La botella de Satanás

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Extracto del cuento contenido en el libro "Pinturas especiales y otros relatos"

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La botella de Satanás

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Cuatro caranchos montaban guardia sobre la tierra reseca del camino angosto, cubriendo con sus miradas los trescientos sesenta grados y esperando que la familia de cuises que acababa de cruzarse de los matorrales de una orilla a los de la otra, volviera a hacerlo en sentido contrario.

Varias águilas, simulando no tener nada que ver la una con la otra, planeaban como distraídas a baja altura, esperando que alguno de los caranchos saliera de debajo de la bóveda que los espinillos y algarrobos formaban sobre el camino.

Y Séptimo, a la sombra de uno de los algarrobos más cercanos a la encrucijada en “T” que se formaba al final del camino, en cuclillas y manteniendo el equilibrio con su escopeta a modo de bastón en una mano, y con un pañuelo en la otra, esperaba que las águilas enloquecieran de miedo a Peregrino, lo suficiente para arrojarlo a la carrera por la calle desde el lugar donde se encontrara escondido en ese momento. Ahí sería cuestión de apuntar y… listo.

De hecho Séptimo volvió a levantar la vista hacia las águilas, se secó con el pañuelo el sudor que casi le cae sobre los ojos, y luego se lo pasó por el cuello, el bigote y la boca. Pensó que la sed que esperaba lo enloqueciera a Peregrino no debía ser menor que la que lo estaba enloqueciendo a él, y maldijo el apuro por matar con que salió de su casa, dejando la cantimplora vacía e inútilmente colgada dentro del ropero. Pensar en morirse antes que el otro casi lo hace desmayar de la rabia.

- ¡Salí, desgraciado! ¡Esta vez no te salva ni Dios, cornudo! De pronto recordó que era él el propietario de la cornamenta, y que era eso lo que lo

tenía empuñando un arma dispuesto a desangrar a tiros a un cristiano. Y sintió un calor de fuego en las orejas. Y maldijo, maldijo muy feo.

Levantó la vista y observó sus límites. Unos cuantos matorrales, altos como hasta la barriga y amarillos; unos cuantos árboles doloridos de calor, y maíz. Maíz era lo que formaba el techo de la “T” surgida de la muerte de la calle en que se agazapaba deseando la muerte de Peregrino. Maíz del que sólo veía la primera fila pero sabiendo que, si el maíz fuera de vidrio, podría verlo perderse hasta el horizonte. Maíz que le haría perder la razón si, enceguecido de odio, se internara entre sus plantas buscándolo al Peregrino y luego intentara salir. Maíz en plantas verde seco todavía más altas que él. Y eso que Séptimo era alto.

- Y todo por una fulana. Séptimo se tiró de cabeza hacia adelante pero girando en el aire, de modo de poder

ver, mientras caía de espaldas, a la persona de la que había salido esa voz. Estaba seguro que no era Peregrino tratando de madrugarlo, pero por Dios, no recordaba haberse pegado un susto así en toda su vida. Hasta le quedaban dudas de no haber gritado mientras caía levantando polvareda, y la posibilidad de haberlo hecho le dejaba un regusto a vergüenza que sólo pudo sobrellevar porque el susto era superior a cualquier otra sensación.

- ¿Y así pensás matarlo al Peregrino? Tomá. La voz venía de una figura de pie todavía confusa entre el polvo que la caída había

levantado, y el pie de esa figura pateó hacia Séptimo la escopeta que éste había dejado caer.

- ¿Quién mierda…?

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- ¡Bah, bah, bah! No te vengas a hacer el gallito ahora. ¿No te vi asustarte, acaso? Vamos, hombre, la mano.

Y diciendo esto estiró la suya para ayudar a levantarse al caído. Se trataba de un hombre con sombrero negro, un tipo extremadamente flaco con una vestimenta estrafalaria, negra y sin dudas poco apta para andar por caminos de tierra y en horas de esos solazos. Más aún, a Séptimo no le pareció que pudiera usarse siquiera de noche y en el pueblo. Y tampoco pudo sospechar que ese sombrero sólo tenía un uso atinado en algunos barrios elegantes de Londres.

Séptimo lo miró con algo de desconfianza, pero finalmente aceptó la gentileza y tomó la mano que le tendían y al hacerlo, notó que la piel del recién llegado era fría, muy fría y húmeda. Casi llegó a pensar qué afortunado era el tipo en estar tan fresco, pero inmediatamente una especie de alerta le hizo trocar esa envidia en un asco como ciego y antiguo. Terminó de pararse asiendo con fuerza instintiva su escopeta.

- Séptimo Mirayes, para servirle –se presentó; y cuando pudo zafarse de la mano, y contra toda norma de urbanidad, se pasó la suya por la camisa.

- Satanás –dijo el otro-, para servirm… te. Séptimo se le quedó mirando. Mientras el sudor no dejaba de caer de los lados de su

cara, siglos de dioses y demonios incrustados en sus genes lo dejaron sin habla. Luego entornó los ojos, los hizo recorrer de abajo arriba toda la altura del desconocido y por fin una amplia sonrisa los arrugó aún más. Sí, era eso: un chiflado había venido a interrumpir su vigilia de odio.

- Y vos te querés quedar con la Guadalupe… ¿o me equivoco? La sonrisa se borró de la cara de Séptimo. Sus labios se hicieron finitos, y hubiera

provocado un incendio si en vez de mirar al sujeto miraba el maizal. Se secó el rostro y guardó el pañuelo en el bolsillo, hecho lo cual se sintió más seguro al sujetar el arma.

- No… ya veo –siguió el extraño-, la Guadalupe te tiene sin demasiado cuidado. Lo que querés es matar al que te hizo… ¿acá le dicen “gorriao”, no?

Abrió con descuidada elegancia su saco y del bolsillo interior tomó una pequeña botella con un líquido rojo, de la que tomó un sorbo que pareció disfrutar horrores, a juzgar por el gesto de satisfacción cuando se la quitó de la boca. Séptimo no alcanzó a comprender bien algo que le llamó la atención cuando el extraño terminó de beber, pero volviendo a la última frase que le escuchó, acomodó la escopeta y le apuntó al pecho.

- ¡¿Querés que te haga recagar?! ¡¿Eso querés?! - ¡Shhh! Te puede escuchar Peregrino, y entonces sí que no lo encontrás más ni en

broma. Además… -e hizo un gesto de desagrado-, cuando te enojás te ponés feo, y a ella no le vas a gustar.

Y diciendo esto señaló hacia la esquina del camino, justo donde antes de toparse con el maizal era atravesado por otro camino que se calcinaba al rayo del sol, formando la “T”. Por ese camino la vio aparecer desde la derecha a la Guadalupe. La mujer estaba vestida con un vestido blanco que le llegaba sólo hasta por encima de las rodillas, y caminaba lenta y descalza, como sonámbula. Al llegar al centro del camino donde estaban los hombres se volvió hacia Séptimo. No giró casualmente; detuvo su cuerpo y lo puso de frente hacia el que aún no sabía si sería un asesino. Y cuando lo hizo soltó

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una carcajada de esas frescas que a él tanto le gustaban y que faltaban de la mujer desde que empezó a estar con él.

La falta de lógica de los velatorios hizo que Guadalupe y Séptimo quedaran solos cuando un finado sin importancia había reunido al pueblo en su casa. Después de una charla él, que siempre le había tenido ganas, le ofreció su compañía hasta la casa de ella. A la mañana siguiente, mientras Guadalupe se vestía, él le acarició la espalda, y a ella pareció gustarle. Cuando la enagua cayó sobre las manos de Séptimo, éste reparó en que la seda era negra.

- ¿Te gusta el color negro? - Es el color que se usa cuando muere alguien muy querido, ¿no? Y a continuación rió, y rió él también, y ella volvió a quitarse la enagua. Después, el vino y el mal carácter alejaron por siempre las risas. Pero eso no le daba

derecho a Peregrino. La Guadalupe del camino se tapó la boca, dejando de la risa sólo una sonrisa

cómplice. Se tapó la boca con una mano que, al levantarla, tuvo tiempo de levantar el vestido como al descuido y mostrarle el muslo de una pierna. Lo saludó con la otra mano y, sonriendo, se marchó tan campante y misteriosa como había llegado.

- ¡Guadalupe! –gritó Séptimo. - Pará che –atinó a decir el visitante-, mirá que… -pero no pudo detenerlo. Séptimo corrió los casi cuarenta metros que lo separaban del lugar por donde había

desaparecido la mujer. Llegó resollando y, lo que es peor, sin la escopeta. Parecía como si el respirar no le aportara oxígeno. Alzaba los hombros con cada inspiración como si con ellos quisiera alzar una res. Cuando llegó, giró en dirección hacia donde se había ido la mujer. Pero se detuvo en seco: sonriendo y caminando despreocupadamente, en vez de ver alejarse a la mujer vio acercarse a Satanás. Miró hacia el lugar donde lo había dejado, pero no estaba allí. Lo miró de frente con los ojos muy abiertos, tratando de dar unos pasos para atrás, que resultaron muy torpes, mientras el otro terminaba de llegar. Satanás, divertido, bebió un largo sorbo de la botellita que nuevamente tenía en la mano. Esta vez Séptimo estuvo seguro: cuando el desconocido bajó la mano, el líquido rojo del envase seguía llenándolo hasta el cuello.

- ¡Siempre lo mismo! ¡No me dejan terminar de hablar! Mirá que era sólo un adelanto, eso te iba a decir. –Poniéndose serio carraspeó y entonces continuó: -Ahora, che, entre nosotros… ¡como para que no te gorríen, ¿eh?! –Y dándole un codazo en las costillas al tiempo que le guiñaba un ojo, estalló en una carcajada-. ¡Qué pedazo de mujer! ¡Ja, ja, ja! –y continuó riendo mientras le saltaban las lágrimas.

Séptimo se sintió furioso pero incapaz de hacer nada. Quería matar al individuo que tenía enfrente, despedazarlo, hacerlo transparente a fuerza de escopetazos. Pero tenía miedo de intentar nada. Lo que acababa de pasar le decía que el visitante, aunque no tenía las manos tan callosas como él, era infinitamente más poderoso. Se limitó a odiarlo hasta que le ardieran los ojos.

- ¡Ah, me encanta esa mirada! –dijo el extraño-. ¿Por qué un tipo que odia así no puede vivir tranquilo? –Apoyó su mano sobre el hombro de Séptimo, quien no se atrevió a moverse- ¡¿Por qué no lo dejan en paz?! Séptimo – y ahora le tocó a éste soportar la mirada de aquel-, pensá un poco en Guadalupe: ¿qué necesitás que haga por

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vos? Quiero decir, no me vas a venir con amor ni nada de eso, de eso que se ocupe… -miró hacia arriba pero cambió de idea- vos. Quiero decir, ¿me ocupo del que te hizo nacer los cuernos? ¿Me ocupo de la que te los hizo poner? –y mientras terminaba de hablar, sacó nuevamente la extraña botella del líquido rojo, de la que bebió un generoso sorbo, sin quitar los ojos de los de Séptimo.

- Peregrino. Quiero que se muera Peregrino –se oyó decir Séptimo. - ¿Qué se muera? Bueno, hice una consulta por allá arriba antes de venir aquí, y la

fecha exacta de la muerte de Peregrino está para dentro de veintitrés años, cinco meses, dos días y… -sacó de otro bolsillo interno del saco un reloj y, tras consultarlo y mientras lo guardaba, agregó- cuatro o cinco minutos. Perdón, creí que hablábamos de lo mismo.

- ¿Y no hablamos de la muerte de ese hijo de puta? - Sí, pero los deseos se los pedís a tu hada madrina…