Las Regiones Defraudadas
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Las regiones defraudadas
Pascal Volker
Emiliano Salvo
La aparición del “gobernador regional” encendió las alarmas. Nuevamente una reforma
estructural –necesaria y urgente, según decían– será desnaturalizada. La elección de
Intendentes, de implementarse, será neutralizada mediante la creación de una nueva
autoridad: el gobernador regional. Sólo una muestra de una reforma que no cambiará nada.
Mientras tanto, las élites políticas y económicas persisten en ver las regiones como actores
pasivos, esperando el tren de la modernidad que sólo ellos pueden mover. Es el imaginario de
las regiones como lugares quietos y estancados. Y, sin embargo, se mueven.
Numerosas movilizaciones sociales, tanto locales como regionales, que van desde la defensa del
medio ambiente, recursos económicos y derechos sociales hasta las demandas de justicia y
respeto al Estado de Derecho, revelan la prolongada latencia de un problema que aún no se
percibe en toda su gravedad. Pues detrás de las convulsiones sociales y políticas que remecen a
nuestro país, se esconde un rasgo persistente de nuestro Estado, nos referimos a su carácter
centralista.
Si bien el centralismo es un rasgo histórico del Estado nacional, tras el giro neoliberal de la
década del 70, ha asumido una nueva función social. La reestructuración geográfica, resultante
de la explotación intensiva de materias primas a partir de la apertura de la economía, dibujó una
nueva cartografía del poder en Chile. En este “nuevo” centralismo, se asegura a los diferentes
grupos económicos la definición e implementación de condiciones propicias para la ejecución
de proyectos de inversión a lo largo y ancho del país, con una mínima influencia de las
sociedades regionales. Pero estos procesos no se sostienen sobre el aire, sino sobre mecanismos
muy bien definidos que consisten en el cercenamiento de demandas propiamente regionales o
locales, mediante la instalación de autoridades o representantes “afuerinos”, el financiamiento
de caudillos locales y la construcción de densas redes clientelares.
En este contexto, el elemento regional de la actual crisis política pasa sorpresivamente
inadvertida. Si bien sus connotaciones son nacionales, los actores involucrados y los impactos
territoriales y económicos son principalmente regionales. Situación hecha evidente por los
sucesivos escándalos políticos: desde prácticas clientelares y caudillismos, hasta abiertos casos
de corrupción en los cuales las autoridades y representantes regionales toman decisiones
reñidas con la ley, al precio de disponer de los recursos y bienes comunes de las regiones. Se
trata de una práctica histórica generalizada, en la cual partidos políticos nacionales utilizan las
instituciones del Estado como botín electoral.
Pero más allá, el centralismo en Chile no sólo debe entenderse como la obstrucción de
horizontes propiamente regionales, sino como un tapón que favorece la escasez de vías
democráticas para incidir en la política. Un Estado centralizado, que concentra sus cúpulas
políticas en la capital deja las regiones y comunas a merced de los acuerdos de un reducido
grupo de actores. Una inercia propia, que termina capturando las oportunidades de
participación y dirección de sus instituciones en partidos y rostros que representan intereses, a
lo menos, confusos.
Tristemente, el centralismo golpea de modo más palpable al medio ambiente, cuyas víctimas y
testigos son los habitantes de regiones, de quienes se pretende resignación ante el traslado de
sus recursos a la capital. Una suerte de “acumulación centralista” tanto política como
económica. Conocida tradición ejemplificada gráficamente en el proyecto de HidroAysén: una
intervención brutal, tanto natural como antrópica, sobre la Región de Aysén mientras los
ingresos y recursos generados son trasladados, vía cable, a miles de kilómetros. Paradoja que se
repite innumerables veces en las regiones, provincias y comunas de Chile.
Intuyendo la magnitud de estos problemas (y ante la creciente incapacidad del sistema político
para resolver estos conflictos) se conformó en 2014 la Comisión Asesora Presidencial de
Descentralización y Desarrollo Regional, que entregó una serie de propuestas en la materia,
algunas de ellas interesantes en el afán de reestructurar el poder estatal y democratizar las
instituciones subnacionales. La instauración de plebiscitos, votos programáticos y referendos
revocatorios; y la creación de un Estatuto especial para la Región de La Araucanía en
concordancia con el convenio 169 de la OIT, son dignos de mención. Pero como es frecuente en
el periodo político del binominal, ni lo pequeño, ni lo mínimo es concedible. Ahí está la elección
de Intendentes, una verdadera comedia de mecanismos mezquinos que convertirán su figura en
irrelevante. ¿Cuánto de estas propuestas son agenda legislativa del Gobierno? Las últimas
señales gubernamentales indican que será sepultado lo que ya era insuficiente.
Pero quizás el mayor problema de la, hasta ahora, fantasmagórica agenda de descentralización
del Gobierno es la ausencia de una discusión y reflexión a nivel regional respecto de los
principios y alcances que debe tener un proceso de regionalización. No basta con convocar a
determinados actores regionales para legitimar políticas ya definidas. Lo que se debe impulsar
es la constitución de actores regionales con un relato de empoderamiento que construyan
contenido y voluntad de cambio a estas transformaciones sustanciales. Lamentablemente, el
proyecto político de la Nueva Mayoría se ha sostenido, ayer y hoy, sobre la desmovilización de
los actores sociales y es esencialmente incapaz de resolver esta latente crisis sobre la base de
discursos facilistas y modificaciones legales superficiales.
Se hace ya evidente que cualquier proyecto de transformación, particularmente si trata de
distribución de poder, no contará con la voluntad de la Nueva Mayoría ni de la Derecha. El
problema radica en que estos partidos políticos sostienen sus estructuras, liderazgos y presencia
nacional sobre el control y repartición de instituciones regionales, al tiempo que favorecen la
extracción de recursos por conocidos grupos económicos. Por esto, para avanzar en la
descentralización debe impulsarse la regionalización desde los actores regionales y la
constitución de una nueva fuerza política que vehiculice una verdadera voluntad de cambio.
Fuerza política que oriente la construcción de un relato que, invocando las identidades
regionales, logre movilizar articulaciones sociales amplias, en la cual distintas comunidades se
constituyan a partir de una lucha por la recuperación de la soberanía.
Por ello, la descentralización debe entenderse como democratización. Con una perspectiva
estratégica que apunte a la construcción de autonomía, entendida como democracia efectiva y
control soberano del territorio. Implica, de todos modos, un proceso constituyente que permita
la autoconfiguración regional (reorganización de las formas de Gobierno y sus reglas de
funcionamiento). Pero fundamentalmente, requiere el traspaso de competencias legislativas
que permitan la redefinición de políticas públicas en todos los sectores (abriendo el horizonte a
políticas antisubsidiarias que redefinan el carácter del Estado) apoyado en una progresiva
autonomía financiera que permita disponer de los recursos económicos de la región, como
también establecer sus propias normas e incentivos tributarios. Al mismo tiempo que define su
propio ordenamiento territorial sin encontrarse subordinado a disposiciones o indicaciones de
carácter nacional que limiten la capacidad de definirse.
Significa, en breve, reconocer en los habitantes de regiones la capacidad de gobernarse.