La ruta

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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La ruta

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Habían pasado cinco horas desde el último ruido distinto al del viento permanente cuando el automóvil que conducía Marc pasó a ciento sesenta kilómetros por hora por ese punto de la ruta. Y cuando el vehículo pasó, el viento volvió a ser el dueño absoluto del sonido por muchas, muchas horas más.

Algunos segundos luego del paso del vehículo lo alejaron lo suficiente para que nadie pudiera decir que algo o alguien había pasado por allí. Pero ni siquiera había un nadie que pudiera decirlo. No había nadie ni nada. Apenas el sol frío en un cielo sin nubes, el pasto seco y amarillo que escasamente salvaba la tierra de la erosión del viento, y la cinta de asfalto por la que cada tanto, cada muchas horas y a veces días, pasaba alguien. Sobre la cual se deslizaba Marc a bordo de su automóvil.

Cuando bajaba ligeramente la ventanilla se hacía evidente el frío externo y el ruido se tornaba ensordecedor, lo cual aprovechaba para espabilarse de vez en vez. Con las ventanillas cerradas, Marc conservaba la fantasía de un clima templado que incluso lo hacía transpirar y mojar su camisa a cuadros rojos y blancos.

- No hay muchos lugares en el mundo. No señor. Y cuando hubieron pasado cinco o seis minutos desde que dijo estas palabras (a

nadie), volvió a secarse el sudor con el dorso de la mano y a golpear el volante. Desde hacía dos horas el camino era recto. Y tres horas antes de la última curva también lo había sido.

A excepción de una ligera reducción al tomar esa curva, el velocímetro permanecía clavado marcando los ciento sesenta kilómetros por hora.

Marc recordó algún mapa del colegio. Trató de recordar si Manchuria, Siberia o tal vez Brasil, tenían una mancha de color tan uniforme como la que estaba recorriendo. El extremo de la ruta, allá adelante, se volvía acuoso por la refracción que producía el calor del sol acumulado sobre el asfalto, y la línea del horizonte era llana en los trescientos sesenta grados. Marc suponía esto último, ya que no tenía el valor de mirar hacia atrás. La convicción de la más absoluta llaneza le molestaba en la nuca como una mirada penetrante. El vehículo, polvoso y sofocado, movía a su paso lo único que se levantaba a veinte o treinta centímetros del suelo, unas matas amarillentas aquí y allá dispersas por la banquina, disputándoselas al viento. No había una sola nube.

¿Cuántos lugares podría haber tan planos? ¿Cuántas rutas podrían ser tan rectas? - No hay mucho así en el mundo. Seguro que no. Se secó el sudor. Maldijo. Luego silbó una buena media hora. Luego canturreó cantitos de estadio de foot-ball, cincuenta minutos. Recién en tres horas, sin bajar la velocidad, vería a su derecha una desvencijada

estación de servicio. Ya lo sabía. Pero cada vez que hacía el viaje no podía evitar ponerse frenético. A pesar del sol que caía a plomo afuera hacía frío; y había viento, sin duda. Por eso

no abría las ventanillas. Pero el sol horneaba la chapa del auto, y adentro el aire acondicionado apenas si podía hacer algo por secar las cejas del conductor, que, como dos desniveles de drenaje de un terreno, echaban el sudor hacia ambas sienes.

De todos modos, el efecto del viento sobre la paja apenas se notaba a esa velocidad. Y apenas se notaba esa velocidad, sin árboles, sin mojones, sin postes de luz. Sin nada.

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¿No podían haber puesto curvas, innecesarias curvas, sólo por caridad? Diecinueve minutos después de hacerse esta pregunta, se contestó. - El cabrón que la hizo sabía que no iba a recorrerla jamás. Sus reflexiones se iban impregnando de la lentitud del paisaje, de la modorra del

tiempo. Veinte minutos después de escucharse por última vez, se oyó decir: - No pasa nadie. No me crucé con nadie. Mucho tiempo después, se comentó: - ¿Quieres saberlo? Eres el único estúpido al que se le puede ocurrir pasar el desierto.

Esta es una ruta que hicieron para ti, estúpido. Marc había intentado sintonizar una radio cuando dejó la última estación de servicio.

Cuando renunció a conseguirlo, el aparato había logrado un punto de absoluto silencio, por eso el hombre no se había percatado de que estaba encendida, ni le molestaba que lo estuviera. Por eso se sobresaltó, haciendo bailar ligeramente el vehículo, cuando de pronto irrumpieron los vientos de una música triunfal y pegadiza.

- ¡Demonios! –exclamó. Pero pronto su asombro fue mayor, cuando reconoció los acordes. - Pero... pero... ¡si es “El Reverendo”! ¡Por Dios! Hace décadas que no escuchaba

esto. Y se puso a cantar. - “...y las balas no lo tocan al Reverendo no usa...” no, claro, no es así. “...y aunque armas no las usa”, eso es,

“las balas caerán, los bandidos llorarán ante la palabra del Reverendo-ooo...”. Y alargó la “o” como en el final de una canción de programa televisivo. - Sí, amigos, apuesto a que si tienen un espejo cerca se verán con el pelo negro y

abundante nuevamente. ¿Y qué muchacho no creció queriendo ser como el Reverendo? Con música de y por Matthew Hadrop, y siempre acompañado por su dos fieles seguidores, pasó para nosotros “El Reverendo”.

La emisión volvió a cortarse, y a Marc no le importó. Aulló como un loco y luego de una carcajada puso voz de barítono y volvió a canturrear, acompañándose con pequeños golpes de sus palmas contra el volante.

- “Las balas caerán... ante la palabra del Reverendo-uó-uooó...”. ¡Sí! Y así siguió. Y por cerca de una hora tuvo con qué olvidarse del camino, del sol frío

y el pasto amarillo movido todo el tiempo por el viento. Pero después... después... - ¡Un cartel! Seguro que dice “Ruta para estúpidos”. En efecto, el primer cartel en muchas horas aparecía a lo lejos, a unos metros del

borde del asfalto. Era lógico que los carteles se hubieran terminado hacía horas, y era raro que ahora apareciera un cartel, porque en realidad no había nada que decir.

Pasó insensiblemente de ciento sesenta a ciento ochenta kilómetros por hora sin quitar la vista del cartel. Éste parecía empezar a crecer. Despacio. Muy despacio. Si el

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hombre quitaba un instante los ojos del cartel para mirar, por ejemplo, el horizonte llano o el espejismo de agua allá, en el extremo de la ruta, al volver a ponerlos sobre el cartel parecía que éste hubiera disminuido su tamaño, y comenzaba a crecer de nuevo.

Por fin, llegó a unos doscientos metros de él, y comenzó a reducir la velocidad con cierta brusquedad. Los ojos se le agrandaban conforme se acercaba. Con la boca abierta y las manos como muertas sobre el volante, frenó, con sólo medio vehículo sobre la banquina.

- Por Dios vivo... –murmuró…