La Ley De los Caballos

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Novela

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  • MARIO BERMDEZ

    LA LEY DE LOS

    CABALLOS

    Novela histrica debidamente investigada

    www.alcorquid.com

  • Cualquier ocasin es propicia

    para declarar Casus Belli,

    con tal de que la patria se desangre

    se acreciente su miseria

    y se pierda su dignidad.

  • Se faculta de forma extraordinaria al Pre-sidente de la Repblica para prevenir y reprimir administrativamente los delitos y culpas en con-tra del Estado que afecten el orden pblico, pu-diendo imponer, segn el caso, las penas de con-finamiento, expulsin del territorio, prisin o prdida de derechos polticos por el tiempo que sea necesario...

    Ley 61 de 1.888

  • TABLA DE CONTENIDO

    CON ALEGRA AL INFIERNO _____________________________________________ 7

    Y DE LA GUERRA QU? _______________________________________________ 27

    LA DANZA DE LO GENERALES __________________________________________ 47

    LA PIRMIDE DE CALAVERAS __________________________________________ 71

    UNA CONSTITUCIN DE NGELES ______________________________________ 94

    ENTRE ALCANFORES Y MOCHUELOS __________________________________ 118

    CES LA HORRIBLE NOCHE __________________________________________ 137

    CON ESOS VECINOS PARA QU ENEMIGOS _____________________________ 164

    BAJO LA RAPIA DE LA IGNOMINIOSA _________________________________ 195

    GUILA IMPERIAL ___________________________________________________ 195

    LA COFRADA DE LOS TRAIDORES ____________________________________ 213

    DEL LITERATO AL TECNCRATA _____________________________________ 227

    LA SILLA VACA _____________________________________________________ 266

    LOS DOLOS TAMBIN MUEREN ______________________________________ 286

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    1.

    CON ALEGRA AL INFIERNO

    En la guerra no hay ni buenos ni malos, pues todos son horrendamente perversos

    El general Alcibades Castro se asom con cautela a la ventana y ob-serv detenidamente hacia la calle, que titilaba incierta bajo la inquieta noche de la ciudad. Entonces pudo ver cmo una sombra se acercaba sigilosa hacia la pared de su casa y pegaba un pasqun. Retorn con cier-to dejo de ansiedad hacia el interior de la habitacin, se acerc hacia el escritorio, abri la gaveta y sac una pistola. Descendi raudamente por las escaleras, desatranc el portn y sali a la calle. La noche continuaba imperturbable, apenas interrumpida por el ladrido lejano de los perros, que se disputaban entre s la posesin de sus vanos sueos. Las farolas escasamente iluminaban la noche con una luz mortecina que pareca el presagio ineludible y certero de la muerte.

    Otra vez la guerra! casi grit, hasta el punto que el eco de su voz se extendi por entre la inmensidad de la noche, entre los ladridos de los perros.

    El prximo 20 de octubre de los corrientes se declara la revolucin

    liberal en contra del gobierno conservador. Invitamos a todos los libera-les a que se sumen a la insubordinacin por la defensa de los derechos cohibidos al pueblo liberal. Con las armas obtendremos la victoria! Abajo la tirana goda! Viva la Repblica Liberal! Muerte a la dictadura conservadora! Viva la revolucin!

    El general Alcibades Castro desgarr el papel de la pared, lo embu-ruj entre las manos arrugadas por las interminables vicisitudes de la guerra.

    Otra guerra sin m se dijo.

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    Y era verdad. Se senta viejo y enfermo, frisando los setenta y cinco aos de edad, mientras que en sus espaldas pesaban las guerras eternas del siglo decimonnico. Era algo que vena en la sangre, como una herencia maldita, pero era algo por lo cual se tena que vivir o, simple-mente, morir bajo la ilusin del herosmo y la dignidad de partido. Y eran dos guerras que parecan no pertenecerle, la que infaustamente anunciaba aquel pasqun, y la guerra de 1895 de los liberales en contra del gobierno de don Miguel Antonio Caro. Haca apenas cuatro aos que haba terminado la ltima guerra, y en un tiempo casi incontable por la premura del infortunio, nuevamente, cuando las heridas no haban sa-nado, precisamente por eso, se anunciaba una guerra nueva o, mejor, la continuacin eterna de las guerras decimonnicas.

    Esta guerra ya no es ma dijo, y entr jadeante y encorvado a la

    casa. Adems, los liberales de verdad que no quieren representacin

    en el gobierno sino el poder total. Cunto los agobia Nez! Cunto les duele Encizo y La Tribuna!

    Adentro, el vetusto militar en uso de buen retiro, pero con el respeto legendario de las medallas obtenidas a base de los muertos en las gue-rras, se sent por un momento y con un plpito de misterio imagin, entonces, que no eran dos guerras diferentes, sino que era una guerra nica e imborrable, dolorosa y extensa, que llevaba diecisiete lustros de ignominia y perduracin.

    El general Alcibades Castro se sent en un silln, eran casi la una de la maana, y sin poder conciliar el sueo, intent mirar algunas hojas. Arrim otra lmpara para mejorar la intensidad de la luz elctrica, que despus de diez aos de haber llegado a la capital, todava era un lujo y una novedad.

    El mundo progresa rpidamente! se dijo, todava admirado por-que las velas de sebo eran reemplazadas por las bombillas de energa elctrica.

    Le pareci que era apenas ayer, cuando los generales Prspero Pinzn y Rafael Reyes fueron recibidos como hroes nacionales por el gobierno de don Miguel Antonio Caro. Los conservadores en el gobierno haban ganado una guerra veloz, de apenas sesenta das, en donde los resquemores de los liberales volvan a sufrir una derrota estruendosa a

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    manos del general Rafael Reyes en las batallas de La Tribuna y de Enci-zo; como testigos mudos, displicentes y ufanamente invadidos de triste-za, quedaban dos arcos triunfales de figuras anodinas que el gobierno haba hecho levantar en la ciudad para glorificar las victorias cimeras que haban conducido a una derrota vertiginosa de los liberales. Y pudo advertir que la guerra extensa y eterna no haba concluido aquella vez con la entrada triunfal de los generales conservadores, porque los gene-rales liberales Santos Acosta y Siervo Sarmiento, aunque haban acepta-do la derrota, no podan extinguir el maldito fuego que haba quedado en el rescoldo del odio y, de aadidura, el general Rafael Uribe conti-nuaba con la obsesin macabra de que los liberales podan recuperar lo perdido en la Regeneracin, y por eso se convirti en el ms vivo alenta-dor del conflicto desde su peridico El Autonomista, desde los recintos de la Cmara de Representantes y en contra del Directorio Liberal presi-dido por don Aquileo Parra.

    No era para menos, pues la noticia que anunciaba el pasqun que el incgnito haba pegado en la pared de su casa, era una verdad que todo el mundo saba y comentaba en las tiendas y ventorrillos, en los cafs y en el atrio de la catedral, en las calles y en los parques. Era una guerra anunciada, era la prolongacin de los enfrentamientos entre conservado-res y liberales que nunca terminaban para desgracia de una nacin de-sangrada sin piedad a consecuencia de los intereses partidistas sustenta-dos en las propiedades latifundistas y la ambicin del libre cambio co-mercial. Y todava le pareca tan reciente la guerra de 1885 en que los liberales radicales tambin haban sido derrotados en la Humareda y en el Salado, y en la que l haba obtenido el grado de general de manos del propio presidente Rafael Nez, un liberal independiente que haba destronado de forma implacable la Constitucin de Rionegro, la consti-tucin de los ngeles y la ms liberal de todas, haba buscado el apoyo de los conservadores y haba emprendido el retorno de la Regeneracin para volver al estado clerical en manos de una nueva constitucin que todo lo prohiba y que haba sido redactada por Miguel Antonio Caro, en compaa de otros ilustres gramticos, dndole poder de rey al presiden-te de la Repblica, siempre bajo la bendicin de los clrigos. As andaban las cosas, entre los rumores de concilibulos en contra del gobierno y, como si fuera poco, a la antesala de la guerra se sumaba la divisin de los conservadores entre Histricos y Nacionalistas quienes echaban el

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    pulso del poder, mientras los liberales en distintos sitios de la nacin escondan las armas debajo de la tierra y entre los establos, siempre pre-parando, o continuando, la guerra imposible. Solamente haba que espe-rar la orden del nuevo levantamiento revolucionario!

    As que mientras los liberales preparaban la guerra, los conservado-res, en su lucha intestina, se disputaban el poder; por eso, el general Alcibades Castro haba decidido apartarse de cualquier otra contienda, y consideraba que aquel menester era para los generales jvenes, de

    cuarenta a cincuenta aos. Lo que ms hubiera deseado don Miguel Antonio Caro era perpetuarse en el poder, pero las martingalas de su intencin haban fallado porque se haba retirado del poder para no in-habilitarse para las siguientes elecciones, nombrando al general Guiller-mo Quintero Caldern como su reemplazo para que terminara el perio-do presidencial, pero el viejo militar dio un giro inesperado e incom-prensible con algunos decretos que molestaron al seor Caro, motivo por el cual, el seor fillogo tuvo que retornar a la silla presidencial, per-dindose as la oportunidad de poderse presentar como candidato. Por eso para las elecciones de 1898 se presentaron tres duplas con el fin de escoger presidente y vicepresidente, en medio de un embrollo indesci-frable de la Constitucin de 1886. Inicialmente, don Miguel Antonio Caro se jug la baraja con Antonio Roldn, un eminente conservador nacionalista y con el general Sergio Camargo, un decidido radical, pero el Directorio Liberal no acept la inclusin de su militante en la dupla, perdiendo as una gran oportunidad para arreglar las cosas y evitar, muy probablemente, la guerra. Don Miguel Antonio Caro ya haba per-cibido que los antiguos liberales del radicalismo, ahora se alineaban del lado de los pacifistas, mientras los jvenes rojos propugnaban indcil-mente por la alternativa de la guerra. Definitivamente, los liberales de-seaban el poder completo para ellos sin que siquiera hubiese rastro de los conservadores por ah. Ante la improbacin del general Sergio Ca-margo por parte de los liberales, el seor Caro se la jug por don Pedro Antonio Molina y por don Olegario Rivera, pero el seor Molina co-menz a coquetear con los conservadores Histricos, asunto que dis-gust intensamente al literato del poder. Despus de una serie de com-ponendas, y como armando un rompecabezas descabellado e imposible de solo dos piezas, se barajaron los nombres de don Manuel Antonio Sanclemente, nacionalista, y de don Jos Manuel Marroqun, histrico,

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    mientras por el otro lado conservador, se presentaron como candidatos los generales Rafael Reyes y Guillermo Quintero Caldern, en represen-tacin pura de los Histricos y quienes, al final, torcieron la eleccin a favor de la dupla que el seor Caro apoyaba. La eleccin como candida-to del seor Marroqun, a pesar de ser Histrico, no se vio como peligro-sa ya que l no era un excelso poltico sino un destacado literato, lo que pona a los histricos dentro de la balanza electoral sin que esto repre-sentara riesgo para las toldas nacionalistas del seor Caro; adems, la dupla conformada as daba la sensacin de unidad conservadora ante los liberales. Por los liberales, y con muy poca opcin, pues no gobernaban desde 1878 y las puertas constitucionales estuvieran cerradas, se presen-taron como candidatos a la presidencia y vicepresidencia Miguel Samper y el general Focin Soto. El previsible triunfo, aunque pareciera desca-bellado, del doctor Sanclemente fue como haberle declarado la guerra a los liberales, quienes aguardaron que el anciano octogenario no pudiera

    posesionarse o que muriera en el transcurso de su viaje desde la pobla-cin Buga, de donde era oriundo y en donde estaba retirado de la lid poltica despus de haber ocupado importantes puestos en la rama judi-cial y en el gobierno nacional, hasta la capital. Por eso, y con alguna es-peranza, don Jos Manuel Marroqun, un noble criollo dedicado al Moro de la literatura, en su calidad de vicepresidente, se posesion y, asom-brosamente, en contra de los Nacionalistas, aunque era gramtico tam-bin era histrico,y al contrario de lo que todo el mundo pensaba, co-menz a gobernar sin atender estrictamente los postulados fundamenta-les de la Regeneracin, granjendose el malquerer de sus copartidarios; por eso, presa de angustia y presagiando una debacle conservadora, don Miguel Antonio Caro, presa del miedo, implor la presencia inmediata del doctor Sanclemente, quien haba sido su ministro de hacienda, en Bogot para que se posesionara como presidente constitucional. En me-dio de sus consuetudinarios achaques, el doctor Sanclemente lleg a la capital con el firme propsito de tomar posesin del solio de Bolvar, pero las mohatras del poder estaban lanzadas, porque en medio de un saboteo por parte de los conservadores histricos, mayora en el congre-so, el anciano presidente no pudo posesionarse ante el parlamento; sin embargo, con una argucia de viejo zorro, el doctor Sanclemente tom posesin de la presidencia ante la Corte Suprema de Justicia, de donde haba sido magistrado y cuyos integrantes fueron hasta la casa en que se

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    hospedaba a tomarle el juramento de rigor. Todo herva por aquel en-tonces, pues conatos de revuelta se presentaron en la calles de la ciudad apoyados por los conservadores histricos y por los liberales guerreris-tas, quienes no perdan oportunidad para atizar la hornilla del conflicto, esperanzados en que todo les fuera propicio para lanzarse a la descabe-llada y sangrienta aventura de la guerra sin fin. Afortunadamente, el vicepresidente Jos Manuel Marroqun se haba internado voluntaria-mente en su palacete hacindose el desentendido de los quehaceres del poder, y mostrando hasta su desplante a la corona presidencial, lo que influy definitivamente para que la situacin no llegara a impensados extremos, en donde cada uno tratara de pescar en ro revuelto.

    Pero, para colmo de males, los liberales tambin estaban divididos en dos facciones que se haban convertido en irreconciliables. Por un lado estaban los liberales pacifistas, encabezados por el ex presidente Aquileo Parra, el ltimo de los presidentes Radicales, Salvador Camacho y el general Sergio Camargo y, por el otro, estaban los liberales guerreristas, dirigidos por el general Rafael Uribe Uribe, quien posea el aliento, des-de la distancia etrea del Casanare, del general Gabriel Vargas Santos, el anciano liberal que tena sobre sus decrpitas espaldas la experiencia de la guerra desde haca ocho lustros atrs. La divisin se haba hecho rea-lidad en la convencin liberal de 1897 en donde los ltimos radicales, ahora pacifistas, concordaban en aceptar la Constitucin de 1886 a cam-bio de reformarla, hacer efectivo el descentralismo administrativo, pro-piciar la reforma electoral y modificar el Concordato con la Santa Sede, mientras los guerreristas solamente aceptaban un cambio total de la Car-ta Magna, retornando prcticamente a la constitucin de Rionegro, que le permitiera a los cachiporros tomarse el poder para ellos solitos, deste-rrando de todo lado a los godos. Por parte del gobierno conservador de la Regeneracin Nacionalista no se vea la ms mnima intencin de aceptar modificacin alguna a la constitucin, aunque los histricos en el congreso realizaban algunas reformas que se fueron abajo con la pose-sin del seor Sanclemente. El general Uribe era, en compaa de Luis A Robles, uno de los dos nicos representantes del liberalismo en el con-greso, porque la frmula electoral estaba diseada maestramente para asegurar, casi de forma exclusiva, la participacin de los conservadores en el parlamento. Las facciones en el poder sacaban a relucir las ms sofisticadas componendas para ganar de forma exclusiva en las eleccio-

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    nes de la funesta democracia, y quedarse ellos solos cabalgando sobre el potro gubernamental que pisoteaba a diestra y siniestra el honor de la patria. Ceder en algn postulado de la constitucin de 1986, era comen-zar a menoscabar la integridad de las ideas de Nez y de Caro; bastante experiencia haban adquirido cuando se cejaba o se concedan determi-nadas ventajas al contrincante, pues la experiencia demostraba que esto se converta en la soga para el propio cuello. Por esa serie de argumen-tos, el general Rafael Uribe se apartaba decididamente del directorio y promulgaba su tesis de hacer la revolucin en contra de los conservado-res sin tener que pasar por la vergenza de negociar algo, y con la espe-ranza de conquistar el poder de forma total, retornando inequvocamen-te al absolutismo de los liberales radicales. Uribe ya era reconocido por los liberales pacifistas y por los conservadores como una persona en-greda, dominante y poco reconciliable acerca de sus posturas, y quien haba optado por la obduracin de la guerra sin tener mayor experiencia

    como militar, aunque ya hubiera participado en las contiendas anterio-res; tanto es as, que el propio don Aquileo Parra lo seal de ambicioso y de oportunista.

    Ciertamente, los liberales guerreristas pensaban en un triunfo con-tundente y rpido a consecuencia de la divisin de los godos, y ms cuando haban encontrado ideas afines con los conservadores histricos, hasta el punto de llegar a pensar que stos no iban a participar a favor del gobierno debido a su oposicin en contra del seor Sanclemente; tambin se alentaron en la espantosa desorganizacin, improvisacin y dispersin del gobierno que estaba prcticamente en el auto exilio y que no pareca tener el control real del poder. Pero olvidaron que, al fin y al cabo, todos eran conservadores, y que en el momento definitivo se iban a coligar o, al menos, a permanecer neutrales, lo que significaba, en lti-mas, estar a favor del ejecutivo. Su presagio de victoria ante los conser-vadores se vea acrecentado y respaldado porque en Venezuela el liberal Cipriano Castro haba triunfado, y se vea all, si no un apoyo directo, un soporte de la causa revolucionaria. Los conservadores, por su parte, es-taban esperanzados en obtener una nueva victoria en contra de los libe-rales guerreristas, aprovechando la divisin entre ellos, la improvisacin y falta de recursos para la guerra y las medidas de fuerza econmicas a que haban sido sometidos con la intencin de desmedrarlos ante la in-minencia de la guerra que todos negaban, pero que se acercaba a pasos

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    agigantados. As que mientras los unos se procuraban armas a hurtadi-llas, los otros, preparaban la economa para la adquisicin del armamen-to, invocando la seguridad de la nacin y la modernizacin de los arse-nales. Las cartas estaban echadas mordazmente!

    El presidente Sanclemente ech rpidamente atrs las reformas hechas por Jos Manuel Marroqun, y de esta forma el coqueteo entre los liberales y el gobierno conservador sucumbi como avasallado por un cataclismo. El gobierno, decidido a parar la guerra por cualquier mtodo

    sin ceder en los postulados de la legalidad, nombr como ministro de guerra a don Jorge Holgun, quien muy habilidosamente someti a una estricta vigilancia al general Rafael Uribe y al general Jos Manuel Ruiz, de quienes se presuma seran los jefes del anunciado pronunciamiento. El general Rafael Uribe, sin recato alguno, diriga sus proclamas blicas desde las pginas endrinas de su peridico El Autonomista, y sacaba pecho ante las acusaciones que le hacan de querer realizar un pronun-ciamiento, que no se justificaba plenamente porque en lo fundamental, exceptuando la ley electoral por el cierre de las sesiones dilatorias, el congreso haba derogado la ley de la represin en contra de los vencidos, y haba levantado la censura de prensa. La tinta corra de un lado y del otro como el preludio del derramamiento de sangre! Ante las inobjeta-bles pruebas, el general Uribe Uribe fue detenido en una medida precau-telar en el Panptico, no sin antes cumplirse los procedimientos de rigor y de ley, mientras que los generales liberales Ruiz, Soler, Figueredo y Surez apenas quedaron en las estaciones de polica y se les liber rau-damente. Cuando se supo que el general Rafael Uribe estaba preso, in-mediatamente una turba enardecida de guerreristas sali a la calle a protestar y a tirar piedra, ensandose en contra del peridico La Crni-ca de corte liberal pacifista, acto que produjo la liberacin del conspira-dor, quien argument que jams estaba pensando en hacer una guerra, logrando de este modo salir a continuar fraguando la desastrosa aventu-ra blica. Debido a la experiencia de 1895, los odos secretos y los ojos avizores de los soplones mantenan a raya a quien quisiera parapetarse en alguna casa de la ciudad con el propsito de introducirse zainamente en los aposentos presidenciales, entonces vacos porque el anciano pre-sidente gobernaba fuera de Bogot, mientras jugaba a las cartas y con-funda a los generales vivos con los muertos. De forma inexplicable, el general Jorge Holgun fue removido de su cargo, pasando al ministerio

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    del tesoro y siendo remplazado por el general don Jos Santos, quien, bajo su propio arbitrio en esta historia de locura, fue el principal impul-sador primigenio de la guerra por parte de los conservadores, y un trai-dor solapado, que aprovechando la ausencia del gobierno en el puebleci-to de tierra caliente, se confabul, dicen que dicen, con el mismo general Rafael Uribe para desatar el conflicto de los imbciles y, a su vez, obtener l y su familia de manera secreta grandes beneficios a costillas de la san-gre fratricida.

    Los rumores de una gran revolucin liberal se hicieron ms contun-dentes, aunque todo el mundo, liberales y conservadores, lo negaban oficialmente, hasta el punto que el mismo general Rafael Uribe anunci que, en aras de la paz, se iba a reunir personalmente con el presidente Sanclemente en una cena de reconciliacin de ao nuevo para desmentir los insidiosos rumores que hablaban de la inminencia de la guerra. La reunin se haba planeado en la vecina poblacin de Anapoima, un pue-blecito de tierra templada y milagrosa en la provincia del Tequendama que los mdicos recomendaban a los ancianos para paliar sus achaques, y a donde el presidente haba ido a gobernar debido a su estado de sa-lud, dejando un juego de sellos de caucho con su firma en Bogot para signar toda suerte de decretos, que el Pjaro Carpintero, ministro de gobierno, utilizaba para hacerse realmente con el poder. Aquel esper-pento de la senectud, fue un espectculo grotesco en donde la mitad del gabinete gobernaba a sus anchas en la capital tomando nfulas de pe-queos emperadores, mientras la otra mitad acompaaba al vetusto presidente en el padecimiento de una demencia senil irreversible, pero que le daba al poder lejano los visos de una legalidad bien fingida.

    El general Rafael Uribe y el presidente Sanclemente cenaron aquel ao nuevo, pero nada importante se produjo para alejar el fantasma de la guerra, apenas unos comunicados dilatorios de una conversacin cor-dial entre personas que, por ningn motivo, iban a permitir que la gue-rra fuera a corroer nuevamente a la nacin. Los intentos de reconcilia-cin fueron minados sagazmente por las esferas de los conservadores nacionalistas, quienes a ultranza reclamaron del gobierno que prescin-diera de cualquier colaboracin liberal, por minscula que fuera, y que se consolidara la tan amada hegemona conservadora, pues cualquier paso atrs era traicionar la Regeneracin de Nez y de Caro. El anciano

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    presidente acept, sin entender plenamente lo funesto de la accin, la consolidacin de la hegemona, hasta el punto que el general Rafael Re-yes y don Jos Manuel Marroqun, histricos ellos, acordaron la unin y el apoyo al gobierno legtimo presidido por Jos Manuel Sanclemente. La suerte estaba echada!

    El 19 de febrero de 1889, realmente, los liberales guerreristas haban oficializado el compromiso de levantarse en armas en contra del gobier-no conservador, reconociendo que el restablecimiento de la Repblica

    Liberal no se obtendra sino por medio de las armas, y prometieron so-lemnemente hacer el levantamiento armado en contra del ejecutivo, re-afirmando que la revolucin comenzara en la fecha exacta en que el director del partido Liberal en el departamento de Santander, el mdico Pablo E. Villar, lo determinara. Adems, juraron cumplir estrictamente todas las rdenes emanadas de la Direccin Liberal del Departamento. A contra faz, el director del partido se comprometi a no dar la orden del levantamiento hasta no estar seguro de tenerse asegurado todos los re-cursos militares y econmicos por parte de los directores regionales. En este compromiso empeamos el honor militar y personal cada uno de los firmantes. La decisin estaba tomada, era irreversible y solamente haba que mantenerla soterrada en el espritu de la distraccin, el manoseo, la burla y el juego psicolgico de que a que te cojo, ratn, a que no, gato ladrn. Los honorables guerreros firmaron, sin que les temblara el pulso, el documento que los comprometa con la revolucin liberal. Adems, los liberales en el departamento de Santander ya haban signado un compromiso de neutralidad con los conservadores histricos para que, de ninguna manera, fueran a apoyar a los otros godos ni, mucho menos, fueran a participar directamente en la guerra, en caso de que sta se di-era. Era la escritura pblica con que un puado de crpulas iban a en-frentar a otro puado de crpulas, para sumir a la nacin en el consue-tudinario bao de sangre a que siempre ha vivido sometida desde que los espaoles y dems europeos de vil estirpe, con su ignominiosa cruz y su avasallante espada, sometieron, exterminaron y robaron el suelo de Amrica, que, para acabar de completar, tiene nombre de un italiano que quin sabe quin ser.

    Don Aquileo Parra sufri toda suerte de improperios por parte de sus copartidarios por el solo hecho de no desear la guerra, y ante el docu-

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    mento de Bucaramanga entre los generales liberales, no tuvo ms reme-dio que renunciar al Directorio Liberal Nacional, obligado por las atrabi-liarias circunstancias, no si antes indicar que los revolucionarios estaban a punto de cometer una calaverada. Y as fue, pues para completar el desastre patrio, el general Gabriel Vargas Santos, un anciano legendario con el estigma de la inmortalidad, que haba participado en las guerras desde 1860 hasta 1885, fue nombrado director del partido en reemplazo de don Aquileo Parra, quien decidi exilarse en una poblacin cercana con el nimo de no ver la calaverada que haba predicho. El golpe de

    estado por parte de los guerreristas capitaneados por el general Uribe, estaba dado al nombrarse al distante y anciano general que cuidaba sus caballos en los Llanos Orientales. Aquello era el colmo, pues al nombrar-se al canijo general como director del partido, y no a un idelogo civil, tcitamente se le estaba nombrando jefe militar del levantamiento arma-do. El general Vargas Santos nunca sali de sus feudos en las Salinas de

    Chita, sino hasta que la guerra estall. La reforma electoral, que permi-tiera la participacin de los liberales en mayor nmero, era uno de los subterfugios que los liberales guerreristas esgriman para realizar el le-vantamiento revolucionario. Ciertamente que la caldera de la guerra comenzaba a hervir propiciamente entre los dos partidos, liberal y con-servador, y los vientos de la guerra sacudan de manera inclemente el trapo rojo y el trapo azul salpicando sangre por toda la extensin inerme de la patria.

    El general Alcibades Castro cabeceaba sobre sus recuerdos, aquellas inslitas remembranzas de la guerra cotidiana, de la zozobra de la mal llamada paz, en donde todos de forma soterrada se preparaban, sin vaci-lacin alguna, para las vicisitudes del conflicto. Cansado y con ganas de ir a dormir, ech un ltimo vistazo por la ventana. Afuera, la noche se-gua incesante, y las sombras de las edificaciones parecan lnguidos y oscuros fantasmas que se levantaban inclementes sobre los designios del destino. Atrs se apreciaba con sublime imponencia una sombra ms grande, como si el mundo terminara con su desolacin all en donde se levantaban mustios y prehistricos los cerros tutelares de Monserrate y de Guadalupe.

    Al da siguiente, los corrillos de gente enfrente de los pasquines con los cuales haban empapelado la ciudad la noche anterior, fueron el pre-

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    ludio asombroso de la guerra anunciada, de la que todo el mundo saba de su inminencia pero la que todo el mundo negaba, como si hacerlo los apartara de la realidad inevitablemente. La verborrea barruntadora de la guerra se extendi por toda la capital como una terrible mancha negra, mientras ni los conservadores ni los liberales de la ciudad se atrevan siquiera a discutir, pues pareca mentira el anuncio, aunque todos saban en lo ms recndito de su ser que era un premonicin certera. El colmo de la indignacin se manifest cuando un grupo de fieles descubri que se haban robado las esmeraldas de la custodia de la parroquia de Nues-tra Seora de las Nieves, al norte de la ciudad, y que para hacer ms impo el sacrilegio, haba aparecido adherido un gran carteln en las paredes exteriores del templo anunciando la guerra. Y durante los das siguientes, la ciudad amaneca empapelada con los cartelones que pre-decan la guerra, mientras los obreros de la alcalda se dedicaban con resignacin a limpiar las paredes de los pasquines. Fue un juego extrao

    y duro, de tozudez por parte de los bandos, fue la guerra pionera de los pasquines, que en cambio de crear un trauma psicolgico, pareca un juego de nios al s y al no, en donde ninguno ganaba sino una batalla fugaz y momentnea.

    Pero el asombro no termin ah, con la guerra de los carteles, sino cuando, das despus, una marcha de alegres jovencitos liberales, con paoleta roja al cuello y cargando, cada uno, una enorme barjuleta de campaa, descendi por la Avenida Coln, bajo el repique de una mar-cha interpretada por una banda de guerra que los despeda como hroes de antelacin, y penetr estruendosamente a la Estacin del Ferrocarril en Sans Faon. Aquella vez, una verdadera multitud de jvenes liberales se embarc con jolgorio en los vagones de los trenes que iban al depar-tamento de Santander, donde se anunciaba, con toda seguridad, que la guerra iba a estallar. Y fue ridculo e inverosmil ver a los trenes del go-bierno adornados pintorescamente con las banderas de la oposicin libe-ral, repletos de adolescentes convencidos de las falsas bondades de la guerra, y que entonaban himnos al liberalismo y arengas despiadadas en contra del gobierno que los estaba trasladando con alegra al infierno. Nadie sala del asombro cuando supieron a travs de las lenguas, ms verdaderas que falsas, que era el mismo gobierno nacional con el patro-cinio descarado del Ministro de Guerra, Jos Santos, apodado don Pepe, quien haba costeado con el erario el traslado de los cachifos liberales al

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    sitio en donde iba a explotar el conflicto revolucionario. Ni siquiera el propio general Alcibades Castro pudo evitar la estupefaccin, cuando se enter que muchos jvenes, nios an, por decirlo estrictamente, que todava no podan entender claramente el asunto ese de de los partidos, viajaban a las lejanas tierras del departamento de Santander sin un cntimo en el bolsillo, y que ni siquiera hubo el ms mnimo intento por parte del gobierno para impedir la salida de los donceles combatientes, lo que demostraba que era cierto que se haba costeado el viaje con los fondos gubernamentales, y que exista una oscura complicidad y aquies-cencia por parte del ejecutivo en desorganizacin y medio acfalo.

    Necesitan tener a quien derrotar dijo el general Alcibades Castro

    . Don Pepe est convencido de que va a ganar rpidamente esta gue-rra, tal como se gan la de 1895, y llenarse as los bolsillos e inflar su ego de conservador guerrerista. Ojal fuera cierto!

    Verdaderamente, l no pudo entender cmo aquellos jovenzuelos, enceguecidos por un ideal sin conviccin, se marchaban ufanamente a tierras desconocidas para, lo ms seguro, combatir a favor de la idea difusa del partidismo liberal, sirviendo como base desgraciada de la pirmide de poder que los adalides rojos pensaban con empeo cons-truir para mantenerse ellos siempre en la cspide ignominiosa de la in-famia. En el rostro del general Alcibades Castro se vea la amargura lcida de tantos lustros sobre sus espaldas, y se dibujaba la sabia sereni-dad que daban los aos vividos durante una poca tortuosa, agitada e incontable que lo agobiaba como una maldicin de candentes reproches. En l prevaleca verdaderamente el sentimiento religioso y la moral a ultranza de la religin Catlica, que aunque era una carlanca, lo haca un convencido feliz de su actitud responsable ante la vida, por eso haba educado a sus dos hijos con paciencia y austeridad de profeta bblico que se asustaba ante la inminencia del pecado y la posibilidad de caer en el infierno por no cumplir con los sagrados preceptos.

    Antes que conservadores o liberales, somos cristianos practicantes

    les deca con ahnco a sus hijos. La salvacin divina no nos la da ningn partido, sino la Santa Religin Catlica, cumplida a cabalidad sin ceder un pice en la observacin de los mandamientos sagrados con estricta moralidad. Otra cosa es que los conservadores seamos fieles y que los liberales sean apstatas.

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    El general Alcibades Castro haba llegado a Bogot poco antes de comenzar la guerra de Los Supremos, buscando el comienzo de la gloria, y cuando era un mocetn con cara de nio que soaba con encontrar un mejor futuro en la capital. En las lejanas tierras del otrora Estado Sobe-rano del Cauca, haba sufrido el infortunio de su condicin humilde y del peonaje de su padre. Siendo apenas un muchacho volantn, decidi colarse de forma inconsulta en una de las expediciones que salan hacia la capital, sin la seguridad del destino cumplido, ganndose el sustento al ayudar en la movilizacin de los equipajes. Lo trajo una caravana de inmigrantes que llegaban del sur del pas a las alturas inmarcesibles de los Andes con el nimo de resurgir entre la niebla de una ciudad seorial y fantasmagrica, enclavada al lado de dos inmensos cerros sobre una explanada fantstica. La caravana del Arca de No, en la que lleg el general Alcibades Castro, fue una de las ms grandes de las que se ten-ga noticia, pues en un acto irreparable llegaron decenas de familias que

    podan costearse el capricho de la supuesta civilizacin, trayendo a sus esclavos, todos sus animales, los brtulos y trebejos, y todo cuanto ms pudieran echar entre los coches trashumantes, como si tuvieran la certe-za de que en la capital estuviera la entrada al paraso terrenal. Aquella gente, forasteros al fin y al cabo, y con esa duda de no saber si eran gra-nadinos, ecuatorianos o peruanos, pero que un raro impulso los lanzaba contra Bogot, se instal en el costado noreste en plena Plaza de Bolvar, en el corazn inerme de la nacin. Entonces, como siempre, era comn ver por el camino de Honda y Villeta, al occidente de la ciudad, llegar las caravanas de los seores trados en andas como prncipes orientales, acompaados de las finas mercancas extranjeras que remontaban en largas jornadas el Ro Grande de la Magdalena, de la multitud de hara-pientos y libertos que buscaban la gloria inalcanzable entre los paredo-nes arruinados de una ciudad en donde transcurra la historia del pas, pero que para s no tena ms recuerdos que los de un pasado difumina-do y un futuro incierto entre los ranchos malolientes, las alcantarillas pestilentes al aire libre, la delincuencia sorprendente de los ricos que se disfrazaban de pobres para cometer sus fechoras por un extrao e in-consulto placer, y la caterva de desarrapados y harapientos que acuchi-llaban por cualquier acto balad. A la capital, como en el resto de la na-cin, el progreso de la imponente civilizacin solamente llegaba muchos lustros despus disfrazado de luminosidades vanas que parecan una

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    burla imperdonable del destino cicatero. San Victorino era el sitio obli-gado a donde acudan los desplazados por el destino, los buscadores de fortuna, los militares que mitigaban su gloria o los leguleyos que partan desde lejanas provincias con el sueo de hacerse polticos y mandama-ses. Vista desde lejos, la ciudad con su gran cantidad de campanarios pareca un sitio apacible, pero por dentro bulla la historia irracional de la patria y lo ms oscuro de la situacin social. Los muertos apestaban en el anfiteatro del Hospital San Juan de Dios, y los quejidos vagabundos horadaban los sentidos encima de los corotos de la desidia. Incluso, cualquier loco arrastraba tranquilamente, ante la mirada imperturbable de los vecinos, algn cadver humano amarrado de los pies, mientras los gozques correteaban detrs husmeando inverosmilmente el equipaje de la muerte.

    Durante los primeros das de su incierta llegada, el general Alcibades Castro tuvo que deambular por las calles de la ciudad mendigando de puerta en puerta el pan diario, en un sitio en donde era prcticamente imposible morirse de fsica hambre, pero en donde reluca la miseria en todo su esplendor, hasta que estall la guerra en un acto que se convirti en su salvacin, porque, sin pensarlo dos veces, se alist en el ejrcito de desarrapados que el gobierno preparaba para defenderse de los rebeldes que se haban levantado en armas. En la guerra encontr su afinidad ideolgica con los conservadores, cuando los primeros hervores partidis-tas se cocan en el crisol de las desilusiones de las guerras decimonni-cas, que haban sembrado su estigma fratricida en el mismo momento en que el general Jos Mara Obando, en compaa del general Jos Hilario Lpez, se levant en contra de Bolvar, all en el Cauca, y derrot al en-tonces coronel Toms Cipriano de Mosquera. El general Bolvar haba instaurado una dictadura la cual azuzaba encaramado sobre las mesas mientras zapateaba fuertemente, como bailando flamenco, y esgrimien-do el sable en seal de poder y encantamiento, a la vez que los presentes lo vean ejecutar la danza ignominiosa del poder. Obando y Lpez tuvie-ron, luego, que capitular ante el general Jos Mara Crdova, el hroe que posteriormente se sublev en contra de El Libertador, se arm, se fue para Antioquia, se tom a Medelln y perdi su guerra de insubordi-nacin en la batalla del Santuario, para ser asesinado, luego de resultar herido y de refugiarse, por Ruperto Hand. En el momento supremo de la derrota, el general Crdova exclam: Si es imposible vencer, no es im-

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    posible morir. Los coroneles Obando y Lpez recibieron el armisticio de Juanamb por parte de Bolvar, y posteriormente lucharon juntos en contra de la dictadura del general venezolano Urdaneta, quien haba derrocado al presidente Joaqun Mosquera, hermano de Toms Cipriano. El general Urdaneta haba instaurado una sucinta dictadura con el ni-mo de llevarse todo el poder a Caracas, y de convertir a Colombia, La Gran, en Venezuela, La Gran. Ante la denodada oposicin de los grana-dinos de pura cepa, pues al fin y al cabo estaba en sus tierras, el general Urdaneta huy precipitadamente de Bogot al no encontrar apoyo mili-tar ni poltico alguno, y luego de haber acordado entregar el poder al general granadino Domingo Caicedo en la vecina poblacin de Apulo, cerca de Anapoima.

    Aquella guerra de 1840, llamada tambin de Los Conventos, fue para el general Alcibades Castro el encuentro con algo que se convirti en su manera de ser y de vivir, hasta que, finalmente, los achaques del cuerpo y la fatiga incesante de la lucha que apaciguaba su alma, lo sacaron de las batallas. Tena apenas quince aos, cuando se alist como infante y march a Tunja con el propsito de defender a la ciudad tomada por la revolucin. Nunca entendi bien lo que suceda, pero oy hablar de fi-guras legendarias y admiradas como el general Pedro Alcntara Herrn y el general Toms Cipriano de Mosquera, quienes haban acudido a luchar en contra del general Obando, en defensa del gobierno del doctor Jos Ignacio de Mrquez, un jurisconsulto descendiente del cacique Ra-miriqu. Con decisin inquebrantable, el general Mosquera acudi como ministro de guerra a ese conflicto para desquitarse de la afrenta que el general Obando le haba hecho en la guerra civil de 1828. Desde enton-ces eran enemigos irreconciliables, hasta el punto que se retaron a duelo en Bogot, pero, para infortunio de la nacin, ninguno de los dos se caus dao, retirndose dignamente escoltados por la cfila de amigos que haban presenciado el duelo en los alrededores de la recin cons-truida capilla del Cementerio Central, que tena el propsito de sepultar a los muertos ilustres, con tal de que no los siguieran enterrando en los templos, como si el propio Dios se incomodara de tener en su casa tanto bellaco mezclado con los hroes de la independencia que derramaron su sangre con amor y desinters, acto que no logr sembrar la buena semi-lla en la buena tierra. Despus de la derrota de la Guerra de los Supre-mos, el general Obando fue desterrado, regresando furtivamente al pas

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    para ponerse a las rdenes de su anterior enemigo, cuando en una nueva iluminacin del ingenio haba decidido, como sola hacerlo frecuente-mente, cambiar de opinin. Y saber que con el correr del tiempo, el gene-ral Mosquera terminara llorando la muerte del general Obando en una de las tantas guerras inventadas por Mascachochas, como apodaban al general caucano a raz de una herida de bala que sufri en la batalla de La Ladera, donde cay derrotado a manos del propio general Obando. La indignacin del general Mosquera fue tal porque los adversarios le cortaron medio bigote al general Obando, y lo enviaron afeitado como para burlarse del cadver y como para que nadie lo reconociera. A los contrincantes jams les bastaba la muerte de los adversarios sino que, convencidos de la existencia del ms all, les propiciaban los castigos ms denigrantes, los ahorcaban, los fusilaban con la desfachatez de la locura, los descuartizaban, los paseaban en procesiones macabras, colga-ban sus cabezas en las esquinas o las colocaban en una pica, con la espe-

    ranza de que la venganza infligida despus de muertos les hiciera mella en el infierno y an ms all. Aquella venganza post-mortem tambin era una vendeta en contra de los allegados del finado y un escarnio infa-lible en contra de los inocentes, hasta el punto de que satisfaca los ms bajos instintos humanos, realmente incomparables con los de las bestias que nos parecen ms salvajes, pero que de resultas son menos violentas, porque no asesinan por placer.

    Inexplicablemente, y en uno de esos arrebatos de locura que produce la infamia humana, el general Obando se levant en armas argumentado que lo haca como defensor de la religin de Cristo y se declaraba Su-premo Dictador. Haba escapado de prisin, y aprovechando el cierre por parte del gobierno de unos conventos con menos de ocho clrigos en Pasto, desenfund la espada para defender los intereses de los latifun-distas a nombre de la fe cristiana que no permite que se menoscaben los derechos adquiridos con el robo a sangre y fuego. Bueno, era el siglo XIX, cuando hasta la pasada de un moscardn era casus belli, y haba que buscar el menor pretexto para levantarse en armas en contra del gobierno, de tal suerte que los defensores de una causa, con tal de hacer la guerra, cambiaban de opinin rpidamente para aliarse con la causa prstina a la cual haban atacado inicialmente y as poder declarar el le-vantamiento. La guerra de Los Supremos no solamente fue un conflicto de malos patriotas sino de malos vecinos, porque el venezolano Francis-

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    co Carmona se tom a Santa Marta, no con en nimo de ayudar a Oban-do, sino con la intencin de sentar territorialidad y poder extender las fronteras de hecho. Tambin particip el ecuatoriano Flores, quien se puso del lado de los gobiernistas. El infante Alcibades Castro combati activamente en contra de la toma de Tunja realizada parte del coronel Juan Jos Reyes Patria, a la vez que otro coronel, Salvador Crdoba, se tomaba a Medelln. Aquellas guerra se extendi por toda la nacin, y cuando el gobierno estuvo en serios aprietos, acudieron en su ayuda los generales Herrn y Mosquera, volteando favorablemente la balanza a favor del mandato de don Jos Ignacio de Mrquez, hasta que en la bata-lla de la Chanca, el general Joaqun Mara Barriga venci al general Obando, quien tuvo que huir con su derrota a Per a travs de la Selva Amaznica. Mientras tanto, el general Herrn derrotaba en Ocaa a los rebeldes de Mompox, dirigindose, luego, a Santa Marta, desde donde en medio del jbilo inmortal proclam el triunfo contundente del go-

    bierno. Por otro lado, el general Mosquera, implacable y enloquecido por el fervor del triunfo, y despus de firmadas las capitulaciones, ordenaba el fusilamiento del coronel revolucionario Barriga y de seis prisioneros ms en Cartago. Posteriormente, los cadveres de los fusilados fueron ahorcados solemnemente entre toques de tambor a la sordina e impreca-ciones, en la Plaza Principal del pueblo. La primera guerra civil como tal, luego de la separacin de Venezuela y de Ecuador de la Repblica de Colombia, sucumba entre los embates de los vencedores y vencidos, despus de dos aos largos de lucha, pero quedaba el rescoldo consue-tudinario de una tierra sembrada de sangre que hara germinar, luego, la nueva semilla de la violencia con renovado mpetu.

    El infante Alcibades Castro ascendi a teniente por el mrito obteni-do en defensa de la ciudad de Tunja, y su culmen se vio representado en el momento en que el general Juan Jos Neira, combatiente de la guerra de independencia, defenda a Bogot del ataque de los rebeldes con la ayuda del generalsimo Jess Nazareno, quien por segunda vez se vea obligado a participar en las guerras patrias por culpa de los contendien-tes, y quien tena que luchar en contra del Supremo Dictador que lo estaba defendiendo a ultranza por haberse cerrado unos conventos. Fue la segunda vez en que la imagen de Jess Nazareno se paseaba en so-lemne procesin por las calles de la capital con el fin de invocar la pro-teccin de la ciudad, terminando entre la soldadesca nocturna en la Pla-

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    za de San Victorino en el papel de viga divino pero imperturbable. El general supremo, de origen santandereano, Manuel Gonzlez, intent tomarse a Bogot, pero fue detenido con su poderoso ejrcito revolucio-nario en Cajic en una batalla de seis das por el general Neira, quien recibi una herida grave. Sin embargo, el general Neira retorn triunfan-te a la capital, en donde fue coronado de laureles en la Plaza Mayor, en medio de una multitudinaria movilizacin y festejos de agradecimiento, al lado de figura triste y vapulada por la imaginacin humana de Jess Nazareno que retornaba a la catedral, despus de haber ganado una guerra en contra de su propio defensor, en donde ni siquiera movi un dedo, y donde el sufrimiento expresado en su rostro de yeso pintado de rosado, no era el dolor por la muerte fratricida de los intereses encontra-dos, sino porque la humanidad haba plasmado all toda la historia de su desventura, y en medio de su estupidez sanguinaria inventaba dioses para luego asesinarlos utilizando la ms inverosmil crueldad. Meses

    despus, en medio del dolor apesadumbrado de la gente, el general Nei-ra muri a consecuencia de la herida recibida en la guerra. El general Alcibades Castro, entonces teniente, estaba entre los integrantes del ejrcito disminuido pero triunfante del general Neira, y comparta en medio de su juventud la gloria del horror.

    El general Alcibades Castro comenz a entender las mezquindades de la guerra y de la poltica, las dos manos imprescindibles del monstruo del poder, y comenz a tomar partido por las ideas que se fundan en el crisol de la desgracia y el infortunio. Los generales Herrn y Mosquera, ms los bolivarianos de antigua data y algunos liberales que se conside-raban moderados, fundaron una organizacin a la que llamaron los Ca-sacas Negras, que result ser el preludio del partido conservador, pero en esta historia de infaustas contrariedades, el general Toms Cipriano de Mosquera, conservador primigenio, result siendo el ms radical de todos los liberales, no sin que antes, los conservadores, centralistas, feu-dalistas y clericales, promulgaran una constitucin federalista, que ms bien pareca obra de los opugnadores. Historias de locura y contradic-ciones tiene la poltica para poder humillar y matar!

    Despus de recibir las condecoraciones de la guerra y de ser ascen-dido a capitn, el general Alcibades Castro termin sintindose bogota-no realmente, pues uno no es de donde nace sino de donde se hace. Des-

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    de entonces, comenz a profesar su admiracin por las ideas conserva-dores, paradoja de su vida, debido a su estirpe humilde, de expsito, al contrario de los generales que se consideraban de estirpe real, de sangre noble europea, y que haban hecho de sus provincias un latifundio sin lmites en donde ejercan su autoridad omnmoda, viviendo como reye-zuelos, con una corte de sirvientes y un squito de esclavos que a la hora de las guerras eran sus soldados; tal fue el caso del general Toms Ci-priano de Mosquera y del general Jos Hilario Lpez. La vida del gene-ral Alcibades Castro comenzaba a cambiar por el ascenso rpido y las prebendas inusitadas que daban la guerra, y esa estrella del infortunio infantil se apagaba raudamente para dar paso al sol rojo y a la fortuna de la vida a costa de la guerra, el modo de vivir habitualmente el ser huma-no, y su dicha y gloria se acrecent cuando en una de las reuniones de festejo dadas por las seoritas de la sociedad, conoci a Matilde Urrutia, una jovencita encantadora que ocultaba la belleza entre los vestidos lar-

    gos y que perteneca a una de las ms prestantes familias de la ciudad. Entonces, por aquel tiempo, era una gran alegra emparentar a las mu-chachas con los hroes de la guerra, machos bravos y de casta, para preservar una generacin que tuviera hijos para la guerra. Nadie, en la familia Urrutia, repar en el origen humilde del general Alcibades Cas-tro, sino que se fijaron en sus condecoraciones de guerra y un ascenso rpido que prometa una carrera meterica y de inmensa altura en la vida del novel combatiente. Por algo ser ya todo un capitn!

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    2.

    Y DE LA GUERRA QU?

    El arma predilecta de la poltica es la traicin, pues ella asegura la guerra y la muerte.

    El general Alcibades Castro baj hasta la Plaza de San Victorino a comprar unas enjalmas con el fin enviarlas a su finca en San Cristbal, al lado del ro Fucha, cuando, frente a frente, se top con el general Rafael Uribe que iba acompaado de unos peones que llevaban su equipaje en una carroza halada por dos caballos. Se saludaron cordialmente y con-versaron por algunos instantes.

    Voy a entrevistarme con el general Vargas Santos le coment el general Uribe.

    El general Alcibades Castro no pudo ms que admirarse.

    Y de la guerra qu?

    Vaya, mi querido general Castro, son solamente los chismes los que matan. La gente comn est interesada en desprestigiarme con sus mal-sanos rumores, yo solamente quiero hablar con el general Vargas Santos sobre mi candidatura de 1900 al Senado, adems de presentarle mi salu-do, en compaa del seor general Ruiz, debido a su nombramiento co-mo jefe oficial del partido Liberal. La unidad del partido est prxima y se har realidad muy pronto.

    Me parece bien, general.

    Vea general Castro, aqu tengo mi pasaporte para salir de la ciu-dad, firmado por el seor ministro, don Jos Santos. Si me fuera a reali-zar cualquier pronunciamiento, cree usted que don Pepe me dara un

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    pasaporte? No, seor general Castro, la nica intencin nuestra es la de

    promover la paz dijo el general Rafael Uribe, mientras le enseaba el documento al general Alcibades Castro, con una actitud que lo justifica-ba sospechosamente.

    Pero usted va muy lejos, seor general Uribe. Salinas de Chita es en el confn del mundo.

    No es para tanto, mi querido general.

    Bueno, le deseo xitos.

    Gracias, seor general Castro.

    El general Rafael Uribe se despidi del general Alcibades Castro y al igual que los jvenes liberales, baj hasta la estacin del ferrocarril y se acomod en el tren que habra de llevarlo hasta las lejanas tierras. El general Alcibades Castro record que, aparte de los pasquines, se hab-an hecho pblicos los telegramas entre el general Rafael Uribe y el gene-ral Zenn Figueredo al general Pablo Emilio Villamizar en Bucaraman-ga, en donde se pedan explicaciones sobre el movimiento revoluciona-rio liberal que deba estallar el prximo 20 de octubre de 1899. Tambin record el anciano general el telegrama de respuesta del general Pablo Emilio Villamizar, tambin publicado en un carteln, en donde con des-fachatez se desmenta que hubiese tal intencin de hacer el levantamien-to revolucionario de los liberales guerreristas. La treta de los desmenti-dos era la forma de confirmar los hechos.

    En ese instante, cruz a su lado un conocido liberal quien le pregunt al general Alcibades Castro:

    Preparndose para la guerra, general?

    A lo que el anciano militar respondi con denodado nfasis:

    Yo como s tengo palabra, no ir a ninguna guerra, pues me consi-dero un general en uso de buen retiro, y eso s que es verdadero honor.

    Buen da, general.

    La situacin de guerra pareca ms caldeada que nunca, y el propio general Alcibades Castro dudaba de las intenciones expresadas por el general Rafael Uribe, hasta el punto que fue hasta el Ministerio de Gue-

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    rra a entrevistarse con don Pepe, y le manifest su inquietud por la in-tempestiva partida del general Uribe.

    Ya sabe, general, que no podemos hacer nada en contra suyo. Adems ha asegurado que no tiene intenciones de hacer la guerra. Re-cuerde lo que sucedi cuando fue detenido, eso exacerb los nimos hasta de los liberales pacifistas.

    Y de la guerra qu?

    Rumores infundados, general. As que no se preocupe, usted se-guir disfrutando de su retiro.

    Y as seguir, pues ya cumpl mi ciclo desde 1885.

    Pero usted es conservador.

    Claro, pero ni nacionalista ni histrico dijo el general Alcibades

    Castro Soy un conservador puro.

    Bien, seor general, interesante posicin.

    Pero seguimos en estado de sitio, doctor.

    Es mejor prevenir que curar. El gobierno no puede dormirse para despus echarse sobre sus espaldas el lastre de una derrota; la constitu-cin del 86 nos ha sido muy cara, y los liberales quieren terminar con ella

    como la Regeneracin termin con la constitucin de Rionegro se con-tradijo don Pepe.

    El general Alcibades Castro se despidi cordialmente del ministro de guerra y sali para su casa, aunque no se sinti plenamente seguro de las afirmaciones que le haba hecho don Pepe. Y aunque no se vieron las tropas a ojo pelado, se supo que se estaban haciendo reclutamientos forzados por parte del gobierno en las veredas de la capital y en los pue-blos vecinos, y que de Guasca, fortn conservador, comenzaron a llegar los voluntarios dispuestos a defender la legitimidad del gobierno de Sanclemente. Los movimientos previos de la guerra pululaban en las calles estrechas de la ciudad, confundidos entre las preocupaciones de los habitantes quienes a pesar de estar acostumbrados, no ocultaban su temor por lo que todos saban que se avecinaba irremediablemente.

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    Tiempo despus, y ante la sospechosa cadena de hechos por parte de don Jos Santos, tambin general, se rumore con insistencia que el ge-neral Uribe y don Pepe se haban unido secretamente para complotar en contra del gobierno, esperanzados, tanto el uno como el otro, en que los liberales eran los nicos capaces de instaurar la paz que no pudieron imponer con su constitucin de ngeles.

    A la entrada de la casa, el general Alcibades Castro se encontr con su hijo mayor, Pedro, y no pudo ocultar su preocupacin.

    La guerra va a estallar muy pronto, aunque todos lo niegan. Don Pepe dice que no pasar absolutamente nada, hijo.

    En Santander, padre?

    Es lo ms probable, recuerda que Santander es la cuna de los radi-cales y jams se han dado por vencidos aunque hayan capitulado. Mu-cho me temo que el general Uribe sali para all a dirigir la revuelta. Todo el mundo lo sabe paro nadie hace nada para evitarlo.

    l no ceja ni cejar en sus propsitos.

    Todo est preparado, en realidad los liberales guerreristas quieren la guerra y el gobierno tambin, por eso juntos la desmienten.

    Nadie evit la partida del tren con los jvenes liberales, como tam-poco nadie evit la partida del general Uribe a sabiendas de que va a

    hacer la guerra dijo Pedro Jos Castro Urrutia.

    De todas formas, la guerra me produce zozobra, aunque soy cons-ciente de que jams este absurdo conflicto ha terminado.

    Y en efecto, la revolucin liberal estall con tres das de anticipacin, el 17 de octubre de 1899 en la finca La Pea de la poblacin del Socorro en el departamento de Santander, que otra vez entraba como pionero de las guerras interminables. Era la media noche cuando el general Juan Francisco Gmez realiz el alzamiento por orden del doctor Pablo Emi-lio Villar. El general Gmez avanz con sus hombres, totalmente inex-pertos en la desgracia de la guerra, hasta la poblacin de San Gil, pero las tropas gobiernistas ya haban sido advertidas y avanzaban al encuen-tro temprano de los rebeldes. Al amanecer, los dos ejrcitos se enfrenta-ron y el general Gmez venci al capitn Sanmiguel, quien comandaba a

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    los oficialistas. La revolucin haba empezado con el pie derecho! Y el polvorn se fue acrecentando en medio de la ignominia aceptada furti-vamente por el gobierno senil y por los mpetus de los revolucionarios liberales. En Rquira se levant el general Ramn Neira y avanz inme-diatamente hacia Chiquinquir. En Nocaima, cerca de Bogot, la insu-rreccin la propici el general Zenn Figueredo, quien intent llegar hasta Anapoima con el propsito de apresar al presidente Sanclemente, mientras en Cchira, el pueblo ms conservador de Santander, el general Justo L. Durn arm a sus hombres con veinticinco fusiles y quinientos tiros. Increblemente, el general Durn acrecentaba su ejrcito con una serie de victorias rpidas en contra de los conservadores gobiernistas, hasta el punto de que en Ocaa les impuso un tratado de rendicin, y velozmente dominaba desde Matanza, a siete leguas de Bucaramanga, hasta el ocano Atlntico. En Pinchote, el alzamiento lo propici el gene-ral Benjamn Herrera, quien por medio de martingalas haba logrado

    comprar pertrechos de guerra a los gobiernistas y esconderlos debajo de tierra, mientras comerciaba con ganado y caballos con gente de Venezue-la. En Guateque, en el hermoso Valle de Tenza, all en el oriente de Bo-yac, los primeros disparos revolucionarios se efectuaron entre los mis-mos liberales, sin ninguna baja, por supuesto, pero con un inmenso jol-gorio por el estallido de la revolucin; acto seguido, los dos bandos, una vez reconocidos como amigos, decidieron bajar hasta el ro Snuba y subir hasta Guayat, un lindo pueblecito godo, a cazar a los conservado-res. Se quedaron a mitad de camino, porque Hermenegildo, un gigante que padeca idiocia, al mando de los guayatunos, los devolvi a punta de derrumbes de gigantescas piedras que los cachiporros guatecanos identificaron como caonazos. Se demostraba plenamente que todos se haban preparado soterradamente para la guerra, porque la deseaban, y el gobierno del doctor Sanclemente pensaba en la cabeza de don Pepe que el haber facilitado las cosas para que el conflicto estallara daba sus frutos, pues las primeras batallas fueron a favor de los gobiernistas, que al igual que los liberales, tenan los generales a caballo, mientras la sol-dadesca iba a pie, amarrados entre s para que no huyeran, armados de machetes, estacas y macanas. A su vez, los generales de la guerra se ali-mentaban excelentemente y se propiciaban los placeres ms extravagan-tes, mientras la peonada, que expona el cuero en la vanguardia y en la retaguardia, era emborrachada con aguardiente mezclado con plvora

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    para, dizque, acrecentar su bravura y desterrar el miedo. Don Pepe faci-lit de tal forma las cosas, hasta el punto de que dio la orden de despejar los caminos de Santander con el fin de permitir el paso de la revolucin. Cosa extraa, no?

    Cuando el presidente Sanclemente y su ministro de gobierno, don Jos Mara Palacio, el Pjaro Carpintero, supieron del levantamiento de los liberales, inmediatamente procedieron a emitir una serie de decretos para proteger la seguridad del estado, entre los que se destacaba el de la

    emisin forzada de cualquier cantidad de dinero que el gobierno solici-tara para atender los menesteres de la guerra. Adems, se dispuso de un comunicado telegrfico enviado a los ministros y gobernadores en don-de se sealaba que los liberales eran simplemente una pandilla de ma-landrines que se haban aliado con tropas extranjeras para mancillar el ya pateado honor de la patria. "Por informes fidedignos sbese que revo-lucin en Santander tendr su fuerte en invasin de extranjeros que vendrn a humillar la bandera nacional", se escriba en el telegrama. Aparte de lo anterior, se procedi a subir los precios de los principales artculos como la harina y la sal, con el fin de obtener ms dinero para atender al macabro propsito blico.

    La primera gran victoria del gobierno se dio por aquella casualidad de la fortuna, pues el 19 de octubre, los liberales atacaron a Barranquilla y se robaron los barcos Hrcules y Colombia, huyendo hasta que en Obispos, a orillas del Ro Grande de la Magdalena, fueron alcanzados y destrozados sin conmiseracin alguna por los conservadores. Enardeci-dos por el hurto victorioso de los dos barcos, los liberales haban cele-brado con un festn de borrachera hasta el punto de confundir el barco amigo Cristbal Coln con el barco enemigo Hrcules. El fuego de los liberales borrachos fue en contra de sus conmilitones y la debacle se hizo total, muriendo en el acto varios comandantes de la revolucin vctimas del fuego amigo y rematados por el fuego enemigo. El 28 de octubre se present una nueva batalla, la de Piedecuesta, en donde el gobierno sali victorioso con ochocientos hombres al mando del general Hernndez, a pesar de la superioridad numrica de los revolucionarios liberales que tenan mil quinientos combatientes capitaneados por los generales Gmez Pinzn y Albornoz. Posteriormente, el 5 de diciembre, el general

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    Zenn Figueredo cay en combate en la poblacin de Nocaima de donde era el jefe de la revolucin liberal.

    La debacle liberal se acrecent cuando en un acto irresponsable, el general Rafael Uribe Uribe fue nombrado comandante general de todas las tropas liberales de la revolucin. El general Uribe era, antes que todo, un doctor y no un militar o, mejor, un militar improvisado y aburguesa-do que no entenda de las estrategias verdaderas de la guerra, sino de la confabulacin poltica, granjendose hasta la desconfianza y el malque-

    rer de sus propios copartidarios por su personalidad engreda y altanera.

    Sin embargo, los liberales hicieron gala de una extraa actitud de re-cuperacin, y en la misma poblacin de Piedecuesta, en donde haban sufrido una derrota prstina, en una segunda batalla vencieron al ejrcito gobiernista, lo que inyect nuevos bros a todas las tropas rojas, pero tambin sembr de borrascas el futuro de la revolucin a raz del triunfo, pues la celebracin de un triunfo en la guerra se converta en el presagio de una derrota subsiguiente con la estela funesta que eso significaba.

    En un acto inexplicable, el general Uribe prefiri dirigirse hacia Buca-ramanga con el nimo de sitiarla, sin contar con que la ciudad estaba debidamente asegurada por las tropas gobiernistas que tenan pertre-chos superiores, estaban bien armadas y hacan gala de un nimo fresco y decidido. Los conservadores tendieron un cebo a las tropas liberales, porque simularon un ejrcito diezmado y desprevenido, mientras desde los tejados, desde las torres del templo, desde los balcones y detrs de las aspilleras, los francotiradores recibieron a punta de plomo a las tropas cachiporras que no esperaban semejante sorpresa. En Bucaramanga, las cuadrillas de la revolucin atacaron con toda fiereza y decisin, y aun-que hubo derroche de valor por parte de los dos bandos, la derrota fue inminente para los rojos, y en un combate que dur tres das, quedaron en el campo ms de un millar de revolucionarios muertos y cerca de cien conservadores, saliendo herido el propio general Uribe y varios otros jefes liberales. All cayeron, destrozados por las balas conservadoras, los alegres jvenes liberales que haban salido en tren pagado por el erario desde Bogot. El general Uribe, inslitamente, abandon a su propia suerte a la tropa en medio del fragor del combate, mientras se dedicaba a tertuliar y almorzar plcidamente con el seor Ruperto Serrano, en el momento en que sus hombres peleaban a la topa tolondra sin orienta-

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    cin alguna para proseguir o para retirarse, y reciban en sus cuerpos las balas disparadas, desde lo alto, por los francotiradores que parecan fantasmas salidos de la nada. En el momento definitivo, un capitn libe-ral fue enviado al centro de la ciudad, en donde se realizaban los ms enconados combates, a anunciar la retirada de los rojos que caan por el piso como muecos de trapo, cometiendo el grave error de emborrachar-se para llenarse de valor y as cumplir cabalmente con la misin enco-mendada, hasta el punto de que en el momento preciso en que se hallaba en medio de la gazapina, en cambio de ordenar la retirada, tal como se le haba encomendado que hiciera, el valor se le desbord tanto que, mien-tras rastrillaba el machete contra el suelo, entr a la batalla, profiriendo arengas en contra de los conservadores y alentando a sus copartidarios a continuar con la lucha que los estaba exterminando. A raz de la derrota liberal en Bucaramanga, los primeros agrietamientos en las relaciones entre el general Benjamn Herrera, que s era un buen militar, hombre

    prctico, sencillo y de estrategia, y el general Rafael Uribe, se dieron, pues ante tanta irresponsabilidad, se acus a Uribe de la estruendosa derrota, debido a su actitud pusilnime e irresponsable, sin que nadie pudiera explicar qu haban ido a hacer all los liberales, en cambio de haber avanzado hacia Bogot, que era a donde verdaderamente deban llegar si queran ganar la guerra.

    En un xodo interminable, invadido por la tristeza de la derrota, los liberales se replegaron hacia Ccuta con el fin de refugiarse cerca de la frontera y, a su vez, estar ms cerca de la proteccin del dictador venezo-lano, tambin liberal, Cipriano Castro. Durante la travesa de los ejrcitos liberales derrotados se plante la pregunta intrnseca sobre si el general Uribe deba seguir siendo el comandante general, a pesar de la derrota de Bucaramanga, que le achacaban directamente, o si deba relevarse y nombrar al general Benjamn Herrera. El general Uribe, ms astuto y poltico, con el veneno de la serpiente, logr quedarse con el cargo que no mereca, y los enfrentamientos verbales, y hasta las escaramuzas en-tre los hombres de Uribe y de Herrera no dieron al traste con las preten-siones de El Autonomista, porque el general Herrera antepuso el inters general de la revolucin a su inters personal. Mil quinientos hombres del general Benjamn Herrera, setecientos del general Justo L. Durn y mil cuatrocientos del general Rafael Uribe, emprendieron la procesin de la derrota, llenos de tristeza y sufriendo atroces penurias, hacia la fronte-

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    riza ciudad de San Jos de Ccuta, esperanzados en rearmarse, reacon-dicionarse y recibir el apoyo del gobierno venezolano, y, por si acaso, estar listos para huir al pas vecino en caso de que los conservadores se decidieran a perseguirlos, asunto que, extraamente, no sucedi, per-dindose as la oportunidad los azules de liquidar la guerra a su favor. Los dos bandos parecan estar empecinados en no ganar la guerra de forma inmediata, dilatando las escaramuzas de forma inexplicable y sospechosa.

    En Bogot, las noticias oficiales de la guerra eran fragmentarias, mientras los rumores corran como ros de lava en todos los mentideros. El gobierno haba hecho cortar los cables del telgrafo para mantener incomunicados a los revolucionarios, y de manera forzada realizaba el reclutamiento de los desarrapados que en una ceremonia de emergencia fueron graduados, sin siquiera conocer un arma, como infantes en la Plaza de Bolvar. Los revolucionarios tambin cercenaban las lneas ca-blegrficas para interrumpir la comunicacin y no ser descubiertos ni develados sus planes. Sin el festn de la despedida de los jvenes libera-les, los reclutas, cazados oficialmente, marcharon tristemente al infierno de la guerra sin siquiera enorgullecerse de ser hroes anodinos. En los campos y poblaciones, los muchachitos que todava se orinaban en la cama, se escondan como animales asustados porque si no eran los go-biernistas quienes los cazaban, eran los revolucionarios quienes los se-cuestraban para involucrarlos irremediablemente en la guerra que no era suya, sino de los poderosos.

    El general Alcibades Castro permaneca postrado en el balcn de su casa, sin hablar con nadie, imaginando que estaba en su guerra, creyen-do que todava combata en la beligerancia de siempre a la que no haba podido renunciar en la imaginacin de su mente senil. Vea marchar apresuradamente a los batallones enviados a los campos de batalla, ob-servaba a los rapazuelos cargando pesados fusiles ms grandes que ellos, con la cara triste y embadurnada de holln, uniformados con trajes a rayas que las seoritas Orduz, las hijas de doa Bernarda, confecciona-ban en su taller. S, los soldaditos salan uniformados de la capital, por-que el gobierno deseaba mostrar el podero y la organizacin de sus fuerzas en la guerra que hasta ahora iba ganando de manera implacable. Toda aquella historia de vejacin se repeta, y aunque el viejo general

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    retirado ni siquiera apoyaba al gobierno, senta participar en el conflicto decimonnico, que ahora arda en un volcn troglodita. Los ejrcitos regulares, tanto revolucionarios como gobiernistas, tenan la costumbre de colocar como carne de can a los jovencitos secuestrados para la guerra, asunto que pona a prueba a los bandos, desgastndolos, y en el momento definitivo, especialmente por parte de los oficialistas que s tenan mayores recursos, entraban los batallones con los hombres ms avezados y mejor armados para propinar el golpe final, casi siempre con la certeza de la victoria.

    El general Alcibades Castro se cas con la seorita Matilde Urrutia y de inmediato se fueron a vivir en la casa de la Plaza de Bolvar, hubieran querido hacerlo en el Palomar del Prncipe, pero la Plaza Mayor era el sitio ideal para estar al tanto de toda la realidad nacional, y aunque sus alrededores parecan un bazar persa, era el sitio ideal para sentir los plpitos del acontecer poltico de la nacin. Permanecieron felices, dedi-cados al hogar y a cuidar al primognito, hasta que el nuevo anuncio de la guerra lleg. Despus de la Revolucin de los Supremos, fue elegido presidente el general Pedro Alcntara Herrn, luego de cumplido el periodo del doctor Jos Ignacio de Mrquez; este fue el justo reconoci-miento al apoyo que ofreci al gobierno durante la guerra de Los Con-ventos. El presidente Herrn promulg la constitucin de 1843 de corte conservador, en donde se aboli el Consejo de Estado, se aumentaron los poderes presidenciales y se suprimi el poder de las asambleas de las provincias. Se asesor para la redaccin de la nueva constitucin de don Mariano Ospina Rodrguez, Rodn, uno de los conspiradores en contra de El Libertador en la noche septembrina, y quien como ministro de instruccin pblica impuso a Jaime Balmes a cambio de los libros del liberal ingls Jeremas Bentham, cre la polica escolar para controlar la disciplina de los estudiantes y prohibi el trabajo de los alumnos. Duran-te el gobierno del general Herrn, regresaron los jesuitas al pas. A pesar de la calma chicha de esos tiempos, recordaba el general Alcibades Cas-tro, ya comenzaba a hervir nuevamente el caldero en donde se cocinaba una nueva guerra, lenta, lenta y pausadamente, porque el partido con-servador y el partido liberal comenzaban a tomar forma de pequeos monstruos dispuestos a destazarse sin conmiseracin alguna, llenando de miseria de ruinas a la patria. Los conservadores atraan para sus huestes a los grandes terratenientes, al clero, apoyaban un estado teocr-

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    tico basado en las buenas costumbres y la moral cristiana, propendan por la cultura hispnica, desconocan cualquier otra lengua que no fuera el castellano e inculcaban a sus sometidos, campesinos e indgenas, para que fueran conservadores a cambio de no ganarse el infierno en el ms all. Mientras tanto, lo liberales eran comerciantes amigos del libre cam-bio, artesanos que apoyaban la llamada economa de mercado, y atraan a los esclavos predicndoles su propia liberacin. Los liberales luchaban por la libertad de palabra y de opinin, defendan, para horror de los clrigos y de los conservadores, la libertad de culto y luchaban para que el Estado y la Iglesia fueran independientes el uno de la otra. Los inter-eses de los grupos liberales crearon la primera divisin del partido hacia 1850, cuando se separaron entre comerciantes, llamados Glgotas, ami-gos del libre cambio, y artesanos, denominados Draconianos, que desea-ban la proteccin con el fin de hacer crecer la economa, y aquella divi-sin, como la de los liberales y los conservadores, respectivamente, antes

    de la revolucin de 1889, fue el preludio de una nueva guerra.

    En el carrusel de los premios a los generales victoriosos en la Guerra de los Supremos, el turno como presidente le toc al general Mascacho-chas, un payans dueo de medio sur, por no decir que de todo el depar-tamento del Cauca, alfrez de Bolvar, descendiente de la nobleza espa-ola, segn l, y quien se deca conservador de pura cepa, tena motivos suficientes para serlo, pero como todo presidente hace lo contrario de lo que como candidato promete, el presidente Mosquera fue un gobernante progresista de medidas liberales. Durante su primer gobierno se impuls la navegacin por el Ro Grande de la Magdalena y, es justo reconocerlo, se realizaron importantes obras que contribuyeron al progreso del pas, y las ansias de hacer la guerra se dilataron durante su gobierno, dis-frutndose de esa paz absurda que a hurtadillas se preparaba para un nuevo conflicto de forma continua.

    El cocimiento de la nueva guerra sigui hirviendo en el caldero, y la eleccin del general Jos Hilario Lpez, el amigo del general Obando, se convirti en la primera escaramuza poltica que dio paso al nuevo con-flicto. La eleccin estuvo marcada por la intimidacin, porque los dipu-tados electores amigos del general Lpez entraron armados de sendos facones al convento de Santo Domingo con el fin de imponer por las amenazas solapadas a su candidato, levantando las chaquetas y ense-

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    ando el destello matrero de los puales. Despus de varias elecciones empatadas, don Mariano Ospina Prez, entonces diputado, anunci a voz de cuello que a pesar de ser conservador daba su voto por el general Jos Hilario Lpez para que no se asesinaran a los electores. El voto de don Mariano desempat la eleccin a favor del general Lpez, pero sent un viso de ilegalidad, con lo que Rodn se acarre definitivamente la enemistad de los liberales de toda calaa, asunto que vio bien retribuido en su contra en 1860.

    El presidente Lpez se desband en medidas liberales, pues suprimi los impuestos de corte colonial, aboli el diezmo, quit el estanco del tabaco y derog algunos impuestos provinciales. Ahora el horror de aquellas inverosmiles medidas la padecan los plidos conservadores. En 1851, para mayor horror de los terratenientes godos, aboli la esclavi-tud, propici la reforma agraria al eliminar los ejidos y los resguardos, con el fin de facilitar la explotacin de las tierras. Se legaliz el libre cambio a favor de los comerciantes y terratenientes, y en contra de la Iglesia tom las ms drsticas medidas que se puedan recordar, como la supresin del fuero eclesistico, se propici la eleccin popular, como en un carnaval, de los prrocos, expuls nuevamente a los jesuitas, quienes iban y venan en medio de los avatares de la guerra, desterr a cuanto obispo pudo y, dando el ms rudo golpe a la tradicin religiosa de la nacin, separ la Iglesia del Estado. En el aspecto econmico, durante su gobierno se export oro, tabaco y quina. Pero el colmo de aquella histo-ria de fbula, lleg cuando en el transcurrir de su mandato, en Bogot, los ricos, que eran en su gran mayora conservadores, se disfrazaron de pordioseros y de rolos para cometer los ms atroces actos delictivos, prctica que se extendi a toda la nacin sin que nadie atinara a poner remedio a semejante extravagancia, que era un arma soterradamente desconcertante de los poderosos en contra del gobierno del general Lpez.

    El general Alcibades Castro record uno de los sucesos ms afama-dos durante la poca de la violencia de los ricos disfrazados de pobres, y cuando las bandas de encapuchados asaltaban, pistola en mano, las casas de Bogot. Una de las bandas ms reconocidas fue la del doctor Russi, un eminente ciudadano que, segn dijeron, durante la noche se dedicaba al delito en compaa de sus secuaces. Sin entenderse plenamente, un

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    integrante de la supuesta banda, de apellido Ferro, fue herido a cuchilla-das y antes de morir delat al doctor Russi y a otros prestigiosos ciuda-danos como sus asesinos, denunciando la existencia de la peligrosa pan-dilla de maleantes comandada por ellos. El propio doctor Russi, en com-paa de Nicols Castillo, Vicente Alarcn y Gregorio Carranza, fueron detenidos, enjuiciados, puestos en capilla y fusilados mientras vestan tnicas blancas. Entonces, el proceso del fusilamiento era una verdadera ceremonia de impresionante solemnidad, otorgndose a los condenados el derecho a pedir perdn ante Dios, enfrente de una cantidad alarmante de figuras religiosas. La capilla, que no era ningn recinto sagrado, era una celda especial que estaba a pocos pasos de la esquina noreste de la Plaza de Bolvar, la cual pintaban de cal porque despus de ser desocu-pada por los condenados a muerte, quedaban escritas en las paredes las desdichas, contumelias y acusaciones de los reos, las despedidas de esta vida a los seres queridos y hasta hermosas cartas de amor. En el momen-

    to definitivo, cuando los reos eran conducidos al cadalso, se armaba un solemne cortejo fnebre y se escuchaban tres dobles de campanas desde las torres de la catedral. Un desfile de soldados avanzaba protegiendo a los condenados, uniformados con sus trajes de gala y avanzando en me-dio de la marcha con las espadas desenfundadas. A la cabeza del cortejo iba la imagen del Cristo de los Mrtires, acompaado por varios aclitos que portaban un farol encendido en sus inocentes y traviesas manos. Detrs de los monaguillos, iban algunos frailes franciscanos que canta-ban a todo pulmn y con inmensa ternura el oficio de los difuntos.

    El doctor Russi sufra, dentro de la capilla, de accesos terribles de pnico, trepndose sobre las bancas de madera y queriendo escapar ate-rrorizado por la ventana protegida por gruesos barrotes de hierro. Un compaero de condena, un tal Rodrguez, tom las cosas con mayor calma y mataba sus ltimos das jugando a las cartas en solitario, mien-tras que renegaba de la fe cristiana hasta el punto de que no recibi la confesin en el momento en que los clrigos asistan para impartir la absolucin de la otra vida y aplicar los santos leos, pero en el momento inminente, Rodrguez cay como abatido por un rayo a los pies de uno de los clrigos confesores, que ya alcanzaba la puerta de la capilla, y dej salir todo el torrente represado ante la proximidad de la muerte, implo-rando, a la vez, el perdn humano en la Tierra para disfrutarlo, a pesar de los pecados, en el Cielo.

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    Como buena dama, cumplidora de las obras de caridad, la seora Dorotea Durn, esposa del presidente, general Jos Hilario Lpez, les prepar un suculento almuerzo de despedida de esta vida a los insatisfe-chos reos, los consol y tuvo la bondad de mandarlos saciados al otro mundo. Tiempo despus, Andrs Caicedo Bastidas, bajo la gravedad del juramento, asegur que haba visto, vivito y coleando, en La Alhambra, Espaa, al doctor Jos Raimundo Russi, un ao despus del fusilamien-to, asunto que no poda ser tan descabellado, porque los reos eran con-ducidos al paredn envueltos en tnicas blancas con manchas rojas y cubiertos la cabeza por sendos capirotes, que no permitan constatar la identidad real del condenado, a lo que muchos aducan que los conde-nados eran cambiados por otros, mientras por las alicantinas judiciales y del poder, el verdadero reo quedaba libre con tal de que huyera lejos y ocultara de por vida su verdadera identidad. Y como en todos los suce-sos funestos, se tejen toda suerte de intrigas, historias, historietas, menti-

    ras y mentirotas, un individuo, en Tocaima, declar que l haba sido el verdadero asesino de Ferro, y que el doctor Russi haba sido vctima de un espantoso montaje poltico para sacarlo del camino a consecuencia de intereses endrinos que nadie pudo desenredar al final del cuento. Lo cierto fue que no hubo nada verdadero. Sorpresas te da la vida!

    Y en la ciudad se vivieron historias tan increbles pero tan ciertas, como la del carcelero que sacaba a los prisioneros ms temibles durante la noche, armaban pandillas de asaltantes, robaban en las casas, y, juicio-samente, regresaban a compartir el botn con el alcaide, y sin el menor deseo de fugarse porque aquel se haba convertido en un opulento nego-cio, adems de muy seguro. Cuando se presentaba la denuncia, porque en la ciudad todos se conocan, el inspector echaba por tierra los argu-mentos.

    Eso es imposible, Pepe Carranza est preso.

    Le juro que yo lo vi, fue l quien me rob.

    Mejor cllese porque lo puedo echar a la crcel por calumnia y fal-so testimonio. Pepe Carranza est preso!

    As que a raz de la expulsin de los jesuitas, el general Alcibades Castro, en 1851, sali presto hacia la poblacin de Guasca en defensa de la religin catlica, pisoteada y mancillada por la ignominia del general

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    Jos Hilario Lpez. Inmediatamente se puso a rdenes de Pastor Ospina, hermano de don Mariano, y quien era el jefe poltico y militar de la po-blacin, de donde los Ospina eran oriundos y tenan su fortn poltico, econmico y militar. El levantamiento surgi en Pasto encabezado por los coroneles conservadores Julio Arboleda y Manuel Ibez, y se exten-di rpidamente a las provincias de Medelln, Crdoba, Cauca, Mariqui-ta, Antioquia, Tunja, Pamplona y Bogot. Los revolucionarios conserva-dores, defensores de la fe, fueron vencidos en las batallas de Buesaco, Rionegro, Garrapata y Pajarito en apenas tres meses de combates, sin obtener el favor de Jess Nazareno El general Alcibades Castro, enton-ces capitn, particip en el intento de toma a Bogot desde el cerro de Guadalupe, pero los conservadores de Pastor Ospina fueron derrotados, y el general Alcibades Castro hecho prisionero y conducido a la guarni-cin del Parque Santander, en donde estaban los cuarteles generales.

    Las cosas por la mitad del Siglo XIX iban ms mal que de costumbre en la capital, porque aparte del peculiar sistema de protesta de los ricos en contra del gobierno del presidente Lpez, la ciudad era una perfecta porqueriza en donde ni siquiera los remanentes de la civilizacin haban llegado. Las calles eran entierradas y verdaderas sentinas, en donde la hierba creca de forma agreste, y los animales, especialmente los burros y las mulas, se ataban a los rboles o a los postes mientras se ciscaban en contra de la barbarie del mundo humano. La vida en comunidad entre la gente del populacho se daba en los chorros en donde se recoga el agua, armndose a veces tremendas furruscas y despotricndose en contra de todo el mundo, durante los das de mercado en la Plaza Mayor, que era el viernes, en las chicheras, en las tiendas de San Victorino y en los ven-torrillos, mientras la clase alta, la misma que haba terminado disfrazn-dose de pobre, realizaba reuniones sociales en los bailes de gala, toma-ban el chocolate con deliciosas colaciones a la media tarde, asistan a las funciones de oropel en el Teatro de Coln y disfrutaban las primeras competencias deportivas que se practicaban en la ciudad. Los deportes que hoy da nos parecen cosa de los pobres, como el ftbol y el ciclismo, los importaron los ricos. Pero para desgracia de una ciudad, cualquiera que sta sea, existe el lugar maligno de la pravedad, y Bogot no escapa-ba por aquellos das a su propia cloaca humana. Pues en el barrio de Las Nieves, hacia el norte, existi una ciudadela de perdicin a la que llama-ran pomposamente como Santa Luca, la de que despus del ojo afue-

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    ra Era una manzana cerrada por tapias de tierra, con ras internas a las que se les pona por parte de los oscuros habitantes, familias indigen-tes de la poca que practicaban toda serie de vicios y depravaciones, y que salan a robar en la ciudad, los nombres ms extravagantes y curio-sos como Suspiro, Silencio, Esperanza, Polka, Pea. Aquel barrio fue una Repblica independiente sin dios ni ley, en donde se viva peor que muertos, hasta el punto que para entrar a tales dominios, se deba recitar sin perturbaciones un santo y sea, a travs del orificio de la nica puer-ta que tena Santa Luca.

    Aparte de eso, el gobierno con su cuento de medidas en contra de los godos y del clero, acentu abruptamente la lucha de clases, y los jvenes de la alta sociedad bogotana no podan transitar libremente durante la noche, ni an por las calles de sus propios barrios, pues la plebe los de-tena y los someta de forma implacable a prisin nocturna, propicindo-les toda suerte de vejmenes, y hasta solicitando por ellos algo de dinero para dejarlos dignamente en libertad. En uno de esos arrebatos de con-tumelia, el joven Antonio Pars, imagnense qu apellido de alcurnia, se resisti a la prisin nocturna por parte del populacho enfurecido, motivo por el cual fue asesinado por el carnicero Nepomuceno Palacios cerca del puente de San Victorino. A pesar de todo, se hizo justicia, y el asesino de Antonio Pars fue fusilado, asunto que exacerb los nimos y acrecent el odio entre las clases sociales de la poca. Para completar la sarta de males y de injusticias, el general, entonces coronel, Jos Mara Melo, jefe de las guarniciones nacionales, porque el ejrcito no exista como institu-cin permanente, atraves incontinenti con un sable a un subalterno, el cabo Pedro Ramn Quiroz. A pesar del sumario en contra del general Melo, la guerra y los deseos de venganza entre unos y otros, no mengua-ron, y este fue un acicate para que el enfrentamiento entre ricos y pobres se convirtiera, de forma alarmante, en un cncer social. En pleno Jueves Santo, la plebe no asisti a los actos religiosos, de los que eran tan respe-tuosos, sino que se amotin en contra de los ricos y de la burguesa, haciendo tambalear peligrosamente el establecimiento. Las casas de los ricos fueron apedreadas y la polica no dio abasto para contener a los lapidarios, pues mientras disolvan un grupo aqu, otro grupo, por all, haca de las suyas; adems, no se poda descuidar ni un milmetro el Palacio de San Carlos. El dinero y el poder de los ricos no los liber de su prisin domiciliaria, mientras que algunos de los aristcratas tuvieron

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    que treparse a los tejados y tender bandera blanca, prometindole rega-los y dinero a los apestosos que los tenan sitiados y enviando, a la vez, a las mucamas y a los criados para que llevaran con premura los mensajes de rendicin. Muchas sirvientas y capataces fueron hechos prisioneros, solicitndose por ellos un rescate para librarlos de la ignominia de la furia popular.

    El gobierno del Jos Hilario Lpez concluy en medio de la zozobra a pesar de su triunfo en contra de los conse