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Los rufianes en levita
J.-L. Dubut de Laforest
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LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS
VOL II
LOS RUFIANES EN LEVITA
Jean-Louis Dubut de Laforest
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Título original.- Les souteneurs en habit noir
París. Editorial Fayard. 1889
Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra
Abril 2014.
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I
LA PLAÇADE, PERROTIN Y LA TEMPLERIE
En esa noche de abril de 1891, en un reservado particular
del Café Egipcio, en el bulevar Montmartre, el arquitecto
Honoré Perrotin, alto y delgado, con sus labios finos y su negra
perilla, y el Sr. Víctor La Templerie, director de las Fantasías
Parisinas, un hombre bajo y moreno, de rostro redondo y grueso,
con fino y cuidado bigote, ambos con corbatas blancas y embu-
tidos en irreprochables levitas negras, degustaban unos aperiti-
vos, esperando a uno de sus amigos, el vizconde Arthur de La
Plaçade, para cenar y hablar de negocios.
Por las ventanas entreabiertas, se podían escuchar los rui-
dos del exterior, el rodar de los coches, los últimos gritos de los
vendedores ambulantes y, en la casa, un va y viene de camareros
abriendo o cerrando puertas, clientes asiduos por los pasillos,
frufrús de faldas; entre llamadas de timbres eléctricos, el entre-
chocar de vajillas; y de la sala común subía, con una «fragancia
de amor», un estrépito de risas y canciones.
La Templerie consultó su reloj:
–¡La una y cuarto!... ¡Ese dichoso vizconde nos va a plan-
tar!
–¡Es probable! – dijo el arquitecto – Acabo de verlo en la
Ópera, en el palco de los Le Goëz, y la vieja Eléonore sin duda
habría exigido que la condujeran a su casa, en el bulevar Saint-
Germain!... ¡Oh! ¡ella no abandona así como así, a su apuesto
Arthur!
–¡Es apuesto ese muchacho!; ella lo aprovecha…
–Y debe costarle muy caro.
–Unos dos o trescientos mil francos al año…
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–¡Cáspita! ¡A ese precio, en lugar de un semental, podría
permitirse toda una cuadra de purasangres!
–¡Sí, pero, qué semental!... La Plaçade es un hombre en-
cantador y vigoroso, buscado en sociedad, dispensando dinero a
espuertas, guapo, alegre, espiritual… ¡Es feliz, y nos da igual
que viva a expensas de una mujer!
Y, arrojando sobre el arquitecto una mirada maliciosa:
–¡Cada uno, en este mundo, tiene su especialidad!... Perro-
tin, ¿conocéis la frase de Talleyrand?
–¿Cuál de ellas?
–Esta… Se trata de un secretario de embajada reprochando
a uno de sus colegas haber ascendido gracias a las mujeres:
«¡Oh! – le dijo Talleyrand, – ¡no medra gracias a las mujeres, es
gracias a la suya!» Ahora bien, si La Plaçade medra por sus vie-
jas y jóvenes amantes, vos triunfáis por la belleza, la distinción
y la simpatía de vuestra esposa…
–¡Yo trabajo, gano el dinero, caballero, y paso por encima
de las calumnias!
–¿Pero dónde veis la menor calumnia? No he dicho nada y
no me permitiría decir nada contra la Sra. Perrotin… Sin embar-
go, entre nosotros, vos tenéis un bienhechor, el barón Tiburce
Géradud, uno de mis mejores abonados!
–El Sr. Géraud es un amigo…
–Muy rico… muy generoso, y que tiene sus pequeñas pa-
siones, el culto por la juventud y la belleza.
Esas palabras de «juventud y belleza» evocaron en el espí-
ritu del arquitecto el recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, la som-
bra amenazadora y peligrosa del luminoso hogar conyugal, pero
supo disipar la nube:
–Mi querido La Templerie, vuestro escéptico gesto está
errado… Yo llevo los asuntos del baron Géraud, le gestiono
inmuebles, y el barón tiene por la Sra. Perrotin y por mí la amis-
tad de un tío hacia sus sobrinos…
–Tengo de ello una convicción absoluta, y estaríais igual-
mente en un error guardándome algún rencor.
Brindaron, y el director prosiguió:
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–¿Las mujeres? ¿Acaso tenemos necesidad de la ayuda de
las mujeres? ¿Es que la tierra – yendo hacia su agonía por falta
de amor – sería habitable sin nuestras compañeras?... ¡El amor!
¡Ah! ¡El amor! ¡Todo está ahí!... ¿Sabéis, Perrotin, cómo espero
representar al Amor en una obra titulada El Triunfo de Venus
que acabo de recibir y que no tardaré en montar con un lujo iné-
dito? Con un carcaj y las alas clásicas, y, novedad en el siglo de
plata en que nos hundimos y nadamos, ¡con un saco en bandole-
ra!... En el mundo del libertinaje, unos aciertan, otros caminan
por intuición; según la frase de Marguerite de Jarny, una de las
más ilustres cortesanas del segundo Imperio: «El culo de una
puta es como un teatro: tiene su puerta de entrada que hay que
pagar y billetes de favor que el autor de la pieza está feliz de
distribuir a aquellos de sus amigos que saben aplaudirla!»
En ese momento se abrió la puerta, y apareció el vizconde
Arthur de La Plaçade.
Era un alto y robusto muchacho de veintiocho años. Su
barba sedosa y dorada enmarcaba su rostro de ojos azules, nariz
aguileña y labios rosados y sensuales. El pantalón, la levita ne-
gra y el chaleco blanco, marcando sus formas, revelaban bajo el
abrigo claro y ligero, una complexión maravillosa; su sonrisa
mostraba unos dientes deslumbrases. Todo en él ponía de mani-
fiesto la voluptuosidad, la inteligencia, la fuerza, y se hubiese
admirado y amado a ese apuesto macho, si unos destellos de
sangre no hubiesen enrojecido a veces el azul de su mirada.
Estrechó las manos del director y del arquitecto, quitó su
abrigo y su sombrero y tomó sitio entre las otras dos levitas, ante
una cena que un maître de hotel acababa de servir: ostras de Ma-
rennes, terrina de foie gras, ración de cangrejos, helados y fru-
tas, champán blanco y rosado.
El vizconde había despedido al maître del hotel; parecía
soñador y triste; él, de ordinario tan alegre, y las dos copas de
champán que vacío no lograron disipar su melancolía. De vez en
cuando, deslizaba su mano por su frente, como para expulsar
una idea obsesiva, y dijo, con una alegría ficticia de la que sus
amigos se sorprendieron:
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–¡Comamos! ¡Bebamos! ¡Divirtámonos!... ¡La vida es ba-
nal!
–¿Sobre qué nefasta hierba habéis caminado, vizconde? –
preguntó el director de las Fantasías Parisinas… Nos instáis a
beber, a comer y a divertirnos, con un tono que adoptaríais para
anunciarnos que estáis dispuestos de volaros la tapa de los sesos
-–¡Estáis equivocado! – djo Perrotin – El vizconde sueña
con su gran proyecto: «El Bar-Florido».
A esa observación del arquitecto, el rostro del aristócrata
se metamorfoseó; todas las sombras de tristeza se desvanecie-
ron, y con esa voz, tanto como con su belleza de Apolo de Fi-
dias, tenía el don de encantar a las mujeres, con esa voz sonora,
amenazante o dulce, embrujadora, que obligaba a abrir los oídos
de sus víctimas:
–Pues bien, sí, queridos, soñaba y veía en un sueño elevar-
se y funcionar mi establecimiento. ¡Riquezas, millones!... «El
Bar-Florido». Gracioso vocablo, verdad, y que, en su forma poé-
tica, tiene más mensaje que todas las metáforas habituales para
designar un lugar de placer, donde, después de una buena cena,
uno se va a entregar al amor. «¡Vamos al Bar-Forido!» ¿Qué
hombre vacilaría en pronunciar esto en voz alta, cuando es casi
vergonzoso, si uno no está demasiado borracho, murmurar:
«¡Vamos a casa de la Martignac o a la de la Sainte-Radegonde!»
–Evidentemente, esa es una idea a tener en cuenta – dijo el
director de teatro – ¡Perrotin lo construirá!
–¡Jamás! – exclamó el marido de la italiana –¡Yo no traba-
jo en la prostitución, y mi sueño es edificar una catedral!
–¡Dejemos en paz a la iglesia! – le arrojó el vizconde – ¡Si
vos no os apuntáis, nos ayudarán otros arquitectos!
Y olvidando a Perrotin para dirigirse a La Templerie:
–¡Imaginad, Víctor, jardines de invierno y verano, el Pa-
raíso terrenal, con numerosas Evas ante la manzana, o errantes,
en sugestivos y multicolores velos… Aquí y allá, pequeñas vi-
llas muy discretas, cabañas, templos, chalets donde las parejas
podrán besarse, jugar, comer, beber, dedicarse a sus impulsos
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voluptuosos, a los sones de invisibles orquestas… ¡El «Bar-
Florido» es la gran Casa de amor, palacio del Arte y la Higiene!
Vació su vaso y continuó:
–La gran Casa de amor estaría dirigida por la Sra. de Sain-
te-Radegonde o la Martignac y un hombre de paja, para los jue-
gos de bacarrá y otros asuntos, pues espero no figurar en los
registros…
El director comentó:
–Esa también es mi opinión, querido vizconde… Debemos
permanecer en la sombra…
–¡Y mantenernos vigilantes y al margen!
Pero, la ambición de lucro, bajo el velo del anonimato,
hizo reflexionar a Perrotin:
–Está bien, si lo deseáis, aportaré mi concurso…
Y los tres rufianes en levita negra discutieron el proyecto
del «Bar-Florido», sin elevadas palabras, con pulcra honestidad,
como si se tratase de la más honorable de las operaciones.
Sin embargo, un tumulto de alegría llenaba el Café Egip-
cio, y se hacían más numerosos los frufrús de los vestidos, los
cuchicheos de amor, los ruidos de risas y besos. En la estancia
contigua, sonaba un piano que acompañaba a unos bailarines, y,
cuando el vizconde de la Plaçade, después del los discursos,
retomaba sus antiguas preocupaciones, una rubia y gruesa mu-
chacha entró como un golpe de viento:
–Perdón, caballeros – dijo – me he equivocado de núme-
ro… Estoy en el 8…
Y reconociendo al aristócrata:
–¡Vaya, Espejo!... ¡Hola, Espejo!
Léa, la enorme Léa, salida de Saint-Lazare, y que había
tomado libre la noche en casa de la Martignac, se acercó en un
vestido de terciopelo cereza, con los senos y los brazos desnu-
dos:
–¿Vizconde, te molesta que te llame «Espejo»?... ¿No
quieres un piquito, rubio mío?.. Estoy cenando con mi inglés,
Reginal Fenwick, allí, al lado…
–¡Vete! – gruñó La Plaçade – ¡No me gustas!
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Pero, la puta, con los puños en las caderas:
–¡Ah! ¿Así es como me tratas? … ¡Pues bien, vamos a
ver!
Perrotin y la Templerie quisieron interponerse; ella los
apartó con su dos brazos, y enfrentándose al aristócrata:
–Sí, ya sé. ¡Lo que tú necesitas son putas que te paguen!..
Yo, yo soy una prostituta de dos luises… Casquivana o puta, eso
es todavía demasiado caro para tu boquita… ¡Adiós!
Tomó sobre la mesa una botella a medio consumir, bebió a
morro, arrojó el corcho a través de la habitación y salió, sin pre-
star atención a otra mujer que entraba – una bonita y esbelta
criatura de cabellos castaños y ojos negros, en traje de baile ro-
sa, bajo un largo manto de seda gris.
La Templerie la esperaba probablemente, pues este se le-
vantó enseguida y la besó, antes de presentarla a sus compañe-
ros.
–¡La Señorita Blanche Latour, la más sugestiva y talentosa
actriz de mi teatro!
–¡Conozco a la señorita por haberla aplaudido muchas ve-
ces en las Fantasías-Parisinas! – declaró el arquitecto.
Arthur se limitaba a inclinar la frente, pero, pronto, sus
ojos centelleantes se detuvieron sobre la joven artista, y adivinó
lo que siempre ocurría cuando el apuesto vizconde distinguía
una nueva presa: Blanche se rindió al encanto del seductor; y,
despues de alegres libaciones, como La Templerie y Perrotin
ganaban sus domicilios, La Plaçade murmuró:
–Blanche, ¿quieres ayudarme a olvidar a una mujer cuyo
recuerdo me tortura?... ¿Quieres ser mi amante?
La Srta. Latour respondió:
–Soy vuestra… ¡Llevadme a donde queráis! Señor, me
habéis vencido… ¡Os amo!
El vizconde de La Plaçade hizo subir a la actriz en un co-
che, y algunos minutos más tarde, los enamorados llegaban al
elegante apartamento de la calle de Atenas, amueblado por la
esposa de un rico banquero, la Sra. Eléonore Le Goëz.
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A las siete de la mañana sonaba la caja del reloj de uno de
los maravillosos bibelots de la habitación de amor.
Arthur contempló, durante un instante, a Blanche dormi-
da, y, sin despertarla, saltó de la cama y pasó al cuarto de baño.
Refrescado, perfumado, vestido, sacudió suavemente a su
nueva amante:
–Blanche, hay que marchar…
La estrella se frotaba los ojos:
–¿Cómo? ¿Me echáis?
–Os he pedido que esta noche me ayudaseis a olvidar a
una mujer que adoro…
–He hecho lo que he podido…
–Sí, habéis estado encantadora, y, con vos, el amor es un
placer; pero, olvidar a la otra, por desgracia, ¡me es imposible!...
¡Perdón, Blanche, y gracias!
Ella se levantó, sumisa, y en el momento de irse, humilde
ante ese hombre cuyo contacto tenía el poder de embrujar a to-
das las mujeres, dijo, temblorosa:
–¿Vendréis a verme en mi palco?
–Desde luego.
–¿Mañana?
–Tal vez…
–¿Una de estas noches?
–¡Claro que sí!
Aunque voluptuosa, la estrella era codiciosa, y esperaba
un detalle; pero el aristócrata la despidió con un último beso.
¡Enamorado! Aquel al cual las muchachas de la Martignac
bautizaron «Espejo», el vizconde Arthur de La Plaçade, el
aristócrata rufián mantenido por la Sra. Le Goëz y que vivió de
tantas otras mujeres, experimentaba hoy un gran y sagrado
amor, un amor capaz de llevarlo al bien y de purificar todas sus
vergonzosas lujurias y todas sus prostituciones!
¡Enamorado! ¡Espejo, enamorado!
Sí, pero la mujer que él deseaba con todo el calor de su
sangre y su juventud era la única a la que, tal vez, no podría po-
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seer nunca: un obstáculo se levantaba entre él y la Srta. de Haut-
Brion… el recuerdo de Lionel.
En la Palacio de Justicia, después del veredicto, el Sr. de
La Plaçade había vuelto a ver a la virgen rubia, ya admirada por
él en casa del barón Géraud, y la había seguido hasta el bulevar
de los italianos.
Ahora bien, desde la condena de Lionel, y esperando el
traslado del prisionero a una cárcel central, la condesa Anne de
Esbly y la Srta. de Haut-Brion vivían en el apartamento de la
noble vívtima.
Cada mañana, las dos mujeres, en riguroso luto, iban a es-
cuchar la misa de las ocho a Notre-Dame-des-Victoires; la patri-
cia había elegido esa iglesia, porque fue en la que, según creía,
obtuvo la curación de Lionel, peligrosamente enfermo; pero fue
aún en ese templo, por desgracia, donde la virgen encontró a la
Sainte-Radegonde, fuente inicial de sus desgracias y vergüenzas.
Las iglesias, como las prisiones, se convierten en el refu-
gio del Mal y del Bien.
Un viernes muy temprano, La Plaçade que salía de casa de
su antigua enamorada, la Sra. le Goëz, y que había acechado a
las dos mujeres vestidas de negro, entró detrás de ellas en la
iglesia.
Pero allí, en la austeridad del templo, a la luz de los cirios
que iluminaban el altar, vio a Cloé arrodillarse, y la blanca figu-
ra de la virgen y sus cabellos de oro que recordaban a las santas
místicas de los vitrales de la iglesia, le hicieron palidecer y tem-
blar. ¿Era una casualidad que amase a esa pequeña?
Al principio se divirtió con un sentimiento aún desconoci-
do, y luego, unas ignotas fuerzas lo arrastraron hacia la belleza
rubia y, todas las mañanas, regresaba a Notre-Dame-des-
Victoires para contemplar y admirar a la virgen de amor.
La Srta. de Haut-Brion conservaba un vago recuerdo de
ese aristócrata – uno de los mejores danzantes de los bailes que
ofrecía Géraud – y se sintió inquieta al encontrarlo siempre en
su camino. Pronto, se alarmó, enrojecía sin poder dar un paso,
adivinando detrás de sus faldas al vizconde de La Plaçade.
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Arthur abandonaba las sombras de la iglesia, ofrecía agua
bendita a las damas de luto; se levantaba en plena luz, con mira-
das de llama; y, al salir de misa, Cloé lo veía, de pie y serio, bajo
el pórtico, o en la calle, y él se inclinaba a su paso, religiosa-
mente, como ante las imágenes sagradas.
Por fin, un día, en ausencia de la Sra. de Esbly, el aristó-
crata penetró en la casa de la desdichada, y una criada anunció:
–¡El señor conde de La Plaçade!
Se hubiese dicho que la Srta. de Haut-Brion esperase esa
visita. No se turbó y ordenó a la criada que indicase al aristócra-
ta que no podía recibirlo.
Arthur, bien enguantado, vestido con un frac azul, el som-
brero en la mano, se dirigía hacia el salón.
Cloé le cortó el paso:
–Habéis escuchado, caballero, la orden dada al servicio…
¡No me obliguéis a repetirla!...
Con su voz embriagadora, pero donde se percibía una vo-
luntad inmutable, él se atrevió:
–Señorita, me pareció escuchar esa orden… pero soy un
amigo de Lionel… un amigo de colegio… Permitidme insistir…
Deseo… quiero hablaros…
–¿Deseáis?...¿Queréis? – respondió la sobrina del barón
Géraud – ¿Dónde creéis que estáis, señor?
Humildemente, él bajó la cabeza:
–Os suplico que me recibáis, señorita, y que me escuchéis
un instante… ¿Vais a desdeñar mi ruego?
Ella vio en una explicación el medio de desembarazarse
del hombre; y, además, ¿qué tenía que temer? El visitante decía
ser un amigo de Lionel…
La criada no estaba allí, pues se había ido a la habitación
contigua.
–De acuerdo, señor, consiento en escucharos…
Y, sola, en el salón, con aquel hombre de las barbas de
oro:
–¡Hablad, caballero!
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Pero él esperaba que la Srta. de Haut-Brion se sentase; y,
de pie, cerca de ella, inclinado, con las manos juntas:
–¡Oh! ¡Vos que sois la belleza y la gracia, tened piedad de
mi!
Sus ojos brillaban de lágrimas; su voz temblaba:
–Señorita, yo os amo…
La virgen se levantó para echarlo, pero sometiéndose a la
irresistible dominación de aquel a quien las prostitutas llamaban
«Espejo», o temiendo exasperar un dolor profundo, continuó
escuchando las palabras del visitante:
–¡No os ofendáis de mi audacia, y no me rechacéis, queri-
da señorita, sin haber escuchado mi ardiente y respetuosa decla-
ración de amor!
–¡El amor de un hombre decente no es una ofensa, señor,
y me gusta creer que vos lo sois!
–Entonces, ¿puedo esperar? – balbuceó Arthur, cuya mi-
rada expresaba un gozo delirante – ¿Puedo esperar que os dign-
éis a consentir ser mi esposa?
Seria, ella le mostró su indumentaria de duelo:
–¡Habláis a una viuda, caballero, que llora y llorará eter-
namente… a su esposo vivo y desdichado!
Él se arrodilló:
–¡Ah! señorita, si vos supieseis, si pudieseis comprender
cuanto os adoro!
–No insistáis, señor, y levantaos… Una palabra más sería
un insulto… Os ruego que os marchéis…
Cegado de amor, el vizconde de La Plaçade no escuchaba
nada; rogaba, siempre de rodillas, y realmente, en esa hora so-
lemne, olvidaba todas las ignominias de su carrera! Ya no era el
chulo arruinado que se había rebajado a un oficio abyecto: ya no
era el gigolo viviendo de las faldas de una mujer que hubiese
podido ser su madre; ya no era el «Espejo» de las casas de tole-
rancia, ni el industrial promotor del «Bar-Florido»; volvía a ser
el descendiente de una raza ilustre, el hermano del coronel Ra-
oul de La Plaçade, un soldado colmado de honores, comandante
en Lunéville del 31 regimiento de dragones. Y, por el amor to-
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dopoderoso y redentor, ¡se creía digno de aspirar a la mano de la
noble señorita!
¡Oh! sus colegas en levita se hubiesen reído si hubiesen
podido observar al bello Arthur, extasiado como un colegial ante
la señorita rubia. Las Sainte-Radegonde, las Martignac, todas las
matronas y todas las putas, enclaustradas o libres, se hubiesen
desternillado si pudiesen ver el espectáculo del gran Espejo
enamorado y de la virgen desdeñosa. ¿Le rechazaba realmente?
¡No! Cloé se sentía presa de piedad por ese hombre tan joven,
tan guapo, tan vibrante de dolor y de pasión; a punto estuvo de
olvidar a Lionel; el otro la embriagaba, la iluminaba, arrojaba
fuego en su carne y su sangre; ella iba a experimentar el choc de
amor, el golpe del rayo, y aún así, ella repitió, y con un tono que
no podía dejar ninguna duda en el espíritu del adorador:
–Os he rogado que os levantéis y que os retiréis, caballero,
y ahora, ¡os lo ordeno!
Arthur, herido en su orgullo, dio algunos pasos hacia la
puerta, y deteniéndose en el umbral, se elevó con toda la altura
de su porte:
–Señorita, os obedezco… me voy… Pero, no se ha dicho
la última palabra entre nosotros… Os adoro; no queréis amarme;
¡sabré forzar vuestro amor! Por todas partes donde esteis, por
todas partes donde vayais, me encontraréis a vuestro paso!...
¡Ah! ¡No conocéis el poder de mi voluntad!... ¡Os amo; quiero
que me améis, y me amaréis!
–¡Jamás! – gritó la virgen, espantada ante tanta audacia.
El aristócrata bajó la escalera, haciendo gestos y hablando
en voz alta:
–Estoy loco y soy ridículo… Lo siento, lo sé… Pero la
amo… y la quiero.
De regreso a su apartamento de la calle de Atenas, al
apuesto vizconde pensaba: Solo me queda un único medio…
¡Deslumbrarla con mi lujo!... ¡Sí, pero no tengo un centavo y
soy un macarra lleno de deudas, humillado y vilipendiado!...
¡Bah!... con el dinero de mi antigua amante, me edificaré una
virginidad moral!.. ¡Paris y el mundo son de los que tienen dine-
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ro y todo brilla al refulgir de los metales! Eléonore me ha pro-
metido diez mil francos esta noche… ¡Diez mil francos! ¡La
bella guirnalda!... ¡Cien mil, dos cientos mil, un millón es lo que
deseo! La Goëz es rica, y si no tiene el millón esta noche, deberá
conseguírmelo, una noche u otra.
Y mirándose en un espejo, acariciando su barba de oro,
con sus dedos perfectos, adornados de sortijas, dijo, burlón y
cínico:
–Las casquivanas y las putas de la Martignac me llaman
«Espejo»… Pues bien, será con los espejos con quién cace a las
viejas y libertinas alondras, como Eléonore.
Con una lámpara de gas en la mano, la Sra Léonore Le
Goëz bajaba la monumental escalera de su palacete, en el bule-
var Saint-Germain, y a la vacilante luz de la llama rosa, los pa-
neles de cristal reflejaban una mujer bajita y regordeta, con ca-
bellos color heno, ojos negros, cejas espesas, dientes blancos y
labios aún vivaces en la cincuentena.
Vestida con un péplum de surah malva y mantilla, calzada
con babuchas, se dirigía inquieta, tendiendo el oído, pero nada
turbaba el silencio del lujoso domicilio.
La vieja dama atravesó el jardín, y se detuvo detrás de una
puerta disimulada en la muralla por el follaje.
A la una de la mañana sonaba el reloj de Saint-Germain-
des-Pres, la iglesia vecina, cuando dos pequeños golpes, distin-
tamente dados, sonaron en la puerta.
La Sra. Le Goëz abrió y se encontró en presencia del viz-
conde Arthur de La Plaçace, su joven enamorado, vestido con
traje negro bajo un abrigo claro.
Arthur quería asirla y besarla.
Ella dijo:
–¡No… aquí no!... ¡Ven!
–¿Tienes miedo? – preguntó alegremente el joven.
–¡Pero, ven!
La antigua enamorada le precedía, con la lámpara en la
mano. Siguieron unos senderos, subieron por una escalinata de
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mármol y, entrando en la habitación de la Sra. Eléonore, Arthur
percibió el rostro contrariado de su amante.
Él se extendió sobre un diván y acaricio con gesto familiar
su barba de oro:
–¡Querida, decididamente me he equivocado al venir!...
¡No es uno de tus buenos días, o mejor dicho una de tus buenas
noches!; y como odio las malas caras, me voy… ¡Adiós!
Ella le impedía salir y lo obligó a volverse a sentar:
–¡Oh! ¡quédate, y escúchame, Arthur!... Mi corazón está
destrozado, es necesario que te hable y que me digas la ver-
dad… Si supieses que desgraciada es tu amiga y como sufre!...
¡Ya no duermo, ya no vivo, y padezco todos los suplicios del
Infierno!
La Plaçade se echó a reír:
–¡Espero que no sea tu marido quién te pone en este la-
mentable estado! ¡Ese hombre es incapaz de eso!
–¡No se trata de mi marido!
–¡Ah! ¿de quién, entonces?
–¡De ti! ¡de ti que ya no me amas, que nunca me has ama-
do!
Encantador, el aristócrata dijo, zalamero:
–¡Eléonore, te adoro!¡Esa rima es exacta!1
Y, voluptuoso:
–Mira esa encantadora cama donde unas sábanas de seda
entreabiertas parecen invitarnos… Enjuga tus ojos y ofrece un
beso a tu querido… ¿Dudas de mi amor? ¡Voy a demostrarte tu
error!
Él era tan guapo y tan deseable que la Sra. Le Goéz, olvi-
dando todas sus inquietudes celosas, lo cubrió de besos; pero él
detuvo las expansiones amorosas, y dos gruesas lágrimas roda-
ron sobre las mejillas de la vieja.
Arthur hizo un movimiento de impaciencia:
–¡Una escena! ¡Ahora una escena!... ¡Oh! ¡Ya lo adivi-
no!... Un pretexto… Una comedia para no darme… para no
1 Eléonore, je t’adore! Expresión que rima en francés. (N. del T.)
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prestarme los veinte mil… de los que tengo necesidad y que, la
pasada noche, -- ¡después de hacer el amor! – te comprometiste
a poner a mi disposición.
–Veinte no… Diez mil, Arthur…
–¡No, señora, veinte!... ¿Es que la esposa de un banquero
millonario está preocupada por veinte infelices billetes?... ¡Pero
ya lo veo, señora! ¡Quedaos con vuestro dinero! Lo que no pod-
áis o no queráis hacer, lo harán otras amigas en vuestro lugar, y
de buen corazón!... ¡No hablemos más!...
Ella extendió la mano hacia un secreter, situado entre las
dos altas ventanas:
–Los diez mil están ahí, en este mueble… No me he atre-
vido, después de tantas peticiones, a dirigirme una vez más a mi
marido, y me he procurado la suma entre nuestros vecinos…
Arthur, no exijas lo imposible y acepta lo que me resulta agra-
dable ofrecerte…
–No, señora… Necesito veinte mil o nada…
–Uno de estos días, tal vez…
–¡Esta noche, Eléonore!
–¿Dónde quieres que los consiga?
–¡Busca!
–Pero…
–¡Busca, te digo!
¡Ah! es que él no estaba acostumbrado a experimentar una
negativa de su vieja amante! Por lo común, a una palabra suya,
el secreter de la Sra. Le Goëz se abría de par en par, y él gasta-
ba, a manos llenas, arriesgadas sumas en las Apuestas Mutuas o
en el Libro o las dejaba en el cajero del Cosmopolitan Club; y,
hoy, con ocasión de una bagatela de veinte mil francos, la señora
dudaba, invocaba historias de préstamos. Pero, si el secreter de
la señora estaba vacío – menos de diez billetes – la caja del es-
poso rebosaba de oro y fajos… ¡Así pues, había esperanza!
El hombre dominaba a la vieja con el encanto de su planta
joven y su belleza; la mantenía por la lujuria, por una necesidad
eterna y furiosa.
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La Sra. Le Goëz adoraba al vizconde. Él había entrado en
su vida decente una noche de baile, y, en esa noche, Eléonore
fue conquistada y se convirtió en una esclava: toleraba todo,
perdonaba todo – y él la insultaba, le pegaba – la despojaba, la
robaba tratándola como una vaca humana productora de oro.
Ella tomó en el secreter el fajo de diez mil y lo deslizó en
el bolsillo del hombre.
–Sí – dijo – acepto, pero pronto consígueme los otros diez
mil, ¿de acuerdo?
–Arthur…
Él le cerró la boca con un beso – y se amaron.
Después de sus retozos, la Sra. Le Goëz se disponía a es-
coltar al enamorado al jardín y conducirlo hacia la puerta; pero,
La Plaçade dijo:
–¿Y mis otros diez mil, Eléonore?
–Mañana…
–¡No, los quiero esta noche!...
Y, ante el silencio de la vieja, cambió de tono y modales:
–¡Siempre es así, después de la calderilla! Cuando estás
saciada, ya no piensas en tus compromisos! ¡Pero, en nombre de
Dios! ¡Esto no quedará así como así!... Necesito mis diez mil;
¡me los has prometido y me los darás!
–Arthur, amor mío…
–¡Déjame en paz con tus jeremiadas! ¡Para satisfacerte me
he fatigado, y exijo mi recompensa!... ¡Vamos, mi dinero, vieja
boba!
La Sra. Le Goëz rompió en sollozos:
–¡Eres inmundo!
–¡Mi dinero, carroña!... ¡Mi dinero o te reviento!
Ella seguía llorando; él la abofeteó con fuerza… Le pega-
ba; ella reptaba sobre la alfombra de la habitación, y él vocifera-
ba:
–¡Mi dinero, maldita! ¡Mi dinero!
Ella exhaló un aliento:
–¡No me mates, querido adorado!
Luego, levantándose, dolorida y humilde:
24
–¿Me juras que la suma no está destinada a otra mujer?
Él sonreía:
–¡Te lo juro!
Entonces, temblando, ella abrió el secreter, eligió unas jo-
yas y las entregó al chulo en levita negra:
–Te darán por eso al menos diez mil… Pero tráeme los re-
cibos… Pronto deberé desempeñarlos… Arthur, si tengo esos
ornamentos es para estar bella y gustarte!...
Al día siguiente, el Sr. de La Plaçade, que había empeñado
las joyas en el Monte de Piedad, entró hacia las diez de la noche
en el Comopolitan-Club de la calle Castiglione.
¡Una partida rabiosa! Frabinas, el ilustre Farabinas, de
Chicago, Farabinas, el vendedor de cerdos, el rico Farabinas, el
padre de dos bellezas sureñas que se llamaban «Las pequeñas
Rastas» Farabinas en acción. Alrededor de la mesa verde, unos
caballeros serios, la flor de las timbas de París, y de pie, otros
jugadores menos ricos y las cabezas lúgubres de los arruinados.
Aquí y allá, Perrotin, La Templerie, el barón Géraud, Su Alteza
Real el Príncipe del Bajo Nilo, el Sr. Jacques Le Goëz, el Sr. de
Lavarenues, subprefecto de Senlis, el doctor Hylas Gédéon, el
duque Savinien de Louqsor, el Sr. Edgard Bazinet, notario, Noel
Ferlux, redactor del Trueno Parisino, el marqués Achille
d’Artaban, Reginald Fenwick, diputados, abogados, médicos,
oficiales, burgueses, industriales, corredores de bolsa, artistas…
el gentío habitual de los círculos.
Sobre el tapete, unos brillos de oro, macizos de billetes y
fichas de todos los colores.
–¡Caballeros, hagan juego! – decía el crupier, con su pale-
ta en la mano.
Entre variados rumores, el aristócrata anunció con su voz
armoniosa:
–¡Cincuenta luises!
–¡No va más!
Farabinas, alto y robusto, con los labios finos, ojos de toro,
tez encendida, perilla negra a lo yanqui, miró sus cartas y estiró
su morro:
25
–¡Nueve!
Pronunciaba «neve» – y a cada ganancia parecía burlarse
de los demás, de todos esos individuos extranjeros o parisinos
cuyas fortunas juntas no representaban ni la mitad de sus pias-
tras y sus dólares.
–¡Neve!
–¡Toavía neve!
–¡Neve!
–Siempre neve!
En algunos minutos, los doces mil francos del aristócrata
fueron a agregarse a la enorme masa del americano, y La Plaça-
de, cuyo crédito estaba agotado en todas partes, tuvo el deseo de
esperar al rico, robarle y matarle…
En la antesala, puso la mano sobre el bolsillo de su levita
donde se encontraban un revólver y un puñal; vacilaba con el
miedo a la cárcel o al cadalso, y abandonó el círculo para diri-
girse a casa de la Sra. Le Goëz y regresar pronto, creía, lleno
con una nueva y galante recompensa.
Pero Eléonore no pasaba por una de sus buenas noches.
Decididamente, él la enojaba, la disgustaba, y lo amenazó con
hacerlo echar por los servidores cuando él quiso obligarla a ba-
jar a los despachos y a abrir las cajas de la banca.
Arthur salió, tras haberla insultado y abofeteado, y detrás
de la verja del jardín, no escuchó la voz de la vieja enamorada
que llamaba al huésped de su carne y de su corazón… Él llegaba
al bulevar Montmartre…
Del Café Egipcio – de la casa alegre donde, la pasada no-
che él cenaba con Perrotin y la Templerie, y de donde se llevó a
Blanche Latour, el aristócrata caminaba ahora hacia los Folies-
Bergere.
Allí, en el pasillo, una morena y gruesa casquivana, escan-
dalosamente escotada y cargada de joyas, le dijo:
–¿Estáis solito, caballero?
–¡Qué te importa!
–Os enojáis… ¿Quizás os distraeríais un poco conmigo?...
¡Soy divertida!
26
–¡Pues bien, ven!
Ambos subieron en coche. La casquivana se declaraba
apasionada y experta en el amor; el aristócrata la siguió a la ca-
lle Marbeuf y subieron las escaleras de un segundo piso. Enton-
ces, en una habitación lujosa, bajo los besos del hombre, la puta,
atrevida como la mayoría de las putas, contó su historia menos
vulgar que la de las demás: Ella había recorrido mundo, sobre
todo el Extremo Oriente; y en su casa tenía una colección de
bibelots y una mezcla de exóticas fragancias.
–Me llamo – dijo – Gabrielle Bouvreuil…
–¿Bouvreuil?... ¡Un nombre de pájaro!2
–Tengo una hermana que es comadrona de 1ª clase, y soy
protegida de un chino, secretario en la Legación… pero está de
viaje…
–¿Te paga, el chino?
–¡No mal!... ¡Oh! tengo mis ahorros… allí… en ese
cajón… veinte mil francos… ¡una nunca sabe lo que puede lle-
gar a ocurrir!... La Comuna… la guerra… Y con todos esos la-
drones de Panamá, conservo mi pasta y no toco nada… Pro, no
quiero tocar el capital, hay que vivir… ¿Tú serás gentil, mi gran
rubio?
–¡Desde luego!
Él estaba en mangas de camisa, y Gabrielle, que había pa-
sado al cuarto de baño, apareció completamente desnuda, un
poco pesada, pero muy sana y voluptuosa.
Las luces de las lámparas besaban el cuerpo de la mujer,
se reflejaban a lo largo de la morena cabellera, hoyuelos y abul-
tamientos aureolaban el tesoro íntimo, – y él parecía no ver na-
da, no desear nada.
–¡A la piltra! – murmuró la Bouvreuil.
–No… mejor sobre el diván.
–¡Bien!
2 Bouvreuil significa petirrojo en castellano. (N. del T.)
27
Gabrielle acababa de extenderse… El se bajó, y, armado
de su puñal, se lo clavó bajo el seno izquierdo… Ella no emitió
ni un grito y expiró…
Enseguida, la Plaçade, evitando la sangre que se deslizaba,
recogió el arma, la limpió, la volvió a meter en su bolsillo, abrió
el cajón y se apoderó de los veinte mil francos de la muerta.
Bajó, con su abrigo claro bajo un brazo, elevado a la altura
de los ojos, a fin de disimular a la mirada del portero su barba de
oro.
Dormitando sobre su asiento, el cochero que esperaba, no
vio al hombre desparecer, y la Plaçade, habiendo tomado un
nuevo fiacre, se detuvo en la plaza Gaillon, a la entrada de las
Fantasías-Parisinas.
Arhtur subió al despacho del director a estrechar la mano
de la Templerie, y, en las bambalinas, besó a Blanche Latour. El
miserable permanecía sin temor y sin remordimientos. ¿Quién
podría pues sospechar y reconocer en él al «gran rubio» de los
Folies Bergere? Había tantos rubios en Paris, y la Brouvreuil
recibía a tanta gente. Aparte de la Sra. le Goëz, dispuesta a sacri-
ficarse, los jugadores del Cosmopolitan Club, los asiduos del
Egipcio, el director de las Fantasísas Parisinas y Blanche indi-
carían – en menos de una hora – el empleo de su tiempo.
Las circunstancias le servían de maravilla, y algunos mi-
nutos por aquí, y algunos por allá, en esta noche tan movida,
crearían una coartada indiscutible.
Y, la Plaçade, en levita negra, bajo el abrigo claro, erraba
ante la casa de la virgen, en el bulevar de los italianos.
¡Cloé! ¡Cloé! Olvidaba el robo y el asesinato. Olvidaba a
la Sra. Le Goëz y su dinero, a Blanche Latour y al placer!
–¡Cloé! ¡Cloé! No soñaba más que con ella, y ella era su
esperanza, su ídolo, su redención!
¡Colé! ¡Cloé!.. ¡Sufría, gemía, moría por la virgen!
¿Es que la señorita de Haut-Brion, tan valiente en sus lu-
chas con el viejo Géraud y el joven Fenwick, y tan altiva con las
Martignac y las Sainte-Radegonde, iba a abandonar a la noble
víctima, Lionel de Esbly, y dejarse hipnotizar por el «Espejo»?
28
¿Es que los criminales rubios debían unirse a las angelicales
rubias? ¿Es que la carne nueva de la mujer iba a vibrar y co-
rromperse bajo la carne prostituida del hombre?
¿Es que uno de los rufianes en levita iba a conquistar a la
virgen?
29
II
LA VIRGEN Y EL RUFIÁN
El castillo de Esbly, ilustre residencia feudal, se elevaba
en medio de un gran parque, cuyos últimos árboles lindaban con
el bosque de Senlis.
Una terraza diseñada en forma de jardín inglés rodeaba el
edificio principal, y los verdes céspedes con macizos floridos,
entre el decorado de altas estatuas de mármol, se prolongaban
hasta un rio que vertía sus cantarinas aguas en el antiguo foso,
considerablemente engrandecido y transformado en un lago,
coronado en el centro por un pabellón de estilo oriental.
Se llegaba a ese pabellón por una calzada de piedras, muy
estrecha, construida en mosaicos, y que servía de lugar de em-
barcadero para una flotilla, realmente maravillosa de arte y gus-
to.
Y por todas partes, en el horizonte, se podía apreciar el
inmenso bosque, con rutas blancas y tortuosas, bajo las profun-
das hayas, los claros poblados de aldeas, las casas de los guar-
dias y sus jardines, las cabañas de caza, y allá abajo, una enorme
brecha por la que pasaba un viaducto atrevidamente construido
sobre un barranco, la línea aérea del ferrocarril.
Fue allí, en ese viejo castillo, donde la condesa Anne y la
Srta. de Haut-Brion se refugiaron después del internamiento de
Lionel en la cárcel central de Poissy.
A partir de ese momento comenzó para las dos afligidas
mujeres una vida de soledad y tristeza en el noble domicilio
donde todo evocaba al querido ausente. Se hizo el vacío en torno
a ellas. Los habitantes de las propiedades vecinas que, de ordi-
nario, acudían a casa de la condesa, cuando su presencia era
señalada, rompieron toda relación: Georges de Lavarennes, el
subprefecto de Senlis y su esposa, siempre aliados de los Esbly,
30
acabaron por hacer a la madre del prisionero una visita de con-
dolencia y no volvieron más al castillo.
Y los días pasaban, todos iguales, en un tranquilo engaño,
pues cada una de las mujeres disimulaba sus sufrimientos para
no aumentar los dolores de la otra.
Cloé se multiplicaba, tratando de aportar alivio en el alma
doliente de su vieja amiga: le realizaba largas lecturas que la
otra escuchaba, sin entender, con la mirada perdida, y muy a
menudo, la Srta. de Haut-Brion dejaba caer el libro y se sumía
en una ensoñación angustiosa.
Así de mustias permanecían la patricia y la virgen, y bas-
taba un ruido procedente del exterior, una puerta que se cerraba,
un criado que entraba, una ventana batiendo bajo la brisa, para
extraerlas de ese éxtasis enfermizo y tal vez mortal.
Pero, valientemente, la virgen se despertó. Sentía el peli-
gro de su sopor y la natural y santa obligación del esfuerzo, y
obligaba a la madre a destruir el embrujo de los pensamientos y
de las tinieblas, a pasear por los jardines e incluso a realizar lar-
gos recorridos por el bosque vecino.
Las personas que las encontraban, aldeanos, granjeros o
guardias, las saludaban, sin atreverse a abordarlas, y, serias, en-
fundadas en sus vestidos negros, caminaban, bajo las hayas ver-
des, hablando de Lionel… siempre de Lionel…
De esas dos almas tan heridas, era la madre la que más
sufría. Ella, al menos, podía gemir abiertamente y exponer sus
tristezas, pero Cloé, aparte de la inmensa pena que le causaba la
terrible aventura de su novio, no podía evitar recordar las ver-
güenzas y oprobios cuyo doloroso secreto conservaba… ¡Cuán-
tas veces la Srta. de Haut-Brion estuvo a punto de arrojarse a las
rodillas de su amiga y confesárselo todo! Siempre vacilaba, por
pudor, por respeto, y también por temor a infligir nuevas penas y
nuevas aflicciones a la anciana dama.
Leal como era, se calló; se calló, a pesar de la obsesión del
pasado que la corroía como un cáncer. ¡Oh! ¡la casa Martignac ¡
¡Oh! ¡Los rostros de la Sainte-Radegonde y de la Michon! ¡Oh!
¡el tío Tiburce! ¡Y la prisión! ¡Y la acera!... ¡La acera!...
31
Luchando contra los malos sueños, fortificada por la dulce
visión de Annete, la virgen solía acudir al pequeño pabellón
oriental, situado en medio del lago, cerca de la flota en miniatu-
ra. Y allí, encontraba numerosas cosas que habían pertenecido a
su novio, instrumentos de pesca, un sombrero de paja, una cara-
bina, fusiles, floretes, toda una colección de armas, una trompa
de caza con la que Lionel anunciaba alegremente a su madre, y
al resto del castillo, que regresaba de una excursión e iba a darle
un beso filial.
Allí había libros, casi todos trataban de temas científicos,
y manuscritos donde el joven doctor de Esbly mostraba una eru-
dición de lo más notable. Desde luego, la joven no podía com-
prender todo, y no intentaba leer todo, pero algo le decía que
esas obras constituirían un día la gloria del adorado, víctima de
las injusticias humanas.
Entre todos los recuerdos de familia que permanecían en
el castillo de los Haut-Brion, propiedad actual del tío Géraud,
situado frente al castillo de Esbly, ella añoraba sobre todo los
retratos de sus padres – de la madre, honorable y cariñosa; del
padre, el marqués Emmanuel, fallecido en Rusia, al día siguiente
de un segundo matrimonio in-extremis. De esa historia lejana,
Cloé solamente sabía – por el tío Géraud– que había tenido una
madrastra y una hermana y, siempre, según la versión de
Géraud, ella imaginaba a la una y a la otra muertas, mientras la
marquesa y su hija vivían penosamente en París, bajo el apellido
de «Lagrange».
¡Oh! ¡Cómo la virgen, en su soledad, y a pesar del cariño
dispensado por la Sra. de Esbly, hubiese amado a la madrastra y
a a la hermana! ¡Con ellas, la vida le hubiese resultado menos
incierta y dura!
Aun sin haberlas conocido nunca, ella incorporaba a la
última marquesa de Haut Brion y a su hermana menor en las
oraciones dichas en honor de sus muertos.
Una carta acababa de llegar a la cárcel central de Poissy. A
Lionel, como a todos los detenidos, se le prohibía escribir, ex-
cepto una vez al mes; esperaba ser autorizado a poder hacerlo
32
más a menudo; no se quejaba de su suerte y se esforzaba me-
diante buenas palabras en dar ánimos a la Sra. de Esbly y a Cloé,
esperando el permiso para verlas. En cuanto a su novia, por des-
gracia, el reglamento era inflexible: solo el padre, la madre, la
esposa y los hijos tenían derecho a visitar a los reclusos.
La condesa Anne solicitaba este permiso cada día y mal-
decía la lentitud administrativa.
Por fin, se dignaron a responderle y, valiente, partió para ir
a abrazar a su hijo.
Al regresar al castillo, tras haber acompañado a la vieja
dama a la estación, la Srta. del Haut-Brion, soñadora y triste, se
sentó en el salón, cerca de una puerta-ventana abierta sobre los
parterres.
Delante de ella se encontraban los jardines floridos, y más
lejos, del otro lado del lago, en esa esplendida mañana de mayo,
el bosque de Senlis extendía sus ramas cubiertas de frondosida-
des nuevas; sobre el cesped, un jardinero, armado con su rastri-
llo, recogía los hierbajos, otro nivelaba la arena de los paseos;
más lejos aún, en un sendero que bordeaba el río, una chiquilla,
con las piernas y pies desnudos, conducía dos vacas de las que
se podían oír los cencerros, y muy cerca, en la parte inferior de
la terraza, un criado en librea lavaba a grandes chorros de agua,
un victoria azul.
Todo el paisaje resplandecía de luz, y, en el patio de
honor, en lo alto del gran portalón, el sol iluminaba el blasón de
los Esbly.
Pero la virgen no prestaba atención alguna a los seres y a
las cosas. Si la primavera formaba parte de la naturaleza, el in-
vierno se alojaba en su corazón. Seguía con el pensamiento a la
condesa de viaje; ella la observaba llegando ante la cárcel cen-
tral, un edificio que desconocía, pero que imaginaba casi idénti-
co a la prisión de Saint-Lazare, con lúgubres construcciones con
ventanas cerradas, barrotes e inmensos patios, plantados de
árboles donde, en lugar de mujeres, iban y venían hombres si-
lenciosos, vestidos con el uniforme gris de los presos.
33
Y entre esos individuos de rostros salvajes, una figura des-
tacaba, noble y hermosa, a pesar de su extraña palidez, ¡Lio-
nel!... El conde de Esbly pasaba, con la cabeza baja, los ojos
fijos al suelo, y de repente extendía los brazos y se arrojaba en
los de su madre, ¡la dulce visitante!
En ese momento del sueño, la mirada de Cloé se dirigió a
la verja de entrada, cerca de la cual se levantaba la caseta del
portero.
Un hombre hablaba con uno de los jardineros, solicitando
una información, sin duda, pues el jardinero extendió el brazo en
la dirección del castillo, y el desconocido siguió la avenida cen-
tral que llevaba a la terraza.
La distancia no permitía a la joven distinguir quien se
acercaba, pero el visitante le pareció vestido con elegancia, y
pronto reconoció al vizconde Arthur de La Plaçade.
¿Qué venía a hacer al castillo? En ausencia de la condesa,
y, después de su confesión de amor en el bulevar de los italia-
nos, ¿debía recibir al aristócrata? ¡No, por supuesto! Iba a adver-
tir a los criados, cuando la idea de un accidente ocurrido a la
Sra. de Esbly o de una desgracia sobrevenida al prisionero, que
el amigo de Lionel iba a informarle, la hizo cambiar de decisión.
Esperaba alarmada y seria.
El Sr. de La Plaçade entró en el salón y se inclinó profun-
damente ante la virgen.
Un traje de paño gris hierro hacía destacar su torso bien
formado, y, dispuesto a representar un papel, el galante estaba
tan reservado como había sido atrevido con motivo de su visita
inicial en la casa del bulevar de los italianos.
–Señorita, dijo, no vengo a hablaros de amor… Me he
propuesto un deber, y, a pesar de un pesado temor, evoco el re-
cuero de mi amigo Lionel de Esbly, condenado injustamente,
encerrado en Poissy, y quisiera ofrecer a la Sra. condesa, su ma-
dre, mis más sentidas condolencias y ponerme a su disposición
si por alguna circunstancia tuviese necesidad de mis servicios.
La Srta. de Haut-Brion respondió:
34
–La Sra. condesa está ausente, caballero, y no regresará
hasta mañana…
–Lo sé, señorita… El criado me lo ha dicho, y si he insis-
tido en ser admitido en vuestra presencia… fue a fin de testimo-
niaros mis sinceras disculpas… El día de mi visita, en el bulevar
de los italianos, enloquecí… estaba fuera de mí… torturado de
amor, y espero merecer mi perdón por mi arrepentimiento y… la
confesión de un error…
Ella balbuceó:
–Olvidemos eso, señor…
Él continuó:
–¡Oh! ¡estad tranquila, señorita de Haut-Brion!... Yo res-
peto… ¡siempre respetaré vuestro dolor!... ¡Sois la novia de
Lionel, de mi desdichado amigo, y sabré, pase lo que pase, acor-
darme de ello!
El hombre ya se despedía de la joven, asombrada de sus
nuevos modales y su lenguaje.
–¿Creéis, señorita, que, mañana, tendré la suerte de encon-
trarme con la Sra. condesa de Esbly?
–Sin ninguna duda, señor.
–Regresaré mañana… Mis saludos, querida señorita…
Y, envolviéndola con una mirada que la turbó hasta el
fondo del alma, se perdió en el campo.
Cloé soñó toda la noche con ese misterioso personaje; se
acordaba de las palabras de amor, de las súplicas, de las amena-
zas, y glorificaba al hombre por haber vencido una ardiente pa-
sión.
La virgen intentaba pensar en Lionel, y siempre se erigía
en la luz la imagen del vizconde de La Plaçade; lo veía como si
hubiese estado allí, con su barba de oro, su cabellera dorada y
sedosa, sus labios rosados y sus grandes ojos azules pensativos;
escuchaba su armoniosa voz, más suavizada en los lamentos:
«… mi amigo Lionel de Esbly… mi más sentido pésame…» y
su voz alta y vibrante en sus declaraciones de amor: «..¡Os
amo!... ¡Os adoro!...»
35
Comparaba al vizconde con su novio, y el vizconde le pa-
recía más apuesto, más seductor, más fuerte.
No, desde luego, ella no lo amaba; ¡no lo amaría nunca!
Su amor pertenecía a Lionel y ella no experimentaba por el otro
más que una natural admiración mezclada con una especie de
terror. Entonces, ¿por qué su espíritu no podía desprenderse del
apuesto vizconde?.. ¡Bah!... Un sueño, un sueño indigno de ella
y que se desvanecería con las primeras luces del día…
¡Y Cloé tenía razón! Cuando el astro apareció, en su mati-
nal triunfo, por encima de los grandes árboles, toda preocupa-
ción se disipó: Lionel reinaba como amo soberano en el corazón
de la virgen.
A las once, la Señora de Esbly llegó e incluso antes de
quitar sus vestimentas de viaje, arrastraba a la Srta. de Haut-
Brion a su habitación:
–¡Oh, querida! ¡Qué horrible casa! – estalló la condesa.
Sí, ¡es espantosa!
–¿Lionel? ¡Habladme de Lionel! – imploró ansiosa la mu-
chacha.
–¡Siempre tan valiente y digno, mi querido hijo! ¡Si supie-
ses que feliz ha sido al verme, y como te agradece, Cloé, haber
venido a vivir conmigo y no haberme abandonado!
–¡Pobre Lionel! ¿Cómo vive allí?... ¿Cómo soporta su
horrorosa existencia?
La condesa la tranquilizó diciendo que el director de la
cárcel de Poissy se había mostrado muy amable con su hijo,
tanto como podía permitírselo la severidad de los reglamentos.
El Sr. de Esbly acababa de ser destinado a la biblioteca; se le
evitaba el contacto parmente con los ladrones y los asesinos.
Y, triste, murmuró:
–¡Lo que me apena, es que mi hijo me oculta algo! … ¿Lo
qué?... Una esperanza… una ilusión… Lo he interrogado… No
quiso responderme…
–¿Tal vez haya descubierto a los miserables que lo han
perdido?
–¡Lionel me lo hubiese dicho!
36
–¿Entonces, qué suponéis?
–¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pero de una cosa estoy se-
gura, ¡Lionel me oculta algo!
La Srta. del Haut-Brion había olvidado completamente
hablar a la condesa de la visita recibida, la víspera, y no fue has-
ta más tarde, en el almuerzo, cuando se acordó del vizconde.
Dijo:
–Ayer, el amigo de Lionel, el vizconde Arthur de La Pla-
çade ha venido al castillo…
La vieja dama levantó la oreja, y, altiva:
–¡Ah!... ¿Qué quería de ti ese caballero?
–No venía por mí… Deseaba testimoniaros la pena que le
causa… nuestra desgracia.
–¿De verdad? – dijo Anne, incrédula – Imagino más bien
que intenta continuar cerca de ti su campaña amorosa…
–Con motivo de su primera visita, en el bulevar de los ita-
lianos, yo le hice saber mi compromiso con Lionel, y, ayer, el
Sr. de La Plaçade no me habló de amor… ¡Eh! ¿Qué ha hecho
ese hombre, mamá, para que vos, tan buena, parezca detestarlo
de ese modo?
–No lo detesto… apenas lo conozco…
–Sin embargo, es amigo de Lionel.
–¡Oh!.. ¡a lo sumo un compañeros del barrio latino!...
Y, celosa, por el honor del hijo bien amado y víctima:
–Espero que no vuelva más…
–Os pido perdón… Me ha anunciado su visita para hoy,
durante el día…
–¡Está bien! ¡Se le recibirá de modo que se le quiten todas
las ganas de amoríos!
La Plaçade no apareció ese día en el castillo, pero al día
siguiente se presentaba en una nueva vestimenta, y fue recibido
por la castellana.
Cloé no asistió a la entrevista, pero tras la partida del
aristócrata, corrió hacia su vieja amiga, persuadida de que el Sr.
de La Plaçade había sido despedido con carácter definitivo.
37
Encontró a la madre de Lionel completamente cambiada;
algunos minutos de entrevista con ese gran encantador que se
llamaba el vizconde Arthur en el mundo y «Espejo» entre las
putas, había bastado para que se produjese la metamorfosis.
La Sra. de Esbly sonreía:
–¡Decididamente, ese vizconde no es un mal diablo! No
piensa ya en disputarte a Lionel y lamenta su declaración amo-
rosa e intempestiva… ¡Un buen muchacho, ese La Plaçade!...
¡Tiene buen corazón! Lloraba evocando el recuerdo de Lionel…
¡Regresará a vernos a menudo, y hablaremos de mi hijo!
Cloé disimuló su contrariedad; hubiese querido no volver
a ver nunca más al vizconde Arhtur; le preocupaba, la turbaba, y
le parecía que le traería alguna desgracia!
Sin embargo, el aristócrata no abusó de la invitación; al
cabo de tres días hizo una visita muy corta, y algunos días más
tarde, anunciaba su regreso a París.
La vida continuó monótona para las dos mujeres, con lec-
turas piadosas, obras caritativas y algunas excursiones por el
bosque de Senlis.
Ahora bien, un domingo en el que ambas iban charlando
por una avenida sombría, paralela a la vía principal, se sentaron
sobre el césped, distraídas con la animación de los alrededores,
de ordinario tan tranquilos.
Se podían oír los músicos de una fiesta de feria; pasaban
personas endomingadas dirigiéndose a la verbena; carromatos de
saltimbanquis iban a instalarse en el lugar ya tumultuoso, se
encendían fuegos al aire libre para los asados, y por todas partes
sonaban fanfarrias, canciones y risas, el habitual jaleo de las
fiestas populares.
La condesa se levantó:
–Vámonos, Cloé; ¡todo este follón me molesta!
Siguieron el sombrío camino para regresar al castillo, pe-
ro, al cabo de algunos pasos, se vieron obligadas a apartarse del
camino para dejar paso a un ruidoso y alegre grupo montado
sobre asnos.
38
Había dos hombres y tres mujeres gritando, cantando y
fustigando a sus recalcitrantes monturas.
Y más atrás, en la lejanía, llegaba una pareja, la mujer so-
bre un asno y el hombre sobre un borrico.
Maquinalmente, la Srta. de Haut-Brion dirigió su mirada
hacia el jinete en la lejanía; se puso muy pálida y fue presa de
una emoción tal que, temiendo desfallecer, se agarró con fuerza
al brazo de la condesa.
¡Acababa de reconocer en las tres primeras mujeres a La
Esponja, Léa y As de Picas!
No conocía a los hombres que escoltaban a las doncellas,
el Rizos y Llega al Pie, aquellos mismos que intentaron asfixiar-
la durante su sueño en la casa del pasaje del Tivoli.
–¿Qué te ocurre querida? – preguntó inquieta, la Sra. del
Esbly– ¡Se diría que te vas a desmayar!
Cloé, vacilante, respondió con un gran esfuerzo:
–No tengo nada, señora… pero, os lo suplico, alejémo-
nos… Regresemos…
Perdiendo la cabeza, intentaba arrastrar a la condesa dese-
ando huir de la maldita aparición; pero el grupo enemigo ya es-
taba allí, cerca de ella, alineado sobre el camino.
–¡Te digo que es la rubia! – vociferó Julia Naumier – ¡Va-
ya casualidad!
–¡Pero sí, es la rubia! – apoyaba Hermance Boussare.
Léa intervino:
–Estáis tontas ¡La rubia es más alta que esa, y no está tan
bien dotada!
Los dos bandidos también observaban a la Srta. de Haut-
Brion, pero tratando de disimular sus rostros.
Llega al Pie comentó a su compañero:
–¡Es ella! ¡Es nuestra «secuestrada»! ¡Si nos reconoce
llamará a los gendarmes! ¡Larguémonos!
–Idiota, estaba dormida, cuando intentamos darle lo suyo,
¿cómo quieres que nos reconozca?
–¡Sí, pero es igual! ¡Ha sido una mala idea venir a la fiesta
de Senlis!
39
Ordenaban la partida a sus compañeras, pero As de Picas,
habiendo bajado de su montura, caminaba hacia la novia del
Lionel:
–¡Veamos lo que te ocurre para mirarnos con esos ojos de
carpa, rubia! No quiero hacerte daño… ¡Hoy es día de fiesta!...
Estamos divirtiéndonos… ¿Quieres venir con nosotras a hacer la
calle?
Fuera de sí, Cloé murmuró:
–¡No os conozco señora! ¡Os aseguro que no os conozco!
–¡Oh! sí, ¡ya entiendo! Disimulas porque estas con una be-
lla dama, y me guardas rencor porque te he dado una paliza en el
bulevar y quise quitarte los ojos en Saint-Lazare donde eras la
preferida, la joya de las monjitas.
La Sra. de Esbly, altiva, declaró:
–¡Os confundís! ¡Esta señorita es mi hija, y no tiene nada
en común con vos!
As de Picas se insolentó:
–¡Ah! ¡Con qué esas tenemos, vieja! Pues bien, preguntad-
le si no fue detenida, una noche, en el Bol de Oro, y veremos se
tiene el coraje de contradecirme.
E, interpelando a la Srta. de Haut-Brion:
–¡Vamos, habla, y dime a la cara si miento!
Completamente lívida, la virgen callaba.
Léa y la Esponja, sin embargo buenas muchachas, se
ofendieron al ver como esa joven amiga a la que habían hecho
un favor, renegaba de ellas.
Léa le preguntó:
–Berthe Vernier, ¿no te acuerdas que fui yo quién te ayudó
a escapar de la casa de la Martignac, dándote el sombrero y el
abrigo del inglés?
No hubo respuesta.
A su vez, la Esponja se plantó ante la Srta. de Haut-Brion:
–¿Y de mí, no recuerdas que siempre te he defendido en
Saint-Lazare, como en el bulevar?...
Cloé parecía no escuchar, y, jadeante, miraba venir a los
otros dos personajes, sobre el asno y el borrico.
40
Y, de pronto, reconociendo a la cabaretera del pasaje Ti-
voli:
–¡La religiosa!.... ¡Ah! ¡Miserable! ¡Miserable!
Era, en efecto, Valerie Michon que avanzaba seguida de
Barnabé, el sepulturero.
Fuera de sí, la virgen corrió hacia la innoble mujer que ba-
jo los hábitos de una monja de prisiones, había ido a casa de los
Loizet a buscarla para conducirla a la muerte; quería desenmas-
carar y castigar al verdugo de la Momia-Reseda, la acusadora
falaz de Lionel; quería – al precio de su vida – hacer justicia;
pero sus fuerzas la traicionaron; emitió un gran grito y cayó,
inerte, en la hierba…
Unos ruidos de voces y pasos asustaron a los malhechores;
los unos y las otras, por razones diversas, temían a los gendar-
mes; y toda la banda, azuzando a los asnos por la brida, despare-
ció en la frondosidad del bosque.
La Sra. de Esbly permanecía inmóvil, mirando a Cloé a
sus pies, sin pensar en socorrerla. Le pareció que tenía un mal
sueño. Cloé, la novia de su hijo, la virgen del honor y del deber,
¿una compañera de esas basuras vivientes? ¡Las putas habían
mentido!... ¡Estaban borrachas!... ¡Sin embargo la Srta. de Haut-
Brion no se había defendido y la aparición de la vieja sobre el
asno le había arrancado blasfemias y gritos de horror!
Una voz conocida sacó a la vieja dama de su sopor.
El vizconde Arthur de La Plaçade se mantenía cerca de
ella, saliendo del follaje.
Él dijo, emocionado y amable:
–Señora condesa, vuestra joven amiga no puede quedar
aquí en el estado en que se encuentra… ¡Permitidme ayudaros a
reconducirla al castillo!
Cloé volvía en sí, y al recuerdo del odioso encuentro, qui-
so huir, pero Anne de Esbly le tendía los brazos, y la virgen
aceptó, llorando, ese refugio maternal.
–¡Ah! ¡Señora! ¡Señora!.... ¡Si supieseis… si pudieseis sa-
ber!...
41
–Yo sé que eres la novia de mi hijo, creo en ti y te quiero!
– dijo muy segura la castellana.
No fue pronunciada otra palabra y la Srta. de Haut-Brion,
aún muy débil y sostenida por el vizconde y la madre de Lionel,
regresó al castillo y pidió autorización para retirarse a sus apo-
sentos.
Pero, antes de dejarla, La Plaçade, aprovechando un mo-
mento en que la condesa volvía la cabeza, murmuró al oído de la
joven:
–¡Cloé, si algún día sois desdichada, pensad en mi!
Por la noche, tras una crisis de lágrimas, la virgen, brava y
decidida, bajó al salón y cayó de rodillas ante la condesa:
–Perdón, señora… ¡y adiós!
–Levántate, hija mía, y explica tus palabras – respondió
con bondad la madre de Lionel.
Pero la virgen, arrodillada:
–Perdón por la espantosa escena a la que habéis asistido…
¡Adiós, señora, pues voy a abandonaros para siempre!
–¡Esas muchachas son unas zorras!... ¡Estaban borra-
chas!... ¡han mentido!
–¡Esas mujeres han dicho la verdad! – gimió la Srta. de
Haut-Brion– ¡Soy yo la culpable, oh, muy culpable de no habe-
ros hecho una confesión completa antes de recibir vuestra hospi-
talidad!
La Sra. de Esbly la obligaba a levantarse y a sentarse cerca
de ella:
–¡Yo creo y creeré siempre en ti! ¡Habla…!
Entonces, la novia de Lionel contó a la vieja amiga sus ex-
trañas desgracias; contó la infame conducta del tío entrando por
la noche en su habitación para violarla; contó la huida nocturna,
su aventura con las prostitutas sobre el bulevar de los italianos;
contó la intervención valiente de Annette Loizet, el honor de la
joven obrera y de los padres; contó su encuentro con Olympe de
Sainte-Radegonde en Notre-Dame-des-Victoires, su despertar en
un lupanar, la evasión gracias a una de las prostitutas, el regreso
a casa de Annette, la historia de la Cría-Reseda, sus promesas,
42
sus retractaciones, la visita de la falsa religiosa y la aventura del
pasaje Tivoli; no olvidó nada, ni su detención en el Bol de Oro,
ni la denuncia del inglés Reginald Fenwick, ni su estancia en
Saint-Lazare; no olvidó nada más que el testimonio de sus virtu-
des y la expresión de su valentía.
Sin embargo, concluyó:
–¡Siempre me he mantenido pura!
La vieja dama la tomó entre sus brazos:
–¡Hija mía!... ¡mi querida hija!... ¡Yo ya sabía que tú no
eres así… que no podías ser culpable!... ¡Una Haut-Brion no
podría decepcionarme! ¡Abrázame, Cloé, y olvida a todos esos
monstruos!.... ¡Olvida!... ¡Te quiero todavía más ahora que co-
nozco tu martirio!
Quedó un momento pensativa, y luego, exaltada:
–¡Cloé, lo que acabas de contarme comienza a generar luz
en la oscuridad que rodeaba la detención de Lionel!.... ¡He des-
enmascarado… al hombre que lo ha perdido!
–¿Y quién es? – preguntó, jadeante, la Srta. de Haut-
Brion.
–¡El barón Géraud!
–¡Oh! ¡Señora!
–¡Sí, esas mujeres… La Michon y la Cría-Reseda… y ese
hombre… el criado… han sido los instrumentos del viejo!...
¿Por qué no has hablado antes? ¡La desgracia, la gran desgracia
no habría ocurrido!... ¿Por qué cuando te he preguntado si co-
nocías a alguien que tuviese algún interés en impedir tu matri-
monio, has respondido que no conocías a nadie?
–¿Y vos imagináis?... ¿creéis?... – preguntó la virgen es-
pantada.
–El barón Géraud te amaba… te deseaba… ¡Un matrimo-
nio suponía para él un obstáculo!... ¡Se ha desembarazado de mi
hijo!… ¡Está claro!
Y tomando entre las suyas las manos de la joven, mirada
contra mirada:
–Cloé, ¿es que nunca lo has pensado?
43
–Sí, señora, a menudo, pero siempre he rechazado esa idea
como algo injusto… y además…
–¿Y además, qué?
–Señora, si el barón Géraud huibese querido separarme de
Lionel, podría hacerlo sin cometer un crimen abominable… Es
mi tutor, y nada le resultaría más fácil que oponerse a mi matri-
monio…
–Sí, pero la pasión… ¡el innoble deseo!... En fín, ¡Dios
nos protegerá y sabré la verdad sobre el barón Géraud!
Desde hacía algunos días, una intimidad más grande aca-
baba de establecerse entre la condesa Anne y el vizconde de La
Plaçade. Arthur siempre hablaba de su amigo Lionel y nunca del
amor que quemaba sus entrañas por la virgen. Se había alojado
en el mejor hotel de Senlis, y gracias a los estipendios de la Sra.
Le Goëz, hacía sus visitas a caballo, en coche, en bicicleta y
algunas veces en automóvil.
Y ahora, seguro de la amistad de la condesa y de sus gran-
des y pequeñas entradas en el castillo, El Sr. de La Plaçace re-
tomaba su rol de enamorado. Pronto resultó para Cloé un supli-
cio a todas horas. Ya no se limitaba a murmurar frases galantes;
escribía y, cada noche, en su habitación, la joven encontraba una
nota vibrante de pasión… Sola, en el jardín, veía bruscamente
aparecer al bello Arthur como si, flor humana, hubiese emergido
de un parterre de flores, y, por la noche, lo observaba al claro de
luna bajo sus ventanas.
Arthur ejercía un misterioso poder sobre la virgen. Todav-
ía no era amor, pero una especie de fascinación que la obligaba a
mirarlo de cerca, de no desviar sus ojos al mirarse, por así de-
cirlo, en el espejo vivo. Él llevó su atrevimiento hasta pedir una
cita nocturna a Cloé en el pabellón donde tan a menudo la ado-
rada de Lionel pasaba horas en solitario; ella lo rechazaba, in-
dignada, y amenazaba con hacer echar a Arthur por la conde-
sa… Pero, por temor al escándalo, se calló y la obsesión se hizo
más fuerte y dolorosa… ¡Oh! hubiese deseado que el aristócrata
se fuese al otro extremo del mundo y, sin embargo, si permanec-
44
ía un día lejos de ella, a la virgen le parecía que el castillo se
llenaba de tristeza y sombras.
Una noche, después de la cena, la Sra. de Esbly y la Srta.
de Haut-Brion, sentadas sobre la terraza, miraban formarse una
tormenta en el cielo. Los árboles del jardín todavía estaban sua-
vemente iluminados por la luna; pero unas nubes se deslizaban
muy negras y nada se movía en el campo… Los árboles, los
matorrales, las flores, se mantenían inmóviles bajo el tranquilo
sopor de un calor pesado… De pronto, todo se oscureció y el
resplandor de un rayo iluminó las sombras, seguido de lejanos
truenos.
La condesa, a quién la tormenta ponía nerviosa, se levantó
para regresar a su habitación.
–¿Queréis que os acompañe, mamá? – dijo Cloé, de pie y
dispuesta a ofrecer su brazo a la castellana:
–¡No, hija mía, gracias… y hasta mañana! Voy a dejar en-
treabierta la puerta que da a la terraza… No tardes, querida…
La castellana ganó la gran avenida; un enorme perro de las
montañas corrió hacia su ama.
La Sra. de Esbly lo acarició:
–¡Eh! ¿Estás aquí, Minos? Vamos, ¡se bueno y haz guar-
dia!
El animal corrió a través del parque, y sus ladridos se con-
fundieron con los nuevos truenos que se acercaban.
Cloé permaneció sola un instante sobre la terraza, y tuvo
la idea de dirigirse al pabellón donde le gustaba soñar con Lio-
nel.
Eran las diez. Los criados estaban acostados y la Sra. de
Esbly acababa de cerrar su puerta.
Al llegar al pabellón, la virgen encendió las velas de los
candelabros y se instaló en un sofá de bambú con un libro en la
mano.
Fuera, la tormenta estallaba con toda su intensidad; las
grandes ráfagas sacudían los árboles; parecía como si la natura-
leza se hubiese espantado;; unos murciélagos chocaban contra
los vidrios de las ventanas; las alondras, los quebrantahuesos,
45
todos los pájaros de la noche y del día, revoloteaban en la negru-
ra, con graznidos lastimeros y lúgubres aleteos, y la lectora, bajo
los resplandores de los rayos y los ruidos del trueno, permanecía
inquieta en su asiento.
De repente, la puerta del pabellón se abrió y el vizconde
Arthur apareció ante la sobrina del barón Géraud:
–¡Cloé!…. ¡soy yo! ¿No os alarméis?
La Srta. de Haut-Brion lo miró, valiente:
–¿Por qué habría de tener miedo? ¿No es usted un hombre
decente? ¿Qué he de temer, señor?
–Nada, señorita… ¡Pero el hombre decente os adora y no
puede vivir sin vos!
Ella estaba de pie, siempre dueña de sí misma:
–¡Vos sabéis bien, señor de la Plaçade, que no puedo res-
ponder a vuestro amor! ¿Queréis retiraros?… ¡No es hora ni
lugar para mantener esta conversación!
–Si no queréis escucharme, ¿por qué habéis acudido a mi
cita, señorita?
–¿Vuestra cita?... No comprendo…
–¿No habéis leído mi carta?; sin embargo ha sido deposi-
tada, como las otras, en vuestra habitación.
–¿Y en esa carta vos osáis a proponerme una cita…por la
noche…. en este pabellón?
–Sí, a las once… ¡Son las once, y he llegado!... ¡Oh, Cloé!
Os lo suplico, confesad que es por mí por lo que habéis veni-
do… ¡Cloé, me esperabais!
–¡No, señor! ¡Y si hubiese encontrado vuestra carta la
habría roto como todas las demás, sin leerla!
Y, decidida:
–Pues bien, de acuerdo, señor, hablemos… o más bien, es-
cuchadme: Desde hace mucho tiempo me acosáis con vuestras
declaraciones y cartas, y, a pesar de vuestros juramentos de
amistad por Lionel, volvéis a hacer en esta casa lo que habéis
hecho en París, en el bulevar de los italianos, ¡cuando me vi
obligada a echaros! Señor, espero que en el futuro os abstengáis
46
de vuestras extravagancias que no pueden más que comprome-
terme… ¡Yo amo a Lionel y no amaré a nadie excepto a él!
–¡Lionel está deshonrado!
–¡Lionel es un mártir!
–Jamás, ¡él no os ha adorado, como yo os adoro!... ¡Cloe,
no penséis más en ese hombre que no puede ser vuestro marido!
¡Sed mía Cloe!... ¡Sed mi esposa y no os encerréis en esta casa,
donde un día se os reprochará el pan de la hospitalidad!... ¡Yo
soy rico! ¡Yo os adoro!... ¡Sed mi esposa!
Él se acercó, llenándola con su aliento; ella no se atrevía a
moverse. Un calor la quemaba; se sentía tomada de un incom-
prensible vértigo y la voz del hombre resonaba en sus oídos co-
mo una música celestial – más bien infernal, pues la Plaçade
parecía transfigurado, con su barba de oro bajo el fuego de los
rayos y sus ojos arrojando llamas.
Era bello, de una belleza casi sobrehumana.
Ella juntaba las manos en una suprema oración, y él, co-
mediante maravilloso, emitía sollozos de dolor:
–¡He luchado!… ¡No puedo luchar más!
Entonces, envolviendo la graciosa cintura con sus dos bra-
zos de Hércules:
–¡Ven! ¡Ven, Cloé! ¡Un coche nos espera! ¡Ven!... ¡Te
amo!... ¡Te adoro!...
La virgen pedía auxilio; el ruido de los truenos eclipsaban
sus gritos; trataba de huir; sus rubios cabellos se desataron; la
blusa se rasgó, poniendo al desnudo su cuello y sus hombros,
dándole la apariencia de una muchacha gozando…
En el momento en el que el vizconde de La Plaçade llega-
ba al pabellón y sorprendía a la Srta. de Haut-Brion leyendo, un
hombre, vestido completamente de gris, con la cabeza cubierta
de un sombrero de fieltro de amplias alas, escalaba la muralla
del parque…
Minos, el perro guardián, con los pelos erizados y los ojos
ensangrentados, iba a saltar sobre el visitante nocturno; pero una
voz y unos gestos lo habían calmado, y el animal, alegre y dócil,
47
se puso a lamer las manos y se levantó para besar cariñosamente
el rostro del hombre.
Avanzando de árbol en árbol par no ser traicionado por la
luz de los relámpagos, el visitante bordeaba la terraza, y cuando
se disponía a introducir una llave en la cerradura, observó que la
puerta estaba entreabierta.
El hombre no dio importancia a este hecho y recorrió el
vestíbulo del castillo.
Evidentemente conocía la casa, pues subió por la escalera
sin la menor vacilación en la oscuridad.
Sobre el rellano del primer piso se detuvo ante una habita-
ción, y, allí, su corazón latió con extrema violencia: sus brazos
temblaron y sus piernas desfallecieron… Se recuperó y golpeó
suavemente la puerta…
–¿Eres tú, Cloé? – murmuró la voz de la condesa Anne.
Él guardaba silencio, y la voz insistió:
–Responde… ¿Eres tú, Cloé?
No se atrevía o no podía responder.
Entonces, la puerta se abrió, y la condesa, a la vista del
hombre, a punto estuvo de desvanecerse:
–¡Lionel! ¡Mi Lionel!
–¡Sí, madre, soy yo!... ¡Silencio!
Él la arrastraba a la habitación, cerrando la puerta tras
ellos.
La Sra. de Esbly lo cubría de besos, lo mojaba con sus
lágrimas:
–¡Lionel! ¡Mi Lionel! Dios ha escuchado mis oraciones!
¡Lionel! ¡Mi Lionel! ¡Mi Lionel!
–¡Madre, te lo suplico, tranquilízate!... Solo puedo que-
darme aquí un momento… ¡Necesito hablarte!
–¿Te has evadido? – balbuceó la condesa.
–¡Sí, con la ayuda de dos guardias que recompensaré re-
almente algún día!
–¿Qué piensas hacer?
–Ahora abrazarte… y luego, tomar algún dinero y escapar
lo antes posible al extranjero.
48
–¡Partir! – gimió – ¿Partir?
–¡Oh! por algunos meses solamente, a fin de proseguir las
investigaciones… Luego, regresaré… ¡y cuando sean castigados
los calumniadores no nos abandonaremos más!
–¿Conoces a tus calumniadores?
–¡No, pero estando libre podré desenmascararlos!
La Sra. de Esbly temía dar una falsa esperanza a su hijo;
no le habló del barón Géraud, y tan solo dijo:
–¡Lionel, nosotras los descubriremos y serás vengado!
–¿Y Cloé?
–Ella siempre ha estado aquí… siempre te ha amado…
¿Quieres verla?
–¡Sí, creo que la despedida de mi bien amada me dará va-
lor!
–Espera… voy a avisarla… No es necesario que tú apa-
rezcas bruscamente ante ella… Su emoción sería demasiado
grande y peligrosa…
–¡Ve, madre!
Ella entregó a su hijo un fajo de billetes y corrió a la habi-
tación de la Srta. de Haut-Brion.
Volvió pálida como una muerta y tenía en la mano una
carta abierta, pinchada con una flor.
–¿Qué te ocurre, madre? ¡Me das miedo! – dijo el joven.
Ella lloraba; él preguntó:
–Vamos, ¿qué te pasa?--- ¿Cloé? ¿Dónde está Cloé?
–¡Cloé es indigna de ti! ¡Es una miserable… una mujer
perdida!... ¡Ella está… está encerrada en el pabellón con su
amante!
–¡Imposible! – exclamó Lionel.
–Por desgracia, sí… ¡Mira!… ¡Lee!
Y tendió la carta a su hijo.
Él leyó, estremeciéndose de rabia:
«Cloé, amor mío, te esperaré esta noche, como las demás
noches, en el pabellón del parque… ¡Ven! ¡Oh! ¡ven!
Mil besos sobre tus adorados labios.
49
«ARTHUR.»
El aristócrata aplastó el papel con disgusto:
–¡Esto es un error o una inmunda calumnia!
–¡Debemos asegurarnos! ¡Bajemos, hijo mío, y se valien-
te!
La Sra. de Esbly y Lionel se tenían de la mano y atravesa-
ban los jardines, corriendo.
La tempestad los envolvía con sus ráfagas, y se produjo un
gran ruido de trueno cuando llegaron al pabellón cuyas luces
interiores se filtraban por los cristales.
De un empellón, Lionel forzó la puerta y vio a Cloé, des-
hecha y despeinada, entre los brazos de La Plaçade.
–¡Lionel! ¡Lionel! – gimió, perdida, la Srta. de Haut-
Brion.
–¡Miserables! – gritó el joven aristócrata, arrojándose en
el interior de la estancia.
–¡Miserables! – repitió la condesa Anne.
Pero el gran Arthur ya había tomado a la virgen y la lleva-
ba, alejando a los otros de su fardo vivo.
El prisionero evadido quiso perseguirlos; la condesa lo de-
tuvo:
–¡No, Lionel!... ¡Esa muchacha es una criatura innoble!
¡Debes olvidarla!
Una voz imploraba a través de las ramas rotas por la tem-
pestad y bajo el cielo iracundo:
–¡Lionel!... ¡Lionel!
La voz, cada vez más lejana, gemía:
–¡Li… onel!
Se perdió en un último estrépito de la tormenta.
Y mientras el aristócrata se dirigía al Havre para embar-
carse y navegar hasta Estocolmo, el rufián huía con la virgen
conquistada.
50
III
EL LANZAMIENTO
París es el centro universal de la acción, y la Ciudad de la
Luz no pierde mucho tiempo con un suceso, pues siempre nece-
sita un nuevo decorado y una nueva aventura.
Los vendedores ambulantes gritaban, a lo largo de los bu-
levares:
–Compren El Trueno Parisino… ¡cinco céntimos!
Y pronunciaban los gigantes titulares:
El Crimen de la calle Marbeuf.
Los 20.000 francos de Gabrielle. – Un rufián en levita.
Se abrió una investigación sobre la muerte de Gabrielle
Bouvreuil; hubo alguna detención sin consecuencias por falta de
pruebas y la historia fue enterrada entre un estreno en las Fantas-
ías Parisinas y la apertura del Concurso Hípico y las carreras de
bicicletas y automóviles.
¡La Srta. de Haut-Brion vivía con el gran Arthur! Sí, esa
hija de marqués, insultada por Lionel y la condesa Anne, esa
virgen heroica, completamente devota a la causa del desdichado
novio, se había entregado a la Plaçade. ¿Quién habría podido
protegerla contra sí misma? Fragmentos de su historia le mos-
traban la fatídica soledad, por así decirlo, desde la muerte de sus
padres y la tentativa criminal del tío hasta la acusación del
aristócrata adorado... ¡Sola! ¡Siempre sola!
Y como si su destino fuese ignorar las transiciones, la vir-
gen que, antaño, cayó desde un aristocrático palacete al arroyo,
51
había pasado bruscamente del honorable castillo del Oise a un
picadero de soltero, y del amor ideal al placer carnal.
Arthur le había prometido matrimonio: su hermano mayor,
el brillante coronel del 31 regimiento de dragones en Lunéville,
aprobaba su conducta, y las bodas tendrían lugar próximamente.
Pero, tras una breve luna de miel, el asesino de la Bouvreuil
cambiaba de parecer y comenzaba a reaparecer en él el rufián en
levita.
Al principio, La Plaçade aludió a las dificultades de vivir
en París; luego ensalzó las grandes fortunas de varios amigos del
Cosmopolitan Club, argumentando con ello la libertad de su
ídolo. ¡Dios mío! ¡Vivir amancebados bien valía el matrimonio,
pues esa vida sin dinero se convertiría en un infierno!
¡Pobre Cloé! ¡Pobre virgen decepcionada! ¡Pobre tórtola
fascinada bajo la mirada de la serpiente!... ¡Cuántos rubores!
¡Cuántas lágrimas! ¡Cuánta vergüenza!
La Srta. de Haut-Brion era una yegua dócil a la que
el gran Arthur había bautizado: «Lilas» y a la que conducía
eficazmente con la fusta en la mano, con una atrevida divisa
sobre su montura:
«LILAS
Tu es femina, et super hanc feminam oedificabo «ga-
lettam» meam! »3
***
¿Esta noche?
–Sí, esta noche.
–¿Y cómo se llama ese amigo del círculo?
–Jacques Le Goëz.
–¿El banquero del bulevar Saint-Germain?
3 Tú eres mujer, y sobre tu condición de mujer, yo edifico mi fortuna!
52
–¡El mismo!
Lilas, la bella Lilas, a la que todo París conocía por
verla, desde el comienzo de la primavera, en el Bois y en las
carreras, en un elegante victoria, portando la olorosa flor cu-
yo nombre llevaba, Lilas, vestida con un batín de seda rosa
adornado de finos encajes, sus pequeños pies calzados con
babuchas orientales, los cabellos negligentemente retenidos
sobre la nuca con un alfiler de coral, saltó del diván sobre el
que estaba medio tumbada y corrió hacia un mueble que
abrió.
Extrajo unas cartas, y presentándolas al vizconde
Arthur de La Plaçade, su amante, dijo:
–¡Mira! ¡Lee lo que me escribe… tu amigo Le Goëz!
El joven hombre rechazó las cartas y sonriendo dijo:
–Conozco a esos cobardes voluptuosos; tú me los
has mostrado ya uno a uno…
–¿Y no has comprendido?
–¡Sí! Te propone convertirte en su amante; te dice
que es millonario y que está dispuesto a poner su fortuna a
tus pies…
Ella exclamó:
–¿Y persistes en recibir a ese individuo, aquí, esta
noche, a cenar… cuando sabes que me desea y que hará todo
lo que esté en su mano para poseerme?
–¡Dios mío, sí, querida, insisto!
–¿Pero qué clase de hombre eres?
–¡Un hombre que te adora, mi Lilas!
–¡Bonita manera de adorar a una mujer!
–¡Creo que es la idónea! Por lo demás, ¿qué tienes
que temer? ¿Acaso no estaré contigo? Le Goëz no te comerá.
Él la obligaba a sentarse de nuevo, y, de rodillas ante
ella, dijo con su voz cálida y vibrante:
–Todos mis amigos te desean, Lilas: lo que demues-
tra que eres la más adorable de las bellezas rubias.
Lilas permanecía pensativa, jugando maquinalmente
con el fajo de cartas que todavía tenía entre sus manos. Art-
53
hur, se miraba en un espejo de Venecia, por encima de su
amante, y pensaba que él también era irresistible con su as-
pecto de gigante, con el oro de su barba tan ligera como una
madeja de seda, y sus grandes ojos donde se miraban las mu-
jeres; y, sin embargo, después de una disputa con la Sra. Le
Goëz, vegetaba en ese apartamento de la calle de Atenas,
lleno de deudas, ¡a punto de ser expulsado por una miserable
suma!
¡Venga ya! ¿Acaso iba a caer y ver desvanecerse su
gran idea del «Bar-Florido»? ¿ Es esto lo que ocurre a uno
en la Ciudad de la Luz, cuando se es un aristócrata, apuesto
muchacho, y libre de prejuicios? ¿Es que puede permitirse el
lujo de venirse abajo cuando se es un espejo… de mujeres?
Y se felicitaba el vizconde por entregar a Lilas a Le
Goëz, mientras que, por su parte, iba a intentar una reconci-
liación con su vieja y siempre enamorada Eléonore.
Él llamaba a eso, comer en dos pesebres de amor, y
el asunto no dejaba de tener su comicidad, puesto que la
misma pareja proporcionando el doble pasto.
El vizconde besó uno de los pequeños pies desnudos
de su amante:
–¿Me amas, Lilas?
–¿Si no te amase, Arthur, te hubiese seguido? ¿Me
hubiese entregado a ti por completo?
–¡Cuando se ama a una persona se hace lo que se
puede para serle agradable!
–Me parece que no puedes quejarte de mí.
De pie, con las cejas fruncidas, Arthur declaró, seve-
ro:
–Hoy… un poco…
–¿Por culpa de tu amigo, Le Goëz?
–¡Sí… a causa de Le Goëz!... ¡Tengo derecho a re-
cibir a mis camaradas!
Y suspirando:
54
–¡Le Goëz es… rico!... ¡Acaba de emprender un ne-
gocio que le ha reportado más de dos millones! ¡Ah! ¡Es un
hombre cuya amistad hay que cultivar!
–¿Por mí, no es así, Arthur?
Él cambió de actitud, temiendo ofenderla y alejarla
merced a unas órdenes demasiado cínicas:
–Por ti… por mí… por nosotros… El Sr. Jacques Le
Goëz es un anciano… inofensivo y encantador.
–¿Olvidas que ese caballero me ha conocido antes,
con mi familia… y que su presencia aquí me resultaría into-
lerable?
–¡Bah! ¿Qué puede significar eso para ti en este
momento en el que la Srta. de Haut-Brion ha arrojado su go-
rro por encima… de los castillos del Oise?
Ella se levantó, muy encendida:
–¡Cállate!... ¡Te ordeno que te calles! ¡Te prohíbo
pronunciar unos apellidos que debo y quiero olvidar!... ¡Me
llamo Lilas!
Todas las veces en las que el vizconde arrojaba una
alusión al pasado, Cloé se encolerizaba…
Después de aquella noche en la que la Sra. de Esbly
y su hijo la sorprendieron con La Plaçade y la acusaron, sin
permitirle justificarse, descendió una impenetrable cortina
entre su vida de lucha y de honor y la nueva existencia.
Cloé era otra mujer, y si la imagen de Lionel regre-
saba a su memoria, ella observaba a un ser querido, –un
muerto– cuyo recuerdo se desvanecía progresivamente. To-
do el amor que había sentido por el conde de Esbly se fundía
en otro amor. Adoró a Lionel con toda la ternura de su alma
virginal, pero con la carne dormida y sin el aguijón del de-
seo; hoy, ella amaba a La Plaçade, pero aunque la carne vi-
braba, el corazón no participaba en absoluto en la obra del
sexo que la hacía aullar de voluptuosidad.
Arthur respondió:
–¡Está bien, está bien, mi pequeña Lilas, no te
hablaré más de tu nobleza!... ¿Bésame, quieres?
55
Ella se arrojó, golosa, a sus labios, y él murmuró tras
los cálidos besos donde ella daba lo mejor de un tempera-
mento joven y robusto:
–Sin embargo sería muy gentil de tu parte, Lilas, si
en lugar de este apartamento original, pero estrecho, poseyé-
semos un palacete en los Campos Elíseos, con caballos en
nuestras cuadras y coches en nuestras cocheras, y si, en lugar
de tu criada y de mi sirviente para todo, estuviésemos servi-
dos por mayordomos, alimentados por un chef, conducidos
por un cochero inglés!... ¡Joyas para Lilas… Pasta a espuer-
tas!
–¡Muy gentil, en efecto, pero, eso es un sueño!
–¡Un sueño que Le Goëz podría realizar!... ¡Oh! Sin
el menor riesgo para tu virtud… y dejándonos continuar con
nuestros amores.
–No lo entiendo…
–Le Goëz… es un viejo inofensivo… y encanta-
dor…
–¡Ah!
–¡Claro!... ¡Un besugo!... A propósito, ¿Vestris te ha
envido el vestido para la velada?
–No; pero no hay prisa.
–Disculpa, pero eso es urgente, pues quiero que te
pongas bellas esta noche… ¡especialmente bella esta noche!
–¿Para el Sr. Le Goëz? – preguntó desdeñosamente
Lilas.
–¡Para él, y para los demás!
–¿No viene solo?
–No; he invitado a la Templerie, el director de las
Fantasías Parisinas y al doctor Hylas Gédéon.
–¿El doctor Hylas Gédéon? –balbuceó Cloé, con un
movimiento de espanto y horror.
El aristócrata dijo sarcástico:
–Es un médico útil… ¡Muchas mundanas y todas
esas señoritas lo adoran! Y además, es tan divertido, ¡«El
Pobre Ovarista»!
56
–¿Pobre Ovarista?
–Un nombre que se le ha dado en el círculo, a causa
de su especialidad: ¡la extracción de ovarios!... Pero también
se le llama el doctor Mata-mozas!
Tomó su sombrero, se puso el abrigo, un abrigo de
terciopelo negro, y dijo:
–¿Tienes dinero, Lilas?
–Sí, Arthur.
–Yo ya no tengo más, y como voy a dar una vuelto
por el círculo…
–Me quedan veinte luises…
–¡Poca cosa, veinte luises!... Dámelos igualmente
Lilas entregó a Arthur cuatro billetes de cien francos
que introdujo en su cartera.
En el momento de partir, se volvió hacia su amante
y, cruzándose de brazos:
–¿Sabes querida?, ¡esta existencia no puede durar
mucho!... ¡nacido aristócrata, necesito vivir como tal!... ¡De-
bes ayudarme!... ¿Comprendes?... Hace un mes que tengo el
honor de poseerte; he hecho las cosas en grande… Ahora
estás cotizada entre las mujeres más hermosas de París…
¡Estás lanzada!... Dices que me adoras… ¡Ya es hora de que
me lo demuestres!
–Pero… Arthur… ya…
–Sí… sí… ¡eres muy gentil!... ¡muy gentil!...
Y, sin permitir a la inocente amante rebatir su idea
lujuriosa:
–No necesito recomendarte estar bella esta noche; lo
eres siempre... pero, te lo suplico, Lilas, se amable, muy
amable con esos caballeros… sobre todo con Le Goëz… ¡Lo
demás irá por sí solo!... Vamos, querida, ¿un beso?
Ella lo besó y dijo:
–¡Arthur, no me impongas esa humillación!
Él adoptó un aire de contrariedad:
–¿Qué humillación?... ¿Cómo?… Recibo a mis ami-
gos en mi mesa; te ruego que seas simpática con ellos; ¿te
57
halago y te sientes humillada? ¡Realmente, Lilas, no te en-
tiendo!
Cloé inclinaba la cabeza:
–¡Y yo, yo te comprendo demasiado!… por desgra-
cia.
El Sr. de La Plaçade estalló:
–¡Pues bien, tanto mejor! ¡Expliquémonos!... ¡Tu
coche, tu caballo, tus vestidos no están pagados!... ¡Todos
nuestros acreedores nos persiguen!... Benoit, mi criado, y Ju-
lie, tu dama de compañía, reclaman sus sueldos y se vuelven
cada vez más insolentes... ¡El propietario del apartamento
gruñe y amenaza por los dos meses de retraso en el pago!...
Esta mañana he tenido que calmar a mi sastre mientras le
encargaba nuevos pedidos… Pero, todo eso no tiene impor-
tancia... Me falta dinero en el bolsillo… Tengo deudas de
juego… ¡Para un clubman como yo es una vergüenza irre-
mediable!... ¡Supone la desesperación!... Tú puedes salvar-
me, pero puesto que encontrarte con el Sr. Le Goëz, un an-
ciano amigo de tu familia, debe causarte una tan grande
humillación, voy a invitar a esos caballeros a un restaurante.
Y de repente, cambiando de tono, añadió con una
voz llena de sollozos y lágrimas:
–Mi pobre amiga, ¡mejor será que nos separemos!
La joven mujer se arrojó a sus brazos y lo estrechó
hacia ella, como si fuese a perderlo:
–¡No! ¡no! ¡Te lo ruego, Arthur, no me dejes! ¡Mo-
riría!
Con su mano enguantada, él acariciaba su barba de
oro, y mostraba una sonrisa triunfal. Era su oficio ser adora-
do por las mujeres y su orgullo domarlas y servirse de ellas.
–Sí, Lilas, ¡si no eres razonable nos separaremos!
Ella lo devoraba a besos:
–¡Haré todo lo que quieras!... todo… todo… a pesar
de mi vergüenza... ¡a pesar de tu ignominia!... ¡Arthur… ya
no tengo familia, ya no tengo honor, y consiento en vender-
me… en prostituirme por ti!
58
Y mirándolo, exaltada:
–Pero escucha bien, Arthur, si alguna vez me enga-
ñas con otra mujer, me vengaré, ¡oh! Sí, ¡me vengaré!... ¡Me
entrego por completo, y te quiero en exclusividad para mí,
amor mío!
Él la besó, y, lanzando por encima de la cabeza de la
enamorada una mirada al espejo para ver si nada había arru-
gado su traje, regresó al lenguaje trivial empleado una noche
con la vieja Eléonore:
–¡Excita a Le Goëz!... ¡Excítalo!... ¡Excítalo!...
Y salió, enfundado en su frac de cuello de terciope-
lo, con un bastón en la mano y el sombrero calado sobre la
oreja.
La joven mujer, sentada cerca de la ventana, abrió
un libro: siempre, en sus raras horas de aislamiento, ocupaba
su espíritu para alejar los recuerdos.
Aunque Lilas pretendía que la Srta. de Haut-Brion
estuviese muerta, en el fondo de su conciencia quedaba una
pequeña llama dispuesta a reavivarse. También, embotaba su
mente por todos los medios posibles: el teatro, los concier-
tos, el circo, los paseos, los ricos vestidos, y se embriagaba
de su loco amor, un amor carnal donde se mezclaba un in-
menso desdén por el héroe. A veces tenía una grandes ganas
de escupirle su vergüenza al rostro, pero una mirada de Art-
hur la metamorfoseaba y de nuevo se convertía en una es-
clava lujuriosa y sumisa.
Sin embargo, La Plaçade jamás había mostrado tanto
cinismo, y ella permanecía muy turbada.
A las cuatro, Julie, la dama de compañía, anunciaba
a su ama una recadera de la casa Vestris:
–Esta muchacha trae el vestido de la señora…
–¿La señorita Angéla Bouchaud, la costurera?
–Conozco a la Srta. Angéla y no es ella…
–Está bien, hazla entrar…
59
Una gran y bonita morena avanzaba, y, a la vista de
Lilas, permaneció incapaz de hacer un gesto u emitir una pa-
labra.
Cloé tartamudeó, sonrojada:
–¡Annette!... ¡Annette!... ¿Tú?
La hija de los Loizet tuvo un impulso de corazón
–¡Oh! Señorita de Haut-Brion, qué feliz soy de vol-
ver a veros.
–No me llames así, Annette – dijo tristemente la so-
brina del barón Géraud– ahora me llamo Lilas, y tú lo sabes,
puesto que es por ese nombre por el que has preguntado…
Y para cambiar de conversación:
–¿Trabajas ahora con Vestris, Annette?
–Desde hace algunos días… ¡Es toda una historia!...
¿Queréis que os la cuente?
–No hace falta, mi querida amiga… Deja el paquete
en alguna parte… y…
Una nube de tristeza ensombreció a la joven obrera:
–¿Me despedís ya, señorita Cloé?... A mí que tanto
os quiere… que me place tanto presentaros mis respetos y
los de mi familia…
–¡Tu lugar no está aquí, Annette!
Una sonrisa iluminó la fisonomía de la parisina, y,
con esta franqueza que la hacía adorable:
–¡Oh! Sí, ¡ya lo adivino! Os molesta verme en vues-
tra casa, porque ahora os llamáis señorita Lilas… ¿Esa seño-
rita Lilas de la que tanto se habla en el almacén?... Y bien,
¿Qué me importa a mí que hayáis cambiado de nombre y
que seáis, como también se comenta en el almacén, la aman-
te de un apuesto vizconde? ¿Acaso cada uno no es libre en la
vida?... A mis ojos, vos soy siempre la misma persona, ¡una
de Haut-Brion a la que amo y respeto!... Y eso es todo, yo
dejo que los demás hablen…
–¿Y qué dicen… los demás? – interrogó Cloé.
Annette se alzó de hombros:
60
–¡Tonterías! ¡Mentiras!... ¿Queréis probaros vuestro
vestido, señorita? ¡Oh! ¡una obra maestra!... No se hacen
más que obras maestras en la casa Vestris! Solamente los
nudos de los hombros no están cosidos… ¡Están hechos de
una pieza!... Tengo aquí mi hilo, mi dedal, mis agujas…
¿Dónde me pongo, señorita?... ¡No quisiera estorbar!...
Instalada ante la ventana, Annette se puso manos a
la obra, y sus dedos actuaron agiles, al mismo tiempo que su
lengua:
–Antes os decía, señorita, que mi entrada en la casa
Vestris era toda una historia… sí, una historia de buenas per-
sonas… Mi pretendiente tiene una prima «señorita» en la ca-
sa, y, gracias a ella, se me admitió inmediatamente en el ta-
ller de costura… Soy muy feliz allí, pero hay cosas que me
molestan… De entrada, está prohibido cantar… y claro, im-
pedirme cantar es como si se impidiese a un mono hacer
muecas… Me callo durante cinco minutos, y… las canciones
recomienzan y se me pone una multa!... Luego, a la salida de
los almacenes, tenemos un tropel de caballeros detrás de
nuestras faldas… Nos rodean, nos siguen… Algunas los es-
cuchan… ¡yo, los envío a paseo!
–Hablas de tu pretendiente, ¿es que te vas a casar,
Annette?
La costurera mostraba sus dientes blancos en una ri-
sa alegre:
–Sí, señorita, pero no todavía ahora… dentro de tres
años… después del servicio militar de mi pretendiente… Se
llama François Laurier… Un hombre guapo… Un bonito
nombre, y tiene un buen porvenir… Es dorador… Ese oficio
me produce el efecto de un rayo de sol!
En ese momento, una voz femenina se escuchó es-
candalosa en la antesala e hizo estremecer a Cloé.
Esa voz decía a la criada:
–¡No hace falta anunciarme… soy una amiga de la
casa!
61
Y, de repente, la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde
apareció en el umbral de la puerta:
–¿Debo irme? – preguntó en voz baja la costurera a
la amante del vizconde.
–¡No, no, Annette, quédate!
La proxeneta levantó una mirada irónica hacia Cloé,
y, aproximándose, mostró una sonrisa en los labios:
–¡Cuando la montaña no viene a ti, hay que ir a la
montaña!.... ¡Buenos días, mi querida niña!
Ella quería besarla; la Srta. de Haut-Brion retroce-
dió, llena de asco.
–Bueno, bueno, dudáis en besar a mamá, – dijo
sarcástica Olympe – pero pronto me saltaréis al cuello cuan-
do os haya dicho lo que traigo…
–¡Hablad y apresuraos! – ordenó la amante de La
Plaçade.
–¿No me invitáis a sentarme?
–¡Haced lo que creáis oportuno!
–¡Entonces, lo creo oportuno!
Ella había desplegado sus gracias sobre el diván, e,
impertinente, miraba de reojo a la bella costurera; hizo un
movimiento aprobador con la cabeza:
–¡Eh! ¡Eh! muy gustosa, esta morena!... ¿Cómo te
llamas, hija mía?
–Annette Loizet, señora – dijo la hija de Dominique,
deteniendo su tarea.
–¡Annette… nombre encantador!... Me recuerda a
los romances que cantaba cuando era joven!... ¿Y dónde vi-
ves?
–¡No respondas, Annette! – intervino Lilas.
La Sra. de Sainte-Radegonde se divertía:
–¡Ah! ¡lo que le pregunto es por su bien!... Además,
ese paquete responde por ella… El nombre está ahí con to-
das sus letras… Ella trabaja en Vestris… ¡Admirable casa,
Vestris! Iré allí a encargar un vestido, y esta niña vendrá a
62
probármelo ella misma!.... ¿Qué queréis, soy una mujer muy
buena!... ¡Adoro la juventud!
Y a la obrera:
–Déjanos un instante, querida… Tengo que decir a
la Srta. Lilas, a mi amiga, cosas íntimas…
La hija de los Loizet terminaba ya su labor.
Cloé se inclinó al oído de Annette:
–Desconfía de esta mujer… ¡Es un monstruo!
–Y bien – gruñó Annette –que venga a molestarme y
le clavo el alma!
Intercambiaron un beso de hermanas.
Tras la salida de la gran morena, Olympe dijo a Li-
las:
–¿Esa jovencita es una amiga vuestra?
–La hija de antiguos servidores de mi familia… Pe-
ro, supongo que no es de Annettte de quien queréis hablar-
me…
–¡Hum! Valdría la pena que alguien se ocupase de
ella… ¡Es fresca!... ¡Es joven!... ¡Es robusta!... ¡Una bonita
piel!.... Estoy segura que si la muchacha conociese su va-
lor…
–¿Cuál es el objeto de vuestra visita, señora?
–¿Estamos solas?
–Sí… hablad!... Espero invitados…
–No tengáis miedo… Estoy acostumbrada a los ne-
gocios, pero permitidme felicitaros… Habéis elegido un
nombre delicioso y os sienta a rabiar… ¡Lilas!... Ese nombre
evoca la primavera y las fragancias, como toda vuestra ex-
quisita persona!
–¡Al grano, señora!
–¡Ya voy!... Os traigo una gran fortuna… y con la
fortuna, el amor…
–¡No estoy obligada a escucharos!
–¡Me escuchares, señorita!... Soy la portavoz de no-
bles extranjeros de viaje y me resultará fácil negociar entre
vos y el adorador un acercamiento…
63
–¡Salid! – gruñó Cloé– altiva ante Olympe.
La proxeneta se había levantado y dominaba a Lilas
con toda su altura:
–¡Oh! ¡oh! mi pequeña, esos modales os iban cuanto
todavía erais núbil! Pero ahora, ya habéis salido del cas-
carón, gatita, no tenéis el derecho de invocar la virtud!...
¡Sois tan puta como las demás!
–¡Fuera o llamo!
Olympe no se turbó:
–¿A quién? ¿A vuestro chulo, tal vez? Pues bien,
¡que venga vuestro pececillo en levita! ¡No le temo! ¡Le
contaré vuestra aventura al Sr. vizconde! ¡Lo conozco mejor
que vos! ¡Y la Sra. Martignac lo conoce igualmente!... Quiso
embarcarnos en su idea del «Bar-Florido», pero todavía no
nos hemos decidido; y lo tiene claro si espera nuestra pas-
ta…
–¡Mentís! – aulló la Srta. de Haut—Brion – ¡Mentís!
Pero, la Sra. de Sainte-Radegonde se había tranquili-
zado:
–¡De acuerdo, miento! El vizconde de La Plaçace es
un perfecto caballero; pero aunque tiene ideas interesantes…
y nuevas… no tiene el dinero, y vos debeis saberlo… Así
pues, reflexionad, mi bella… No quiero poneros el cuchillo
en la garganta… Vamos, uno de estos días, volveré a buscar
vuestra respuesta…
Ella salió, exclamando en voz alta para ser oída por
los criados:
–¡Gracias, gracias mil veces, querida señora! ¡Mis
pobres os bendecirán!
Cloé iba a cerrar la puerta detrás de la visitante,
cuando se encontró cara a cara con La Plaçade que regresa-
ba.
Él preguntó, alegre:
–¿Era la Sra. de Sainte-Radegonde con lo que acabo
de tener el honor de cruzarme en la antesala?
–Sí, es ella.
64
–¿Qué estaba haciendo aquí?
–¡Debéis desconfiar de ella, señor!
Arthur sonrío en su barba de oro:
–Sí, un poco… ¡Desgraciadamente para ella, tene-
mos a Le Goëz!
A las siete, llegó el banquero del bulevar Saint-
Germain, acompañado del Dr. Hylas Gédéon con el que aca-
baba de encontrarse en la puerta.
Lilas esperaba a sus invitados en el salón, orgullosa
del vestido traído por Annette y tocada como para un baile.
Los dos invitados se adelantaron, vestidos, el uno y
el otro, con smoking negro– el financiero, bajo y ventrudo,
un sosias del barón Géraud, con menos canas – el médico al-
to y enjuto, pelirrojo, la barba recia, la nariz husmeadora, los
ojos emboscados detrás de las gafas de oro, los dientes pun-
tiagudos, y los labios ampliamente abiertos en una sonrisa de
cocodrilo.
–Señor Jacques le Goëz; el Señor doctor Hylas
Gédéon, – presentó el vizconde de La Plaçade.
Pero ya el banquero, gracioso tanto como se lo podía
autorizar su vientre:
–¡Oh! la señora y yo, somos viejos conocidos!
La Srta. de Haut-Brion enrojeció, bajó los ojos,
mientras el vizconde hacía señales de reproche al invitado.
Le Goëz comprendió su indiscreción:
–Cuando digo «viejos conocidos», quiero expresar
que he tenido el honor de saludar a la señora muy a menudo
en el Bois y en el teatro y que estaría encantado de haber si-
do observado por ella….
¡Idiota y ridículo, ese quincuagenario enriquecido
por los azares de tenebrosas especulaciones.
Se apoderó de la mano de Cloé y la llevó a sus la-
bios, al mismo tiempo que lanzaba sobre lo joven mujer sus
gruesas pupilas llameantes de lujuria:
65
–¡Dichoso pícaro, La Plaçade! ¡oh! ¡sí, dichoso píca-
ro!
Lilas respondía al saludo del doctor Gédéon, y el
banquero se acercó al aristócrata:
–¡Oye, querido, te parece que he producido buen
efecto?
La Plaçade le dijo noblemente:
–¡Los hombres de vuestra generación gustan a las
amas!
Se anunció a Víctor La Templerie, el tercer y último
invitado.
Siempre amable y vivo, el director de las Fantasías.-
Parisinas, saludó:
–¡Saludos, señora!... ¡señor Le Goëz! ¡Hola, doc-
tor!... Llego con un poco de retraso, ¿no es así, La Plaça-
de?.... ¡Pido disculpas!.... ¡Acaba de finalizar un ensayo!...
¡Sucio oficio!... ¡Esta vida agota a uno joven! ¡Montones de
cosas que organizar!
–Es cierto, ¡sois un pluriempleado! – dijo Gédéon,
irónico y sarcástico.
–¿Estáis de broma, doctor? ¡Me gustaría veros! ¡Un
regimentó de mujeres a dirigir y de temperamentos diferen-
tes!
La Templerie iba a abordar los detalles íntimos, pero
a un gesto del vizconde, el banquero ofreció su brazo a la an-
fitriona y se pasó al comedor.
En la mesa, Le Goëz se encontraba a la derecha de
Lilas, y, frente a ellos, Arthur deslumbraba, flanqueado del
director del teatro y del médico.
El vizconde preguntó:
–¿Cómo va el negocio, mi querido La Templerie?
–¡Marcha!.... ¡Todas las noches tenemos que dejar a
gente fuera!
–¡Con vuestra innoble pieza! – rugió el doctor –
¡Realmente, el público es absurdo!
66
–¡No tan absurdo! A mi público le gustan las mujer-
citas; y yo se las doy y no ordinarias. Fijaos, dentro de algu-
nos días voy a tener a una estrella que atraerá a todos los vie-
jos verdes de Paris.
–¿Blanche Latour? – interrogó La Plaçade.
–¡Mejor! ¡Mucho mejor!... ¡Todo un hallazgo!...
Una moza de trece o catorce años que debutará en mi nueva
obra: El Triunfo de Vénus.
–¿Una cantante?
–No.
–¿Una bailarina?
–¡Tampoco!... Una simple vendedora que jamás ha
puesto los pies en un teatro… Pero… ¡es secreto profesio-
nal!... No tengo el derecho de decir más… Blanche Latour
representara a Cupido, y tengo una bonita muchacha, Mat-
hilde Romain, para el rol de Vénus… un buen par de…
¡Hum!
La Plaçace hizo desviar la conversación hacia la
clínica del doctor Gédéon, y el médico, celebrando su labor,
expresó su lamento por tener que compartir los beneficios
con unos colegas, ¡unos asnos que no sabían abrir vientres!
Felizmente tenía un ayudante de laboratorio, todo un
tipo, Horace Dejoux, llamado el Microbio.
A cada instante, Le Goëz se acercaba a Cloé y le
deslizaba palabras de amor; la Srta. de Haut-Brion, sumida
en sus pensamientos, no lo escuchaba, limitándose a recha-
zar la pierna del viejo y a evitar el menor contacto.
A Lilas le daba la impresión de que su amante segu-
ía con interés las maniobras del banquero; fue presa de un
gran rencor, y dijo secamente:
–¡Alejaos señor!… ¡Me estáis molestando!... ¡Me
echáis el aliento en pleno rostro!
Bajo la benevolente mirada del vizconde, y mientras
el director de teatro y el médico proseguían su discusión,
Jacques murmuró:
67
–¡Sois adorable, exquisita!... ¡Me gustáis!... ¿Me en-
cantáis y no desdeñaréis, verdad, satisfacer los deseos de
vuestro servidor?
La Srta. de Haut-Brion iba a responder con brutali-
dad, pero pensó en Arthur, ¡en Arthur que amenazaba con
dejarla! Ella lo vio desgraciado, arruinado, y la piedad se so-
brepuso el asco.
–Ya veremos, señor – dijo ella – pero de momento
calmaos… Se nos observa…
El doctor Hylas y la Templerie estaban demasiado
ocupados en discutir para seguir la aventura de sus vecinos,
a los cuales Plaçade dejaba campo libre; Gédéon tenía púdi-
cas revueltas, acerca de las historias que le narraba al empre-
sario sobre su teatro… Se habían prohibido exhibiciones
menos inmundas – la de una princesa en los Folies Bergère,
y el Prefecto de policía debía precintar las Fantasías-
Parisinas!
Victor la Templerie se levantó:
–¡En cualquier caso, antes de precintar mi teatro
habría que precintar vuestra clínica!
–Mi clínica nada tiene que ver con vuestro lupanar,
¡señor director para todo! – gruñó Gédéon.
Y el director:
–Todo lo que pasa en mi casa, sucede a plena luz…
mientras que en vuestra… carnicería…
El médico especialista – el hombre al que se le lla-
maba en el club, el Pobre Ovarista – y entre las putas y en el
pueblo, el doctor Muerte-mozas, – estaba bebiendo; el
champán no pasó y le subió a las narices. Sofocado, tosien-
do, escupiendo, dejó su copa sobre la mesa:
–¡Retirad ahora mismo la palabra «carnicería», caba-
llero! ¡Os exijo que la retiréis!
–¡Y vos retirad «lupanar»!
–¡Jamás!... ¿Acaso no es un auténtico lupanar el es-
tablecimiento que tiene por socia a la más grande proxeneta
de Francia, Olympe de Sainte-Radegonde?
68
–¿No es una auténtica carnicería, vuestra clínica de
la calle de los Mathurins, donde, todo el día, se examinan
carnes, donde se palpan tripas, donde se abren vientres para
volverlos a coserlos como viejas cacerolas?... ¿Es que no es
una carnicería… fúnebre, vuestra casa de partos y convale-
cencias, en Saint-Mandé?
Le Goëz intervino:
–¡Caballeros, caballeros, hay una dama!
–Le Goëz tiene razón, – dijo el doctor Hylas – ¡De-
tengamos, señor, esta discusión estéril!
Pero, la Templerie no quería perder, y dijo riendo:
–Es a vuestros clientes, doctor… Pobre Ovarista, a
quienes convendría aplicar ese adjetivo… ¡estéril!
–¡Sí, sí, haced chanzas! ¡Bromead! ¡Bromead! Eso
no va impedir que casi todas vuestras señoritas de las Fan-
tasías-Parisinas pasen por mi clínica, para sus grandes y pe-
queños asuntillos, y no creo que tengan nada de que quejar-
se!
–Está claro, querido doctor, que sois un bienhechor
de la humanidad… Pero, confesad que no ayudáis mucho a
la repoblación de Francia!
–¡Hay bastante desgracia!
–¿Y vos habéis quitado recientemente los ovarios a
Blanche Latour?
–Lo reconozco, y añadiría que la operación ha sido
soberbia y que la Srta. Latour no ha tenido nunca mejor as-
pecto!
–¡Esa no es mi opinión!... En fin, vos sois un ovaris-
ta, y actuáis como tal!
Mientras se producía este diálogo, el vizconde de La
Plaçade, apoyado sobre la espaldera de su silla, miraba a
Cloé y a La Goëz quiénes, ahora, parecían entenderse muy
bien.
Lilas se volvió hacia su amante:
–¿Has ordenado a Benoit que sirviese el café en el
salón, Arthur?
69
–Benoit ha salido.
–¡Ah!
–Sí, su padre se está muriendo y no he podido negar-
le que fuese a acompañarle… No regresará hasta mañana por
la mañana…
Invitados y anfitriones regresaron al salón de honor,
y casi de inmediato Julie, la criada, apareció, trayendo la ca-
fetera sobre una bandeja de plata.
Caminaba lentamente, se arrastraba, parecía que
apenas se podía sostener, y era lúgubre el rostro, de ordina-
rio, despierto de la morena sirvienta.
Cloé observó esa actitud:
–¿Qué te pasa, Julie? ¿Te encuentras mal?
La criada, gimió:
–¡Oh! sí, señora… ¡muy enferma!
El doctor se acercó a la criada; Julie retrocedió, es-
pantada:
–¡No! ¡no! señor! ¡Vos no!... ¡Vos no! ¡Solo es la
cabeza lo que me duele!
Desapareció, y la anfitriona de la casa sirvió el café
a sus invitados.
La Srta. de Haut-Brion educada en el Sagrado Co-
razón de Beauvais, poseía un verdadero talento de pianista;
también cantaba estupendamente, tocaba el harpa y el
violón, y supuso para los invitados una maravilla escucharla.
Le Goëz daba bravos.
–Ein, Le Templerie, – dijo él – ¿y si tuvieseis can-
tantes semejantes para vuestro teatro?
Muy galantemente, el pequeño hombre observó:
–Tendré al menos una si la señora se dignase a es-
tampar su firma en un contrato…. Siempre llevo uno «en
blanco» en mi bolsillo…
–¡Vamos! – exclamó el banquero del bulevar Saint-
Germain – ¿estáis de broma, querido director? ¿Queréis
hacerme reír?... ¡No! ¡no! ¡La admirable Lilas no es para
vos!
70
Y, muy bajo, amorosamente, a Cloé:
–Ella es para mí, ¿no es así, querida?
Ante ese cinismo, Cloé tuvo la idea de abofetear a
ese hombre ávido de su carne, pero una mirada de La Plaça-
de le hizo bajar los ojos y debió someterse y escuchar aún
las proposiciones de amor y fortuna.
Jacques Le Goëz consultaba su reloj, un cronómetro
precioso:
–¡Ya es medianoche! Caramba, uno no se aburre en
vuestra casa, La Plaçade!... Pero, el Cosmopolitan me espe-
ra… Me gustaría recuperar un poco de mis últimas pérdi-
das…
Gédéon y La Templerie se habían retirado.
Le Goëz preguntó, intercambiando una mirada con
el aristócrata:
–¿Me acompañáis al círculo, la Plaçade?
–¡Claro que sí, querido, me apetece mucho!
Cloé se atrevió a un reproche:
–¿Cómo? ¿Me dejas, Arthur?
El vizconde la besó en la frente:
–Sí, querida… ¡Oh! ¡Solamente una hora!... ¡Calien-
ta la cama!
Partieron, y cuando la Srta. de Haut-Brion escuchó
la puerta cochera cerrarse y un cupé rodar por la calle de
Atenas, emitió un suspiro de liberación…
¡No! ¡No! El amante no era tan innoble como ella
había imaginado…
Arthur no quería venderla; ¡él todavía la amaba,
siempre la amaría!
Tomó un ramo de lilas blancas en una jardinera de
Sevres y se puso a respirar su perfume, tanto para expulsar el
olor del viejo hombre como para tener la ilusión de su pri-
mavera tan rápidamente secuestrada.
Entró en su habitación con las lilas en la mano.
Julie la esperaba, ofuscada sobre un sofá, y dispuesta
a continuar el rol impuesto por el vizconde.
71
–¿Todavía sufres mi pobre Julie? – le dijo Lilas, con
benevolencia.
–¡Oh! sí, señora! – gimió lamentablemente la dama
de compañía.
–No tenías porque permanecer despierta… Sabes
bien que me desvisto sola muy a menudo…. Ve a descansar,
hija mía… ¡Mañana, estarás curada!
La criada se lo agradeció y salió, con un pañuelo en
los labios, disimulando una risa maliciosa.
Lilas comenzaba a desvestirse. Quitó su vestido y se
encontró en corsé de satén rojo y en ropa interior de negros
encajes; pronto, corsé y enaguas cayeron a su vez, y la ex
virgen del arroyo, en camisa de fina batista, con las piernas
embutidas en medias de seda rosa, los brazos desnudos, la
garganta descubierta, se acercó a un espejo, y, a la luz de las
lámparas eléctricas, brillando a cada lado del marco, proce-
dió a su higiene íntima. Los rubios cabellos, desprendidos de
sus broches, cayeron sobre los hombros; con un gesto gra-
cioso, los elevó sobre la nuca y pichó la lila adorada del viz-
conde; por fin, se dejó deslizar la camisa a lo largo del cuer-
po, y la Srta. de Haut-Brion se mostró en la plena desnudez
rosa y blanca de sus dieciocho años.
Entones, antes de envolverse en el vestido nocturno,
se miró y sonrió a todos sus tesoros de juventud y de amor
que iban a palpitar bajo los besos del aristócrata.
De repente, un gemido, una respiración jadeante, un
estertor de deseo, se exhaló en la estancia contigua.
La amante de Arthur emitió un grito y, volviéndose,
vio a Jacques le Goëz, de pie en el umbral del cuarto de ba-
ño; estaba, él también, en camisa, pero, grotesco, la papada
hinchada, el rostro rojo, las piernas velludas y, para mezclar
la injuria al ridículo, tenía entre sus manos un fajo de bille-
tes, y agitaba esas pequeñas banderas azules con aires de ser
todopoderoso:
–¡Hola, Lilas! ¡Hola, bella mía!... ¡Admirad la sor-
presa!... ¡Vaya! ¡vaya! ¡vaya!... Imaginaos que sois Danae y
72
que yo soy Júpiter, y que caigo sobre vos como una lluvia de
oro!... ¡Nada más fácil que transformar el papel en metal!...
¡Los billetes azules! ¡Los bonitos billetes!... ¡Hay centena-
res!... ¡Y de gran tamaño!... ¡Los azules! ¡los azules! ¡los
bonitos azules! ¡Aquí están, señorita!... ¡Y habrá más, aún!...
¡Siempre los habrá!...
Y siempre alardeando, lanzaba papeles a través de la
habitación que volaban, se agitaban, revoloteaban, tales co-
mo mariposas azules, y caían aquí y allá, un poco por todas
partes, sobre los muebles y sobre la alfombra:
–¡Azules! ¡azules! ¡bonitos azules!
Cloé, al principio furiosa, había retrocedido hacia su
cama, y, ahora casi se divertía y, a su pesar, se reía a la vista
de ese fantoche de piernas peludas, rostro congestionado de
lujuria y un vientre tan grueso que tensaba la camisa como
una vela.
Él seguía lanzando papeles:
–¡Azules! ¡Azules! ¡Hermosos azules!
Luego, abrió sus manos libres a la adorada y, vaci-
lando sobre el rico montón disperso:
–¿Ven aquí, Lilas?
–¡No, señor Le Goëz, no esta noche!
–¡Cosa prometida, cosa debida, señorita!... Y, ¿por
qué no esta noche?
–Arthur puede regresar de un momento a otro…
–¡Ah! bien, sí, Arthur!... Todo está arreglado… No
regresará por la noche, ni Benoit tampoco… ¡En cuanto a
Julie, vuestra criada, por cinco luises le hemos dado una mi-
graña!
–¿Así pues, el Sr. de La Plaçade me ha vendido al
Sr. Le Goëz? – dijo ella, trágica.
–¿Vendida? ¡Oh! ¡Qué espantosa palabra!...
Ella se recuperaba:
–¡Sí, vendida!... ¡Es un miserable, y vos sois un cer-
do!... ¡Marchaos! ¡Me producís horror! ¡Marchaos! ¡Mar-
chaos, y recoged vuestros sucios papeles!.... ¡Salid, puerco!
73
–Está bien – dijo Le Goëz – me visto y me voy!...
Arthur está al borde de la ruina, y ambos os pudriréis en la
miseria!... ¡Vuestro Arthur está investigado y acabará en el
correccional de la policía!
La Srta. de Haut-Brion hubiese podido soportar la
miseria, pero ella amaba, adoraba a Arthur, a pesar de la ig-
nominia del aristócrata y no quería verle caer y hundirse.
¿Qué podía esperar del mundo, después de la histo-
ria del castillo de Esbly y la injusta acusación de Lionel?
¿Dónde estaban sus protectores, aparte del amante? Los Loi-
zet, Annette, Dominique, Marie, el tío Jean, toda esa brava y
decente familia, no se atrevía a volver a verla!
Dispuesta a la venta de su cuerpo, al doloroso sacri-
ficio, apagó las luces, con la esperanza de que las sombras
mitigasen un poco su asco al contacto de la caricatura huma-
na…
Esa noche, Le Goëz poseyó a la Srta. de Haut-Brion,
pero si el viejo sentía reanimarse su calor vital, la joven
permanecía inerte, con los labios fríos y el sexo muerto.
Tras horas de insomnio, al amanecer, viendo a su la-
do al banquero dormido, pálido, roto, sumido en el abandono
de un grueso animal saciado, ella dominó una nausea; y, una
vez que el hombre se hubo ido, abrió la ventana para expul-
sar las miasmas, retiró las sábanas de la cama y las fundas
de la almohada, las sustituyó por otras y vertió perfumes.
A continuación, lavada, enjabonada, frotada y con-
servando aún, por desgracia, el olor del viejo, se volvió a
acostar, no sin haber amontonado con una escoba, como se
hace con las basuras, los billetes de banco.
A las ocho de la mañana, regresó el vizconde; Lilas,
sentada sobre la cama, observaba al chulo en levita, y las
lágrimas discurrían a lo largo de sus mejillas.
Él se excusaba, gracioso. Una partida magnífica en
el círculo: Había estado en racha, y el oro sonaba en sus bol-
sillos.
74
–Ahí tienes – dijo ella, mostrando el montón de bi-
lletes azules, – Eso es lo que he ganado yo… ¡Recógelo y
vete!
Pero, un rayo de sol que entraba por la ventana
abierta, iluminó el rostro del hombre; y, bajo las luces dora-
das, le pareció tan guapo y deseable que todas las ignominias
se esfumaron:
–¡Ven, Arthur, amémonos y olvidemos lo demás!
La Plaçade ordenó tranquilamente los billetes azules
en un cajón, y, desvestido, se metió en la cama, junto a su
amante.
Él dijo:
–Soy muy gentil… He encontrado a Perrotin en el
círculo, y no le he contado nuestra relación… a causa de tu
tío Géraud… ¡Ese Perrotin es un charlatán!
Ella murmuró a través de sus lágrimas:
–Si mi tío sabe la verdad, usará sus derechos de tutor
y me obligará a volver con él, o me hará encerrar en un con-
vento… ¿El convento? Me resignaría a ello, pero… ¡prefe-
riría morir a vivir con el tío!
–¡Yo te defenderé! – concluyó el asesino de Gabrie-
lle Bouvreuil.
Precipitada desde las alturas de su sueño de amor
con Lionel en el comercio galante de un miserable, sin noti-
cias del la Sra. de Esbly, sin esperanza en el futuro, la Srta.
de Haut-Brion se sometió al viejo Le Goëz, no atreviéndose
a romper la cadena que la ataba a La Plaçade, y solo, el ros-
tro de Annete Loizet – de esa flor de París– venía a arrojar
un brillo sobre su pesadilla de vergüenzas y dolores.
75
IV
ARQUITECTURAS CONYUGALES
Esperando edificar una catedral, el arquitecto
Honoré Perrotin se ocupaba sobre todo de la arquitectura de
su patrimonio, y Nona-Coelsia lo ayudaba en ello con los
despojos del barón Tiburce Géraud.
La pareja vivía ahora en un palacete de la avenida
Malaquías, muy cerca del de la víctima, y en esa residencia –
regalo del barón a su amante – el arquitecto acumulaba obras
de arte; allí recibía a pintores, escultores, y después de
haberles robado sus trabajos, los remataba, al ruido de la or-
questa, en unas partidas de bacarrá.
Para explicar sus riquezas fingía ser el hombre más
ocupado de la ciudad, se encerraba en su taller, en medio de
planos, escuadras y compases, y su esposa, de vez en cuan-
do, iba a reunirse con él para discutir las secretas tareas.
Tiburce estaba celoso y la Sra. Perrotin excitaba la
manía del viejo a fin de reactivar su amor. Sabiéndose espia-
da, ella hacía salidas misteriosas, enviaba a Tiburce cartas
anónimas – y se mostraba cada vez más bella a los ojos del
idólatra amante.
Desde luego, Géraud no olvidaba a Cloé de Haut-
Brion, pero desconocía la retirada de su sobrina al castillo de
Esbly, y, gracias a La Plaçade, ignoraba aún su presencia en
el picadero de la calle Atenas.
Nona le reprochaba su humor celoso:
–¡Tiburce, sois más exigente que el bravo Honoré!
Veamos, ¿es que os apellidáis Perrotin? … ¿Acaso sois mi
marido?
Él se iba con la rabia en el corazón, jurando que todo
estaba roto entre él y su amante; pero, por la noche, la veía
en sueños en toda su deslumbrante belleza, semejante a la
76
Gioconda, a la inmortal Mona Lisa de Leonardo da Vinci, a
la Esfinge cuya mirada, según Théophile Gautier, «promete
voluptuosidades desconocidas»… cuyas penumbras «ocultan
secretos prohibidos a los profanos»; él la veía embrujadora y
divina, cortejada por otro, y llegaba a su casa, muy humilde;
Nona-Coelsia aprovechaba la circunstancia para arrancar al
viejo un cheque de la banca Le Goëz, o una joya maravillo-
sa, y, lo más a menudo, un lote de terrenos para edificar ca-
sas de relaciones.
El Sr. y la Sra. Perrotin mantenían así, según decían,
«el fuego sagrado de Géraud».
En las disputas amorosas, el arquitecto representaba
con extraordinaria maestría su rol de marido complaciente:
permanecía siendo el amigo íntimo del barón. Cuando
Géraud no hacía lo que debía, según sus planes, había una
manera de hacerle entender, y que no alterase en nada su
dignidad marital.
Ahora bien, ese día, Honoré y su esposa charlaban
amistosamente en el dormitorio de la Sra. Perrotin. Ella, bo-
nita, voluptuosa, en vestido de muselina de Indias abrochado
con flores; él, serio, en frac, y listo para salir.
La italiana observó:
–Amigo mío, acabarás por hacerme ir demasiado le-
jos, y entonces…
–¿Entonces… qué?... – sonrió el arquitecto.
–¡Géraud se cansará!
En lugar de responder, Honoré mostró el reloj de
péndulo:
–¿Ves qué hora es, Coelsia?
–Sí, las dos y cuarto.
–¡Pues bien, apuesto que antes de media hora, nues-
tro hombre estará aquí!
–¡Cómo lo conoces!
–¡De maravilla! Va a entrar furioso… Esta mañana
ha recibido una carta anónima en la cual «un amigo» le in-
forma que yo vigilo mis construcciones en Pourville y que tu
77
aprovecharás mi ausencia para recibir a tu amante, ¡y qué
amante! El hombre más irresistible de Paris… ¡el vizconde
de La Plaçade!
–¿El amante de la vieja Le Goëz?
–¡Precisamente!... No podía hacer mejor elección…
El barón lo conoce. Él lo invitaba antaño a sus bailes; se lo
encuentra en el circulo y sabe que es un hombre de los más
peligrosos.
Y, oprimiendo un timbre eléctrico:
–¡Ah! ¡olvidaba una pequeña formalidad!
Apretó el botón de llamada y ordenó a un mayordo-
mo que entraba:
–Si el Sr. barón Tiburce Géraud se presenta en casa,
le dirás que estoy de viaje y que la señora no puede recibirle
por una indisposición.
Una vez que el criado se fue, el arquitecto se frotó
las manos alegremente:
–¡Géraud violará la orden… y nosotros daremos el
gran golpe!
–¿Cómo?... ¿Quieres quedarte?... ¿No sales?
–¡Jamás!
–Estorbarás enormemente… para… la reconcilia-
ción…
Perrotin prorrumpió en una risa bestial:
–¡Oh!...¡estaré allí… sin estarlo!... Cuando entre el
viejo, me ocultaré en el cuarto de baño. ¿El fin bien vale los
medios!... Además, me gusta que seáis, el uno y el otro, ra-
zonables!... Necesito dinero para la construcción de un tea-
tro… La Templerie, nuestro socio y futuro director, se impa-
cienta… Tú pedirás al barón un cheque de doscientos mil
francos…
–¡Me parece que eso es mucho, Honoré!
–¡Eso no es más que el preludio, Coelsia! Tenemos
que renovar nuestra cuadra. Zadig ha caído cojo, y nuestros
alazanos comienzan a envejecer…
–¡Eso es cierto!
78
–El mobiliario del gran salón ya no es adecuado, de-
bemos cambiarlo…
–¡Tienes razón!
–Por los caballos y el mobiliario… cuarenta mil…
¿Eso es demasiado?
–¡Oh! ¡no, desde luego!
–Además, deseo unos treinta mil para los decorado-
res de la villa de Pourville… De eso me encargo yo; le haré
el «timo del Téniers»
–¡No morderá el anzuelo!
–Desde el momento en que tus bellos ojos están en
juego, ¡morderá! Resumiendo: El viejo llega, furioso; se le
niega la entrada; su cólera aumenta al mismo tiempo que sus
celos. Te hace una escena espantosa a propósito de La Pla-
çade… Naturalmente tú lo niegas, pero de modo que le dejes
entrever que le engañas… Yo me muevo y agito en el cuarto
de baño… Tiro un mueble… Géraud salta creyendo sor-
prender a su rival y… me encuentra… ¡Escena perfecta!
Nona-Coelsia se regocijaba:
–¡Ah! ¡Qué grande eres, Perrotin!
Pero, el arquitecto, sin atender a elogios, prosiguió:
–Yo no he visto nada, no he escuchado nada, y entro
con la mano abierta, la sonrisa en los labios, y mi Téniers
bajo el brazo… Le endilgo la obra… y, como tengo mucha
prisa, os dejo… ¡Tus grandes ojos negros harán el resto!... Si
todo va bien, muy bien, le cantarás la cantinela… del testa-
mento…
–Ya se la he cantado… No me atrevo a insistir…
–¡Te atreverás!
–Honoré, un testamento no nos serviría de nada
hoy… El barón tiene una salud de hierro; puede vivir años
aún…
–Hazle escribir y firmar a toda costa sus últimas vo-
luntades… Luego, ya veremos…
Él esbozaba un gesto de terrible amenaza.
Ella lo miró, espantada:
79
–¿De verdad?... ¿Llegarías… al crimen?... ¡Oh!
Honoré… ¡jamás!
El arquitecto se alzó de hombros y mostró unas
muecas obscenas:
–Mujer, no me has comprendido… Te explicaré el
misterio uno de estos días…
Un gran ruido subía del hall, y los esposos escucha-
ron la voz atronadora del barón, mezclada con la de los cria-
dos. Perrotin entró en el cuarto de baño.
Abajo, la discusión iba subiendo de tono:
–¡Repito al señor barón que la señora ha prohibido
llamar a su puerta!
–¡No a mí!
–¡A todo el mundo!
–¡Me da igual! ¡Quiero verla! ¡Dejadme pasar!
–¡Lamento verme obligado a decir al señor barón
que no pasará!
–¡Cretino!–aullaba Géraud – ¡se os paga para men-
tir! ¡Vamos, sitio!
Se produjeron unos empellones, y, pronto, unos gol-
pes redoblados vibraron en la puerta de la habitación nup-
cial.
–¡Abrid, señora, soy yo! ¡El barón!
Nona-Coelsia pasó la llave introducida en el cerrojo
y Tiburce entró como una tormenta. Tenía el rostro desenca-
jado, los ojos casi fuera de las órbitas, y el temblor nervioso
que lo sacudía, le impidió, un instante, articular la menor pa-
labra.
Finalmente, dijo:
–¡Muy bonito, señora, que no me permitáis recibir-
me!
Ella respondió, simulando estar muy turbada:
–No os esperaba, amigo mío… sin que…
–¡Sí, sí… lo adivino!.... ¡Él está aquí!... ¡Lo habéis
hecho huir por las escaleras de servicio!
La Sra. Perrotin le arrojó, altiva:
80
–¡Estáis borracho o loco!... Señor, retiraos…
–¡Yo no me emborracho nunca! ¿Loco?... Sí, ¡estoy
loco de rabia contra vos!
–¿Y por qué?
–¿Os atrevéis a preguntármelo?... Pues bien, es por-
que me engañáis sin vergüenza… ¡porque tenéis un amante!
Ella esbozó un gesto de negación que hubiese sido la
envidia de la más hábil actriz.
El viejo se exaltó más:
–¡Es inútil negarlo!.... ¡Inútil!... Sí, señora, ¡tenéis un
amante!... ¡Yo lo conozco!... ¡Es el vizconde de La Plaça-
de!... ¡Un caballero que ama el lujo y se hace mantener por
las mujeres!... Ahí es probablemente donde acaban las
enormes sumas que os entrego… ¡Es propio de él!
Y, la italiana, temblorosa:
–Amigo mío, os juro…
–¡Sí, señora, sumas enormes!... ¿Sabéis lo que me
costáis… solamente, desde de mi enfermedad?... ¡Trescien-
tos mil francos puestos a vuestro nombre en el banco de Le
Goëz!.... Cuatrocientos mil francos de terrenos en Dieppe,
Pourville y otros lugares… Vuestro palacete, vuestro modis-
ta… vuestro costurero… En total un millón, ¡la sexta parte
de mi fortuna!... ¡Y para un La Plaçade!... ¡para un chulo!...
¡Maldita sea!... ¡Tengo ganas de destrozar todo aquí!...
¡Tengo derecho!... ¡He pagado todo!
Nona-Coelsia juntaba las manos:
–Os lo suplico, barón, escuchadme… No me juzgu-
éis sin escucharme.
–¡Engañad a otros, señora!
Y, avanzando hacia su amante:
–¡Arrastrada, tengo unas ganas locas de estrangula-
ros!
En ese momento, se produjo un estrépito en el cuarto
de baño, y la escena sobrepasó en comicidad la expectativa
del arquitecto.
Tiburce saltó hasta la puerta aullando:
81
–¡Está ahí vuestro chulo!.... ¡Está ahí!
Fingiendo estar horrorizada, ella le cortó el paso:
–¡No entraréis ahí, señor barón!... ¡Solo mi marido
tiene ese derecho!
–Pero este es un chulo de otro género distinto al de
vuestro marido!
Decididamente, la aventura iba alcanzando extremos
insospechados, y Perrotin creyó que era hora de intervenir.
Abrió la puerta, y, en chaleco de verano, con el
sombrero en la mano, con un cuadro de pequeñas dimensio-
nes bajo el brazo, dijo:
–¡Vaya! ¡El barón! ¿Cómo os encontráis? ¡Precisa-
mente, tengo que hablaros de negocios!
La rabia del barón se transmutó en una alegre estu-
pefacción, con un temor por la palabra «chulo» que acababa
de pronunciar dirigida al marido:
–¿Habéis escuchado? ¿Estabais ahí, Perrotin?
El arquitecto adoptó un aire de sorpresa:
–¿Escuchado, lo qué?... Acabo de llegar ahora mis-
mo por la escalera de servicio… Solo he escuchado una pa-
labra, la palabra «empresario»4…
–¿No habéis ido a Pourville?
–No era necesario ese viaje. Los trabajos marchan
admirablemente sin mí… He salido, hace media hora para
adquirir, en casa del marchante de cuadros, esta maravilla!...
Voy a mostraos esto….
–Gracias… No…
Pero, el otro insistía:
–¡Sí! ¡sí! ¡Es un Téniers! No «El Joven»… «El Vie-
jo»… ¡Está datado en 1614!
El viejo respiraba ya tranquilo, y parecía salir de un
mal sueño. ¡Lo habían engañado! ¡Coelsia era inocente!... El
vizconde Arthur de La Plaçade jamás había sido el amante
de la bella, y con sus celos y comportamientos, se veía injus-
4 Chulo (souteneur) Empresario (entrepreneur). (Nota del T.)
82
to y ridículo... Un poco más, y a pesar de la presencia del
marido, se hubiese arrojado de rodillas ante la mujer, tal era
su arrepentimiento.
Perrotin desembalaba el cuadro, envuelto en una
sarga verde y lo ponía a la luz sobre un sofá:
–¡Mirad y admirad, mi querido barón! ¿Habéis visto
nunca algo tan maravilloso?
Géraud inclinó la cabeza:
–¿Y… vos habéis comprado… esta antigualla?
–Coelsia lo quería desde hacía varios días.
–¿Cuánto?
–¡Oh! ¡Una ganga! ¡Una ocasión única!... Veinte
mil…
–¡Es una locura… una auténtica locura!
–Estáis equivocado… Por añadidura, yo no comulgo
con los gustos de Coelsia, y, pronto, para pagar la obra, reti-
raré dinero del banco de Le Goëz…
Tiburce sabía lo que eso quería decir, y exhaló un
suspiró de resignación:
–¿Entonces, este es el negocio del que deseabais
hablarme?
–¡Oh! ¡no! Se trata del Teatro-Modelo que funda-
mos… La cosa está que arde… Los planos están hechos…
¡Cientos de miles de francos a ganar todos los años!... La
Templerie me ha citado en las Fantasias-Parisinas… Os dejo
con Coelsia; ella os dirá todo… ¡Hasta luego, barón! ¡Hasta
pronto!...
Y salió, alegre.
El viejo, de pie cerca de su amante, farfullaba:
–¿Tú me quieres, Coelsia?... ¿Aún me quieres, amor
mío?
La Sra. Perrotin se dejó caer sobre un canapé y rom-
pió a llorar:
–¡Tiburce! ¡oh! amigo mío, me habéis hecho mucho
daño!
83
De rodillas, el barón, realmente desolado, trataba de
consolarla; la encontraba grande, sublime por perdonarle su
celos idiotas… Jamás recomenzaría tal escándalo!... Ahora
podrían decirle todo lo que quisieran de su bella Colesia, y
escribirle cartas anónimas, que él jamás lo creería.
Había tomado el pañuelo de Nona y secaba dulce-
mente los ojos de su amante.
¡Oh! ¡cuánto prefería la legítima indignación de an-
tes a esas lágrimas, a esas gruesas lágrimas que él secaba
con la batista perfumada! Él solicitaba, imploraba una sonri-
sa, y cuando, tras unos gemidos, llegó esa sonrisa, el barón
Tiburce Géraud estaba dispuesto a todas las generosidades, a
todos los sacrificios. Nada sería demasiado caro para hacerse
perdonar y, ante la enormidad de la suma solicitada por su
amante, él no dudó… Prometió los doscientos mil francos
para el Teatro Modelo, firmó unos cheques para la adquisi-
ción de caballos y mobiliario, y , en vena de prodigalidades,
decidió pagar el Téniers, a fin de que el saldo de la bella no
disminuyese en el banco de Le Goëz.
Ese día la joven mujer habría podido, sin duda, ob-
tener de su viejo enamorado un testamento a su favor, pero
se acordó de los gestos y las palabras de Honoré y tuvo
miedo.
Nona-Coelsia quería explotar a Géraud, e incluso
despojarlo; ella no lo amaba, jamás lo había amado, conside-
raba al barón como un gran saco de oro que su marido y ella
vaciarían a la larga; detestaba el carácter brutal del viejo y
tenía otros objetivos de amor, pero la idea de desembarazar-
se de Tiburce mediante un crimen, le revolvía las entrañas…
El barón abandonó la casa de su amante con el co-
razón desbordante de alegría, pues la italiana nunca se había
mostrado con él tan encantadora y voluptuosa.
A partir de ese día, el ménage a trois continúo más
íntimo.
Sin embargo, el Sr. y la Sra. Perrotin no vivían sin
alarmas, y temían un encuentro del barón con su sobrina.
84
¡Oh! esta Cloé levantándose siempre entre él y los
millones, ¡cómo la odiaba Perrotin! ¡Ah! ¡Si un día la tuvie-
se entre sus manos, no la dejaría como esos imbéciles de
Romanel y Lassagne! Pero hete aquí que el arquitecto no era
hombre a actuar por sí mismo, y tomar nuevos cómplices le
parecía demasiado peligroso.
Desde hacía bastante tiempo, Honoré no había vuel-
to a ver a la Sra. Michon, la hostelera del pasaje Tivoli.
Una mañana ella se presentó. El arquitecto la recibió
en su taller, en el fondo del patio, entre las cuadras y las co-
cheras.
Valerie caminaba, resplandeciente en un vestido de
seda rubí, tocada con un sombrero de terciopelo azul celeste,
lo que la hacía parecerse, con su nariz curvada de ave de
presa, a uno de esas loros venidos de tierras tropicales.
Ejecutó su más bella reverencia y tendió a Honoré
una mano cubierta de sortijas que el arquitecto tomó sin en-
tusiasmo.
–¿Ya no se os ve nunca, caballero?... ¿Es que ya no
nos necesitáis?
–¡No! – dijo secamente Perrotin.
–Eso se comprende, tras el fiasco de la rubia, pero
no fue nuestra culpa, señor Perrotin... Venía a saludaros y a
daros noticias de mi pequeña Jeanne… a la que vos visteis
una noche en el Bol de Oro… ¡Es muy gentil, la Cría-
Reseda!... ¡Va a ser actriz y será un gran honor para mí que
yo la haya educado!
Él la empujaba hacia la puerta, y, dispuesta a salir,
ella dijo sarcástica y untuosa:
–¡Ah! por cierto, señor, ¿no sabéis?...
–¡No quiero saber nada!
–¡Sí, sí! Os lo aseguro, me lo agradeceréis… ¡Esto
es muy divertido!... He encontrado, hace un mes, a la ru-
bia… a la Srta. de Haut-Brion… en el bosque de Senlis, y
luego, la he vuelto a ver ayer en Paris, en un bello coche…
Me he informado, y ¿sabéis de lo que me he enterado?
85
–¡Me da igual!
–¡He sabido que se llama Lilas… y que es la amante
de un vizconde!... ¿Una Haut-Brion, casquivana?... ¡Esta sí
que es buena!... Habrá que contárselo al bueno del Sr.
Géraud… Tal vez a él le interese más que a vos, señor.
Honoré se plantó delante de la hostelera:
–Os lo prohíbo, Valerie, ¿entendéis? ¡Os prohíbo
hablar de Cloé a su tío!
La Michon vio que había tocado la tecla justa, pero
ya Perrotin, lamentando su reacción, afectaba una gran cal-
ma:
–Esa joven ha caído en el arroyo… El barón lo sabe;
está desolado y sería ocasionarle una verdadera pena hablar-
le de su sobrina…
–¡Sí, sí, comprendo! – dijo sarcástica la hostelera –
¡Pues bien, si eso va a provocar tanta pena al bueno de
Géraud, no abriré la boca!... Solamente, vos vais a ser ama-
ble conmigo, señor Honoré… Esta pobrecita Jeanne va a en-
trar en el teatro; no tiene nada que ponerse sobre el cuerpo…
¡Dadme con que comprarle algunos vestidos!
–¿Qué habéis hecho con las sumas que el Sr. Géraud
y yo os hemos entregado?
–El dinero está gastado…
La gratificó con dos billetes de cien francos, y, en el
umbral del taller, ella concluyó:
–Guardaré mi lengua en relación a la Srta. de Haut-
Brion, pero vos no olvidéis a la Cria… Pensad en el futuro
de la joven artista.
Salió y se dirigió a la calle de los Mathurins a casa
del doctor Gédéon que, por un motivo secreto, le daba una
renta mensual.
Honoré Perrotin entró, lívido, en el saloncito de su
esposa.
–¿Nona?
–¿Qué ocurre?
Y, observando la palidez del marido:
86
–¿Qué catástrofe vienes a anunciarme? ¡Tienes la
peor cara de los peores días de la Historia!
–¡Es que están a punto de llegar esos malos días! –
suspiró el arquitecto.
–Espero que no vayas a insistir más en el testamento
de Tiburce
El respondió, con voz enérgica:
–¡Coelsia, es necesario que ese testamento esté es-
crito antes de ocho días a tu favor!
–¿Y luego? – preguntó la amante de Géraud, con los
ojos fijos sobre el hombre.
–Si le ocurre alguna desgracia al viejo, estaremos
protegidos…
–¿Si el barón Géraud mueres, no es así?... ¿Eso es lo
que quieres decir?
–Lamentablemente, – gimió el arquitecto – todos
somos mortales o, al menos, casi todos, como lo enunciaba
un predicador delante de Luis XIV…
Luego, muy dulce:
–Querida Nona, tu imaginación meridional forja ide-
as que quiero ver desaparecer… No te hablaré de Cole, de su
probable encuentro con Géraud y las consecuencias que
podría tener ese suceso… ¡Te creo bastante armada para lu-
char y vencer!... Pero, el barón puede tener un segundo ata-
que y no resistir… ¿Entonces, qué ocurre? ¡Su fortuna se nos
escapa y la Srta. de Haut-Brion se convierte en heredera!
–¡Oh! ¡eso no pasará!
Ese mismo día, después de un acuerdo con su mujer,
Perrotin llegaba al palacete de Géraud.
–Señor barón, – dijo – voy a tener el doloroso honor
de despedirme de vos…
–¿Os vais a Pourville a inspeccionar vuestras cons-
trucciones?
–¡Voy mucho más lejos!
–¿Adónde?
87
–A Egipto… y de allí probablemente a Abisinia.
–¡Diablos! – dijo Tiburce encantado con la idea de
que viviría largos meses solo con la bella – ¿Y cuándo
partís?
–Lo más pronto posible…
–Buena idea… Buen viaje… ¡Egipto es un país en-
cantador!... ¡Y Abisinia! Los exploradores dicen maravillas
de ella.
Géraud tenía un ligero aire canalla que irritó al ar-
quitecto, pero este tenía preparada su revancha:
–¡Oh! ¡no es por placer por lo que me voy!... En
París, vegeto… No veo encargos serios aparte de nuestro
Teatro-Modelo… Allá me esperan encargos del Khédive,
proyectos maravillosos: la construcción de un palacio a ori-
llas del Nilo y de una mezquita en el Cairo…¡Una mezqui-
ta!... Es casi una catedral, y vos sabéis lo que deseo construir
una catedral!... En Abisinia, el Négus quiere de mi una igle-
sia católica y la construiré para gloria de ese soberbio y ne-
gro emperador.
–¡Bravo, querido amigo, bravo!... ¿Al menos tendr-
éis dos años para ejecutar todos esos trabajos?
–¿Dos años? ¡Si dijeseis cuatro o cinco años, estar-
íais más cerca de la verdad!... ¡Pensad pues! ¡Una mezqui-
ta!... ¡Un palacio!... ¡Una iglesia!
El barón apretaba las manos del arquitecto:
–No necesito deciros, amigo mío, que, durante vues-
tra ausencia, vuestra esposa encontrará en mí un protector…
un padre…
Honoré declaró noblemente:
–¡Mi esposa me sigue!... ¡La llevo conmigo!
Pero, Géraud se revolvió:
–¡Coelsia, en Egipto!... ¡En Abisinia!... ¿Por qué no
en un harén entre turcos?... ¡Estáis ebrio o sois idiota, Perro-
tin!
–¡La mujer debe obediencia a su marido!
–¡Su marido! ¡Su marido! – gruñó el viejo.
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Y, en voz alta:
–¿Y Coelsia consiente? ¿Ella os ha dicho que con-
sentía?
–Ella se ha rendido a mis buenas razones…
–¿Cuáles son esas razones? ¡Quiero saberlas!
–Tengo el deber de crear un porvenir para Coelsia…
–¿Un porvenir?... Pero, vuestra esposa es rica…
Tiene un palacete, villas, dinero en el banco de le Goëz…
–Sí, sé que gracias a vuestros buenos consejos ella
ha ganado sobre especulaciones de terrenos y en la Bolsa,
pero la vida es tan cara y el dinero reporta tan poco, hoy…
Ahora bien, allí puedo ganar dos o tres millones, y los ga-
naré para ella…
Géraud estaba menos ansioso:
–¿Cuánto tiempo necesitaríais para ganar esos dos o
tres millones?
–Tal vez diez años… ¡Oh! ¡No me hago muchas ilu-
siones!
El viejo atrajo al joven arquitectos contra su co-
razón, y con voz emocionada, dijo:
–Escuchadme, Perrotin… Dentro de diez años, hará
tiempo ya que esté muerto, y no serán dos o tres millones los
que poseerá vuestra esposa, sino cinco o seis y, además, el
palacete dónde estamos y mis propiedades… Todo eso debía
hacer regresar a mi sobrina… a la ingrata que me ha aban-
donado… y ni me ha dado noticias suyas… Yo quería a
Cloé… ¡Oh! ¡sí, la amaba!... Ahora, la odio… ¡Ella me pro-
duce horror!
Al recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, una angustia
contrajo el rostro del barón Géraud, y sus ojos se levantaron
sobre un retrato de Cloé, un retrato a tamaño natural, prove-
niente de la familia y que, a pesar de su insistencia, Nona-
Colesia nunca logró hacerle retirar y destruir.
Géraud hablaba de buena fe imaginándose odiar a
Cloé, como también tenía buena fe imaginándose experi-
mentar una renovación de amor para con su antigua amante;
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pero, el arquitecto no se engañaba y sabía que si el barón en-
contraba a su sobrina, la joven rubia eclipsaría a la morena
italiana.
Perrotin no quiso dejar a Géraud absorto por más
tiempo en la contemplación de la imagen, y dijo, con un sus-
piro:
–¡La Srta. de Haut-Brion ha sido muy culpable con
vos!
La mirada del hombre de desvió del retrato donde la
ex virgen del arroyo deslumbraba en traje de baile:
–¡Tanto es así, que acabo de realizar un acto de jus-
ticia!... He roto el testamento que hacía a mi sobrina herede-
ra universal, y lo he redactado a favor de Coelsia. ¡Está ahí!
¡Ahí, en mi secreter!
Muy hábil, el arquitecto se defendió:
–¡Mi esposa no puede aceptar tal generosidad!
–¿Por qué?
–¡Qué diría la gente?
–¡Oh!... ¡la gente!
–¿Y mi honor?--- ¿No consideráis para nada mi
honor?
El barón, confuso, paseó su mirada por la habita-
ción:
–¿Es que nos escuchan?
–No lo creo.
–Pues bien, entonces.
Ambos leyeron el testamento en regla, y Géraud
preguntó:
–¡No llevaréis con vos a vuestra esposa, Honoré!...
¡E incluso vos quedaréis en París!
El arquitecto parecía dudar:
–Sin embargo… mi palacio de El Cairo… una mez-
quita… mi iglesia…
–¡Bah! Yo soy alcalde de Haut-Brion, consejero ge-
neral del Oise, y cuando quiera, seré diputado de Senlis…
Tengo relaciones en el Senado, en la Cámara e incluso en el
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Elíseo, y encontraremos un medio para que construyáis
vuestra catedral en Francia.
Y, alegre, el marido regresó a casa con su esposa:
–¡Está hecho!
–¿Lo qué?
–¡El testamento de Géraud!
Nona-Coelsia murmuró, inquieta:
–¿Pero tú no matarás a nuestro benefactor, no?
–No, querida, te reservo ese honor a tí…
–¿Asesinar… a mi amante? ¡Ah! ¡bandido! ¡Jamás!
Entonces, más fuerte que La Plaçade ante Gabrielle
Bouvreuil, con palabras mejores y gestos dulces, él expuso
el misterio de sus proyectos criminales:
–¿El puñal?... ¿El veneno?... ¡Viejo juego, mi be-
lla!... Uno se arriesga a una investigación y a la cárcel… pe-
ro, en la cama o sobre el canapé, gracias a la lujuria, una mu-
jer mata rápidamente a su hombre… Lo agota, lo vacía, lo
aniquila…
–Sí – dijo ella – pero el viejo me da asco…
Brutal, él le apretó las dos manos:
–¡Conozco tus vicios… Sé de tus relaciones lesbia-
nas, y obedecerás!... Géraud te desea esta noche… ¡Ve¡…
¡Vamos!…. ¡Al biberón!... ¡Al biberón!... ¡Al biberón!
Y el arquitecto durmió solo, soñando con sus arqui-
tecturas conyugales.
El barón Géraud exigió de los Perrotin que fuesen a
vivir con él, a la calle de la Universidad, y los Perrotin hon-
raron su inmueble con su presencia.
91
V
EL TRIUNFO DE VÉNUS
La noche del 20 de mayo, se daba en las Fantasías
Parisinas, la primera representación de una gran comedia
musical: El Triunfo de Vénus, y Victor La Templerie, insta-
lado, a las dos, en su despacho de director, no sabía donde
atender lo que demandaba su espíritu, sus ojos y su lengua.
Ante él desfilaba una incesante procesión de secreta-
rios generales o particulares, de periodistas, de actores, de
actrices, de figurantes, de bailarines, de costureros, de ma-
quinistas, de decoradores, de peluqueros, de regidores, vi-
niendo, los unos, a imponer sus reclamaciones, los otros, a
solicitar órdenes.
En la sala de espera precedente al despacho del di-
rector, más personas esperaban audiencia, y, abajo, en el tea-
tro sobre el que se desarrollaba un último ensayo, se escu-
chaban unos compases musicales, atenuados o ruidosos,
según las puertas se cerrasen o permaneciesen abiertas.
A lo largo de los pasillos, se entrecruzaban llamadas,
y se distinguían los choques de las corazas, los cascos, espa-
das, un tumulto de trabajadores con accesorios yendo hacia
la escena.
El vizconde Arthur de La Plaçade, sentado sobre un
canapé, con el cigarrillo en los labios, contemplaba el va y
viene de empleados y demandantes en el local de su amigo
La Templerie, y tenía una palabra graciosa para todas las
mujeres, una sonrisa, una mirada, acariciando su larga barba
de oro.
El director de Las Fantasías Parisinas interpeló a un
ujier:
–¿Llegan más coches a la plaza Gaillon?
–Continuamente, señor director.
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–¿Cuántas personas hay en la antesala?
–Una treintena, todavía…
–¿Está la Srta. Blanche Latour?
–La Srta. Blanche Latour está allí; desea mostrar uno
de sus vestidos al señor director.
–¿Hace el Amor, la Bella Blanche? – preguntó La
Plaçade a la Templerie.
–¡No hace otra cosa en todo el día!... ¡Vos debéis
saberlo, Arthur!
–¡Oh, me refiero al papel, Victor, al papel!
La Templerie se dirigió al empleado:
–¿Quién está con Blanche?
–La Srta. Jeanne, la nueva.
–Que entre la Cría-Reseda, inmediatamente después
de la Srta. Latour.
Arthur tuvo un sobresalto:
–¿La Cría-Reseda?... ¿La protagonista del proceso
de Esbly?
–¡La misma!
–¿Y… la Prefectura lo autoriza?
–Para el Triunfo de Venus, tenemos el beneplácito de
los censores, y la Prefectura no tienen nada que ver ahí; no
puede impedir que una joven se dedique al teatro… Por lo
demás, la policía, no más que los censores y el público, no
sabe que mi debutante es la joven florista que ha ocupado los
diarios hace algunos meses, y cuya historia todavía está en
todas las seseras parisinas.
–¿Entonces, dónde está la sal?
–¡Haré circular como quien no quiere la cosa el
nombre de la Cría-Reseda por la sala, y veréis el efecto!
–¡Sí, se producirá un runrún nada común!
–¡Caramba! ¡Está preparado por adelantado!
–Y yo que creía que era un farol por vuestra parte,
cuando nos habéis anunciado este debut en mi casa, en la
mesa…
–¡Yo nunca bromeo con los negocios!
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El gran rubio parecía radiante:
–¡Pues bien, hay que reconocer que tenéis un buen
estómago!... ¡Lo que nos vamos a reír!
Y, golpeando con sus dos largas piernas, en un mo-
vimiento simiesco, el terciopelo del canapé sobre el que se
encontraba:
–¡Bravo por la Cría-Reseda! ¡Pasadme los gemelos!
¡Vivan los Escándalos de Paris!
–¡Chssst!.... ¡Ni una palabra!.... ¡Chssst!... ¡Chsst!...
Y al ujier:
–¿Qué haces ahí, plantado como una maceta?
–He olvidado decir al señor director que el Sr. Noël
Ferlux, del Trueno Parisino, quería hablarle.
–Di al secretario general que lo reciba… ¡Yo no ten-
go tiempo!
–¿Y a la Sra. de Sainte-Radegonde, que debo res-
ponderle?
–¡Vamos!... ¿También está ahí la vieja?... ¡Entonces
está toda la orquesta!... Hazla entrar la primera, pero, des-
pués de la Radegonde, a la Latour y a la Cría-Reseda, nadie
más!.... ¡Ciérrale la puerta a todo el mundo!
Luego, cayendo en un sofá:
–¡Qué oficio!.... ¡Maldita suerte!... ¡Qué oficio!
El ujier salió, y pronto, la Sra. Olympe de Sainte-
Radegonde hizo su entrada, dejando tras ella un tumulto de
personas vociferando, de amenazas e insultos.
Se adelantó, majestuosamente, con un sombrero de
plumas y vestido de seda amarillo, y tendió su mano enguan-
tada al director de las Fantasías Parisinas.
–¡Hola, Le Templerie! ¿Estáis contento con mi stock
de mujercitas?... ¡auténticas golosinas!...
Y volviéndose hacia el vizconde Arthur:
–Siempre soberbio, ¡palabra de honor! ¡Una comería
de este bello muchacho!
Pero Olympe no era mujer para perder el tiempo en
conversaciones ociosas:
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–¿Cómo va el «Bar-Florido»?
–Sobre ruedas – exclamó el aristócrata.
–¡Yo estoy en ello! ¡Me gusta vuestra idea! ¡Entra
completamente en mis planes! ¿Queréis venir a almorzar
mañana a mis casa con La Templerie… Charlaremos de
ello…
–¿Habrá mujeres?
–No, goloso.
–¡No importa! ¡Acepto el almuerzo!
–¿Y vos, La Templerie?
–¡Oh! yo, ¿un día siguiente a un estreno?.... En fin,
ya veré…
La Sra. de Sainte-Radegonde habló a Victor de un
lote de doce figurantes traído por ella desde Inglaterra, y
alabó su mercancía: jóvenes, frescas, avispadas, y no había
más que ponerlas a andar… lanzarlas al ruedo… La Temple-
rie prometió ocuparse de su educación, de hacer de ellas
unas estrellas que, más tarde, no se mostrarían ingratas, e in-
vitó a la Sra. de Sainte-Radegonde a hablar con La Plaçade,
mientras recibía a Blanche Latour.
La artista llegó, saltarina, y de un pequeño golpe se-
co haciendo revolotear la falda muy corta de su disfraz de
Amor, exclamó:
–¡Ved y juzgad, señor director!
Con su rostro rosa, bajo su peluca rizada, con sus
grandes ojos negros, su boca de labios sangrantes, sus cejas
admirablemente dibujadas, su nariz con aletas vibrantes, lle-
vaba un maillot de seda color carne y una falda de gasa de
plata; una guirnalda de flores se cruzaba sobre su pecho re-
dondo, y una ligeras alas palpitaban en sus hombros descu-
briendo un carcaj dorado y el simbólico zurrón.
–¡Adorable!... ¡Está adorable! – dijo Olympe, des-
pués de que el maestro hubiese felicitado a la Srta. Latour –
¡Ah! hija mía, si no levantas esta noche al tipo más chic de
la sala, serías bien tonta!
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Blanche miró a la matrona, e, irritada de esa con-
fianza, se atrevió a responder:
–¡No tengo el honor de conoceros, señora!
–¡Nos conoceremos, y no te arrepentirás, querida!
Víctor, un poco sonrojado, deslizó a la pensionista:
–La Señora es una de las grandes propietarias del
teatro.
–Sí – sonrió la visitante – la Sra. Olympe de Sainte-
Radegonde, calle de Notre-Dame-de-Lorette.
–Blanche, ¿es que no saludas a los amigos? – ex-
clamó el bello Arthur, desde su lugar.
La Srta. Latour no lo había percibido aún; al sonido
de su voz, ella se estremeció, y, rápida como una gacela, fue
a saludarlo:
–¡Tú!... ¡Tú!... ¡Vos!... – dijo ella, palpitante.
Director y socia verificaban cifras, y La Plaçade se
divertía con la emoción de la actriz:
–¡Claro que sí, soy yo!... ¿Qué ocurre, querida?
–¡Nada!.. Pero hace tiempo que no os he visto…
¿Entonces, habéis encontrado a aquella a la que tanto amab-
áis… que adorabais tanto y a la que quisisteis olvidar… una
noche… conmigo?
–¡Curiosa!
–Confesadlo: ¡Vos jamás me habéis amado!
–¿Y tú?
–¡Oh! ¡yo!... Vos sois el único hombre, ¿entendéis?
¡El único hombre al que me he entregado!
–¡Bromista!... ¡Tú no eras virgen!
–¡Entregado… gratis!
El vizconde dijo sarcástico:
–Eso resulta muy amable de tu parte… pues se ase-
gura que eres avara como un pequeño Harpagón.
–¡Yo os he demostrado lo contrario, señor!
Una lágrima rodaba por la mejilla de la artista.
Arthur dijo, despiadado:
–Ten cuidado, bebé, se te va a correr el maquillaje.
96
Blanche se alejaba; la Sra. de Sainte-Radegonde la
detuvo al paso, y, mientras la Plaçade se encendía un nuevo
cigarrillo y el director de las Fantasías Parisinas, verificaba
las hojas de servicio, la atrajo a un rincón:
–¿Una palabra, Amor?
–Os escucho, señora.
–¿Qué vas a hacer esta noche?
–Bien lo sabéis; represento a Cupido en el Triunfo
de Venus.
–¡No te hagas la tonta!
–¡Señora!
–No te enfades, es una expresión amistosa… Y… ¿a
la salida?
–Me iré a acostar.
–¿Así, tan tranquilamente?
–Sí.
–¿No piensas en tu porvenir?
–Sí… pero, no esta noche…
–¿Por casualidad no serás tan torpe como para echar
tu vida a perder con ese vizconde?... El gran Arthur no tiene
ni un centavo… ¡Él jamás da un céntimo a las mujeres!... Al
contrario, ¡las vacía!
En la actualidad, sin protector, y olvidando el deseo
carnal causado por la vista de La Plaçade, Blanche Latour
agudizó el oído, y la avaricia que estaba en el fondo de su
carácter retomo toda su fuerza:
–¿Vos os interesaríais en mi futuro, señora de Sain-
te-Radegonde?
–¿Por qué no? ¡Yo soy la providencia de las mucha-
chas como tú!... Por ejemplo Joséphine Langlois, tu antigua
compañera, debe estar con el secretario de la delegación chi-
na, el ex amante de la pobre Gabrielle Beouvreuil.
–¡Eso no me gustaría!... ¡Un chino!... Tal vez haya
sido él quien asesinó a Gabrielle!
La proxeneta continuó:
97
–Marie Darnac, de los Bouffes, está secando a un
gran empresario de Paris, y todo gracias a mamá Olympe!
Blanche hizo una mueca significativa:
–¡Un empresario! ¡Un hombre grueso y pesado…
¡Ese no es mi ideal!... Muchos se arruinan.
–Vamos, veo que lo que necesitas es un ministro, un
senador, un diputado, un general o un embajador, o bien un
archiduque, como el que he conseguido… para Berthe Her-
belin?
–No, un hombre bien educado, rico, serio…
–¡Caramba!... ¿Sabes dónde vivo?
–Me lo habéis dicho… en la calle Notre-Dame-de-
Lorette…
–¡No lo olvides y ven a verme!... Te espero; tengo
para ti un notario… sí, ¡un notario!
La estrella de las Fantasías Parisinas emitió un sus-
piro de amante dirigido al vizconde y salió, cantando una
barcarola que debía cantar por la noche.
Un momento después, La Plaçade se despidió de La
Templerie, un poco inquieto con la actitud que debería man-
tener durante la representación entre dos amantes tan pro-
ductivas, tanto una como otra, la Srta. Cloé de Haut-Brion y
la Sra. Eléonore Le Goëz. ¿Qué diría la ex novia de de Es-
bly, viendo aparecer en el teatro a la Cría-Reseda, causa ini-
cial de sus infortunios? ¿Y si el barón Géraud venía al teatro
y reconocía a su sobrina?... ¡Bah! ¡Todo iría bien!
Victor se ponía su abrigo, y como el ujier tardaba en
introducir a la pequeña florista, golpeó con sus manos, im-
pacientado:
–¿Es para hoy o para mañana? Vamos, ¡qué entre la
Cría-Reseda! ¡Tengo prisa!
Apareció Jeanne, acompañada de Valerie Michon.
Había crecido y parecía casi una «señorita», vestida con una
tela escocesa y realmente bonita con sus cabellos de gata
desmelenada y sus grandes ojos negros embrujadores.
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La Michon, embutida en un gran vestido, se prodi-
gaba en cortesías:
–¡Tengo el honor de saludaros, señor director!...
¡Vuestra humilde servidora!
Para Valerie, un director de teatro, un hombre a
quien tantas personas obedecen y de cuya fortuna ella podía
depender, era un ser superior.
La Templerie cortó los obsequiosos saludos de la
hostelera:
–¡Siéntese señora, y cállese! Cuando haya acabado
con la chiquilla, os preguntaré, si sirve de algo.
Y a Jeanne:
–¿No tendrás canguele, eh, Cría?
Ella lo miró, sorprendida:
–¿Canguele?... ¿Qué es canguele?
–Canguele o miedo, es lo mismo….
–Si hubieseis dicho: «acojone», habría comprendi-
do… ¿Y por qué habría de tener canguele?
–¡Condenada!... Por aparecer por primera vez sobre
un teatro… en público, ¡ a veces puede ser intimidante!
–Apuestos caballeros y bellas damas, eso no es la
pasma, y yo solo tengo miedo a la pasma.
Sordamente, añadió:
–Sí, a la pasma y también a la Michon y al Gran-
Maca…
–¿Recuerdas lo que tienes que hacer?
–¡Claro que me acuerdo!... Me lo habéis repetido
más de veinte veces, desde el día en el que habéis venido a
nuestra casa, en el pasaje Tivoli, para pedir a mamá Michon
que actúe en vuestro teatro…
–¡Dime… un poco!
–Entraré con mi bonito vestido de florista; ofreceré
flores y cantaré mi copla… ¿queréis que os la cante, señor…
¡Me la sé de pe a pa!
–Si te la sabes está bien… ¿Y luego?
La Cría-Reseda comenzó a reir:
99
–¡Oh! después, si el publico me silba le haré un corte
de mangas; levantaré mis faldas y le mostraré mi higo. ¡Eso
es todo!
La Templerie brincó:
–¿Quién te ha ordenado semejante cosa? Creo que
yo no he sido.
–¡No! ¡Fue el Gran-Maca! Dijo que sería muy diver-
tido y que se vería encloquecer a todos los viejos del Cos-
mopolitan-Club!
–¡El Gran-Maca es un asno!... ¡Quiere hundir mi tea-
tro!... Escándalo, sí… Me vendría bien para atraer el publi-
co… pero, ¡diablos! insultarlo… ¡esa es otra historia!
La Sra. Michon se enternecía.
–Ya os decía, señor director, que esta niña es un
verdadero fenómeno de inteligencia…
Y, con los brazos dirigidos hacia Jeanne:
–¡Ángel, eres el tesoro de mamá Valerie!
La niña arrojó sobre su verdugo una mirada cargada
de odio; luego, considerando que era actriz y que, bajo la
protección del director, no tenía nada que temer, retomó su
actitud de muchachita emancipada.
Victor dudaba de la hostelera:
–Y vos, señora, ¿habéis ejecutado mis órdenes?
–¡Ya lo creo, señor director! ¡Todo está dispuesto!
El Gran-maca, el Rizos, Llega al Pie y todos los compinches
saben su papel.
–Espero que vuestros acólitos tengan una vestimenta
decente.
–Serán tomados por príncipes… El Rizos y Llega al
Pie se han hecho vestir en el Templo, y tendrán un aspecto
magnífico!... En cuanto a mi hombre, a Barnabé, estará rolli-
zo con su bello traje azul de botones dorados... ¡Mi hombre
es tan distinguido!...
–Mañana, pasaréis por caja… ¡Buenas noches!
El director, a fin de evitar a los importunos, se alejó
por la escalera de servicio y se reunió en un restaurante ve-
100
cino con varios amigos seguros a los que dio órdenes; luego,
entre el jefe de la claque y un grueso vendedor de entradas,
retomó el camino de su teatro.
Ahora, la fachada de las Fantasías-Parisinas resplan-
decía de luces eléctricas, y una lámpara de gas iluminaba es-
tas palabras: El Triunfo de Venus.
Comenzaban a llegar las primeras personas bajo la
marquesina y a la plaza de Gaillon. Los vendedores aullaban
el programa y la biografía de los artistas; algunos vendían, y
el público se asombró de ello, la reseña del proceso de Esbly
en el Palacio de Justicia… Se ofrecían esos papeles, miste-
riosamente, como cartas transparentes.
Una sala maravillosa. ¡Allí se encontraba Todo-
Paris! En una ante-escena, el banquero Jacques Le Goëz pa-
recía aburrirse enormemente junto a su esposa y no perdía de
vista un palco, aún libre; en los primeros palcos. Nona-
Coelsia, en vestido rojo, con la cabellera diamantada, se en-
contraba al lado del barón Tiburce Géraud, y, de pie, en la
segunda fila, el marido arquitecto; el notario Edgard Bazinet,
el duque Savinien de Louqsor, el marqués Achille
d’Artaban, llamado el Último Gigolo, la baronesa Hughuette
de Miandol, llamada Sra. Don Juan, el doctor Eugène Thier-
celin, médico jefe en Santa Ana, el Sr. Adolphe Hertebize,
inspector de la Asistencia pública, la Sra. De Sainte-
Radegonde, con los ojos emboscados detrás de unos ante-
ojos, y divisando a las casquivanas célebres, como hubiese
hecho ante un almacén de ricas mercancías expuestas; aquí y
allá, diplomáticos, generales, embajadores, senadores, dipu-
tados, artistas; en la segunda galería, y acodada sobre el ter-
ciopelo, Valerie Michon, en vestido verde, y el Gran-Maca,
muy digno bajo el traje azul con botones dorados; en la or-
questa, el doctor Gédéon, su alumno y ayudante, Horace De-
joux, llamado el Microbio, y los cuatro clientes de Blanche
Latour; Albert Monjot, clérigo de Bezinet, y, además autor
dramático, Jules Valadier, empleado de una casa de modas,
Henri Nérac, poeta esteta, y un joven sublugarteniente de
101
zapadores, Etienne Dalarue; Jacob Newuenschwandr, el usu-
rero de las damas; Reginald Fenwick, ya borracho; Ernest
Lassagne, reconocible con su caballera rizada, y Charles
Romanel, el primero en esmoquin, el otro en frac negro, am-
bos, serios; más lejos, el Sr. Casimir Superflu y su yerno, el
Sr. Crudière, juez de instrucción en el tribunal del Sena; el
Sr. de Lavarennes, subprefecto de Senlis, y, en lo alto, el
rostro gracioso de Annette Lizet y las caras robustas del co-
chero Dominique y el tío Jean, venidos al teatro con unas en-
tradas regaladas a la joven costurera por la casa Vestris, pro-
veedora de estrellas, y especialmente de Blanche Latour y de
Mathilde Romain.
La orquesta arrancó con la abertura, y la alegre
música de un compositor de moda no detuvo las conversa-
ciones particulares: se esperaba para hacer silencio y levan-
tar el telón. Nadie conocía la obra, incluso entre los críticos:
a ruego del director, los periódicos apenas habían hablado de
ella, y el ensayo general se había realizado a puerta cerrada,
solo ante la censura… Ya un viento de escándalo soplaba en
la sala, en la orquesta, y la obra, que se decía muy atrevida,
contaba, antes de su nacimiento, con defensores decididos y
sistemáticos detractores.
Una empleada, la Sra. Lacuisse, abrió la puerta del
palco vacío, y Cloé de Haut-Brion apareció, escoltada por la
Plaçade que, habiendo instalado a la bella, se retiró ensegui-
da.
La Sra. Le Goëz observaba a Lilas, primero a plena
luz y ahora un poco en la sombra; vio a su marido sonreír a
la recién llegada y preguntó:
–¿Quién es esa mujer tan bonita que el vizconde de
la Plaçade acaba de introducir en ese palco?
–¿Dónde? – preguntó el banquero con aire ingenuo
–Allí, casi enfrente…
De nuevo, ella tomó sus gemelos:
–¡Pero, Dios me confunda! ¡Es la Srta. Cloé de
Haut-Brion!
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El banquero, extremadamente irritado, balbuceó:
–¡Eléonore, estás loca! La Srta. de Haut-Brion está
en New York, y si estuviese en Paris no se mostraría en el
teatro después de la desgracia que le ha sobrevenido.
–¡Oh, en Paris se olvida enseguida!... ¿Entonces si
no es Cloé de Haut-Brion, quién es?... ¿La conoces, Jac-
ques? Te ha saludado con su abanico…
El Sr. Le Goëz dudaba:
–Efectivamente, querida, sí, tengo la ventaja de co-
nocer un poco a esa persona.
Ella lo miraba, divertida:
–¿Vuestra amante, eh?
–¿Cómo podéis creer?
–¡Podéis estar tranquilo! ¡No soy celosa!– dijo rien-
do Eléonore, y no soy yo quien amenazaré tus amoríos…
¿Cómo se llama esa criatura?
–Lilas.
–¡Mis más sinceras felicitaciones!
–Os lo repito, ella no es nada, y, además, yo no ten-
go la costumbre de caminar sobre lo que van dejando mis
amigos!
–¡Ah!... ¿La Srta. Lilas es la amante de uno de vues-
tros amigos?… ¿Cuál de ellos?
–¡Arthur de La Plaçade!… ¿Estáis contenta? ¿Me
vais a permitir escuchar la obertura?
Pero, Eléonore se había puesto pálida:
–¿Ella? ¿La amante de La Plaçáde? ¡Mentís!
Él se sorprendía de la actitud amenazadora de su es-
posa y no comprendía las razones de esta súbita y enorme
cólera:
–¡Pregunta a La Templerie; pregunta al doctor
Gédeon, y verás si miento o no!
–¡Sí, señor, mentís! ¡Os digo que mentís! – rugió la
vieja y terrible enamorada, importándole muy poco lo que
pudiese pensar su marido.
103
Jacques le Goëz detestaba las escenas de pareja, y,
sin responder palabra, tomó su sombrero y se dispuso a salir:
Eléonore del dijo:
–¡Muy bien! ¡Vete!... ¡Prefiero estar sola!... Vete al
club, y sobre todo, no regreses a buscarme. ¡No necesito a
nadie para regresar al palacete!
Era un fastidio para Le Goëz, nada afecto al arte, te-
ner que llevar a su esposa al teatro, y como no podía decen-
temente acompañar a Lilas en un palco, se dirigió a su círcu-
lo.
Eléonore, rabiosa, pero mujer de mundo, se domina-
ba a pesar de una idea obsesiva: ¡Que la Lilas me robe a mi
marido, me da igual!... ¡Pero a Arthur!... Pero a mi aman-
te…¡Ah, no, jamás!”
Y mientras la orquesta finalizaba la obertura del
Triunfo de Venus, la Sra. Le Goëz tuvo ante sí el espectáculo
del bello Arthur entrando en el palco de la rival, y se llevó el
pañuelo a sus ojos llenos de lágrimas.
Se levantó el telón descubriendo un sitio pintoresco
de la isla de Cítara; en el fondo, la mar azulada resplande-
ciente de sol, con vuelos de palomas y cisnes – pájaros con-
sagrados a Vénus: – ante la mar, un jardín sombrío, poblado
de blancas estatuas, florídeo de mirtos y rosas.
Pero lo que sorprendió a los espectadores y los intri-
gaba, fue ver, en medio del arcaico decorado y rodeado de
ninfas y divinidades vestidas de corto, al actor Célestin Bu-
vard, un joven engominado, con amplio chaleco gris y som-
breo de copa, fumando un cigarrillo y columpiándose sobre
un balancín.
Después de un coro de diosas, celebrando las gracias
de Vénus Afrodita, se explicó el anacronismo.
El engominado, de pie, cantaba:
Jamás he conocido el amor
Ni en Francia ni en Alemania
Tanto que me he dicho un día:
¡Cielos! ¿Y si hiciese un viaje
104
Al país que Cítara se llama?
Podría contemplar a Venus
Y a las diosas del Olimpo!
Este espectáculo bien vale
Que uno se suba a un ómnibus!
–¡Esto es una estupidez! – exclamó desde su butaca,
el inglés Reginald Fenwick.
–Sí, pero no más que las otras piezas de nuestros tea-
tros de género – dijo un vecino.
–Y por malo que sea, no va a cambiar! – concluyó
otro.
Ahora bien, el acto siguió, languideciente hasta la
entrada de una bella muchacha, la morena Mathilde Romain
–Venus – y de Cupido –Blanche Latour – cuyas sugestivas
formas despertaron por un instante a los miembros de los
grandes clubs.
Silbidos y aplausos irónicos, mezclados con una cla-
que atronadora, saludaron la bajada del telón.
El fracaso parecía inevitable, incluso para los ami-
gos de los autores. Realmente no se comprendía a La Tem-
plerie, ¡un muchacho tan hábil montando semejante bo-
drio!... ¡Ni una palabra favorable! ¡Ni una nota!
Se esperaban picardías, y en el Triunfo de Venus no
había más que banales basuras, indignas de un músico-
Autores (eran cuatro o cinco) y compositores (eran
al menos dos) debieron esconderse en el segundo acto, peor
que el primero.
Solo La Templerie parecía radiante. Circulaba por
los pasillos; el doctor Gédeon lo detuvo:
–¡Pobre amigo! ¡Qué desastre! La pasada noche, en
casa de La Plaçade, bromeaba con vos… ¡Hoy me lamento
de todo corazón!
Pero, Victor se desprendió:
–¡Esperad al tercer acto, querido y luego me diréis!
¡Os tengo reservada una sorpresa!
105
Y partió, ligero, en medio de palabras de condolen-
cia, para presentar a Reginald Fenwick a Blanche Latour, y
ejercer así – amable proxeneta – su otra cualidad profesio-
nal.
La Plaçade, a causa de Lilas, no quería ser visto en
el palco de la Sra. Le Goëz y no se preocupaba de ser obser-
vado por Eléonore en el palco de la Srta. de Haut-Brion; él
superó la dificultad pasando del teatro, después de haber
hecho decir a la esposa del banquero, por un amigo común,
que le rogaba que lo excusase si no le hacía una visita: el di-
rector tenía necesidad de él.
La cólera de la Sra. Le Goëz iba en aumento y la
niebla de sus lágrimas vino a ocultar el encantador decorado
del tercer acto.
Se veían las alturas de París, durante la noche, la
plaza Blanche; al fondo, el Moulin-Rouge giraba sus aspas
purpureas, y se producía allí un jaleo de hombres y mujeres
saliendo del baile o de los cafés de los alrededores.
En la terraza de un café, y rodado de un numeroso
grupo de jóvenes y casquivanas, Célestin Buvard, el engo-
minado del primer acto, contaba como, tras haber obtenido
gratis los favores de Venus, se escapó clandestinamente de
Cítara, con ayuda de las divinidades y ninfas enamoradas.
Pero, ¿la Sra. Venus aceptaría el plantón? ¿Es que la diosa
no iba a tomar medias?
Pronto, Mathilde-Venus llegaba en bicicleta, escol-
tada de Blanche-Cupido y de un pelotón de ciclistas – todas
las ninfas – y después de una discusión épica con el infiel y
la promesa de un palacte en los Campos Elíseos, ella se ins-
taló con sus compañeras, en medio de los parisinos, y pedía
cerveza.
Aquí, la música era suave, el dialogo intenso, las
canciones parecían picantes, pero el público, siempre frío, no
se deshelaba.
106
Entonces, bajo un haz de fuegos eléctricos, apareció
la Cría-Reseda, en traje de florista de fantasía, toda de seda
multicolor y tocada de rojo a lo Bordolesa.
Gentil, se adelantaba, ofreciendo flores y cantando:
Jóvenes amantes, esposos cariñosos,
Venid! ¡Venid todos a la ronda!
Tengo ramos para todo el mundo:
Floreced… Floreced…
–¡Es el momento! ¡Vamos allá, mi viejo! – dijo Lle-
ga al Pie a su camarada.
El Rizos se levantó, y, con gran indignación, aulló,
dominando a la orquesta:
–¡Es la Cría-Reseda!... ¡La pequeña guarra del pro-
ceso de Esbly! ¡Abajo la Cría! ¡Al arroyo, la arrastrada!
Un estrépito de insultos respondió a la salida de Er-
nest Lassagne, y estallaron alteraciones en la sala, rebotando
del balcón a la orquesta, de los palcos a las galerías, del par-
terre al gallinero; toda la asistencia se mezclaba, indignada o
divertida.
–¡No, no, no es ella!
–¡La Templerie es capaz de todo!
–¡El director está en su derecho!
–¡Esto es un escándalo!
–¡Esto es una vergüenza!
–¡Abajo los chivatos!
–¡Telón! ¡telón! ¡telón!
Llega al Pie y el Rizos, de pie, gritaban más fuerte
que los demás, manifestando su disgusto con grandes gestos.
Sobre el teatro, la Cría-Reseda, con aire asustado,
una bonita y triste sonrisa en los labios, esperaba que el si-
lencio se restableciese en la sala; pero el público no se apa-
ciguaba y la tormenta alcanzaba proporciones de tempestad.
El palco del Cosmopoliatn-Club tomaba abiertamen-
te partido por Jeanne, encontrando muy divertida la audaz
idea del director.
107
–¡Esto marcha!... ¡Esto marcha! – observaba La
Templerie, oculto con el vizconde de La Plaçade detrás de
un biombo, al lado del jardín. ¡Esa pequeña mosquita muerta
es asombrosa!... ¡Si nada se tuerce, esto es un éxito!
–¡Oh, la Cría-Reseda ha sido educada en buena es-
cuela! Menudo follón… ¡Los rabiosos rugen como bestias
salvajes!,… ¡Parece que están en un manicomio!
–¡Bah!... El palco del Cosmopolitan aplaude a ra-
biar… ¡Esa es buena señal!
–Sí… pero, esperad, el comisario de policía va a
hacer evacuar la sala… Fijaos, mirad. Se levanta y desliza su
mano en el bolsillo… Por supuesto… busca su bufanda…
–¡O su pañuelo!... Las manifestaciones no están
prohibidas… No temo nada… ¡Tengo el visto bueno de la
censura!...
Mientras el público continuaba llenando el teatro
con sus clamores y sus vehementes protestas, el bello Art-
hur, pensando en Lilas, miró al palco de su amante.
La reja estaba levantada, y la Srta de Haut-Brion
permanecía invisible; del otro lado, Eléonore acababa de
abandonar su palco.
Ante la inesperada aparición de Jeanne, los Perrotin
quisieron llevarse al barón Géraud, pero él, apoyado en los
terciopelos de la balaustrada, se defendía enérgicamente y
admiraba a la joven cómplice de su ignominia, a la que veía
por primera vez.
–Barón, os lo suplico, venid. Vuestro lugar no está
aquí – dijo Coelsia intentado un último esfuerzo.
–¡No! ¡Me quedo!
–¿Tiburce?
–¡No! ¡No! ¡Dejadme!... ¡Esa pequeña es muy gen-
til! ¡Su palabra me penetra! ¡Su vista me regocija!... ¡Sus
ojos me calientan! ¡Dejadme!
Oh! como podrían llevarse al recalcitrante viejo, los
esposos Perrotin, como hubiesen llevado a la fuerza al barón
Géraud, si hubiesen sabido la presencia de Cloé en el teatro!
108
Pero, la Srta. de Haut-Brion, disimulada en la sombra de su
palco enrejado, y como anulada ante la Cría y al despertar de
sus recuerdos de virgen, estaba lejos de pensar que su tío se
encontraba muy cerca de ella!
La Cría-Reseda, aprovechando un momento de cal-
ma, trataba de retomar su canción, pero el estrépito reco-
menzó más violente todavía.
–Basta! ¡basta! ¡basta!
–¡Continúa! ¡Continúa! ¡Continúa!
–¡Telón! ¡Telón! ¡Telón!
En su palco, los miembros del Cosmopolitan-Club
aplaudían sin cesar:
–¡Viva la Cría! ¡Bravo!
Llega al Pie, subido sobre su butaca, gritaba:
–Vete a tu tugurio, pequeña guarra, donde te recla-
man!
Y Reginald Fenwick, cada vez más borracho debido
a los cócteles ingeridos en los entreactos, farfullaba:
–¡Es asombroso como me divierto!... ¡Very beautiful
guerle!
En ese momento, una voz estridente pudo oirse en
medio del espantoso tumulto.
Desde lo alto de las segundas galerías, la Michon
apostrofaba al público, y, de pie, detrás de ella, Barnabé,
muy digno en su frac azul de botones dorados, le prestaba el
apoyo moral de su estatura de gigante.
–Damas y caballeros, – gritó la hostelera – ¡no sois
en absoluto caritativos!... ¿Acaso es culpa de esa pequeña
haber sido desflorada por ese sucio conde de Esbly?
–¡No! ¡no! ¡no es culpa de ella!... – proclamaron el
Rizos, Llega al Pie y los otro compinches.
Sintiéndose apoyada, continuó:
–¿Queréis impedirle que se gane honorablemente la
vida?... ¿Es que ya no sois franceses?...
109
Este apostrofe había desarmado a la sala, y con la
tragedia, girando hacia lo cómico – después de bravos y risas
– la Cría acabó su canción y salió victoriosa de la batalla.
En bambalinas y mientras Mathilde Vénus y Blan-
che Cupido se disponían a la apoteosis habitual, es decir a
salir volando completamente desnudas, La Templerie abrazó
a Jeanne:
–¡Muy bien!... ¡Hemos ganado la partida!
–¿Y si les mostrase mi trasero?
–¡No, hija mía! ¡Ese es el papel de Mathilde Romain
y de Blanche Latour!
Ernest Lassagne y Charles Romanel, avisados por
una señal de que su rol había terminado, se esfumaban am-
bos, temiendo, a pesar de su lujosa vestimenta, a ser deteni-
dos en medio de toda esa gente:
–¿Dime pues, Llega
–Mi viejo Rizos…
–Vamos a charlas del asunto Le Goez, de nuestra
próxima visito al palacete del bulevar Saint Germain.
–¡Con gusto! Encontraremos muy buena pasta en ca-
sa del banquero…
En el teatro, ninfas y parisinas danzaban.
En el nombre de Esbly, arrojado a la multitud, pri-
mero por el Rizos y luego por la hostelera, Cloé, desfalle-
ciente, había querido salir: se acercó a la verja levantada y
como esta le impedía ver para buscar al gran Arthur al que
ella creía en la sala, la bajó y se inclinó un instante fuera del
palco.
El brusco paso de la semioscuridad a la brutal luz, la
deslumbró: experimentó un vértigo y sus ojos vieron, como
en un sueño, todos los seres que habían ocupado un lugar en
su existencia. ¡No! ¡no! no soñaba, y el cuadro era muy re-
al!... Allí estaba el Sr. de Lavarennes, el subprefecto de Sen-
lis que la reconocía e inclinaba tristemente la cabeza; pese al
smoking y el traje negro reconocía a los bandidos que la ate-
rrorizaron en el bosque de Senlis, con la religiosa, esa horri-
110
ble mujer, de la que antes había escuchado los aullidos; allí
estaba el doctor Hylas Gédeon, un recién conocido, y, final-
mente, Reginald Fenwick, el hombre del abrigo, en casa de
la Martignac, y ese proveedor de Saint-Lazare que, a pesar
de su borrachera habitual, parecía arrepentirse y la observaba
con ojos llenos de respeto y dulzura.
Y como si el nombre de la prisión tuviese el poder
de evocar el mal y el buen ángel descendidos, a su vez, en
Saint-Lazare, allí estaba la Sra. de Sainte Radegonde, ob-
servándola con sus gemelos, y más arriba, visión reconfor-
tante y bendita, Annette Loizet, la gentil y disciplente costu-
rera, su respetuosa y devota amiga, inclinándose ante ella a
pesar de la opinión contraria del resto de su familia.
En la escena seguían bailando.
De repente, la Srta. de Haut-Brion retrocedió, aterro-
rizada.
Acaba de percibir al tío Géraud, y Géraud la miraba
con la boca abierta y los ojos desorbitados.
–¡Es ella! –dijo a los Perrotin!– ¡Es ella! ¡Es mi
Cloé, y no me impediréis reunirme con ella!
Géraud descendía, seguido de Nona-Coelsia y del
arquitecto, pero, ya la Srta. de Haut-Brion, se lanzaba hacia
el corredor.
Una mujer, en lujoso vestido, le cortó el paso, y Li-
las reconoció a la Sra. Le Goëz.
–¡Alto ahí, señorita! – dijo en voz baja Eléonore –
¡Nada de escándalos!... ¿Es cierto que sois la amante de…?
–¡Dejadme pasar, señora!... Vuestro marido… Yo no
soy nada de él… ¡Podéis estar tranquila!
–¡No se trata de mi marido!
–¿De quién, entonces?
–¡De Arthur!... ¡De mi amante!
–¿Vuestro amante?... ¿Él?
–¡Vos lo sabéis muy bien, vos que vivís del dinero
que él me saca!
–¡Insolente!
111
–¡Me devolveréis a Arthur, señorita!
–¡Jamás!
Fuera de sí, la mujer del banquero se precipitó sobre
Lilas blandiendo el abanico para golpearla en el rostro, pero
la Srta. de Haut-Brion evitó el golpe y rechazó a su adversa-
ria.
Mientras tanto, el Triunfo de Venus llegaba a su apo-
teosis. Algunos espectadores asistieron sin intervenir en esa
álgida discusión entre dos mujeres que parecían de la más
elevada posición social.
Géraud y los Perrotin llegaban.
–¿Cloé? ¿Cloé? – mugió el barón, desprendiéndose
del arquitecto y su esposa.
En la Plaza Gaillon, Cloé acaba de subir a un coche
que se alejaba muy rápido.
Esa misma noche se produjo una espantosa escena
entre la bella Lilas y el vizconde de la Plaçade, pero ¿qué
mujer podía resistirse a los encantos del gran Arthur? Con-
venció a su amante de que la Sra. Le Goëz había mentido.
¡Venga ya! ¡Él , su amante? … No había más que mirar a la
vieja Eléonore, para comprender que él, el apuesto, el seduc-
tor La Plaçade, no se comprometería jamás con ese horror.
Había engañado a Cloé jurándole matrimonio, con
motivo de su huida del castillo de Eslby; la había mancillado
entregándola al banquero, pero él la había tenido virgen y
ella lo amaba, ella lo amaba a pesar de las vergüenzas y los
disgustos! Fue la victoria del la carne contra el espíritu, ¡el
triunfo real de Venus!
El doctor Hylas Gédeon, el cirujano ovaritomista,
uno de los médicos a los que la fiscalía había encargado el
reconocimiento de Jeanne, con motivo del «atentado de Esl-
by», tuvo una conversación con la Michon al salir de las
Fantasías. Parisinas: solo Hylas sabía la historia de la Cría-
Reseda, pero, estaba generosamente pagado por callarse, re-
cibiendo cien francos mensuales de la hostelera.
113
VI
EN CASA DE OLYMPE
–¡Annette! ¡Annette! ¡Annette!
En medio de toda la basura, aquel era el grito de amistad y
de honor de la virgen decepcionada, y la joven obrera, siempre
honorable y valiente, no abandonaba a la hija de sus antiguos
amos.
No atreviéndose a ir a casa del vizconde de La Plaçade,
acechaba las salidas de la Srta. de Haut-Brion con el deseo de
protegerla y de ver resucitar y brotar ese rosal humano al que
una helada había quemado sus primeras hojas.
Trasladado a casa en su coche y vigilado por el Sr. y la
Sra. Perrotin, el barón Géraud continuaba divagando. Llamaba a
Cloé, quería a Cloé, ¡ofrecía toda su fortuna a quien le entregara
a Cloé!
Olvidando los bellos ojos de la italiana y desdeñando las
lujurias, deseaba estar solo y dormir, pero se sometía a la impla-
cable voluntad del arquitecto y su esposa. ¡Oh! ¡no! ¡Ellos no
dejarían a su querido amigo, a su bienhechor, en tal estado! ¿Y
si se repitiese un ataque parecido al que acababa de tener? ¡Qué
temor a que eso ocurriese!... ¡Qué remordimientos! ¡Qué deses-
peración!...
En esa constante presión, la Sra. Perrotin intentaba dar una
escena de celos; Géraud alzó los hombros; ¡él amaba a Cloé,
adoraba a Colé, se casaría con Cloé!... ¿Quién se atrevería a im-
pedirlo? Desde luego no serían los Perrotin, esas personas a las
que él había enriquecido y que le recompensaban con sus bon-
dades y poniendo obstáculos a su felicidad.
Nona-Coelsia y su marido permanecían asustados ante la
nueva actitud de su presa, y las ideas de asesinato, ya en germen,
comenzaban a desarrollarse en el cerebro del arquitecto; la espo-
114
sa, aunque disgustada con el viejo, dejaba mostrar su orgullo al
no permitir al viejo desear otra mujer más joven, y ambos pen-
saban en el testamento del barón, fruto de su codicia, en ese pre-
cioso papel guardado en el secreter y que Tiburce, en un mo-
mento de erótica locura, podría destruir.
Honoré podría chantajear al viejo con el secreto de su inje-
rencia en el asunto de Esbly; podría denunciarlo. Se obtendría
una revisión del juicio, la condena de Géraud, y el Sr. de Esbly,
evadido, reaparecería a la luz; pero, ¿la ruina del arquitecto sería
menos segura? ¡Evidentemente no! Y el propio Honoré se vería
comprometido por sus maquinaciones con Valerie, el Rizos y
Llega al Pie.
El barón quería desembarazarse lo más rápidamente posi-
ble de los esposos Perrotin; cambió de actitud, y, ofreciendo con
gesto cansado su mano a la italiana, dijo con gran dulzura:
–Perdón, amiga mía… ¡Soy un ingrato!...
Un rayo de esperanza atravesó la mirada de Honoré, y la
esposa, dócil y humilde bajo la mirada marital, respondió con su
voz más suave:
–¡Sois un niño enfermo, Tiburce, y se perdona cualquier
cosa a los niños enfermos!
–¡Es verdad! ¡Sufro mucho! ¡Hace un momento creí per-
der la cabeza! Pero, qué queréis amigos míos… Ese extraordina-
rio parecido… ¡Oh! sé perfectamente que tenéis razón, que no
era ella... Cloé está en América… Ya no piensa en su tío, y su
tío, a partir de ahora, será lo suficientemente razonable para no
pensar en ella.
Representaba una comedia, ¡el obsceno Tartufo! Y esos
dos seres, sin embargo tan astutos y que después de tantos años
ejercían sobre él sus ardides, no se dieron cuenta de que estaban
siendo engañados.
El arquitecto, radiante por el giro que tomaban los aconte-
cimientos, se retiró como de costumbre, dejando a Nona-Coelsia
en la habitación del viejo.
Entonces, Géraud, con voz pastosa, se dirigió a la italiana:
115
–Esta emoción me ha roto, querida… Estoy molido… Ne-
cesito descansar… dormir…
Amablemente, la Sra. Perrotin dispuso ella misma la col-
cha e hizo al hombre ofrecimientos lujuriosos.
–No– dijo él – Gracias… Déjame, hermosa mía…
Nona insistía:
–Querido Tiburce, quiero quedar aquí para cuidaros, para
mimaros…
–Regresa a tu casa, querida… Hablaremos mañana…
Tengo muchas cosas que decirte… muchas disculpas que pedir-
te…
–Pero, esta noche estáis enfermo…
El barón sonrió paternalmente; el amor acentuaba su astu-
cia:
–¡Por supuesto!... si yo estuviese enfermo… y muriese, ¡tú
serías rica, mi Coelsia! ¡Serías archimillonaria, mi emperatriz
romana!
Y empujándola suavemente hacia la puerta:
–Buenas noches… Una noche de prudencia me hará mu-
cho bien... Mi mayordomo me ayudará a acostarme…
Ella se alejó sin desconfianza, y Géraud la oyó subir la es-
calera y regresar a sus aposentos en el último piso del palacete.
–¡Por fin! – murmuró él, con un suspiro de liberación.
El mayordomo entró. Era un criado de la vieja escuela, al
servicio del barón Tiburce desde hacía veinticinco y en el que el
amo podía confiar.
–Urbain, –dijo el aristócrata – ve a buscarme un coche y di
al cochero que me espere en la esquina de la calle… No quiero
que estacione delante del palacete… ¿entiendes?
–Sí, señor barón, pero el señor barón me permitirá hacerle
observar…
–¿Qué?
–Que es más de la una de la madrugada y que el señor al
no estar en condiciones…
–¡Ni una observación más! ¡Sabes que no me gustan!
116
El hombre creía que se trataba de una de las intermitentes
locuras amorosas del amo, y, con la cabeza grisácea, la espalda
redonda, se alejó para ejecutar las órdenes.
Tiburce lo llamó:
–¡Ah! ¡Urbain!
–¿Señor barón?
–Cuando me haya ido, te instalarás en la habitación conti-
gua, y, si por casualidad, el Sr. o la Sra. Perrotin viniesen a ron-
dar por aquí, me lo dirás a mi regreso… ¡Rápido, un coche,
amigo mío!
A las dos de la madrugada, el barón Tiburce Géraud lla-
maba a la puerta de la calle Notre-Dame-de-Lorette, en casa de
la Sra. Sainte-Radegonde.
Él conocía a la proxeneta por haber obtenido, gracias a su
mediación, los favores de numerosas actrices y bailarinas, muje-
res de mundo, burguesas o casquivanas, y sabía que la casa esta-
ba abierta a todas horas del día y de la noche.
Olympe, tras haber cenado en El Egipcio y al salir de las
Fantasías Parisinas, acababa de regresar, y fue en el «salón del
general», donde una sirvienta encendió los candelabros e intro-
dujo a su noble visitante.
Siempre muy digna indicó un sillón a Tiburce, y, sonrien-
te, tomó sitio frente a él:
–Cuando un hombre como vos, señor barón, viene a visitar
a una mujer como yo, es fácil concluir que hay amores de fondo.
–Sí, señora,–confesó Tiburce, un poco irritado por el
aplomo de la matrona.
–Y la intempestiva hora a la que me honráis con vuestra
presencia revela una prisa que he de satisfacer apresuradamen-
te…
Y levantándose:
–¡Voy a mostraros mis álbumes!
–No, no, señora.
–¡Son admirables y ninguna de mis chicas podría disgusta-
ros!
–Se lo repito, señora… ¡Es inútil!
117
–Entonces, ¿mi pequeño museo de cera? ¡Oh! ¡Una mara-
villa!... Las más hermosas mujeres de París… Semejanzas abso-
lutas… Catálogo, etiquetas, números… con los precios y las
direcciones…
Ignorando la caída de Cloé en los brazos de La Plaçade,
creyendo a su adorada aún virgen, él no se atrevía a solicitarla
como a las otras mercancías vivas, pero enrojecía y temblaba
bajo la violencia del deseo:
–Os lo agradezco, señora de Sainte-Radegonde; en esta
ocasión… no se trata ni de vuestros álbumes, ni de vuestros mo-
delos de cera…
A la proxeneta le gustaba leer en lo más hondo de los
hombres:
–¡Sí, sí… ya entiendo!... Sois un filósofo… uno de esos
grandes espíritus que empujados por el amor de la ciencia…
quieren estudiar las costumbres en la naturaleza.. ¡Tengo lo que
necesitáis!
Y, muy afable:
–Si el señor barón quiere seguirme a mi «buen-retiro»…
Lo pondré a observar… un caballero y una dama de paso… que
no se darán cuenta en absoluto de su presencia.
–¿Vuestro «buen-retiro»?– preguntó intrigado el viejo
amante de Nona-Coelsia.
–Sí… una cámara secreta, donde sobre un espejo hábil-
mente dispuesto, los sabios, los filósofos como el señor barón,
pueden ver… estudiar… analizar… según la naturaleza…
Él se enardeció:
–¡Cállese, señora!... ¡La vista del placer de los demás me
irritaría, me exaltaría todavía más y no tengo necesidad de
ello!... Amo a una mujer que me desprecia, que me rechaza, que
me rehúye, que me odia!... ¡Entregadme a esa mujer! ¡La quie-
ro!
–¿Por qué no os habéis dirigido de inmediato a Olympe?...
¡Vuestras gestiones precedentes harán las mías más difíciles… y
más caras!... ¡Será duro!…
–¡Soy millonario! – estalló Tiburce.
118
–No lo ignoro, y añadiría que conozco el objeto de vuestro
sueño…
–¿Entonces?
–Se llama Srta. Cloé de Haut-Brion; es vuestra sobrina y
pupila, y, si ella os desprecia, si os rechaza, si os odia… es por-
que el invierno pasado, por la noche, tras un baile, vos quisisteis
violarla.
En el colmo de la sorpresa, Géraud exclamó:
–¿Quién os ha dicho eso?...¿Quién ha podido decíroslo?
–Conozco la aventura de la Srta. Haut-Brion por ella mis-
ma, pues he tenido el honor de darle hospitalidad al día siguiente
de vuestro…
Iba a pronunciar la palabra «crimen», pero se contuvo:
–¡De vuestra ligereza!
Y, graciosa:
–Pero regresemos a nuestros corderos, señor, o más bien a
nuestra rubia ovejita… ¿Vos deseáis… un cara a cara con la
Srta. Cloé? Tendréis vuestra cara a cara con la Srta. Cloé…
–¡Oh!... ¡para implorar su perdón … y pedirle ser mi espo-
sa!
–No tenéis necesidad de mí, para proponerle una cosa tan
honorable… ¡No tenéis más que presentaros ante ella o escribir-
le!
–Desconozco su dirección… y además no me recibirá;
¡rompería mi carta sin leerla!... Señora, ¿vos sabéis donde vive
la Srta. de Haut-Brion?
Olympe vaciló:
–Lo sabré mañana.
Tiburce secó el sudor de su frente y su corazón rejuvene-
cido palpitaba en su pecho:
–¿Y cuándo tendrá lugar la entrevista?
La Sra. de Sainte-Radegonde reflexionó un instante y dijo:
–Pasado mañana por la noche, a las once, la Srta. de Haut-
Brion estará aquí… Venid a las diez.
Géraud tomó las manos de la matrona:
–¡Oh! Señora, ¿cómo agradecéroslo?
119
–¿Con veinte mil francos, señor barón?
–¡Acepto!
Tras haber cerrado la puerta detrás de su visitante, Olympe
de Sainte-Radegonde, esa vieja dama tan «como es debido»,
hizo un gesto innoble, un gesto que la Naumier, llamada As de
Picas, y la gruesa Léa, pensionista de la casa Martignac, le
hubiesen envidiado; golpeó con la mano su cadera y volviéndola
hacia su regazo, dijo: «¡Dios santo! ¡Qué cerdos son los hom-
bres!»
Pero, mientras vigilaba el «buen-retiro» de los amores,
Olympe consideró las dificultades de la empresa… Atraer a la
Srta. de Haut-Brion a la calle Notre-Dame-de.-Lorette le parecía
muy complicado… Cloé nunca, bajo ningún pretexto, consentir-
ía en franquear el umbral de la casa detestada. ¿Ir a buscar a
Lilas y hacer brillar a sus ojos las ventajas de una relación ínti-
ma con el barón Géraud?... ¡Ah! ¡bien, sí!... ¡Había un medio
seguro de hacer la gestión!... ¡La operación iría sola si se tratase
de otro personaje que no fuese Géraud!.. Pero, el tío maldito…
Era una locura pensar en ello… ¿Entonces, qué?... Un rapto,
como antaño. ¡Eso se acabó! Y además, la policía sería adverti-
da, y, por múltiples razones, la matrona no quería que la Prefec-
tura metiese las narices en sus negocios... ¿Por qué diablos
Géraud no usaba sus derechos de tutor y no obligaba a la Srta.
de Haut-Brion, aún menor, a regresar al domicilio tutelar? ¡Evi-
dentemente porque temía una denuncia en relación a la escena
nocturna! ¡Los jueces le retirarían la custodia de esa belleza!..
Finalmente, el recuerdo del bello Arthur, que, justamente, dentro
de algunas horas, iría a almorzar a su casa, extrajo a Olympe de
sus pensamientos negativos… El aristócrata había vendido a
Lilas al banquero Le Goëz… ¿Por qué iba a dudar en venderla al
barón Géraud por un precio mayor?
La Sra. de Sainte-Radegonde se detuvo en esa idea y dur-
mió con sueño profundo.
Esa misma mañana, tras el almuerzo, después de que la
Templerie, alegre por la taquilla obtenida en el Triunfo de Ve-
nus, se hubo marchado, ella expuso su programa al asesino de
120
Gabrielle Bouvreuil, cuyo crimen jamás había ensombrecido su
rostro ni disminuido su buen apetito.
El gran Arthur aceptó la idea con una gracia encantadora.
Desde hacía algunas semanas, Le Goëz le inquietaba por sus
golpes de Bolsa y sus variadas especulaciones… ¡Pero, la fortu-
na de Géraud era sólida! ¡Inmuebles y valores de primer or-
den!... Sí… ¿Y Perrotin?... ¿El amigo Perrotin?... A Honoré y
Coelsia no les gustaría nada... ¡Cada uno para sí, y el diablo para
todos!
Y la exposición del plan valió a la Sra. de Sainte-
Radegonde este precioso elogio en boca de Espejo:
–¡Olympe, sois un genio!
Se besaron, y al contacto de la barba de oro, la vieja, como
casi todas las mujeres, tembló con un deseo lujurioso.
¡Estaba celosa! La Srta. De Haut-Brion estaba celosa de
La Plaçade, tanto como la Sra. Le Goëz, y una carta anónima
debía tener razón, despertando la llama de sus últimos pudores.
Al cabo de dos días del estreno de El Triunfo de Venus, a
las once de la noche, Lilas, sofocada, llegaba a casa de la Sra.
Sainte-Radegonde.
El barón Tiburce ya esperaba en una habitación.
A la vista de la visitante, Olympe emitió un grito del sor-
presa:
–¿Srta. de Haut-Brion en mi casa? … ¡Qué alegría!.... ¿Pe-
ro si vos no queríais nada de mí, señorita?... ¿Al fin tenéis nece-
sidad de la pobre Olympe?... ¡Hablad! ¡Oh! ¡Hablad!... ¿Qué
puedo hacer para serviros?
Arrastrada por la Sra. de Sainte-Radegonde, Cloé llegó al
gran salón cuyas varias puertas se abrían sobre habitaciones mis-
teriosas.
La proxeneta continuó, amable:
–Veamos, hija mía, estoy impaciente por serviros…
Cloé se impuso altiva:
–¡El vizconde de La Plaçade está aquí!... ¡Lo sé!... ¡Lle-
vadme hacia él!... ¡Tengo que hablarle!
121
–¿El vizconde de La Plaçade? ¿Queréis hacerme reír?
¡Nunca lo veo!... ¿Por qué debería estar en mi casa, esta noche?
–¡Os digo que está aquí!
–¡Os aseguro que estáis equivocada!
–Entonces dejadme reconocer mi error… y abrid esta
puerta que no dejáis de mirar.
–¡Imposible! – balbuceó Olympe, representando su rol –
¡Hay alguien!
–¡Arthur de La Plaçade! ¡Eléonore Le Goëz! – tronó la vi-
sitante – ¡Confesadlo, señora!
Ella se dirigía hacia la puerta; Olympe le cortó el paso.
–¡El caballero que está ahí… es un amigo mío… No tiene
nada que ver con vuestro vizconde!
–¡Os digo que es Arthur!
–¡No, mil veces no!... Además, si fuese el vizconde no os
lo diría… ¡Secreto profesional!
La joven tigresa rechazó a la vieja dama, que no le oponía
más que una débil resistencia, y entró en la habitación.
De inmediato, la Sra. de Sainte-Radegonde, alegre, fue a
cerrar la puerta detrás de ella:
–¡Vamos, mi pequeña!.... ¡Ahora no te lamentes! ¡Tú lo
has querido!
La cabeza curiosa de La Plaçade se mostraba en el resqui-
cio de una puerta.
Arthur preguntó:
–¿Y bien, ya está?
–Sí,– dijo Olympe.
–¿El ratón cayó en la trampa?
–Sí, mi querido vizconde.
–¿Nada de gritos? ¿Ni castañeo de dientes?
–¡No!
–¡Es extraordinario!
–Estoy sorprendida de lo fácil que ha sido.
–Yo no estoy menos asombrado… y daría cualquier cosa
por escuchar y ver lo que pasa detrás de esas paredes.
122
–Por lo común, señor, es un luís, pero puesto que el barón
paga, os ofrezco las vistas… ¡Venid!
Entraron en el «buen-retiro»; y allí, en un inmenso espejo,
pudieron observar con todo detalle los gestos de los dos perso-
najes: la Srta. de Haut-Brion, con un revólver en la mano, man-
tenía al barón a distancia, y él, con las manos juntas, imploraba:
–Te lo suplico, Cloé, escúchame… ¡Oh, Cloé, Cloé, mis
intenciones son puras!... ¡Niña, escúchame
–¡De acuerdo! – dijo ella – ¡os escucharé, a pesar de vues-
tra trampa en este tugurio!... ¡Antaño os temía; hoy no me dais
miedo y sabré manteneros a raya, a vos y a los demás!
Y como para demostrarle que no le temía, introdujo el ar-
ma en su bolsillo.
El obsceno Tartufo gemía, con la cabeza desnuda, los la-
bios quemados de deseo:
–He cometido grandes errores contigo; lo reconozco… Lo
confieso… pero…
–¡Ah! señor, después de vuestra tentativa de violación…
el más cobarde y abominable de los crímenes, sois indulgente
con vos mismo – dijo la Srta. de Haut-Brion, muy tranquila.
–Lamentablemente... es cierto… He sido casi… crimi-
nal… pero puedo… repararlo…
–¿Haciendo de mi vuestra amante?.... ¡Qué gran honor,
barón Géraud!... No soy más que una mundana… una casquiva-
na como se nos llama…e, igualmente, esta casquivana desprecia
vuestras riquezas y vuestros amores seniles.
–Cloé, te pido que seas mi esposa… mi esposa legítima.
Ella estalló:
–¡Ni amante, ni esposa, señor!... ¡Preferiría convertirme en
la concubina de vuestro criado o de vuestro cochero, o ser la
«esclava» de algún chulo, preferiría compartir la cama de un
ladrón o un asesino que mancillarme a vuestro lado, incluso en
calidad de baronesa!
–¿Por qué?
–¡Porque me producís horror! ¡Porque por vuestra culpa
caí en el arroyo, y porque encarnáis el demonio que ha destroza-
123
do mi vida!... ¡Puta, sí! ¡Si es necesario, puta para todos los
hombres!… ¡Pero para vos, jamás!...
–¡Habéis recibido una educación, señorita!
–¡Habéis sido vos, miserable, quien me ha iniciado y obli-
gado al cambio! ¡Habéis sido vos quien me ha deshonrado,
mancillado, matado!...
–Todavía sois menor, señorita, y la ley…
–Me burlo de vos… ¡Adiós!...
Y salió sin que él se atreviese a decir una palabra o hace
un gesto para retenerla.
Derrotado en un sillón, Géraud sollozaba, con la frente en-
tre sus manos, cuando, levantando los ojos, reconoció, de pie y
sonriendo cerca de él, al vizconde Arthur de La Plaçade.
Espejo se inclinaba ante Tiburce:
–Vos ignoráis sin duda, señor barón, que soy el amante de
la joven atraída hacia vos en esta habitación y que acaba de irse.
Al aliento del amor, el viejo recuperó un poco de energía:
–¿Venís a pedirme razones?... ¡Acepto, señor!... Regreso a
mi casa, a la calle de la Universidad.. ¡Espero allí vuestros testi-
gos!
El vizconde seguía sonriendo:
–¡Vamos, señor barón, miradme y decidme si tengo la mi-
rada de un individuo con sed de vuestra sangre!
Luego, instalado en frente del viejo aristócrata:
–Acabáis de cometer un gran error…
– ¿Adónde queréis llegar, señor?
–¡A proponeros un negocio de lo más honorable!.. Vuestra
sobrina, la Srta. de Haut-Brion no está hecha para la existencia
que lleva… ¡Para todo pecado hay misericordia!... Yo, su ami-
go, me alegra saber que vos la amáis aún a pesar de los errores
de su juventud…
–¡Oh! ¡Sí, la amo! ¡Y la perdono!
Yo, su amigo, estaré feliz de verla, un día, y sin la obliga-
ción de las leyes, regresando al seno de su familia… y convertir-
se en la baronesa de Haut-Brion…
–¿Sois sincero?
124
–Desde luego, y la prueba es que vos me encontráis dis-
puesto al papel de embajador… Señor, cuando se desea una mu-
jer como la Srta. de Haut.Brion, es una falta grave atraerla con
mentiras a casa de una persona como la Sra. de Sainte-
Radegonde… Se va a su domicilio directamente y se esfuerza
uno en conquistarla…
–No me hubiese recibido…
–¡Os recibirá… gracias al embajador!... Hubiese querido
ser desinteresado, pero, por desgracia, la vida parisina tiene sus
exigencias, y, a consecuencia de numerosas pérdidas en el círcu-
lo…
–Comprendo… Además, habéis hecho sacrificios para la
instalación de…. vuestra amiga…
–¡Enormes, señor barón, enormes!
–¡Pues bien, ayudadme, vizconde, y no escatimaré en gas-
tos!
–¿Cien mil?
–Sí… cien mil francos, el día que Cloé vuelva a ser… mi
sobrina!...
–¡Tendría que ser el último de los cernícalos para negaros
cualquier cosa!
Tiburce reflexionaba. Contaba con la ayuda del embaja-
dor, ¡pero con la Srta. de Haut.-Brion la aventura era distinta! Le
parecía imposible que, bajo la simple propuesta del vizconde,
esa joven altiva y orgullosa, esa Cloé de la que él acababa de
experimentar la ira y los desdenes, consintiese en olvidar todo y
recibirle en su casa!
Vacilando, dijo:
–¿Y Cloé?... ¿Qué va a responder Cloé?
El vizconde de La Plaçade hizo chasquear sus dedos en
señal de alegría:
–¡Lilas es una criatura dócil que me quiere bien y que, por
mí, está dispuesta a… rehabilitarse!
Y, acompañando a Tiburce:
125
–Id a dormir en paz, y soñad con vuestros amores,
señor barón! Mañana, en el Cosmopolitan, a la hora del al-
muerzo, os llevaré una respuesta favorable!
De regreso a su apartamento, Arthur encontró a Lilas
en el dormitorio.
Acababa de llegar y todavía no se había desvestido.
–¿Cómo? – dijo ella, sorprendida – ¿Eres tú… Art-
hur?... Sabes…
–¿Que no es a mí a quien esperabas?... ¡Bah! si ese
cerdo seboso de Le Goëz viene…. esperará… Cloé, debo
hablarle…
Las cejas de Espejo se fruncieron, y sus grandes
ojos, de ordinario tan dulces, parecían emitir destellos.
La Srta. de Haut-Brion lo miró, bastante agresiva:
–¿Qué te pasa esta noche? ¡Pareces furioso!
Él exclamó:
–¿Y tú me lo preguntas?
–¡Sí!
–Yo he… yo he… es que eres una imbécil, una
idiota, una estúpida!
–¡Arthur!
Él se acercó y mirándole fijamente a los ojos:
–¿Por qué no has aceptado, esta noche, las honora-
bles proposiciones de tu tío, el barón Géraud?
Ella murmuró, lívida:
–¡Ah! ¿Lo sabes?...
–Sí, señorita, he visto todo, escuchado todo, oculto,
con la Sainte-Radegonde, en una habitación contigua.
–¿Y no has entrado? ¿No has intervenido?... ¿No has
estrangulado a ese hombre que es la causa inicial de todos
mis dolores y mis vergüenzas?
–Yo estaba en el asunto…. El barón Géraud venía a
reparar sus faltas ofreciéndote su mano.
Colé dio un brinco de joven pantera:
126
–Entonces, miserable, eres tú… eres tú quién me en-
trega?... ¿Eres tú quién me has enviado una carta anónima
para atraerme a la casa de esa horrible mujer?
–¡Yo u otro, qué importa!... No se trata de eso. Fe-
lizmente, nada se ha perdido… He hablado con Géraud, y
debes prepararte para recibir mañana a tu querido tío!
–¿Y… te has atrevido?
–Dios mío, sí… me he atrevido… Y luego?
–¿Y piensas que voy a obedecerte?
–Has obedecido por Jacques Le Goëz; obedecerás
igualmente por el barón Géraud… ¡Es lo mismo!
–¡Jamás!
–¡Mi bella, tu porvenir está ahí… tu futuro de baro-
nesa, y yo sabré complacerte!
–¿Vas a pegarme, tal vez?
–¡Sí, pues no puedo abandonar alegremente una for-
tuna! ¡Deseo tu rehabilitación!... Pero, espero que seas pru-
dente y que recuerdes que me amas.
–¿Amarte?... ¿Amarte, después de lo que acabo de
escuchar? ¡Oh! ¡no! ¡no te amo!... ¡te odio!... No, ¡te despre-
cio!
Ella se dirigió a la puerta para salir de allí; con gesto
brutal, Arthur la arrojó al otro lado de la habitación. Pero
Cloé regresaba, armada con el revólver que había extraído
de su bolsillo:
–¡Vamos, hazte a un lado, sucio macarra, o despa-
rramo tus sesos!
El vizconde, aterrorizado, tuvo que dejarle paso, y la
Srta. de Haut-Brion abandonó el apartamento.
En la calle, el Sr. Le Goëz, siempre puntual, bajaba
del coche. Cloé lo tomó del brazo:
–¡Lléveme, Jacques! ¡Lléveme, por favor!
–¿Adónde? – preguntó el marido de Eléonore.
–A donde usted quiera… con tal de abandonar esta
casa!
127
El grueso banquero ejecutó la petición sin compren-
der, y pasaron la noche, una noche encantadora para Jac-
ques, en el hotel Terminus.
Algunos días más tarde, la bella Lilas se instalaba en
un magnífico palacete de la avenida de Antin, que Le Goëz
amuebló con un lujo digno del origen y belleza de su aman-
te.
129
VII
VIEJAS ENAMORADAS
Sin noticias de la señorita de Haut-Brion y de la Sra.
le Goëz, uno de sus antiguos enamorados, el vizconde Art-
hur de La Plaçade veía venir horas tristes!... Ya no tenía más
crédito en el Cosmopolitan Club, ni reuniones con esos
egoístas de Perrotin y La Templerie que, a las primeras peti-
ciones, cerraban sus carteras!
Cuantas intentonas ejecutó el brillante Espejo, para
continuar su elegante vida. Cuantas mentiras, cuantas esta-
fas, pero también cuantos lamentos, humillaciones y sinsa-
bores.
Desde luego tenía amantes, como no habría podido
ser de otra manera, con su físico de Apolo de Fidias, sus ojos
de terciopelo azul y su barba a los reflejos del sol… Varias
veces, Blanche Latour lo honró con sus favores, pero cuando
vio que el seductor aristócrata no le ofrecía nunca el menor
billete azul y que, por el contrario, todos sus esmeros tendían
a obtener de ella recuerdos en metálico, no regresó al picade-
ro.
Así pues, todavía algunas amantes gratils, pero ya no
más amantes pagadoras! ¡No era divertido! ¡Ya no!...
Pero lo que lo desolaba al chulo en levita era el
abandono definitivo de Lilas. Sí, Lilas vivía como una reina
bajo los cuidados de Le Goëz, y, sin pensar, la miserable,
que el pobre Arthur, su valedor, perdido de deudas y a punto
de ser detenido por estafas y otras historias más oscuras y
graves, se preguntaba lo que le esperaba!
El gran Arthur adelgazaba de preocupación y la
víspera de ese día, mirándose en un espejo – ese Espejo cuyo
nombre llevaba y que reflejaba su rostro – percibió con an-
gustia una ligera arruga que surcaba el mármol de su frente y
un pelo plateado en su sedosa barba de oro!
130
Esa mañana, hacia las once, el Sr. de La Plaçade,
aún en la cama, buscaba el misterio de las vicisitudes huma-
nas, cuando Benoit entró en la habitación.
–¿Qué ocurre? – preguntó el amo – ¿Qué quieres?
¡Espero que valga la pena molestarme!
Benoit, como un sirviente con estilo, dejó pasar la
tormenta.
–En la antesala hay una dama que desearía hablar
con el señor vizconde.
–¿Una dama? ¿Blanche Latour?
–No, señor vizconde… la Sra. Olympe de Sainte-
Radegonde…
–¡Qué se vaya al diablo!
–Después de vos, querido! – respondió la matrona,
entrando.
Arthur dijo, un poco sonrojado:
–Deme al menos tiempo para vestirme, querida.
–¡No soy remilgosa, vizconde!... ¡No os sintáis in-
cómodo conmigo!
Olympe se había instalado en un sofá, y mientras el
bello Arthur pasaba al cuarto de baño y procedía a sus ablu-
ciones matinales, la conversación se produjo a través de la
puerta entreabierta.
–¿Entonces – comenzó la matrona – cómo van los
negocios?
–¡No muy bien del todo! ¿Me traéis dinero?
–No, mi pobre amigo, venía en persona a responder
a vuestra carta… ¡Hum! Veinticinco mil francos… Eso es
una buena cantidad
–¡Oh! vos sois tan rica!
–Es cierto, y no lo oculto. Pero yo no soy una madre
y con vos, hoy…
–¡Maldita sea, yo bien valgo cinco mil francos!
–Los valéis, y más, cuando tengáis vuestras gran-
jas…
–¿Qué granjas?
131
–¡Rayos! La joven Cloé de Haut-Brion y la vieja El-
éonore Le Goëz… Ambas enamoradas bien valen unas gran-
jas en Beauce.
–La cosa no es fácil – gimió Arthur, entre un chapo-
teo de agua perfumada de su lavabo.
–¡Bah! no tendréis más que mostraros… como sois,
de un modo sencillo… a los ojos de una u otra… y ni la una
ni la otra se resistirán a vuestros encantos… ¡Ah! vizconde,
estáis soberbio! ¡Qué cuerpo! ¡Qué formas! ¡Qué bíceps!
¡Qué pantorrillas!... ¡Qué piel!
Y, de pie, en el umbral del lavatorio del que ella
había abierto la puerta, la Sra. de Sainte-Radegonde, con-
templaba al vizconde de La Plaçade que, completamente
desnudo, en la bañera, recibía con delicia, sobre sus hombros
y riñones, las aguas heladas de un aparato de ducha.
–Mi palabra de honor, querido vizconde, dentro de
vuestra máquina de zinc y porcelana, parecéis un joven
tritón en su concha!
Los ojos ardientes de la vieja enamorada continua-
ban fijándose en Arthur, y se producía en la proxeneta como
una ebullición de deseo:
–Sí, un tritón, un verdadero tritón! ¡Dios! ¡qué bello
animal!
Bruscamente La Plaçade golpeó la puerta del cuarto
de baño:
–Basta ya de mitología! Hablemos de mis negocios.
El bello hombre se equivocó al mostrarse tan des-
agradable en su gesto, pues, ante una más amplia visión, la
matrona lujuriosa tal vez se habría desprendido de sus vein-
ticinco mil! Pero, Olympe era una mujer práctica y, una vez
el encanto roto, volvió a sí misma:
–¿Así, que tenéis necesidad imperiosa de ese dinero,
señor vizconde?
–Es tal mi apuro que si no lo tengo mañana tempra-
no, me hago saltar la tapa de los sesos!
Ella ironizaba, insolente:
132
–¿Mataros vos?... ¡Bromista!
El Sr. de La Plaçade apareció vestido en blanca fra-
nela; estaba fresco, rosado al salir de la ducha, pero con una
inquietud en sus bonitos ojos. Curzó los brazos ante la
proxeneta y dijo, muy serio:
–Sí, Sainte-Radegonde, me haré saltar la tapa de los
seos!
–Vos no haréis saltar nada!... Cuando se tiene la in-
tención de entregarse a ese pequeño ejercicio, uno no se di-
vierte en decirlo a sus amigos y conocidos… Por otra parte,
vos no sois un hombre de esos!
–Pero… estoy jodido! ¡Maldita sea!... ¡estoy jodido!
–¿Deudas=?
–Las deudas me las paso por el forro… No temo a
los ujieres. Todo aquí está a nombre de Benoit, mi mayor-
domo…
–Una pequeña estafa… Se os amenaza con la cárcel,
eh?
–¡No!
–¿El juzgado, entonces? Tranquilizaos… eso siem-
pre se arregla.
Él estalló, lleno de esperanza:
–Sí… sí se arregla! Por supuesto, se arreglará si vos
venís en mi ayuda… Y vos me salvaréis, ¿verdad, Sainte-
Radegonde?
Ella se defendió:
–¡Oh! yo… veréis… poco puedo! Lo lamento…
¡Acudid a Lilas!
–¿Lilas? ¡Hablemos de Lilas! La muy zorra me de-
jaría ir a la cárcel después del incidente con Géraud!
–¿Y la Sra. La Goëz?
–¡Eléonore, más de lo mismo! ¡Respondió por mí
ante un montón de acreedores que hoy amenazan con perse-
guirla… Además Eléonore también está muy enfadada des-
pués de la escena con Lilas!
La matrona se aventuró:
133
–Pues no veo más que un medio… ¡Acudid a vues-
tro hermano!
Arthur se estremeció:
–¿Cómo sabéis…?
–¿Qué tenéis un hermano, que son el honor y la pro-
bidad personificada? Un hermano, coronel de dragones, en
el cuartel de Lunéville, un hermano casado con una dama
muy honorable, unhermano comandante de la Legión de
honor, un hermano mayor que os adoraba como si hubieseis
sido su hijo y que, un día, siendo conocedor de algunos deta-
lles sobre vuestra vida galante, os ha echado de su casa,
prohibiéndose reaparecer allí? Sí,¡sé todo eso!... ¡Pero, qué
importa! Desde el momento que se trata del honor del ape-
llido, vos estáis salvado!... Bello Arthur, el valiente soldado,
el digno aristócrata no dejará de acudir en vuestra ayuda…
¡Escribir a vuestro hermano!
–Hace ocho día que me carta ha partido… una carta
donde le contaba todo… donde le confesaba todo! Y… no
he tenido respuesta! Ninguna respuesta, ¿entendéis Sainte-
Radegonde? Y mañana las letras llegan a su vencimiento…
Las falsas se descubrirán… y…
–¿El Juzgado?... ¡Entiendo! ¡La situación es delica-
da!ª
Olympe, extendida sobre su sofá, permaneció un
momento pensativa, y una sonrisa, al principio vacilante,
luego expansiva, vino a revelar que una idea germinaba pre-
cisa en el cerebro de la matrona. Con una mirada atenta, se-
guía el caminar agitado del viconde de La Plaçade a través
de la habitación, y, bajo la elegante chaqueta blanca de fra-
nela, ella volvía a ver con su pensamiento, las formas escul-
turales y admiradas, unos instantes antes en el cuarto de ba-
ño.
–Vizconde, ¿queréis casaros?
La estupefacción se dejó ver en el rufián en levita:
–¿Casarme?.... ¿yo?
134
–Sí… con una mujer que desea convertirse en viz-
condesa y que, mañana… esta noche… os sacará las penas?
–¿Estáis loca?
–¡En absoluto!
Ella se levantó ante el aristócrata:
–¡Esa mujer, soy yo!... Soy yo, la señora Olympe de
Sainte-Radegonde!
Él creía estar soñando:
–¿Vos?... ¿vos?...
–¿Y bien, qué?... Soy rica; ejerzo una profesión lu-
cartiva… ¿Demasiado mayor para vos, señor? ¡Venga ya!...
Tengo cinco años menos que La Goëz… y estoy admirable-
mente conservada!... Una vez vicondesa auténtica… vos me
veréis… me juzgaréis en esencia, mi bello y gran Arthur!
El Sr. de La Plaçade permanecía silencioso, entre el
asombro, la esperanza y el temor.
Olympe se exaltó:
–Una vez convertida en una gran dama, instaleré en
Enghien el «Bar Florido», según vuestra ingeniosa idea y, en
Paris, abriré una agencia matrimonial! ¡oh! una agencia no
como las demás!... Solo recibiremos gente de alta alcurnia,
en salones suntuosos, y ganaremos una inmensa pasta!
Y sin esperar la respuesta del aristócrata, ella salió,
diciendo:
–Tenéis toda la noche para reflexionar en el matri-
monio o… ¡a la cárcel! Os lo repito, vizconde: ¡estoy admi-
rablemente conservada!
Arthur pensaba en la extraña proposición de la Sain-
te-Radegonde; Benoit, tras haber llamado, regresó a la habi-
tación del amo.
Sobre un platillo de plata lleva una carta cerrada y
un pequeño paquete envuelto en una hoja de papel de seda.
El aristócrata despidió al criado, abrió la carta y
leyó:
Arthur,
135
¡Hace un mes que no duermo, no como, no vivo!
Todo mi ser es tuyo y me abandona! Cruel, sabes que no
puedo dejar de quererte, que te he perdonado! ¡Oh, regresa,
mi Arthur! ¡Regresa!... Yo te imploro! ¡Te deseo!... ¡Te
quiero!...¡Arthur! mi Arthur, te envío la llave de la puerta
del jardín… ¡Oh! ¡Qué largas van a parecerme las horas!...
Pues vendrás, ¿no es así, querido adorado?... Mi marido
ahora pasa casi todas sus noches en la casa de esa Lilas que
yo tanto detestaba antes por ser tu amante, y, que hoy, me es
indiferente... ¡Estaremos solos, completamente solos! Ale-
jaré a los criados, y nos amaremos!... ¡Oh! ¡no dejes de lle-
gar a la hora habitual! Me parece que si me olvidases, me
moriría! Ven, y esperando recibe los mejores besos de tu
ELÉONORE.
El Sr. de La Plaçade iba a tirar la carta, pero se per-
cató de que contenía un «post-scriptum»
He logrado, a base de ahorros, acallar una buena
parte de mis acreedores, y tengo en mi secreter una pequeña
suma, por desgracia muy pequeña, que me haría feliz verte
aceptar… Casi me da vergüenza ofrecerte esos billetes azu-
les, cuando pienso que en la caja fuerte de Jacques duerme
una suma enorme, probablemente destinada a tu antigua
amante, ¡la suya hoy!... Sí, la Lilas engorda, y, tú, mi pobre
col, vegetas, sufres, tal vez te veas obligado a privarte de ese
lujo que te es tan necesario y del que mi ambición sería ro-
dearte!
¿A medianoche, de acuerdo? Te espero, rey mío, ¡mi
Dios!
E.
Arthur deslizó la carta en su cartera, diciéndose que,
en el amor, como en la guerra, es bueno estar siempre arma-
do; luego hizo unos gestos ante un espejo, encontrándose
apuesto, espléndido, irresistible. La arruga causada por las
136
preocupaciones ya no dejaba ninguna huella, y Victor, el
célebre peluquero, recortando la barba de oro, había quitado
el pelo plateado!
¡Oh! que ridículo se encontraba por no haber puesto
a la Radegonde de patitas en la calle, a ella y a sus proposi-
ciones descabelladas! ¡Cómo, en su turbación, había podido
detenerse por un instante en la idea del matrimonio?... Se
burlaba de la proxeneta, y movía entre sus dedos orgullosa-
mente la llave de la burguesa!
Una jornada encantadora. – Después de unas visitas
a las exposiciones de pintura y una vuelta por el Bois, el
aristócrata regresaba a su picadero para ponerse su levita;
cenó en el Café Egipcio, asistió a la representación de El
Triunfo de Venus, en las Fantasías Parisinas, y, un poco an-
tes de la medianoche, se dirigió al palacete del banquero le
Goëz.
Cuando llegó al jardín se sorprendió al ver la puerta
entreabierta, pero imaginó una gentil precaución de Eléono-
re. Caminó por la avenida, disimulándose bajo los árboles y
enseguida reconoció a su vieja enamorada que le enviaba
unos besos.
–¡Por fin, aquí estas, mi Arthur!... ¡Qué feliz soy! –
dijo Eléonore.
Se arrojaba en sus brazos, pero él la rechazó:
–¡Tranquila!... Pronto nos amaremos… Allá… en tu
habitación…
Eléonore había decorado su habitación como para
una fiesta: haces de velas rosas ardían en los candelabros;
por todas partes había flores, y la cama, una cama de estilo
renacentista, confortable obra maestra, parecía, con su col-
cha de brocado plateado y sus voluptuosas y floridas almo-
hadas, un altar levantado para el sacrificio del amor.
La Sra. Le Goëz examinaba a Arthur y declaraba,
radiante:
–¡Jamás has estado tan guapo! ¡Jamás has sido tan
deseable!
137
La Plaçade también contemplaba a su amante, la en-
contraba horriblemente envejecida y ajada, a pesar del ma-
quillaje que cubría su rostro, a pesar de la cabellera teñida, a
pesar de todos los cosméticos, todas las pomadas, todos los
artificios.
Eléonore dijo mimosa:
–¿Vas a servirme de dama de compañía, querido?
¡Vamos! ¡A la obra, amor mío!
La vieja se había curvado para que el joven la despo-
jase más fácilmente de su camisón de blanco terciopelo; pero
el gran Arthur no dio ni un paso y dijo:
–¡Hablemos primero, querida!
Ella se reincorporó, inquieta:
–¡Oh! ¡ya no me amas! ¡Lo veo! ¡Ya no me amas!
¿Entonces, por qué has venido?
El había lanzado un muy vago: «Te amo…» y, seña-
lando el pequeño secreter cuyos dorados brillaban bajo las
llamas de los candelabros, preguntó:
–¿Cuánto hay ahí?
–Cinco mil francos… Es poco, lo sé. Te lo he adver-
tido en mi carta, pero tú sabes las dificultades que he tenido
para procurarme esos malditos cinco mil francos! En fin, ahí
están… ¿Los quieres?
–¡No! – dijo rudamente el vizconde.
–¿Por qué?
–Porque son… cien mil francos… doscientos mil
francos… todo lo que está en la caja fuerte de tu marido lo
que necesito!
El rostro del hombre expresaba una resolución tan
salvaje que la Sra. Le Goëz se puso a temblar:
–¡Arthur! ¡Oh! Arthur… ¡me estás dando miedo!
–¿Dónde está la llave de la caja?
–No lo sé…
–¡Mientes!
Avanzó hacia ella, con una llama sanguinaria en los
ojos; ella calló de rodillas y, con las manos juntas:
138
–¡Bien, sí, lo sé!... Pero te lo suplico, Arthur, en
nombre de nuestro amor, no me obligues a tal infamia!
–¿Nuestro amor? – se burló el gran rubio – Te acon-
sejo que no hablar de nuestro amor… ¿Dónde está la lla-
ve?... ¡Quiero saberlo!
–Mi marida siempre la lleva con él en su bolsillo…
–Tiene que haber una segunda.
–Pero… Arthur…
–¡Habla! – gritó el vizconde, con un puñal en la ma-
no.
Eléonore gemía:
–Allí… en ese secreter… Le Goëz me la ha confiado
para que la entregue al primer cajero, mañana por la mañana,
si él no estuviese de regreso en la apertura de los negocios…
–¿Entonces tu marido no está en casa de su aman-
te… en casa de Lilas?
–No… está de viaje…
–¡Eso es bueno! ¡Levántate y vete a buscar esa llave!
Dócil, bajo el puñal, Eléonore abrió el secreter y en-
tregó la llave a su amante.
La Plaçade ordenó:
–Toma uno de los candelabros e ilumíname… Ba-
jamos…
–Arthur – balbucía la Sra. Le Goëz – ¿por qué me
obligas a acompañarte?... ¿Qué necesitas de mí? Déjame
aquí…
Y él, terrible:
–Dejarte aquí, para que abras la ventana, para que
grites… para que me capturen?... Eléonore, si me pillan, tú
estarás conmigo!... Vamos, camina!
Completamente lívida, con el candelabro en la ma-
no, Eléonore, seguida del vizconde Arthur que siempre la
amenazaba con su arma levantada, descendió la escalera que
conducía a los despachos de la banca. Llegaron al despacho
del Sr. Le Goëz, y como las velas no iluminaban bastante el
lugar, el rufián en levita arrancó el candelabro de las manos
139
de su amante y lo depositó sobre una mesa, cerca de la caja
de hierro y al lado de su puñal.
Introdujo la llave en la cerradura, pero de inmediato
la retiró con un gesto de cólera:
–Es una cerradura de clave de cinco letras! ¡Habría
debido darme cuenta!
Y dirigiéndose a Eléonore, que, vacilante, se apoya-
ba al respaldo de un sofá:
–¡Tú debes saber la clave! ¿Cuál es? ¡Responde!
–Antaño era «Paris»… Hoy, lo ignoro…
De repente, La Plaçade observó:
–El nombre de «Lilas» se compone, como «Paris»,
de cinco letras, y el imbécil de tu marido es muy capaz de
haber tomado el nombre de su amante para defender su caja
fuerte.
No se equivocaba. Los botones se alinearon fácil-
mente; la llave giró en la cerradura, y la caja se abrió, dejan-
do ver hasta en sus profundidades un amontonamiento de ci-
lindros de oro y de billetes del Banco de Francia.
El hombre iba a precipitarse en su interior, pero la
Sra. Le Goëz estaba de pie, con los brazos en cruz, cerrando
el acceso a la caja.
–Arthur, ¡he engañado a mi marido, pero no quiero
deshonrarle!... Este dinero, este millón es del barón Géraud
que ha pedido saldar su cuenta, furioso al saber que el Sr. Le
Goëz es el amante de la Srta. de Haut-Brion!... Mañana, el
Sr. Géraud enviará a buscarlo o vendrá él mismo… Yo creía
este dinero destinado a Lilas… no es de mi marido; es del
Sr. Géraud, y, esta mañana, el Sr. le Goëz me lo ha dicho,
entregándome la llave… ¡Arthur, por favor, cierra la caja!
Espejo trataba de apartarla; ella luchaba…
Entonces, se apoderó del puñal que había depositado
sobre la mesa al llegar al despacho:
–¡Aparta o te mato!
–¡Arthur, no quiero que mi marido sea considerado
un ladrón!
140
–¡Por última vez, apártate o te mato!
–¡Piedad, querido!
–¡Toma!
Y el arma del aristócrata se hundió en el pecho de la
Sra. Le Goëz que, golpeada en el mismo lugar que Gabrielle
Bouvreuil, caía muerta, sin un grito, sin un gesto, como la
puta de la calle Marbeuf.
En ese momento, el asesino vio que las cortinas no
estaban echadas, y, por una de las ventanas, pudo percibir,
detrás de los jardines y en las alturas luminosas de una casa
vecina, una mujer espantada levantando los brazos…
Pero, la mujer acababa de desaparecer: él imaginó
haber sido el juguete de una alucinación y miró el cadáver de
su vieja enamorada mientras se acercaba a la caja fuerte…
Dos manos poderosas se abatieron sobre los hom-
bros del asesino, y una voz guasona arrojó:
–Hola, señor vizconde de La Plaçade! ¿Cómo estáis?
Arthur dio un salo de chacal y se puso a la defensi-
va:
–¿Quién sois vos? ¿Qué queréis de mí?
El otro se inclinó, gracioso:
–Ernest Lassagne – dijo el Rizos – ¡Oh! puedo per-
mitirme el lujo de decir mi nombre al asesino de la Sra. Le
Goëz y al ladrón!... ¡No os hagáis el valiente!... ¡No sois el
más fuerte!... ¡Vamos, venid, compañeros!
Se abrió una gran puerta: el Gran Maca y Llega al
Pie salieron de las sombras y se alinearon junto a su camara-
da.
–Ahora, salid corriendo, y lo más rápido posible, se-
ñor vizconde de La Plaçade! – ordenó Lassagne.
–Yo no me llamo vizconde de La Plaçade! – replicó
el amante de la muerta.
–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... ¡Tengo un buen ojo! ¡Os he recono-
cido perfectamente! Os he visto y vuelto a ver, cuando fre-
cuentaba las casas de putas… Vos ya sabéis… el lupanar de
la Martignac, donde todas esas señoritas os llaman Espejo.
141
–¡Vamos!... ¡Romped! – intervino el Gran-Maca
blandiendo una enomre palanca.
–¡No hay tiempo que perder! – añadió Llega al Pie –
y tenéis suerte de que no os hayamos enviado a reuniros con
la vieja dama al otro mundo! Pero nos es útil tener alguien a
quien entregar a la justicia si somos pillados y si se nos acu-
sa del asesinato de la ciudadana…
Arthur se lanzaba hacia la caja abierta para coger al
menos un fajo de billetes o algunos cilindros, antes de tomar
la huida, pero, más rápido que él, Ernest había empujado la
puerta de metal que se cerró con un gran estrépito.
–¡Mierda! – tronó Llega al Pie – ¡ese idiota de Rizos
ha vuelto a activar la clave al cerrar tan fuerte! Tenemos al
menos una hora de trabajo!
Pero Barnabé ya ajustaba su palanca:
–¡Con mi gran aguja de tricotar, entraremos como en
mantequilla! ¡Por otra parte, el vizconde sabe la clave y nos
la va a decir! ¿Verdad, vizconde?
Nadie respondió… Arthur se había esfumado…
¿Adónde ir? ¿Qué hacer?... El Sr. de La Plaçade,
confundido menos por el crimen que por la aparición de los
bandidos, no tenía el ánimo para exhibirse en los cabarets
nocturnos y alegres; regresó a su apartamento.
A las ocho, el asesino se dirigía hacia el bulevar
Saint-Germain para saber algo…
Ante el palacete del banquero Le Goëz se agrupaba
una multitud que los agentes apenas podían hacer circular.
El gran rubio temía delatarse; no se atrevía a pregun-
tar e iba, de grupo en grupo, tratando de escuchar los comen-
tarios y atrapando esbozos de conversaciones, algunas de las
cuales le reconfortaban pero la mayoría ponían un estreme-
cimiento glacial en sus venas.
Sobre el umbral de la casa vecina, el portero hablaba
y sus informaciones debían ser muy interesantes y novedo-
sas, pues una muchedumbre de sirvientes, de obreros, de
142
aprendices, de señoritas dependientas, de estudiantes y bur-
gueses, crecía a cada instante, alrededor del orador.
Arthur se deslizó entre un grupo y escuchó:
–¿Fue a las siete – preguntaba una vendedora de re-
tales – cuando se ha encontrado el cuerpo de la pobre dama?
–Sí, a las siete… El mayordomo, al entrar en el des-
pacho de su patrón, se tropezó con el cadáver… Algo extra-
ordinario, había al lado de la muerta un candelabro que per-
tenecía a la habitación de la Sra. Le Goëz, y las velas todavía
ardían!
–Se dice – comentó un mecánico de la estación de
Sceaux – que la muerta está cosida a puñaladas
–¡Chismorreos!... No ha recibido más que una que,
por desgracia, le ha llegado al corazón!
–¿Se ha encontrado el arma?
–No.
–¿Hay indicios acerca del asesino?
–El comisario sospecha de delincuentes comunes…
Se ha encontrado abierta una puerta del jardín…
–¿La caja no está forzada?
–Por fortuna no, pues había dentro más de un
millón!
Los delincuentes no tuvieron tiempo de trabajar…
–¡Tanto mejor para ese buen de Le Goëz!
–¿No se encontraba en su palacete?
–Acaba de regresar de viaje, según dicen los criados,
pero se cuenta que se iba a escapar con una gran casquiva-
na…
–¿Y qué piensa el comisario?
–¿Del Sr. Le Goëz?
–No… acerca de los delincuentes.
–Cree que se han introducido en el palacete, conoc-
ían la ausencia del banquero, y que estaban buscando la cla-
ve de la caja fuerte, cuando la Sra. Le Goëz bajó, con un
candelabro en la mano… Entonces, han asesinado a la vieja
143
dama y han partido – sin abrir la caja – asustados por algún
ruido…
–¡Y todavía están huyendo!
El aristócrata regresaba a su casa, ya más tranquilo
en cuanto al asesinato – ese asesinato inútil y que lo dejaba
bajo el peso de las letras falsas que debía presentar esa mis-
ma mañana. Pensó en la propuesta de la Sra. de Sainte-
Radegonde y no le pareció tan descabellada. Después de to-
do, un matrimonio con una rica proxeneta era mejor que la
prisión central, y el servicio obligatorio con la vieja Olympe
no impediría sus amoríos externos!
En la calle de Atenas, Benoit advirtió al amo que al-
guien lo esperaba en su despacho.
–¿Un acreedor? – dijo el aristócrata – ¡Despídelo!
–Ese caballero ha declarado que no era un acree-
dor… ordinario!
Intrigado, La Plaçade recibió al desconocido y se
enconteró en presencia del Rizos, muy elegante bajo un
abrigo de piel y guantes suecos, con un sombrero de fieltro
en la mano.
–¡Buenos días, señor vizconde! – dijo, con amabili-
dad, el joven delincuente.
–Buenos días, señor – respondió fríamente el aristó-
crata.
Ernest Lassagne continuó:
–Mis colegas y yo, venimos de correr, sin demasia-
dos contratiempos, nuestra pequeña aventura… Pero hete
aquí que nos hemos visto obligados a darnos el piro, antes de
haber podido forzar la caja… ¡Y eso será, señor, algo que
nos carcomerá toda la vida!
La Plaçade le arrojó:
–¿Qué queréis? ¿Qué deseáis?
–Vengo a pediros un pequeño favor, y no os negar-
éis, puesto que sois millonario.
–¿Un favor?... ¿a mí?... ¡Estáis loco!
144
–¡Oh! una minucia… El pobre Llega al Pie y yo ne-
cesitamos diez mil francos para muebles nuevos.
–¿Venís a chantajearme? Confesadlo de una vez.
–Cuando uno no quiere dejarse chantajear, señor
vizconde, no se deja su cartera blasonada en la misma habi-
tación en la que se acaba de asesinar a una vieja dama, y
cuando la cartera contiene una carta concediéndoos una cita
la noche del crimen en casa de esa persona en cuestión…
Arthur dijo, ingenuo:
–¿Por qué me habéis robado la cartera?
–Para tener vuestros datos personales.
–¡Entregádmela!
–¡Entregad primero los diez mil!
Le vizconde bullía de rabia… ¿Dónde conseguir
diez mil francos?... Y sin embargo, quería su cartera a cual-
quier precio, en razón de la peligrosa carta, sobre todo en
manos de tales individuos… Le vino la idea de saltar sobre
el hombre y arrancarle la carta, pero si el visitante no llevaba
consigo la carta, Arthur temía un escándalo y prefirió tempo-
rizar.
–¡Está bien!... Regresad esta noche y os daré el dine-
ro…
–Esta noche, no puedo… Una reunión amistosa…
Pero si queréis vos podéis venir a buscar la carta…
–¡De acuerdo! ¡Iré! ¿Adónde?
–Bulevar de la Villette, nº 118, en el Conejo Coro-
nado, el tugurio del tío Gérome… una casa muy respeta-
ble… ¡Ah! y no olvidéis la pasta, señor vizconde.
–Podéis contar conmigo… pero hablad en voz baja.
Os ruego que habléis en voz baja…
–Nada que objetar… ¡Ah! ¡sí!... ¡Por cinco mil más,
se os devolverá el puñal que habéis olvidado en las carnes de
la vieja!.... ¡Oh! ¡muy fuerte!... ¡De un solo golpe!… ¡Dere-
cho al corazón!
–¡Callaos! ¡Callaos!
145
Y el apuesto rubio condujo al miserable a la puerta
secreta del picadero, aquella por la cual hacía evadir a sus ri-
cas amantes.
Pero, al regresar al despacho, a punto estuvo de des-
vanecerse – él, tan robusto – de sorpresa y terror.
Un coronel de dragones uniformado, con la insignia
de comandante de la Legión de honor, estaba de pie, con los
brazos cruzados, en medio de la habitación.
–¡Raoul! ¡hermano! – exclamó Arthur – de inmedia-
to inmovilizado ante la actitud amenazante del oficial.
Con voz dolorosa y controlada, el coronel Raoul de
La Plaçade articuló:
–Señor, vengo de pagar vuestras letras falsas, pre-
sentadas, hace un instante, por un botones del banco… luego
he entrado ahí, en vuestro salón, y muy a mi pesar, he escu-
chado todo… No sois solamente un falsificador… ¡Sois un
asesino!
Y, descruzando los brazos, presentó un revólver car-
gado al vizconde:
–¡Mataos, señor, os lo ordeno!
–¡Hermano! ¡hermano! ¡Piedad! ¡Piedad! – gimió
Arthur, espantado.
Pero el otro repitió, inexorable:
–Mataos, si queréis ahorrarme el disgusto de dispa-
raros yo mismo…
–¡Piedad! ¡hermano! ¡Piedad!
–¡Ah! cobarde, tú lo has querido!
El coronel apoyaba el cañón de la pistola en la frente
del vizconde… Arthur se sentía perdido; representó una co-
media suprema, arrancó el arma de las manos de su herma-
no, y corrió a la habitación contigua, gritando:
–¡Tenéis razón! ¡Hay que acabar! ¡Demasiada ver-
güenza!... ¡Hermano, perdóname!
La puerta ya se había cerrado… Se oyó una detona-
ción…
146
Entonces, el coronel se puso a llorar, preguntándose
si había tenido el derecho de hacer el justiciero del honor de
su familia; luego, serio, entró en la habitación, donde, creía
él, Arthur acababa de morir…
La habitación estaba vacía, y el gran rubio descendía
por el ascensor…
Arthur se dirigió al bulevar de la Villette, al Conejo
Coronado, y dejó un anticipo; luego escribió a su hermano,
jurándole que si era culpable de falsificación, era inocente
del asesinato del que un bandido se atrevía a acusarlo para
hacerle chantaje.
El coronel Raoul de La Plaçade fue víctima de ese
terrible aventurero.
Se produjo entre ambos hombres una gran escena en
la cual Arthur, lagrimoso, se hizo el arrepentido a los pies
del otro:
–¡Perdóname, hermano!
Y seguía farfullando:
–Sí… las falsificaciones… pero no el crimen… ¡No
soy un asesino!.... ¡Escucha, Raoul, escucha!... Eres el jefe
de la familia, el dueño de nuestra casa… Se un juez clemen-
te y me comprometo a reformarme mediante una vida de
trabajo y de honor!... Perdona… Perdona… Perdona herma-
no!
El rufián se atrevía a evocar a sus muertos sagrados
e incluso a la Patria, y las lágrimas rodaban por el rostro del
coronel:
–Levántate, Arthur… Olvidaré… ¡Trabaja!... Se de-
cente!...
Y lo atrajo contra su corazón de soldado, valiente y
generoso.
A algunos días de esa escena, Reginald Fenwick,
heredero de la fortuna y del título de su padre, se dirigía a
Londres, llevando consigo el inmortal recuerdo de la Srta. de
Haut-Brion.
147
El duelo había reconciliado al marido y al amante.
El Sr. de la Plaçade asistió, al lado del Sr. Le Goëz, a las
exequias de su víctima y, ante la iglesia de Saint-Germain,
en un grupo donde estaban La Templerie y Perrotin, algunos
miembros del Cosmopolitan charlaban entre ellos:
–¿Y la bella Lilas?
––Esa casquivana, siempre y más que nunca al lado
del viudo.
–¡Tal vez gane con la muerte de la Sra. Le Goëz, pe-
ro ese bravo de La Placade perderá mucho!
–¡Oh! ¡Desde luego él no es el asesino!
–Evidentemente, no… La vieja le Goëz no sabía re-
chazarlo; lo adoraba, y él no es lo bastante estúpido para
haber inmolado su gallina de los huevos de oro.
FIN DE LOS RUFIANES EN LEVITA
El libro III de los Últimos Escándalos de París tiene por
título
LA GRAN CASQUIVANA
149
Este libro acabó de traducirse en Pontevedra, el 13 de abril
de 2014
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