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La esclavitud; los miserables silenciados
Por José Alberto Cepas Palanca
Es sabido que en 1575, Miguel de Cervantes estuvo cerca de cinco años como esclavo en Argel,
cuando los turcos lo apresaron cerca de la costa de Palamós, al regresar de Italia. En su obra
genial, “El Quijote”, este dijo a Sancho: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones
que a los hombres dieron los cielos; con ella no puede igualarse los tesoros que encierra la
tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la
vida; y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
"Primero te quitan la dignidad, te hacen sentir miserable, que no vales nada. Dejas de ser per-
sona. No tienes poder de elección sobre tu propia vida. Pasas a ser una mercancía que pertene-
ce a un amo. Te sitúas en una especie de limbo jurídico donde no existen los derechos más ele-
mentales. Puedes ser comprado y vendido. Eres una especie de marioneta cuyos hilos son mo-
vidos por unos individuos que deciden por ti el resto de tu vida...". Esto lo dijo, a través de una
persona anónima, la periodista de la Agencia de Información Solidaria (AIS), Marta Caravantes,
hablando sobre los derechos humanos y concretamente, sobre la esclavitud.
Diferenciemos la esclavitud: antes del descubrimiento de América, y después.
ANTES. La esclavitud en la Península Ibérica comenzó en la Hispania romana disminuyendo
cuando el Imperio Romano se desintegra, sustituyendo los latifundios en los que se empleaban
esclavos por colonos, siervos que disfrutaban de autonomía y una semilibertad a cambio de
prestaciones personales y en frutos, todavía en coexistencia con los anteriores, de cuya condi-
ción proceden por lo común los segundos. Los visigodos mantuvieron esta dualidad. Los nue-
vos reinos cristianos formados a partir del siglo VIII, en contacto y pugna con los estados mu-
sulmanes, revitalizaron las formas de sometimiento más arcaicas – la “posesión” de otros seres
humanos para ponerlos a servicio de su dueño en calidad de propiedad – que encontraron en
la captura del adversario una fuente de aprovisionamiento y de intimidación al enemigo. La
actitud fue recíproca y mantuvo plena vigencia en el curso de los siglos siguientes. En el siglo
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XI, después de la conquista de Ávila, sus murallas fueron construidas por doscientos musulma-
nes encadenados. En la conquista de Valencia, en 1238, Jaime I ordena dar muerte a los paisa-
nos musulmanes que son capturados en las afueras de las poblaciones, solamente para ame-
drentar al adversario. Sin demostrar especial interés en esclavizar a los que se rinden o son
vencidos en combate, como un sentimiento de botín, envía como regalo 2.000 esclavos al Pa-
pa, reyes, cardenales y nobles en signo de triunfo y poder. Después siguen haciéndose escla-
vos, básicamente para dedicarlos a obras y servicio doméstico. El comercio de cautivos y el
trabajo esclavo aumentaron a finales del siglo XV con la apertura de rutas de aprovisionamien-
to a través del África subsahariana, mérito portugués. El éxito de la empresa coincidió con una
demanda creciente de sometidos justo cuando comenzaba a cesar la modalidad más restrictiva
de coacción feudal, la afección del campesino a la heredad; no podían abandonar libremente
ni separarse de ella cuando la tierra era transmitida por cesión o venta. La relación entre ad-
versarios de religión, costumbres y cultura comprendió varias fases en las que la hostilidad
dejaba paso a intercambios pacíficos de ideas y mercancías, tales como africanos negros hacia
ciudades cristianas y de “bárbaros” del norte y este de Europa hacia las plazas moras, en la que
intervenían mercaderes de medio continente. Los árabes alentaron un próspero comercio de
esclavos desde más allá del Sáhara, en el profundo continente negro africano. Lo mismo ocu-
rrió en los reinos principados alemanes y centroeuropeos con relación a los circasianos, arme-
nios, tártaros, albaneses, bosnios y búlgaros. La esclavización en la Península efectuada en
correrías y conquistas, fue justificada a partir de la acepción de la guerra como cruzada, lucha
legítima contra la verdadera fe – dicen las crónicas. Al vencido se le privaba de libertad, com-
parándole comúnmente a un caballo o una mula, al no tener derecho sobre sí mismo, convir-
tiéndole en propiedad del amo, como si fuera su conquistador. Ya las leyes romanas regulaban
cuidadosamente la condición del esclavo y a comienzos del siglo XIII, Alfonso X de Castilla, el
Sabio, en sus “Siete Partidas”, siguiendo el modelo del emperador Justiniano, recogía el dere-
cho a la esclavitud, su trato legítimo, matrimonio decidido por ellos mismos, y el dueño, que si
era reprobado por trato cruel, podía ser denunciado por su esclavo. Reconocía una personali-
dad moral al esclavo, por lo que se dejaba abierta la puerta a su incorporación a la sociedad
civilizada mientras establecía límites a su dueño. En 1375, después de la guerra de Valencia
contra Castilla, un número indeterminado de mozárabes fueron sometidos a esclavitud y ven-
didos en castigo al respaldo prestado a los invasores. El esclavo, en el que predominaban las
mujeres por su alto precio (el coste de cuatro caballos de tiro), era un privilegio al alcance de
los nobles, de los mercaderes y de los artesanos más acomodados que los empleaban en tare-
as domésticas, el cultivo de los huertos, los talleres, o las mujeres destinadas a los burdeles.
Pero en cuanto desciende su precio por la afluencia masiva de africanos de Guinea y, en menor
medida, de “guanches” de Canarias, se prodigan en otras categorías sociales más humildes.
Desde el último tercio del año 1400, Valencia, después de Sevilla es el segundo mercado pe-
ninsular de esclavos y los labradores compran uno o dos para emplearlos en sus pequeñas
explotaciones agrícolas. El eje del comercio se desplaza al Atlántico desde que en 1442 alcan-
zan la fuente de provisión; futura Costa de los Esclavos (entre Gambia y Guinea). Isabel la Cató-
lica, al poner fin a la guerra civil, renuncia a favor de los portugueses, el comercio directo en el
continente africano, que se convierte en un monopolio de esclavos “guineos”. Se establecen
factorías a lo largo de la costa africana, entregan el negocio a mercaderes especializados, ge-
neralizan el sistema de “asientos” (contratas exclusivas de aprovisionamiento de una cantidad
estipulada de esclavos durante un cierto número de años) y dan vuelo y envergadura a los
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navíos para los “cargazones” (grupos de esclavos), dotados con mayores adelantos técnicos.
Lisboa se convierte en el mayor mercado de africanos de Europa, seguida por Sevilla y Valen-
cia. La llegada de la esclavitud negra a España es escalonada y en progresión imparable. Con-
tinúa llegando de la Berbería, a través de la plaza de Orán y mediante la captura de adversa-
rios o en los pillajes de naves enemigas. Bizancio, los Reinos latinos de Oriente, los ducados y
principados, los tomaban entre los pueblos vecinos. Los reinos peninsulares, del sur de Italia y
Sicilia tomaban sarracenos, musulmanes, después berberiscos, turcos y moriscos rebeldes. Los
pueblos árabes, de Oriente al Magreb, esclavizaron sobre todo africanos al sur del trópico de
Cáncer, de tez negra y cabello crespo, sometidos a condiciones climáticas de las que los escla-
vizadores extraían conclusiones sobre el temperamento (valeroso, violento, ardiente, dócil), la
inteligencia y la moral, que los hacía más o menos apreciados, más o menos condenados a
servicio. Entre los siglos VIII y XIX los árabes sustrajeron del África subsahariana y oriental en-
tre ocho y doce millones de personas.
1684. Mercado de esclavos en Argel.
DESPUÉS. También vamos a diferenciar en este apartado dos fases: Hasta el comienzo de la
prohibición oficial de la trata negrera y la esclavitud (1824) y, después de ella (aunque seguía
habiéndola en Cuba y Puerto Rico).
Primera fase. Todo cambió radicalmente a partir del descubrimiento de América. Una Real
Cédula de 1504 alentaba a hacer la guerra a los indios rebelados o resistentes a ser sometidos,
prometiendo darlos por esclavos con reserva de un quinto para la Corona. Por disposición real
de Fernando el Católico, en 1511, comenzó por herrarse a fuego en la frente de los indios y
siguió haciéndose con los negros. Sobre la herida se aplicaban polvos y aceite de palma para
facilitar la cicatrización. Los dueños solían añadir una segunda marca y esta práctica se mantu-
vo después de la prohibición real a fin de asegurarse la propiedad y reclamarlos si se dieran a
la fuga. Si la propiedad podía estar en entredicho, la huella de la esclavitud sería indeleble,
pues fue asimilada al color, al estigma de la africanidad de origen, a la condición servil de su
vida americana. La “F” de Fernando marcada con hierro candente fue el primer conocimiento
que muchos nativos tuvieron de la Monarquía Católica Universal. Hernán Cortés, al poco de
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desembarcar en Veracruz (México) había establecido que los indios que no aceptasen la fe
católica y la obediencia pacífica al rey, una vez vencidos, serían repartidos como esclavos “co-
mo se acostumbra hacer en tierra de infieles pues es cosa muy justa”. Tras herrarlos, pues así
lo hizo con los aztecas, zapotecas y chichimecas, los repartió con sus capitanes una vez hubo
separado un quinto para el rey, que fue subastado, y otro para él, con los que inició la explota-
ción de su hacienda en el valle de Oaxaca que el emperador Carlos convirtió en marquesado.
Desde el siglo XVI al XIX los europeos se llevaron unos dieciocho millones de negroafricanos, la
inmensa mayoría con destino a América, quizá unos 700.000 africanos – no solo negros – fue-
ron a parar a la Península Ibérica. Los castellanos, al llegar a las islas del Caribe y a la América
continental , esclavizaron a gran escala a la población nativa , hasta que en 1542 se prohibió
hacerlo; desde 1518 estaban introduciéndose negros africanos y no dejaría de hacerse hasta
1873. Sevilla se erige, con diferencia en la primera plaza en importancia en arribada y empleo
de africanos, tanto por su cercanía a la Casa de Esclavos de Portugal y al Algarve, como por
convertirse pronto en el centro del comercio con las Indias. Se estima que fueron unos 95.000
los africanos desembarcados en Sevilla durante dos siglos y al menos una décima parte fueron
a América, pues durante el siglo XVI el negocio de la trata de negros se organizó en esa ciudad.
La gran cantidad de esclavos que ya existían en 1580 llamaba la atención de propios y extra-
ños, que los tomaban por indicativo de la riqueza que atesoraba la ciudad, pero también los
situaba entre los artículos más lujosos. Muchos los compraban por ostentación y vanidad, la
mayoría para el servicio doméstico.
Ser sirviente era un privilegio. El servicio doméstico, grupo minoritario entre los esclavos, formaba parte
de los signos de riqueza de los dueños.
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La coquetería estaba de moda entre los esclavos domésticos; las mujeres recibían como regalo de año
nuevo los trajes usados de su ama.
Entre 1453 y 1525 todos los clérigos de Sevilla tuvieron algún esclavo a su servicio. O esclava, a
las que en muchas ocasiones las dedicaban a destinos sexuales personales, “siendo curiosa-
mente los más reacios a reconocer a sus propios hijos”. Al tiempo que se conquistan las islas
atlánticas (Madeira, Canarias, Cabo Verde) se transforman en depósitos de esclavos, ensayan-
do con ellos los cultivos tropicales. Los precios que se pagaban en América era una competen-
cia difícil de sostener en el mercado peninsular de mano de obra, que, sin embargo, subsistió
por dos siglos: todavía surtiría de africanos a las minas, a las galeras y en menor proporción a
la agricultura, pero comenzó a ser relegada al servicio doméstico de las casas principales o a
las casas que deseaban aparentar. Las hostilidades directas y su prolongación en el corso hicie-
ron de la práctica una afición recíproca y dieron lugar en la segunda mitad del siglo XVI y du-
rante el siguiente, a un próspero comercio de rescates. El “cautivo” al igual que el esclavo,
estaba privado de libertad y pertenecía a otro, solo que en calidad de rehén (y esclavo) tempo-
ral, a la espera de obtener un rescate económico por él, no por su capacidad de trabajo sino
por la facilidad de conseguir una indemnización, para lo que el cautivo recurrió a intermedia-
rios, mercaderes, religiosos, para que le pusieran en contacto con allegados y deudos (fue el
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caso de Cervantes). Esclavos y cautivos surtieron de remeros a las galeras en una ¼ parte de
los empleados de una escuadra, lo que pudo haber supuesto hasta 50.000 esclavos por siglo.
El color nunca había sido una condición ni un eximente para someter a esclavitud. El esclavo
era una propiedad y una mercancía. Su dueño poseía al trabajador y al ser humano, por su
fuerza de trabajo y su capacidad de trabajar. Las vías para poseer un esclavo eran: las capturas
en las guerras contra los enemigos de la fe (guerra justa), la compra y los nacidos de mujer
esclava. La propiedad sobre un esclavo se heredaba y transmitía. La adquisición se consideraba
legal cuando existía un pacto con el vendedor, sin inquirir si este lo había conseguido por me-
dios legales y justos, tanto más cuando la trata había sido aceptada por la autoridad real y
eclesiástica. Autoridad eclesiástica… da que pensar.
En las calles y plazas americanas, era normal ver a las esclavas realizando mandados o “dadas
a ganar”, o sea, autorizadas a ganarse un jornal que tenían que repartir obligatoriamente con
el dueño, bien como lavandera, planchadora, cocinera, incluso ejerciendo la prostitución. En
España y en la América española, sólo los ingresos conseguidos mediante propinas quedaban
en posesión de los esclavos y sus hijos podían heredarlos. Las disposiciones testamentarias
incluían en ocasiones la “manumisión” (quedaban libres en el momento de la muerte del due-
ño) de algunos de los esclavos, por lo común mujeres. Otra vía de obtener la libertad era la
“carta de ahorría”, documento firmado ante escribano público por el que el dueño reconocía
la condición libre del siervo que podía tener efectos inmediatos o en una promesa (un número
de años después del fallecimiento del amo) condicionado a que fuera bien servido hasta su
muerte. El “ahorramiento” podía ser una medida graciosa o un compromiso de rescate sufra-
gado por el esclavo que para ser efectivo exigía un acuerdo entre las partes sobre su pertenen-
cia y sobre el valor en que se tasaba aquél, satisfecho de una vez o en pequeñas sumas. Los
dueños, bajo diversos pretextos, no siempre cumplieron el compromiso; muchos de los aho-
rramientos iniciados no alcanzaron su objetivo al fallecer el esclavo. El sometimiento, se refor-
zaba, llegado el caso, con castigos, amenazas y tormento físico. El dueño, compelido por las
leyes, decidía el bautismo del esclavo adquirido y de su prole; establecía las pautas de convi-
vencia entre esclavos, las que tuvieran con otros sirvientes y con el resto de la sociedad, fijaba
su residencia y, llegado el caso, en las plantaciones e ingenios, la separación entre sexos; aun-
que las leyes castellanas concedían ese derecho a los siervos, daba igual; el amo podía denegar
o autorizar matrimonios, y hasta regular la frecuencia en la que podían yacer juntos los espo-
sos si uno de ellos no era de su propiedad; podía permitir o perseguir prácticas personales,
religiosas o sociales. El dueño disponía libremente del derecho de venderlo, de la propiedad
del fruto del vientre de la esclava, de separar a ésta de sus hijos. La moral establecida, y en
ocasiones las leyes, reprobaban la unión carnal del dueño con su esclava y, es frecuente en-
contrar abusos violentos y amancebamientos facilitados por promesas vagas o firmes, ante la
expectativa de conseguir la libertad, tal vez una consideración privilegiada para los vástagos
que hubiera. A partir de 1518, cuando la Corona había autorizado y regulado la migración for-
zosa de negros comprados o capturados en el continente americano, es cuando la esclavitud
se expande y se transforma en un sistema generalizado y en un lucrativo negocio. El trabajo en
las haciendas, ingenios y minas, el trabajo doméstico y en el medio urbano dio lugar a un régi-
men social basado en el esclavo africano, que perduró varios siglos y legó una rica herencia de
diversidad pero también de discriminación y racismo.
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Hubo dos fases en el negocio esclavista. La primera, del siglo XVI hasta casi a finales del XVIII, la
trata negrera constituyó la parte más lucrativa del negocio esclavista. Los márgenes de benefi-
cios, de la doble transacción; mercaderías por africanos y venta de estos por metálico, dobla-
ban y triplicaban los costes de las expediciones. Desde 1518 la Corona española optó por con-
ceder el comercio de africanos mediante licencias y después, en la etapa más destacada, desde
1585, por “asientos”, monopolio que prácticamente duró hasta 1789, estando en manos ex-
tranjeras. La Corona consideró la trata ante todo como un privilegio que proporcionaba rentas
fiscales a través del remate de la adjudicación y el cobro de derechos de entrada y marca. La
Hacienda Real era la principal beneficiaria del lado español, y la administración del cobro de las
rentas; una considerable burocracia muy inclinada desde la distancia a la corrupción. La trata
de africanos proveía de brazos a las colonias, pero los beneficios del negocio del lado español
se convirtieron en un monopolio del Estado, destinado a sufragar la maquinaria burocrática y
militar de la Monarquía, los gastos y las empresas del Imperio. La explotación de los esclavos
permitió la rápida puesta en explotación de la minería que facilitaba la financiación del Impe-
rio, del que se beneficiaron mercaderes, manufactureros, nobles y eclesiásticos. En una segun-
da fase, a partir de 1789, la trata se convierte en una actividad libre y son los españoles erradi-
cados en Cuba, Buenos Aires, Cádiz, Barcelona, Santander y otros puertos quienes se adelanta-
ron a tomar la iniciativa. Su inversión posterior en industria, banca, compañías de seguro, na-
vieras y negocios urbanos está constatada.
Hubo tres modalidades para el aprovisionamiento de africanos para América y Europa: En la
primera modalidad, hasta 1513, y en la última desde 1789, el comercio fue libre (en manos de
particulares) con una notable diferencia: en los tres lustros iniciales el comercio debía hacer
escala en Sevilla, que no siempre se cumplió, pues también se llevaron de Canarias y otras islas
de la costa africana, también se autorizó a los súbditos españoles y americanos hacer el co-
mercio directo con África. La segunda modalidad de comercio consistió en la licencia, una au-
torización real concedida en pago a servicios o contratada para pasar a las Indias cierto núme-
ro de esclavos que estuvo vigente entre 1513 y 1595. Las licencias reales proporcionaban de-
rechos a la Corona en concepto de almojarifazgo (arancel del 2,5%). La Hacienda también re-
cibía los derechos de alcabala (tasa proporcional al valor de transacción, similar al actual IVA) y
de marca (sello grabado a fuego sobre la piel del esclavo para confirmar que su introducción y
propiedad eran legales). En ciertas plazas (Cartagena de Indias, entre ellas) se impusieron de-
rechos adicionales destinados a obras de abastecimiento de aguas y a fortificaciones. No hay
duda sobre el comercio negrero: era el más fiable y lucrativo. En él se echarían los cimientos
del futuro del “Patrimonio de la Humanidad”. En 1585, se introdujo el “asiento”, la concesión
del monopolio de la trata por un período de años para llevar negros desde África a los dos
puertos permitidos: Cartagena de Indias (Colombia) y Veracruz (México). Con frecuencia se
desviaron a puertos antillanos en calidad de “arribada”, una escala supuestamente forzosa que
les permitía vender parte de la carga para pagar reparaciones y que a menudo terminaba con
la requisa completa (un truco) y la posterior venta de la carga a petición de los comerciantes y
de las autoridades locales, siempre pretextando la necesidad de brazos. De la arribada se sur-
tieron directamente los principales puertos antillanos durante un siglo y más tarde Buenos
Aires. De 1495 a 1641, fruto de la unión de España y Portugal, el asiento fue concedido a casas
portuguesas. Con posterioridad, recayó en casas y compañías españolas, de nuevo portugue-
sas, italianas y holandesas, alternadas con periodos cortos por la Corona española. En 1701, se
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le concedió a Francia. En 1713, el Tratado de Utrecht, obligó a las autoridades españolas a
darlo a los ingleses para poner fin a la Guerra de Sucesión. Se mantuvo hasta 1739, en que
ambos países entraron en guerra, aunque legalmente expiró en 1750. Posteriormente se die-
ron de nuevo a casas españolas, entre ellas, la Compañía Gaditana de Negros, y en los últimos
años del sistema a la otrora inglesa Baker and Dawson. Aunque las modalidades de licencia y
asiento descansaban en un privilegio real, en una concesión orientada a arbitrar rentas fiscales
a la Hacienda y a establecer un control sobre la importación de esclavos, el gran adversario fue
el contrabando, difícil de medir y controlar.
Posteriormente, según se verá, comenzó la necesidad, por moda, de tomar chocolate, cacao
(que no existían en Europa), café (Yemen era el único país que lo producía hasta que los
holandeses comenzaron a exportarlo en 1700) y posteriormente ron y melaza. Estas mercanc-
ías, entre otros componentes, requerían un producto que se daba muy bien en América a cau-
sa del clima, especialmente en zonas tropicales: el azúcar. La historia de la esclavitud y del
azúcar caminan juntas en América. El azúcar exigía para producirse, gran cantidad de mano de
obra para desarrollar la caña de azúcar. Coincidió en el tiempo con el mercantilismo: sistema
económico europeo iniciado en siglo XVI y finalizado en la primera mitad del siglo XVIII, según
el cual la riqueza de una nación se basaba fundamentalmente en la reserva de numerario, y
para acrecentarlo era preciso que el valor de las exportaciones superara al de las importacio-
nes. El azúcar, al ser muy solicitado en Europa, podía exportarse en grandes cantidades. Pero
se requería gran cantidad de exportaciones para ganar dinero. Muchas. Para que fuese lo más
rentable posible, la mano de obra utilizada tendría que tener el mínimo costo o ninguno, si
fuera posible ¿Cómo conseguirlo? Inicialmente, en el siglo XV, se utilizaron a los indígenas que
en la mayoría de los casos eran tratados casi como esclavos hasta que en 1542, con la entrada
en funcionamiento de las “Leyes Nuevas”, dictadas por Carlos V, se mejoró bastante su situa-
ción laboral, aunque nunca totalmente. Pero al empezar a escasear estos, por las enfermeda-
des contagiadas de los españoles, se tuvo que buscar otra solución que se reveló como la “me-
jor” y más “rentable”: negros africanos que comenzaron a importarse de África; más fuertes
físicamente, acostumbrados a los climas tropicales y a los que no había que pagar salario algu-
no, sólo darles de comer: eran los esclavos negros. Había comenzado una época en la historia
de la humanidad totalmente degradante. Quizá la que más ¿Cómo se conseguían los esclavos?
Por el comercio de la trata negrera, el negocio más humillante, genocida y atroz que la mente
humana pueda concebir y el ser humano pueda ejercer, y que duró casi 400 años (y que des-
graciadamente todavía continúa en ciertos países, aunque de otra forma). El comercio de “la
madera de ébano”, nombre púdico como se conocía a los esclavos. El esclavo africano era con-
siderado un ser no asimilable por sus costumbres, vicios y carácter, cuya humanidad fue pues-
ta en discusión por el mismo San Agustín, cuando no eran considerados descendientes de Caín
y sobre ellos pesaba la maldición de Dios. Pero eso fue una lectura convenientemente rescata-
da para justificar determinados usos. La asignación al negro de los atributos de resistencia y
fortaleza, ausencia de razón y un sinfín de vicios comienza en el siglo XIV cuando todavía son
vendidos y comprados en corto número en las ciudades mediterráneas. El prejuicio se antici-
paba a la explotación.
¿Cómo funcionaba el “negocio”? A través del llamado “comercio triangular”, que se componía
de tres etapas.
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Primera: de Europa a África. Los negreros los iban a buscar a la costa occidental de África entre
Gorea (pequeña isla frente a Dakar) y Mozambique. Allí los esclavos (prisioneros a causa de
guerras entre tribus o simplemente secuestrados), se intercambiaban por productos europeos
vendidos a los jefes de tribu: lana, algodón, ron, aguardiente, barras de hierro, barriles de
pólvora y cuentas de cristal. En unos galpones (construcción rural relativamente grande que
solían destinarse al depósito de mercaderías o maquinarias, con una sola puerta, sin ventanas),
eran marcados en el lado derecho del pecho con un instrumento de plata incandescente que lo
presionan sobre la piel con engrudo, con las armas del rey o del país a donde iban a pertene-
cer, y en el lado izquierdo, en el brazo o en una pierna, el anagrama del negrero que se lo lle-
vaba, quedándole el estigma para toda la vida. En la compra, raramente se utilizaba el dinero,
se usaban las letras de cambio o productos tropicales, sirviendo como unidad de cuenta la
“pieza de Indias”, (una podía ser un negro fuerte, otra, un varón y una mujer, una hembra y un
niño, etc.). En África, se solía utilizar como moneda de trueque, el “cauris”, concha pequeña
que se encontraba en las islas Maldivas y que servía de moneda en África desde la antigüedad.
La mayoría de los esclavos se capturaban en el curso de razzias en aldeas africanas: cercos, incendios,
muertes, todo servía para hacer prisioneros, a pesar de la resistencia de los africanos.
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El guerrero negro armado con su fusil de la trata, conduce al esclavo hacia el lugar de concentración del
mercado de venta donde los compradores negreros esperaban.
Lugar de venta de esclavos en África. Una vez examinados cuidadosamente por los capitanes negreros,
se les dividía en lotes de cuatro o seis antes de embarcarlos.
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Marquilla forjadas en hierro, las cuales ostentan la impronta del Rey y de la Compañía Negrera. Con
éstas, calentadas al rojo vivo, se marcaba al esclavo, usualmente en el pecho (marca real) y en la espalda
(marca del asentista).
Una vez el esclavo era desembarcado en el puerto, se procedía a marcarle en el cuerpo con un hierro
candente. Esta identificación daba a entender que el esclavo había entrado legalmente y que se había
pagado a la Corona los impuestos correspondientes.
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Esclavos marcados.
Segunda: de África a América. Eran embarcados a América encadenados en navíos que trans-
portaban unos quinientos. En el barco las condiciones eran incalificables; el hacinamiento, el
hambre, la suciedad, la pestilencia, el calor sofocante, la tortura, el dolor y el pánico lo inunda-
ba todo. Y no digamos de las enfermedades; si se descubría que alguno tenía alguna contagio-
sa, lo tiraban por la borda, sin más contemplaciones. La disentería, el dengue, la fiebre amari-
lla, escorbuto, neumonía viruela, gangrena, hemorragias eran las causas más frecuentes de
muerte identificadas en los diarios de navegación. Esos navíos ya no se podían utilizar para
otra cosa, debido al olor que desprendían. Los esclavos estaban marcados a fuego, lo que
permitía a los traficantes identificar a sus esclavos cuando el cargamento pertenecía a varios
mercaderes. “Tenían cuidado de no hundir demasiado el hierro y, sobre todo, en el caso de
las mujeres, que generalmente eran más delicadas”. Los esclavos iban totalmente desnudos
para evitar los parásitos. Dos veces a la semana se regaba en el puente a todo el cargamento
humano en una gran ducha colectiva. Y cada quince días se les afeitaba el cráneo para que no
proliferaran los piojos. Los hombres estaban encadenados de dos en dos por la muñeca y el
tobillo e iban totalmente desnudos y las mujeres, separadas de los hombres, llevaban un tapa-
rrabos. Los grandes barcos desde la segunda mitad del siglo XVIII al XIX fueron adaptados para
distribuir el contenido aprovechando al máximo el espacio disponible, sirviéndose de literas
apretadas donde los africanos viajaban encadenados, pobremente alimentados y escasos de
agua. Las bodegas, bajo la cubierta, tenían dos niveles rodeando el casco en los que los escla-
vos estaban tumbados con las piernas encogidas (“estilo cuchara”) y las manos con esposas,
mientras en el centro, se sentaban en cinco filas el resto de la carga. La inmovilización era
completa durante la travesía. Los varones eran acostados de costado en plataformas entre los
puentes, con grilletes en las piernas que apenas les permitían moverse; los situados bajo la
escotilla podían ponerse en pie si el puntal daba para ello; los más alejados de los cubos colo-
cados para las necesidades fisiológicas no los alcanzaban y la renuncia a hacerlo ocasionaba
disputas y perjudicaba mucho la higiene.
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Esclavos en lata. Distribución de los esclavos en las bodegas de los barcos negreros. Estilo cuchara.
Distintas distribuciones en navíos esclavistas.
Las riñas eran frecuentes al repartirse la exigua comida, dos veces al día, y el agua. La dieta era
a base de ñame, maíz y arroz, a veces galleta, y pequeñas cantidades de carne de cerdo. A
quienes rehusaban comer se les abrasaba los labios con carbones candentes con la amenaza
de hacérselos comer si persistían en su negativa. Con tiempo favorable, la comida se repartía
en el puente. El viaje podía durar de un mes a tres meses, dependiendo de los puertos que
tocaban y del destino final. Al llegar a las costas americanas, se vendían en los centros donde
hubiera mercado de esclavos: en las Antillas, en las colonias españolas: México, Colombia (Car-
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tagena de Indias fue un centro destacado), Venezuela, Panamá (Portobello), Argentina, Brasil,
y en el sur de las trece colonias inglesas. Los esclavos se ofrecían en lotes, como se ha dicho,
en “piezas de Indias”, mezclando los sanos con los enfermos para venderlos en bloque, aunque
posteriormente se desarrolló el sistema de subastarlos, ofreciendo precios distintos según era
la “pieza”; varón, hembra, niño, etc. Si estaba enfermo, si era una mujer embarazada, si era
fuerte o débil, alto o bajo, gordo o delgado. Todo se valoraba y tenía su precio. Había dos cla-
ses de esclavos; “ladinos” y “bozales”. Los primeros eran los nacidos en España o en América y
eran los más caros porque conocían la lengua y algún que otro oficio y normalmente vivían en
ciudades. Los bozales, (el nombre les fue dado como a los animales que no estaban domesti-
cados, por lo que necesitaban un bozal) desconocían la lengua, llegaban directamente de Áfri-
ca y se utilizaban para plantaciones y minas. En los documentos de compra-venta de esclavos
desde el siglo XIV se utilizaba una técnica similar a las bestias: si era varón o hembra, el color
(blanco, moro, morisco, - para los musulmanes-, negro, tinto, retinto, atezado, prieto – para
los negros sin mezcla -, mulato, amulatado, pardo, bazo, membrillo cocho (o cocido), loro,
trigueño e incluso mulato claro que tira a blanco, para los mestizos), la constitución física, la
apariencia (tachas, marcas de origen, hierros), la edad estimada, su procedencia (étnica o la
geografía de embarque), cualidades y virtudes conocidas, el color de los ojos, la forma del ca-
bello (rizado, crespo o ensortijado), de los labios y la nariz (chata, aguileña). En estas transac-
ciones, ante escribano público, se anotaba que estaban libres de enfermedades y se ofrecían
desnudos al comprador para que los examinara, o se le hacía entrega al comprador del esclavo
a prueba, por unos días o meses. Aunque la civilización cristiana reconocía la misma paterni-
dad a todos los seres humanos y una misma posición de las criaturas a los ojos del Creador, no
era la religión la que fundamentaba la esclavitud, sino la exigencia social de la mano de obra
sometida con la finalidad de tenerla disponible y extraer rendimiento de la misma. La esclavi-
tud degeneró en racismo.
Mercado americano de esclavos.
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Factura de venta de un esclavo (en lo que hoy es Colombia) de parte de la Compañía del Asiento de In-
glaterra, con las señales particulares del esclavo indicando la Marca Real y del factor o asentista que se
le habían grabado en el cuerpo.
Tercera: de América a Europa. Una vez vendidos los esclavos, los barcos negreros volvían a
Europa con las bodegas llenos de productos tropicales, para venderlos allí. Estos bienes eran
fruto de las plantaciones y minas trabajadas por los esclavos, y entre sus productos se incluía
algodón, azúcar, tabaco, ron, oro y plata, fundamentalmente.
El comercio triangular: de Europa a las costas occidentales africanas, de África a las costas americanas y
la vuelta, de América a Europa.
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En la América hispana, negros y a gran distancia los mulatos identificaban la condición esclava,
hasta el extremo de que con frecuencia la palabra “negro” servía para designarlos, sin más
precisión adicional. Hasta 1784, en que una Real Cédula lo prohibió, al desembarcar en los
puertos habilitados, los africanos eran “carimbados”; marcados (además) con un hierro can-
dente que les dejaba impresa en el muslo, el pecho, el costado o la espalda la marca que acre-
ditaba su entrada legal, una “R” coronada, después alterada por la marca de las compañías del
asiento. En 1790 había 50.000 esclavos en América, en 1817 había 239.000 y en 1841, había
436.000. Cuando se tenía que castigar al esclavo, se utilizaba un látigo o “vara de cuje” que era
delgada y flexible. El “cuero” disponía de un mango de madera del que colgaba una tira larga y
sencilla o trenzada en la punta, “cabuya”, que al golpear y abrir las carnes facilitaba la efusión
de sangre sin provocar contusiones graves. Dar latigazos a los esclavos se decía: “dar cuero”,
“meter cuero”, “arrimar el cuero”, “cuerazo”, “picada”, “sablazo”, “cujear”, “bejucazo” y “re-
frescar las nalgas”. “Sonar el cuero” era restallar el látigo en el aire para apremiar al trabajo o
suspenderlo. Dar “manatí” era emplear látigo de tiras de este animal o sacudir con un vergajo
forrado de igual modo, que hubo de ser prohibido por las graves lesiones que ocasionaba.
Cuando a un esclavo se le azotaba, se le sujetaba por otros dos compañeros de infortunio, los
recibía de pie o tumbado en el suelo, el “bocabajo”. Dar “una tabla o fondo” equivalía a lo
mismo. Una costumbre en la Península destinada acrecentar el dolor consistía en “lardar o
pringar”, operación que consistía en derretir tocino sobre las heridas de los azotes, lo que oca-
sionaba llagas atroces. El esclavo urbano no se libraba de castigos similares, aplicados por
otros siervos o por encargados. Quien no disponía de ellos, contrataba el servicio de otros. En
relación con la infracción, el esclavo podía ser obligado durante un período a llevar grilletes en
los tobillos o a permanecer unos días en el “cepo”, una yunta de madera en la que la cabeza
quedaba atrapada por el cuello y sujetas las manos a la misma altura. El cepo se situaba en un
lugar visible, por lo común en el centro de la plaza que formaban los “bohíos” (cabaña circular
sin ventanas donde se alojaban los esclavos en los ingenios) o a la entrada del barracón de la
vivienda, para que sirviera de escarnio.
Esclavos con collares con campanillas que imposibilitaban la ocultación en la maleza para poder huir.
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Diferentes formas de castigar a los esclavos.
Esta situación duró hasta a principios del siglo XIX, coincidiendo con la época de la emancipa-
ción de las colonias españolas y la Guerra de la Independencia. Entonces las cosas tomaron un
rumbo diferente. En los meses de trabajo intensivo, los esclavos salían a las seis de la mañana,
a mediodía un descanso de dos horas (incluía un almuerzo) hasta la caída (otro almuerzo). En
total unas dieciséis horas de trabajo diarias. El batey era donde convergían los caminos de la
finca; las instalaciones, casa del amo, del administrador o mayoral, la enfermería, la casa don-
de las esclavas atendían a los niños criollos nacidos en el ingenio hasta los siete años. Cerca del
batey estaban los bohíos. En 1840 se incluye la torre con campana, como en una iglesia, para
pautar las llamadas al trabajo y su cese, pero en realidad eran torres de vigilancia. En el mundo
de la plantación, en el que se privilegió el sentido de la obediencia a través de la disciplina y el
control, fueron pronto excluidos los visitantes que se consideraban incómodos. A partir de
1821, en la que la trata empezó a considerarse ilegal, los hacendados ponían todas las trabas
posibles para que los visitantes no comprobaran que había esclavos nuevos. Los esclavos de
campo rara vez eran instruidos en la doctrina cristiana y solo recibían misa los domingos, en las
fincas pequeñas (sitios de labor para alimentos) si la iglesia quedaba cerca. “El clero tenía es-
caso interés en atender espiritualmente a los cautivos y mucho menos en censurar la esclavi-
tud”. Regulares y clero secular tenían esclavos a su servicio, al igual que el resto de los habitan-
tes. La orden de los betlemitas (orden religiosa creada en Guatemala en1656, la primera crea-
da en América), mantuvo sus posesiones agrícolas cubanas durante casi todo el siglo XIX. El
ingenio San Juan Nepomuceno cuyo dueño era Manuel Enrique Arango, (personaje muy rico e
influyente en Cuba y cuya familia fue dueña de la Compañía de Tabacos de La Habana) tenía
404 esclavos en 1821. Las monjas de posición conservaban esclavas a su servicio. Los ingenios
de los jesuitas habían sido de los más importantes en manos eclesiásticas, a pesar de reunir su
patrimonio en menos de medio siglo. Cuando fueron expulsados en 1767 por el rey Carlos III,
la orden contaba con tres ingenios azucareros, doce haciendas ganaderas y 406 esclavos, solo
en Cuba. Acomodados a la situación durante más de tres siglos, los clérigos contribuyeron a la
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consolidación de la esclavitud y a su continuidad sin incluir mejoras, antes al contrario: la asis-
tencia religiosa que era posible encontrar en los primeros ingenios azucareros en Cuba desapa-
rece a medida que las fincas ganan en tamaño y, en consecuencia, lo hacen las negradas y los
sacerdotes son vistos por los mayorales como intrusos incómodos que dificultan la autoridad
absoluta que reclaman para su gobierno. La idiosincrasia de la Monarquía Católica Universal,
que articulaba el Estado Español desde el siglo XVI hasta comienzos del XVIII constituyó una
verdadera teología política. Y en ella, la esclavitud formaba parte del orden natural aun cuan-
do para admitirla sin repugnancia, la teoría se vio obligada a establecer las causas justas de
sometimiento y los títulos justos de propiedad sobre el esclavo, o a formular recomendaciones
sobre la atención espiritual del siervo. “El esclavo africano era una criatura de Dios, pero sin
el raciocinio suficiente, sin la gracia suficiente, sin las costumbres propias de una vida civili-
zada, condiciones que lo diferenciaban de los restantes seres humanos y lo condenaban aun
doloroso purgatorio en la tierra”- decían. Estas ideas, por conveniencia y convicción, arraiga-
ron en la mentalidad de la sociedad y persistieron por largo tiempo.
A los negros se le llamaba según denominaciones étnicas: “congo”, “gangá”. Por los Estados de
procedencia: “Jolof”, “Futa Jalón”, “Fante”, “Kongo”, “Angola”, “Songo”, etc. Por el lugar de la
nación: “wolof”, “mandinga”, “fulani”, “mandingo”, “yoruba”, “igbo”, “fang”, “chamba”,
“bantú”. Los “lucumí” eran como se les llamaba en Cuba a los originarios de la región Yoruba,
en el interior del golfo de Benin, entre los ríos Níger y Volta, que incluía pueblos de habla yo-
ruba. También se les denominaba según el lugar de embarque (Elmina – “minas”-, Guinea –
“guineos”, Congo – “congos” -, Calabar – “carabalís” -, Angola – “angolas”. “congos” y “ango-
las” pertenecían a la nación bantú.
El 26 de diciembre de 1521 tuvo lugar la primera revuelta de esclavos africanos en América.
Sucedió en el ingenio azucarero Nueva Isabela, propiedad del virrey, el almirante Diego Colón,
hijo del descubridor. Veinte esclavos, en su mayoría de lengua “jolof”, de denominación étnica
social “wolof”, abandonaron el ingenio y fueron a reunirse con tantos otros con los que pre-
viamente habían concertado el levantamiento. Después, recorrieron los campos dando muerte
a varios españoles, nueve en total. A su paso, se apoderaban de los bienes que encontraban
poniendo en libertad a esclavos negros e indios de las haciendas que asaltaban. Cuando esta-
ban dispuestos a caer sobre un ingenio que albergaba más de ciento veinte esclavos, con los
que esperaban atacar la villa de Azua (República Dominicana), les salió al encuentro el es-
cuadrón que había organizado Diego Colón y otros propietarios. Seis africanos murieron y mu-
chos quedaron heridos. La ordenanza de Diego Colón, en 1522, determinó que los esclavos no
pudieran salir de las haciendas sin sus dueños o sin licencia, prohibió que pudieran reunirse en
el campo y que portaran armas o fueran desherrados. Hubo muchas más revueltas. Para evitar
la comunicación y la coordinación de movimientos, se restringió al máximo el número de es-
clavos que podían ser empleados como jornaleros alquilados en fincas rústicas ajenas a su
dueño. Todo sospechoso de haberse fugado podía ser capturado y entregado a la justicia, reci-
biendo el capturador una recompensa. Las Ordenanzas ordenaban severos castigos para los
esclavos que incumplían las normas o se ausentaran de la propiedad del dueño: cincuenta
azotes en el primer caso, amputación del pie si reincidían (el caso de Kunta Kinte, del cual se
hizo la serie televisiva “Raíces”, de Alex Haley) o si estaba ausente más de diez días, y la horca
si volvía a fugarse. En Cartagena de Indias y en la última década del siglo XVI se aprobó que al
negro ausente un mes y fuera capturado “se le corte el miembro genital colocándolo en una
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picota como ejemplo para negros y negras”. El “cuadrillero” fue el antecesor del “ranchador o
rancheador”, verdadero cazador de recompensas, que con su jauría de perros recorría las ran-
cherías, los poblados de bohíos, los palenques en las Antillas y en la mayor parte de Sudaméri-
ca, “combes” en Venezuela, que se instalaban en los bosques y montañas o que aprovechaban
las cuevas naturales. Los esclavos que se escapaban, los “cimarrones”, llegaron a constituir
verdaderos pueblos: uno de ellos fue San Lorenzo de Los Negros (actual Yanga), en el actual
estado de Veracruz (México) que tuvo que ser reconocido por el entonces virrey de Nueva
España: el marqués de Cerralbo. El cimarronaje se mantuvo y amplió a medida que la esclavi-
tud se hizo más masiva. El castigo previsto para el cimarrón varió con el tiempo: el cortar un
pie al negro fugitivo, dispuesta por el cabildo de Santo Domingo en 1522, fue confirmada por
el Consejo de Indias en 1547, pero este consideró que si no lo hacía su dueño o captor, tampo-
co era competencia del ejecutor del cabildo como estaba previsto, sino de la justicia ordinaria.
Al esclavo que se hubiera ausentado por cuatro días del servicio de su amo se le debía castigar
con cincuenta azotes en el rollo; al esclavo que hubiera sido aprendido a una legua de la ciu-
dad después de haberse ausentado más de ocho días se le darían cien azotes, colocándole
“una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo pesaba doce libras, y que descubiertamente
la llevase por dos meses”. Si se atrevía quitarse el grillete, debía sufrir 200 azotes y otros 200
más si era reincidente, llevando la calza durante cuatro meses. Si durante su ausencia había
andado con cimarrones, se añadían otros cien azotes.
Una real Cédula de Felipe II, en 1563, ofrecía a los padres de raza blanca la preferencia de
comprar a los hijos tenidos con esclavas ajenas, siempre que hubiesen sido puestos en venta y
tuvieran la intención de darles la libertad. Ser negro y esclavo era la misma cosa. Mujer africa-
na, implicaba esclava. La negritud, se convirtió en un recordatorio de la condición social origi-
naria, tenida por infame. En los siglos XVIII y XIX, los negros y mulatos libres en cuanto pasaron
a desempeñar funciones subsidiarias a la Corona, especialmente cuando formaron parte de los
regimientos de la milicia auxiliar, fueron conocidos con los nombres de “pardos” (por mulatos)
y “morenos” (por negros libres), o sencillamente “prietos”, denotativo del color muy oscuro,
por traducción del portugués, “preto”, negro. La cultura española del Renacimiento hizo un
esfuerzo enorme de legitimación intelectual de la esclavitud sobre bárbaros, infieles y negros.
Teólogos, canonistas y juristas rescataron los textos de Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás
para ilustrar que el sometimiento del esclavo era justo conforme al derecho natural, de gentes
y eclesiástico. Francisco de Vitoria, entre otras lumbreras, argumentó en los siglos XVI y XVII a
su favor. Los mismos argumentos que se sirvieron para para eximir de la esclavitud a los indios,
fueron utilizados para justificar el comercio y el sometimiento de los africanos, pues ninguno
de los tratadistas y escritores razonó hasta más tarde la inhumanidad de la esclavitud, su in-
compatibilidad con el derecho natural y el trasfondo bárbaro del derecho de gentes heredado.
El papa Pio II, en carta de 1462, equiparó la trata de negros a un crimen, pero no tuvo eco ni en
leyes ni en costumbres. Con anterioridad a estos notables, el debate ni se planteaba. La escla-
vitud era considerada un uso social admitido y sancionado por las leyes y doctrina cristiana,
desde las Sagradas Escrituras a San Pablo y Santo Tomás. La sociedad la aceptaba de buen
grado. En América era común entre hombres y mujeres ricos y entre gente sencilla, si podía
costeárselos. En la Península los tenían nobles y clérigos. Los “esclavos del Rey”, en La Habana,
en 1768, superan los 1.500, la mayoría para trabajos de fortificación de la ciudad. La Real
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Cédula de 1789 que concedió la libertad para trabajar con africanos preveía un impuesto de
dos pesos sobre los negros que no fueran destinados a trabajos en el campo.
Buque negrero de Nantes, Marie-Seraphine, a la altura de Cap-Français, puerto haitiano. Era un buque
transformado para el comercio de esclavos. Debajo, un cuadro manuscrito proporciona la lista, la edad,
el origen y el valor de compra de los esclavos embarcados.
Fase posterior a la abolición de la esclavitud, excepto en Cuba y Puerto Rico. Ilegal en toda
Europa (incluido en la Península Ibérica) y Norteamérica. En 1859, la población esclava de La
Habana se había reducido y no llegaba al 18%. En 1847, en la zona occidental de la isla de Cu-
ba, 7.453 dueños poseían 12.257 esclavos domésticos, el 75% mujeres; en la capital (área in-
tramuros) 1.892 dueños poseían 4.100 esclavos de este tipo, en los barrios extramuros, 2.043
dueños poseían 3.090 domésticos; en los barrios urbanos eran 574 dueños para 888 esclavos;
en los partidos rurales, 99 dueños para 121 esclavos. La proporción mengua a medida que se
abandona la centralidad urbana. Al cesar la trata (oficialmente) en Cuba, en 1867, los esclavos
urbanos descendieron rápidamente. En los primeros tiempos, es posible encontrar comercian-
tes sevillanos y dos breves períodos de administración directa por la Corona, las licencias y
asientos recayeron en firmas portuguesas, inglesas y, en dos momentos, holandesas. A los
españoles y criollos les quedó el mercado interior, las transacciones en cada uno de los domi-
nios y el mercado de compraventa posterior. Después de 1750, las cosas empezaron a cambiar
y en la última fase de los asientos hubo comerciantes y compañías de la Península y de Cuba
que pujaron por las contratas, justo cuando iba a reactivarse el tráfico transatlántico con des-
tino a las Antillas, Venezuela y el Río de la Plata, las regiones en el pasado menos desarrolladas
y que en los dos primeros casos despertaban a la economía de plantación. La Real Compañía
de La Habana y su director, Martín de Arístegui, pretendieron con escaso éxito reemplazar a
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los ingleses a partir de 1760. Aunque hubo otras contratas, el caso más sobresaliente fue el de
la Compañía Gaditana de Negros o Compañía General de Negros (ya comentada). Constituida
en 1765, con predominio de apellidos vascos: Miguel de Uriarte, Lorenzo de Aristegui, José
María Enrile, Francisco de Aguirre, Juan José de Goicoa y el marqués de Villareal de Purullena y
otros socios, que tuvo el privilegio de introducción de negros hasta 1779. Aguirre fue su direc-
tor. En la concesión (ya ilegal) se estipuló que el transporte debía efectuarse en barcos de ban-
dera española. La compañía estaba autorizada a llevar negros a Cartagena, Portobelo, Hondu-
ras, Campeche, Cuba, Santo Domingo, Trinidad, Cumaná, Santa Marta, Margarita y Puerto
Rico, donde se situaba la caja y el depósito central del asiento. En el comercio de la trata era
muy extraño encontrar aristócratas antiguos, en cambio, era muy fácil hallar negreros que
fueron ennoblecidos al estilo de los hombres de negocios de éxito, tanto mayor en este caso
cuando los beneficios acumulados permitían comprar el título y hacer olvidar el indigno origen
de sus fortunas. En 1789, fue declarado libre y, numerosos españoles y criollos se lanzaron en
los años siguientes a armar expediciones. En la etapa legal, durante tres décadas, entraron en
los puertos de la América hispana unos 342.000 esclavos, la inmensa mayoría en Cuba. A con-
tinuación llegaría el comercio clandestino y la discreción se hizo absoluta.
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Diferentes anuncios de venta de esclavos en periódicos cubanos.
En el siglo XIX los capitales invertidos en la trata eran hispano-cubanos, aunque hubo financia-
ción externa de casas de comercio y de bancas británicas y norteamericanas. Los capitales
insulares procedían del comercio y retornaban al comercio para ampliarlo y extenderlo al
préstamo. La refacción (gasto que ocasiona al propietario el sostenimiento de un ingenio o de
otra finca), el préstamo en efectivo y en mercancías, era garantizada con las cosechas futuras,
puesto que la legislación a fin de favorecer el fomento del azúcar, el Privilegio de Ingenios,
imposibilitaba el embargo por deudas de la tierra y esclavos, el activo principal e indispensa-
ble. Estuvo vigente entre 1595 y 1865, fue renunciable desde 1848 y desde 1852 finalizó para
los nuevos ingenios que se fundasen. La trata transatlántica se convirtió en una formidable
forma de capitalización. La participación en ella de los plantadores les permitía acceder a la
fuente de reposición de mano de obra y era un recurso auxiliar para proveerse de capitales al
colocar parte de la carga humana en el mercado. Se emplea el nombre de “negreros” para
designar a toda clase de sujetos dedicados al comercio de africanos: los primeros mercaderes
portugueses, llamados “tangosmaos” y “pomberos” que intercambiaban sus mercaderías por
negros capturados, el factor en la costa de África, llamado “mongo”, algunos de los cuales
ejercían un poder completo, similar al de los reyezuelos, el capitán (antiguo maestre de navío)
y la tripulación del barco, los consignatarios que ponen en venta la mercancía y, por último, el
armador, el comerciante que organiza y financia la expedición, sea para repartirse el armazón
o como negocio. Los comerciantes se asociaron con frecuencia a los capitanes de barco en sus
empresas a fin de interesarlos en el negocio y compartir riesgos. Cierto número de los inmi-
grantes llegados a Cuba para emprender una carrera mercantil, los más decididos, y después
de un corto aprendizaje, concluyeron que para amasar un capital había que dejar de lado los
escrúpulos, si los tenían, y tomar parte en el comercio de africanos. Este fenómeno comenzó a
finales del XVIII. Tomaba el relevo de otros inmigrantes, llegados cuatro y cinco décadas antes
como factores o “mongos” de las compañías que disfrutaban de la licencia de importación que
terminaron estableciéndose para gestionar depósitos de esclavos propios e iniciar la empresa
de fundar ingenios. El comercio ilegal de africanos entre Cuba y Puerto Rico solo pudo llevarse
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a término con la participación naviera y hasta financiera de ciudadanos norteamericanos radi-
cados en los estados del norte, que se preciaban de ser abolicionistas ¡Curiosa paradoja!
En 1817, España firmó con Gran Bretaña un acuerdo por el que se comprometía a poner fin en
sus dominios a tráfico tan inicuo. Los negreros buscaron entonces las vías para sortear la
prohibición y cerraron filas con la máxima autoridad insular que mejor se avenía a proteger la
introducción clandestina de africanos. El gobernador y capitán general Francisco Dionisio Vives
(1823-1832) fue el primero en comprenderlo y fue generosamente gratificado por ello (“vive
como Vives y vivirás bien”, fue un dicho de la época) (*). Otro célebre mongo fue el malagueño
Pedro Blanco, que ejerció de buscador de esclavos, de timonel y posteriormente de capitán de
barco negrero. Los ingleses lo consideraban “el más grande distribuidor de esclavos de la cos-
ta” y el “Rothschild de la trata”. Tenía crédito en las casas de banca de Londres, París y Estados
Unidos. Se retiró con una fortuna superior al millón de dólares (de aquella época). La complici-
dad de las autoridades españolas en este tráfico humano fue completa, prácticamente cons-
tante e imprescindible para que pudiera desarrollarse. Una prueba de esto es la historia de la
goleta “Amistad”, barco negrero español, sobre cuya historia, el director Steven Spielberg, en
1997, hizo una memorable película. El Parlamento británico se hizo eco en diversas ocasiones
de la implicación de la familia real española (Mª Cristina de Borbón e Isabel II fundamental-
mente) en la trata negrera y de la impunidad con la que se llevaban a cabo las operaciones de
descarga de negros africanos. En los años 1820 a 1840, los depósitos de esclavos cubanos se
encontraban en los puertos de La Habana y Matanzas, a la vista de todo el mundo. Las protes-
tas británicas se hicieron más insistentes después de la abolición de la esclavitud en sus colo-
nias, en 1834, por lo que los desembarcos si hicieron en lugares apartados de la costa cubana,
siendo luego los africanos conducidos al interior. Durante la etapa legal, en el siglo XVI, había
sido fomentada, protegida y regulada. En 1777 la Corona española compró a los portugueses
las islas de Fernando Po y las que se encuentran en la desembocadura del río Muni, con los
derechos sobre la costa, hoy Guinea Ecuatorial, para facilitar la instalación de factorías negre-
ras. Los ministros de Carlos III y Carlos IV alentaron que fueran utilizadas para incrementar el
suministro de africanos y reducir la dependencia de otros países. La explotación tendría lugar
en el siglo XIX, en la fase de la trata libre (pero ilegal) y por lo común clandestina. Después de
la prohibición del comercio transatlántico en 1820, la complicidad del Gobierno español se
hizo más necesaria. El susodicho Pedro Blanco fue quien alentó al Gobierno español de la pre-
sencia permanente de los ingleses en Fernando Poo, dispuestos a apropiarse de la posesión
para instalar la estación naval dedicada a la represión de la trata. El Gobierno envió un buque
de la Armada y comenzó la colonización de la isla. Así, a instancias de un “mongo” comenzó la
aventura colonial española en la región, sostenida hasta 1968. En Cuba y Puerto Rico la protec-
ción oficial fue más evidente, pues consistió en posibilitar los considerables desembarcos de
“bozales” y en impedir toda medida de fiscalización que pudiera demostrar su procedencia
ilegal. Con la excepción de tres capitanes generales (Valdés, Cañedo y Dulce), todos colabora-
ron al éxito de la empresa. Los sobornos comenzaron con Vives en 1824, siguieron con Ricafort
y el general Miguel Tacón, y Rosique instituyó la formula destinada a perdurar: por cada “pieza
de ébano” desembarcada estipuló el cobro de ½ onza de oro (8 pesos y 4 reales). En cuatro
años, de 1834 a 1838, percibió 450.000 pesos (equivalente a 3,6 millones de reales) en letras
sobre Paris y Londres (*). En esa oleada de peninsulares llegados de 1814 a 1833 se cuenta una
legión de catalanes, que casi todos se dedicaron a la trata, (*) destacando especialmente Josep
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Xifré nacido en Arenys de Mar, que acumuló experiencia en casi todos los sectores imagina-
bles: curtidor en La Habana, naviero, banquero en New York, fundador y presidente de la Caja
de Ahorros de Barcelona, promotor principal del paseo de Isabel II en Barcelona (llevan su
nombre los Portics d’en Xifre) y poseedor de una casa palacio en su localidad natal (*). Juan
Güell i Ferrer, nacido en Torredembarra, fue comerciante en Cuba e industrial en España, fun-
dador de la empresa textil algodonera El Vapor, y promotor de La Maquinista Terrestre, fun-
dador del Instituto Industrial de Cataluña y del Fomento de la Producción Nacional (Foment, la
patronal catalana), conde de Güell. La Gran Vía de las Cortes Catalanas, en Barcelona, lo re-
cuerda con un monumento (*). Los hermanos Manuel y Alejo Vidal Quadras, naturales de Sit-
ges e hijos de un comerciante establecido en Maracaibo, después emigrado a Cuba. Comer-
ciantes-banqueros en Santiago de Cuba, financiaron la trata y en 1849 poseían un cafetal con
cincuenta y un esclavos. De regreso a Barcelona, la Casa Vidal Quadras se convirtió en una
institución de banca hasta su absorción en 1912 por el Banco de Barcelona (*). El montañés
Antonio López y López, comerciante en Santiago de Cuba, naviero, negrero, dueño de cuatro
cafetales y cuatro ingenios adquiridos con la finalidad de vender los esclavos y revender las
fincas, fundador del Banco Hispano Colonial, de la Compañía Transatlántica y de la Compañía
de Tabacos de Filipinas, fue marqués de Comillas hasta el final de sus días (*). A Juan Manuel
Manzanedo, de Santoña, Isabel II lo hizo senador y marqués de Manzanedo. Alfonso XII lo
nombró duque de Santoña, con Grandeza, por su contribución económica a derribar la monar-
quía de Amadeo de Saboya. Su oscuro recuerdo como negrero lo recuerda Pérez Galdós en sus
Episodios Nacionales. (*). Manuel Pastor Fuentes, gaditano, coronel de Ingenieros retirado,
aseguró el cobro a los negreros de una cuota por cada negro introducido, que se encargaba de
trasladar a la reina madre Mª Cristina de Borbón. Isabel II lo hizo senador vitalicio y conde de
Bagaes (*). Antonio Parejo Cañedo, socio del anterior y de la familia real, era el agente perso-
nal en Cuba de la Reina Gobernadora (*). Otro gaditano, Joaquín Gómez que figuró después de
1820 en las filas liberales, amasó su fortuna en el comercio de africanos y asesoraba a las auto-
ridades insulares en contra de los constitucionales. Gozó de la protección de los sucesivos capi-
tanes generales de Cuba y recibió la gran cruz de Isabel la Católica, siendo el mayor negrero de
su época (*). Todos fueron seducidos por el comercio de esclavos, cuando ya era ilegal, co-
rrompiendo y sobornando a las autoridades: capitán general, comandante de Marina, subgo-
bernadores y alcaldes de distrito. El comercio ilegal de africanos se asemeja al moderno nar-
cotráfico, de armas, humano, etc. en el desarrollo de un negocio prohibido que se alimenta de
una demanda constante. Si los negreros que hicieron posible el comercio fueron encumbrados
a posiciones elevadas, admitidos en la buena sociedad de la época que sospechaba que no
quería saber, y distinguidos por la Corona, no por la huella de su riqueza se hacen más respe-
tables. De nada sirve afirmar, como es habitual, que eran personas de su tiempo, pues la ley, la
moral y la opinión condenaban en la mayoría de los países, España entre ellos, ese comercio
infame. La acumulación de capitales del comercio negrero en el siglo XIX sufragó e hizo pro-
ductivos los grandes ingenios azucareros en las Antillas. El trasvase de capitales a España, su-
puso una formidable inyección de liquidez y estuvo en la base de casas de banca, industrias,
ferrocarriles, navieras y transformaciones inmobiliarias. En el País Vasco existen historias simi-
lares, aunque el predominio absoluto de esta actividad corresponde a ciudadanos catalanes.
Los beneficios de la trata ilegal entre 1821 y 1867 han sido evaluados en 58 millones de dóla-
res (de aquella época), sobre un cálculo de 443.399 esclavos vendidos. Sin embargo, las esti-
maciones más fiables elevan el número de africanos transportados a una cifra que oscila entre
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los 500.000 y los 700.000, con lo que los beneficios pueden acercarse a los cien millones. El
precio pagado por un negro era de 50 pesos y su venta en Cuba era de 1.200 pesos. El margen
de beneficios de una sola aventura compensaba las pérdidas de hasta cinco capturas comple-
tas. La corrupción alentada por la trata negrera, principal alimento de venalidad del Estado
Español del siglo XIX, socavó los cimientos de la administración de Cuba y Puerto Rico.
En una entrevista concedida al periodista francés Gastón Routier, del periódico Le Journal, en
1896, el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, máximo dirigente
del Partido Conservador dijo: “Los negros en Cuba son libres; pueden contratar compromisos,
trabajar o no trabajar, y creo que la esclavitud era para ellos mucho mejor que esta libertad
que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados. Todos quienes
conocen a los negros os dirán que en Madagascar, en el Congo, como en Cuba son perezosos,
salvajes, inclinados a actuar mal, y que es preciso conducirlos con autoridad y firmeza para
obtener algo de ellos. Estos salvajes no tienen otro dueño que sus propios instintos y sus apeti-
tos primitivos”. Sin comentarios por parte de este articulista.
La importación de esclavos en los Estados Unidos fue prohibida en 1808. En ese país, sólo
podían ser considerados esclavos los nacidos de padres esclavos. La secuencia abolicionista en
las colonias españolas fue: Chile en 1823, Centroamérica en 1824, México en 1829, Uruguay en
1842, Ecuador, Colombia, Argentina, Perú y Venezuela en años consecutivos de 1851 a 1854,
Bolivia en 1861, Paraguay en 1869. Perú incluso reabrió el tráfico entre 1843 y 1847 y otros
países intentaron prorrogar al máximo la mano de obra cautiva extendiendo la mayoría de
edad para conservarlos. Hacia 1850 quedaban unos 70.000 esclavos africanos y descendientes
de africanos en el continente hispanoamericano. En el territorio peninsular la esclavitud se
abolió en 1837, en Puerto Rico subsistió hasta 1873 y en Cuba hasta 1880, aunque la trata en
la isla cesó en 1867.
Proclamación de la abolición de la esclavitud en USA.
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Para finalizar este artículo, cito las siguientes frases que quizá hagan pensar al lector: “La liber-
tad es aquella facultad que aumenta la utilidad de todas las demás facultades” (Immanuel
Kant). “Si la libertad significa algo, será sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que
no quieren oír” (George Orwell).
(*) LA ESCLAVITUD EN LAS ESPAÑAS, José Antonio Piqueras.