Los rufianes en levita

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1 Los rufianes en levita J.-L. Dubut de Laforest

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Los rufianes en levita

J.-L. Dubut de Laforest

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LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS

VOL II

LOS RUFIANES EN LEVITA

Jean-Louis Dubut de Laforest

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Título original.- Les souteneurs en habit noir

París. Editorial Fayard. 1889

Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra

Abril 2014.

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I

LA PLAÇADE, PERROTIN Y LA TEMPLERIE

En esa noche de abril de 1891, en un reservado particular

del Café Egipcio, en el bulevar Montmartre, el arquitecto

Honoré Perrotin, alto y delgado, con sus labios finos y su negra

perilla, y el Sr. Víctor La Templerie, director de las Fantasías

Parisinas, un hombre bajo y moreno, de rostro redondo y grueso,

con fino y cuidado bigote, ambos con corbatas blancas y embu-

tidos en irreprochables levitas negras, degustaban unos aperiti-

vos, esperando a uno de sus amigos, el vizconde Arthur de La

Plaçade, para cenar y hablar de negocios.

Por las ventanas entreabiertas, se podían escuchar los rui-

dos del exterior, el rodar de los coches, los últimos gritos de los

vendedores ambulantes y, en la casa, un va y viene de camareros

abriendo o cerrando puertas, clientes asiduos por los pasillos,

frufrús de faldas; entre llamadas de timbres eléctricos, el entre-

chocar de vajillas; y de la sala común subía, con una «fragancia

de amor», un estrépito de risas y canciones.

La Templerie consultó su reloj:

–¡La una y cuarto!... ¡Ese dichoso vizconde nos va a plan-

tar!

–¡Es probable! – dijo el arquitecto – Acabo de verlo en la

Ópera, en el palco de los Le Goëz, y la vieja Eléonore sin duda

habría exigido que la condujeran a su casa, en el bulevar Saint-

Germain!... ¡Oh! ¡ella no abandona así como así, a su apuesto

Arthur!

–¡Es apuesto ese muchacho!; ella lo aprovecha…

–Y debe costarle muy caro.

–Unos dos o trescientos mil francos al año…

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–¡Cáspita! ¡A ese precio, en lugar de un semental, podría

permitirse toda una cuadra de purasangres!

–¡Sí, pero, qué semental!... La Plaçade es un hombre en-

cantador y vigoroso, buscado en sociedad, dispensando dinero a

espuertas, guapo, alegre, espiritual… ¡Es feliz, y nos da igual

que viva a expensas de una mujer!

Y, arrojando sobre el arquitecto una mirada maliciosa:

–¡Cada uno, en este mundo, tiene su especialidad!... Perro-

tin, ¿conocéis la frase de Talleyrand?

–¿Cuál de ellas?

–Esta… Se trata de un secretario de embajada reprochando

a uno de sus colegas haber ascendido gracias a las mujeres:

«¡Oh! – le dijo Talleyrand, – ¡no medra gracias a las mujeres, es

gracias a la suya!» Ahora bien, si La Plaçade medra por sus vie-

jas y jóvenes amantes, vos triunfáis por la belleza, la distinción

y la simpatía de vuestra esposa…

–¡Yo trabajo, gano el dinero, caballero, y paso por encima

de las calumnias!

–¿Pero dónde veis la menor calumnia? No he dicho nada y

no me permitiría decir nada contra la Sra. Perrotin… Sin embar-

go, entre nosotros, vos tenéis un bienhechor, el barón Tiburce

Géradud, uno de mis mejores abonados!

–El Sr. Géraud es un amigo…

–Muy rico… muy generoso, y que tiene sus pequeñas pa-

siones, el culto por la juventud y la belleza.

Esas palabras de «juventud y belleza» evocaron en el espí-

ritu del arquitecto el recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, la som-

bra amenazadora y peligrosa del luminoso hogar conyugal, pero

supo disipar la nube:

–Mi querido La Templerie, vuestro escéptico gesto está

errado… Yo llevo los asuntos del baron Géraud, le gestiono

inmuebles, y el barón tiene por la Sra. Perrotin y por mí la amis-

tad de un tío hacia sus sobrinos…

–Tengo de ello una convicción absoluta, y estaríais igual-

mente en un error guardándome algún rencor.

Brindaron, y el director prosiguió:

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–¿Las mujeres? ¿Acaso tenemos necesidad de la ayuda de

las mujeres? ¿Es que la tierra – yendo hacia su agonía por falta

de amor – sería habitable sin nuestras compañeras?... ¡El amor!

¡Ah! ¡El amor! ¡Todo está ahí!... ¿Sabéis, Perrotin, cómo espero

representar al Amor en una obra titulada El Triunfo de Venus

que acabo de recibir y que no tardaré en montar con un lujo iné-

dito? Con un carcaj y las alas clásicas, y, novedad en el siglo de

plata en que nos hundimos y nadamos, ¡con un saco en bandole-

ra!... En el mundo del libertinaje, unos aciertan, otros caminan

por intuición; según la frase de Marguerite de Jarny, una de las

más ilustres cortesanas del segundo Imperio: «El culo de una

puta es como un teatro: tiene su puerta de entrada que hay que

pagar y billetes de favor que el autor de la pieza está feliz de

distribuir a aquellos de sus amigos que saben aplaudirla!»

En ese momento se abrió la puerta, y apareció el vizconde

Arthur de La Plaçade.

Era un alto y robusto muchacho de veintiocho años. Su

barba sedosa y dorada enmarcaba su rostro de ojos azules, nariz

aguileña y labios rosados y sensuales. El pantalón, la levita ne-

gra y el chaleco blanco, marcando sus formas, revelaban bajo el

abrigo claro y ligero, una complexión maravillosa; su sonrisa

mostraba unos dientes deslumbrases. Todo en él ponía de mani-

fiesto la voluptuosidad, la inteligencia, la fuerza, y se hubiese

admirado y amado a ese apuesto macho, si unos destellos de

sangre no hubiesen enrojecido a veces el azul de su mirada.

Estrechó las manos del director y del arquitecto, quitó su

abrigo y su sombrero y tomó sitio entre las otras dos levitas, ante

una cena que un maître de hotel acababa de servir: ostras de Ma-

rennes, terrina de foie gras, ración de cangrejos, helados y fru-

tas, champán blanco y rosado.

El vizconde había despedido al maître del hotel; parecía

soñador y triste; él, de ordinario tan alegre, y las dos copas de

champán que vacío no lograron disipar su melancolía. De vez en

cuando, deslizaba su mano por su frente, como para expulsar

una idea obsesiva, y dijo, con una alegría ficticia de la que sus

amigos se sorprendieron:

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–¡Comamos! ¡Bebamos! ¡Divirtámonos!... ¡La vida es ba-

nal!

–¿Sobre qué nefasta hierba habéis caminado, vizconde? –

preguntó el director de las Fantasías Parisinas… Nos instáis a

beber, a comer y a divertirnos, con un tono que adoptaríais para

anunciarnos que estáis dispuestos de volaros la tapa de los sesos

-–¡Estáis equivocado! – djo Perrotin – El vizconde sueña

con su gran proyecto: «El Bar-Florido».

A esa observación del arquitecto, el rostro del aristócrata

se metamorfoseó; todas las sombras de tristeza se desvanecie-

ron, y con esa voz, tanto como con su belleza de Apolo de Fi-

dias, tenía el don de encantar a las mujeres, con esa voz sonora,

amenazante o dulce, embrujadora, que obligaba a abrir los oídos

de sus víctimas:

–Pues bien, sí, queridos, soñaba y veía en un sueño elevar-

se y funcionar mi establecimiento. ¡Riquezas, millones!... «El

Bar-Florido». Gracioso vocablo, verdad, y que, en su forma poé-

tica, tiene más mensaje que todas las metáforas habituales para

designar un lugar de placer, donde, después de una buena cena,

uno se va a entregar al amor. «¡Vamos al Bar-Forido!» ¿Qué

hombre vacilaría en pronunciar esto en voz alta, cuando es casi

vergonzoso, si uno no está demasiado borracho, murmurar:

«¡Vamos a casa de la Martignac o a la de la Sainte-Radegonde!»

–Evidentemente, esa es una idea a tener en cuenta – dijo el

director de teatro – ¡Perrotin lo construirá!

–¡Jamás! – exclamó el marido de la italiana –¡Yo no traba-

jo en la prostitución, y mi sueño es edificar una catedral!

–¡Dejemos en paz a la iglesia! – le arrojó el vizconde – ¡Si

vos no os apuntáis, nos ayudarán otros arquitectos!

Y olvidando a Perrotin para dirigirse a La Templerie:

–¡Imaginad, Víctor, jardines de invierno y verano, el Pa-

raíso terrenal, con numerosas Evas ante la manzana, o errantes,

en sugestivos y multicolores velos… Aquí y allá, pequeñas vi-

llas muy discretas, cabañas, templos, chalets donde las parejas

podrán besarse, jugar, comer, beber, dedicarse a sus impulsos

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voluptuosos, a los sones de invisibles orquestas… ¡El «Bar-

Florido» es la gran Casa de amor, palacio del Arte y la Higiene!

Vació su vaso y continuó:

–La gran Casa de amor estaría dirigida por la Sra. de Sain-

te-Radegonde o la Martignac y un hombre de paja, para los jue-

gos de bacarrá y otros asuntos, pues espero no figurar en los

registros…

El director comentó:

–Esa también es mi opinión, querido vizconde… Debemos

permanecer en la sombra…

–¡Y mantenernos vigilantes y al margen!

Pero, la ambición de lucro, bajo el velo del anonimato,

hizo reflexionar a Perrotin:

–Está bien, si lo deseáis, aportaré mi concurso…

Y los tres rufianes en levita negra discutieron el proyecto

del «Bar-Florido», sin elevadas palabras, con pulcra honestidad,

como si se tratase de la más honorable de las operaciones.

Sin embargo, un tumulto de alegría llenaba el Café Egip-

cio, y se hacían más numerosos los frufrús de los vestidos, los

cuchicheos de amor, los ruidos de risas y besos. En la estancia

contigua, sonaba un piano que acompañaba a unos bailarines, y,

cuando el vizconde de la Plaçade, después del los discursos,

retomaba sus antiguas preocupaciones, una rubia y gruesa mu-

chacha entró como un golpe de viento:

–Perdón, caballeros – dijo – me he equivocado de núme-

ro… Estoy en el 8…

Y reconociendo al aristócrata:

–¡Vaya, Espejo!... ¡Hola, Espejo!

Léa, la enorme Léa, salida de Saint-Lazare, y que había

tomado libre la noche en casa de la Martignac, se acercó en un

vestido de terciopelo cereza, con los senos y los brazos desnu-

dos:

–¿Vizconde, te molesta que te llame «Espejo»?... ¿No

quieres un piquito, rubio mío?.. Estoy cenando con mi inglés,

Reginal Fenwick, allí, al lado…

–¡Vete! – gruñó La Plaçade – ¡No me gustas!

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Pero, la puta, con los puños en las caderas:

–¡Ah! ¿Así es como me tratas? … ¡Pues bien, vamos a

ver!

Perrotin y la Templerie quisieron interponerse; ella los

apartó con su dos brazos, y enfrentándose al aristócrata:

–Sí, ya sé. ¡Lo que tú necesitas son putas que te paguen!..

Yo, yo soy una prostituta de dos luises… Casquivana o puta, eso

es todavía demasiado caro para tu boquita… ¡Adiós!

Tomó sobre la mesa una botella a medio consumir, bebió a

morro, arrojó el corcho a través de la habitación y salió, sin pre-

star atención a otra mujer que entraba – una bonita y esbelta

criatura de cabellos castaños y ojos negros, en traje de baile ro-

sa, bajo un largo manto de seda gris.

La Templerie la esperaba probablemente, pues este se le-

vantó enseguida y la besó, antes de presentarla a sus compañe-

ros.

–¡La Señorita Blanche Latour, la más sugestiva y talentosa

actriz de mi teatro!

–¡Conozco a la señorita por haberla aplaudido muchas ve-

ces en las Fantasías-Parisinas! – declaró el arquitecto.

Arthur se limitaba a inclinar la frente, pero, pronto, sus

ojos centelleantes se detuvieron sobre la joven artista, y adivinó

lo que siempre ocurría cuando el apuesto vizconde distinguía

una nueva presa: Blanche se rindió al encanto del seductor; y,

despues de alegres libaciones, como La Templerie y Perrotin

ganaban sus domicilios, La Plaçade murmuró:

–Blanche, ¿quieres ayudarme a olvidar a una mujer cuyo

recuerdo me tortura?... ¿Quieres ser mi amante?

La Srta. Latour respondió:

–Soy vuestra… ¡Llevadme a donde queráis! Señor, me

habéis vencido… ¡Os amo!

El vizconde de La Plaçade hizo subir a la actriz en un co-

che, y algunos minutos más tarde, los enamorados llegaban al

elegante apartamento de la calle de Atenas, amueblado por la

esposa de un rico banquero, la Sra. Eléonore Le Goëz.

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A las siete de la mañana sonaba la caja del reloj de uno de

los maravillosos bibelots de la habitación de amor.

Arthur contempló, durante un instante, a Blanche dormi-

da, y, sin despertarla, saltó de la cama y pasó al cuarto de baño.

Refrescado, perfumado, vestido, sacudió suavemente a su

nueva amante:

–Blanche, hay que marchar…

La estrella se frotaba los ojos:

–¿Cómo? ¿Me echáis?

–Os he pedido que esta noche me ayudaseis a olvidar a

una mujer que adoro…

–He hecho lo que he podido…

–Sí, habéis estado encantadora, y, con vos, el amor es un

placer; pero, olvidar a la otra, por desgracia, ¡me es imposible!...

¡Perdón, Blanche, y gracias!

Ella se levantó, sumisa, y en el momento de irse, humilde

ante ese hombre cuyo contacto tenía el poder de embrujar a to-

das las mujeres, dijo, temblorosa:

–¿Vendréis a verme en mi palco?

–Desde luego.

–¿Mañana?

–Tal vez…

–¿Una de estas noches?

–¡Claro que sí!

Aunque voluptuosa, la estrella era codiciosa, y esperaba

un detalle; pero el aristócrata la despidió con un último beso.

¡Enamorado! Aquel al cual las muchachas de la Martignac

bautizaron «Espejo», el vizconde Arthur de La Plaçade, el

aristócrata rufián mantenido por la Sra. Le Goëz y que vivió de

tantas otras mujeres, experimentaba hoy un gran y sagrado

amor, un amor capaz de llevarlo al bien y de purificar todas sus

vergonzosas lujurias y todas sus prostituciones!

¡Enamorado! ¡Espejo, enamorado!

Sí, pero la mujer que él deseaba con todo el calor de su

sangre y su juventud era la única a la que, tal vez, no podría po-

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seer nunca: un obstáculo se levantaba entre él y la Srta. de Haut-

Brion… el recuerdo de Lionel.

En la Palacio de Justicia, después del veredicto, el Sr. de

La Plaçade había vuelto a ver a la virgen rubia, ya admirada por

él en casa del barón Géraud, y la había seguido hasta el bulevar

de los italianos.

Ahora bien, desde la condena de Lionel, y esperando el

traslado del prisionero a una cárcel central, la condesa Anne de

Esbly y la Srta. de Haut-Brion vivían en el apartamento de la

noble vívtima.

Cada mañana, las dos mujeres, en riguroso luto, iban a es-

cuchar la misa de las ocho a Notre-Dame-des-Victoires; la patri-

cia había elegido esa iglesia, porque fue en la que, según creía,

obtuvo la curación de Lionel, peligrosamente enfermo; pero fue

aún en ese templo, por desgracia, donde la virgen encontró a la

Sainte-Radegonde, fuente inicial de sus desgracias y vergüenzas.

Las iglesias, como las prisiones, se convierten en el refu-

gio del Mal y del Bien.

Un viernes muy temprano, La Plaçade que salía de casa de

su antigua enamorada, la Sra. le Goëz, y que había acechado a

las dos mujeres vestidas de negro, entró detrás de ellas en la

iglesia.

Pero allí, en la austeridad del templo, a la luz de los cirios

que iluminaban el altar, vio a Cloé arrodillarse, y la blanca figu-

ra de la virgen y sus cabellos de oro que recordaban a las santas

místicas de los vitrales de la iglesia, le hicieron palidecer y tem-

blar. ¿Era una casualidad que amase a esa pequeña?

Al principio se divirtió con un sentimiento aún desconoci-

do, y luego, unas ignotas fuerzas lo arrastraron hacia la belleza

rubia y, todas las mañanas, regresaba a Notre-Dame-des-

Victoires para contemplar y admirar a la virgen de amor.

La Srta. de Haut-Brion conservaba un vago recuerdo de

ese aristócrata – uno de los mejores danzantes de los bailes que

ofrecía Géraud – y se sintió inquieta al encontrarlo siempre en

su camino. Pronto, se alarmó, enrojecía sin poder dar un paso,

adivinando detrás de sus faldas al vizconde de La Plaçade.

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Arthur abandonaba las sombras de la iglesia, ofrecía agua

bendita a las damas de luto; se levantaba en plena luz, con mira-

das de llama; y, al salir de misa, Cloé lo veía, de pie y serio, bajo

el pórtico, o en la calle, y él se inclinaba a su paso, religiosa-

mente, como ante las imágenes sagradas.

Por fin, un día, en ausencia de la Sra. de Esbly, el aristó-

crata penetró en la casa de la desdichada, y una criada anunció:

–¡El señor conde de La Plaçade!

Se hubiese dicho que la Srta. de Haut-Brion esperase esa

visita. No se turbó y ordenó a la criada que indicase al aristócra-

ta que no podía recibirlo.

Arthur, bien enguantado, vestido con un frac azul, el som-

brero en la mano, se dirigía hacia el salón.

Cloé le cortó el paso:

–Habéis escuchado, caballero, la orden dada al servicio…

¡No me obliguéis a repetirla!...

Con su voz embriagadora, pero donde se percibía una vo-

luntad inmutable, él se atrevió:

–Señorita, me pareció escuchar esa orden… pero soy un

amigo de Lionel… un amigo de colegio… Permitidme insistir…

Deseo… quiero hablaros…

–¿Deseáis?...¿Queréis? – respondió la sobrina del barón

Géraud – ¿Dónde creéis que estáis, señor?

Humildemente, él bajó la cabeza:

–Os suplico que me recibáis, señorita, y que me escuchéis

un instante… ¿Vais a desdeñar mi ruego?

Ella vio en una explicación el medio de desembarazarse

del hombre; y, además, ¿qué tenía que temer? El visitante decía

ser un amigo de Lionel…

La criada no estaba allí, pues se había ido a la habitación

contigua.

–De acuerdo, señor, consiento en escucharos…

Y, sola, en el salón, con aquel hombre de las barbas de

oro:

–¡Hablad, caballero!

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Pero él esperaba que la Srta. de Haut-Brion se sentase; y,

de pie, cerca de ella, inclinado, con las manos juntas:

–¡Oh! ¡Vos que sois la belleza y la gracia, tened piedad de

mi!

Sus ojos brillaban de lágrimas; su voz temblaba:

–Señorita, yo os amo…

La virgen se levantó para echarlo, pero sometiéndose a la

irresistible dominación de aquel a quien las prostitutas llamaban

«Espejo», o temiendo exasperar un dolor profundo, continuó

escuchando las palabras del visitante:

–¡No os ofendáis de mi audacia, y no me rechacéis, queri-

da señorita, sin haber escuchado mi ardiente y respetuosa decla-

ración de amor!

–¡El amor de un hombre decente no es una ofensa, señor,

y me gusta creer que vos lo sois!

–Entonces, ¿puedo esperar? – balbuceó Arthur, cuya mi-

rada expresaba un gozo delirante – ¿Puedo esperar que os dign-

éis a consentir ser mi esposa?

Seria, ella le mostró su indumentaria de duelo:

–¡Habláis a una viuda, caballero, que llora y llorará eter-

namente… a su esposo vivo y desdichado!

Él se arrodilló:

–¡Ah! señorita, si vos supieseis, si pudieseis comprender

cuanto os adoro!

–No insistáis, señor, y levantaos… Una palabra más sería

un insulto… Os ruego que os marchéis…

Cegado de amor, el vizconde de La Plaçade no escuchaba

nada; rogaba, siempre de rodillas, y realmente, en esa hora so-

lemne, olvidaba todas las ignominias de su carrera! Ya no era el

chulo arruinado que se había rebajado a un oficio abyecto: ya no

era el gigolo viviendo de las faldas de una mujer que hubiese

podido ser su madre; ya no era el «Espejo» de las casas de tole-

rancia, ni el industrial promotor del «Bar-Florido»; volvía a ser

el descendiente de una raza ilustre, el hermano del coronel Ra-

oul de La Plaçade, un soldado colmado de honores, comandante

en Lunéville del 31 regimiento de dragones. Y, por el amor to-

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dopoderoso y redentor, ¡se creía digno de aspirar a la mano de la

noble señorita!

¡Oh! sus colegas en levita se hubiesen reído si hubiesen

podido observar al bello Arthur, extasiado como un colegial ante

la señorita rubia. Las Sainte-Radegonde, las Martignac, todas las

matronas y todas las putas, enclaustradas o libres, se hubiesen

desternillado si pudiesen ver el espectáculo del gran Espejo

enamorado y de la virgen desdeñosa. ¿Le rechazaba realmente?

¡No! Cloé se sentía presa de piedad por ese hombre tan joven,

tan guapo, tan vibrante de dolor y de pasión; a punto estuvo de

olvidar a Lionel; el otro la embriagaba, la iluminaba, arrojaba

fuego en su carne y su sangre; ella iba a experimentar el choc de

amor, el golpe del rayo, y aún así, ella repitió, y con un tono que

no podía dejar ninguna duda en el espíritu del adorador:

–Os he rogado que os levantéis y que os retiréis, caballero,

y ahora, ¡os lo ordeno!

Arthur, herido en su orgullo, dio algunos pasos hacia la

puerta, y deteniéndose en el umbral, se elevó con toda la altura

de su porte:

–Señorita, os obedezco… me voy… Pero, no se ha dicho

la última palabra entre nosotros… Os adoro; no queréis amarme;

¡sabré forzar vuestro amor! Por todas partes donde esteis, por

todas partes donde vayais, me encontraréis a vuestro paso!...

¡Ah! ¡No conocéis el poder de mi voluntad!... ¡Os amo; quiero

que me améis, y me amaréis!

–¡Jamás! – gritó la virgen, espantada ante tanta audacia.

El aristócrata bajó la escalera, haciendo gestos y hablando

en voz alta:

–Estoy loco y soy ridículo… Lo siento, lo sé… Pero la

amo… y la quiero.

De regreso a su apartamento de la calle de Atenas, al

apuesto vizconde pensaba: Solo me queda un único medio…

¡Deslumbrarla con mi lujo!... ¡Sí, pero no tengo un centavo y

soy un macarra lleno de deudas, humillado y vilipendiado!...

¡Bah!... con el dinero de mi antigua amante, me edificaré una

virginidad moral!.. ¡Paris y el mundo son de los que tienen dine-

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ro y todo brilla al refulgir de los metales! Eléonore me ha pro-

metido diez mil francos esta noche… ¡Diez mil francos! ¡La

bella guirnalda!... ¡Cien mil, dos cientos mil, un millón es lo que

deseo! La Goëz es rica, y si no tiene el millón esta noche, deberá

conseguírmelo, una noche u otra.

Y mirándose en un espejo, acariciando su barba de oro,

con sus dedos perfectos, adornados de sortijas, dijo, burlón y

cínico:

–Las casquivanas y las putas de la Martignac me llaman

«Espejo»… Pues bien, será con los espejos con quién cace a las

viejas y libertinas alondras, como Eléonore.

Con una lámpara de gas en la mano, la Sra Léonore Le

Goëz bajaba la monumental escalera de su palacete, en el bule-

var Saint-Germain, y a la vacilante luz de la llama rosa, los pa-

neles de cristal reflejaban una mujer bajita y regordeta, con ca-

bellos color heno, ojos negros, cejas espesas, dientes blancos y

labios aún vivaces en la cincuentena.

Vestida con un péplum de surah malva y mantilla, calzada

con babuchas, se dirigía inquieta, tendiendo el oído, pero nada

turbaba el silencio del lujoso domicilio.

La vieja dama atravesó el jardín, y se detuvo detrás de una

puerta disimulada en la muralla por el follaje.

A la una de la mañana sonaba el reloj de Saint-Germain-

des-Pres, la iglesia vecina, cuando dos pequeños golpes, distin-

tamente dados, sonaron en la puerta.

La Sra. Le Goëz abrió y se encontró en presencia del viz-

conde Arthur de La Plaçace, su joven enamorado, vestido con

traje negro bajo un abrigo claro.

Arthur quería asirla y besarla.

Ella dijo:

–¡No… aquí no!... ¡Ven!

–¿Tienes miedo? – preguntó alegremente el joven.

–¡Pero, ven!

La antigua enamorada le precedía, con la lámpara en la

mano. Siguieron unos senderos, subieron por una escalinata de

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mármol y, entrando en la habitación de la Sra. Eléonore, Arthur

percibió el rostro contrariado de su amante.

Él se extendió sobre un diván y acaricio con gesto familiar

su barba de oro:

–¡Querida, decididamente me he equivocado al venir!...

¡No es uno de tus buenos días, o mejor dicho una de tus buenas

noches!; y como odio las malas caras, me voy… ¡Adiós!

Ella le impedía salir y lo obligó a volverse a sentar:

–¡Oh! ¡quédate, y escúchame, Arthur!... Mi corazón está

destrozado, es necesario que te hable y que me digas la ver-

dad… Si supieses que desgraciada es tu amiga y como sufre!...

¡Ya no duermo, ya no vivo, y padezco todos los suplicios del

Infierno!

La Plaçade se echó a reír:

–¡Espero que no sea tu marido quién te pone en este la-

mentable estado! ¡Ese hombre es incapaz de eso!

–¡No se trata de mi marido!

–¡Ah! ¿de quién, entonces?

–¡De ti! ¡de ti que ya no me amas, que nunca me has ama-

do!

Encantador, el aristócrata dijo, zalamero:

–¡Eléonore, te adoro!¡Esa rima es exacta!1

Y, voluptuoso:

–Mira esa encantadora cama donde unas sábanas de seda

entreabiertas parecen invitarnos… Enjuga tus ojos y ofrece un

beso a tu querido… ¿Dudas de mi amor? ¡Voy a demostrarte tu

error!

Él era tan guapo y tan deseable que la Sra. Le Goéz, olvi-

dando todas sus inquietudes celosas, lo cubrió de besos; pero él

detuvo las expansiones amorosas, y dos gruesas lágrimas roda-

ron sobre las mejillas de la vieja.

Arthur hizo un movimiento de impaciencia:

–¡Una escena! ¡Ahora una escena!... ¡Oh! ¡Ya lo adivi-

no!... Un pretexto… Una comedia para no darme… para no

1 Eléonore, je t’adore! Expresión que rima en francés. (N. del T.)

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prestarme los veinte mil… de los que tengo necesidad y que, la

pasada noche, -- ¡después de hacer el amor! – te comprometiste

a poner a mi disposición.

–Veinte no… Diez mil, Arthur…

–¡No, señora, veinte!... ¿Es que la esposa de un banquero

millonario está preocupada por veinte infelices billetes?... ¡Pero

ya lo veo, señora! ¡Quedaos con vuestro dinero! Lo que no pod-

áis o no queráis hacer, lo harán otras amigas en vuestro lugar, y

de buen corazón!... ¡No hablemos más!...

Ella extendió la mano hacia un secreter, situado entre las

dos altas ventanas:

–Los diez mil están ahí, en este mueble… No me he atre-

vido, después de tantas peticiones, a dirigirme una vez más a mi

marido, y me he procurado la suma entre nuestros vecinos…

Arthur, no exijas lo imposible y acepta lo que me resulta agra-

dable ofrecerte…

–No, señora… Necesito veinte mil o nada…

–Uno de estos días, tal vez…

–¡Esta noche, Eléonore!

–¿Dónde quieres que los consiga?

–¡Busca!

–Pero…

–¡Busca, te digo!

¡Ah! es que él no estaba acostumbrado a experimentar una

negativa de su vieja amante! Por lo común, a una palabra suya,

el secreter de la Sra. Le Goëz se abría de par en par, y él gasta-

ba, a manos llenas, arriesgadas sumas en las Apuestas Mutuas o

en el Libro o las dejaba en el cajero del Cosmopolitan Club; y,

hoy, con ocasión de una bagatela de veinte mil francos, la señora

dudaba, invocaba historias de préstamos. Pero, si el secreter de

la señora estaba vacío – menos de diez billetes – la caja del es-

poso rebosaba de oro y fajos… ¡Así pues, había esperanza!

El hombre dominaba a la vieja con el encanto de su planta

joven y su belleza; la mantenía por la lujuria, por una necesidad

eterna y furiosa.

Page 23: Los rufianes en levita

23

La Sra. Le Goëz adoraba al vizconde. Él había entrado en

su vida decente una noche de baile, y, en esa noche, Eléonore

fue conquistada y se convirtió en una esclava: toleraba todo,

perdonaba todo – y él la insultaba, le pegaba – la despojaba, la

robaba tratándola como una vaca humana productora de oro.

Ella tomó en el secreter el fajo de diez mil y lo deslizó en

el bolsillo del hombre.

–Sí – dijo – acepto, pero pronto consígueme los otros diez

mil, ¿de acuerdo?

–Arthur…

Él le cerró la boca con un beso – y se amaron.

Después de sus retozos, la Sra. Le Goëz se disponía a es-

coltar al enamorado al jardín y conducirlo hacia la puerta; pero,

La Plaçade dijo:

–¿Y mis otros diez mil, Eléonore?

–Mañana…

–¡No, los quiero esta noche!...

Y, ante el silencio de la vieja, cambió de tono y modales:

–¡Siempre es así, después de la calderilla! Cuando estás

saciada, ya no piensas en tus compromisos! ¡Pero, en nombre de

Dios! ¡Esto no quedará así como así!... Necesito mis diez mil;

¡me los has prometido y me los darás!

–Arthur, amor mío…

–¡Déjame en paz con tus jeremiadas! ¡Para satisfacerte me

he fatigado, y exijo mi recompensa!... ¡Vamos, mi dinero, vieja

boba!

La Sra. Le Goëz rompió en sollozos:

–¡Eres inmundo!

–¡Mi dinero, carroña!... ¡Mi dinero o te reviento!

Ella seguía llorando; él la abofeteó con fuerza… Le pega-

ba; ella reptaba sobre la alfombra de la habitación, y él vocifera-

ba:

–¡Mi dinero, maldita! ¡Mi dinero!

Ella exhaló un aliento:

–¡No me mates, querido adorado!

Luego, levantándose, dolorida y humilde:

Page 24: Los rufianes en levita

24

–¿Me juras que la suma no está destinada a otra mujer?

Él sonreía:

–¡Te lo juro!

Entonces, temblando, ella abrió el secreter, eligió unas jo-

yas y las entregó al chulo en levita negra:

–Te darán por eso al menos diez mil… Pero tráeme los re-

cibos… Pronto deberé desempeñarlos… Arthur, si tengo esos

ornamentos es para estar bella y gustarte!...

Al día siguiente, el Sr. de La Plaçade, que había empeñado

las joyas en el Monte de Piedad, entró hacia las diez de la noche

en el Comopolitan-Club de la calle Castiglione.

¡Una partida rabiosa! Frabinas, el ilustre Farabinas, de

Chicago, Farabinas, el vendedor de cerdos, el rico Farabinas, el

padre de dos bellezas sureñas que se llamaban «Las pequeñas

Rastas» Farabinas en acción. Alrededor de la mesa verde, unos

caballeros serios, la flor de las timbas de París, y de pie, otros

jugadores menos ricos y las cabezas lúgubres de los arruinados.

Aquí y allá, Perrotin, La Templerie, el barón Géraud, Su Alteza

Real el Príncipe del Bajo Nilo, el Sr. Jacques Le Goëz, el Sr. de

Lavarenues, subprefecto de Senlis, el doctor Hylas Gédéon, el

duque Savinien de Louqsor, el Sr. Edgard Bazinet, notario, Noel

Ferlux, redactor del Trueno Parisino, el marqués Achille

d’Artaban, Reginald Fenwick, diputados, abogados, médicos,

oficiales, burgueses, industriales, corredores de bolsa, artistas…

el gentío habitual de los círculos.

Sobre el tapete, unos brillos de oro, macizos de billetes y

fichas de todos los colores.

–¡Caballeros, hagan juego! – decía el crupier, con su pale-

ta en la mano.

Entre variados rumores, el aristócrata anunció con su voz

armoniosa:

–¡Cincuenta luises!

–¡No va más!

Farabinas, alto y robusto, con los labios finos, ojos de toro,

tez encendida, perilla negra a lo yanqui, miró sus cartas y estiró

su morro:

Page 25: Los rufianes en levita

25

–¡Nueve!

Pronunciaba «neve» – y a cada ganancia parecía burlarse

de los demás, de todos esos individuos extranjeros o parisinos

cuyas fortunas juntas no representaban ni la mitad de sus pias-

tras y sus dólares.

–¡Neve!

–¡Toavía neve!

–¡Neve!

–Siempre neve!

En algunos minutos, los doces mil francos del aristócrata

fueron a agregarse a la enorme masa del americano, y La Plaça-

de, cuyo crédito estaba agotado en todas partes, tuvo el deseo de

esperar al rico, robarle y matarle…

En la antesala, puso la mano sobre el bolsillo de su levita

donde se encontraban un revólver y un puñal; vacilaba con el

miedo a la cárcel o al cadalso, y abandonó el círculo para diri-

girse a casa de la Sra. Le Goëz y regresar pronto, creía, lleno

con una nueva y galante recompensa.

Pero Eléonore no pasaba por una de sus buenas noches.

Decididamente, él la enojaba, la disgustaba, y lo amenazó con

hacerlo echar por los servidores cuando él quiso obligarla a ba-

jar a los despachos y a abrir las cajas de la banca.

Arthur salió, tras haberla insultado y abofeteado, y detrás

de la verja del jardín, no escuchó la voz de la vieja enamorada

que llamaba al huésped de su carne y de su corazón… Él llegaba

al bulevar Montmartre…

Del Café Egipcio – de la casa alegre donde, la pasada no-

che él cenaba con Perrotin y la Templerie, y de donde se llevó a

Blanche Latour, el aristócrata caminaba ahora hacia los Folies-

Bergere.

Allí, en el pasillo, una morena y gruesa casquivana, escan-

dalosamente escotada y cargada de joyas, le dijo:

–¿Estáis solito, caballero?

–¡Qué te importa!

–Os enojáis… ¿Quizás os distraeríais un poco conmigo?...

¡Soy divertida!

Page 26: Los rufianes en levita

26

–¡Pues bien, ven!

Ambos subieron en coche. La casquivana se declaraba

apasionada y experta en el amor; el aristócrata la siguió a la ca-

lle Marbeuf y subieron las escaleras de un segundo piso. Enton-

ces, en una habitación lujosa, bajo los besos del hombre, la puta,

atrevida como la mayoría de las putas, contó su historia menos

vulgar que la de las demás: Ella había recorrido mundo, sobre

todo el Extremo Oriente; y en su casa tenía una colección de

bibelots y una mezcla de exóticas fragancias.

–Me llamo – dijo – Gabrielle Bouvreuil…

–¿Bouvreuil?... ¡Un nombre de pájaro!2

–Tengo una hermana que es comadrona de 1ª clase, y soy

protegida de un chino, secretario en la Legación… pero está de

viaje…

–¿Te paga, el chino?

–¡No mal!... ¡Oh! tengo mis ahorros… allí… en ese

cajón… veinte mil francos… ¡una nunca sabe lo que puede lle-

gar a ocurrir!... La Comuna… la guerra… Y con todos esos la-

drones de Panamá, conservo mi pasta y no toco nada… Pro, no

quiero tocar el capital, hay que vivir… ¿Tú serás gentil, mi gran

rubio?

–¡Desde luego!

Él estaba en mangas de camisa, y Gabrielle, que había pa-

sado al cuarto de baño, apareció completamente desnuda, un

poco pesada, pero muy sana y voluptuosa.

Las luces de las lámparas besaban el cuerpo de la mujer,

se reflejaban a lo largo de la morena cabellera, hoyuelos y abul-

tamientos aureolaban el tesoro íntimo, – y él parecía no ver na-

da, no desear nada.

–¡A la piltra! – murmuró la Bouvreuil.

–No… mejor sobre el diván.

–¡Bien!

2 Bouvreuil significa petirrojo en castellano. (N. del T.)

Page 27: Los rufianes en levita

27

Gabrielle acababa de extenderse… El se bajó, y, armado

de su puñal, se lo clavó bajo el seno izquierdo… Ella no emitió

ni un grito y expiró…

Enseguida, la Plaçade, evitando la sangre que se deslizaba,

recogió el arma, la limpió, la volvió a meter en su bolsillo, abrió

el cajón y se apoderó de los veinte mil francos de la muerta.

Bajó, con su abrigo claro bajo un brazo, elevado a la altura

de los ojos, a fin de disimular a la mirada del portero su barba de

oro.

Dormitando sobre su asiento, el cochero que esperaba, no

vio al hombre desparecer, y la Plaçade, habiendo tomado un

nuevo fiacre, se detuvo en la plaza Gaillon, a la entrada de las

Fantasías-Parisinas.

Arhtur subió al despacho del director a estrechar la mano

de la Templerie, y, en las bambalinas, besó a Blanche Latour. El

miserable permanecía sin temor y sin remordimientos. ¿Quién

podría pues sospechar y reconocer en él al «gran rubio» de los

Folies Bergere? Había tantos rubios en Paris, y la Brouvreuil

recibía a tanta gente. Aparte de la Sra. le Goëz, dispuesta a sacri-

ficarse, los jugadores del Cosmopolitan Club, los asiduos del

Egipcio, el director de las Fantasísas Parisinas y Blanche indi-

carían – en menos de una hora – el empleo de su tiempo.

Las circunstancias le servían de maravilla, y algunos mi-

nutos por aquí, y algunos por allá, en esta noche tan movida,

crearían una coartada indiscutible.

Y, la Plaçade, en levita negra, bajo el abrigo claro, erraba

ante la casa de la virgen, en el bulevar de los italianos.

¡Cloé! ¡Cloé! Olvidaba el robo y el asesinato. Olvidaba a

la Sra. Le Goëz y su dinero, a Blanche Latour y al placer!

–¡Cloé! ¡Cloé! No soñaba más que con ella, y ella era su

esperanza, su ídolo, su redención!

¡Colé! ¡Cloé!.. ¡Sufría, gemía, moría por la virgen!

¿Es que la señorita de Haut-Brion, tan valiente en sus lu-

chas con el viejo Géraud y el joven Fenwick, y tan altiva con las

Martignac y las Sainte-Radegonde, iba a abandonar a la noble

víctima, Lionel de Esbly, y dejarse hipnotizar por el «Espejo»?

Page 28: Los rufianes en levita

28

¿Es que los criminales rubios debían unirse a las angelicales

rubias? ¿Es que la carne nueva de la mujer iba a vibrar y co-

rromperse bajo la carne prostituida del hombre?

¿Es que uno de los rufianes en levita iba a conquistar a la

virgen?

Page 29: Los rufianes en levita

29

II

LA VIRGEN Y EL RUFIÁN

El castillo de Esbly, ilustre residencia feudal, se elevaba

en medio de un gran parque, cuyos últimos árboles lindaban con

el bosque de Senlis.

Una terraza diseñada en forma de jardín inglés rodeaba el

edificio principal, y los verdes céspedes con macizos floridos,

entre el decorado de altas estatuas de mármol, se prolongaban

hasta un rio que vertía sus cantarinas aguas en el antiguo foso,

considerablemente engrandecido y transformado en un lago,

coronado en el centro por un pabellón de estilo oriental.

Se llegaba a ese pabellón por una calzada de piedras, muy

estrecha, construida en mosaicos, y que servía de lugar de em-

barcadero para una flotilla, realmente maravillosa de arte y gus-

to.

Y por todas partes, en el horizonte, se podía apreciar el

inmenso bosque, con rutas blancas y tortuosas, bajo las profun-

das hayas, los claros poblados de aldeas, las casas de los guar-

dias y sus jardines, las cabañas de caza, y allá abajo, una enorme

brecha por la que pasaba un viaducto atrevidamente construido

sobre un barranco, la línea aérea del ferrocarril.

Fue allí, en ese viejo castillo, donde la condesa Anne y la

Srta. de Haut-Brion se refugiaron después del internamiento de

Lionel en la cárcel central de Poissy.

A partir de ese momento comenzó para las dos afligidas

mujeres una vida de soledad y tristeza en el noble domicilio

donde todo evocaba al querido ausente. Se hizo el vacío en torno

a ellas. Los habitantes de las propiedades vecinas que, de ordi-

nario, acudían a casa de la condesa, cuando su presencia era

señalada, rompieron toda relación: Georges de Lavarennes, el

subprefecto de Senlis y su esposa, siempre aliados de los Esbly,

Page 30: Los rufianes en levita

30

acabaron por hacer a la madre del prisionero una visita de con-

dolencia y no volvieron más al castillo.

Y los días pasaban, todos iguales, en un tranquilo engaño,

pues cada una de las mujeres disimulaba sus sufrimientos para

no aumentar los dolores de la otra.

Cloé se multiplicaba, tratando de aportar alivio en el alma

doliente de su vieja amiga: le realizaba largas lecturas que la

otra escuchaba, sin entender, con la mirada perdida, y muy a

menudo, la Srta. de Haut-Brion dejaba caer el libro y se sumía

en una ensoñación angustiosa.

Así de mustias permanecían la patricia y la virgen, y bas-

taba un ruido procedente del exterior, una puerta que se cerraba,

un criado que entraba, una ventana batiendo bajo la brisa, para

extraerlas de ese éxtasis enfermizo y tal vez mortal.

Pero, valientemente, la virgen se despertó. Sentía el peli-

gro de su sopor y la natural y santa obligación del esfuerzo, y

obligaba a la madre a destruir el embrujo de los pensamientos y

de las tinieblas, a pasear por los jardines e incluso a realizar lar-

gos recorridos por el bosque vecino.

Las personas que las encontraban, aldeanos, granjeros o

guardias, las saludaban, sin atreverse a abordarlas, y, serias, en-

fundadas en sus vestidos negros, caminaban, bajo las hayas ver-

des, hablando de Lionel… siempre de Lionel…

De esas dos almas tan heridas, era la madre la que más

sufría. Ella, al menos, podía gemir abiertamente y exponer sus

tristezas, pero Cloé, aparte de la inmensa pena que le causaba la

terrible aventura de su novio, no podía evitar recordar las ver-

güenzas y oprobios cuyo doloroso secreto conservaba… ¡Cuán-

tas veces la Srta. de Haut-Brion estuvo a punto de arrojarse a las

rodillas de su amiga y confesárselo todo! Siempre vacilaba, por

pudor, por respeto, y también por temor a infligir nuevas penas y

nuevas aflicciones a la anciana dama.

Leal como era, se calló; se calló, a pesar de la obsesión del

pasado que la corroía como un cáncer. ¡Oh! ¡la casa Martignac ¡

¡Oh! ¡Los rostros de la Sainte-Radegonde y de la Michon! ¡Oh!

¡el tío Tiburce! ¡Y la prisión! ¡Y la acera!... ¡La acera!...

Page 31: Los rufianes en levita

31

Luchando contra los malos sueños, fortificada por la dulce

visión de Annete, la virgen solía acudir al pequeño pabellón

oriental, situado en medio del lago, cerca de la flota en miniatu-

ra. Y allí, encontraba numerosas cosas que habían pertenecido a

su novio, instrumentos de pesca, un sombrero de paja, una cara-

bina, fusiles, floretes, toda una colección de armas, una trompa

de caza con la que Lionel anunciaba alegremente a su madre, y

al resto del castillo, que regresaba de una excursión e iba a darle

un beso filial.

Allí había libros, casi todos trataban de temas científicos,

y manuscritos donde el joven doctor de Esbly mostraba una eru-

dición de lo más notable. Desde luego, la joven no podía com-

prender todo, y no intentaba leer todo, pero algo le decía que

esas obras constituirían un día la gloria del adorado, víctima de

las injusticias humanas.

Entre todos los recuerdos de familia que permanecían en

el castillo de los Haut-Brion, propiedad actual del tío Géraud,

situado frente al castillo de Esbly, ella añoraba sobre todo los

retratos de sus padres – de la madre, honorable y cariñosa; del

padre, el marqués Emmanuel, fallecido en Rusia, al día siguiente

de un segundo matrimonio in-extremis. De esa historia lejana,

Cloé solamente sabía – por el tío Géraud– que había tenido una

madrastra y una hermana y, siempre, según la versión de

Géraud, ella imaginaba a la una y a la otra muertas, mientras la

marquesa y su hija vivían penosamente en París, bajo el apellido

de «Lagrange».

¡Oh! ¡Cómo la virgen, en su soledad, y a pesar del cariño

dispensado por la Sra. de Esbly, hubiese amado a la madrastra y

a a la hermana! ¡Con ellas, la vida le hubiese resultado menos

incierta y dura!

Aun sin haberlas conocido nunca, ella incorporaba a la

última marquesa de Haut Brion y a su hermana menor en las

oraciones dichas en honor de sus muertos.

Una carta acababa de llegar a la cárcel central de Poissy. A

Lionel, como a todos los detenidos, se le prohibía escribir, ex-

cepto una vez al mes; esperaba ser autorizado a poder hacerlo

Page 32: Los rufianes en levita

32

más a menudo; no se quejaba de su suerte y se esforzaba me-

diante buenas palabras en dar ánimos a la Sra. de Esbly y a Cloé,

esperando el permiso para verlas. En cuanto a su novia, por des-

gracia, el reglamento era inflexible: solo el padre, la madre, la

esposa y los hijos tenían derecho a visitar a los reclusos.

La condesa Anne solicitaba este permiso cada día y mal-

decía la lentitud administrativa.

Por fin, se dignaron a responderle y, valiente, partió para ir

a abrazar a su hijo.

Al regresar al castillo, tras haber acompañado a la vieja

dama a la estación, la Srta. del Haut-Brion, soñadora y triste, se

sentó en el salón, cerca de una puerta-ventana abierta sobre los

parterres.

Delante de ella se encontraban los jardines floridos, y más

lejos, del otro lado del lago, en esa esplendida mañana de mayo,

el bosque de Senlis extendía sus ramas cubiertas de frondosida-

des nuevas; sobre el cesped, un jardinero, armado con su rastri-

llo, recogía los hierbajos, otro nivelaba la arena de los paseos;

más lejos aún, en un sendero que bordeaba el río, una chiquilla,

con las piernas y pies desnudos, conducía dos vacas de las que

se podían oír los cencerros, y muy cerca, en la parte inferior de

la terraza, un criado en librea lavaba a grandes chorros de agua,

un victoria azul.

Todo el paisaje resplandecía de luz, y, en el patio de

honor, en lo alto del gran portalón, el sol iluminaba el blasón de

los Esbly.

Pero la virgen no prestaba atención alguna a los seres y a

las cosas. Si la primavera formaba parte de la naturaleza, el in-

vierno se alojaba en su corazón. Seguía con el pensamiento a la

condesa de viaje; ella la observaba llegando ante la cárcel cen-

tral, un edificio que desconocía, pero que imaginaba casi idénti-

co a la prisión de Saint-Lazare, con lúgubres construcciones con

ventanas cerradas, barrotes e inmensos patios, plantados de

árboles donde, en lugar de mujeres, iban y venían hombres si-

lenciosos, vestidos con el uniforme gris de los presos.

Page 33: Los rufianes en levita

33

Y entre esos individuos de rostros salvajes, una figura des-

tacaba, noble y hermosa, a pesar de su extraña palidez, ¡Lio-

nel!... El conde de Esbly pasaba, con la cabeza baja, los ojos

fijos al suelo, y de repente extendía los brazos y se arrojaba en

los de su madre, ¡la dulce visitante!

En ese momento del sueño, la mirada de Cloé se dirigió a

la verja de entrada, cerca de la cual se levantaba la caseta del

portero.

Un hombre hablaba con uno de los jardineros, solicitando

una información, sin duda, pues el jardinero extendió el brazo en

la dirección del castillo, y el desconocido siguió la avenida cen-

tral que llevaba a la terraza.

La distancia no permitía a la joven distinguir quien se

acercaba, pero el visitante le pareció vestido con elegancia, y

pronto reconoció al vizconde Arthur de La Plaçade.

¿Qué venía a hacer al castillo? En ausencia de la condesa,

y, después de su confesión de amor en el bulevar de los italia-

nos, ¿debía recibir al aristócrata? ¡No, por supuesto! Iba a adver-

tir a los criados, cuando la idea de un accidente ocurrido a la

Sra. de Esbly o de una desgracia sobrevenida al prisionero, que

el amigo de Lionel iba a informarle, la hizo cambiar de decisión.

Esperaba alarmada y seria.

El Sr. de La Plaçade entró en el salón y se inclinó profun-

damente ante la virgen.

Un traje de paño gris hierro hacía destacar su torso bien

formado, y, dispuesto a representar un papel, el galante estaba

tan reservado como había sido atrevido con motivo de su visita

inicial en la casa del bulevar de los italianos.

–Señorita, dijo, no vengo a hablaros de amor… Me he

propuesto un deber, y, a pesar de un pesado temor, evoco el re-

cuero de mi amigo Lionel de Esbly, condenado injustamente,

encerrado en Poissy, y quisiera ofrecer a la Sra. condesa, su ma-

dre, mis más sentidas condolencias y ponerme a su disposición

si por alguna circunstancia tuviese necesidad de mis servicios.

La Srta. de Haut-Brion respondió:

Page 34: Los rufianes en levita

34

–La Sra. condesa está ausente, caballero, y no regresará

hasta mañana…

–Lo sé, señorita… El criado me lo ha dicho, y si he insis-

tido en ser admitido en vuestra presencia… fue a fin de testimo-

niaros mis sinceras disculpas… El día de mi visita, en el bulevar

de los italianos, enloquecí… estaba fuera de mí… torturado de

amor, y espero merecer mi perdón por mi arrepentimiento y… la

confesión de un error…

Ella balbuceó:

–Olvidemos eso, señor…

Él continuó:

–¡Oh! ¡estad tranquila, señorita de Haut-Brion!... Yo res-

peto… ¡siempre respetaré vuestro dolor!... ¡Sois la novia de

Lionel, de mi desdichado amigo, y sabré, pase lo que pase, acor-

darme de ello!

El hombre ya se despedía de la joven, asombrada de sus

nuevos modales y su lenguaje.

–¿Creéis, señorita, que, mañana, tendré la suerte de encon-

trarme con la Sra. condesa de Esbly?

–Sin ninguna duda, señor.

–Regresaré mañana… Mis saludos, querida señorita…

Y, envolviéndola con una mirada que la turbó hasta el

fondo del alma, se perdió en el campo.

Cloé soñó toda la noche con ese misterioso personaje; se

acordaba de las palabras de amor, de las súplicas, de las amena-

zas, y glorificaba al hombre por haber vencido una ardiente pa-

sión.

La virgen intentaba pensar en Lionel, y siempre se erigía

en la luz la imagen del vizconde de La Plaçade; lo veía como si

hubiese estado allí, con su barba de oro, su cabellera dorada y

sedosa, sus labios rosados y sus grandes ojos azules pensativos;

escuchaba su armoniosa voz, más suavizada en los lamentos:

«… mi amigo Lionel de Esbly… mi más sentido pésame…» y

su voz alta y vibrante en sus declaraciones de amor: «..¡Os

amo!... ¡Os adoro!...»

Page 35: Los rufianes en levita

35

Comparaba al vizconde con su novio, y el vizconde le pa-

recía más apuesto, más seductor, más fuerte.

No, desde luego, ella no lo amaba; ¡no lo amaría nunca!

Su amor pertenecía a Lionel y ella no experimentaba por el otro

más que una natural admiración mezclada con una especie de

terror. Entonces, ¿por qué su espíritu no podía desprenderse del

apuesto vizconde?.. ¡Bah!... Un sueño, un sueño indigno de ella

y que se desvanecería con las primeras luces del día…

¡Y Cloé tenía razón! Cuando el astro apareció, en su mati-

nal triunfo, por encima de los grandes árboles, toda preocupa-

ción se disipó: Lionel reinaba como amo soberano en el corazón

de la virgen.

A las once, la Señora de Esbly llegó e incluso antes de

quitar sus vestimentas de viaje, arrastraba a la Srta. de Haut-

Brion a su habitación:

–¡Oh, querida! ¡Qué horrible casa! – estalló la condesa.

Sí, ¡es espantosa!

–¿Lionel? ¡Habladme de Lionel! – imploró ansiosa la mu-

chacha.

–¡Siempre tan valiente y digno, mi querido hijo! ¡Si supie-

ses que feliz ha sido al verme, y como te agradece, Cloé, haber

venido a vivir conmigo y no haberme abandonado!

–¡Pobre Lionel! ¿Cómo vive allí?... ¿Cómo soporta su

horrorosa existencia?

La condesa la tranquilizó diciendo que el director de la

cárcel de Poissy se había mostrado muy amable con su hijo,

tanto como podía permitírselo la severidad de los reglamentos.

El Sr. de Esbly acababa de ser destinado a la biblioteca; se le

evitaba el contacto parmente con los ladrones y los asesinos.

Y, triste, murmuró:

–¡Lo que me apena, es que mi hijo me oculta algo! … ¿Lo

qué?... Una esperanza… una ilusión… Lo he interrogado… No

quiso responderme…

–¿Tal vez haya descubierto a los miserables que lo han

perdido?

–¡Lionel me lo hubiese dicho!

Page 36: Los rufianes en levita

36

–¿Entonces, qué suponéis?

–¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pero de una cosa estoy se-

gura, ¡Lionel me oculta algo!

La Srta. del Haut-Brion había olvidado completamente

hablar a la condesa de la visita recibida, la víspera, y no fue has-

ta más tarde, en el almuerzo, cuando se acordó del vizconde.

Dijo:

–Ayer, el amigo de Lionel, el vizconde Arthur de La Pla-

çade ha venido al castillo…

La vieja dama levantó la oreja, y, altiva:

–¡Ah!... ¿Qué quería de ti ese caballero?

–No venía por mí… Deseaba testimoniaros la pena que le

causa… nuestra desgracia.

–¿De verdad? – dijo Anne, incrédula – Imagino más bien

que intenta continuar cerca de ti su campaña amorosa…

–Con motivo de su primera visita, en el bulevar de los ita-

lianos, yo le hice saber mi compromiso con Lionel, y, ayer, el

Sr. de La Plaçade no me habló de amor… ¡Eh! ¿Qué ha hecho

ese hombre, mamá, para que vos, tan buena, parezca detestarlo

de ese modo?

–No lo detesto… apenas lo conozco…

–Sin embargo, es amigo de Lionel.

–¡Oh!.. ¡a lo sumo un compañeros del barrio latino!...

Y, celosa, por el honor del hijo bien amado y víctima:

–Espero que no vuelva más…

–Os pido perdón… Me ha anunciado su visita para hoy,

durante el día…

–¡Está bien! ¡Se le recibirá de modo que se le quiten todas

las ganas de amoríos!

La Plaçade no apareció ese día en el castillo, pero al día

siguiente se presentaba en una nueva vestimenta, y fue recibido

por la castellana.

Cloé no asistió a la entrevista, pero tras la partida del

aristócrata, corrió hacia su vieja amiga, persuadida de que el Sr.

de La Plaçade había sido despedido con carácter definitivo.

Page 37: Los rufianes en levita

37

Encontró a la madre de Lionel completamente cambiada;

algunos minutos de entrevista con ese gran encantador que se

llamaba el vizconde Arthur en el mundo y «Espejo» entre las

putas, había bastado para que se produjese la metamorfosis.

La Sra. de Esbly sonreía:

–¡Decididamente, ese vizconde no es un mal diablo! No

piensa ya en disputarte a Lionel y lamenta su declaración amo-

rosa e intempestiva… ¡Un buen muchacho, ese La Plaçade!...

¡Tiene buen corazón! Lloraba evocando el recuerdo de Lionel…

¡Regresará a vernos a menudo, y hablaremos de mi hijo!

Cloé disimuló su contrariedad; hubiese querido no volver

a ver nunca más al vizconde Arhtur; le preocupaba, la turbaba, y

le parecía que le traería alguna desgracia!

Sin embargo, el aristócrata no abusó de la invitación; al

cabo de tres días hizo una visita muy corta, y algunos días más

tarde, anunciaba su regreso a París.

La vida continuó monótona para las dos mujeres, con lec-

turas piadosas, obras caritativas y algunas excursiones por el

bosque de Senlis.

Ahora bien, un domingo en el que ambas iban charlando

por una avenida sombría, paralela a la vía principal, se sentaron

sobre el césped, distraídas con la animación de los alrededores,

de ordinario tan tranquilos.

Se podían oír los músicos de una fiesta de feria; pasaban

personas endomingadas dirigiéndose a la verbena; carromatos de

saltimbanquis iban a instalarse en el lugar ya tumultuoso, se

encendían fuegos al aire libre para los asados, y por todas partes

sonaban fanfarrias, canciones y risas, el habitual jaleo de las

fiestas populares.

La condesa se levantó:

–Vámonos, Cloé; ¡todo este follón me molesta!

Siguieron el sombrío camino para regresar al castillo, pe-

ro, al cabo de algunos pasos, se vieron obligadas a apartarse del

camino para dejar paso a un ruidoso y alegre grupo montado

sobre asnos.

Page 38: Los rufianes en levita

38

Había dos hombres y tres mujeres gritando, cantando y

fustigando a sus recalcitrantes monturas.

Y más atrás, en la lejanía, llegaba una pareja, la mujer so-

bre un asno y el hombre sobre un borrico.

Maquinalmente, la Srta. de Haut-Brion dirigió su mirada

hacia el jinete en la lejanía; se puso muy pálida y fue presa de

una emoción tal que, temiendo desfallecer, se agarró con fuerza

al brazo de la condesa.

¡Acababa de reconocer en las tres primeras mujeres a La

Esponja, Léa y As de Picas!

No conocía a los hombres que escoltaban a las doncellas,

el Rizos y Llega al Pie, aquellos mismos que intentaron asfixiar-

la durante su sueño en la casa del pasaje del Tivoli.

–¿Qué te ocurre querida? – preguntó inquieta, la Sra. del

Esbly– ¡Se diría que te vas a desmayar!

Cloé, vacilante, respondió con un gran esfuerzo:

–No tengo nada, señora… pero, os lo suplico, alejémo-

nos… Regresemos…

Perdiendo la cabeza, intentaba arrastrar a la condesa dese-

ando huir de la maldita aparición; pero el grupo enemigo ya es-

taba allí, cerca de ella, alineado sobre el camino.

–¡Te digo que es la rubia! – vociferó Julia Naumier – ¡Va-

ya casualidad!

–¡Pero sí, es la rubia! – apoyaba Hermance Boussare.

Léa intervino:

–Estáis tontas ¡La rubia es más alta que esa, y no está tan

bien dotada!

Los dos bandidos también observaban a la Srta. de Haut-

Brion, pero tratando de disimular sus rostros.

Llega al Pie comentó a su compañero:

–¡Es ella! ¡Es nuestra «secuestrada»! ¡Si nos reconoce

llamará a los gendarmes! ¡Larguémonos!

–Idiota, estaba dormida, cuando intentamos darle lo suyo,

¿cómo quieres que nos reconozca?

–¡Sí, pero es igual! ¡Ha sido una mala idea venir a la fiesta

de Senlis!

Page 39: Los rufianes en levita

39

Ordenaban la partida a sus compañeras, pero As de Picas,

habiendo bajado de su montura, caminaba hacia la novia del

Lionel:

–¡Veamos lo que te ocurre para mirarnos con esos ojos de

carpa, rubia! No quiero hacerte daño… ¡Hoy es día de fiesta!...

Estamos divirtiéndonos… ¿Quieres venir con nosotras a hacer la

calle?

Fuera de sí, Cloé murmuró:

–¡No os conozco señora! ¡Os aseguro que no os conozco!

–¡Oh! sí, ¡ya entiendo! Disimulas porque estas con una be-

lla dama, y me guardas rencor porque te he dado una paliza en el

bulevar y quise quitarte los ojos en Saint-Lazare donde eras la

preferida, la joya de las monjitas.

La Sra. de Esbly, altiva, declaró:

–¡Os confundís! ¡Esta señorita es mi hija, y no tiene nada

en común con vos!

As de Picas se insolentó:

–¡Ah! ¡Con qué esas tenemos, vieja! Pues bien, preguntad-

le si no fue detenida, una noche, en el Bol de Oro, y veremos se

tiene el coraje de contradecirme.

E, interpelando a la Srta. de Haut-Brion:

–¡Vamos, habla, y dime a la cara si miento!

Completamente lívida, la virgen callaba.

Léa y la Esponja, sin embargo buenas muchachas, se

ofendieron al ver como esa joven amiga a la que habían hecho

un favor, renegaba de ellas.

Léa le preguntó:

–Berthe Vernier, ¿no te acuerdas que fui yo quién te ayudó

a escapar de la casa de la Martignac, dándote el sombrero y el

abrigo del inglés?

No hubo respuesta.

A su vez, la Esponja se plantó ante la Srta. de Haut-Brion:

–¿Y de mí, no recuerdas que siempre te he defendido en

Saint-Lazare, como en el bulevar?...

Cloé parecía no escuchar, y, jadeante, miraba venir a los

otros dos personajes, sobre el asno y el borrico.

Page 40: Los rufianes en levita

40

Y, de pronto, reconociendo a la cabaretera del pasaje Ti-

voli:

–¡La religiosa!.... ¡Ah! ¡Miserable! ¡Miserable!

Era, en efecto, Valerie Michon que avanzaba seguida de

Barnabé, el sepulturero.

Fuera de sí, la virgen corrió hacia la innoble mujer que ba-

jo los hábitos de una monja de prisiones, había ido a casa de los

Loizet a buscarla para conducirla a la muerte; quería desenmas-

carar y castigar al verdugo de la Momia-Reseda, la acusadora

falaz de Lionel; quería – al precio de su vida – hacer justicia;

pero sus fuerzas la traicionaron; emitió un gran grito y cayó,

inerte, en la hierba…

Unos ruidos de voces y pasos asustaron a los malhechores;

los unos y las otras, por razones diversas, temían a los gendar-

mes; y toda la banda, azuzando a los asnos por la brida, despare-

ció en la frondosidad del bosque.

La Sra. de Esbly permanecía inmóvil, mirando a Cloé a

sus pies, sin pensar en socorrerla. Le pareció que tenía un mal

sueño. Cloé, la novia de su hijo, la virgen del honor y del deber,

¿una compañera de esas basuras vivientes? ¡Las putas habían

mentido!... ¡Estaban borrachas!... ¡Sin embargo la Srta. de Haut-

Brion no se había defendido y la aparición de la vieja sobre el

asno le había arrancado blasfemias y gritos de horror!

Una voz conocida sacó a la vieja dama de su sopor.

El vizconde Arthur de La Plaçade se mantenía cerca de

ella, saliendo del follaje.

Él dijo, emocionado y amable:

–Señora condesa, vuestra joven amiga no puede quedar

aquí en el estado en que se encuentra… ¡Permitidme ayudaros a

reconducirla al castillo!

Cloé volvía en sí, y al recuerdo del odioso encuentro, qui-

so huir, pero Anne de Esbly le tendía los brazos, y la virgen

aceptó, llorando, ese refugio maternal.

–¡Ah! ¡Señora! ¡Señora!.... ¡Si supieseis… si pudieseis sa-

ber!...

Page 41: Los rufianes en levita

41

–Yo sé que eres la novia de mi hijo, creo en ti y te quiero!

– dijo muy segura la castellana.

No fue pronunciada otra palabra y la Srta. de Haut-Brion,

aún muy débil y sostenida por el vizconde y la madre de Lionel,

regresó al castillo y pidió autorización para retirarse a sus apo-

sentos.

Pero, antes de dejarla, La Plaçade, aprovechando un mo-

mento en que la condesa volvía la cabeza, murmuró al oído de la

joven:

–¡Cloé, si algún día sois desdichada, pensad en mi!

Por la noche, tras una crisis de lágrimas, la virgen, brava y

decidida, bajó al salón y cayó de rodillas ante la condesa:

–Perdón, señora… ¡y adiós!

–Levántate, hija mía, y explica tus palabras – respondió

con bondad la madre de Lionel.

Pero la virgen, arrodillada:

–Perdón por la espantosa escena a la que habéis asistido…

¡Adiós, señora, pues voy a abandonaros para siempre!

–¡Esas muchachas son unas zorras!... ¡Estaban borra-

chas!... ¡han mentido!

–¡Esas mujeres han dicho la verdad! – gimió la Srta. de

Haut-Brion– ¡Soy yo la culpable, oh, muy culpable de no habe-

ros hecho una confesión completa antes de recibir vuestra hospi-

talidad!

La Sra. de Esbly la obligaba a levantarse y a sentarse cerca

de ella:

–¡Yo creo y creeré siempre en ti! ¡Habla…!

Entonces, la novia de Lionel contó a la vieja amiga sus ex-

trañas desgracias; contó la infame conducta del tío entrando por

la noche en su habitación para violarla; contó la huida nocturna,

su aventura con las prostitutas sobre el bulevar de los italianos;

contó la intervención valiente de Annette Loizet, el honor de la

joven obrera y de los padres; contó su encuentro con Olympe de

Sainte-Radegonde en Notre-Dame-des-Victoires, su despertar en

un lupanar, la evasión gracias a una de las prostitutas, el regreso

a casa de Annette, la historia de la Cría-Reseda, sus promesas,

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42

sus retractaciones, la visita de la falsa religiosa y la aventura del

pasaje Tivoli; no olvidó nada, ni su detención en el Bol de Oro,

ni la denuncia del inglés Reginald Fenwick, ni su estancia en

Saint-Lazare; no olvidó nada más que el testimonio de sus virtu-

des y la expresión de su valentía.

Sin embargo, concluyó:

–¡Siempre me he mantenido pura!

La vieja dama la tomó entre sus brazos:

–¡Hija mía!... ¡mi querida hija!... ¡Yo ya sabía que tú no

eres así… que no podías ser culpable!... ¡Una Haut-Brion no

podría decepcionarme! ¡Abrázame, Cloé, y olvida a todos esos

monstruos!.... ¡Olvida!... ¡Te quiero todavía más ahora que co-

nozco tu martirio!

Quedó un momento pensativa, y luego, exaltada:

–¡Cloé, lo que acabas de contarme comienza a generar luz

en la oscuridad que rodeaba la detención de Lionel!.... ¡He des-

enmascarado… al hombre que lo ha perdido!

–¿Y quién es? – preguntó, jadeante, la Srta. de Haut-

Brion.

–¡El barón Géraud!

–¡Oh! ¡Señora!

–¡Sí, esas mujeres… La Michon y la Cría-Reseda… y ese

hombre… el criado… han sido los instrumentos del viejo!...

¿Por qué no has hablado antes? ¡La desgracia, la gran desgracia

no habría ocurrido!... ¿Por qué cuando te he preguntado si co-

nocías a alguien que tuviese algún interés en impedir tu matri-

monio, has respondido que no conocías a nadie?

–¿Y vos imagináis?... ¿creéis?... – preguntó la virgen es-

pantada.

–El barón Géraud te amaba… te deseaba… ¡Un matrimo-

nio suponía para él un obstáculo!... ¡Se ha desembarazado de mi

hijo!… ¡Está claro!

Y tomando entre las suyas las manos de la joven, mirada

contra mirada:

–Cloé, ¿es que nunca lo has pensado?

Page 43: Los rufianes en levita

43

–Sí, señora, a menudo, pero siempre he rechazado esa idea

como algo injusto… y además…

–¿Y además, qué?

–Señora, si el barón Géraud huibese querido separarme de

Lionel, podría hacerlo sin cometer un crimen abominable… Es

mi tutor, y nada le resultaría más fácil que oponerse a mi matri-

monio…

–Sí, pero la pasión… ¡el innoble deseo!... En fín, ¡Dios

nos protegerá y sabré la verdad sobre el barón Géraud!

Desde hacía algunos días, una intimidad más grande aca-

baba de establecerse entre la condesa Anne y el vizconde de La

Plaçade. Arthur siempre hablaba de su amigo Lionel y nunca del

amor que quemaba sus entrañas por la virgen. Se había alojado

en el mejor hotel de Senlis, y gracias a los estipendios de la Sra.

Le Goëz, hacía sus visitas a caballo, en coche, en bicicleta y

algunas veces en automóvil.

Y ahora, seguro de la amistad de la condesa y de sus gran-

des y pequeñas entradas en el castillo, El Sr. de La Plaçace re-

tomaba su rol de enamorado. Pronto resultó para Cloé un supli-

cio a todas horas. Ya no se limitaba a murmurar frases galantes;

escribía y, cada noche, en su habitación, la joven encontraba una

nota vibrante de pasión… Sola, en el jardín, veía bruscamente

aparecer al bello Arthur como si, flor humana, hubiese emergido

de un parterre de flores, y, por la noche, lo observaba al claro de

luna bajo sus ventanas.

Arthur ejercía un misterioso poder sobre la virgen. Todav-

ía no era amor, pero una especie de fascinación que la obligaba a

mirarlo de cerca, de no desviar sus ojos al mirarse, por así de-

cirlo, en el espejo vivo. Él llevó su atrevimiento hasta pedir una

cita nocturna a Cloé en el pabellón donde tan a menudo la ado-

rada de Lionel pasaba horas en solitario; ella lo rechazaba, in-

dignada, y amenazaba con hacer echar a Arthur por la conde-

sa… Pero, por temor al escándalo, se calló y la obsesión se hizo

más fuerte y dolorosa… ¡Oh! hubiese deseado que el aristócrata

se fuese al otro extremo del mundo y, sin embargo, si permanec-

Page 44: Los rufianes en levita

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ía un día lejos de ella, a la virgen le parecía que el castillo se

llenaba de tristeza y sombras.

Una noche, después de la cena, la Sra. de Esbly y la Srta.

de Haut-Brion, sentadas sobre la terraza, miraban formarse una

tormenta en el cielo. Los árboles del jardín todavía estaban sua-

vemente iluminados por la luna; pero unas nubes se deslizaban

muy negras y nada se movía en el campo… Los árboles, los

matorrales, las flores, se mantenían inmóviles bajo el tranquilo

sopor de un calor pesado… De pronto, todo se oscureció y el

resplandor de un rayo iluminó las sombras, seguido de lejanos

truenos.

La condesa, a quién la tormenta ponía nerviosa, se levantó

para regresar a su habitación.

–¿Queréis que os acompañe, mamá? – dijo Cloé, de pie y

dispuesta a ofrecer su brazo a la castellana:

–¡No, hija mía, gracias… y hasta mañana! Voy a dejar en-

treabierta la puerta que da a la terraza… No tardes, querida…

La castellana ganó la gran avenida; un enorme perro de las

montañas corrió hacia su ama.

La Sra. de Esbly lo acarició:

–¡Eh! ¿Estás aquí, Minos? Vamos, ¡se bueno y haz guar-

dia!

El animal corrió a través del parque, y sus ladridos se con-

fundieron con los nuevos truenos que se acercaban.

Cloé permaneció sola un instante sobre la terraza, y tuvo

la idea de dirigirse al pabellón donde le gustaba soñar con Lio-

nel.

Eran las diez. Los criados estaban acostados y la Sra. de

Esbly acababa de cerrar su puerta.

Al llegar al pabellón, la virgen encendió las velas de los

candelabros y se instaló en un sofá de bambú con un libro en la

mano.

Fuera, la tormenta estallaba con toda su intensidad; las

grandes ráfagas sacudían los árboles; parecía como si la natura-

leza se hubiese espantado;; unos murciélagos chocaban contra

los vidrios de las ventanas; las alondras, los quebrantahuesos,

Page 45: Los rufianes en levita

45

todos los pájaros de la noche y del día, revoloteaban en la negru-

ra, con graznidos lastimeros y lúgubres aleteos, y la lectora, bajo

los resplandores de los rayos y los ruidos del trueno, permanecía

inquieta en su asiento.

De repente, la puerta del pabellón se abrió y el vizconde

Arthur apareció ante la sobrina del barón Géraud:

–¡Cloé!…. ¡soy yo! ¿No os alarméis?

La Srta. de Haut-Brion lo miró, valiente:

–¿Por qué habría de tener miedo? ¿No es usted un hombre

decente? ¿Qué he de temer, señor?

–Nada, señorita… ¡Pero el hombre decente os adora y no

puede vivir sin vos!

Ella estaba de pie, siempre dueña de sí misma:

–¡Vos sabéis bien, señor de la Plaçade, que no puedo res-

ponder a vuestro amor! ¿Queréis retiraros?… ¡No es hora ni

lugar para mantener esta conversación!

–Si no queréis escucharme, ¿por qué habéis acudido a mi

cita, señorita?

–¿Vuestra cita?... No comprendo…

–¿No habéis leído mi carta?; sin embargo ha sido deposi-

tada, como las otras, en vuestra habitación.

–¿Y en esa carta vos osáis a proponerme una cita…por la

noche…. en este pabellón?

–Sí, a las once… ¡Son las once, y he llegado!... ¡Oh, Cloé!

Os lo suplico, confesad que es por mí por lo que habéis veni-

do… ¡Cloé, me esperabais!

–¡No, señor! ¡Y si hubiese encontrado vuestra carta la

habría roto como todas las demás, sin leerla!

Y, decidida:

–Pues bien, de acuerdo, señor, hablemos… o más bien, es-

cuchadme: Desde hace mucho tiempo me acosáis con vuestras

declaraciones y cartas, y, a pesar de vuestros juramentos de

amistad por Lionel, volvéis a hacer en esta casa lo que habéis

hecho en París, en el bulevar de los italianos, ¡cuando me vi

obligada a echaros! Señor, espero que en el futuro os abstengáis

Page 46: Los rufianes en levita

46

de vuestras extravagancias que no pueden más que comprome-

terme… ¡Yo amo a Lionel y no amaré a nadie excepto a él!

–¡Lionel está deshonrado!

–¡Lionel es un mártir!

–Jamás, ¡él no os ha adorado, como yo os adoro!... ¡Cloe,

no penséis más en ese hombre que no puede ser vuestro marido!

¡Sed mía Cloe!... ¡Sed mi esposa y no os encerréis en esta casa,

donde un día se os reprochará el pan de la hospitalidad!... ¡Yo

soy rico! ¡Yo os adoro!... ¡Sed mi esposa!

Él se acercó, llenándola con su aliento; ella no se atrevía a

moverse. Un calor la quemaba; se sentía tomada de un incom-

prensible vértigo y la voz del hombre resonaba en sus oídos co-

mo una música celestial – más bien infernal, pues la Plaçade

parecía transfigurado, con su barba de oro bajo el fuego de los

rayos y sus ojos arrojando llamas.

Era bello, de una belleza casi sobrehumana.

Ella juntaba las manos en una suprema oración, y él, co-

mediante maravilloso, emitía sollozos de dolor:

–¡He luchado!… ¡No puedo luchar más!

Entonces, envolviendo la graciosa cintura con sus dos bra-

zos de Hércules:

–¡Ven! ¡Ven, Cloé! ¡Un coche nos espera! ¡Ven!... ¡Te

amo!... ¡Te adoro!...

La virgen pedía auxilio; el ruido de los truenos eclipsaban

sus gritos; trataba de huir; sus rubios cabellos se desataron; la

blusa se rasgó, poniendo al desnudo su cuello y sus hombros,

dándole la apariencia de una muchacha gozando…

En el momento en el que el vizconde de La Plaçade llega-

ba al pabellón y sorprendía a la Srta. de Haut-Brion leyendo, un

hombre, vestido completamente de gris, con la cabeza cubierta

de un sombrero de fieltro de amplias alas, escalaba la muralla

del parque…

Minos, el perro guardián, con los pelos erizados y los ojos

ensangrentados, iba a saltar sobre el visitante nocturno; pero una

voz y unos gestos lo habían calmado, y el animal, alegre y dócil,

Page 47: Los rufianes en levita

47

se puso a lamer las manos y se levantó para besar cariñosamente

el rostro del hombre.

Avanzando de árbol en árbol par no ser traicionado por la

luz de los relámpagos, el visitante bordeaba la terraza, y cuando

se disponía a introducir una llave en la cerradura, observó que la

puerta estaba entreabierta.

El hombre no dio importancia a este hecho y recorrió el

vestíbulo del castillo.

Evidentemente conocía la casa, pues subió por la escalera

sin la menor vacilación en la oscuridad.

Sobre el rellano del primer piso se detuvo ante una habita-

ción, y, allí, su corazón latió con extrema violencia: sus brazos

temblaron y sus piernas desfallecieron… Se recuperó y golpeó

suavemente la puerta…

–¿Eres tú, Cloé? – murmuró la voz de la condesa Anne.

Él guardaba silencio, y la voz insistió:

–Responde… ¿Eres tú, Cloé?

No se atrevía o no podía responder.

Entonces, la puerta se abrió, y la condesa, a la vista del

hombre, a punto estuvo de desvanecerse:

–¡Lionel! ¡Mi Lionel!

–¡Sí, madre, soy yo!... ¡Silencio!

Él la arrastraba a la habitación, cerrando la puerta tras

ellos.

La Sra. de Esbly lo cubría de besos, lo mojaba con sus

lágrimas:

–¡Lionel! ¡Mi Lionel! Dios ha escuchado mis oraciones!

¡Lionel! ¡Mi Lionel! ¡Mi Lionel!

–¡Madre, te lo suplico, tranquilízate!... Solo puedo que-

darme aquí un momento… ¡Necesito hablarte!

–¿Te has evadido? – balbuceó la condesa.

–¡Sí, con la ayuda de dos guardias que recompensaré re-

almente algún día!

–¿Qué piensas hacer?

–Ahora abrazarte… y luego, tomar algún dinero y escapar

lo antes posible al extranjero.

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48

–¡Partir! – gimió – ¿Partir?

–¡Oh! por algunos meses solamente, a fin de proseguir las

investigaciones… Luego, regresaré… ¡y cuando sean castigados

los calumniadores no nos abandonaremos más!

–¿Conoces a tus calumniadores?

–¡No, pero estando libre podré desenmascararlos!

La Sra. de Esbly temía dar una falsa esperanza a su hijo;

no le habló del barón Géraud, y tan solo dijo:

–¡Lionel, nosotras los descubriremos y serás vengado!

–¿Y Cloé?

–Ella siempre ha estado aquí… siempre te ha amado…

¿Quieres verla?

–¡Sí, creo que la despedida de mi bien amada me dará va-

lor!

–Espera… voy a avisarla… No es necesario que tú apa-

rezcas bruscamente ante ella… Su emoción sería demasiado

grande y peligrosa…

–¡Ve, madre!

Ella entregó a su hijo un fajo de billetes y corrió a la habi-

tación de la Srta. de Haut-Brion.

Volvió pálida como una muerta y tenía en la mano una

carta abierta, pinchada con una flor.

–¿Qué te ocurre, madre? ¡Me das miedo! – dijo el joven.

Ella lloraba; él preguntó:

–Vamos, ¿qué te pasa?--- ¿Cloé? ¿Dónde está Cloé?

–¡Cloé es indigna de ti! ¡Es una miserable… una mujer

perdida!... ¡Ella está… está encerrada en el pabellón con su

amante!

–¡Imposible! – exclamó Lionel.

–Por desgracia, sí… ¡Mira!… ¡Lee!

Y tendió la carta a su hijo.

Él leyó, estremeciéndose de rabia:

«Cloé, amor mío, te esperaré esta noche, como las demás

noches, en el pabellón del parque… ¡Ven! ¡Oh! ¡ven!

Mil besos sobre tus adorados labios.

Page 49: Los rufianes en levita

49

«ARTHUR.»

El aristócrata aplastó el papel con disgusto:

–¡Esto es un error o una inmunda calumnia!

–¡Debemos asegurarnos! ¡Bajemos, hijo mío, y se valien-

te!

La Sra. de Esbly y Lionel se tenían de la mano y atravesa-

ban los jardines, corriendo.

La tempestad los envolvía con sus ráfagas, y se produjo un

gran ruido de trueno cuando llegaron al pabellón cuyas luces

interiores se filtraban por los cristales.

De un empellón, Lionel forzó la puerta y vio a Cloé, des-

hecha y despeinada, entre los brazos de La Plaçade.

–¡Lionel! ¡Lionel! – gimió, perdida, la Srta. de Haut-

Brion.

–¡Miserables! – gritó el joven aristócrata, arrojándose en

el interior de la estancia.

–¡Miserables! – repitió la condesa Anne.

Pero el gran Arthur ya había tomado a la virgen y la lleva-

ba, alejando a los otros de su fardo vivo.

El prisionero evadido quiso perseguirlos; la condesa lo de-

tuvo:

–¡No, Lionel!... ¡Esa muchacha es una criatura innoble!

¡Debes olvidarla!

Una voz imploraba a través de las ramas rotas por la tem-

pestad y bajo el cielo iracundo:

–¡Lionel!... ¡Lionel!

La voz, cada vez más lejana, gemía:

–¡Li… onel!

Se perdió en un último estrépito de la tormenta.

Y mientras el aristócrata se dirigía al Havre para embar-

carse y navegar hasta Estocolmo, el rufián huía con la virgen

conquistada.

Page 50: Los rufianes en levita

50

III

EL LANZAMIENTO

París es el centro universal de la acción, y la Ciudad de la

Luz no pierde mucho tiempo con un suceso, pues siempre nece-

sita un nuevo decorado y una nueva aventura.

Los vendedores ambulantes gritaban, a lo largo de los bu-

levares:

–Compren El Trueno Parisino… ¡cinco céntimos!

Y pronunciaban los gigantes titulares:

El Crimen de la calle Marbeuf.

Los 20.000 francos de Gabrielle. – Un rufián en levita.

Se abrió una investigación sobre la muerte de Gabrielle

Bouvreuil; hubo alguna detención sin consecuencias por falta de

pruebas y la historia fue enterrada entre un estreno en las Fantas-

ías Parisinas y la apertura del Concurso Hípico y las carreras de

bicicletas y automóviles.

¡La Srta. de Haut-Brion vivía con el gran Arthur! Sí, esa

hija de marqués, insultada por Lionel y la condesa Anne, esa

virgen heroica, completamente devota a la causa del desdichado

novio, se había entregado a la Plaçade. ¿Quién habría podido

protegerla contra sí misma? Fragmentos de su historia le mos-

traban la fatídica soledad, por así decirlo, desde la muerte de sus

padres y la tentativa criminal del tío hasta la acusación del

aristócrata adorado... ¡Sola! ¡Siempre sola!

Y como si su destino fuese ignorar las transiciones, la vir-

gen que, antaño, cayó desde un aristocrático palacete al arroyo,

Page 51: Los rufianes en levita

51

había pasado bruscamente del honorable castillo del Oise a un

picadero de soltero, y del amor ideal al placer carnal.

Arthur le había prometido matrimonio: su hermano mayor,

el brillante coronel del 31 regimiento de dragones en Lunéville,

aprobaba su conducta, y las bodas tendrían lugar próximamente.

Pero, tras una breve luna de miel, el asesino de la Bouvreuil

cambiaba de parecer y comenzaba a reaparecer en él el rufián en

levita.

Al principio, La Plaçade aludió a las dificultades de vivir

en París; luego ensalzó las grandes fortunas de varios amigos del

Cosmopolitan Club, argumentando con ello la libertad de su

ídolo. ¡Dios mío! ¡Vivir amancebados bien valía el matrimonio,

pues esa vida sin dinero se convertiría en un infierno!

¡Pobre Cloé! ¡Pobre virgen decepcionada! ¡Pobre tórtola

fascinada bajo la mirada de la serpiente!... ¡Cuántos rubores!

¡Cuántas lágrimas! ¡Cuánta vergüenza!

La Srta. de Haut-Brion era una yegua dócil a la que

el gran Arthur había bautizado: «Lilas» y a la que conducía

eficazmente con la fusta en la mano, con una atrevida divisa

sobre su montura:

«LILAS

Tu es femina, et super hanc feminam oedificabo «ga-

lettam» meam! »3

***

¿Esta noche?

–Sí, esta noche.

–¿Y cómo se llama ese amigo del círculo?

–Jacques Le Goëz.

–¿El banquero del bulevar Saint-Germain?

3 Tú eres mujer, y sobre tu condición de mujer, yo edifico mi fortuna!

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52

–¡El mismo!

Lilas, la bella Lilas, a la que todo París conocía por

verla, desde el comienzo de la primavera, en el Bois y en las

carreras, en un elegante victoria, portando la olorosa flor cu-

yo nombre llevaba, Lilas, vestida con un batín de seda rosa

adornado de finos encajes, sus pequeños pies calzados con

babuchas orientales, los cabellos negligentemente retenidos

sobre la nuca con un alfiler de coral, saltó del diván sobre el

que estaba medio tumbada y corrió hacia un mueble que

abrió.

Extrajo unas cartas, y presentándolas al vizconde

Arthur de La Plaçade, su amante, dijo:

–¡Mira! ¡Lee lo que me escribe… tu amigo Le Goëz!

El joven hombre rechazó las cartas y sonriendo dijo:

–Conozco a esos cobardes voluptuosos; tú me los

has mostrado ya uno a uno…

–¿Y no has comprendido?

–¡Sí! Te propone convertirte en su amante; te dice

que es millonario y que está dispuesto a poner su fortuna a

tus pies…

Ella exclamó:

–¿Y persistes en recibir a ese individuo, aquí, esta

noche, a cenar… cuando sabes que me desea y que hará todo

lo que esté en su mano para poseerme?

–¡Dios mío, sí, querida, insisto!

–¿Pero qué clase de hombre eres?

–¡Un hombre que te adora, mi Lilas!

–¡Bonita manera de adorar a una mujer!

–¡Creo que es la idónea! Por lo demás, ¿qué tienes

que temer? ¿Acaso no estaré contigo? Le Goëz no te comerá.

Él la obligaba a sentarse de nuevo, y, de rodillas ante

ella, dijo con su voz cálida y vibrante:

–Todos mis amigos te desean, Lilas: lo que demues-

tra que eres la más adorable de las bellezas rubias.

Lilas permanecía pensativa, jugando maquinalmente

con el fajo de cartas que todavía tenía entre sus manos. Art-

Page 53: Los rufianes en levita

53

hur, se miraba en un espejo de Venecia, por encima de su

amante, y pensaba que él también era irresistible con su as-

pecto de gigante, con el oro de su barba tan ligera como una

madeja de seda, y sus grandes ojos donde se miraban las mu-

jeres; y, sin embargo, después de una disputa con la Sra. Le

Goëz, vegetaba en ese apartamento de la calle de Atenas,

lleno de deudas, ¡a punto de ser expulsado por una miserable

suma!

¡Venga ya! ¿Acaso iba a caer y ver desvanecerse su

gran idea del «Bar-Florido»? ¿ Es esto lo que ocurre a uno

en la Ciudad de la Luz, cuando se es un aristócrata, apuesto

muchacho, y libre de prejuicios? ¿Es que puede permitirse el

lujo de venirse abajo cuando se es un espejo… de mujeres?

Y se felicitaba el vizconde por entregar a Lilas a Le

Goëz, mientras que, por su parte, iba a intentar una reconci-

liación con su vieja y siempre enamorada Eléonore.

Él llamaba a eso, comer en dos pesebres de amor, y

el asunto no dejaba de tener su comicidad, puesto que la

misma pareja proporcionando el doble pasto.

El vizconde besó uno de los pequeños pies desnudos

de su amante:

–¿Me amas, Lilas?

–¿Si no te amase, Arthur, te hubiese seguido? ¿Me

hubiese entregado a ti por completo?

–¡Cuando se ama a una persona se hace lo que se

puede para serle agradable!

–Me parece que no puedes quejarte de mí.

De pie, con las cejas fruncidas, Arthur declaró, seve-

ro:

–Hoy… un poco…

–¿Por culpa de tu amigo, Le Goëz?

–¡Sí… a causa de Le Goëz!... ¡Tengo derecho a re-

cibir a mis camaradas!

Y suspirando:

Page 54: Los rufianes en levita

54

–¡Le Goëz es… rico!... ¡Acaba de emprender un ne-

gocio que le ha reportado más de dos millones! ¡Ah! ¡Es un

hombre cuya amistad hay que cultivar!

–¿Por mí, no es así, Arthur?

Él cambió de actitud, temiendo ofenderla y alejarla

merced a unas órdenes demasiado cínicas:

–Por ti… por mí… por nosotros… El Sr. Jacques Le

Goëz es un anciano… inofensivo y encantador.

–¿Olvidas que ese caballero me ha conocido antes,

con mi familia… y que su presencia aquí me resultaría into-

lerable?

–¡Bah! ¿Qué puede significar eso para ti en este

momento en el que la Srta. de Haut-Brion ha arrojado su go-

rro por encima… de los castillos del Oise?

Ella se levantó, muy encendida:

–¡Cállate!... ¡Te ordeno que te calles! ¡Te prohíbo

pronunciar unos apellidos que debo y quiero olvidar!... ¡Me

llamo Lilas!

Todas las veces en las que el vizconde arrojaba una

alusión al pasado, Cloé se encolerizaba…

Después de aquella noche en la que la Sra. de Esbly

y su hijo la sorprendieron con La Plaçade y la acusaron, sin

permitirle justificarse, descendió una impenetrable cortina

entre su vida de lucha y de honor y la nueva existencia.

Cloé era otra mujer, y si la imagen de Lionel regre-

saba a su memoria, ella observaba a un ser querido, –un

muerto– cuyo recuerdo se desvanecía progresivamente. To-

do el amor que había sentido por el conde de Esbly se fundía

en otro amor. Adoró a Lionel con toda la ternura de su alma

virginal, pero con la carne dormida y sin el aguijón del de-

seo; hoy, ella amaba a La Plaçade, pero aunque la carne vi-

braba, el corazón no participaba en absoluto en la obra del

sexo que la hacía aullar de voluptuosidad.

Arthur respondió:

–¡Está bien, está bien, mi pequeña Lilas, no te

hablaré más de tu nobleza!... ¿Bésame, quieres?

Page 55: Los rufianes en levita

55

Ella se arrojó, golosa, a sus labios, y él murmuró tras

los cálidos besos donde ella daba lo mejor de un tempera-

mento joven y robusto:

–Sin embargo sería muy gentil de tu parte, Lilas, si

en lugar de este apartamento original, pero estrecho, poseyé-

semos un palacete en los Campos Elíseos, con caballos en

nuestras cuadras y coches en nuestras cocheras, y si, en lugar

de tu criada y de mi sirviente para todo, estuviésemos servi-

dos por mayordomos, alimentados por un chef, conducidos

por un cochero inglés!... ¡Joyas para Lilas… Pasta a espuer-

tas!

–¡Muy gentil, en efecto, pero, eso es un sueño!

–¡Un sueño que Le Goëz podría realizar!... ¡Oh! Sin

el menor riesgo para tu virtud… y dejándonos continuar con

nuestros amores.

–No lo entiendo…

–Le Goëz… es un viejo inofensivo… y encanta-

dor…

–¡Ah!

–¡Claro!... ¡Un besugo!... A propósito, ¿Vestris te ha

envido el vestido para la velada?

–No; pero no hay prisa.

–Disculpa, pero eso es urgente, pues quiero que te

pongas bellas esta noche… ¡especialmente bella esta noche!

–¿Para el Sr. Le Goëz? – preguntó desdeñosamente

Lilas.

–¡Para él, y para los demás!

–¿No viene solo?

–No; he invitado a la Templerie, el director de las

Fantasías Parisinas y al doctor Hylas Gédéon.

–¿El doctor Hylas Gédéon? –balbuceó Cloé, con un

movimiento de espanto y horror.

El aristócrata dijo sarcástico:

–Es un médico útil… ¡Muchas mundanas y todas

esas señoritas lo adoran! Y además, es tan divertido, ¡«El

Pobre Ovarista»!

Page 56: Los rufianes en levita

56

–¿Pobre Ovarista?

–Un nombre que se le ha dado en el círculo, a causa

de su especialidad: ¡la extracción de ovarios!... Pero también

se le llama el doctor Mata-mozas!

Tomó su sombrero, se puso el abrigo, un abrigo de

terciopelo negro, y dijo:

–¿Tienes dinero, Lilas?

–Sí, Arthur.

–Yo ya no tengo más, y como voy a dar una vuelto

por el círculo…

–Me quedan veinte luises…

–¡Poca cosa, veinte luises!... Dámelos igualmente

Lilas entregó a Arthur cuatro billetes de cien francos

que introdujo en su cartera.

En el momento de partir, se volvió hacia su amante

y, cruzándose de brazos:

–¿Sabes querida?, ¡esta existencia no puede durar

mucho!... ¡nacido aristócrata, necesito vivir como tal!... ¡De-

bes ayudarme!... ¿Comprendes?... Hace un mes que tengo el

honor de poseerte; he hecho las cosas en grande… Ahora

estás cotizada entre las mujeres más hermosas de París…

¡Estás lanzada!... Dices que me adoras… ¡Ya es hora de que

me lo demuestres!

–Pero… Arthur… ya…

–Sí… sí… ¡eres muy gentil!... ¡muy gentil!...

Y, sin permitir a la inocente amante rebatir su idea

lujuriosa:

–No necesito recomendarte estar bella esta noche; lo

eres siempre... pero, te lo suplico, Lilas, se amable, muy

amable con esos caballeros… sobre todo con Le Goëz… ¡Lo

demás irá por sí solo!... Vamos, querida, ¿un beso?

Ella lo besó y dijo:

–¡Arthur, no me impongas esa humillación!

Él adoptó un aire de contrariedad:

–¿Qué humillación?... ¿Cómo?… Recibo a mis ami-

gos en mi mesa; te ruego que seas simpática con ellos; ¿te

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57

halago y te sientes humillada? ¡Realmente, Lilas, no te en-

tiendo!

Cloé inclinaba la cabeza:

–¡Y yo, yo te comprendo demasiado!… por desgra-

cia.

El Sr. de La Plaçade estalló:

–¡Pues bien, tanto mejor! ¡Expliquémonos!... ¡Tu

coche, tu caballo, tus vestidos no están pagados!... ¡Todos

nuestros acreedores nos persiguen!... Benoit, mi criado, y Ju-

lie, tu dama de compañía, reclaman sus sueldos y se vuelven

cada vez más insolentes... ¡El propietario del apartamento

gruñe y amenaza por los dos meses de retraso en el pago!...

Esta mañana he tenido que calmar a mi sastre mientras le

encargaba nuevos pedidos… Pero, todo eso no tiene impor-

tancia... Me falta dinero en el bolsillo… Tengo deudas de

juego… ¡Para un clubman como yo es una vergüenza irre-

mediable!... ¡Supone la desesperación!... Tú puedes salvar-

me, pero puesto que encontrarte con el Sr. Le Goëz, un an-

ciano amigo de tu familia, debe causarte una tan grande

humillación, voy a invitar a esos caballeros a un restaurante.

Y de repente, cambiando de tono, añadió con una

voz llena de sollozos y lágrimas:

–Mi pobre amiga, ¡mejor será que nos separemos!

La joven mujer se arrojó a sus brazos y lo estrechó

hacia ella, como si fuese a perderlo:

–¡No! ¡no! ¡Te lo ruego, Arthur, no me dejes! ¡Mo-

riría!

Con su mano enguantada, él acariciaba su barba de

oro, y mostraba una sonrisa triunfal. Era su oficio ser adora-

do por las mujeres y su orgullo domarlas y servirse de ellas.

–Sí, Lilas, ¡si no eres razonable nos separaremos!

Ella lo devoraba a besos:

–¡Haré todo lo que quieras!... todo… todo… a pesar

de mi vergüenza... ¡a pesar de tu ignominia!... ¡Arthur… ya

no tengo familia, ya no tengo honor, y consiento en vender-

me… en prostituirme por ti!

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Y mirándolo, exaltada:

–Pero escucha bien, Arthur, si alguna vez me enga-

ñas con otra mujer, me vengaré, ¡oh! Sí, ¡me vengaré!... ¡Me

entrego por completo, y te quiero en exclusividad para mí,

amor mío!

Él la besó, y, lanzando por encima de la cabeza de la

enamorada una mirada al espejo para ver si nada había arru-

gado su traje, regresó al lenguaje trivial empleado una noche

con la vieja Eléonore:

–¡Excita a Le Goëz!... ¡Excítalo!... ¡Excítalo!...

Y salió, enfundado en su frac de cuello de terciope-

lo, con un bastón en la mano y el sombrero calado sobre la

oreja.

La joven mujer, sentada cerca de la ventana, abrió

un libro: siempre, en sus raras horas de aislamiento, ocupaba

su espíritu para alejar los recuerdos.

Aunque Lilas pretendía que la Srta. de Haut-Brion

estuviese muerta, en el fondo de su conciencia quedaba una

pequeña llama dispuesta a reavivarse. También, embotaba su

mente por todos los medios posibles: el teatro, los concier-

tos, el circo, los paseos, los ricos vestidos, y se embriagaba

de su loco amor, un amor carnal donde se mezclaba un in-

menso desdén por el héroe. A veces tenía una grandes ganas

de escupirle su vergüenza al rostro, pero una mirada de Art-

hur la metamorfoseaba y de nuevo se convertía en una es-

clava lujuriosa y sumisa.

Sin embargo, La Plaçade jamás había mostrado tanto

cinismo, y ella permanecía muy turbada.

A las cuatro, Julie, la dama de compañía, anunciaba

a su ama una recadera de la casa Vestris:

–Esta muchacha trae el vestido de la señora…

–¿La señorita Angéla Bouchaud, la costurera?

–Conozco a la Srta. Angéla y no es ella…

–Está bien, hazla entrar…

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Una gran y bonita morena avanzaba, y, a la vista de

Lilas, permaneció incapaz de hacer un gesto u emitir una pa-

labra.

Cloé tartamudeó, sonrojada:

–¡Annette!... ¡Annette!... ¿Tú?

La hija de los Loizet tuvo un impulso de corazón

–¡Oh! Señorita de Haut-Brion, qué feliz soy de vol-

ver a veros.

–No me llames así, Annette – dijo tristemente la so-

brina del barón Géraud– ahora me llamo Lilas, y tú lo sabes,

puesto que es por ese nombre por el que has preguntado…

Y para cambiar de conversación:

–¿Trabajas ahora con Vestris, Annette?

–Desde hace algunos días… ¡Es toda una historia!...

¿Queréis que os la cuente?

–No hace falta, mi querida amiga… Deja el paquete

en alguna parte… y…

Una nube de tristeza ensombreció a la joven obrera:

–¿Me despedís ya, señorita Cloé?... A mí que tanto

os quiere… que me place tanto presentaros mis respetos y

los de mi familia…

–¡Tu lugar no está aquí, Annette!

Una sonrisa iluminó la fisonomía de la parisina, y,

con esta franqueza que la hacía adorable:

–¡Oh! Sí, ¡ya lo adivino! Os molesta verme en vues-

tra casa, porque ahora os llamáis señorita Lilas… ¿Esa seño-

rita Lilas de la que tanto se habla en el almacén?... Y bien,

¿Qué me importa a mí que hayáis cambiado de nombre y

que seáis, como también se comenta en el almacén, la aman-

te de un apuesto vizconde? ¿Acaso cada uno no es libre en la

vida?... A mis ojos, vos soy siempre la misma persona, ¡una

de Haut-Brion a la que amo y respeto!... Y eso es todo, yo

dejo que los demás hablen…

–¿Y qué dicen… los demás? – interrogó Cloé.

Annette se alzó de hombros:

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–¡Tonterías! ¡Mentiras!... ¿Queréis probaros vuestro

vestido, señorita? ¡Oh! ¡una obra maestra!... No se hacen

más que obras maestras en la casa Vestris! Solamente los

nudos de los hombros no están cosidos… ¡Están hechos de

una pieza!... Tengo aquí mi hilo, mi dedal, mis agujas…

¿Dónde me pongo, señorita?... ¡No quisiera estorbar!...

Instalada ante la ventana, Annette se puso manos a

la obra, y sus dedos actuaron agiles, al mismo tiempo que su

lengua:

–Antes os decía, señorita, que mi entrada en la casa

Vestris era toda una historia… sí, una historia de buenas per-

sonas… Mi pretendiente tiene una prima «señorita» en la ca-

sa, y, gracias a ella, se me admitió inmediatamente en el ta-

ller de costura… Soy muy feliz allí, pero hay cosas que me

molestan… De entrada, está prohibido cantar… y claro, im-

pedirme cantar es como si se impidiese a un mono hacer

muecas… Me callo durante cinco minutos, y… las canciones

recomienzan y se me pone una multa!... Luego, a la salida de

los almacenes, tenemos un tropel de caballeros detrás de

nuestras faldas… Nos rodean, nos siguen… Algunas los es-

cuchan… ¡yo, los envío a paseo!

–Hablas de tu pretendiente, ¿es que te vas a casar,

Annette?

La costurera mostraba sus dientes blancos en una ri-

sa alegre:

–Sí, señorita, pero no todavía ahora… dentro de tres

años… después del servicio militar de mi pretendiente… Se

llama François Laurier… Un hombre guapo… Un bonito

nombre, y tiene un buen porvenir… Es dorador… Ese oficio

me produce el efecto de un rayo de sol!

En ese momento, una voz femenina se escuchó es-

candalosa en la antesala e hizo estremecer a Cloé.

Esa voz decía a la criada:

–¡No hace falta anunciarme… soy una amiga de la

casa!

Page 61: Los rufianes en levita

61

Y, de repente, la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde

apareció en el umbral de la puerta:

–¿Debo irme? – preguntó en voz baja la costurera a

la amante del vizconde.

–¡No, no, Annette, quédate!

La proxeneta levantó una mirada irónica hacia Cloé,

y, aproximándose, mostró una sonrisa en los labios:

–¡Cuando la montaña no viene a ti, hay que ir a la

montaña!.... ¡Buenos días, mi querida niña!

Ella quería besarla; la Srta. de Haut-Brion retroce-

dió, llena de asco.

–Bueno, bueno, dudáis en besar a mamá, – dijo

sarcástica Olympe – pero pronto me saltaréis al cuello cuan-

do os haya dicho lo que traigo…

–¡Hablad y apresuraos! – ordenó la amante de La

Plaçade.

–¿No me invitáis a sentarme?

–¡Haced lo que creáis oportuno!

–¡Entonces, lo creo oportuno!

Ella había desplegado sus gracias sobre el diván, e,

impertinente, miraba de reojo a la bella costurera; hizo un

movimiento aprobador con la cabeza:

–¡Eh! ¡Eh! muy gustosa, esta morena!... ¿Cómo te

llamas, hija mía?

–Annette Loizet, señora – dijo la hija de Dominique,

deteniendo su tarea.

–¡Annette… nombre encantador!... Me recuerda a

los romances que cantaba cuando era joven!... ¿Y dónde vi-

ves?

–¡No respondas, Annette! – intervino Lilas.

La Sra. de Sainte-Radegonde se divertía:

–¡Ah! ¡lo que le pregunto es por su bien!... Además,

ese paquete responde por ella… El nombre está ahí con to-

das sus letras… Ella trabaja en Vestris… ¡Admirable casa,

Vestris! Iré allí a encargar un vestido, y esta niña vendrá a

Page 62: Los rufianes en levita

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probármelo ella misma!.... ¿Qué queréis, soy una mujer muy

buena!... ¡Adoro la juventud!

Y a la obrera:

–Déjanos un instante, querida… Tengo que decir a

la Srta. Lilas, a mi amiga, cosas íntimas…

La hija de los Loizet terminaba ya su labor.

Cloé se inclinó al oído de Annette:

–Desconfía de esta mujer… ¡Es un monstruo!

–Y bien – gruñó Annette –que venga a molestarme y

le clavo el alma!

Intercambiaron un beso de hermanas.

Tras la salida de la gran morena, Olympe dijo a Li-

las:

–¿Esa jovencita es una amiga vuestra?

–La hija de antiguos servidores de mi familia… Pe-

ro, supongo que no es de Annettte de quien queréis hablar-

me…

–¡Hum! Valdría la pena que alguien se ocupase de

ella… ¡Es fresca!... ¡Es joven!... ¡Es robusta!... ¡Una bonita

piel!.... Estoy segura que si la muchacha conociese su va-

lor…

–¿Cuál es el objeto de vuestra visita, señora?

–¿Estamos solas?

–Sí… hablad!... Espero invitados…

–No tengáis miedo… Estoy acostumbrada a los ne-

gocios, pero permitidme felicitaros… Habéis elegido un

nombre delicioso y os sienta a rabiar… ¡Lilas!... Ese nombre

evoca la primavera y las fragancias, como toda vuestra ex-

quisita persona!

–¡Al grano, señora!

–¡Ya voy!... Os traigo una gran fortuna… y con la

fortuna, el amor…

–¡No estoy obligada a escucharos!

–¡Me escuchares, señorita!... Soy la portavoz de no-

bles extranjeros de viaje y me resultará fácil negociar entre

vos y el adorador un acercamiento…

Page 63: Los rufianes en levita

63

–¡Salid! – gruñó Cloé– altiva ante Olympe.

La proxeneta se había levantado y dominaba a Lilas

con toda su altura:

–¡Oh! ¡oh! mi pequeña, esos modales os iban cuanto

todavía erais núbil! Pero ahora, ya habéis salido del cas-

carón, gatita, no tenéis el derecho de invocar la virtud!...

¡Sois tan puta como las demás!

–¡Fuera o llamo!

Olympe no se turbó:

–¿A quién? ¿A vuestro chulo, tal vez? Pues bien,

¡que venga vuestro pececillo en levita! ¡No le temo! ¡Le

contaré vuestra aventura al Sr. vizconde! ¡Lo conozco mejor

que vos! ¡Y la Sra. Martignac lo conoce igualmente!... Quiso

embarcarnos en su idea del «Bar-Florido», pero todavía no

nos hemos decidido; y lo tiene claro si espera nuestra pas-

ta…

–¡Mentís! – aulló la Srta. de Haut—Brion – ¡Mentís!

Pero, la Sra. de Sainte-Radegonde se había tranquili-

zado:

–¡De acuerdo, miento! El vizconde de La Plaçace es

un perfecto caballero; pero aunque tiene ideas interesantes…

y nuevas… no tiene el dinero, y vos debeis saberlo… Así

pues, reflexionad, mi bella… No quiero poneros el cuchillo

en la garganta… Vamos, uno de estos días, volveré a buscar

vuestra respuesta…

Ella salió, exclamando en voz alta para ser oída por

los criados:

–¡Gracias, gracias mil veces, querida señora! ¡Mis

pobres os bendecirán!

Cloé iba a cerrar la puerta detrás de la visitante,

cuando se encontró cara a cara con La Plaçade que regresa-

ba.

Él preguntó, alegre:

–¿Era la Sra. de Sainte-Radegonde con lo que acabo

de tener el honor de cruzarme en la antesala?

–Sí, es ella.

Page 64: Los rufianes en levita

64

–¿Qué estaba haciendo aquí?

–¡Debéis desconfiar de ella, señor!

Arthur sonrío en su barba de oro:

–Sí, un poco… ¡Desgraciadamente para ella, tene-

mos a Le Goëz!

A las siete, llegó el banquero del bulevar Saint-

Germain, acompañado del Dr. Hylas Gédéon con el que aca-

baba de encontrarse en la puerta.

Lilas esperaba a sus invitados en el salón, orgullosa

del vestido traído por Annette y tocada como para un baile.

Los dos invitados se adelantaron, vestidos, el uno y

el otro, con smoking negro– el financiero, bajo y ventrudo,

un sosias del barón Géraud, con menos canas – el médico al-

to y enjuto, pelirrojo, la barba recia, la nariz husmeadora, los

ojos emboscados detrás de las gafas de oro, los dientes pun-

tiagudos, y los labios ampliamente abiertos en una sonrisa de

cocodrilo.

–Señor Jacques le Goëz; el Señor doctor Hylas

Gédéon, – presentó el vizconde de La Plaçade.

Pero ya el banquero, gracioso tanto como se lo podía

autorizar su vientre:

–¡Oh! la señora y yo, somos viejos conocidos!

La Srta. de Haut-Brion enrojeció, bajó los ojos,

mientras el vizconde hacía señales de reproche al invitado.

Le Goëz comprendió su indiscreción:

–Cuando digo «viejos conocidos», quiero expresar

que he tenido el honor de saludar a la señora muy a menudo

en el Bois y en el teatro y que estaría encantado de haber si-

do observado por ella….

¡Idiota y ridículo, ese quincuagenario enriquecido

por los azares de tenebrosas especulaciones.

Se apoderó de la mano de Cloé y la llevó a sus la-

bios, al mismo tiempo que lanzaba sobre lo joven mujer sus

gruesas pupilas llameantes de lujuria:

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–¡Dichoso pícaro, La Plaçade! ¡oh! ¡sí, dichoso píca-

ro!

Lilas respondía al saludo del doctor Gédéon, y el

banquero se acercó al aristócrata:

–¡Oye, querido, te parece que he producido buen

efecto?

La Plaçade le dijo noblemente:

–¡Los hombres de vuestra generación gustan a las

amas!

Se anunció a Víctor La Templerie, el tercer y último

invitado.

Siempre amable y vivo, el director de las Fantasías.-

Parisinas, saludó:

–¡Saludos, señora!... ¡señor Le Goëz! ¡Hola, doc-

tor!... Llego con un poco de retraso, ¿no es así, La Plaça-

de?.... ¡Pido disculpas!.... ¡Acaba de finalizar un ensayo!...

¡Sucio oficio!... ¡Esta vida agota a uno joven! ¡Montones de

cosas que organizar!

–Es cierto, ¡sois un pluriempleado! – dijo Gédéon,

irónico y sarcástico.

–¿Estáis de broma, doctor? ¡Me gustaría veros! ¡Un

regimentó de mujeres a dirigir y de temperamentos diferen-

tes!

La Templerie iba a abordar los detalles íntimos, pero

a un gesto del vizconde, el banquero ofreció su brazo a la an-

fitriona y se pasó al comedor.

En la mesa, Le Goëz se encontraba a la derecha de

Lilas, y, frente a ellos, Arthur deslumbraba, flanqueado del

director del teatro y del médico.

El vizconde preguntó:

–¿Cómo va el negocio, mi querido La Templerie?

–¡Marcha!.... ¡Todas las noches tenemos que dejar a

gente fuera!

–¡Con vuestra innoble pieza! – rugió el doctor –

¡Realmente, el público es absurdo!

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66

–¡No tan absurdo! A mi público le gustan las mujer-

citas; y yo se las doy y no ordinarias. Fijaos, dentro de algu-

nos días voy a tener a una estrella que atraerá a todos los vie-

jos verdes de Paris.

–¿Blanche Latour? – interrogó La Plaçade.

–¡Mejor! ¡Mucho mejor!... ¡Todo un hallazgo!...

Una moza de trece o catorce años que debutará en mi nueva

obra: El Triunfo de Vénus.

–¿Una cantante?

–No.

–¿Una bailarina?

–¡Tampoco!... Una simple vendedora que jamás ha

puesto los pies en un teatro… Pero… ¡es secreto profesio-

nal!... No tengo el derecho de decir más… Blanche Latour

representara a Cupido, y tengo una bonita muchacha, Mat-

hilde Romain, para el rol de Vénus… un buen par de…

¡Hum!

La Plaçace hizo desviar la conversación hacia la

clínica del doctor Gédéon, y el médico, celebrando su labor,

expresó su lamento por tener que compartir los beneficios

con unos colegas, ¡unos asnos que no sabían abrir vientres!

Felizmente tenía un ayudante de laboratorio, todo un

tipo, Horace Dejoux, llamado el Microbio.

A cada instante, Le Goëz se acercaba a Cloé y le

deslizaba palabras de amor; la Srta. de Haut-Brion, sumida

en sus pensamientos, no lo escuchaba, limitándose a recha-

zar la pierna del viejo y a evitar el menor contacto.

A Lilas le daba la impresión de que su amante segu-

ía con interés las maniobras del banquero; fue presa de un

gran rencor, y dijo secamente:

–¡Alejaos señor!… ¡Me estáis molestando!... ¡Me

echáis el aliento en pleno rostro!

Bajo la benevolente mirada del vizconde, y mientras

el director de teatro y el médico proseguían su discusión,

Jacques murmuró:

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67

–¡Sois adorable, exquisita!... ¡Me gustáis!... ¿Me en-

cantáis y no desdeñaréis, verdad, satisfacer los deseos de

vuestro servidor?

La Srta. de Haut-Brion iba a responder con brutali-

dad, pero pensó en Arthur, ¡en Arthur que amenazaba con

dejarla! Ella lo vio desgraciado, arruinado, y la piedad se so-

brepuso el asco.

–Ya veremos, señor – dijo ella – pero de momento

calmaos… Se nos observa…

El doctor Hylas y la Templerie estaban demasiado

ocupados en discutir para seguir la aventura de sus vecinos,

a los cuales Plaçade dejaba campo libre; Gédéon tenía púdi-

cas revueltas, acerca de las historias que le narraba al empre-

sario sobre su teatro… Se habían prohibido exhibiciones

menos inmundas – la de una princesa en los Folies Bergère,

y el Prefecto de policía debía precintar las Fantasías-

Parisinas!

Victor la Templerie se levantó:

–¡En cualquier caso, antes de precintar mi teatro

habría que precintar vuestra clínica!

–Mi clínica nada tiene que ver con vuestro lupanar,

¡señor director para todo! – gruñó Gédéon.

Y el director:

–Todo lo que pasa en mi casa, sucede a plena luz…

mientras que en vuestra… carnicería…

El médico especialista – el hombre al que se le lla-

maba en el club, el Pobre Ovarista – y entre las putas y en el

pueblo, el doctor Muerte-mozas, – estaba bebiendo; el

champán no pasó y le subió a las narices. Sofocado, tosien-

do, escupiendo, dejó su copa sobre la mesa:

–¡Retirad ahora mismo la palabra «carnicería», caba-

llero! ¡Os exijo que la retiréis!

–¡Y vos retirad «lupanar»!

–¡Jamás!... ¿Acaso no es un auténtico lupanar el es-

tablecimiento que tiene por socia a la más grande proxeneta

de Francia, Olympe de Sainte-Radegonde?

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–¿No es una auténtica carnicería, vuestra clínica de

la calle de los Mathurins, donde, todo el día, se examinan

carnes, donde se palpan tripas, donde se abren vientres para

volverlos a coserlos como viejas cacerolas?... ¿Es que no es

una carnicería… fúnebre, vuestra casa de partos y convale-

cencias, en Saint-Mandé?

Le Goëz intervino:

–¡Caballeros, caballeros, hay una dama!

–Le Goëz tiene razón, – dijo el doctor Hylas – ¡De-

tengamos, señor, esta discusión estéril!

Pero, la Templerie no quería perder, y dijo riendo:

–Es a vuestros clientes, doctor… Pobre Ovarista, a

quienes convendría aplicar ese adjetivo… ¡estéril!

–¡Sí, sí, haced chanzas! ¡Bromead! ¡Bromead! Eso

no va impedir que casi todas vuestras señoritas de las Fan-

tasías-Parisinas pasen por mi clínica, para sus grandes y pe-

queños asuntillos, y no creo que tengan nada de que quejar-

se!

–Está claro, querido doctor, que sois un bienhechor

de la humanidad… Pero, confesad que no ayudáis mucho a

la repoblación de Francia!

–¡Hay bastante desgracia!

–¿Y vos habéis quitado recientemente los ovarios a

Blanche Latour?

–Lo reconozco, y añadiría que la operación ha sido

soberbia y que la Srta. Latour no ha tenido nunca mejor as-

pecto!

–¡Esa no es mi opinión!... En fin, vos sois un ovaris-

ta, y actuáis como tal!

Mientras se producía este diálogo, el vizconde de La

Plaçade, apoyado sobre la espaldera de su silla, miraba a

Cloé y a La Goëz quiénes, ahora, parecían entenderse muy

bien.

Lilas se volvió hacia su amante:

–¿Has ordenado a Benoit que sirviese el café en el

salón, Arthur?

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69

–Benoit ha salido.

–¡Ah!

–Sí, su padre se está muriendo y no he podido negar-

le que fuese a acompañarle… No regresará hasta mañana por

la mañana…

Invitados y anfitriones regresaron al salón de honor,

y casi de inmediato Julie, la criada, apareció, trayendo la ca-

fetera sobre una bandeja de plata.

Caminaba lentamente, se arrastraba, parecía que

apenas se podía sostener, y era lúgubre el rostro, de ordina-

rio, despierto de la morena sirvienta.

Cloé observó esa actitud:

–¿Qué te pasa, Julie? ¿Te encuentras mal?

La criada, gimió:

–¡Oh! sí, señora… ¡muy enferma!

El doctor se acercó a la criada; Julie retrocedió, es-

pantada:

–¡No! ¡no! señor! ¡Vos no!... ¡Vos no! ¡Solo es la

cabeza lo que me duele!

Desapareció, y la anfitriona de la casa sirvió el café

a sus invitados.

La Srta. de Haut-Brion educada en el Sagrado Co-

razón de Beauvais, poseía un verdadero talento de pianista;

también cantaba estupendamente, tocaba el harpa y el

violón, y supuso para los invitados una maravilla escucharla.

Le Goëz daba bravos.

–Ein, Le Templerie, – dijo él – ¿y si tuvieseis can-

tantes semejantes para vuestro teatro?

Muy galantemente, el pequeño hombre observó:

–Tendré al menos una si la señora se dignase a es-

tampar su firma en un contrato…. Siempre llevo uno «en

blanco» en mi bolsillo…

–¡Vamos! – exclamó el banquero del bulevar Saint-

Germain – ¿estáis de broma, querido director? ¿Queréis

hacerme reír?... ¡No! ¡no! ¡La admirable Lilas no es para

vos!

Page 70: Los rufianes en levita

70

Y, muy bajo, amorosamente, a Cloé:

–Ella es para mí, ¿no es así, querida?

Ante ese cinismo, Cloé tuvo la idea de abofetear a

ese hombre ávido de su carne, pero una mirada de La Plaça-

de le hizo bajar los ojos y debió someterse y escuchar aún

las proposiciones de amor y fortuna.

Jacques Le Goëz consultaba su reloj, un cronómetro

precioso:

–¡Ya es medianoche! Caramba, uno no se aburre en

vuestra casa, La Plaçade!... Pero, el Cosmopolitan me espe-

ra… Me gustaría recuperar un poco de mis últimas pérdi-

das…

Gédéon y La Templerie se habían retirado.

Le Goëz preguntó, intercambiando una mirada con

el aristócrata:

–¿Me acompañáis al círculo, la Plaçade?

–¡Claro que sí, querido, me apetece mucho!

Cloé se atrevió a un reproche:

–¿Cómo? ¿Me dejas, Arthur?

El vizconde la besó en la frente:

–Sí, querida… ¡Oh! ¡Solamente una hora!... ¡Calien-

ta la cama!

Partieron, y cuando la Srta. de Haut-Brion escuchó

la puerta cochera cerrarse y un cupé rodar por la calle de

Atenas, emitió un suspiro de liberación…

¡No! ¡No! El amante no era tan innoble como ella

había imaginado…

Arthur no quería venderla; ¡él todavía la amaba,

siempre la amaría!

Tomó un ramo de lilas blancas en una jardinera de

Sevres y se puso a respirar su perfume, tanto para expulsar el

olor del viejo hombre como para tener la ilusión de su pri-

mavera tan rápidamente secuestrada.

Entró en su habitación con las lilas en la mano.

Julie la esperaba, ofuscada sobre un sofá, y dispuesta

a continuar el rol impuesto por el vizconde.

Page 71: Los rufianes en levita

71

–¿Todavía sufres mi pobre Julie? – le dijo Lilas, con

benevolencia.

–¡Oh! sí, señora! – gimió lamentablemente la dama

de compañía.

–No tenías porque permanecer despierta… Sabes

bien que me desvisto sola muy a menudo…. Ve a descansar,

hija mía… ¡Mañana, estarás curada!

La criada se lo agradeció y salió, con un pañuelo en

los labios, disimulando una risa maliciosa.

Lilas comenzaba a desvestirse. Quitó su vestido y se

encontró en corsé de satén rojo y en ropa interior de negros

encajes; pronto, corsé y enaguas cayeron a su vez, y la ex

virgen del arroyo, en camisa de fina batista, con las piernas

embutidas en medias de seda rosa, los brazos desnudos, la

garganta descubierta, se acercó a un espejo, y, a la luz de las

lámparas eléctricas, brillando a cada lado del marco, proce-

dió a su higiene íntima. Los rubios cabellos, desprendidos de

sus broches, cayeron sobre los hombros; con un gesto gra-

cioso, los elevó sobre la nuca y pichó la lila adorada del viz-

conde; por fin, se dejó deslizar la camisa a lo largo del cuer-

po, y la Srta. de Haut-Brion se mostró en la plena desnudez

rosa y blanca de sus dieciocho años.

Entones, antes de envolverse en el vestido nocturno,

se miró y sonrió a todos sus tesoros de juventud y de amor

que iban a palpitar bajo los besos del aristócrata.

De repente, un gemido, una respiración jadeante, un

estertor de deseo, se exhaló en la estancia contigua.

La amante de Arthur emitió un grito y, volviéndose,

vio a Jacques le Goëz, de pie en el umbral del cuarto de ba-

ño; estaba, él también, en camisa, pero, grotesco, la papada

hinchada, el rostro rojo, las piernas velludas y, para mezclar

la injuria al ridículo, tenía entre sus manos un fajo de bille-

tes, y agitaba esas pequeñas banderas azules con aires de ser

todopoderoso:

–¡Hola, Lilas! ¡Hola, bella mía!... ¡Admirad la sor-

presa!... ¡Vaya! ¡vaya! ¡vaya!... Imaginaos que sois Danae y

Page 72: Los rufianes en levita

72

que yo soy Júpiter, y que caigo sobre vos como una lluvia de

oro!... ¡Nada más fácil que transformar el papel en metal!...

¡Los billetes azules! ¡Los bonitos billetes!... ¡Hay centena-

res!... ¡Y de gran tamaño!... ¡Los azules! ¡los azules! ¡los

bonitos azules! ¡Aquí están, señorita!... ¡Y habrá más, aún!...

¡Siempre los habrá!...

Y siempre alardeando, lanzaba papeles a través de la

habitación que volaban, se agitaban, revoloteaban, tales co-

mo mariposas azules, y caían aquí y allá, un poco por todas

partes, sobre los muebles y sobre la alfombra:

–¡Azules! ¡azules! ¡bonitos azules!

Cloé, al principio furiosa, había retrocedido hacia su

cama, y, ahora casi se divertía y, a su pesar, se reía a la vista

de ese fantoche de piernas peludas, rostro congestionado de

lujuria y un vientre tan grueso que tensaba la camisa como

una vela.

Él seguía lanzando papeles:

–¡Azules! ¡Azules! ¡Hermosos azules!

Luego, abrió sus manos libres a la adorada y, vaci-

lando sobre el rico montón disperso:

–¿Ven aquí, Lilas?

–¡No, señor Le Goëz, no esta noche!

–¡Cosa prometida, cosa debida, señorita!... Y, ¿por

qué no esta noche?

–Arthur puede regresar de un momento a otro…

–¡Ah! bien, sí, Arthur!... Todo está arreglado… No

regresará por la noche, ni Benoit tampoco… ¡En cuanto a

Julie, vuestra criada, por cinco luises le hemos dado una mi-

graña!

–¿Así pues, el Sr. de La Plaçade me ha vendido al

Sr. Le Goëz? – dijo ella, trágica.

–¿Vendida? ¡Oh! ¡Qué espantosa palabra!...

Ella se recuperaba:

–¡Sí, vendida!... ¡Es un miserable, y vos sois un cer-

do!... ¡Marchaos! ¡Me producís horror! ¡Marchaos! ¡Mar-

chaos, y recoged vuestros sucios papeles!.... ¡Salid, puerco!

Page 73: Los rufianes en levita

73

–Está bien – dijo Le Goëz – me visto y me voy!...

Arthur está al borde de la ruina, y ambos os pudriréis en la

miseria!... ¡Vuestro Arthur está investigado y acabará en el

correccional de la policía!

La Srta. de Haut-Brion hubiese podido soportar la

miseria, pero ella amaba, adoraba a Arthur, a pesar de la ig-

nominia del aristócrata y no quería verle caer y hundirse.

¿Qué podía esperar del mundo, después de la histo-

ria del castillo de Esbly y la injusta acusación de Lionel?

¿Dónde estaban sus protectores, aparte del amante? Los Loi-

zet, Annette, Dominique, Marie, el tío Jean, toda esa brava y

decente familia, no se atrevía a volver a verla!

Dispuesta a la venta de su cuerpo, al doloroso sacri-

ficio, apagó las luces, con la esperanza de que las sombras

mitigasen un poco su asco al contacto de la caricatura huma-

na…

Esa noche, Le Goëz poseyó a la Srta. de Haut-Brion,

pero si el viejo sentía reanimarse su calor vital, la joven

permanecía inerte, con los labios fríos y el sexo muerto.

Tras horas de insomnio, al amanecer, viendo a su la-

do al banquero dormido, pálido, roto, sumido en el abandono

de un grueso animal saciado, ella dominó una nausea; y, una

vez que el hombre se hubo ido, abrió la ventana para expul-

sar las miasmas, retiró las sábanas de la cama y las fundas

de la almohada, las sustituyó por otras y vertió perfumes.

A continuación, lavada, enjabonada, frotada y con-

servando aún, por desgracia, el olor del viejo, se volvió a

acostar, no sin haber amontonado con una escoba, como se

hace con las basuras, los billetes de banco.

A las ocho de la mañana, regresó el vizconde; Lilas,

sentada sobre la cama, observaba al chulo en levita, y las

lágrimas discurrían a lo largo de sus mejillas.

Él se excusaba, gracioso. Una partida magnífica en

el círculo: Había estado en racha, y el oro sonaba en sus bol-

sillos.

Page 74: Los rufianes en levita

74

–Ahí tienes – dijo ella, mostrando el montón de bi-

lletes azules, – Eso es lo que he ganado yo… ¡Recógelo y

vete!

Pero, un rayo de sol que entraba por la ventana

abierta, iluminó el rostro del hombre; y, bajo las luces dora-

das, le pareció tan guapo y deseable que todas las ignominias

se esfumaron:

–¡Ven, Arthur, amémonos y olvidemos lo demás!

La Plaçade ordenó tranquilamente los billetes azules

en un cajón, y, desvestido, se metió en la cama, junto a su

amante.

Él dijo:

–Soy muy gentil… He encontrado a Perrotin en el

círculo, y no le he contado nuestra relación… a causa de tu

tío Géraud… ¡Ese Perrotin es un charlatán!

Ella murmuró a través de sus lágrimas:

–Si mi tío sabe la verdad, usará sus derechos de tutor

y me obligará a volver con él, o me hará encerrar en un con-

vento… ¿El convento? Me resignaría a ello, pero… ¡prefe-

riría morir a vivir con el tío!

–¡Yo te defenderé! – concluyó el asesino de Gabrie-

lle Bouvreuil.

Precipitada desde las alturas de su sueño de amor

con Lionel en el comercio galante de un miserable, sin noti-

cias del la Sra. de Esbly, sin esperanza en el futuro, la Srta.

de Haut-Brion se sometió al viejo Le Goëz, no atreviéndose

a romper la cadena que la ataba a La Plaçade, y solo, el ros-

tro de Annete Loizet – de esa flor de París– venía a arrojar

un brillo sobre su pesadilla de vergüenzas y dolores.

Page 75: Los rufianes en levita

75

IV

ARQUITECTURAS CONYUGALES

Esperando edificar una catedral, el arquitecto

Honoré Perrotin se ocupaba sobre todo de la arquitectura de

su patrimonio, y Nona-Coelsia lo ayudaba en ello con los

despojos del barón Tiburce Géraud.

La pareja vivía ahora en un palacete de la avenida

Malaquías, muy cerca del de la víctima, y en esa residencia –

regalo del barón a su amante – el arquitecto acumulaba obras

de arte; allí recibía a pintores, escultores, y después de

haberles robado sus trabajos, los remataba, al ruido de la or-

questa, en unas partidas de bacarrá.

Para explicar sus riquezas fingía ser el hombre más

ocupado de la ciudad, se encerraba en su taller, en medio de

planos, escuadras y compases, y su esposa, de vez en cuan-

do, iba a reunirse con él para discutir las secretas tareas.

Tiburce estaba celoso y la Sra. Perrotin excitaba la

manía del viejo a fin de reactivar su amor. Sabiéndose espia-

da, ella hacía salidas misteriosas, enviaba a Tiburce cartas

anónimas – y se mostraba cada vez más bella a los ojos del

idólatra amante.

Desde luego, Géraud no olvidaba a Cloé de Haut-

Brion, pero desconocía la retirada de su sobrina al castillo de

Esbly, y, gracias a La Plaçade, ignoraba aún su presencia en

el picadero de la calle Atenas.

Nona le reprochaba su humor celoso:

–¡Tiburce, sois más exigente que el bravo Honoré!

Veamos, ¿es que os apellidáis Perrotin? … ¿Acaso sois mi

marido?

Él se iba con la rabia en el corazón, jurando que todo

estaba roto entre él y su amante; pero, por la noche, la veía

en sueños en toda su deslumbrante belleza, semejante a la

Page 76: Los rufianes en levita

76

Gioconda, a la inmortal Mona Lisa de Leonardo da Vinci, a

la Esfinge cuya mirada, según Théophile Gautier, «promete

voluptuosidades desconocidas»… cuyas penumbras «ocultan

secretos prohibidos a los profanos»; él la veía embrujadora y

divina, cortejada por otro, y llegaba a su casa, muy humilde;

Nona-Coelsia aprovechaba la circunstancia para arrancar al

viejo un cheque de la banca Le Goëz, o una joya maravillo-

sa, y, lo más a menudo, un lote de terrenos para edificar ca-

sas de relaciones.

El Sr. y la Sra. Perrotin mantenían así, según decían,

«el fuego sagrado de Géraud».

En las disputas amorosas, el arquitecto representaba

con extraordinaria maestría su rol de marido complaciente:

permanecía siendo el amigo íntimo del barón. Cuando

Géraud no hacía lo que debía, según sus planes, había una

manera de hacerle entender, y que no alterase en nada su

dignidad marital.

Ahora bien, ese día, Honoré y su esposa charlaban

amistosamente en el dormitorio de la Sra. Perrotin. Ella, bo-

nita, voluptuosa, en vestido de muselina de Indias abrochado

con flores; él, serio, en frac, y listo para salir.

La italiana observó:

–Amigo mío, acabarás por hacerme ir demasiado le-

jos, y entonces…

–¿Entonces… qué?... – sonrió el arquitecto.

–¡Géraud se cansará!

En lugar de responder, Honoré mostró el reloj de

péndulo:

–¿Ves qué hora es, Coelsia?

–Sí, las dos y cuarto.

–¡Pues bien, apuesto que antes de media hora, nues-

tro hombre estará aquí!

–¡Cómo lo conoces!

–¡De maravilla! Va a entrar furioso… Esta mañana

ha recibido una carta anónima en la cual «un amigo» le in-

forma que yo vigilo mis construcciones en Pourville y que tu

Page 77: Los rufianes en levita

77

aprovecharás mi ausencia para recibir a tu amante, ¡y qué

amante! El hombre más irresistible de Paris… ¡el vizconde

de La Plaçade!

–¿El amante de la vieja Le Goëz?

–¡Precisamente!... No podía hacer mejor elección…

El barón lo conoce. Él lo invitaba antaño a sus bailes; se lo

encuentra en el circulo y sabe que es un hombre de los más

peligrosos.

Y, oprimiendo un timbre eléctrico:

–¡Ah! ¡olvidaba una pequeña formalidad!

Apretó el botón de llamada y ordenó a un mayordo-

mo que entraba:

–Si el Sr. barón Tiburce Géraud se presenta en casa,

le dirás que estoy de viaje y que la señora no puede recibirle

por una indisposición.

Una vez que el criado se fue, el arquitecto se frotó

las manos alegremente:

–¡Géraud violará la orden… y nosotros daremos el

gran golpe!

–¿Cómo?... ¿Quieres quedarte?... ¿No sales?

–¡Jamás!

–Estorbarás enormemente… para… la reconcilia-

ción…

Perrotin prorrumpió en una risa bestial:

–¡Oh!...¡estaré allí… sin estarlo!... Cuando entre el

viejo, me ocultaré en el cuarto de baño. ¿El fin bien vale los

medios!... Además, me gusta que seáis, el uno y el otro, ra-

zonables!... Necesito dinero para la construcción de un tea-

tro… La Templerie, nuestro socio y futuro director, se impa-

cienta… Tú pedirás al barón un cheque de doscientos mil

francos…

–¡Me parece que eso es mucho, Honoré!

–¡Eso no es más que el preludio, Coelsia! Tenemos

que renovar nuestra cuadra. Zadig ha caído cojo, y nuestros

alazanos comienzan a envejecer…

–¡Eso es cierto!

Page 78: Los rufianes en levita

78

–El mobiliario del gran salón ya no es adecuado, de-

bemos cambiarlo…

–¡Tienes razón!

–Por los caballos y el mobiliario… cuarenta mil…

¿Eso es demasiado?

–¡Oh! ¡no, desde luego!

–Además, deseo unos treinta mil para los decorado-

res de la villa de Pourville… De eso me encargo yo; le haré

el «timo del Téniers»

–¡No morderá el anzuelo!

–Desde el momento en que tus bellos ojos están en

juego, ¡morderá! Resumiendo: El viejo llega, furioso; se le

niega la entrada; su cólera aumenta al mismo tiempo que sus

celos. Te hace una escena espantosa a propósito de La Pla-

çade… Naturalmente tú lo niegas, pero de modo que le dejes

entrever que le engañas… Yo me muevo y agito en el cuarto

de baño… Tiro un mueble… Géraud salta creyendo sor-

prender a su rival y… me encuentra… ¡Escena perfecta!

Nona-Coelsia se regocijaba:

–¡Ah! ¡Qué grande eres, Perrotin!

Pero, el arquitecto, sin atender a elogios, prosiguió:

–Yo no he visto nada, no he escuchado nada, y entro

con la mano abierta, la sonrisa en los labios, y mi Téniers

bajo el brazo… Le endilgo la obra… y, como tengo mucha

prisa, os dejo… ¡Tus grandes ojos negros harán el resto!... Si

todo va bien, muy bien, le cantarás la cantinela… del testa-

mento…

–Ya se la he cantado… No me atrevo a insistir…

–¡Te atreverás!

–Honoré, un testamento no nos serviría de nada

hoy… El barón tiene una salud de hierro; puede vivir años

aún…

–Hazle escribir y firmar a toda costa sus últimas vo-

luntades… Luego, ya veremos…

Él esbozaba un gesto de terrible amenaza.

Ella lo miró, espantada:

Page 79: Los rufianes en levita

79

–¿De verdad?... ¿Llegarías… al crimen?... ¡Oh!

Honoré… ¡jamás!

El arquitecto se alzó de hombros y mostró unas

muecas obscenas:

–Mujer, no me has comprendido… Te explicaré el

misterio uno de estos días…

Un gran ruido subía del hall, y los esposos escucha-

ron la voz atronadora del barón, mezclada con la de los cria-

dos. Perrotin entró en el cuarto de baño.

Abajo, la discusión iba subiendo de tono:

–¡Repito al señor barón que la señora ha prohibido

llamar a su puerta!

–¡No a mí!

–¡A todo el mundo!

–¡Me da igual! ¡Quiero verla! ¡Dejadme pasar!

–¡Lamento verme obligado a decir al señor barón

que no pasará!

–¡Cretino!–aullaba Géraud – ¡se os paga para men-

tir! ¡Vamos, sitio!

Se produjeron unos empellones, y, pronto, unos gol-

pes redoblados vibraron en la puerta de la habitación nup-

cial.

–¡Abrid, señora, soy yo! ¡El barón!

Nona-Coelsia pasó la llave introducida en el cerrojo

y Tiburce entró como una tormenta. Tenía el rostro desenca-

jado, los ojos casi fuera de las órbitas, y el temblor nervioso

que lo sacudía, le impidió, un instante, articular la menor pa-

labra.

Finalmente, dijo:

–¡Muy bonito, señora, que no me permitáis recibir-

me!

Ella respondió, simulando estar muy turbada:

–No os esperaba, amigo mío… sin que…

–¡Sí, sí… lo adivino!.... ¡Él está aquí!... ¡Lo habéis

hecho huir por las escaleras de servicio!

La Sra. Perrotin le arrojó, altiva:

Page 80: Los rufianes en levita

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–¡Estáis borracho o loco!... Señor, retiraos…

–¡Yo no me emborracho nunca! ¿Loco?... Sí, ¡estoy

loco de rabia contra vos!

–¿Y por qué?

–¿Os atrevéis a preguntármelo?... Pues bien, es por-

que me engañáis sin vergüenza… ¡porque tenéis un amante!

Ella esbozó un gesto de negación que hubiese sido la

envidia de la más hábil actriz.

El viejo se exaltó más:

–¡Es inútil negarlo!.... ¡Inútil!... Sí, señora, ¡tenéis un

amante!... ¡Yo lo conozco!... ¡Es el vizconde de La Plaça-

de!... ¡Un caballero que ama el lujo y se hace mantener por

las mujeres!... Ahí es probablemente donde acaban las

enormes sumas que os entrego… ¡Es propio de él!

Y, la italiana, temblorosa:

–Amigo mío, os juro…

–¡Sí, señora, sumas enormes!... ¿Sabéis lo que me

costáis… solamente, desde de mi enfermedad?... ¡Trescien-

tos mil francos puestos a vuestro nombre en el banco de Le

Goëz!.... Cuatrocientos mil francos de terrenos en Dieppe,

Pourville y otros lugares… Vuestro palacete, vuestro modis-

ta… vuestro costurero… En total un millón, ¡la sexta parte

de mi fortuna!... ¡Y para un La Plaçade!... ¡para un chulo!...

¡Maldita sea!... ¡Tengo ganas de destrozar todo aquí!...

¡Tengo derecho!... ¡He pagado todo!

Nona-Coelsia juntaba las manos:

–Os lo suplico, barón, escuchadme… No me juzgu-

éis sin escucharme.

–¡Engañad a otros, señora!

Y, avanzando hacia su amante:

–¡Arrastrada, tengo unas ganas locas de estrangula-

ros!

En ese momento, se produjo un estrépito en el cuarto

de baño, y la escena sobrepasó en comicidad la expectativa

del arquitecto.

Tiburce saltó hasta la puerta aullando:

Page 81: Los rufianes en levita

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–¡Está ahí vuestro chulo!.... ¡Está ahí!

Fingiendo estar horrorizada, ella le cortó el paso:

–¡No entraréis ahí, señor barón!... ¡Solo mi marido

tiene ese derecho!

–Pero este es un chulo de otro género distinto al de

vuestro marido!

Decididamente, la aventura iba alcanzando extremos

insospechados, y Perrotin creyó que era hora de intervenir.

Abrió la puerta, y, en chaleco de verano, con el

sombrero en la mano, con un cuadro de pequeñas dimensio-

nes bajo el brazo, dijo:

–¡Vaya! ¡El barón! ¿Cómo os encontráis? ¡Precisa-

mente, tengo que hablaros de negocios!

La rabia del barón se transmutó en una alegre estu-

pefacción, con un temor por la palabra «chulo» que acababa

de pronunciar dirigida al marido:

–¿Habéis escuchado? ¿Estabais ahí, Perrotin?

El arquitecto adoptó un aire de sorpresa:

–¿Escuchado, lo qué?... Acabo de llegar ahora mis-

mo por la escalera de servicio… Solo he escuchado una pa-

labra, la palabra «empresario»4…

–¿No habéis ido a Pourville?

–No era necesario ese viaje. Los trabajos marchan

admirablemente sin mí… He salido, hace media hora para

adquirir, en casa del marchante de cuadros, esta maravilla!...

Voy a mostraos esto….

–Gracias… No…

Pero, el otro insistía:

–¡Sí! ¡sí! ¡Es un Téniers! No «El Joven»… «El Vie-

jo»… ¡Está datado en 1614!

El viejo respiraba ya tranquilo, y parecía salir de un

mal sueño. ¡Lo habían engañado! ¡Coelsia era inocente!... El

vizconde Arthur de La Plaçade jamás había sido el amante

de la bella, y con sus celos y comportamientos, se veía injus-

4 Chulo (souteneur) Empresario (entrepreneur). (Nota del T.)

Page 82: Los rufianes en levita

82

to y ridículo... Un poco más, y a pesar de la presencia del

marido, se hubiese arrojado de rodillas ante la mujer, tal era

su arrepentimiento.

Perrotin desembalaba el cuadro, envuelto en una

sarga verde y lo ponía a la luz sobre un sofá:

–¡Mirad y admirad, mi querido barón! ¿Habéis visto

nunca algo tan maravilloso?

Géraud inclinó la cabeza:

–¿Y… vos habéis comprado… esta antigualla?

–Coelsia lo quería desde hacía varios días.

–¿Cuánto?

–¡Oh! ¡Una ganga! ¡Una ocasión única!... Veinte

mil…

–¡Es una locura… una auténtica locura!

–Estáis equivocado… Por añadidura, yo no comulgo

con los gustos de Coelsia, y, pronto, para pagar la obra, reti-

raré dinero del banco de Le Goëz…

Tiburce sabía lo que eso quería decir, y exhaló un

suspiró de resignación:

–¿Entonces, este es el negocio del que deseabais

hablarme?

–¡Oh! ¡no! Se trata del Teatro-Modelo que funda-

mos… La cosa está que arde… Los planos están hechos…

¡Cientos de miles de francos a ganar todos los años!... La

Templerie me ha citado en las Fantasias-Parisinas… Os dejo

con Coelsia; ella os dirá todo… ¡Hasta luego, barón! ¡Hasta

pronto!...

Y salió, alegre.

El viejo, de pie cerca de su amante, farfullaba:

–¿Tú me quieres, Coelsia?... ¿Aún me quieres, amor

mío?

La Sra. Perrotin se dejó caer sobre un canapé y rom-

pió a llorar:

–¡Tiburce! ¡oh! amigo mío, me habéis hecho mucho

daño!

Page 83: Los rufianes en levita

83

De rodillas, el barón, realmente desolado, trataba de

consolarla; la encontraba grande, sublime por perdonarle su

celos idiotas… Jamás recomenzaría tal escándalo!... Ahora

podrían decirle todo lo que quisieran de su bella Colesia, y

escribirle cartas anónimas, que él jamás lo creería.

Había tomado el pañuelo de Nona y secaba dulce-

mente los ojos de su amante.

¡Oh! ¡cuánto prefería la legítima indignación de an-

tes a esas lágrimas, a esas gruesas lágrimas que él secaba

con la batista perfumada! Él solicitaba, imploraba una sonri-

sa, y cuando, tras unos gemidos, llegó esa sonrisa, el barón

Tiburce Géraud estaba dispuesto a todas las generosidades, a

todos los sacrificios. Nada sería demasiado caro para hacerse

perdonar y, ante la enormidad de la suma solicitada por su

amante, él no dudó… Prometió los doscientos mil francos

para el Teatro Modelo, firmó unos cheques para la adquisi-

ción de caballos y mobiliario, y , en vena de prodigalidades,

decidió pagar el Téniers, a fin de que el saldo de la bella no

disminuyese en el banco de Le Goëz.

Ese día la joven mujer habría podido, sin duda, ob-

tener de su viejo enamorado un testamento a su favor, pero

se acordó de los gestos y las palabras de Honoré y tuvo

miedo.

Nona-Coelsia quería explotar a Géraud, e incluso

despojarlo; ella no lo amaba, jamás lo había amado, conside-

raba al barón como un gran saco de oro que su marido y ella

vaciarían a la larga; detestaba el carácter brutal del viejo y

tenía otros objetivos de amor, pero la idea de desembarazar-

se de Tiburce mediante un crimen, le revolvía las entrañas…

El barón abandonó la casa de su amante con el co-

razón desbordante de alegría, pues la italiana nunca se había

mostrado con él tan encantadora y voluptuosa.

A partir de ese día, el ménage a trois continúo más

íntimo.

Sin embargo, el Sr. y la Sra. Perrotin no vivían sin

alarmas, y temían un encuentro del barón con su sobrina.

Page 84: Los rufianes en levita

84

¡Oh! esta Cloé levantándose siempre entre él y los

millones, ¡cómo la odiaba Perrotin! ¡Ah! ¡Si un día la tuvie-

se entre sus manos, no la dejaría como esos imbéciles de

Romanel y Lassagne! Pero hete aquí que el arquitecto no era

hombre a actuar por sí mismo, y tomar nuevos cómplices le

parecía demasiado peligroso.

Desde hacía bastante tiempo, Honoré no había vuel-

to a ver a la Sra. Michon, la hostelera del pasaje Tivoli.

Una mañana ella se presentó. El arquitecto la recibió

en su taller, en el fondo del patio, entre las cuadras y las co-

cheras.

Valerie caminaba, resplandeciente en un vestido de

seda rubí, tocada con un sombrero de terciopelo azul celeste,

lo que la hacía parecerse, con su nariz curvada de ave de

presa, a uno de esas loros venidos de tierras tropicales.

Ejecutó su más bella reverencia y tendió a Honoré

una mano cubierta de sortijas que el arquitecto tomó sin en-

tusiasmo.

–¿Ya no se os ve nunca, caballero?... ¿Es que ya no

nos necesitáis?

–¡No! – dijo secamente Perrotin.

–Eso se comprende, tras el fiasco de la rubia, pero

no fue nuestra culpa, señor Perrotin... Venía a saludaros y a

daros noticias de mi pequeña Jeanne… a la que vos visteis

una noche en el Bol de Oro… ¡Es muy gentil, la Cría-

Reseda!... ¡Va a ser actriz y será un gran honor para mí que

yo la haya educado!

Él la empujaba hacia la puerta, y, dispuesta a salir,

ella dijo sarcástica y untuosa:

–¡Ah! por cierto, señor, ¿no sabéis?...

–¡No quiero saber nada!

–¡Sí, sí! Os lo aseguro, me lo agradeceréis… ¡Esto

es muy divertido!... He encontrado, hace un mes, a la ru-

bia… a la Srta. de Haut-Brion… en el bosque de Senlis, y

luego, la he vuelto a ver ayer en Paris, en un bello coche…

Me he informado, y ¿sabéis de lo que me he enterado?

Page 85: Los rufianes en levita

85

–¡Me da igual!

–¡He sabido que se llama Lilas… y que es la amante

de un vizconde!... ¿Una Haut-Brion, casquivana?... ¡Esta sí

que es buena!... Habrá que contárselo al bueno del Sr.

Géraud… Tal vez a él le interese más que a vos, señor.

Honoré se plantó delante de la hostelera:

–Os lo prohíbo, Valerie, ¿entendéis? ¡Os prohíbo

hablar de Cloé a su tío!

La Michon vio que había tocado la tecla justa, pero

ya Perrotin, lamentando su reacción, afectaba una gran cal-

ma:

–Esa joven ha caído en el arroyo… El barón lo sabe;

está desolado y sería ocasionarle una verdadera pena hablar-

le de su sobrina…

–¡Sí, sí, comprendo! – dijo sarcástica la hostelera –

¡Pues bien, si eso va a provocar tanta pena al bueno de

Géraud, no abriré la boca!... Solamente, vos vais a ser ama-

ble conmigo, señor Honoré… Esta pobrecita Jeanne va a en-

trar en el teatro; no tiene nada que ponerse sobre el cuerpo…

¡Dadme con que comprarle algunos vestidos!

–¿Qué habéis hecho con las sumas que el Sr. Géraud

y yo os hemos entregado?

–El dinero está gastado…

La gratificó con dos billetes de cien francos, y, en el

umbral del taller, ella concluyó:

–Guardaré mi lengua en relación a la Srta. de Haut-

Brion, pero vos no olvidéis a la Cria… Pensad en el futuro

de la joven artista.

Salió y se dirigió a la calle de los Mathurins a casa

del doctor Gédéon que, por un motivo secreto, le daba una

renta mensual.

Honoré Perrotin entró, lívido, en el saloncito de su

esposa.

–¿Nona?

–¿Qué ocurre?

Y, observando la palidez del marido:

Page 86: Los rufianes en levita

86

–¿Qué catástrofe vienes a anunciarme? ¡Tienes la

peor cara de los peores días de la Historia!

–¡Es que están a punto de llegar esos malos días! –

suspiró el arquitecto.

–Espero que no vayas a insistir más en el testamento

de Tiburce

El respondió, con voz enérgica:

–¡Coelsia, es necesario que ese testamento esté es-

crito antes de ocho días a tu favor!

–¿Y luego? – preguntó la amante de Géraud, con los

ojos fijos sobre el hombre.

–Si le ocurre alguna desgracia al viejo, estaremos

protegidos…

–¿Si el barón Géraud mueres, no es así?... ¿Eso es lo

que quieres decir?

–Lamentablemente, – gimió el arquitecto – todos

somos mortales o, al menos, casi todos, como lo enunciaba

un predicador delante de Luis XIV…

Luego, muy dulce:

–Querida Nona, tu imaginación meridional forja ide-

as que quiero ver desaparecer… No te hablaré de Cole, de su

probable encuentro con Géraud y las consecuencias que

podría tener ese suceso… ¡Te creo bastante armada para lu-

char y vencer!... Pero, el barón puede tener un segundo ata-

que y no resistir… ¿Entonces, qué ocurre? ¡Su fortuna se nos

escapa y la Srta. de Haut-Brion se convierte en heredera!

–¡Oh! ¡eso no pasará!

Ese mismo día, después de un acuerdo con su mujer,

Perrotin llegaba al palacete de Géraud.

–Señor barón, – dijo – voy a tener el doloroso honor

de despedirme de vos…

–¿Os vais a Pourville a inspeccionar vuestras cons-

trucciones?

–¡Voy mucho más lejos!

–¿Adónde?

Page 87: Los rufianes en levita

87

–A Egipto… y de allí probablemente a Abisinia.

–¡Diablos! – dijo Tiburce encantado con la idea de

que viviría largos meses solo con la bella – ¿Y cuándo

partís?

–Lo más pronto posible…

–Buena idea… Buen viaje… ¡Egipto es un país en-

cantador!... ¡Y Abisinia! Los exploradores dicen maravillas

de ella.

Géraud tenía un ligero aire canalla que irritó al ar-

quitecto, pero este tenía preparada su revancha:

–¡Oh! ¡no es por placer por lo que me voy!... En

París, vegeto… No veo encargos serios aparte de nuestro

Teatro-Modelo… Allá me esperan encargos del Khédive,

proyectos maravillosos: la construcción de un palacio a ori-

llas del Nilo y de una mezquita en el Cairo…¡Una mezqui-

ta!... Es casi una catedral, y vos sabéis lo que deseo construir

una catedral!... En Abisinia, el Négus quiere de mi una igle-

sia católica y la construiré para gloria de ese soberbio y ne-

gro emperador.

–¡Bravo, querido amigo, bravo!... ¿Al menos tendr-

éis dos años para ejecutar todos esos trabajos?

–¿Dos años? ¡Si dijeseis cuatro o cinco años, estar-

íais más cerca de la verdad!... ¡Pensad pues! ¡Una mezqui-

ta!... ¡Un palacio!... ¡Una iglesia!

El barón apretaba las manos del arquitecto:

–No necesito deciros, amigo mío, que, durante vues-

tra ausencia, vuestra esposa encontrará en mí un protector…

un padre…

Honoré declaró noblemente:

–¡Mi esposa me sigue!... ¡La llevo conmigo!

Pero, Géraud se revolvió:

–¡Coelsia, en Egipto!... ¡En Abisinia!... ¿Por qué no

en un harén entre turcos?... ¡Estáis ebrio o sois idiota, Perro-

tin!

–¡La mujer debe obediencia a su marido!

–¡Su marido! ¡Su marido! – gruñó el viejo.

Page 88: Los rufianes en levita

88

Y, en voz alta:

–¿Y Coelsia consiente? ¿Ella os ha dicho que con-

sentía?

–Ella se ha rendido a mis buenas razones…

–¿Cuáles son esas razones? ¡Quiero saberlas!

–Tengo el deber de crear un porvenir para Coelsia…

–¿Un porvenir?... Pero, vuestra esposa es rica…

Tiene un palacete, villas, dinero en el banco de le Goëz…

–Sí, sé que gracias a vuestros buenos consejos ella

ha ganado sobre especulaciones de terrenos y en la Bolsa,

pero la vida es tan cara y el dinero reporta tan poco, hoy…

Ahora bien, allí puedo ganar dos o tres millones, y los ga-

naré para ella…

Géraud estaba menos ansioso:

–¿Cuánto tiempo necesitaríais para ganar esos dos o

tres millones?

–Tal vez diez años… ¡Oh! ¡No me hago muchas ilu-

siones!

El viejo atrajo al joven arquitectos contra su co-

razón, y con voz emocionada, dijo:

–Escuchadme, Perrotin… Dentro de diez años, hará

tiempo ya que esté muerto, y no serán dos o tres millones los

que poseerá vuestra esposa, sino cinco o seis y, además, el

palacete dónde estamos y mis propiedades… Todo eso debía

hacer regresar a mi sobrina… a la ingrata que me ha aban-

donado… y ni me ha dado noticias suyas… Yo quería a

Cloé… ¡Oh! ¡sí, la amaba!... Ahora, la odio… ¡Ella me pro-

duce horror!

Al recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, una angustia

contrajo el rostro del barón Géraud, y sus ojos se levantaron

sobre un retrato de Cloé, un retrato a tamaño natural, prove-

niente de la familia y que, a pesar de su insistencia, Nona-

Colesia nunca logró hacerle retirar y destruir.

Géraud hablaba de buena fe imaginándose odiar a

Cloé, como también tenía buena fe imaginándose experi-

mentar una renovación de amor para con su antigua amante;

Page 89: Los rufianes en levita

89

pero, el arquitecto no se engañaba y sabía que si el barón en-

contraba a su sobrina, la joven rubia eclipsaría a la morena

italiana.

Perrotin no quiso dejar a Géraud absorto por más

tiempo en la contemplación de la imagen, y dijo, con un sus-

piro:

–¡La Srta. de Haut-Brion ha sido muy culpable con

vos!

La mirada del hombre de desvió del retrato donde la

ex virgen del arroyo deslumbraba en traje de baile:

–¡Tanto es así, que acabo de realizar un acto de jus-

ticia!... He roto el testamento que hacía a mi sobrina herede-

ra universal, y lo he redactado a favor de Coelsia. ¡Está ahí!

¡Ahí, en mi secreter!

Muy hábil, el arquitecto se defendió:

–¡Mi esposa no puede aceptar tal generosidad!

–¿Por qué?

–¡Qué diría la gente?

–¡Oh!... ¡la gente!

–¿Y mi honor?--- ¿No consideráis para nada mi

honor?

El barón, confuso, paseó su mirada por la habita-

ción:

–¿Es que nos escuchan?

–No lo creo.

–Pues bien, entonces.

Ambos leyeron el testamento en regla, y Géraud

preguntó:

–¡No llevaréis con vos a vuestra esposa, Honoré!...

¡E incluso vos quedaréis en París!

El arquitecto parecía dudar:

–Sin embargo… mi palacio de El Cairo… una mez-

quita… mi iglesia…

–¡Bah! Yo soy alcalde de Haut-Brion, consejero ge-

neral del Oise, y cuando quiera, seré diputado de Senlis…

Tengo relaciones en el Senado, en la Cámara e incluso en el

Page 90: Los rufianes en levita

90

Elíseo, y encontraremos un medio para que construyáis

vuestra catedral en Francia.

Y, alegre, el marido regresó a casa con su esposa:

–¡Está hecho!

–¿Lo qué?

–¡El testamento de Géraud!

Nona-Coelsia murmuró, inquieta:

–¿Pero tú no matarás a nuestro benefactor, no?

–No, querida, te reservo ese honor a tí…

–¿Asesinar… a mi amante? ¡Ah! ¡bandido! ¡Jamás!

Entonces, más fuerte que La Plaçade ante Gabrielle

Bouvreuil, con palabras mejores y gestos dulces, él expuso

el misterio de sus proyectos criminales:

–¿El puñal?... ¿El veneno?... ¡Viejo juego, mi be-

lla!... Uno se arriesga a una investigación y a la cárcel… pe-

ro, en la cama o sobre el canapé, gracias a la lujuria, una mu-

jer mata rápidamente a su hombre… Lo agota, lo vacía, lo

aniquila…

–Sí – dijo ella – pero el viejo me da asco…

Brutal, él le apretó las dos manos:

–¡Conozco tus vicios… Sé de tus relaciones lesbia-

nas, y obedecerás!... Géraud te desea esta noche… ¡Ve¡…

¡Vamos!…. ¡Al biberón!... ¡Al biberón!... ¡Al biberón!

Y el arquitecto durmió solo, soñando con sus arqui-

tecturas conyugales.

El barón Géraud exigió de los Perrotin que fuesen a

vivir con él, a la calle de la Universidad, y los Perrotin hon-

raron su inmueble con su presencia.

Page 91: Los rufianes en levita

91

V

EL TRIUNFO DE VÉNUS

La noche del 20 de mayo, se daba en las Fantasías

Parisinas, la primera representación de una gran comedia

musical: El Triunfo de Vénus, y Victor La Templerie, insta-

lado, a las dos, en su despacho de director, no sabía donde

atender lo que demandaba su espíritu, sus ojos y su lengua.

Ante él desfilaba una incesante procesión de secreta-

rios generales o particulares, de periodistas, de actores, de

actrices, de figurantes, de bailarines, de costureros, de ma-

quinistas, de decoradores, de peluqueros, de regidores, vi-

niendo, los unos, a imponer sus reclamaciones, los otros, a

solicitar órdenes.

En la sala de espera precedente al despacho del di-

rector, más personas esperaban audiencia, y, abajo, en el tea-

tro sobre el que se desarrollaba un último ensayo, se escu-

chaban unos compases musicales, atenuados o ruidosos,

según las puertas se cerrasen o permaneciesen abiertas.

A lo largo de los pasillos, se entrecruzaban llamadas,

y se distinguían los choques de las corazas, los cascos, espa-

das, un tumulto de trabajadores con accesorios yendo hacia

la escena.

El vizconde Arthur de La Plaçade, sentado sobre un

canapé, con el cigarrillo en los labios, contemplaba el va y

viene de empleados y demandantes en el local de su amigo

La Templerie, y tenía una palabra graciosa para todas las

mujeres, una sonrisa, una mirada, acariciando su larga barba

de oro.

El director de Las Fantasías Parisinas interpeló a un

ujier:

–¿Llegan más coches a la plaza Gaillon?

–Continuamente, señor director.

Page 92: Los rufianes en levita

92

–¿Cuántas personas hay en la antesala?

–Una treintena, todavía…

–¿Está la Srta. Blanche Latour?

–La Srta. Blanche Latour está allí; desea mostrar uno

de sus vestidos al señor director.

–¿Hace el Amor, la Bella Blanche? – preguntó La

Plaçade a la Templerie.

–¡No hace otra cosa en todo el día!... ¡Vos debéis

saberlo, Arthur!

–¡Oh, me refiero al papel, Victor, al papel!

La Templerie se dirigió al empleado:

–¿Quién está con Blanche?

–La Srta. Jeanne, la nueva.

–Que entre la Cría-Reseda, inmediatamente después

de la Srta. Latour.

Arthur tuvo un sobresalto:

–¿La Cría-Reseda?... ¿La protagonista del proceso

de Esbly?

–¡La misma!

–¿Y… la Prefectura lo autoriza?

–Para el Triunfo de Venus, tenemos el beneplácito de

los censores, y la Prefectura no tienen nada que ver ahí; no

puede impedir que una joven se dedique al teatro… Por lo

demás, la policía, no más que los censores y el público, no

sabe que mi debutante es la joven florista que ha ocupado los

diarios hace algunos meses, y cuya historia todavía está en

todas las seseras parisinas.

–¿Entonces, dónde está la sal?

–¡Haré circular como quien no quiere la cosa el

nombre de la Cría-Reseda por la sala, y veréis el efecto!

–¡Sí, se producirá un runrún nada común!

–¡Caramba! ¡Está preparado por adelantado!

–Y yo que creía que era un farol por vuestra parte,

cuando nos habéis anunciado este debut en mi casa, en la

mesa…

–¡Yo nunca bromeo con los negocios!

Page 93: Los rufianes en levita

93

El gran rubio parecía radiante:

–¡Pues bien, hay que reconocer que tenéis un buen

estómago!... ¡Lo que nos vamos a reír!

Y, golpeando con sus dos largas piernas, en un mo-

vimiento simiesco, el terciopelo del canapé sobre el que se

encontraba:

–¡Bravo por la Cría-Reseda! ¡Pasadme los gemelos!

¡Vivan los Escándalos de Paris!

–¡Chssst!.... ¡Ni una palabra!.... ¡Chssst!... ¡Chsst!...

Y al ujier:

–¿Qué haces ahí, plantado como una maceta?

–He olvidado decir al señor director que el Sr. Noël

Ferlux, del Trueno Parisino, quería hablarle.

–Di al secretario general que lo reciba… ¡Yo no ten-

go tiempo!

–¿Y a la Sra. de Sainte-Radegonde, que debo res-

ponderle?

–¡Vamos!... ¿También está ahí la vieja?... ¡Entonces

está toda la orquesta!... Hazla entrar la primera, pero, des-

pués de la Radegonde, a la Latour y a la Cría-Reseda, nadie

más!.... ¡Ciérrale la puerta a todo el mundo!

Luego, cayendo en un sofá:

–¡Qué oficio!.... ¡Maldita suerte!... ¡Qué oficio!

El ujier salió, y pronto, la Sra. Olympe de Sainte-

Radegonde hizo su entrada, dejando tras ella un tumulto de

personas vociferando, de amenazas e insultos.

Se adelantó, majestuosamente, con un sombrero de

plumas y vestido de seda amarillo, y tendió su mano enguan-

tada al director de las Fantasías Parisinas.

–¡Hola, Le Templerie! ¿Estáis contento con mi stock

de mujercitas?... ¡auténticas golosinas!...

Y volviéndose hacia el vizconde Arthur:

–Siempre soberbio, ¡palabra de honor! ¡Una comería

de este bello muchacho!

Pero Olympe no era mujer para perder el tiempo en

conversaciones ociosas:

Page 94: Los rufianes en levita

94

–¿Cómo va el «Bar-Florido»?

–Sobre ruedas – exclamó el aristócrata.

–¡Yo estoy en ello! ¡Me gusta vuestra idea! ¡Entra

completamente en mis planes! ¿Queréis venir a almorzar

mañana a mis casa con La Templerie… Charlaremos de

ello…

–¿Habrá mujeres?

–No, goloso.

–¡No importa! ¡Acepto el almuerzo!

–¿Y vos, La Templerie?

–¡Oh! yo, ¿un día siguiente a un estreno?.... En fin,

ya veré…

La Sra. de Sainte-Radegonde habló a Victor de un

lote de doce figurantes traído por ella desde Inglaterra, y

alabó su mercancía: jóvenes, frescas, avispadas, y no había

más que ponerlas a andar… lanzarlas al ruedo… La Temple-

rie prometió ocuparse de su educación, de hacer de ellas

unas estrellas que, más tarde, no se mostrarían ingratas, e in-

vitó a la Sra. de Sainte-Radegonde a hablar con La Plaçade,

mientras recibía a Blanche Latour.

La artista llegó, saltarina, y de un pequeño golpe se-

co haciendo revolotear la falda muy corta de su disfraz de

Amor, exclamó:

–¡Ved y juzgad, señor director!

Con su rostro rosa, bajo su peluca rizada, con sus

grandes ojos negros, su boca de labios sangrantes, sus cejas

admirablemente dibujadas, su nariz con aletas vibrantes, lle-

vaba un maillot de seda color carne y una falda de gasa de

plata; una guirnalda de flores se cruzaba sobre su pecho re-

dondo, y una ligeras alas palpitaban en sus hombros descu-

briendo un carcaj dorado y el simbólico zurrón.

–¡Adorable!... ¡Está adorable! – dijo Olympe, des-

pués de que el maestro hubiese felicitado a la Srta. Latour –

¡Ah! hija mía, si no levantas esta noche al tipo más chic de

la sala, serías bien tonta!

Page 95: Los rufianes en levita

95

Blanche miró a la matrona, e, irritada de esa con-

fianza, se atrevió a responder:

–¡No tengo el honor de conoceros, señora!

–¡Nos conoceremos, y no te arrepentirás, querida!

Víctor, un poco sonrojado, deslizó a la pensionista:

–La Señora es una de las grandes propietarias del

teatro.

–Sí – sonrió la visitante – la Sra. Olympe de Sainte-

Radegonde, calle de Notre-Dame-de-Lorette.

–Blanche, ¿es que no saludas a los amigos? – ex-

clamó el bello Arthur, desde su lugar.

La Srta. Latour no lo había percibido aún; al sonido

de su voz, ella se estremeció, y, rápida como una gacela, fue

a saludarlo:

–¡Tú!... ¡Tú!... ¡Vos!... – dijo ella, palpitante.

Director y socia verificaban cifras, y La Plaçade se

divertía con la emoción de la actriz:

–¡Claro que sí, soy yo!... ¿Qué ocurre, querida?

–¡Nada!.. Pero hace tiempo que no os he visto…

¿Entonces, habéis encontrado a aquella a la que tanto amab-

áis… que adorabais tanto y a la que quisisteis olvidar… una

noche… conmigo?

–¡Curiosa!

–Confesadlo: ¡Vos jamás me habéis amado!

–¿Y tú?

–¡Oh! ¡yo!... Vos sois el único hombre, ¿entendéis?

¡El único hombre al que me he entregado!

–¡Bromista!... ¡Tú no eras virgen!

–¡Entregado… gratis!

El vizconde dijo sarcástico:

–Eso resulta muy amable de tu parte… pues se ase-

gura que eres avara como un pequeño Harpagón.

–¡Yo os he demostrado lo contrario, señor!

Una lágrima rodaba por la mejilla de la artista.

Arthur dijo, despiadado:

–Ten cuidado, bebé, se te va a correr el maquillaje.

Page 96: Los rufianes en levita

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Blanche se alejaba; la Sra. de Sainte-Radegonde la

detuvo al paso, y, mientras la Plaçade se encendía un nuevo

cigarrillo y el director de las Fantasías Parisinas, verificaba

las hojas de servicio, la atrajo a un rincón:

–¿Una palabra, Amor?

–Os escucho, señora.

–¿Qué vas a hacer esta noche?

–Bien lo sabéis; represento a Cupido en el Triunfo

de Venus.

–¡No te hagas la tonta!

–¡Señora!

–No te enfades, es una expresión amistosa… Y… ¿a

la salida?

–Me iré a acostar.

–¿Así, tan tranquilamente?

–Sí.

–¿No piensas en tu porvenir?

–Sí… pero, no esta noche…

–¿Por casualidad no serás tan torpe como para echar

tu vida a perder con ese vizconde?... El gran Arthur no tiene

ni un centavo… ¡Él jamás da un céntimo a las mujeres!... Al

contrario, ¡las vacía!

En la actualidad, sin protector, y olvidando el deseo

carnal causado por la vista de La Plaçade, Blanche Latour

agudizó el oído, y la avaricia que estaba en el fondo de su

carácter retomo toda su fuerza:

–¿Vos os interesaríais en mi futuro, señora de Sain-

te-Radegonde?

–¿Por qué no? ¡Yo soy la providencia de las mucha-

chas como tú!... Por ejemplo Joséphine Langlois, tu antigua

compañera, debe estar con el secretario de la delegación chi-

na, el ex amante de la pobre Gabrielle Beouvreuil.

–¡Eso no me gustaría!... ¡Un chino!... Tal vez haya

sido él quien asesinó a Gabrielle!

La proxeneta continuó:

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97

–Marie Darnac, de los Bouffes, está secando a un

gran empresario de Paris, y todo gracias a mamá Olympe!

Blanche hizo una mueca significativa:

–¡Un empresario! ¡Un hombre grueso y pesado…

¡Ese no es mi ideal!... Muchos se arruinan.

–Vamos, veo que lo que necesitas es un ministro, un

senador, un diputado, un general o un embajador, o bien un

archiduque, como el que he conseguido… para Berthe Her-

belin?

–No, un hombre bien educado, rico, serio…

–¡Caramba!... ¿Sabes dónde vivo?

–Me lo habéis dicho… en la calle Notre-Dame-de-

Lorette…

–¡No lo olvides y ven a verme!... Te espero; tengo

para ti un notario… sí, ¡un notario!

La estrella de las Fantasías Parisinas emitió un sus-

piro de amante dirigido al vizconde y salió, cantando una

barcarola que debía cantar por la noche.

Un momento después, La Plaçade se despidió de La

Templerie, un poco inquieto con la actitud que debería man-

tener durante la representación entre dos amantes tan pro-

ductivas, tanto una como otra, la Srta. Cloé de Haut-Brion y

la Sra. Eléonore Le Goëz. ¿Qué diría la ex novia de de Es-

bly, viendo aparecer en el teatro a la Cría-Reseda, causa ini-

cial de sus infortunios? ¿Y si el barón Géraud venía al teatro

y reconocía a su sobrina?... ¡Bah! ¡Todo iría bien!

Victor se ponía su abrigo, y como el ujier tardaba en

introducir a la pequeña florista, golpeó con sus manos, im-

pacientado:

–¿Es para hoy o para mañana? Vamos, ¡qué entre la

Cría-Reseda! ¡Tengo prisa!

Apareció Jeanne, acompañada de Valerie Michon.

Había crecido y parecía casi una «señorita», vestida con una

tela escocesa y realmente bonita con sus cabellos de gata

desmelenada y sus grandes ojos negros embrujadores.

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La Michon, embutida en un gran vestido, se prodi-

gaba en cortesías:

–¡Tengo el honor de saludaros, señor director!...

¡Vuestra humilde servidora!

Para Valerie, un director de teatro, un hombre a

quien tantas personas obedecen y de cuya fortuna ella podía

depender, era un ser superior.

La Templerie cortó los obsequiosos saludos de la

hostelera:

–¡Siéntese señora, y cállese! Cuando haya acabado

con la chiquilla, os preguntaré, si sirve de algo.

Y a Jeanne:

–¿No tendrás canguele, eh, Cría?

Ella lo miró, sorprendida:

–¿Canguele?... ¿Qué es canguele?

–Canguele o miedo, es lo mismo….

–Si hubieseis dicho: «acojone», habría comprendi-

do… ¿Y por qué habría de tener canguele?

–¡Condenada!... Por aparecer por primera vez sobre

un teatro… en público, ¡ a veces puede ser intimidante!

–Apuestos caballeros y bellas damas, eso no es la

pasma, y yo solo tengo miedo a la pasma.

Sordamente, añadió:

–Sí, a la pasma y también a la Michon y al Gran-

Maca…

–¿Recuerdas lo que tienes que hacer?

–¡Claro que me acuerdo!... Me lo habéis repetido

más de veinte veces, desde el día en el que habéis venido a

nuestra casa, en el pasaje Tivoli, para pedir a mamá Michon

que actúe en vuestro teatro…

–¡Dime… un poco!

–Entraré con mi bonito vestido de florista; ofreceré

flores y cantaré mi copla… ¿queréis que os la cante, señor…

¡Me la sé de pe a pa!

–Si te la sabes está bien… ¿Y luego?

La Cría-Reseda comenzó a reir:

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–¡Oh! después, si el publico me silba le haré un corte

de mangas; levantaré mis faldas y le mostraré mi higo. ¡Eso

es todo!

La Templerie brincó:

–¿Quién te ha ordenado semejante cosa? Creo que

yo no he sido.

–¡No! ¡Fue el Gran-Maca! Dijo que sería muy diver-

tido y que se vería encloquecer a todos los viejos del Cos-

mopolitan-Club!

–¡El Gran-Maca es un asno!... ¡Quiere hundir mi tea-

tro!... Escándalo, sí… Me vendría bien para atraer el publi-

co… pero, ¡diablos! insultarlo… ¡esa es otra historia!

La Sra. Michon se enternecía.

–Ya os decía, señor director, que esta niña es un

verdadero fenómeno de inteligencia…

Y, con los brazos dirigidos hacia Jeanne:

–¡Ángel, eres el tesoro de mamá Valerie!

La niña arrojó sobre su verdugo una mirada cargada

de odio; luego, considerando que era actriz y que, bajo la

protección del director, no tenía nada que temer, retomó su

actitud de muchachita emancipada.

Victor dudaba de la hostelera:

–Y vos, señora, ¿habéis ejecutado mis órdenes?

–¡Ya lo creo, señor director! ¡Todo está dispuesto!

El Gran-maca, el Rizos, Llega al Pie y todos los compinches

saben su papel.

–Espero que vuestros acólitos tengan una vestimenta

decente.

–Serán tomados por príncipes… El Rizos y Llega al

Pie se han hecho vestir en el Templo, y tendrán un aspecto

magnífico!... En cuanto a mi hombre, a Barnabé, estará rolli-

zo con su bello traje azul de botones dorados... ¡Mi hombre

es tan distinguido!...

–Mañana, pasaréis por caja… ¡Buenas noches!

El director, a fin de evitar a los importunos, se alejó

por la escalera de servicio y se reunió en un restaurante ve-

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cino con varios amigos seguros a los que dio órdenes; luego,

entre el jefe de la claque y un grueso vendedor de entradas,

retomó el camino de su teatro.

Ahora, la fachada de las Fantasías-Parisinas resplan-

decía de luces eléctricas, y una lámpara de gas iluminaba es-

tas palabras: El Triunfo de Venus.

Comenzaban a llegar las primeras personas bajo la

marquesina y a la plaza de Gaillon. Los vendedores aullaban

el programa y la biografía de los artistas; algunos vendían, y

el público se asombró de ello, la reseña del proceso de Esbly

en el Palacio de Justicia… Se ofrecían esos papeles, miste-

riosamente, como cartas transparentes.

Una sala maravillosa. ¡Allí se encontraba Todo-

Paris! En una ante-escena, el banquero Jacques Le Goëz pa-

recía aburrirse enormemente junto a su esposa y no perdía de

vista un palco, aún libre; en los primeros palcos. Nona-

Coelsia, en vestido rojo, con la cabellera diamantada, se en-

contraba al lado del barón Tiburce Géraud, y, de pie, en la

segunda fila, el marido arquitecto; el notario Edgard Bazinet,

el duque Savinien de Louqsor, el marqués Achille

d’Artaban, llamado el Último Gigolo, la baronesa Hughuette

de Miandol, llamada Sra. Don Juan, el doctor Eugène Thier-

celin, médico jefe en Santa Ana, el Sr. Adolphe Hertebize,

inspector de la Asistencia pública, la Sra. De Sainte-

Radegonde, con los ojos emboscados detrás de unos ante-

ojos, y divisando a las casquivanas célebres, como hubiese

hecho ante un almacén de ricas mercancías expuestas; aquí y

allá, diplomáticos, generales, embajadores, senadores, dipu-

tados, artistas; en la segunda galería, y acodada sobre el ter-

ciopelo, Valerie Michon, en vestido verde, y el Gran-Maca,

muy digno bajo el traje azul con botones dorados; en la or-

questa, el doctor Gédéon, su alumno y ayudante, Horace De-

joux, llamado el Microbio, y los cuatro clientes de Blanche

Latour; Albert Monjot, clérigo de Bezinet, y, además autor

dramático, Jules Valadier, empleado de una casa de modas,

Henri Nérac, poeta esteta, y un joven sublugarteniente de

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zapadores, Etienne Dalarue; Jacob Newuenschwandr, el usu-

rero de las damas; Reginald Fenwick, ya borracho; Ernest

Lassagne, reconocible con su caballera rizada, y Charles

Romanel, el primero en esmoquin, el otro en frac negro, am-

bos, serios; más lejos, el Sr. Casimir Superflu y su yerno, el

Sr. Crudière, juez de instrucción en el tribunal del Sena; el

Sr. de Lavarennes, subprefecto de Senlis, y, en lo alto, el

rostro gracioso de Annette Lizet y las caras robustas del co-

chero Dominique y el tío Jean, venidos al teatro con unas en-

tradas regaladas a la joven costurera por la casa Vestris, pro-

veedora de estrellas, y especialmente de Blanche Latour y de

Mathilde Romain.

La orquesta arrancó con la abertura, y la alegre

música de un compositor de moda no detuvo las conversa-

ciones particulares: se esperaba para hacer silencio y levan-

tar el telón. Nadie conocía la obra, incluso entre los críticos:

a ruego del director, los periódicos apenas habían hablado de

ella, y el ensayo general se había realizado a puerta cerrada,

solo ante la censura… Ya un viento de escándalo soplaba en

la sala, en la orquesta, y la obra, que se decía muy atrevida,

contaba, antes de su nacimiento, con defensores decididos y

sistemáticos detractores.

Una empleada, la Sra. Lacuisse, abrió la puerta del

palco vacío, y Cloé de Haut-Brion apareció, escoltada por la

Plaçade que, habiendo instalado a la bella, se retiró ensegui-

da.

La Sra. Le Goëz observaba a Lilas, primero a plena

luz y ahora un poco en la sombra; vio a su marido sonreír a

la recién llegada y preguntó:

–¿Quién es esa mujer tan bonita que el vizconde de

la Plaçade acaba de introducir en ese palco?

–¿Dónde? – preguntó el banquero con aire ingenuo

–Allí, casi enfrente…

De nuevo, ella tomó sus gemelos:

–¡Pero, Dios me confunda! ¡Es la Srta. Cloé de

Haut-Brion!

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El banquero, extremadamente irritado, balbuceó:

–¡Eléonore, estás loca! La Srta. de Haut-Brion está

en New York, y si estuviese en Paris no se mostraría en el

teatro después de la desgracia que le ha sobrevenido.

–¡Oh, en Paris se olvida enseguida!... ¿Entonces si

no es Cloé de Haut-Brion, quién es?... ¿La conoces, Jac-

ques? Te ha saludado con su abanico…

El Sr. Le Goëz dudaba:

–Efectivamente, querida, sí, tengo la ventaja de co-

nocer un poco a esa persona.

Ella lo miraba, divertida:

–¿Vuestra amante, eh?

–¿Cómo podéis creer?

–¡Podéis estar tranquilo! ¡No soy celosa!– dijo rien-

do Eléonore, y no soy yo quien amenazaré tus amoríos…

¿Cómo se llama esa criatura?

–Lilas.

–¡Mis más sinceras felicitaciones!

–Os lo repito, ella no es nada, y, además, yo no ten-

go la costumbre de caminar sobre lo que van dejando mis

amigos!

–¡Ah!... ¿La Srta. Lilas es la amante de uno de vues-

tros amigos?… ¿Cuál de ellos?

–¡Arthur de La Plaçade!… ¿Estáis contenta? ¿Me

vais a permitir escuchar la obertura?

Pero, Eléonore se había puesto pálida:

–¿Ella? ¿La amante de La Plaçáde? ¡Mentís!

Él se sorprendía de la actitud amenazadora de su es-

posa y no comprendía las razones de esta súbita y enorme

cólera:

–¡Pregunta a La Templerie; pregunta al doctor

Gédeon, y verás si miento o no!

–¡Sí, señor, mentís! ¡Os digo que mentís! – rugió la

vieja y terrible enamorada, importándole muy poco lo que

pudiese pensar su marido.

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Jacques le Goëz detestaba las escenas de pareja, y,

sin responder palabra, tomó su sombrero y se dispuso a salir:

Eléonore del dijo:

–¡Muy bien! ¡Vete!... ¡Prefiero estar sola!... Vete al

club, y sobre todo, no regreses a buscarme. ¡No necesito a

nadie para regresar al palacete!

Era un fastidio para Le Goëz, nada afecto al arte, te-

ner que llevar a su esposa al teatro, y como no podía decen-

temente acompañar a Lilas en un palco, se dirigió a su círcu-

lo.

Eléonore, rabiosa, pero mujer de mundo, se domina-

ba a pesar de una idea obsesiva: ¡Que la Lilas me robe a mi

marido, me da igual!... ¡Pero a Arthur!... Pero a mi aman-

te…¡Ah, no, jamás!”

Y mientras la orquesta finalizaba la obertura del

Triunfo de Venus, la Sra. Le Goëz tuvo ante sí el espectáculo

del bello Arthur entrando en el palco de la rival, y se llevó el

pañuelo a sus ojos llenos de lágrimas.

Se levantó el telón descubriendo un sitio pintoresco

de la isla de Cítara; en el fondo, la mar azulada resplande-

ciente de sol, con vuelos de palomas y cisnes – pájaros con-

sagrados a Vénus: – ante la mar, un jardín sombrío, poblado

de blancas estatuas, florídeo de mirtos y rosas.

Pero lo que sorprendió a los espectadores y los intri-

gaba, fue ver, en medio del arcaico decorado y rodeado de

ninfas y divinidades vestidas de corto, al actor Célestin Bu-

vard, un joven engominado, con amplio chaleco gris y som-

breo de copa, fumando un cigarrillo y columpiándose sobre

un balancín.

Después de un coro de diosas, celebrando las gracias

de Vénus Afrodita, se explicó el anacronismo.

El engominado, de pie, cantaba:

Jamás he conocido el amor

Ni en Francia ni en Alemania

Tanto que me he dicho un día:

¡Cielos! ¿Y si hiciese un viaje

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Al país que Cítara se llama?

Podría contemplar a Venus

Y a las diosas del Olimpo!

Este espectáculo bien vale

Que uno se suba a un ómnibus!

–¡Esto es una estupidez! – exclamó desde su butaca,

el inglés Reginald Fenwick.

–Sí, pero no más que las otras piezas de nuestros tea-

tros de género – dijo un vecino.

–Y por malo que sea, no va a cambiar! – concluyó

otro.

Ahora bien, el acto siguió, languideciente hasta la

entrada de una bella muchacha, la morena Mathilde Romain

–Venus – y de Cupido –Blanche Latour – cuyas sugestivas

formas despertaron por un instante a los miembros de los

grandes clubs.

Silbidos y aplausos irónicos, mezclados con una cla-

que atronadora, saludaron la bajada del telón.

El fracaso parecía inevitable, incluso para los ami-

gos de los autores. Realmente no se comprendía a La Tem-

plerie, ¡un muchacho tan hábil montando semejante bo-

drio!... ¡Ni una palabra favorable! ¡Ni una nota!

Se esperaban picardías, y en el Triunfo de Venus no

había más que banales basuras, indignas de un músico-

Autores (eran cuatro o cinco) y compositores (eran

al menos dos) debieron esconderse en el segundo acto, peor

que el primero.

Solo La Templerie parecía radiante. Circulaba por

los pasillos; el doctor Gédeon lo detuvo:

–¡Pobre amigo! ¡Qué desastre! La pasada noche, en

casa de La Plaçade, bromeaba con vos… ¡Hoy me lamento

de todo corazón!

Pero, Victor se desprendió:

–¡Esperad al tercer acto, querido y luego me diréis!

¡Os tengo reservada una sorpresa!

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Y partió, ligero, en medio de palabras de condolen-

cia, para presentar a Reginald Fenwick a Blanche Latour, y

ejercer así – amable proxeneta – su otra cualidad profesio-

nal.

La Plaçade, a causa de Lilas, no quería ser visto en

el palco de la Sra. Le Goëz y no se preocupaba de ser obser-

vado por Eléonore en el palco de la Srta. de Haut-Brion; él

superó la dificultad pasando del teatro, después de haber

hecho decir a la esposa del banquero, por un amigo común,

que le rogaba que lo excusase si no le hacía una visita: el di-

rector tenía necesidad de él.

La cólera de la Sra. Le Goëz iba en aumento y la

niebla de sus lágrimas vino a ocultar el encantador decorado

del tercer acto.

Se veían las alturas de París, durante la noche, la

plaza Blanche; al fondo, el Moulin-Rouge giraba sus aspas

purpureas, y se producía allí un jaleo de hombres y mujeres

saliendo del baile o de los cafés de los alrededores.

En la terraza de un café, y rodado de un numeroso

grupo de jóvenes y casquivanas, Célestin Buvard, el engo-

minado del primer acto, contaba como, tras haber obtenido

gratis los favores de Venus, se escapó clandestinamente de

Cítara, con ayuda de las divinidades y ninfas enamoradas.

Pero, ¿la Sra. Venus aceptaría el plantón? ¿Es que la diosa

no iba a tomar medias?

Pronto, Mathilde-Venus llegaba en bicicleta, escol-

tada de Blanche-Cupido y de un pelotón de ciclistas – todas

las ninfas – y después de una discusión épica con el infiel y

la promesa de un palacte en los Campos Elíseos, ella se ins-

taló con sus compañeras, en medio de los parisinos, y pedía

cerveza.

Aquí, la música era suave, el dialogo intenso, las

canciones parecían picantes, pero el público, siempre frío, no

se deshelaba.

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Entonces, bajo un haz de fuegos eléctricos, apareció

la Cría-Reseda, en traje de florista de fantasía, toda de seda

multicolor y tocada de rojo a lo Bordolesa.

Gentil, se adelantaba, ofreciendo flores y cantando:

Jóvenes amantes, esposos cariñosos,

Venid! ¡Venid todos a la ronda!

Tengo ramos para todo el mundo:

Floreced… Floreced…

–¡Es el momento! ¡Vamos allá, mi viejo! – dijo Lle-

ga al Pie a su camarada.

El Rizos se levantó, y, con gran indignación, aulló,

dominando a la orquesta:

–¡Es la Cría-Reseda!... ¡La pequeña guarra del pro-

ceso de Esbly! ¡Abajo la Cría! ¡Al arroyo, la arrastrada!

Un estrépito de insultos respondió a la salida de Er-

nest Lassagne, y estallaron alteraciones en la sala, rebotando

del balcón a la orquesta, de los palcos a las galerías, del par-

terre al gallinero; toda la asistencia se mezclaba, indignada o

divertida.

–¡No, no, no es ella!

–¡La Templerie es capaz de todo!

–¡El director está en su derecho!

–¡Esto es un escándalo!

–¡Esto es una vergüenza!

–¡Abajo los chivatos!

–¡Telón! ¡telón! ¡telón!

Llega al Pie y el Rizos, de pie, gritaban más fuerte

que los demás, manifestando su disgusto con grandes gestos.

Sobre el teatro, la Cría-Reseda, con aire asustado,

una bonita y triste sonrisa en los labios, esperaba que el si-

lencio se restableciese en la sala; pero el público no se apa-

ciguaba y la tormenta alcanzaba proporciones de tempestad.

El palco del Cosmopoliatn-Club tomaba abiertamen-

te partido por Jeanne, encontrando muy divertida la audaz

idea del director.

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–¡Esto marcha!... ¡Esto marcha! – observaba La

Templerie, oculto con el vizconde de La Plaçade detrás de

un biombo, al lado del jardín. ¡Esa pequeña mosquita muerta

es asombrosa!... ¡Si nada se tuerce, esto es un éxito!

–¡Oh, la Cría-Reseda ha sido educada en buena es-

cuela! Menudo follón… ¡Los rabiosos rugen como bestias

salvajes!,… ¡Parece que están en un manicomio!

–¡Bah!... El palco del Cosmopolitan aplaude a ra-

biar… ¡Esa es buena señal!

–Sí… pero, esperad, el comisario de policía va a

hacer evacuar la sala… Fijaos, mirad. Se levanta y desliza su

mano en el bolsillo… Por supuesto… busca su bufanda…

–¡O su pañuelo!... Las manifestaciones no están

prohibidas… No temo nada… ¡Tengo el visto bueno de la

censura!...

Mientras el público continuaba llenando el teatro

con sus clamores y sus vehementes protestas, el bello Art-

hur, pensando en Lilas, miró al palco de su amante.

La reja estaba levantada, y la Srta de Haut-Brion

permanecía invisible; del otro lado, Eléonore acababa de

abandonar su palco.

Ante la inesperada aparición de Jeanne, los Perrotin

quisieron llevarse al barón Géraud, pero él, apoyado en los

terciopelos de la balaustrada, se defendía enérgicamente y

admiraba a la joven cómplice de su ignominia, a la que veía

por primera vez.

–Barón, os lo suplico, venid. Vuestro lugar no está

aquí – dijo Coelsia intentado un último esfuerzo.

–¡No! ¡Me quedo!

–¿Tiburce?

–¡No! ¡No! ¡Dejadme!... ¡Esa pequeña es muy gen-

til! ¡Su palabra me penetra! ¡Su vista me regocija!... ¡Sus

ojos me calientan! ¡Dejadme!

Oh! como podrían llevarse al recalcitrante viejo, los

esposos Perrotin, como hubiesen llevado a la fuerza al barón

Géraud, si hubiesen sabido la presencia de Cloé en el teatro!

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Pero, la Srta. de Haut-Brion, disimulada en la sombra de su

palco enrejado, y como anulada ante la Cría y al despertar de

sus recuerdos de virgen, estaba lejos de pensar que su tío se

encontraba muy cerca de ella!

La Cría-Reseda, aprovechando un momento de cal-

ma, trataba de retomar su canción, pero el estrépito reco-

menzó más violente todavía.

–Basta! ¡basta! ¡basta!

–¡Continúa! ¡Continúa! ¡Continúa!

–¡Telón! ¡Telón! ¡Telón!

En su palco, los miembros del Cosmopolitan-Club

aplaudían sin cesar:

–¡Viva la Cría! ¡Bravo!

Llega al Pie, subido sobre su butaca, gritaba:

–Vete a tu tugurio, pequeña guarra, donde te recla-

man!

Y Reginald Fenwick, cada vez más borracho debido

a los cócteles ingeridos en los entreactos, farfullaba:

–¡Es asombroso como me divierto!... ¡Very beautiful

guerle!

En ese momento, una voz estridente pudo oirse en

medio del espantoso tumulto.

Desde lo alto de las segundas galerías, la Michon

apostrofaba al público, y, de pie, detrás de ella, Barnabé,

muy digno en su frac azul de botones dorados, le prestaba el

apoyo moral de su estatura de gigante.

–Damas y caballeros, – gritó la hostelera – ¡no sois

en absoluto caritativos!... ¿Acaso es culpa de esa pequeña

haber sido desflorada por ese sucio conde de Esbly?

–¡No! ¡no! ¡no es culpa de ella!... – proclamaron el

Rizos, Llega al Pie y los otro compinches.

Sintiéndose apoyada, continuó:

–¿Queréis impedirle que se gane honorablemente la

vida?... ¿Es que ya no sois franceses?...

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Este apostrofe había desarmado a la sala, y con la

tragedia, girando hacia lo cómico – después de bravos y risas

– la Cría acabó su canción y salió victoriosa de la batalla.

En bambalinas y mientras Mathilde Vénus y Blan-

che Cupido se disponían a la apoteosis habitual, es decir a

salir volando completamente desnudas, La Templerie abrazó

a Jeanne:

–¡Muy bien!... ¡Hemos ganado la partida!

–¿Y si les mostrase mi trasero?

–¡No, hija mía! ¡Ese es el papel de Mathilde Romain

y de Blanche Latour!

Ernest Lassagne y Charles Romanel, avisados por

una señal de que su rol había terminado, se esfumaban am-

bos, temiendo, a pesar de su lujosa vestimenta, a ser deteni-

dos en medio de toda esa gente:

–¿Dime pues, Llega

–Mi viejo Rizos…

–Vamos a charlas del asunto Le Goez, de nuestra

próxima visito al palacete del bulevar Saint Germain.

–¡Con gusto! Encontraremos muy buena pasta en ca-

sa del banquero…

En el teatro, ninfas y parisinas danzaban.

En el nombre de Esbly, arrojado a la multitud, pri-

mero por el Rizos y luego por la hostelera, Cloé, desfalle-

ciente, había querido salir: se acercó a la verja levantada y

como esta le impedía ver para buscar al gran Arthur al que

ella creía en la sala, la bajó y se inclinó un instante fuera del

palco.

El brusco paso de la semioscuridad a la brutal luz, la

deslumbró: experimentó un vértigo y sus ojos vieron, como

en un sueño, todos los seres que habían ocupado un lugar en

su existencia. ¡No! ¡no! no soñaba, y el cuadro era muy re-

al!... Allí estaba el Sr. de Lavarennes, el subprefecto de Sen-

lis que la reconocía e inclinaba tristemente la cabeza; pese al

smoking y el traje negro reconocía a los bandidos que la ate-

rrorizaron en el bosque de Senlis, con la religiosa, esa horri-

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ble mujer, de la que antes había escuchado los aullidos; allí

estaba el doctor Hylas Gédeon, un recién conocido, y, final-

mente, Reginald Fenwick, el hombre del abrigo, en casa de

la Martignac, y ese proveedor de Saint-Lazare que, a pesar

de su borrachera habitual, parecía arrepentirse y la observaba

con ojos llenos de respeto y dulzura.

Y como si el nombre de la prisión tuviese el poder

de evocar el mal y el buen ángel descendidos, a su vez, en

Saint-Lazare, allí estaba la Sra. de Sainte Radegonde, ob-

servándola con sus gemelos, y más arriba, visión reconfor-

tante y bendita, Annette Loizet, la gentil y disciplente costu-

rera, su respetuosa y devota amiga, inclinándose ante ella a

pesar de la opinión contraria del resto de su familia.

En la escena seguían bailando.

De repente, la Srta. de Haut-Brion retrocedió, aterro-

rizada.

Acaba de percibir al tío Géraud, y Géraud la miraba

con la boca abierta y los ojos desorbitados.

–¡Es ella! –dijo a los Perrotin!– ¡Es ella! ¡Es mi

Cloé, y no me impediréis reunirme con ella!

Géraud descendía, seguido de Nona-Coelsia y del

arquitecto, pero, ya la Srta. de Haut-Brion, se lanzaba hacia

el corredor.

Una mujer, en lujoso vestido, le cortó el paso, y Li-

las reconoció a la Sra. Le Goëz.

–¡Alto ahí, señorita! – dijo en voz baja Eléonore –

¡Nada de escándalos!... ¿Es cierto que sois la amante de…?

–¡Dejadme pasar, señora!... Vuestro marido… Yo no

soy nada de él… ¡Podéis estar tranquila!

–¡No se trata de mi marido!

–¿De quién, entonces?

–¡De Arthur!... ¡De mi amante!

–¿Vuestro amante?... ¿Él?

–¡Vos lo sabéis muy bien, vos que vivís del dinero

que él me saca!

–¡Insolente!

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–¡Me devolveréis a Arthur, señorita!

–¡Jamás!

Fuera de sí, la mujer del banquero se precipitó sobre

Lilas blandiendo el abanico para golpearla en el rostro, pero

la Srta. de Haut-Brion evitó el golpe y rechazó a su adversa-

ria.

Mientras tanto, el Triunfo de Venus llegaba a su apo-

teosis. Algunos espectadores asistieron sin intervenir en esa

álgida discusión entre dos mujeres que parecían de la más

elevada posición social.

Géraud y los Perrotin llegaban.

–¿Cloé? ¿Cloé? – mugió el barón, desprendiéndose

del arquitecto y su esposa.

En la Plaza Gaillon, Cloé acaba de subir a un coche

que se alejaba muy rápido.

Esa misma noche se produjo una espantosa escena

entre la bella Lilas y el vizconde de la Plaçade, pero ¿qué

mujer podía resistirse a los encantos del gran Arthur? Con-

venció a su amante de que la Sra. Le Goëz había mentido.

¡Venga ya! ¡Él , su amante? … No había más que mirar a la

vieja Eléonore, para comprender que él, el apuesto, el seduc-

tor La Plaçade, no se comprometería jamás con ese horror.

Había engañado a Cloé jurándole matrimonio, con

motivo de su huida del castillo de Eslby; la había mancillado

entregándola al banquero, pero él la había tenido virgen y

ella lo amaba, ella lo amaba a pesar de las vergüenzas y los

disgustos! Fue la victoria del la carne contra el espíritu, ¡el

triunfo real de Venus!

El doctor Hylas Gédeon, el cirujano ovaritomista,

uno de los médicos a los que la fiscalía había encargado el

reconocimiento de Jeanne, con motivo del «atentado de Esl-

by», tuvo una conversación con la Michon al salir de las

Fantasías. Parisinas: solo Hylas sabía la historia de la Cría-

Reseda, pero, estaba generosamente pagado por callarse, re-

cibiendo cien francos mensuales de la hostelera.

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VI

EN CASA DE OLYMPE

–¡Annette! ¡Annette! ¡Annette!

En medio de toda la basura, aquel era el grito de amistad y

de honor de la virgen decepcionada, y la joven obrera, siempre

honorable y valiente, no abandonaba a la hija de sus antiguos

amos.

No atreviéndose a ir a casa del vizconde de La Plaçade,

acechaba las salidas de la Srta. de Haut-Brion con el deseo de

protegerla y de ver resucitar y brotar ese rosal humano al que

una helada había quemado sus primeras hojas.

Trasladado a casa en su coche y vigilado por el Sr. y la

Sra. Perrotin, el barón Géraud continuaba divagando. Llamaba a

Cloé, quería a Cloé, ¡ofrecía toda su fortuna a quien le entregara

a Cloé!

Olvidando los bellos ojos de la italiana y desdeñando las

lujurias, deseaba estar solo y dormir, pero se sometía a la impla-

cable voluntad del arquitecto y su esposa. ¡Oh! ¡no! ¡Ellos no

dejarían a su querido amigo, a su bienhechor, en tal estado! ¿Y

si se repitiese un ataque parecido al que acababa de tener? ¡Qué

temor a que eso ocurriese!... ¡Qué remordimientos! ¡Qué deses-

peración!...

En esa constante presión, la Sra. Perrotin intentaba dar una

escena de celos; Géraud alzó los hombros; ¡él amaba a Cloé,

adoraba a Colé, se casaría con Cloé!... ¿Quién se atrevería a im-

pedirlo? Desde luego no serían los Perrotin, esas personas a las

que él había enriquecido y que le recompensaban con sus bon-

dades y poniendo obstáculos a su felicidad.

Nona-Coelsia y su marido permanecían asustados ante la

nueva actitud de su presa, y las ideas de asesinato, ya en germen,

comenzaban a desarrollarse en el cerebro del arquitecto; la espo-

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sa, aunque disgustada con el viejo, dejaba mostrar su orgullo al

no permitir al viejo desear otra mujer más joven, y ambos pen-

saban en el testamento del barón, fruto de su codicia, en ese pre-

cioso papel guardado en el secreter y que Tiburce, en un mo-

mento de erótica locura, podría destruir.

Honoré podría chantajear al viejo con el secreto de su inje-

rencia en el asunto de Esbly; podría denunciarlo. Se obtendría

una revisión del juicio, la condena de Géraud, y el Sr. de Esbly,

evadido, reaparecería a la luz; pero, ¿la ruina del arquitecto sería

menos segura? ¡Evidentemente no! Y el propio Honoré se vería

comprometido por sus maquinaciones con Valerie, el Rizos y

Llega al Pie.

El barón quería desembarazarse lo más rápidamente posi-

ble de los esposos Perrotin; cambió de actitud, y, ofreciendo con

gesto cansado su mano a la italiana, dijo con gran dulzura:

–Perdón, amiga mía… ¡Soy un ingrato!...

Un rayo de esperanza atravesó la mirada de Honoré, y la

esposa, dócil y humilde bajo la mirada marital, respondió con su

voz más suave:

–¡Sois un niño enfermo, Tiburce, y se perdona cualquier

cosa a los niños enfermos!

–¡Es verdad! ¡Sufro mucho! ¡Hace un momento creí per-

der la cabeza! Pero, qué queréis amigos míos… Ese extraordina-

rio parecido… ¡Oh! sé perfectamente que tenéis razón, que no

era ella... Cloé está en América… Ya no piensa en su tío, y su

tío, a partir de ahora, será lo suficientemente razonable para no

pensar en ella.

Representaba una comedia, ¡el obsceno Tartufo! Y esos

dos seres, sin embargo tan astutos y que después de tantos años

ejercían sobre él sus ardides, no se dieron cuenta de que estaban

siendo engañados.

El arquitecto, radiante por el giro que tomaban los aconte-

cimientos, se retiró como de costumbre, dejando a Nona-Coelsia

en la habitación del viejo.

Entonces, Géraud, con voz pastosa, se dirigió a la italiana:

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–Esta emoción me ha roto, querida… Estoy molido… Ne-

cesito descansar… dormir…

Amablemente, la Sra. Perrotin dispuso ella misma la col-

cha e hizo al hombre ofrecimientos lujuriosos.

–No– dijo él – Gracias… Déjame, hermosa mía…

Nona insistía:

–Querido Tiburce, quiero quedar aquí para cuidaros, para

mimaros…

–Regresa a tu casa, querida… Hablaremos mañana…

Tengo muchas cosas que decirte… muchas disculpas que pedir-

te…

–Pero, esta noche estáis enfermo…

El barón sonrió paternalmente; el amor acentuaba su astu-

cia:

–¡Por supuesto!... si yo estuviese enfermo… y muriese, ¡tú

serías rica, mi Coelsia! ¡Serías archimillonaria, mi emperatriz

romana!

Y empujándola suavemente hacia la puerta:

–Buenas noches… Una noche de prudencia me hará mu-

cho bien... Mi mayordomo me ayudará a acostarme…

Ella se alejó sin desconfianza, y Géraud la oyó subir la es-

calera y regresar a sus aposentos en el último piso del palacete.

–¡Por fin! – murmuró él, con un suspiro de liberación.

El mayordomo entró. Era un criado de la vieja escuela, al

servicio del barón Tiburce desde hacía veinticinco y en el que el

amo podía confiar.

–Urbain, –dijo el aristócrata – ve a buscarme un coche y di

al cochero que me espere en la esquina de la calle… No quiero

que estacione delante del palacete… ¿entiendes?

–Sí, señor barón, pero el señor barón me permitirá hacerle

observar…

–¿Qué?

–Que es más de la una de la madrugada y que el señor al

no estar en condiciones…

–¡Ni una observación más! ¡Sabes que no me gustan!

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El hombre creía que se trataba de una de las intermitentes

locuras amorosas del amo, y, con la cabeza grisácea, la espalda

redonda, se alejó para ejecutar las órdenes.

Tiburce lo llamó:

–¡Ah! ¡Urbain!

–¿Señor barón?

–Cuando me haya ido, te instalarás en la habitación conti-

gua, y, si por casualidad, el Sr. o la Sra. Perrotin viniesen a ron-

dar por aquí, me lo dirás a mi regreso… ¡Rápido, un coche,

amigo mío!

A las dos de la madrugada, el barón Tiburce Géraud lla-

maba a la puerta de la calle Notre-Dame-de-Lorette, en casa de

la Sra. Sainte-Radegonde.

Él conocía a la proxeneta por haber obtenido, gracias a su

mediación, los favores de numerosas actrices y bailarinas, muje-

res de mundo, burguesas o casquivanas, y sabía que la casa esta-

ba abierta a todas horas del día y de la noche.

Olympe, tras haber cenado en El Egipcio y al salir de las

Fantasías Parisinas, acababa de regresar, y fue en el «salón del

general», donde una sirvienta encendió los candelabros e intro-

dujo a su noble visitante.

Siempre muy digna indicó un sillón a Tiburce, y, sonrien-

te, tomó sitio frente a él:

–Cuando un hombre como vos, señor barón, viene a visitar

a una mujer como yo, es fácil concluir que hay amores de fondo.

–Sí, señora,–confesó Tiburce, un poco irritado por el

aplomo de la matrona.

–Y la intempestiva hora a la que me honráis con vuestra

presencia revela una prisa que he de satisfacer apresuradamen-

te…

Y levantándose:

–¡Voy a mostraros mis álbumes!

–No, no, señora.

–¡Son admirables y ninguna de mis chicas podría disgusta-

ros!

–Se lo repito, señora… ¡Es inútil!

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–Entonces, ¿mi pequeño museo de cera? ¡Oh! ¡Una mara-

villa!... Las más hermosas mujeres de París… Semejanzas abso-

lutas… Catálogo, etiquetas, números… con los precios y las

direcciones…

Ignorando la caída de Cloé en los brazos de La Plaçade,

creyendo a su adorada aún virgen, él no se atrevía a solicitarla

como a las otras mercancías vivas, pero enrojecía y temblaba

bajo la violencia del deseo:

–Os lo agradezco, señora de Sainte-Radegonde; en esta

ocasión… no se trata ni de vuestros álbumes, ni de vuestros mo-

delos de cera…

A la proxeneta le gustaba leer en lo más hondo de los

hombres:

–¡Sí, sí… ya entiendo!... Sois un filósofo… uno de esos

grandes espíritus que empujados por el amor de la ciencia…

quieren estudiar las costumbres en la naturaleza.. ¡Tengo lo que

necesitáis!

Y, muy afable:

–Si el señor barón quiere seguirme a mi «buen-retiro»…

Lo pondré a observar… un caballero y una dama de paso… que

no se darán cuenta en absoluto de su presencia.

–¿Vuestro «buen-retiro»?– preguntó intrigado el viejo

amante de Nona-Coelsia.

–Sí… una cámara secreta, donde sobre un espejo hábil-

mente dispuesto, los sabios, los filósofos como el señor barón,

pueden ver… estudiar… analizar… según la naturaleza…

Él se enardeció:

–¡Cállese, señora!... ¡La vista del placer de los demás me

irritaría, me exaltaría todavía más y no tengo necesidad de

ello!... Amo a una mujer que me desprecia, que me rechaza, que

me rehúye, que me odia!... ¡Entregadme a esa mujer! ¡La quie-

ro!

–¿Por qué no os habéis dirigido de inmediato a Olympe?...

¡Vuestras gestiones precedentes harán las mías más difíciles… y

más caras!... ¡Será duro!…

–¡Soy millonario! – estalló Tiburce.

Page 118: Los rufianes en levita

118

–No lo ignoro, y añadiría que conozco el objeto de vuestro

sueño…

–¿Entonces?

–Se llama Srta. Cloé de Haut-Brion; es vuestra sobrina y

pupila, y, si ella os desprecia, si os rechaza, si os odia… es por-

que el invierno pasado, por la noche, tras un baile, vos quisisteis

violarla.

En el colmo de la sorpresa, Géraud exclamó:

–¿Quién os ha dicho eso?...¿Quién ha podido decíroslo?

–Conozco la aventura de la Srta. Haut-Brion por ella mis-

ma, pues he tenido el honor de darle hospitalidad al día siguiente

de vuestro…

Iba a pronunciar la palabra «crimen», pero se contuvo:

–¡De vuestra ligereza!

Y, graciosa:

–Pero regresemos a nuestros corderos, señor, o más bien a

nuestra rubia ovejita… ¿Vos deseáis… un cara a cara con la

Srta. Cloé? Tendréis vuestra cara a cara con la Srta. Cloé…

–¡Oh!... ¡para implorar su perdón … y pedirle ser mi espo-

sa!

–No tenéis necesidad de mí, para proponerle una cosa tan

honorable… ¡No tenéis más que presentaros ante ella o escribir-

le!

–Desconozco su dirección… y además no me recibirá;

¡rompería mi carta sin leerla!... Señora, ¿vos sabéis donde vive

la Srta. de Haut-Brion?

Olympe vaciló:

–Lo sabré mañana.

Tiburce secó el sudor de su frente y su corazón rejuvene-

cido palpitaba en su pecho:

–¿Y cuándo tendrá lugar la entrevista?

La Sra. de Sainte-Radegonde reflexionó un instante y dijo:

–Pasado mañana por la noche, a las once, la Srta. de Haut-

Brion estará aquí… Venid a las diez.

Géraud tomó las manos de la matrona:

–¡Oh! Señora, ¿cómo agradecéroslo?

Page 119: Los rufianes en levita

119

–¿Con veinte mil francos, señor barón?

–¡Acepto!

Tras haber cerrado la puerta detrás de su visitante, Olympe

de Sainte-Radegonde, esa vieja dama tan «como es debido»,

hizo un gesto innoble, un gesto que la Naumier, llamada As de

Picas, y la gruesa Léa, pensionista de la casa Martignac, le

hubiesen envidiado; golpeó con la mano su cadera y volviéndola

hacia su regazo, dijo: «¡Dios santo! ¡Qué cerdos son los hom-

bres!»

Pero, mientras vigilaba el «buen-retiro» de los amores,

Olympe consideró las dificultades de la empresa… Atraer a la

Srta. de Haut-Brion a la calle Notre-Dame-de.-Lorette le parecía

muy complicado… Cloé nunca, bajo ningún pretexto, consentir-

ía en franquear el umbral de la casa detestada. ¿Ir a buscar a

Lilas y hacer brillar a sus ojos las ventajas de una relación ínti-

ma con el barón Géraud?... ¡Ah! ¡bien, sí!... ¡Había un medio

seguro de hacer la gestión!... ¡La operación iría sola si se tratase

de otro personaje que no fuese Géraud!.. Pero, el tío maldito…

Era una locura pensar en ello… ¿Entonces, qué?... Un rapto,

como antaño. ¡Eso se acabó! Y además, la policía sería adverti-

da, y, por múltiples razones, la matrona no quería que la Prefec-

tura metiese las narices en sus negocios... ¿Por qué diablos

Géraud no usaba sus derechos de tutor y no obligaba a la Srta.

de Haut-Brion, aún menor, a regresar al domicilio tutelar? ¡Evi-

dentemente porque temía una denuncia en relación a la escena

nocturna! ¡Los jueces le retirarían la custodia de esa belleza!..

Finalmente, el recuerdo del bello Arthur, que, justamente, dentro

de algunas horas, iría a almorzar a su casa, extrajo a Olympe de

sus pensamientos negativos… El aristócrata había vendido a

Lilas al banquero Le Goëz… ¿Por qué iba a dudar en venderla al

barón Géraud por un precio mayor?

La Sra. de Sainte-Radegonde se detuvo en esa idea y dur-

mió con sueño profundo.

Esa misma mañana, tras el almuerzo, después de que la

Templerie, alegre por la taquilla obtenida en el Triunfo de Ve-

nus, se hubo marchado, ella expuso su programa al asesino de

Page 120: Los rufianes en levita

120

Gabrielle Bouvreuil, cuyo crimen jamás había ensombrecido su

rostro ni disminuido su buen apetito.

El gran Arthur aceptó la idea con una gracia encantadora.

Desde hacía algunas semanas, Le Goëz le inquietaba por sus

golpes de Bolsa y sus variadas especulaciones… ¡Pero, la fortu-

na de Géraud era sólida! ¡Inmuebles y valores de primer or-

den!... Sí… ¿Y Perrotin?... ¿El amigo Perrotin?... A Honoré y

Coelsia no les gustaría nada... ¡Cada uno para sí, y el diablo para

todos!

Y la exposición del plan valió a la Sra. de Sainte-

Radegonde este precioso elogio en boca de Espejo:

–¡Olympe, sois un genio!

Se besaron, y al contacto de la barba de oro, la vieja, como

casi todas las mujeres, tembló con un deseo lujurioso.

¡Estaba celosa! La Srta. De Haut-Brion estaba celosa de

La Plaçade, tanto como la Sra. Le Goëz, y una carta anónima

debía tener razón, despertando la llama de sus últimos pudores.

Al cabo de dos días del estreno de El Triunfo de Venus, a

las once de la noche, Lilas, sofocada, llegaba a casa de la Sra.

Sainte-Radegonde.

El barón Tiburce ya esperaba en una habitación.

A la vista de la visitante, Olympe emitió un grito del sor-

presa:

–¿Srta. de Haut-Brion en mi casa? … ¡Qué alegría!.... ¿Pe-

ro si vos no queríais nada de mí, señorita?... ¿Al fin tenéis nece-

sidad de la pobre Olympe?... ¡Hablad! ¡Oh! ¡Hablad!... ¿Qué

puedo hacer para serviros?

Arrastrada por la Sra. de Sainte-Radegonde, Cloé llegó al

gran salón cuyas varias puertas se abrían sobre habitaciones mis-

teriosas.

La proxeneta continuó, amable:

–Veamos, hija mía, estoy impaciente por serviros…

Cloé se impuso altiva:

–¡El vizconde de La Plaçade está aquí!... ¡Lo sé!... ¡Lle-

vadme hacia él!... ¡Tengo que hablarle!

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121

–¿El vizconde de La Plaçade? ¿Queréis hacerme reír?

¡Nunca lo veo!... ¿Por qué debería estar en mi casa, esta noche?

–¡Os digo que está aquí!

–¡Os aseguro que estáis equivocada!

–Entonces dejadme reconocer mi error… y abrid esta

puerta que no dejáis de mirar.

–¡Imposible! – balbuceó Olympe, representando su rol –

¡Hay alguien!

–¡Arthur de La Plaçade! ¡Eléonore Le Goëz! – tronó la vi-

sitante – ¡Confesadlo, señora!

Ella se dirigía hacia la puerta; Olympe le cortó el paso.

–¡El caballero que está ahí… es un amigo mío… No tiene

nada que ver con vuestro vizconde!

–¡Os digo que es Arthur!

–¡No, mil veces no!... Además, si fuese el vizconde no os

lo diría… ¡Secreto profesional!

La joven tigresa rechazó a la vieja dama, que no le oponía

más que una débil resistencia, y entró en la habitación.

De inmediato, la Sra. de Sainte-Radegonde, alegre, fue a

cerrar la puerta detrás de ella:

–¡Vamos, mi pequeña!.... ¡Ahora no te lamentes! ¡Tú lo

has querido!

La cabeza curiosa de La Plaçade se mostraba en el resqui-

cio de una puerta.

Arthur preguntó:

–¿Y bien, ya está?

–Sí,– dijo Olympe.

–¿El ratón cayó en la trampa?

–Sí, mi querido vizconde.

–¿Nada de gritos? ¿Ni castañeo de dientes?

–¡No!

–¡Es extraordinario!

–Estoy sorprendida de lo fácil que ha sido.

–Yo no estoy menos asombrado… y daría cualquier cosa

por escuchar y ver lo que pasa detrás de esas paredes.

Page 122: Los rufianes en levita

122

–Por lo común, señor, es un luís, pero puesto que el barón

paga, os ofrezco las vistas… ¡Venid!

Entraron en el «buen-retiro»; y allí, en un inmenso espejo,

pudieron observar con todo detalle los gestos de los dos perso-

najes: la Srta. de Haut-Brion, con un revólver en la mano, man-

tenía al barón a distancia, y él, con las manos juntas, imploraba:

–Te lo suplico, Cloé, escúchame… ¡Oh, Cloé, Cloé, mis

intenciones son puras!... ¡Niña, escúchame

–¡De acuerdo! – dijo ella – ¡os escucharé, a pesar de vues-

tra trampa en este tugurio!... ¡Antaño os temía; hoy no me dais

miedo y sabré manteneros a raya, a vos y a los demás!

Y como para demostrarle que no le temía, introdujo el ar-

ma en su bolsillo.

El obsceno Tartufo gemía, con la cabeza desnuda, los la-

bios quemados de deseo:

–He cometido grandes errores contigo; lo reconozco… Lo

confieso… pero…

–¡Ah! señor, después de vuestra tentativa de violación…

el más cobarde y abominable de los crímenes, sois indulgente

con vos mismo – dijo la Srta. de Haut-Brion, muy tranquila.

–Lamentablemente... es cierto… He sido casi… crimi-

nal… pero puedo… repararlo…

–¿Haciendo de mi vuestra amante?.... ¡Qué gran honor,

barón Géraud!... No soy más que una mundana… una casquiva-

na como se nos llama…e, igualmente, esta casquivana desprecia

vuestras riquezas y vuestros amores seniles.

–Cloé, te pido que seas mi esposa… mi esposa legítima.

Ella estalló:

–¡Ni amante, ni esposa, señor!... ¡Preferiría convertirme en

la concubina de vuestro criado o de vuestro cochero, o ser la

«esclava» de algún chulo, preferiría compartir la cama de un

ladrón o un asesino que mancillarme a vuestro lado, incluso en

calidad de baronesa!

–¿Por qué?

–¡Porque me producís horror! ¡Porque por vuestra culpa

caí en el arroyo, y porque encarnáis el demonio que ha destroza-

Page 123: Los rufianes en levita

123

do mi vida!... ¡Puta, sí! ¡Si es necesario, puta para todos los

hombres!… ¡Pero para vos, jamás!...

–¡Habéis recibido una educación, señorita!

–¡Habéis sido vos, miserable, quien me ha iniciado y obli-

gado al cambio! ¡Habéis sido vos quien me ha deshonrado,

mancillado, matado!...

–Todavía sois menor, señorita, y la ley…

–Me burlo de vos… ¡Adiós!...

Y salió sin que él se atreviese a decir una palabra o hace

un gesto para retenerla.

Derrotado en un sillón, Géraud sollozaba, con la frente en-

tre sus manos, cuando, levantando los ojos, reconoció, de pie y

sonriendo cerca de él, al vizconde Arthur de La Plaçade.

Espejo se inclinaba ante Tiburce:

–Vos ignoráis sin duda, señor barón, que soy el amante de

la joven atraída hacia vos en esta habitación y que acaba de irse.

Al aliento del amor, el viejo recuperó un poco de energía:

–¿Venís a pedirme razones?... ¡Acepto, señor!... Regreso a

mi casa, a la calle de la Universidad.. ¡Espero allí vuestros testi-

gos!

El vizconde seguía sonriendo:

–¡Vamos, señor barón, miradme y decidme si tengo la mi-

rada de un individuo con sed de vuestra sangre!

Luego, instalado en frente del viejo aristócrata:

–Acabáis de cometer un gran error…

– ¿Adónde queréis llegar, señor?

–¡A proponeros un negocio de lo más honorable!.. Vuestra

sobrina, la Srta. de Haut-Brion no está hecha para la existencia

que lleva… ¡Para todo pecado hay misericordia!... Yo, su ami-

go, me alegra saber que vos la amáis aún a pesar de los errores

de su juventud…

–¡Oh! ¡Sí, la amo! ¡Y la perdono!

Yo, su amigo, estaré feliz de verla, un día, y sin la obliga-

ción de las leyes, regresando al seno de su familia… y convertir-

se en la baronesa de Haut-Brion…

–¿Sois sincero?

Page 124: Los rufianes en levita

124

–Desde luego, y la prueba es que vos me encontráis dis-

puesto al papel de embajador… Señor, cuando se desea una mu-

jer como la Srta. de Haut.Brion, es una falta grave atraerla con

mentiras a casa de una persona como la Sra. de Sainte-

Radegonde… Se va a su domicilio directamente y se esfuerza

uno en conquistarla…

–No me hubiese recibido…

–¡Os recibirá… gracias al embajador!... Hubiese querido

ser desinteresado, pero, por desgracia, la vida parisina tiene sus

exigencias, y, a consecuencia de numerosas pérdidas en el círcu-

lo…

–Comprendo… Además, habéis hecho sacrificios para la

instalación de…. vuestra amiga…

–¡Enormes, señor barón, enormes!

–¡Pues bien, ayudadme, vizconde, y no escatimaré en gas-

tos!

–¿Cien mil?

–Sí… cien mil francos, el día que Cloé vuelva a ser… mi

sobrina!...

–¡Tendría que ser el último de los cernícalos para negaros

cualquier cosa!

Tiburce reflexionaba. Contaba con la ayuda del embaja-

dor, ¡pero con la Srta. de Haut.-Brion la aventura era distinta! Le

parecía imposible que, bajo la simple propuesta del vizconde,

esa joven altiva y orgullosa, esa Cloé de la que él acababa de

experimentar la ira y los desdenes, consintiese en olvidar todo y

recibirle en su casa!

Vacilando, dijo:

–¿Y Cloé?... ¿Qué va a responder Cloé?

El vizconde de La Plaçade hizo chasquear sus dedos en

señal de alegría:

–¡Lilas es una criatura dócil que me quiere bien y que, por

mí, está dispuesta a… rehabilitarse!

Y, acompañando a Tiburce:

Page 125: Los rufianes en levita

125

–Id a dormir en paz, y soñad con vuestros amores,

señor barón! Mañana, en el Cosmopolitan, a la hora del al-

muerzo, os llevaré una respuesta favorable!

De regreso a su apartamento, Arthur encontró a Lilas

en el dormitorio.

Acababa de llegar y todavía no se había desvestido.

–¿Cómo? – dijo ella, sorprendida – ¿Eres tú… Art-

hur?... Sabes…

–¿Que no es a mí a quien esperabas?... ¡Bah! si ese

cerdo seboso de Le Goëz viene…. esperará… Cloé, debo

hablarle…

Las cejas de Espejo se fruncieron, y sus grandes

ojos, de ordinario tan dulces, parecían emitir destellos.

La Srta. de Haut-Brion lo miró, bastante agresiva:

–¿Qué te pasa esta noche? ¡Pareces furioso!

Él exclamó:

–¿Y tú me lo preguntas?

–¡Sí!

–Yo he… yo he… es que eres una imbécil, una

idiota, una estúpida!

–¡Arthur!

Él se acercó y mirándole fijamente a los ojos:

–¿Por qué no has aceptado, esta noche, las honora-

bles proposiciones de tu tío, el barón Géraud?

Ella murmuró, lívida:

–¡Ah! ¿Lo sabes?...

–Sí, señorita, he visto todo, escuchado todo, oculto,

con la Sainte-Radegonde, en una habitación contigua.

–¿Y no has entrado? ¿No has intervenido?... ¿No has

estrangulado a ese hombre que es la causa inicial de todos

mis dolores y mis vergüenzas?

–Yo estaba en el asunto…. El barón Géraud venía a

reparar sus faltas ofreciéndote su mano.

Colé dio un brinco de joven pantera:

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126

–Entonces, miserable, eres tú… eres tú quién me en-

trega?... ¿Eres tú quién me has enviado una carta anónima

para atraerme a la casa de esa horrible mujer?

–¡Yo u otro, qué importa!... No se trata de eso. Fe-

lizmente, nada se ha perdido… He hablado con Géraud, y

debes prepararte para recibir mañana a tu querido tío!

–¿Y… te has atrevido?

–Dios mío, sí… me he atrevido… Y luego?

–¿Y piensas que voy a obedecerte?

–Has obedecido por Jacques Le Goëz; obedecerás

igualmente por el barón Géraud… ¡Es lo mismo!

–¡Jamás!

–¡Mi bella, tu porvenir está ahí… tu futuro de baro-

nesa, y yo sabré complacerte!

–¿Vas a pegarme, tal vez?

–¡Sí, pues no puedo abandonar alegremente una for-

tuna! ¡Deseo tu rehabilitación!... Pero, espero que seas pru-

dente y que recuerdes que me amas.

–¿Amarte?... ¿Amarte, después de lo que acabo de

escuchar? ¡Oh! ¡no! ¡no te amo!... ¡te odio!... No, ¡te despre-

cio!

Ella se dirigió a la puerta para salir de allí; con gesto

brutal, Arthur la arrojó al otro lado de la habitación. Pero

Cloé regresaba, armada con el revólver que había extraído

de su bolsillo:

–¡Vamos, hazte a un lado, sucio macarra, o despa-

rramo tus sesos!

El vizconde, aterrorizado, tuvo que dejarle paso, y la

Srta. de Haut-Brion abandonó el apartamento.

En la calle, el Sr. Le Goëz, siempre puntual, bajaba

del coche. Cloé lo tomó del brazo:

–¡Lléveme, Jacques! ¡Lléveme, por favor!

–¿Adónde? – preguntó el marido de Eléonore.

–A donde usted quiera… con tal de abandonar esta

casa!

Page 127: Los rufianes en levita

127

El grueso banquero ejecutó la petición sin compren-

der, y pasaron la noche, una noche encantadora para Jac-

ques, en el hotel Terminus.

Algunos días más tarde, la bella Lilas se instalaba en

un magnífico palacete de la avenida de Antin, que Le Goëz

amuebló con un lujo digno del origen y belleza de su aman-

te.

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VII

VIEJAS ENAMORADAS

Sin noticias de la señorita de Haut-Brion y de la Sra.

le Goëz, uno de sus antiguos enamorados, el vizconde Art-

hur de La Plaçade veía venir horas tristes!... Ya no tenía más

crédito en el Cosmopolitan Club, ni reuniones con esos

egoístas de Perrotin y La Templerie que, a las primeras peti-

ciones, cerraban sus carteras!

Cuantas intentonas ejecutó el brillante Espejo, para

continuar su elegante vida. Cuantas mentiras, cuantas esta-

fas, pero también cuantos lamentos, humillaciones y sinsa-

bores.

Desde luego tenía amantes, como no habría podido

ser de otra manera, con su físico de Apolo de Fidias, sus ojos

de terciopelo azul y su barba a los reflejos del sol… Varias

veces, Blanche Latour lo honró con sus favores, pero cuando

vio que el seductor aristócrata no le ofrecía nunca el menor

billete azul y que, por el contrario, todos sus esmeros tendían

a obtener de ella recuerdos en metálico, no regresó al picade-

ro.

Así pues, todavía algunas amantes gratils, pero ya no

más amantes pagadoras! ¡No era divertido! ¡Ya no!...

Pero lo que lo desolaba al chulo en levita era el

abandono definitivo de Lilas. Sí, Lilas vivía como una reina

bajo los cuidados de Le Goëz, y, sin pensar, la miserable,

que el pobre Arthur, su valedor, perdido de deudas y a punto

de ser detenido por estafas y otras historias más oscuras y

graves, se preguntaba lo que le esperaba!

El gran Arthur adelgazaba de preocupación y la

víspera de ese día, mirándose en un espejo – ese Espejo cuyo

nombre llevaba y que reflejaba su rostro – percibió con an-

gustia una ligera arruga que surcaba el mármol de su frente y

un pelo plateado en su sedosa barba de oro!

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130

Esa mañana, hacia las once, el Sr. de La Plaçade,

aún en la cama, buscaba el misterio de las vicisitudes huma-

nas, cuando Benoit entró en la habitación.

–¿Qué ocurre? – preguntó el amo – ¿Qué quieres?

¡Espero que valga la pena molestarme!

Benoit, como un sirviente con estilo, dejó pasar la

tormenta.

–En la antesala hay una dama que desearía hablar

con el señor vizconde.

–¿Una dama? ¿Blanche Latour?

–No, señor vizconde… la Sra. Olympe de Sainte-

Radegonde…

–¡Qué se vaya al diablo!

–Después de vos, querido! – respondió la matrona,

entrando.

Arthur dijo, un poco sonrojado:

–Deme al menos tiempo para vestirme, querida.

–¡No soy remilgosa, vizconde!... ¡No os sintáis in-

cómodo conmigo!

Olympe se había instalado en un sofá, y mientras el

bello Arthur pasaba al cuarto de baño y procedía a sus ablu-

ciones matinales, la conversación se produjo a través de la

puerta entreabierta.

–¿Entonces – comenzó la matrona – cómo van los

negocios?

–¡No muy bien del todo! ¿Me traéis dinero?

–No, mi pobre amigo, venía en persona a responder

a vuestra carta… ¡Hum! Veinticinco mil francos… Eso es

una buena cantidad

–¡Oh! vos sois tan rica!

–Es cierto, y no lo oculto. Pero yo no soy una madre

y con vos, hoy…

–¡Maldita sea, yo bien valgo cinco mil francos!

–Los valéis, y más, cuando tengáis vuestras gran-

jas…

–¿Qué granjas?

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–¡Rayos! La joven Cloé de Haut-Brion y la vieja El-

éonore Le Goëz… Ambas enamoradas bien valen unas gran-

jas en Beauce.

–La cosa no es fácil – gimió Arthur, entre un chapo-

teo de agua perfumada de su lavabo.

–¡Bah! no tendréis más que mostraros… como sois,

de un modo sencillo… a los ojos de una u otra… y ni la una

ni la otra se resistirán a vuestros encantos… ¡Ah! vizconde,

estáis soberbio! ¡Qué cuerpo! ¡Qué formas! ¡Qué bíceps!

¡Qué pantorrillas!... ¡Qué piel!

Y, de pie, en el umbral del lavatorio del que ella

había abierto la puerta, la Sra. de Sainte-Radegonde, con-

templaba al vizconde de La Plaçade que, completamente

desnudo, en la bañera, recibía con delicia, sobre sus hombros

y riñones, las aguas heladas de un aparato de ducha.

–Mi palabra de honor, querido vizconde, dentro de

vuestra máquina de zinc y porcelana, parecéis un joven

tritón en su concha!

Los ojos ardientes de la vieja enamorada continua-

ban fijándose en Arthur, y se producía en la proxeneta como

una ebullición de deseo:

–Sí, un tritón, un verdadero tritón! ¡Dios! ¡qué bello

animal!

Bruscamente La Plaçade golpeó la puerta del cuarto

de baño:

–Basta ya de mitología! Hablemos de mis negocios.

El bello hombre se equivocó al mostrarse tan des-

agradable en su gesto, pues, ante una más amplia visión, la

matrona lujuriosa tal vez se habría desprendido de sus vein-

ticinco mil! Pero, Olympe era una mujer práctica y, una vez

el encanto roto, volvió a sí misma:

–¿Así, que tenéis necesidad imperiosa de ese dinero,

señor vizconde?

–Es tal mi apuro que si no lo tengo mañana tempra-

no, me hago saltar la tapa de los sesos!

Ella ironizaba, insolente:

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–¿Mataros vos?... ¡Bromista!

El Sr. de La Plaçade apareció vestido en blanca fra-

nela; estaba fresco, rosado al salir de la ducha, pero con una

inquietud en sus bonitos ojos. Curzó los brazos ante la

proxeneta y dijo, muy serio:

–Sí, Sainte-Radegonde, me haré saltar la tapa de los

seos!

–Vos no haréis saltar nada!... Cuando se tiene la in-

tención de entregarse a ese pequeño ejercicio, uno no se di-

vierte en decirlo a sus amigos y conocidos… Por otra parte,

vos no sois un hombre de esos!

–Pero… estoy jodido! ¡Maldita sea!... ¡estoy jodido!

–¿Deudas=?

–Las deudas me las paso por el forro… No temo a

los ujieres. Todo aquí está a nombre de Benoit, mi mayor-

domo…

–Una pequeña estafa… Se os amenaza con la cárcel,

eh?

–¡No!

–¿El juzgado, entonces? Tranquilizaos… eso siem-

pre se arregla.

Él estalló, lleno de esperanza:

–Sí… sí se arregla! Por supuesto, se arreglará si vos

venís en mi ayuda… Y vos me salvaréis, ¿verdad, Sainte-

Radegonde?

Ella se defendió:

–¡Oh! yo… veréis… poco puedo! Lo lamento…

¡Acudid a Lilas!

–¿Lilas? ¡Hablemos de Lilas! La muy zorra me de-

jaría ir a la cárcel después del incidente con Géraud!

–¿Y la Sra. La Goëz?

–¡Eléonore, más de lo mismo! ¡Respondió por mí

ante un montón de acreedores que hoy amenazan con perse-

guirla… Además Eléonore también está muy enfadada des-

pués de la escena con Lilas!

La matrona se aventuró:

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133

–Pues no veo más que un medio… ¡Acudid a vues-

tro hermano!

Arthur se estremeció:

–¿Cómo sabéis…?

–¿Qué tenéis un hermano, que son el honor y la pro-

bidad personificada? Un hermano, coronel de dragones, en

el cuartel de Lunéville, un hermano casado con una dama

muy honorable, unhermano comandante de la Legión de

honor, un hermano mayor que os adoraba como si hubieseis

sido su hijo y que, un día, siendo conocedor de algunos deta-

lles sobre vuestra vida galante, os ha echado de su casa,

prohibiéndose reaparecer allí? Sí,¡sé todo eso!... ¡Pero, qué

importa! Desde el momento que se trata del honor del ape-

llido, vos estáis salvado!... Bello Arthur, el valiente soldado,

el digno aristócrata no dejará de acudir en vuestra ayuda…

¡Escribir a vuestro hermano!

–Hace ocho día que me carta ha partido… una carta

donde le contaba todo… donde le confesaba todo! Y… no

he tenido respuesta! Ninguna respuesta, ¿entendéis Sainte-

Radegonde? Y mañana las letras llegan a su vencimiento…

Las falsas se descubrirán… y…

–¿El Juzgado?... ¡Entiendo! ¡La situación es delica-

da!ª

Olympe, extendida sobre su sofá, permaneció un

momento pensativa, y una sonrisa, al principio vacilante,

luego expansiva, vino a revelar que una idea germinaba pre-

cisa en el cerebro de la matrona. Con una mirada atenta, se-

guía el caminar agitado del viconde de La Plaçade a través

de la habitación, y, bajo la elegante chaqueta blanca de fra-

nela, ella volvía a ver con su pensamiento, las formas escul-

turales y admiradas, unos instantes antes en el cuarto de ba-

ño.

–Vizconde, ¿queréis casaros?

La estupefacción se dejó ver en el rufián en levita:

–¿Casarme?.... ¿yo?

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134

–Sí… con una mujer que desea convertirse en viz-

condesa y que, mañana… esta noche… os sacará las penas?

–¿Estáis loca?

–¡En absoluto!

Ella se levantó ante el aristócrata:

–¡Esa mujer, soy yo!... Soy yo, la señora Olympe de

Sainte-Radegonde!

Él creía estar soñando:

–¿Vos?... ¿vos?...

–¿Y bien, qué?... Soy rica; ejerzo una profesión lu-

cartiva… ¿Demasiado mayor para vos, señor? ¡Venga ya!...

Tengo cinco años menos que La Goëz… y estoy admirable-

mente conservada!... Una vez vicondesa auténtica… vos me

veréis… me juzgaréis en esencia, mi bello y gran Arthur!

El Sr. de La Plaçade permanecía silencioso, entre el

asombro, la esperanza y el temor.

Olympe se exaltó:

–Una vez convertida en una gran dama, instaleré en

Enghien el «Bar Florido», según vuestra ingeniosa idea y, en

Paris, abriré una agencia matrimonial! ¡oh! una agencia no

como las demás!... Solo recibiremos gente de alta alcurnia,

en salones suntuosos, y ganaremos una inmensa pasta!

Y sin esperar la respuesta del aristócrata, ella salió,

diciendo:

–Tenéis toda la noche para reflexionar en el matri-

monio o… ¡a la cárcel! Os lo repito, vizconde: ¡estoy admi-

rablemente conservada!

Arthur pensaba en la extraña proposición de la Sain-

te-Radegonde; Benoit, tras haber llamado, regresó a la habi-

tación del amo.

Sobre un platillo de plata lleva una carta cerrada y

un pequeño paquete envuelto en una hoja de papel de seda.

El aristócrata despidió al criado, abrió la carta y

leyó:

Arthur,

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135

¡Hace un mes que no duermo, no como, no vivo!

Todo mi ser es tuyo y me abandona! Cruel, sabes que no

puedo dejar de quererte, que te he perdonado! ¡Oh, regresa,

mi Arthur! ¡Regresa!... Yo te imploro! ¡Te deseo!... ¡Te

quiero!...¡Arthur! mi Arthur, te envío la llave de la puerta

del jardín… ¡Oh! ¡Qué largas van a parecerme las horas!...

Pues vendrás, ¿no es así, querido adorado?... Mi marido

ahora pasa casi todas sus noches en la casa de esa Lilas que

yo tanto detestaba antes por ser tu amante, y, que hoy, me es

indiferente... ¡Estaremos solos, completamente solos! Ale-

jaré a los criados, y nos amaremos!... ¡Oh! ¡no dejes de lle-

gar a la hora habitual! Me parece que si me olvidases, me

moriría! Ven, y esperando recibe los mejores besos de tu

ELÉONORE.

El Sr. de La Plaçade iba a tirar la carta, pero se per-

cató de que contenía un «post-scriptum»

He logrado, a base de ahorros, acallar una buena

parte de mis acreedores, y tengo en mi secreter una pequeña

suma, por desgracia muy pequeña, que me haría feliz verte

aceptar… Casi me da vergüenza ofrecerte esos billetes azu-

les, cuando pienso que en la caja fuerte de Jacques duerme

una suma enorme, probablemente destinada a tu antigua

amante, ¡la suya hoy!... Sí, la Lilas engorda, y, tú, mi pobre

col, vegetas, sufres, tal vez te veas obligado a privarte de ese

lujo que te es tan necesario y del que mi ambición sería ro-

dearte!

¿A medianoche, de acuerdo? Te espero, rey mío, ¡mi

Dios!

E.

Arthur deslizó la carta en su cartera, diciéndose que,

en el amor, como en la guerra, es bueno estar siempre arma-

do; luego hizo unos gestos ante un espejo, encontrándose

apuesto, espléndido, irresistible. La arruga causada por las

Page 136: Los rufianes en levita

136

preocupaciones ya no dejaba ninguna huella, y Victor, el

célebre peluquero, recortando la barba de oro, había quitado

el pelo plateado!

¡Oh! que ridículo se encontraba por no haber puesto

a la Radegonde de patitas en la calle, a ella y a sus proposi-

ciones descabelladas! ¡Cómo, en su turbación, había podido

detenerse por un instante en la idea del matrimonio?... Se

burlaba de la proxeneta, y movía entre sus dedos orgullosa-

mente la llave de la burguesa!

Una jornada encantadora. – Después de unas visitas

a las exposiciones de pintura y una vuelta por el Bois, el

aristócrata regresaba a su picadero para ponerse su levita;

cenó en el Café Egipcio, asistió a la representación de El

Triunfo de Venus, en las Fantasías Parisinas, y, un poco an-

tes de la medianoche, se dirigió al palacete del banquero le

Goëz.

Cuando llegó al jardín se sorprendió al ver la puerta

entreabierta, pero imaginó una gentil precaución de Eléono-

re. Caminó por la avenida, disimulándose bajo los árboles y

enseguida reconoció a su vieja enamorada que le enviaba

unos besos.

–¡Por fin, aquí estas, mi Arthur!... ¡Qué feliz soy! –

dijo Eléonore.

Se arrojaba en sus brazos, pero él la rechazó:

–¡Tranquila!... Pronto nos amaremos… Allá… en tu

habitación…

Eléonore había decorado su habitación como para

una fiesta: haces de velas rosas ardían en los candelabros;

por todas partes había flores, y la cama, una cama de estilo

renacentista, confortable obra maestra, parecía, con su col-

cha de brocado plateado y sus voluptuosas y floridas almo-

hadas, un altar levantado para el sacrificio del amor.

La Sra. Le Goëz examinaba a Arthur y declaraba,

radiante:

–¡Jamás has estado tan guapo! ¡Jamás has sido tan

deseable!

Page 137: Los rufianes en levita

137

La Plaçade también contemplaba a su amante, la en-

contraba horriblemente envejecida y ajada, a pesar del ma-

quillaje que cubría su rostro, a pesar de la cabellera teñida, a

pesar de todos los cosméticos, todas las pomadas, todos los

artificios.

Eléonore dijo mimosa:

–¿Vas a servirme de dama de compañía, querido?

¡Vamos! ¡A la obra, amor mío!

La vieja se había curvado para que el joven la despo-

jase más fácilmente de su camisón de blanco terciopelo; pero

el gran Arthur no dio ni un paso y dijo:

–¡Hablemos primero, querida!

Ella se reincorporó, inquieta:

–¡Oh! ¡ya no me amas! ¡Lo veo! ¡Ya no me amas!

¿Entonces, por qué has venido?

El había lanzado un muy vago: «Te amo…» y, seña-

lando el pequeño secreter cuyos dorados brillaban bajo las

llamas de los candelabros, preguntó:

–¿Cuánto hay ahí?

–Cinco mil francos… Es poco, lo sé. Te lo he adver-

tido en mi carta, pero tú sabes las dificultades que he tenido

para procurarme esos malditos cinco mil francos! En fin, ahí

están… ¿Los quieres?

–¡No! – dijo rudamente el vizconde.

–¿Por qué?

–Porque son… cien mil francos… doscientos mil

francos… todo lo que está en la caja fuerte de tu marido lo

que necesito!

El rostro del hombre expresaba una resolución tan

salvaje que la Sra. Le Goëz se puso a temblar:

–¡Arthur! ¡Oh! Arthur… ¡me estás dando miedo!

–¿Dónde está la llave de la caja?

–No lo sé…

–¡Mientes!

Avanzó hacia ella, con una llama sanguinaria en los

ojos; ella calló de rodillas y, con las manos juntas:

Page 138: Los rufianes en levita

138

–¡Bien, sí, lo sé!... Pero te lo suplico, Arthur, en

nombre de nuestro amor, no me obligues a tal infamia!

–¿Nuestro amor? – se burló el gran rubio – Te acon-

sejo que no hablar de nuestro amor… ¿Dónde está la lla-

ve?... ¡Quiero saberlo!

–Mi marida siempre la lleva con él en su bolsillo…

–Tiene que haber una segunda.

–Pero… Arthur…

–¡Habla! – gritó el vizconde, con un puñal en la ma-

no.

Eléonore gemía:

–Allí… en ese secreter… Le Goëz me la ha confiado

para que la entregue al primer cajero, mañana por la mañana,

si él no estuviese de regreso en la apertura de los negocios…

–¿Entonces tu marido no está en casa de su aman-

te… en casa de Lilas?

–No… está de viaje…

–¡Eso es bueno! ¡Levántate y vete a buscar esa llave!

Dócil, bajo el puñal, Eléonore abrió el secreter y en-

tregó la llave a su amante.

La Plaçade ordenó:

–Toma uno de los candelabros e ilumíname… Ba-

jamos…

–Arthur – balbucía la Sra. Le Goëz – ¿por qué me

obligas a acompañarte?... ¿Qué necesitas de mí? Déjame

aquí…

Y él, terrible:

–Dejarte aquí, para que abras la ventana, para que

grites… para que me capturen?... Eléonore, si me pillan, tú

estarás conmigo!... Vamos, camina!

Completamente lívida, con el candelabro en la ma-

no, Eléonore, seguida del vizconde Arthur que siempre la

amenazaba con su arma levantada, descendió la escalera que

conducía a los despachos de la banca. Llegaron al despacho

del Sr. Le Goëz, y como las velas no iluminaban bastante el

lugar, el rufián en levita arrancó el candelabro de las manos

Page 139: Los rufianes en levita

139

de su amante y lo depositó sobre una mesa, cerca de la caja

de hierro y al lado de su puñal.

Introdujo la llave en la cerradura, pero de inmediato

la retiró con un gesto de cólera:

–Es una cerradura de clave de cinco letras! ¡Habría

debido darme cuenta!

Y dirigiéndose a Eléonore, que, vacilante, se apoya-

ba al respaldo de un sofá:

–¡Tú debes saber la clave! ¿Cuál es? ¡Responde!

–Antaño era «Paris»… Hoy, lo ignoro…

De repente, La Plaçade observó:

–El nombre de «Lilas» se compone, como «Paris»,

de cinco letras, y el imbécil de tu marido es muy capaz de

haber tomado el nombre de su amante para defender su caja

fuerte.

No se equivocaba. Los botones se alinearon fácil-

mente; la llave giró en la cerradura, y la caja se abrió, dejan-

do ver hasta en sus profundidades un amontonamiento de ci-

lindros de oro y de billetes del Banco de Francia.

El hombre iba a precipitarse en su interior, pero la

Sra. Le Goëz estaba de pie, con los brazos en cruz, cerrando

el acceso a la caja.

–Arthur, ¡he engañado a mi marido, pero no quiero

deshonrarle!... Este dinero, este millón es del barón Géraud

que ha pedido saldar su cuenta, furioso al saber que el Sr. Le

Goëz es el amante de la Srta. de Haut-Brion!... Mañana, el

Sr. Géraud enviará a buscarlo o vendrá él mismo… Yo creía

este dinero destinado a Lilas… no es de mi marido; es del

Sr. Géraud, y, esta mañana, el Sr. le Goëz me lo ha dicho,

entregándome la llave… ¡Arthur, por favor, cierra la caja!

Espejo trataba de apartarla; ella luchaba…

Entonces, se apoderó del puñal que había depositado

sobre la mesa al llegar al despacho:

–¡Aparta o te mato!

–¡Arthur, no quiero que mi marido sea considerado

un ladrón!

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140

–¡Por última vez, apártate o te mato!

–¡Piedad, querido!

–¡Toma!

Y el arma del aristócrata se hundió en el pecho de la

Sra. Le Goëz que, golpeada en el mismo lugar que Gabrielle

Bouvreuil, caía muerta, sin un grito, sin un gesto, como la

puta de la calle Marbeuf.

En ese momento, el asesino vio que las cortinas no

estaban echadas, y, por una de las ventanas, pudo percibir,

detrás de los jardines y en las alturas luminosas de una casa

vecina, una mujer espantada levantando los brazos…

Pero, la mujer acababa de desaparecer: él imaginó

haber sido el juguete de una alucinación y miró el cadáver de

su vieja enamorada mientras se acercaba a la caja fuerte…

Dos manos poderosas se abatieron sobre los hom-

bros del asesino, y una voz guasona arrojó:

–Hola, señor vizconde de La Plaçade! ¿Cómo estáis?

Arthur dio un salo de chacal y se puso a la defensi-

va:

–¿Quién sois vos? ¿Qué queréis de mí?

El otro se inclinó, gracioso:

–Ernest Lassagne – dijo el Rizos – ¡Oh! puedo per-

mitirme el lujo de decir mi nombre al asesino de la Sra. Le

Goëz y al ladrón!... ¡No os hagáis el valiente!... ¡No sois el

más fuerte!... ¡Vamos, venid, compañeros!

Se abrió una gran puerta: el Gran Maca y Llega al

Pie salieron de las sombras y se alinearon junto a su camara-

da.

–Ahora, salid corriendo, y lo más rápido posible, se-

ñor vizconde de La Plaçade! – ordenó Lassagne.

–Yo no me llamo vizconde de La Plaçade! – replicó

el amante de la muerta.

–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... ¡Tengo un buen ojo! ¡Os he recono-

cido perfectamente! Os he visto y vuelto a ver, cuando fre-

cuentaba las casas de putas… Vos ya sabéis… el lupanar de

la Martignac, donde todas esas señoritas os llaman Espejo.

Page 141: Los rufianes en levita

141

–¡Vamos!... ¡Romped! – intervino el Gran-Maca

blandiendo una enomre palanca.

–¡No hay tiempo que perder! – añadió Llega al Pie –

y tenéis suerte de que no os hayamos enviado a reuniros con

la vieja dama al otro mundo! Pero nos es útil tener alguien a

quien entregar a la justicia si somos pillados y si se nos acu-

sa del asesinato de la ciudadana…

Arthur se lanzaba hacia la caja abierta para coger al

menos un fajo de billetes o algunos cilindros, antes de tomar

la huida, pero, más rápido que él, Ernest había empujado la

puerta de metal que se cerró con un gran estrépito.

–¡Mierda! – tronó Llega al Pie – ¡ese idiota de Rizos

ha vuelto a activar la clave al cerrar tan fuerte! Tenemos al

menos una hora de trabajo!

Pero Barnabé ya ajustaba su palanca:

–¡Con mi gran aguja de tricotar, entraremos como en

mantequilla! ¡Por otra parte, el vizconde sabe la clave y nos

la va a decir! ¿Verdad, vizconde?

Nadie respondió… Arthur se había esfumado…

¿Adónde ir? ¿Qué hacer?... El Sr. de La Plaçade,

confundido menos por el crimen que por la aparición de los

bandidos, no tenía el ánimo para exhibirse en los cabarets

nocturnos y alegres; regresó a su apartamento.

A las ocho, el asesino se dirigía hacia el bulevar

Saint-Germain para saber algo…

Ante el palacete del banquero Le Goëz se agrupaba

una multitud que los agentes apenas podían hacer circular.

El gran rubio temía delatarse; no se atrevía a pregun-

tar e iba, de grupo en grupo, tratando de escuchar los comen-

tarios y atrapando esbozos de conversaciones, algunas de las

cuales le reconfortaban pero la mayoría ponían un estreme-

cimiento glacial en sus venas.

Sobre el umbral de la casa vecina, el portero hablaba

y sus informaciones debían ser muy interesantes y novedo-

sas, pues una muchedumbre de sirvientes, de obreros, de

Page 142: Los rufianes en levita

142

aprendices, de señoritas dependientas, de estudiantes y bur-

gueses, crecía a cada instante, alrededor del orador.

Arthur se deslizó entre un grupo y escuchó:

–¿Fue a las siete – preguntaba una vendedora de re-

tales – cuando se ha encontrado el cuerpo de la pobre dama?

–Sí, a las siete… El mayordomo, al entrar en el des-

pacho de su patrón, se tropezó con el cadáver… Algo extra-

ordinario, había al lado de la muerta un candelabro que per-

tenecía a la habitación de la Sra. Le Goëz, y las velas todavía

ardían!

–Se dice – comentó un mecánico de la estación de

Sceaux – que la muerta está cosida a puñaladas

–¡Chismorreos!... No ha recibido más que una que,

por desgracia, le ha llegado al corazón!

–¿Se ha encontrado el arma?

–No.

–¿Hay indicios acerca del asesino?

–El comisario sospecha de delincuentes comunes…

Se ha encontrado abierta una puerta del jardín…

–¿La caja no está forzada?

–Por fortuna no, pues había dentro más de un

millón!

Los delincuentes no tuvieron tiempo de trabajar…

–¡Tanto mejor para ese buen de Le Goëz!

–¿No se encontraba en su palacete?

–Acaba de regresar de viaje, según dicen los criados,

pero se cuenta que se iba a escapar con una gran casquiva-

na…

–¿Y qué piensa el comisario?

–¿Del Sr. Le Goëz?

–No… acerca de los delincuentes.

–Cree que se han introducido en el palacete, conoc-

ían la ausencia del banquero, y que estaban buscando la cla-

ve de la caja fuerte, cuando la Sra. Le Goëz bajó, con un

candelabro en la mano… Entonces, han asesinado a la vieja

Page 143: Los rufianes en levita

143

dama y han partido – sin abrir la caja – asustados por algún

ruido…

–¡Y todavía están huyendo!

El aristócrata regresaba a su casa, ya más tranquilo

en cuanto al asesinato – ese asesinato inútil y que lo dejaba

bajo el peso de las letras falsas que debía presentar esa mis-

ma mañana. Pensó en la propuesta de la Sra. de Sainte-

Radegonde y no le pareció tan descabellada. Después de to-

do, un matrimonio con una rica proxeneta era mejor que la

prisión central, y el servicio obligatorio con la vieja Olympe

no impediría sus amoríos externos!

En la calle de Atenas, Benoit advirtió al amo que al-

guien lo esperaba en su despacho.

–¿Un acreedor? – dijo el aristócrata – ¡Despídelo!

–Ese caballero ha declarado que no era un acree-

dor… ordinario!

Intrigado, La Plaçade recibió al desconocido y se

enconteró en presencia del Rizos, muy elegante bajo un

abrigo de piel y guantes suecos, con un sombrero de fieltro

en la mano.

–¡Buenos días, señor vizconde! – dijo, con amabili-

dad, el joven delincuente.

–Buenos días, señor – respondió fríamente el aristó-

crata.

Ernest Lassagne continuó:

–Mis colegas y yo, venimos de correr, sin demasia-

dos contratiempos, nuestra pequeña aventura… Pero hete

aquí que nos hemos visto obligados a darnos el piro, antes de

haber podido forzar la caja… ¡Y eso será, señor, algo que

nos carcomerá toda la vida!

La Plaçade le arrojó:

–¿Qué queréis? ¿Qué deseáis?

–Vengo a pediros un pequeño favor, y no os negar-

éis, puesto que sois millonario.

–¿Un favor?... ¿a mí?... ¡Estáis loco!

Page 144: Los rufianes en levita

144

–¡Oh! una minucia… El pobre Llega al Pie y yo ne-

cesitamos diez mil francos para muebles nuevos.

–¿Venís a chantajearme? Confesadlo de una vez.

–Cuando uno no quiere dejarse chantajear, señor

vizconde, no se deja su cartera blasonada en la misma habi-

tación en la que se acaba de asesinar a una vieja dama, y

cuando la cartera contiene una carta concediéndoos una cita

la noche del crimen en casa de esa persona en cuestión…

Arthur dijo, ingenuo:

–¿Por qué me habéis robado la cartera?

–Para tener vuestros datos personales.

–¡Entregádmela!

–¡Entregad primero los diez mil!

Le vizconde bullía de rabia… ¿Dónde conseguir

diez mil francos?... Y sin embargo, quería su cartera a cual-

quier precio, en razón de la peligrosa carta, sobre todo en

manos de tales individuos… Le vino la idea de saltar sobre

el hombre y arrancarle la carta, pero si el visitante no llevaba

consigo la carta, Arthur temía un escándalo y prefirió tempo-

rizar.

–¡Está bien!... Regresad esta noche y os daré el dine-

ro…

–Esta noche, no puedo… Una reunión amistosa…

Pero si queréis vos podéis venir a buscar la carta…

–¡De acuerdo! ¡Iré! ¿Adónde?

–Bulevar de la Villette, nº 118, en el Conejo Coro-

nado, el tugurio del tío Gérome… una casa muy respeta-

ble… ¡Ah! y no olvidéis la pasta, señor vizconde.

–Podéis contar conmigo… pero hablad en voz baja.

Os ruego que habléis en voz baja…

–Nada que objetar… ¡Ah! ¡sí!... ¡Por cinco mil más,

se os devolverá el puñal que habéis olvidado en las carnes de

la vieja!.... ¡Oh! ¡muy fuerte!... ¡De un solo golpe!… ¡Dere-

cho al corazón!

–¡Callaos! ¡Callaos!

Page 145: Los rufianes en levita

145

Y el apuesto rubio condujo al miserable a la puerta

secreta del picadero, aquella por la cual hacía evadir a sus ri-

cas amantes.

Pero, al regresar al despacho, a punto estuvo de des-

vanecerse – él, tan robusto – de sorpresa y terror.

Un coronel de dragones uniformado, con la insignia

de comandante de la Legión de honor, estaba de pie, con los

brazos cruzados, en medio de la habitación.

–¡Raoul! ¡hermano! – exclamó Arthur – de inmedia-

to inmovilizado ante la actitud amenazante del oficial.

Con voz dolorosa y controlada, el coronel Raoul de

La Plaçade articuló:

–Señor, vengo de pagar vuestras letras falsas, pre-

sentadas, hace un instante, por un botones del banco… luego

he entrado ahí, en vuestro salón, y muy a mi pesar, he escu-

chado todo… No sois solamente un falsificador… ¡Sois un

asesino!

Y, descruzando los brazos, presentó un revólver car-

gado al vizconde:

–¡Mataos, señor, os lo ordeno!

–¡Hermano! ¡hermano! ¡Piedad! ¡Piedad! – gimió

Arthur, espantado.

Pero el otro repitió, inexorable:

–Mataos, si queréis ahorrarme el disgusto de dispa-

raros yo mismo…

–¡Piedad! ¡hermano! ¡Piedad!

–¡Ah! cobarde, tú lo has querido!

El coronel apoyaba el cañón de la pistola en la frente

del vizconde… Arthur se sentía perdido; representó una co-

media suprema, arrancó el arma de las manos de su herma-

no, y corrió a la habitación contigua, gritando:

–¡Tenéis razón! ¡Hay que acabar! ¡Demasiada ver-

güenza!... ¡Hermano, perdóname!

La puerta ya se había cerrado… Se oyó una detona-

ción…

Page 146: Los rufianes en levita

146

Entonces, el coronel se puso a llorar, preguntándose

si había tenido el derecho de hacer el justiciero del honor de

su familia; luego, serio, entró en la habitación, donde, creía

él, Arthur acababa de morir…

La habitación estaba vacía, y el gran rubio descendía

por el ascensor…

Arthur se dirigió al bulevar de la Villette, al Conejo

Coronado, y dejó un anticipo; luego escribió a su hermano,

jurándole que si era culpable de falsificación, era inocente

del asesinato del que un bandido se atrevía a acusarlo para

hacerle chantaje.

El coronel Raoul de La Plaçade fue víctima de ese

terrible aventurero.

Se produjo entre ambos hombres una gran escena en

la cual Arthur, lagrimoso, se hizo el arrepentido a los pies

del otro:

–¡Perdóname, hermano!

Y seguía farfullando:

–Sí… las falsificaciones… pero no el crimen… ¡No

soy un asesino!.... ¡Escucha, Raoul, escucha!... Eres el jefe

de la familia, el dueño de nuestra casa… Se un juez clemen-

te y me comprometo a reformarme mediante una vida de

trabajo y de honor!... Perdona… Perdona… Perdona herma-

no!

El rufián se atrevía a evocar a sus muertos sagrados

e incluso a la Patria, y las lágrimas rodaban por el rostro del

coronel:

–Levántate, Arthur… Olvidaré… ¡Trabaja!... Se de-

cente!...

Y lo atrajo contra su corazón de soldado, valiente y

generoso.

A algunos días de esa escena, Reginald Fenwick,

heredero de la fortuna y del título de su padre, se dirigía a

Londres, llevando consigo el inmortal recuerdo de la Srta. de

Haut-Brion.

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El duelo había reconciliado al marido y al amante.

El Sr. de la Plaçade asistió, al lado del Sr. Le Goëz, a las

exequias de su víctima y, ante la iglesia de Saint-Germain,

en un grupo donde estaban La Templerie y Perrotin, algunos

miembros del Cosmopolitan charlaban entre ellos:

–¿Y la bella Lilas?

––Esa casquivana, siempre y más que nunca al lado

del viudo.

–¡Tal vez gane con la muerte de la Sra. Le Goëz, pe-

ro ese bravo de La Placade perderá mucho!

–¡Oh! ¡Desde luego él no es el asesino!

–Evidentemente, no… La vieja le Goëz no sabía re-

chazarlo; lo adoraba, y él no es lo bastante estúpido para

haber inmolado su gallina de los huevos de oro.

FIN DE LOS RUFIANES EN LEVITA

El libro III de los Últimos Escándalos de París tiene por

título

LA GRAN CASQUIVANA

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Este libro acabó de traducirse en Pontevedra, el 13 de abril

de 2014