor— él solo, parado frente a la puerta entreabierta y de cara

a la calle, detiene la turba. A sus espaldas una mujer madura recoge los papelitos de aquellos a los que el grandote permite acceder por debajo del brazo.

Mirando a la gente para descubrir conocidos, me alejo de ahí y regreso al portón. Cuando lleguen los jefes deberán abrirlo para que entren las camionetas, pienso, y en una de ésas puedo colarme. Después de un rato me acerco otra vez al grandote y le pregunto si vio entrar a Casiano Pereyra.

— No lo conozco, señor —me contesta.— ¿Y a don Fulgencio Ayala?

Ya ni me mira. Agarra el cuello de la camisa de alguien que acababa de agacharse para pasar por uno de sus costados y lo tira hacia mí. Un muchachito quiso aprovechar la distracción que produje para entrar y ahora el tipo me dice:

— No moleste, ¿quiere?

Me retiro. Pregunté por el compañero Fulgencio Ayala sin recordar que llegará conduciendo la camioneta del vicegobernador.

Recostado en la columna del portón me dejo estar mientras hago descansar los pies, alternando el de apoyo. Muevo los dedos en el lodo que se ha formado con el sudor y el polvo dentro de los zapatos, y un deseo enorme de clavar el culo en una silla y descalzarme alarga la espera. Muevo los pies exigiendo tensiones y distensiones a los músculos de las pantorrillas para comprobar que no me estoy muriendo desde abajo. El esfuerzo aplicado a los tendones me trae cierto alivio que no dura mucho porque en realidad es todo el cuerpo el que me pide a gritos

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una cama. Espero recordar alguna vez esta antesala al infierno como un mal día necesario, en una rueda de amigos, jugando al truco y tomando cerveza fría.

El portón se abre de pronto accionado desde adentro por dos tipos de pelo cortado a lo milico y cuatro camionetas negras que no había oído llegar suben la rampa y entran al patio en medio de una nube de polvo. Los vidrios polarizados de las cuatro por cuatro me impiden ver a los ocupantes y cuando reacciono el portón se cierra de nuevo. Alcanzo a ver, entre las camionetas y la tierra arremolinada por el viento enloquecido por el hueco repentino de la entrada, los asadores color óxido clavados a lo largo de una fogata avivada dentro de una zanja. La última imagen es la de un hombre hincando con un palo un tizón que estalla en chispas como si hubieran aplicado la esmeril eléctrica a la hoja acerada de un machete. Me quedo parado en la vereda como un pelotudo, mirando la chapa del portón que no tiene un miserable agujero por donde espiar lo que sucede adentro. Todo ocurrió tan rápido que me pregunto para qué mierda estuve ahí todo el tiempo, recostado en la columna, si no sabría reaccionar a tiempo ante la llegada de las autoridades. Rememoro la escena para ver dónde fallé y me veo saliendo de la entrada de un salto al escuchar los ruidos del portón abriéndose, en vez de aprovechar ese momento único para entrar. Mientras miraba los vidrios oscuros de las camionetas que pasaban rozándome, tratando de ver simultáneamente al gobernador y a Fulgencio Ayala, perdía los segundos necesarios para resolver el problema. Ahora escucho el aplauso de la gente que viva al jefe y me llega más fuerte que nunca el olor del asado, y quiero morir. En la vereda ya no queda nadie y han cerrado la puerta de algarrobo. Veo que soy el único en la vereda y me quiero morir. Entraron todos los que, sin invitaciones, un rato antes empujaban al grandote, aprovechando seguramente el despelote que provocó la llegada de las autoridades, y yo me quiero morir. Unas lágrimas involuntarias me humedecen las pestañas cuando cierro fuerte los párpados para no ver la indignación que viene a hacerse cargo de mí.

Sin darme por vencido, golpeo la madera de la puerta con los nudillos tan fuerte como puedo porque el batifondo que hay adentro no permite que me oigan. Golpeo una y otra vez pero nadie abre. Entonces cierro el puño y martilleo el algarrobo incansablemente. Los golpes tienen el mismo ritmo desganado y sordo del tambor que adentro acompaña la marcha peronista. Golpeo apoyando la frente y la palma izquierda en la puerta, como marido infiel rogando un lugar en la casa en la madrugada fría. Triste o cómica debe ser mi figura porque desde un auto que pasa por la avenida un grupo de adolescentes toca bocina y grita cosas que no entiendo.

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Serán dos horas que estoy sentado en la vereda, la espalda apoyada en la pared, mirando sin ver la avenida, soportando sin sentir el sol ardiente de abril. Dos veces se abrió la puerta del galpón en ese tiempo. En la primera salió la gorda Florinda Figueredo con un envoltorio en la mano que dejó dentro de un Renault 12 estacionado cerca. Cuando me vio se acercó a patearme el tobillo para que la mirara porque yo no había bajado las manos con que me había tomado la cabeza y hacían de visera involuntaria para resguardar la vista. La reconocí enseguida y le hice una mueca fea que quiso ser una sonrisa. La sed y el viento me habían secado la piel y sentí que el labio inferior se partía al forzarlo en la dilatación muscular. Conozco bien a la gorda Florinda. Es una gorda buena y no la uso para entrar en la fiesta sino que le pido que ubique a Fulgencio Ayala y le diga que me vea.

Me dijo, balanceando la cabeza y haciendo una mueca con el costado de la boca que indudablemente significan qué boludo:

— Feo espectáculo, Alberto. ¿Qué te anda pasando?

La segunda vez se abre la puerta para que Fulgencio Ayala me encuentre tirado en el piso con la mejor cara de desesperanza. Tomo su mano extendida y me paro ayudado por ella con mucho esfuerzo. Me duele todo el cuerpo y tengo la garganta seca y terrosa.

— ¿Qué hay, compañero?

Fulgencio Ayala me mira intrigado y paciente. Me sacudo las nalgas entumecidas con las dos manos. No le contesto.

— ¿Qué hace afuera?— No me dejaron entrar, compañero.

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— Pero, de dónde. Venga conmigo.

Lo sigo como peón que va a cobrar la quincena. Con tanta facilidad toma el picaporte de la puerta de algarrobo, la abre y entramos, que siento vergüenza.

Nadie se interpone y cuando miro el paisaje inmenso de la sobremesa comprendo que desde hace mucho tiempo nadie cuida el acceso.

— La próxima vez, compañero, haga valer las jinetas. Hágase el pesado y sálgase con la suya —le escucho bien porque me habla casi en el oído, mientras caminamos hacia el lugar donde están los asadores—. Recuerde siempre que los soldados de la causa entramos adonde queremos.

Alguien nos acerca una coca, la abro sobre un tablón engrasado y me tomo un vaso de un tirón. Los hermanos Estigarribia lamentan una traición amorosa a través de un chamamé llorón sobre un entablado rústico que es un palco. En las largas mesas preparadas con caballetes y tablones cubiertos con papeles de almacén, la gente charla y ríe sin escucharlos, y el piso está cubierto con cajas vacías de vino tinto. En una pared, a un costado, un enorme lienzo pintado dice que ésa es la Casa de los Ex Combatientes gracias al apoyo incondicional del gobernador. Otro, más chico y en una esquina, presagia Ruckauf- De la Sota 2003.

— ¿Un pedazo de carne, compañero?— No, gracias —digo sin pensar en lo que pierdo. Creo que si me pongo a

comer ahora seré el único en el lugar y no quiero ser observado por nadie —. ¿Va a hablar el gobernador?

— No. Habló por él el vice.— ¿Ya se dijeron los discursos? —pregunto sorprendido y Fulgencio Ayala

asiente con la cabeza. Debí estar tan dopado afuera que no escuché los discursos. Parece increíble.

Busco la mesa de las autoridades con la vista y veo, en cambio, que hay alboroto alrededor de las camionetas oficiales. Fulgencio Ayala, a mi lado, advierte lo mismo y va en esa dirección diciendo:

— Lo dejo, amigo. El jefe se va y tengo que abrir la puerta.

Lo sigo instintivamente, pero él trota y se escabulle entre la gente. Abre la puerta trasera de una de las camionetas y el vicegobernador sube después de su mujer. Cierra cuidando que no queden prendas apretadas. Levanto la mano para llamar su atención pero Fulgencio Ayala no me mira y, después de subir en el lugar del conductor, cierra también su puerta. Pone en marcha el vehículo y retro-cede lentamente. Más allá, coordinadamente, las otras camionetas se ponen en movimiento. Agito la mano mirando fijamente el vidrio donde debe estar la cara del compañero Ayala, rogándole atención con toda el alma, pero la ventanilla no se abre.

Se van y el portón de entrada que fue abierto para dejar salir a las autoridades me deja ver la avenida desierta y dos palmas que tratan de sobrevivir en la plazoleta a un trasplante feroz desde los albardones del Monte Lindo. La gente comienza a levantarse de las mesas con mucha algarabía y yo, otra vez, me quiero morir. Pero morir en serio, para siempre, mientras busco con los ojos un

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medio ladrillo con que romper el vidrio de cualquiera de esas camionetas de mier-da, que se van.

14

Casiano Pereyra apoya una mano en mi hombro. Lo reconozco por los mocasines marrones con cordones de cuero que lleva puestos. El pulgar me presiona la clavícula y me duele tanto que levanto la cara y le miro desafiante la sonrisa torcida. Descubro que no le quedan muelas en el lado derecho de las mandíbulas, ni arriba ni abajo. Por eso, cuando ríe, el músculo de la mejilla se le contrae hacia adentro.

Sonríe y actúa como si fuera dueño del lugar. Dice en voz alta, abriendo los brazos como para recibir al amor de su vida que regresa de Europa:

—¡Compañero, no lo había visto antes!—Todavía busco cinco miserables pesos— le digo argelado, seguro de que ya no

puede ayudarme y que no me importa que se moleste.—¿Y de ahí? ¿Qué problema hay? Todos vivimos buscando un mango de mierda.

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Sonríe y yo miro el hueco del portón por donde desaparecieron los jefes, pensando en que me sentiría feliz parado en medio del pavimento, de perfil a las camionetas oficiales que se acercan borroneadas por la resolana de la tarde, el brazo extendido y un revólver en la mano, apuntando el brillo del primer parabrisas sin apuro y sin miedos, seguro de que la columna se detendrá a dos pasos, junto un instante antes de disparar. Y que en medio del polvo y los re-molinos de viento baja el gobernador para hablar conmigo y se acerca solo, alegre y comprensivo. Y que desde un lugar cercano una multitud mira los acontecimientos esperando silenciosa los resultados de la entrevista, y rompe en algarabía cuando les levanto el pulgar en señal de éxito.

Casiano Pereyra se aleja hasta un grupo que junta botellas vacías de gaseosas y custodian un freezer y varios tambores con hielo. Me siento en una silla para examinar los tobillos hinchados, por primera vez en la sombra de la media tarde. Miro mis pantalones sucios. Seco el sudor de la frente con el antebrazo. Paso los dedos por el pelo polvoriento. Froto la nariz con el dorso del índice. Escupo. Unos muchachos pliegan sillas y las apilan arrojándolas a un costado. Hay mujeres que juntan los restos del asado y las ensaladas en las mesas y charlan jocosas. Dos hombres cruzan todo el lugar cargando un parlante. Casiano Pereyra regresa y me pone una caja de vino bajo el brazo.

— Tranquilícese, amigo, y sáquese el gusto.

Me guiña un ojo y se va, sonriendo. Quedo con el vino en la mano y me molesto de nuevo. La zozobra es tan grande que por un rato no sé qué hacer. Me veo ridículo sentado en medio de los restos de una fiesta en la que no me dejaron participar y con un vino en la mano como un borracho, un pordiosero. Primero pienso en tirar la caja de tetra pak contra la nuca de Casiano Pereyra que busca al grupo de sus parientes que beben cerca del fuego, después fantaseo con acogotarlo con los dedos contra el piso, sentado sobre su pecho de perro flaco.

El esfuerzo para disipar la indignación es mayor que el que me llevaría matar a unos cuantos. Salgo a la vereda despacio, caminando con el lomo curvado y con las piernas abiertas como si me hubiera cagado en los pantalones, dueño del camino y de nada, de un litro miserable de vino.

El viento del norte es a esta hora apenas una brisa y dos alonsitos, que vienen zigzagueando entre los cables del alumbrado público, se posan en las ramas tortuosas de un chivato castigado por el otoño. Llego hasta el primer banco de la plazoleta de la avenida 25 de Mayo y me siento suspirando como en el final de una telenovela. Destapo el vino y empino la caja con bronca, disfrutando de la acidez del tanino en la garganta. No paro hasta que me falta el aire. En el es-tómago vacío el líquido rojo, al mezclarse con los ácidos, bulle como si hirviera.

Y eructo ruidosamente.

Ubicado frente al mural más largo de Latinoamérica, presencio las escenas crueles de la crucifixión del Hombre. Arrastra la cruz que deja un surco en la tierra y dos hembras jóvenes lo miran sonrientes bajo un cielo amenazante como si fueran el premio a la hazaña de llegar vivo a la cima del Monte de la Calavera. Realmente no le queda mucho al tipo. Apenas un trapo descolorido liado a la

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cintura y a la horcajadura. Me pregunto si él sintió lo mismo que siento ahora, cuando creo estar en el borde de la terraza y el vértigo que me produce la altura me llama, me invita al vacío como una puta hermosa invita a fornicar por cuatro mangos.

Sobre el horizonte del muro asoman cruces de diversos orígenes. Un cementerio debe ser el lugar más choto del mundo para dejar los despojos. Alguien debería abandonar mi cadáver en medio del campo para que los bichos del monte no dejen ni rastros de esta miseria.

Al pensar esto me recuesto en el banco, estiro las piernas hacia adelante y me examino del pecho para abajo. Siento lástima de mí, y siento que el olor de la transpiración rancia sube de la camisa como una resolana en la siesta.

Un mendigo que pasa, al ver la caja de vino, se detiene y se sienta a mi lado. Dice:

— Lindo día, don...

Adivinando sus inconfesables deseos, empino la caja de mierda y trago hasta la última gota de vino, con los ojos cerrados y el alma perdida. Oigo que a mi lado el mendigo traga saliva. Me seco la boca con el dorso del índice y eructo. Fijo la vista en el mural del cementerio y veo que una lluvia torrencial difumina la escena del Cristo cargando la cruz. Los soldados romanos se mueven como si avanzaran penosamente por un camino barroso que sube. Los rostros de las chicas se han convertido en caras barbudas de tipos miserables. Y siento que el alcohol se adueña de mi cabeza. La cara me va ardiendo como cuando florece el sarampión, aunque no recuerdo si tuve esa peste.

— Eh, muchachos, miren quién está acá.

Casiano Pereyra llega con otros tipos y se detiene entre el Cristo y yo. Son cinco o seis y ríen a carcajadas no sé de qué. Algunos tienen cajas de vino en las manos y se bambolean borrachos. Imagino que si me paro yo también voy a ladear así, mecido por el tinto como por una comadre cariñosa en una tarde de lluvia. Los veo bien pero un mareo repentino me produce una náusea desagradable. Aprieto los labios con los puños para contenerla.

Sobrio, Casiano Pereyra se burla de mí. Dice:— ¿Esperando al gobernador, compañero?

Su carcajada es un golpe de lata que viene desde la negrura de un túnel, a intervalos, como ecos. La boca del túnel es su boca abierta y la lengua húmeda batiéndose adentro parece la cabeza de una ñacaniná que está siendo devorada por la cola. Le busco los ojos a la víbora.

— No va a tardar en pasar por acá. En cuantito termine el partido en el estadio, puede volver a intentar hablar con él. Párese en medio de la calle y hágase el payaso. Verá que se detiene a saludarlo.

Un sujeto alarga el brazo y me invita su vino. Lo acepto y tomo un larguísimo trago.

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—¡Eh, pará, viejo! — rezonga el tipo, sacándome la caja de la mano. El mendigo se corre hacia el extremo del banco, sorprendido por el manotazo que casi le saca la gorra. Hace ruidos extraños con la bolsa que lleva con él llena de botellas descartables vacías y hojas de diarios dobladas en cuadrados pequeños.

— ¿Así que el compañero sigue confiando en el gobernador?

Ahora ríen todos. Casiano Pereyra llora de risa. Se apoya en el hombro de uno de sus amigos y me apunta con el dedo. Dice:

— No sea pavote, chamigo. Que los políticos le embromen tanto tiempo es una vergüenza. Aprenda a arreglarse solo.

— Parece que se volvió bocón, amigo— le digo caliente. Acomodo el culo en el banco de la plazoleta, incómodo por la compañía. La náusea me sube por la garganta. Trago saliva.

— Es que se volvió caradura, compañero. ¿Qué es eso de andar pidiendo cinco mangos prestados a los conocidos que se acercan para saludarlo y recordar viejos tiempos?

Impulsado por una fuerza hermosa me tiro sobre él y caemos en el piso como dos postes arrojados desde un camión. Ciego de furia realizo la fantasía de sentarme sobre su pecho de perro flaco y de apretarle el cogote con las dos manos, decidido a matarlo. No veo los rasgos de su cara pero sí veo el hueco negro de su boca que ahora pide aire y a la víbora de su lengua tratando de salir como de adentro de una lata que se calienta sobre el fuego. Cuando era chico vi a un vecino matar una culebra así, cocinándola en una lata. Siento que una muchedumbre gira a nuestro alrededor y que unas manos poderosas me toman de los brazos y tiran hacia atrás. Me siento atraído por esa fuerza pero no suelto el cuello de Casiano Pereyra que regurgita ensalada rusa, y arrastro conmigo. Oigo gritos y un pisotón violento me aplasta el muslo, entonces comprendo que me pusieron de costado en el suelo y que muchos dedos duros tratan de separar los míos como garfios. Me duelen los dedos y el muslo, y hay alguien que me patea en el riñon. Me falta el aire de pronto y aflojo las manos. Me arrastran lejos de Casiano Pereyra, pero cuando sueltan mi camisa me pongo de rodillas y avanzo hacia él otra vez, decidido a matarlo. Está acostado boca arriba y dos compinches le aflojan las ropas para que respire mejor. Es la última visión que tengo antes de que dos manos poderosas me tomen de los hombros y tiren hacia atrás. Al caer golpeo la cabeza contra el piso y la luz se va bruscamente.

La inconsciencia que me produce el golpe no dura mucho porque cuando me levanto el mendigo apenas ha cruzado la calle, espantado por la pelea, y Casiano Pereyra se aleja sostenido por sus amigos y parientes que ríen como cuando llegaron.

— Casi te liquidan, tío— le dice uno.

Me sacudo las ropas y apoyo una nalga en el respaldo del banco. Un fuerte mareo amenaza con sacarme el poco equilibrio que me queda. Con unos bocinazos cierta gente se burla de mí. Distingo apenas la cara divertida de un adolescente

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que conduce un Jeep y que me mira como si estuviera en una silla voladora de parque de diversiones a punto de vomitar contra el público.

Siento que la cara se me hincha y la idea de que alguien me haya pegado una trompada me pone más furioso.

En el lugar del revolcón hay un cuchillo sin vaina y una caja de vino. Antes de levantarlos me aseguro de que Casiano Pereyra esté lejos y que no va a volver.

15

Desando el camino hecho hace unas horas. Mi aspecto es miserable y la pachorra se me nota a la legua, seguramente. La caja semivacía de Toro Viejo que llevo en la mano me hermana con el mendigo que anda por ahí, soñando como yo con una borrachera inolvidable.

Un matrimonio vestido con ropas deportivas avanza a paso vivo camino a la rotonda de La Cruz. Cuando me rebasan se alejan tanto que ofenden. Me hacen sentir un apestado al que le han puesto marcas negras en la espalda y en el pecho y hay que evitar a cualquier precio. Camino zigzagueando, pero no soy una amenaza para nadie. Eso creo.

La avenida Gutniski termina en la rotonda de La Cruz, en el acceso sur de la ciudad, donde se conecta con la Ruta 11. Pero primero pasa por el estadio. Y ahí voy.

La plazoleta es anchísima y recuerda las plazas de los pueblos, adonde la gente va para tomar unos mates, reunirse con amigos y consumir el tiempo libre viendo algo de verde. Los peronistas hicimos actos memorables en este lugar. Por acá, más o menos, se construyó un palco gigantesco que reunió a los presidentes argentino y paraguayo, en épocas en que todos soñábamos con los ingresos que generaría el petróleo del oeste. La cumbre prometía negocios redondos con el país vecino y dio el apoyo popular que Menem necesitaba para obtener mayoría ab-soluta en el Congreso Nacional unos días después, en elecciones legislativas también inolvidables. Ahora el pasto pisoteado y amarillo refleja la pobreza del gobierno y el desinterés de los políticos. Una jauría escaldada entorpece el tránsito; los arbolitos agonizan cubiertos de polvo.

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Tomo lo que queda de vino y pienso en cómo haré para hablar con el gobernador. Si está en el estadio podré acercarme, pero el problema aparecerá cuando quiera entrar. Siento que me duele la cabeza: las sienes parecen pulsar el dolor como el tac rítmico de un reloj mecánico de campanario. Tiro la caja vacía de tetra pak junto a una planta de flores amarillas y enseguida dos chicos que pasan corriendo la patean y cae en medio de la calle. Se convierte en la única mu-gre en veinte cuadras y me siento observado por los vecinos. Pero no intento comprobar si es cierto que me miran. No necesito escuchar, después de todo, las recriminaciones de alguna vieja desbocada con planes de mantener limpia la ciudad. El sol de frente me encandila y los huesos me dicen que lloverá un día de éstos.

Frente al estadio oficial de la liga de fútbol hay mucha gente. No sé qué hacen, sólo deambulan. Hay chiperas, niños ofreciendo el Clarín recién llegado de Buenos Aires, policías nerviosos, gente que se ocupa del mantenimiento y la limpieza del lugar y que espera que la fiesta termine para empezar a trabajar. Allí puede oírse el zumbido de enjambre de las hinchadas que adentro alientan a sus equipos. Y puede verse que en lo alto de las tribunas hay banderas y brazos que se agitan, una gorra arrojada con fuerza evoluciona como un disco en el aire sucio de tierra.

— Están 2 a 2 y parece que hay trifulca — me dice un cana parado sobre una alfombra de papeles picados. Un tipo que trota por los predios arbolados que rodean la olla de la cancha grita a otro que no veo pidiéndole los petardos que están en la camioneta. Está sin camisa y lleva una vincha de trapo atada a la cabeza. Llega al alambrado que limita el campo deportivo con la vereda y se aferra a los rombos metálicos sacudiéndolos como si fuera un preso desesperado por salir.

— En la guantera, loco. Buscá en la guantera.— ¿Falta mucho para que termine?— pregunto. Banderas blancas franjeadas de

azul se bambolean detrás del arco sur donde está la gloriosa hinchada de San Martín, lista como siempre. Una bengala estalla muy alto sobre la cancha y cae de ella una lluvia de luces azules que se esfuman enseguida. Después revientan varios rompeportones que sacuden el hormigón del estadio. La guerra empieza, se huele. Me hierve la sangre y recuerdo viejos tiempos, cuando me destrozaba la garganta gritando vivas a los colores del club de mis amores.

— Quince minutos— el milico transpira presintiendo el trabajo próximo. Nunca fue fácil dominar las barras bravas de San Martín y Patria, principalmente cuando se encuentran en ocasiones como ésta, en que se juega en un partido el título de la temporada. Suspira. Una gota de sudor cae de la punta de su nariz. Aprieta fuerte el garrote.

— ¿Se puede entrar? — pregunto mirando desde el acceso el buche hinchado del estadio repleto. Ahora veo también banderas albirrojas que asoman en el sector norte como banderolas de infantería. Enseguida me doy cuenta de que los patriotas se vienen al ataque. El clásico arde.

— Ya levantaron las boleterías— me contesta. Una radio transmite la locura verbal de un relator que parece estar presenciando una final del campeonato del

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mundo. El olor de los chorizos que se asan en las cantinas cercanas me hace tragar saliva. Recuerdo que estoy hambriento.

Entro dispuesto a tener al menos una alegría en el día. Trepo los escalones exteriores de la tribuna de dos en dos olvidando las desgracias y cuando asomo la cabeza en el borde de la olla el estadio estalla. Un cabezazo impresionante del ocho de Sportivo Patria mete la pelota que parece venir de un tiro libre en el ángulo derecho de un arquero que vuela torcido, como pájaro alcanzado por un bodocazo.

El estadio estalla. Estallan en gritos los patriotas que se han quedado, por el desenlace imprevisto del juego, detenidos en mitad del recorrido entre el que fuera su sector, detrás del arco norte, y la hinchada de San Martín. Y estalla de impotencia la hinchada de San Martín que, ahora, avanza a su vez en busca del rival abriéndose paso a patadas a lo largo de la tribuna. El choque es inminente. Hago rápidos cálculos mentales y descubro que el encontronazo se producirá justo debajo de mí. Levanto la vista por sobre la cancha y, del otro lado, en la platea, veo al gobernador de pie gritando desaforadamente. Agita la mano derecha como si amenazara con una revolución libertadora.

— Es lo único que faltaba— reniego.La multitud, parada en sus lugares, salta y ruge. A mi izquierda el estribillo dice:

¡O-le-lé, o-la-lá, esta vez patriota puto no te salva tu mamá! ¡O-le-lé, o-la-lá... !

En la platea, allá enfrente, parece que un grupo se refiere al àrbitro cuando dice:

Hijo de puta, la puta que te parió, agarráte de las bolas de quien te pagó porque afuera te esperan los muchachos de papá...

Y a la derecha, donde pululan los adversarios, el cántico dice:

¡Te rompimos el traste boludito de mamá, si ya te diste cuenta no vengás por acá!

El juego continúa a pesar de que no se escucha ni el silbato del réferi. Los jugadores corren detrás de una pelota que ya nadie mira porque las hinchadas de ambos equipos están a punto de encontrarse en el medio de la comba que hacen las gradas en la zona donde estoy parado. La batalla es inminente. Una docena de policías protegidos por enormes escudos de vidrio trota en esta dirección junto a la línea del lateral y parece que los bombos acompañan el ritmo de los pasos. Antes habían estado agazapados detrás de los banderines de las esquinas. Una lluvia de papelitos evoluciona en el aire de un sector a otro de la cancha sin caer nunca. Las luces intermitentes de una ambulancia y de un patrullero, estacionados muy cerca de las plateas, donde están las entradas a los vestuarios, le dan el toque espec-tacular que la tarde agresiva necesita.

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Entonces unos muchachos llaman mi atención. Están muy cerca y han llegado corriendo por la peatonal, escondidos detrás de los espectadores que, como yo, han permanecido junto a las barandas, alejados del peligro de las gradas. Reconozco inmediatamente a Jorge entre ellos. Agazapado, estira el cuello e inspecciona la zona donde se encuentran los hinchas de San Martín por sobre los hombros de la gente. Después toma posición y estira una honda. Recién cuando dispara comprendo lo que hace. El balinazo cristalino sale hacia abajo y adelante, y yo busco con la mirada el destino de la bolita. Un hincha descamisado de San Martín da un grito y se toma la tetilla con las dos manos antes de doblarse en dos. Sus amigos lo socorren y uno grita: ¡Están atacando! Busco a Jorge con la mirada y lo encuentro disparando de nuevo. Tira y se incorpora haciéndose el distraído, sus compinches ayudan a que pase desapercibido. Dos pasos más allá uno de sus socios hace lo mismo, pero tirando hacia la hinchada de Sportivo Patria.

Las barras bravas, convencidas de que son agredidas por los adversarios que tienen enfrente, atacan. El ruido que produce el encontronazo es terrible. Hay tipos que patean dispuestos a arrancar un brazo o hundir un vientre. Alguien arroja un trozo de hormigón del tamaño de un puño que rebota en la cabeza de un melenudo. Las trompadas sesgan cualquier cosa que se interponga en sus trayectorias. Y poco a poco, vencidos por la gravedad, los hombres caen gradas abajo y la lucha prosigue junto al alambrado perimetral de la cancha. Desde adentro, un milico hinca con el garrote a un hincha traspasando el brazo por un hueco que se agranda ante cada avalancha. Me hierve la sangre y quiero intervenir. La gente que está a mi lado experimenta la misma sensación de impotencia y grita azuzando. Veo a dos hombres correr cargando con un cuerpo inerte. Una camiseta albiazul yace ensangrentada y pisoteada junto a un fuego de papeles. El alambrado cede a las embestidas y las hinchadas entran en la cancha persiguiéndose, atropellando a los policías que nada pueden hacer para detenerlos. Miro más allá y veo a los jugadores, borroneados por el humo de los petardos, que corren hacia los vestuarios. Un árbitro los sigue. Sin dudas, el partido fue suspendido antes del final.

Me acerco a Jorge que toma vino de una caja, como lo hacía yo un rato antes. Cuando me ve retrocede un paso y alarga el brazo para entregar el tinto a un socio. No me acerco mucho, pero cuando sé que me va a escuchar, le pregunto:

— ¿Qué hacés?— Me gano unos mangos de mierda— contesta rápido, cuidando con la esquina

del ojo su permanencia en el ámbito protector del grupo.— ¿Tirando bodocazos?— realmente me interesa saber por qué hizo lo que

hizo. Detrás de mi pregunta ulula una sirena de ambulancia que se aleja.— Provocando la pelea— su voz es de doblaje, como que viene de otro lugar,

de otra zona que no se percibe.— ¿Y quién te pagó para eso? — mi voz no sé qué tendrá, pero me sale a duras

penas, como si tuviera atravesado un catarro en la garganta e insistiera con hablar a pesar de él.

— No importa.— Importa. Creo que está bien que te ganés la plata, pero quiero saber quién

paga cosas como éstas. A lo mejor yo también ligo.

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Le soy sincero. Jorge se mueve nervioso y mira el piso, a sus amigos, a mí, alternativamente. Uno le dice:

— Vamos, hermano.Antes de irse me dice:— El diputado González.Y se va. Me quedo sin palabras. La gente comienza a retirarse y la cancha sigue

llena de humo. Pero todavía veo a dos policías corriendo a un hincha a lo largo de la cancha. Miro las plateas y ya no hay señales del gobernador y su gente. Miro por última vez a Jorge y le grito sin que me oiga:

— ¡Pero para qué!Cuando me apresto a salir a la avenida para interceptar al gobernador, veo

desde esta altura en la que me encuentro que las camionetas oficiales, encolumnadas como en los sepelios ilustres, se alejan avenida Gutinski abajo. El estadio, ahora, es una madriguera atacada por el fuego.

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16

Estoy otra vez en la calle. El sol es una pelota roja detrás de una hilacha horizontal de nube azul. La Gutniski, hacia el este, se diluye en el polvaredal del atardecer de abril. En esa mancha gris desapareció el gobernador y yo miro la perspectiva de las columnas de iluminación desanimado por la distancia enorme que me separa del centro de la ciudad.

Parado en el cantero pisoteado y sucio que hay entre las dos manos de la avenida, me pregunto qué haré ahora. La gente pasa a mi lado comentando a viva voz los acontecimientos en el estadio.

— ¿Y ahora qué va a pasar?— pregunta uno.— No sé— contesta otro.— En algún momento habrá que terminar ese partido — dice un tercero —. San

Martín no se va a regalar así nomás.

Algunos grupos dan cuenta de los últimos choripanes antes de regresar a sus casas. Los perros vagabundos, enloquecidos por el olor de los chorizos asados, deambulan olfateando cada hoja de gramilla. En la esquina más próxima, un policía reemplaza al semáforo, parado en medio de la bocacalle y llamando la atención con un pito de réferi. Los conductores de los autos y de las camionetas llenas de gente ensordecen con las bocinas como en domingos electorales. Unos chicos gritan luchando sobre el piso de la vereda llena de desperdicios. La camioneta blanca del diputado Armando Giménez sale del estadio por un portón lateral, ingresa en la avenida que divide en dos El Paraíso de los Niños, y se pone en la cola en espera de que el policía le permita tomar la Gutniski. Lleva gente en la caja del vehículo y corro hacia él impulsivamente, tropezando, provocando la frenada brutal de un auto cuando me le pongo delante al cruzar una mano. Cuando llego a la ventanilla de la camioneta veo que Armando Giménez me está mirando con una sonrisa. Pienso que ríe del comentario gracioso que debió hacer sobre mí a sus acompañantes.

— ¿Qué pasa, compañero?— pregunta antes de que diga algo.— Necesito hablarle, diputado— jadeo, respiro —. Es importante.— Ahora no, compañero. Búsqueme mañana.— Es urgente, diputado.De pronto se le va la sonrisa y mira adelante. Acelera. El policía cede el paso y

la camioneta se pone en movimiento.— Escuche, diputado— le ruego trotando a su lado.— Déjese de joder, hombre— dice sin mirarme. Adentro de la cabina unos tipos

ríen fuerte. Escucho que uno dice qué viejo boludo. Me arde la cara. La camioneta acelera más y quedo rezagado, trotando en medio de la bocacalle. Me aferró al borde de la caja y alguien me toma del brazo.

— ¡Suba, compañero! — grita —. Que lo atropellan.Piso el paragolpes trasero y subo de un envión. Caigo dentro de la caja y

alguien me aturde con un sapucay. Se divierten. Me acuesto boca arriba y miro el cielo celeste sumamente aliviado. Es la primera vez en el día que mi cuerpo descansa un momento.

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— ¿Adónde vamos?— pregunto enseguida.—A la casa del diputado— contesta uno que reconozco inmediatamente. Es

Cantalicio Roa, portero en una escuela del barrio Antenor Gauna, mano derecha por mucho tiempo del Negro Careaga, capanga del barrio San Miguel, ahora en desgracia, como yo. Cantalicio es un provocador nato y supo comandar a la jotapé en las actividades poco santas de campañas victoriosas en Formosa. Es feo y, cuando se transforma de callado personal de servicios en dinámico dirigente de revoltosos, anda sin camisa. Se cree un genuino descendiente de los descamisados de Evita y trata permanentemente de que eso se note.

El atardecer visto desde el fondo de la caja de una camioneta en movimiento es lindo. Miro las ramas de los chivatos, el cuello curvo de las columnas de las luces de las avenidas, el chisporroteo de los carteles de neón que se encienden, el celeste verdoso del cielo limpio, una estrella brillante en lo alto. El bamboleo invita también a cerrar los ojos y adormecerse.

Miro la cara de Cantalicio Roa desde abajo y estudio un rato el corte sanguinolento que tiene bajo el mentón. Le pregunto:

— Qué te pasó, compañero.— No es nada, cosas del trabajo.— ¿Siempre haciendo bochinche?— No queda otra.Me siento y recuesto la espalda en la cabina. Tres muchachos, ahora

silenciosos, se miran los pies con los culos clavados en el piso. Son flacos, seguramente muy altos, vistas las largas y huesudas piernas, y de músculos fibrosos. Cantalicio Roa les dice:

— Cuando lleguemos a la casa del diputado, ustedes se van. Mañana los busco para pagarles.

Uno asiente con la cabeza por los tres. Cantalicio me mira y nota mi curiosidad.

—Los compañeros, los buenos compañeros, están listos en la adversidad.Pienso un momento en lo que dice y asiento con la cabeza. Murmuro:— Nada mejor para un compañero que otro compañero.—Cierto— dice Cantalicio Roa sin mirarme. La camioneta entra en el patio de

una hermosa casa de dos plantas y estaciona delante de un tinglado y una parrilla empotrada en el muro que linda con el vecino de atrás. Bajo el tinglado, totalmente abierto por delante, hay dos hombres sentados junto a una larga mesa de madera. Uno tiene una pequeña radio en la mano y escucha a un comentarista de fútbol. El otro se levanta y se aleja para cerrar el portón. Un gran danés duerme apaciblemente bajo el foco encendido en la galería trasera de la casa. También ahí, ante la pileta del lavadero, una mujer pone en una palangana las prendas húmedas que va sacando de un lavarropas. Hay un charco de agua bajo sus pies enchancletados.

— Y la patrona — pregunta el diputado bajando de la camioneta, sin mirar a quién va dirigida la pregunta.

La mujer, sin volverse, contesta:

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— En la iglesia.

Cuando Cantalicio Roa, los muchachos y yo bajamos de la camioneta, turnándonos para pisar el paragolpes que sirve de escalón, Armando Giménez pasa cerca, camino al tinglado donde dejará el mate y el termo que trae acunando con el brazo, diciendo:

—Ya usted, compañero, quién le dijo que se subiera a mi camioneta.

Enrojezco. Parado en tierra, tengo la certidumbre de que estoy en el sitio equivocado. Como milico que, perdido en el monte, se sorprende al encontrarse de pronto parado en el campamento de los abigeos. Sólo una vez antes tuve esa sensación y fue cuando entré equivocadamente en un baño de mujeres, durante la fiesta de una escuela y me topé con una maestra arreglándose los calzones parada junto al inodoro.

El diputado Armando Giménez deja el mate y el termo sobre la mesa de madera y mira a los muchachos marcharse. Le ordena al tipo que vuelve de cerrar el portón de acceso:

— Torales, péguele una trapeada a la camioneta, hasta que brille.Después viene al vehículo, pasa entre los dos sujetos que lo acompañaban en

la cabina y que portan uno un portafolios negro y otro un rollo de afiches de propaganda en el que se adivina, por la tinta que ensombrece el reverso del primero en el cilindro, el rostro de un hombre. Sin mirarme, dice:

— No me contestó todavía, don Alberto Barrios: ¿qué mierda hacía arriba de mi camioneta?

Estoy helado. El trato del diputado Armando Giménez es tan duro y tan a boca de jarro que no sé qué decir. Siento la urgente necesidad de estar en cualquier otro lado. Balbuceo:

— Necesito hablar con usted, compañero.

Armando Giménez deja lo que busca en la cabina de la camioneta y viene hacia mí. Se para delante mío.

— Compañero, las pelotas. El tipo que me jode no me trata de compañero. Dígame diputado, señor, don, lo que se le cante, pero no compañero.

Le huelo el aliento cervezuno. Le veo los ojos fijos y desvío los míos. Cantalicio Roa y los otros tipos siguen con sus quehaceres sin importarles, aparentemente, lo que me ocurre. Comprendo que deben ser tratados así habitualmente, por eso permanecen indiferentes. Pero a mí, en la puta vida me trataron tan mal.

— Un compañero tiene dignidad— sigue el tipo sin apartarse—. Si se le dice que venga mañana, viene mañana. Si se le dice que espere, espera. Un compañero es un soldado de la causa, ¿no le enseñaron eso?

Creo que asiento levemente con la cabeza y no hago nada por hablar. Por eso sigue retándome.

— Al general nunca le gustaron los tipos pedantes. Decía que son blandos y chupamedias, y que son los primeros en traicionar cuando tienen la oportunidad.

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Un ardor insoportable me sube por la columna y la sangre golpea en mi cara. Tengo comezón en los brazos. Siento las manos frías.

— Necesito trabajo, diputado.— Tipos que procedían como usted fueron los vendepatrias que amargaron al

viejo.

Olemos cada uno el aliento del otro. Yo, además, huelo la catinga de mi propio sudor que sube de la camisa.

— Tengo mujer, hijos.— No me joda.

Le doy un empujón. Algo rabioso me sale de la garganta, algo como un quejido de impotencia, y la fuerza necesaria para darle a Giménez un empellón en el pecho con las dos manos. El diputado retrocede sorprendido y se apoya en la camioneta para no caer. El abdomen peludo aflora como una panza preñada cuando saltan los botones de la camisa. Es lo único que veo antes de que la trompada de Cantalicio Roa me llene la cara de estallidos luminosos.

Estoy acostado boca arriba en el suelo cuando el diputado se para a mi lado y me dice, asomando apenas la nariz sobre el horizonte combado de su estómago.

—Si quiere trabajo, venga mañana. Si viene mañana, sepa desde ya que no soy su compañero. Si viene, sepa que me va a hacer todos los trabajos sucios que haya que hacer.

Me paso el dorso de la mano por la cara y extiendo a la mejilla la sangre que sale de la nariz rota.

— Y lléguese diciendo patrón.

17

Llego a mi casa bastante tarde en la noche. Estoy sucio, cansado y siento la cara hinchada. Hubiera preferido tener otro lugar adonde ir, pero generalmente uno no tiene más que una sola covacha donde hacer reposar el esqueleto. Si estuviera en el campo, elegiría el tronco de un árbol para recostarme y dormir.

La puerta está cerrada y antes que en Norma y los niños pienso en el baño para liberar las tripas. El sopor denso del aire hace pensar en que tiene que llover.

Además de la nariz, me duelen las articulaciones, por eso me sostengo la cadera con una mano. Con la otra acciono el picaporte de la puerta y abro. Entonces me doy cuenta de que la casa está a oscuras, aunque del fondo, de la pieza de Jorge, viene un resplandor que escapa por las rendijas de la puerta.

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Prendo la luz de la cocina y voy al baño urgido por la colitis. Sentado en el inodoro descargo estrepitosamente las visceras. Levanto el brazo y acciono la cisterna para que corra el agua, y después me inclino para asegurarme de que la puerta esté bien arrimada. Eso me permite ver la mugre del baño y los mechones de pelo en un rincón. Barro en el piso, frente al lavatorio, me indica que alguien con zapatillas grandes usó el lugar.

— ¡Norma! — llamo.

El silencio tiene sonidos de grillos y ladridos lejanos. Hastiado por los problemas y presintiendo otros, me limpio el traste agachado como cuando me expongo para que un médico ocasional me meta con los dedos la hemorroides inflamada. Vuelvo a descargar agua en el inodoro, levanto el cierre del pantalón y echo una ojeada a la nariz torcida en el espejo. Después salgo.

Jorge, en la pieza, está acostado en la cama mirando el techo.— ¿Y Norma?— pregunto.— Se peló la cabeza a tijerazos. Parecía loca.— ¿Dónde está?— Fue a la casa de su madre.

No sé qué hacer. Deduzco que Norma se fue porque Jorge volvió. Como en la mañana, siento el impulso terrible de destazarlo. Siento un estremecimiento que me baja por la espina como cuando el diputado Armando González me dice que jodo, que soy un rompe- bolas, un traidor. Las ganas contenidas de matar reaparecen. Me arde la cara de vergüenza. Como me sucedió en la tarde ante Casiano Pereyra, fantaseo con acogotar a mi hijo con los dedos y contra el suelo, sentado sobre su pecho enorme y lampiño.

— ¿Y los chicos?— Con ella.

Jorge no me mira. Un dedo suyo juega a enrular un mechón de pelo detrás de la oreja. Tiene una pierna flexionada y la otra cruzada por encima. Ni siquiera se sacó las zapatillas sucias con barro de cuneta.

— ¿Cuándo fue?— Hace un buen rato.— ¿Y vos qué hacés acá?La voz me tiembla ahora. Tengo un miedo increíble a no sé qué cosa. Recuerdo

la honda extendida, exigida al máximo, a punto de tirar un balinazo. Recuerdo su cara inexpresiva mientras le pedía explicaciones delante de sus compinches. El olor de su semen, la cara hinchada de tanto llorar de Norma, la bombacha rota. El aliento intolerable del diputado Armando Giménez en la cara.

Me alejo lentamente de la puerta de la pieza y salgo al patio. La brisa ahora es fresca y siento el repentino deseo de aspirar el olor de una mujer, aunque sea una última vez, de acostarme sobre la grami- 11a y dejar que la noche me cubra como una capa de tierra fértil y húmeda. Miro las estrellas y una nube que deambula

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solitaria, fulgurante sobre el resplandor de la ciudad. Desato la soga del tendedero de ropas mientras lloro por primera vez en mucho, mucho tiempo.

Formosa, 2 de abril-10 de junio de 2001