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1 Más allá de la oración de petición Por Andrés Torres Queiruga Este texto se publicó inicialmente en IGLESIA VIVA, nº 152 (191) y posteriormente incorporado como capítulo IV, con el mismo título, al libro Recuperar la creación (Sal Terrae) 1. Introducción necesaria Hay ocasiones en las que la entrada a un tema resulta especialmente difícil. Se tiene la impresión de que está cubierto por un follaje de alertas, prejuicios y cautelas, y de que, por lo tanto, si no se despeja, no va a ser fácil el entendimiento: el escritor acabará sintiéndose incomprendido y los lectores por su parte, se considerarán acaso agredidos. Que este capítulo sea el final del libro, reviste un doble significado: 1) de algún modo constituye un auténtico test de su validez global, pues el problema de la “petición” resulta crucial para la visión de Dios que intentamos lograr; 2) supone una ventaja metodológica, pues a la luz de lo anterior muchos malentendidos desaparecen por sí mismos. Aun así, no sobrará esta “introducción necesaria”, pues conviene, en lo posible, aclarar desde el principio la meta de la intención y el plano preciso de la reflexión. 1.1 El problema y la intención Siempre me han sorprendido las dos reacciones polares que, de modo casi inevitable, se producen en cuanto se aborda el problema de la oración de petición. Por un lado, está la reacción espontánea del público, incluso del no especialmente ilustrado, cuando se le expone la visión del Dios cristiano: como amor entregado sin reservas, que no quiere ni permite el mal sino que lo soporta con nosotros en los límites de la historia, que no piensa más que en nuestro bien y en nuestra salvación . De forma absolutamente natural, aparece siempre alguien entre el público que, asombrado y religiosamente conmovido, saca la conclusión: entonces no es necesario pedirle nada a Dios, puesto que nos lo está dando todo. Por otro lado, está la reacción opuesta, cuando el tema se presenta por sí mismo de modo aislado; digamos, cuando se expone como una conclusión sin la presencia viva de las premisas en las que se apoya: entonces decir que no se cree necesaria ni provechosa la oración de petición, suscita de ordinario una sorprendente irritación, que a veces llega a la agresividad. Puede tomar o bien la dirección personal de quien se siente cuestionado y aun agredido en algo muy íntimo, o bien la doctrinal de quien cree amenazado el núcleo de la experiencia cristiana o de la misma fe en Dios. Sorprendente, pero comprensible. Cuando, como es el caso en nuestro tiempo, se está viviendo en seno de una gran transformación en un cambio de paradigma, la reacción polar resulta normal; sobre todo si se trata de un tema que afecta estratos muy profundos de la vivencia. Las personas que, por los motivos que sea, entraron con más decisión en la nueva onda, tienden a ver todo como evidente. En cambio, las que permanecen más ligadas a los esquemas anteriores tienden a ver tan sólo los aspectos de desmonte y “deconstrucción” de lo recibido; de suerte que tienden a percibir la insistencia en lo nuevo como amenaza subjetiva o descalificación objetiva. La nueva figura está ya en el aire, pero aún no aparece nítida en los detalles ni elaborada en sus consecuencias. Por eso, el primer grupo parece ver demasiado claro, e incluso puede dar una cierta impresión de ingenua prepotencia teórica, que quiere arrasar con todo; mientras que el segundo parece a veces negar lo evidente, y produce la impresión de poner remiendos allí en donde lo más sencillo sería simplemente afrontar con claridad el nuevo modo de ver. Si no se tiene en cuenta esta situación, el diálogo resulta por fuerza muy difícil, si no imposible. Cada postura juzga a la otra desde sí misma, sacando así consecuencias que serían justas desde los

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Más allá de la oración de petición

Por Andrés Torres Queiruga

Este texto se publicó inicialmente en IGLESIA VIVA, nº 152 (191) y posteriormente

incorporado como capítulo IV, con el mismo título, al libro Recuperar la creación (Sal

Terrae)

1. Introducción necesaria

Hay ocasiones en las que la entrada a un tema resulta especialmente difícil. Se tiene la impresión de

que está cubierto por un follaje de alertas, prejuicios y cautelas, y de que, por lo tanto, si no se

despeja, no va a ser fácil el entendimiento: el escritor acabará sintiéndose incomprendido y los

lectores por su parte, se considerarán acaso agredidos. Que este capítulo sea el final del libro,

reviste un doble significado: 1) de algún modo constituye un auténtico test de su validez global,

pues el problema de la “petición” resulta crucial para la visión de Dios que intentamos lograr; 2)

supone una ventaja metodológica, pues a la luz de lo anterior muchos malentendidos desaparecen

por sí mismos. Aun así, no sobrará esta “introducción necesaria”, pues conviene, en lo posible,

aclarar desde el principio la meta de la intención y el plano preciso de la reflexión.

1.1 El problema y la intención

Siempre me han sorprendido las dos reacciones polares que, de modo casi inevitable, se producen

en cuanto se aborda el problema de la oración de petición.

Por un lado, está la reacción espontánea del público, incluso del no especialmente ilustrado, cuando

se le expone la visión del Dios cristiano: como amor entregado sin reservas, que no quiere ni

permite el mal sino que lo soporta con nosotros en los límites de la historia, que no piensa más que

en nuestro bien y en nuestra salvación . De forma absolutamente natural, aparece siempre alguien

entre el público que, asombrado y religiosamente conmovido, saca la conclusión: entonces no es

necesario pedirle nada a Dios, puesto que nos lo está dando todo.

Por otro lado, está la reacción opuesta, cuando el tema se presenta por sí mismo de modo aislado;

digamos, cuando se expone como una conclusión sin la presencia viva de las premisas en las que se

apoya: entonces decir que no se cree necesaria ni provechosa la oración de petición, suscita de

ordinario una sorprendente irritación, que a veces llega a la agresividad. Puede tomar o bien la

dirección personal de quien se siente cuestionado y aun agredido en algo muy íntimo, o bien la

doctrinal de quien cree amenazado el núcleo de la experiencia cristiana o de la misma fe en Dios.

Sorprendente, pero comprensible. Cuando, como es el caso en nuestro tiempo, se está viviendo en

seno de una gran transformación —en un cambio de paradigma—, la reacción polar resulta normal;

sobre todo si se trata de un tema que afecta estratos muy profundos de la vivencia. Las personas

que, por los motivos que sea, entraron con más decisión en la nueva onda, tienden a ver todo como

evidente. En cambio, las que permanecen más ligadas a los esquemas anteriores tienden a ver tan

sólo los aspectos de desmonte y “deconstrucción” de lo recibido; de suerte que tienden a percibir la

insistencia en lo nuevo como amenaza subjetiva o descalificación objetiva. La nueva figura está ya

en el aire, pero aún no aparece nítida en los detalles ni elaborada en sus consecuencias. Por eso, el

primer grupo parece ver demasiado claro, e incluso puede dar una cierta impresión de ingenua

prepotencia teórica, que quiere arrasar con todo; mientras que el segundo parece a veces negar lo

evidente, y produce la impresión de poner remiendos allí en donde lo más sencillo sería

simplemente afrontar con claridad el nuevo modo de ver.

Si no se tiene en cuenta esta situación, el diálogo resulta por fuerza muy difícil, si no imposible.

Cada postura juzga a la otra desde sí misma, sacando así consecuencias que serían justas desde los

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propios presupuestos, pero que no lo son desde los de la otra: no se analiza lo que realmente piensa

el otro desde sí mismo, sino lo que parece que tendría que pensar desde la otra perspectiva.

En el caso concreto de la oración de petición, esto sucede con especial agudeza. La razón está en

que a la intensidad subjetiva del tema se le suma la existencia de una tradición objetiva que —sobre

todo a partir de la Ilustración y del Deísmo— arguye con razones de fuerte sabor racionalista. (Lo

cual, como veremos, no quita sin más todo valor a esas razones, pero las hace injustas con la

auténtica vivencia religiosa, y, en todo caso, las convierte en radicalmente distintas de las que aquí

se proponen).

Resulta indispensable tenerlo en cuenta, para no caer en la trampa de dar por supuesto que ya se

sabe exactamente en qué consiste la nueva propuesta. La experiencia enseña que, de ordinario, el

rechazo parte de dos suposiciones fundamentales: 1) en el plano doctrinal el nuevo modo de orar se

interpreta desde las objeciones típicamente racionalistas contra la oración: que Dios es inmutable,

que no se interesa por nosotros, que las leyes físicas no lo permiten… ; y 2) en el plano personal se

estima que está descalificando la conducta de los que piden, que niega el valor de la oración, que no

tiene en cuenta las necesidades antropológicas del orante, y sobre todo que cuestiona tanto la

tradición como las claras afirmaciones de la Biblia al respecto.

Con tales premisas, se comprende que no puede, ni debe, haber otra reacción que la de defender la

doctrina objetiva y preservar así la propia vida religiosa. Pero, a poco que lo piense, el lector que

haya seguido hasta aquí el libro, comprenderá con toda evidencia que no son, ni pueden ser, esos los

motivos ni esa la intención de lo que aquí buscamos.

Ante todo conviene aclarar que se trata primariamente de una postura teológica. Sus motivos nacen

justamente de la reflexión sobre la experiencia del Dios de Jesús y tratan de asegurar su coherencia.

Lo que importa es acoger a Dios tal como Él se nos revela, preservando la originalidad de su amor,

aunque esto suponga romper evidencias que parecían obvias y quebrar rutinas psicológicas que ya

se habían hecho cómodas. Por eso, aunque de entrada pueda parecer que se dice lo mismo que en

las típicas objeciones “filosóficas” contra la oración, en realidad y como se verá, se dice algo

profundamente diferente . (De todos modos, el entrecomillado indica la cautela ante la fácil

descalificación de lo filosófico; trataremos de ver como tiene también mucho que enseñar, si se

escucha con inteligencia y humildad).

Por lo mismo es obvio que no se trata de “juzgar” conductas, ni menos de “descalificarlas” (¿con

qué autoridad, por otra parte?). Lo único que se busca es afinar la experiencia de la oración y

ayudar, si fuese posible, a una más rica e intensa vida religiosa. La intención no es, pues, la de

quitar nada, sino la de avanzar en un proceso, conservando lo mejor de lo anterior y enriqueciéndolo

con nuevas aportaciones. En este sentido, cuestionar la “oración de petición” quiere ser sólo un

medio de proteger y fomentar la “oración como tal”, de la que aquella es sólo una modalidad muy

concreta. Dicho un poco drásticamente: no se trata de orar menos, sino de orar más y mejor. (Otra

cosa es, naturalmente, que el propósito se logre o que la postura sea acertada, pero ahora se trata de

aclarar la intención).

Esto supone, por consiguiente, que en ningún momento se pretende tampoco negar los valores

reales ni los méritos históricos de la oración de petición. No cabe duda de que dejó monumentos

admirables de piedad tanto personal como colectiva y de que ha educado la sensibilidad religiosa de

innumerables generaciones. Y aún hoy sigue siendo vehículo de profundas experiencias religiosas,

en las que se expresa lo mejor y lo más profundo de muchas personas. La cuestión está únicamente

en preguntarse si no ha llegado la hora de mejorar el vehículo, conservando sus valores y tratando

de evitar las disfunciones que hoy creemos descubrir.

1.2 Un cambio necesario

Lo cual no significa que los hombres y mujeres actuales seamos mejores que nuestros antepasados o

superiores a ellos: la ingenuidad del positivismo por etapas resulta hoy demasiado evidente. Indica

tan sólo que estamos en un momento histórico distinto, más acá de un profundo cambio cultural que

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ha obligado a ver muchas cosas de otra manera. Y eso supone que no se trata de una opción

voluntaria: es algo que está ahí y nos desafía, pues cuando históricamente se hace un

descubrimiento resulta inútil intentar cerrar los ojos y ocultarlo. Sería luchar contra el tiempo y

negar la historicidad de la fe en su realización concreta.

Que el cambio está ahí, parece evidente. Empezando por una constatación prácticamente universal

en la vida misma de los creyentes, al menos cuando ésta ha alcanzado una cierta intensidad y

madurez: la oración de petición va, por un lado, reduciendo cada vez más su espacio, dejando las

necesidades “materiales”, para concentrarse en las “espirituales”; y, por otro, va cediendo ante las

otras modalidades como la acogida, la alabanza o la acción de gracias… (Y nótese que este proceso

es observable a lo largo de toda la historia: el corte no es tan radical y la nueva propuesta cuenta con

un fecundo humus de continuidad). En segundo lugar, está el hecho de una creciente crítica

filosófica, que se agudizó en la modernidad, pero que venía ya desde antiguo: como lo señaló hace

ya muchos años F. Heiler, los motivos están ya presentes en Máximo de Tiro (segunda mitad del s.

II) con el título bien expresivo “Si se debe orar” (ei dei eujeszai) .

Ya queda indicado que nuestra reflexión quiere ser teológica y que sus motivos y conclusiones son

diferentes de los de la crítica filosófica. Pero eso no significa que se niegue a tenerla en cuenta y

aprender de ella. De hecho, resulta penosa la actitud estrechamente apologética, cerrada casi

siempre no sólo a las intenciones sino incluso a las razones evidentes, con que suele ser afrontada .

Una teología de la oración que no deje cuestionar su coherencia por la crítica filosófica y no

aproveche la riqueza de sus razones, se empobrece a sí misma y acaba generando una “mala

conciencia” a base de justificaciones artificiosas y forzadas, que puede resultar fatal para la misma

fe.

Que instintivamente se produzca una cierta resistencia, no debe extrañar. Sucede siempre —es ya

tópico aludir a la obra de T. S. Kuhn — que acontece un cambio de paradigma: la conmoción es tal,

que siempre aparecen resistencias instintivas; mucho más, cuando en un caso como el de la oración

se tocan resortes emotivos y vitales tan profundos. De entrada, se tiende a acudir expedientes

acomodaticios, a remiendos que modifican para no cambiar. En la situación de la teología moderna,

con una tarea inmensa para re-pensar siglos de tradición e con una creciente sensación de ciudad

sitiada, resulta muy explicable la acentuación de tal tendencia.

Lo malo es que de ese modo se calma la angustia, pero se retrasa la solución real, aumentando

todavía más una distancia que ha alcanzado ya límites que tal vez no resulte exagerado calificar de

dramáticos. Una de las responsabilidades más urgentes y fundamentales de la fe hoy —el Vaticano

II lo reconoció de manera muy clara— radica justamente en actualizar la comprensión de la fe,

haciéndola significativa y vivible para los hombres y mujeres de hoy (que no son peores ni están

más lejos de Dios que en otros tiempos).

Espero que desde esta perspectiva se comprenda mejor el afán clarificador de la presente reflexión,

que juzga preferible no seguir dedicándose a capear el temporal hasta que la presión de los hechos

rompa definitivamente los diques del viejo paradigma, sino acoger los nuevos signos e integrarlos

con alegría y esperanza en una vivencia actualizada. No es aventurado afirmar que este afán de

acoger la nueva situación y buscar la coherencia lógica representa hoy la verdadera figura de la

fidelidad a la tradición bíblica, que por algo se caracteriza por su esencial vocación histórica.

1.3 El proceso expositivo

Lo dicho hasta aquí muestra que en este caso puede tener importancia el curso concreto de la

exposición. Caben, como es lógico, varias posibilidades. La primera podría ser empezar por el

testimonio bíblico; camino legítimo y bastante normal en cualquier discurso teológico. En otro

extremo, cabría partir de las objeciones modernas contra la oración de petición, puesto que ellas

suscitaron en gran parte el problema. Pero no vamos a seguir ninguna de las dos.

No seguiremos la segunda, porque situaría la discusión en una perspectiva “externa”, que acabaría

deformando lo más decisivo de nuestra intención, la cual se dirige justamente a reflexionar desde la

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entraña misma de la oración cristiana. Tampoco la primera, por un motivo bien preciso: de ese

modo se da por supuesto que ya sabemos lo que dice la Biblia al respecto, cuando en realidad lo que

intentamos es averiguarlo más allá de la superficie literal. Piénsese en que también los cardenales

romanos que juzgaban a Galileo estaban convencidísimos de que “sabían” lo que decía la Biblia

cuando en el libro de Josué leían que el sol giraba en torno a la tierra; también los que hasta ayer

mismo criticaban a Darwin “sabían” lo que acerca de la creación del hombre dice el Génesis; y son

aún muchos los que “saben” con bastante detalle la biografía de Jesús, puesto que la “leen” en los

Evangelios…

Justamente uno de los esfuerzos importantes de este capítulo consistirá en intentar comprender qué

significa verdaderamente la llamada —repetida e innegable— de Jesús a la petición. Es obvio que

nadie va a pretender negar ese dato. Lo único que podemos hacer es interpretarlo con el

instrumental hermenéutico de que hoy disponemos. El acierto podrá ser mayor o menor. Pero, por

eso mismo, rogaría al lector que hasta entonces haga una epojé, es decir, que suspenda el juicio a la

espera de ejercerlo en su momento. Recuérdese la petición de Spinoza: “Aquí sin duda los lectores

dudarán, y verán muchas objeciones a su espíritu; les ruego que avancen a pasos lentos conmigo y

que no formulen juicio antes de leerlo todo” .

Insisto, porque es muy importante; de otro modo, se mezclarán los planos y se perturbará todo el

razonamiento. Porque el proceso de exposición aquí elegido es otro, que intenta ser más orgánico.

Parte de lo más central: de la figura de Dios que se nos revela en Cristo y del tipo de relación —de

Dios con nosotros y de nosotros con Dios— que de ella se deriva. Desde este núcleo central, que es

lo más seguro y evidente que tenemos, leeremos los dichos de Jesús sobre el caso concreto de la

petición. Entonces sí, intentaremos comprenderlos a esa nueva luz: no imponiéndoles a la fuerza un

nuevo significado, pero tampoco dando por supuesto que ya conocemos sin más el que deben tener

para nosotros hoy.

Como paso intermedio, se analizarán también las razones por las que, aún supuesta esa imagen

cristiana de Dios, muchos siguen opinando que la oración de petición representa un modo coherente

y adecuado de relación con Él. De paso, en la medida de lo posible, se harán las alusiones

imprescindibles a las objeciones nacidas dentro de la sensibilidad moderna.

Con lo cual sobra advertir al lector acerca de la cruel concisión que, a pesar de la extensión del

capítulo, impone la falta de espacio (en realidad, se precisaría todo un libro para este único tema). Si

en algún momento los razonamientos resultan excesivamente concisos y las afirmaciones toman una

apariencia demasiado drástica, atribúyase a esta circunstancia ineludible. La pasión de la idea y el

intento de coherencia lógica no deberían engañar sobre el espíritu de fondo: son únicamente la

búsqueda tanteante y respetuosa de una vivencia más plena y responsable de ese misterio que

llamamos oración.

2. Más allá de la oración de petición

2.1 ¿Tiene sentido “pedir” a un Dios que es amor ya siempre entregado?

“A través de todas las objeciones que a lo largo de los siglos se formularon contra la oración de

petición, atraviesa coma un hilo rojo la cuestión de Dios. La imagen de Dios que se supone en cada

caso parece resultar completamente decisiva para la afirmación o la negación de la oración de

petición” . Esta afirmación parece evidente: de la imagen que se tiene del Dios a quien se reza

depende el modo como se le reza. Por eso todo innovador religioso, y aun todo maestro espiritual,

introdujo un modo peculiar de oración. No es casual que los discípulos de Jesús le pidan que les

enseñe a orar “igual que Juan” les enseñó a los suyos (Lc 11, 1) .

De ahí que la pregunta del presente subtítulo sea tan directa y abrupta: quiere marcar desde el

comienzo su carácter teológico. Fijémonos que interroga desde la plenitud positiva de Dios y no

desde las típicas objeciones a las que de ordinario atiende la defensa de la oración de petición. No

parte ni de la objeción psicológica del posible egoísmo humano o del intento de manipular a Dios,

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ni de la ético-sociológica de que sería una dimisión de la propia responsabilidad, ni de la filosófico-

teológica de un Dios impersonal e inmutable o de una total e intangible autonomía humana . No

hace acusaciones de magia ni de ingenuidad, no se apoya en una concepción deísta ni arguye desde

una secularidad radical.

Permítase, pues, que de manera sintética evoquemos la imagen que ha intentado elaborar todo el

esfuerzo del presente libro.

El razonamiento se apoya todo él en el Dios que logró ir desvelando su rostro e una larga

experiencia bíblica hasta culminar en Jesús de Nazaret. Ante ese Dios, que es Abbá, es decir, padre-

madre que ama sin límite y perdona sin condición; que toma siempre la iniciativa y que “cuando

aún éramos pecadores” (Rm 5, nos entregó a su Hijo; que “hace salir el sol sobre malos y buenos,

y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45); que nos lo ha dado todo, y sigue siempre presente y

operante en el mundo y en la vida (Jn 5, 17)… ante ese Dios, ¿tiene sentido la petición? Si nos lo ha

dado y nos lo está dando todo, ¿qué puede significar aún pedirlo? A alguien que nos está ya

regalando algo, no le suplicamos: simplemente aceptamos o rechazamos su don, y, si hablamos,

será para expresar los sentimientos correspondientes.

Bien sé que Dios es diferente y que no podemos trasladar sin más a Él los esquemas de nuestras

relaciones humanas: ya entraremos en ese punto. Ahora interesa hacer notar la dirección

expresamente teocéntrica de la pregunta: con independencia de que la solución sea más o menos

acertada, la intención se dirige a que nuestra oración responda a lo que Dios es y quiere ser para

nosotros; la preocupación consiste en respetar del mejor modo posible la irrestricta generosidad de

su amor y la exquisita delicadeza de su oferta. En definitiva, se trata de ejercer consciente y

respetuosamente nuestra relación de creaturas necesitadas de salvación, acomodándonos al modo en

que el Creador realiza su entrega salvadora. No se trata, pues, en modo alguno de imponer los

esquemas de nuestras relaciones humanas, que, aun en el donante más generoso, están siempre

teñidas por la necesidad y amenazadas por la voluntad de dominio.

La profundidad y trascendencia de esto se confirma en cuanto meditamos un poco el trasfondo

ontológico implicado en la presentación que hace de Dios la tradición religiosa que Jesús lleva a su

culminación insuperable. Desde el Abbá evangélico aprendemos a ver al Creador como Aquel que

hizo al hombre por amor, y sólo por amor (no precisamente “para que lo sirva”, expresión que, si en

segunda o tercera instancia puede tener una significación aceptable, de entrada evoca —

recuérdese— lo que explícitamente dice el poema babilónico de la creación: Marduk creó al hombre

para que los dioses “puedan reposar”). Dios lo crea y —como experimentamos cada vez que nos

llegamos a la orilla de nuestra abisal contingencia— lo sostiene continuamente en su ser, con la

única y exclusiva preocupación de hacerlo avanzar, apoyándolo en su esfuerzo por una realización

lo más plena y humana posible.

Lo cual significa que todo nuestro ser está amasado y perennemente trabajado por su dinamismo

amoroso, que se manifiesta y encarna en el impulso vital, en el deseo del bien, en el ansia de

fraternidad y plenitud. Naturalmente, ese impulso en lo que tiene de fuerza hacia la realización

personal y social respeta la legalidad intrínseca de la libertad humana; no fuerza nada, sino que se

ejerce como ofrecimiento gratuito. Esta libertad, por su parte, es una libertad finita, jamás

plenamente dueña de sí misma, continuamente lastrada por la inercia y asediada por el instinto.

Dios, que nos creó y “sabe de qué masa estamos hechos”, se vuelca sobre nosotros, aplicando todo

su ser, que “es amor” (1 Jn 4, 8. 16), para ayudarnos, potenciarnos y dinamizarnos. De tal suerte,

que vivir auténticamente equivale a acoger su dinamismo realizador y salvador; ser equivale a

“dejarse ser” por Él; actuar equivale a aceptar y “consentir”.

Vivir “desde Dios”, ése es el gran descubrimiento de toda experiencia religiosa auténtica. De la

cristiana lo es, si cabe, con mayor razón, dado su carácter decididamente personal e histórico.

“Nadie puede acercarse a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae”, dice el Jesús joánico (Jn 6,

44); y de modo aún más íntimo, dice San Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,

20). Ese es, por tanto, el más genuino y definitivo programa de vida: abrirse a Dios, acoger su

impulso, dejarse trabajar por la fuerza salvadora de su gracia. No “conquistarlo”, sino dejarse

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conquistar por Él; no “convencerlo”, sino dejarnos convencer… no “rogarle”, sino dejarnos rogar.

La tradición cristiana nunca ha perdido esto de vista. “Disponte a recibir, pues yo estoy más

dispuesto a dar que tú a recibir”, interpreta magníficamente en plena edad Media Angela de Foligno

su experiencia de Dios . Y Meister Eckhart lo dice todavía con mucho más vigor: “El hombre justo

no tiene necesidad de Dios. Aquello que tengo, eso no lo necesito. Ese hombre sirve por nada y

tiene en nada todas las cosas; él tiene a Dios, por eso sirve por nada. Tan alto como está Dios por

encima del hombre, mucho más está dispuesto Dios a dar que el hombre a recibir” .

En nuestro tiempo lo expresa con inaudito vigor esa alma fina y atormentada que fue Simone Weil:

“Dios aguarda pacientemente que yo me digne finalmente consentir en amarlo. Dios aguarda como

un mendigo que se mantiene en pie, inmóvil y silencioso, ante uno que acaso le dará un trozo de

pan. El tiempo es esta espera. El tiempo es la espera de Dios que mendiga nuestro amor” . Y ¿no iba

ya por ahí la misteriosa y fascinante sugerencia de aquella frase del Apocalipsis: “ Mira que estoy a

la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él

conmigo”? (Ap 3, 20) .

He aquí el punto a donde quería llegar la reflexión. Tal es la vivencia profunda que trata de rescatar

y asegurar. Toda oración, para ser auténtica, tiene que insertarse en este movimiento fundamental.

Movimiento en sí obvio, pero la contracorriente del imaginario habitual y de las formulaciones

espontáneas, tienden a ocultarlo y desviarlo. Con todo, aparece en los momentos vivos o en las

experiencias más lúcidas e intensas. Entonces se hace patente lo que Paul Tillich ha llamado “la

paradoja de la oración” . Lo hace justamente al comentar el impresionante pasaje de la carta a los

Romanos donde Pablo lo expresa con palabras inolvidables, siempre admiradas y meditadas porque

llevan en sí la marca de su propia verdad: “ el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues

nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por

nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26-27). Tillich lo comenta así:

La esencia de la oración es el acto de Dios que está trabajando en nosotros y eleva todo nuestro ser

hacia Él. El modo como sucede es llamado por Pablo „gemidos‟. Gemido es una expresión de la

flaqueza de nuestra existencia creatural. Sólo en términos de gemidos sin palabras podemos

acercarnos a Dios, y aun estos suspiros son su obra en nosotros .

En el fondo, todos lo sabemos o presentimos, y por eso toda oración, hecha con espíritu sincero,

supone y busca este modo de expresarse. Esa es la razón por la que muchos se desconciertan y se

sienten ofendidos e irritados cuando se les dice que su oración de petición no es coherente con el

Dios revelado en Jesús: ponen el acento en la intención subjetiva con que oran (que es genuina y

auténtica); pero no ven que la crítica habla de lo objetivo, es decir, analiza y quiere corregir la

estructura misma de las fórmulas que expresan (distorsionándola) aquella intención.

Tal vez ahora sea más fácil verlo. Lo será aun más, si ponemos al descubierto el esquema

imaginativo que de modo espontáneo, y sobre todo alimentado continuamente por las formas

ordinarias de hablar y de rezar, subtiende la petición. El “desde Dios” originario queda recubierto

por imágenes opuestas, que tienen gran fuerza justamente porque apenas son conscientes y porque

se dan por obvias desde la infancia: no Dios en nosotros y en la realidad, sustentándonos desde

dentro, apoyándonos y dinamizándonos con todo su amor siempre en acto; sino nosotros acá y Dios

allá: un Dios que nos observa desde el cielo, nos instruye desde fuera, nos impone sus

mandamientos, nos juzga, y que de vez en cuando nos envía alguna ayuda… Entonces,

naturalmente, hay que dirigirse a ÉL, llamarlo para que acuda, pedirle que intervenga haciendo esto

o lo otro; si es posible, convencerlo, acaso ofreciéndole algún don, haciendo algún sacrificio o

acudiendo a alguna recomendación…

Caricatura una vez más, desde luego. Pero, honestamente, resulta muy difícil negar que ese es el

esquema que subjetivamente alimenta muchas oraciones de petición y que objetivamente está

implicado en todas. Esto último —”está objetivamente implicado en todas”— es el punto en el que

a partir de ahora vamos a insistir.

2.2 Los inconvenientes de la oración de petición

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Ya se entiende que la presente insistencia no obedece a un capricho gramatical o a un elitismo

teológico. Se trata de algo mucho más grave. No sólo —que ya sería mucho— del “honor” de Dios,

del respeto que nos merece su imagen y de la exquisita fidelidad con la que debemos intentar acoger

el modo de su presencia amorosa. Es que la estructura objetiva de las palabras tiene por sí misma un

influjo grave, que va más allá de la voluntad de quien las pronuncia. Este influjo puede ser paliado,

pero no eliminado a fuerza de intención subjetiva.

Para lograr claridad, ahora que ya queda suficientemente explicado su carácter de análisis objetivo,

la exposición va a ser descarnada, tratando de dejar al descubierto el esqueleto lógico que subyace

—repitamos, con independencia de la voluntad del orante— en la oración de petición. Un análisis

estructural riguroso descubriría seguramente más cosas. Para nuestro propósito bastan las

implicaciones elementales.

Pedir algo a alguien implica dos supuestos fundamentales: informarlo —en caso de que no lo

sepa— de una necesidad o deseo, y tratar de convencerlo para que actúe (lo cual implica también

que se cree que lo puede hacer). En el caso de Dios, es obvio que el primer supuesto carece de

objeto: Él conoce todo, aún todos los condicionamientos psicológicos y sociales de tipo

inconsciente que a nosotros —hoy lo sabemos muy bien— se nos escapan de manera irremediable.

El peso cae, evidentemente, en el segundo supuesto: se trata de lograr que Dios se decida a hacer

algo porque nosotros se lo pedimos.

Seguro que en la mente de más de un lector se dispararon ya numerosas aclaraciones y

matizaciones, para decir que no es exactamente eso lo que se pretende, que… Le ruego que las

aplace: pronto volveremos sobre ellas. De momento interesa todavía seguir analizando por sí

mismas las implicaciones objetivas. Para avanzar, pongamos un ejemplo, acaso un poco brutal, pero

idéntico a cualquiera de los que pueden escucharse cualquier domingo en cualquier iglesia: “Para

que en Etiopía no pasen hambre, roguemos al Señor. —Señor, escucha y ten piedad”.

¿Qué se está implicando ahí? Cuando la alerta crítica ha roto ya el sonsonete rutinario, algo suena

mal, muy mal. Lo que se dice implica un presupuesto de extrema gravedad teológica. No es Dios,

sino los orantes quienes toman la iniciativa. Ellos conocen la necesidad y se compadecen de ella;

hay alguien que la puede remediar, pero que o bien no la ha descubierto todavía o bien no está muy

dispuesto a usar su poder; entonces ellos se aplican a moverlo, para que por fin ayude. Encima, la

respuesta comunitaria, en su tenor objetivo, no sólo confirma esto, sino que lo agudiza hasta lo

ofensivo con la reduplicación insistente: “escucha” (es decir, atiende, advierte, date cuenta, haz

caso… ); “y ten piedad” (no sigas indiferente, mira su miseria, sé compasivo de una vez… ).

Póngase en el lugar de una comunidad orante ante Dios a un grupo de ciudadanos que van a

interceder ante un dictador por un grupo humano oprimido (obsérvese que ni siquiera existe una

situación democrática en la que ese lenguaje pueda ser empleado públicamente), y se verá la dureza

increíble de lo que esa expresión está objetivamente suponiendo .

Las atenuantes subjetivas —que existen— no podrán nunca borrar aquello que se dice en lo que se

dice. Y cuando esto se descubre, no creo que sea sano para nosotros ni honesto para con Dios seguir

manteniendo ese tipo de fórmulas. Porque, continuando con las implicaciones, la lógica más

elemental concluye que, si después de eso, en Etiopía sigue habiendo hambre, es porque Dios ni

“escuchó” ni “tuvo piedad”. Y encima nosotros, al pedir, ya hemos hecho lo nuestro, o al menos

parte del nuestro; con lo cual de algún modo podemos quedar tranquilos y justificados (a parte de

que, aunque no se nos pase por la cabeza, toda la semántica objetiva del gesto está enunciando

subliminalmente que nosotros somos mejores que Dios).

La rutina puede amortiguar la percepción, y las “explicaciones” tienden a acomodar la psicología;

pero el mensaje está siendo continuamente lanzado, bombardeando el inconsciente individual y

configurando el imaginario colectivo. Por eso, en lugar de empeñarnos en disculpas y aclaraciones,

haríamos mejor en escuchar algo que ya en el siglo IV antes de Cristo había advertido Sócrates. A

punto de morir, en disputa con Critón, que terqueaba en identificarlo a él con su cadáver, acaba

diciéndole: “Ten bien sabido, excelente Critón, que no hablar con propiedad no es sólo falso en sí

mismo, sino que además hace daño a las almas” (Fedón 115e). ¡Cuánto bien haría meditar bien

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estas palabras en temas tan delicados y transcendentes!

Hoy, con la aportación del estructuralismo en filosofía, por un lado, y después de lo que sabemos

acerca de las técnicas publicitarias, por otro, no cabe ignorar la tremenda eficacia de estos procesos

y, por lo mismo, no tenemos derecho a tomar a la ligera un hecho tan grave. El valor de las palabras

en sí mismas, su poder configurador de la psicología, su contacto con las raíces mismas del espíritu

son demasiado grandes; y cuanto más se medita en eso, más se percibe el poder incontrolable de su

influjo. Ignorarlo podría resultar, en muchos aspectos, suicida.

Porque, además, los tiempos han cambiado. Hasta hace muy poco, fuera de círculos muy

restringidos, estas críticas apenas se oían. Hoy, roto el respeto a lo religioso establecido, sobra quien

se encarga de proclamarlo y repetirlo a través de medios de comunicación que llegan a todas las

casas y alcanzan a todas las edades. Las nuevas generaciones no pueden, ni deben, esquivarlas. Ya

no basta la buena intención ni el recurso a lo que se hizo siempre: a las razones sólo se responde con

razones. Únicamente acogiendo esas críticas en lo que tienen de justificado y mostrando la profunda

coherencia de una oración fiel a la experiencia cristiana, será posible ofrecer a los demás su enorme

riqueza (y, de paso, evitar tal vez una sorda mala conciencia propia).

2.3 Las dificultades filosófico-teológicas

Este es el lugar para aludir a las “objeciones filosóficas”. Ya se observaría que para nada he

mencionado la posible acusación de “magia”: en general no la creo justificada, puesto que —fuera

de posibles degeneraciones, presentes aquí coma en cualquier otro campo— de ordinario, la oración

de petición establece una reacción estrictamente personal y dialógica con Dios. Ni he insistido

tampoco en la acusación de “antropomorfismo”, por la misma razón: lo personal no tiene por qué

ser antropomórfico en el sentido peyorativo de la expresión (aunque, como en todo lo referido a

Dios, haya que mantener siempre la alerta crítica). Pero eludir esas objeciones, no significa que sea

lícito descuidar la llamada a la vigilancia que continuamente nos llega desde la reflexión filosófica;

aparte, claro está, de aprovechar positivamente sus sugerencias.

En concreto, existe un punto fundamental en el que la preocupación filosófica coincide con la

teológica: el modo de concebir la acción de Dios. El respeto a su trascendencia, el cuidado de no

reducirlo a una cosa entre las cosas o a un factor entre los factores del mundo, el interés por evitar

una concepción “intervencionista”, en la que Dios estaría continuamente interfiriendo en la marcha

de la naturaleza y de la historia… todo eso es algo sobre lo que la filosofía ha alertado, pero que

también “desde dentro” debe preocupar en no menor medida al teólogo y al creyente.

Por fortuna para nosotros, los primeros capítulos de este libro han insistido suficientemente en este

punto decisivo. Ahora recordemos únicamente que esa preocupación no tiene por qué caminar en

dirección al deísmo del Dios “relojero perfecto”, que, puesta en marcha la máquina, se desinteresa y

la deja a su aire. Al contrario, como queda subrayado hasta la saciedad, nace de la conciencia viva y

aguda de la presencia siempre activa del Dios que crea y sustenta, que promueve continuamente el

dinamismo de la realidad, con un amor que, preocupado e insistente, está solicitando la libre

acogida de nuestra libertad. Aquí la acción es permanente, pero el intervencionismo no tiene cabida;

la libertad está equipada, acompañada y animada, pero todo queda entregado a su acogida y

responsabilidad, en el respeto de su autonomía.

Lo cual supone, claro está, un vuelco muy radical en nuestras concepciones. Vuelco que, por un

lado, se ha dado ya en muchos aspectos; pero que, por otro, estamos lejos de “realizar” y asumir con

plena consecuencia. Vale la pena expresarlo con las autorizadas palabras del Rahner maduro:

Hay que conceder desde el primer momento que, por lo que respecta a la relación de Dios con el

mundo, se ha producido y se está aún produciendo un cambio radical, no sólo en la mentalidad no

cristiana, sino aún dentro del cristianismo y de su teología: también nosotros los cristianos nos

vamos acostumbrando lentamente a no descubrir ninguna intervención puntual y espaciotemporal

de Dios dentro de nuestro mundo (…). Por tanto, si lo que sucede es que antiguamente se creía que

Dios intervenía, al menos en algunos casos determinados, de una manera puntual y espaciotemporal

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en instantes concretos de la marcha del universo, entonces verdaderamente ha tenido lugar una

transformación enorme de mentalidad en el paso de épocas anteriores a la nuestra, una

transformación que ciertamente todavía no se ha llegado a imponer hasta las últimas consecuencias,

ni en la práctica religiosa de tipo medio, ni en la teología cristiana y, precisamente por eso, está

creando grandes dificultades .

Ese llegar “hasta las últimas consecuencias” encuentra resistencias espontáneas a ser aplicado a la

petición, porque implican un cambio muy profundo, auténticamente revolucionario, y porque no

acaba de hacerse expresa y temática la necesidad de una mutación en el paradigma global. Surge

entonces un temor elemental e irreflejo a que con la pérdida de la petición se pierda la oración como

tal, y de ese modo se paralice el proceso. Lo grave es que, de no hacerlo, las “grandes dificultades”

seguirán en aumento, pues se estará presentando un Dios verdaderamente increíble —y con razón—

para lo mejor de la mentalidad actual.

El mismo Rahner hace a continuación equilibrios para salvarla de alguna manera . Y algo parecido

sucede con la siguiente cita de H. Schaller, que de todos modos presenta admirablemente la

cuestión:

Entendido así, Dios no necesita ni ser motivado ni movido para dar. Es inútil esperar algún tipo de

intervención de Dios (¡que expresión tan deísta! [obsérvese la justa agudeza de la observación: A.

T. Q. ]), como si fuese necesaria una ayuda añadida para el hombre y tuviesen sentido correcciones

supletorias para el mundo. Dios no necesita intervenir, sino ser acogido: Él ya está en el medio de

su mundo, al que no abandona a sí mismo y a su destino, y espera poder habitar también en el

corazón del hombre. La oración de petición —‟¡Que venga tu Reino‟!— es la valentía por la que el

hombre se abre a la proximidad de Dios y la deja actuar a través de su vida .

Una aplicación importante y un buen ejercicio para la lógica de tal consecuencia tiene lugar en el

problema del mal (que, como vemos, reaparece continuamente cuando se tocan a fondo estos

problemas). El mal es inherente a la realidad finita, la cual incluye ya siempre en sí el apoyo, el

sustento y la ayuda de Dios; de suerte que el mal no es algo que Él mande o “permita”, sino

precisamente aquello que Él no quiere y contra lo que está ya luchando a nuestro lado. Lo cual, a su

vez, está indicando que tampoco desde este punto de vista tiene sentido la petición: el problema no

está en conseguir que Dios ayude, puesto que Él es justamente el “Anti-mal” y su ayuda está ya

entregada con total generosidad; lo que conviene es creer en ella, agradecerla y, animados por ella,

colaborar con ella, acogerla —como Jesús— en la opción de combatir el mal en todas sus formas.

Estas indicaciones son dolorosamente telegráficas y tienen que limitarse a insinuar la dirección por

donde ha de afrontarse tan grave problema. Pero se intuye lo que pretenden decir. Piénsese, como

experimento comprobatorio, en qué se convertiría el mundo, si cada vez que hay una catástrofe, una

desgracia o una necesidad, se rogase a Dios y Él interviniese para arreglarlo: el mundo acabaría

convertido en un juego de marionetas y la libertad humana quedaría reducida a mera palabra vacía.

Para no hablar del absurdo religioso a que tal intervencionismo llevaría. Pongamos un ejemplo

caricaturesco pero expresivo: si en una sala de hospital hay tres enfermos terminales, pero Dios se

decide a curar a un de ellos porque tiene una madre devota que ha hecho una novena, ¿qué tendrían

derecho a pensar los otros dos, y qué “padre” de todos sería un Dios que se comportase de tal

modo? Caricatura, desde luego, pero valdría la pena tomarla como falsilla para leer críticamente

tantas oraciones, tantas novenas, tantos modos de concebir la invocación al Señor… e incluso de

buscar “recomendaciones” en la Virgen o en los santos.

Pero acaso la necesidad de concretar esté bajando el tono de la reflexión. Es ya hora de retomar el

planteamiento de fondo y afrontar de modo directo las razones de la oración de petición.

3. La defensa de la oración de petición

¿Quiere decir todo lo anterior que la petición es algo malo o que nada hay en ella de positivo? Sería

verdaderamente una insensatez pretender tal cosa. El énfasis en buscar lo mejor no puede significar

desconocer lo bueno. Aunque también, a su vez, reconocer lo bueno no debería dispensar de buscar

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lo mejor. En esta dialéctica pretenden moverse las consideraciones siguientes. Pues son muy

conscientes de que hasta aquí el razonamiento ha funcionado sobre una abstracción, que sin duda

algún lector habrá sentido con rudeza y tal vez en ocasiones con cierta irritación: el lenguaje es más

que eso, no se reduce a la lógica objetiva de sus proposiciones, tiene otras dimensiones, que

constituyen justamente la riqueza de la oración de petición. Ahora es preciso hacer justicia a esas

dimensiones.

3.1 Necesidad antropológica y valores expresivos

Ya queda dicho que el razonamiento hecho hasta aquí no pretendía juzgar las intenciones de los

orantes, sino lo que objetivamente implicaban sus palabras, así como los efectos que, aun contra su

voluntad, se seguían de ellas. No era, pues, un juicio acerca de las actitudes subjetivas. Porque es de

estricta justicia reconocer que no siempre está en el primer plano la intención de “convencer” a Dios

y, desde luego, no la de “informarlo”. A menudo se trata de un desahogo, de una búsqueda de

contacto, que lleva implícita —o aun explícita— la confesión de la propia indigencia y el

reconocimiento de la bondad divina; en otros casos es la solicitud —¡a veces tan impotente!— por

las necesidades de los demás y por las miserias de la humanidad, es despertar la sensibilidad y crear

solidaridad. Desconocer todo esto, sería estar ciego y carecer de un mínimo de receptividad para las

enormes riquezas de piedad auténtica y honda experiencia religiosa que durante siglos y aun

milenios se expresaron y alimentaron a través de esos modos de oración.

Muchos razonan esto, a nivel reflexivo, hablando de la necesidad antropológica de la petición,

insistiendo en la conveniencia de ejercerla ante el Dios vivo y salvador, que quiere una relación

personal con nosotros. Hasta el punto de que es bastante corriente argumentar que el abandono de la

petición lleva a una concepción impersonalista de Dios, convirtiendo la oración en un mero

“diálogo consigo mismo” (Selbstgespräch), haciendo bueno el reproche de L. Feuerbach .

En un segundo nivel reflexivo, menos visitado pero no menos interesante, cabe argüir aún que la

oración de petición se ejerce desde la dimensión expresiva del lenguaje, lo cual implica dos

consecuencias muy importantes: por un lado, esa dimensión justifica los usos que acabamos de

reseñar y, por el otro, enseña que es ilegítimo intentar suspenderla desde el análisis de las otras

dimensiones. Vale la pena detenerse en este punto, pues permite aclarar en toda su seriedad el

problema.

Como esta distinción permite centrar con rigor y claridad el diálogo, voy a tomarla coma guía.

Aunque caben otras, para nuestro propósito basta la división tripartita que K. Bühler hizo de algún

modo clásica . Según él, en toda manifestación lingüística están siempre presentes tres dimensiones:

1) la representativa o expositiva, que informa de algo (piénsese en un teorema matemático); 2) la

expresiva, que manifiesta la intimidad y la intención del hablante (piénsese en un poema); y 3) la

apelativa, que intenta provocar alguna reacción en el oyente (piénsese en una orden).

Es obvio que, mientras el peso principal de un teorema radica en su información objetiva, el de una

poesía está en el mundo interior del poeta, y el de una orden en su capacidad de influir la conducta

de quien la recibe. Siempre se dan, pues, las tres dimensiones; pero de ordinario hay una que

prevalece: mal interpretaría un poema quien en él buscase ante todo aprender historia, o un teorema

quien lo juzgase por su capacidad de interpolación a la conducta de los oyentes.

La aplicación resulta clara: si la petición se centra en el carácter expresivo de sus enunciados, los

análisis anteriores serían injustos con su intención y, por lo tanto, falsas en sus conclusiones. Y no

cabe duda de que, en efecto, esta circunstancia es la que sostiene vitalmente y hace realizable

psicológicamente la oración de petición. Por lo mismo es de estricta justicia conceder que sin tener

esto en cuenta, toda la argumentación precedente sería enormemente injusta.

Con todo, conviene no apresurarse. Reconociendo la legitimidad del acento, queda todavía la

pregunta decisiva acerca del equilibrio de las tres dimensiones. En efecto, el acento puede recaer

con todo derecho en una de ellas, pero no puede sin más anular o distorsionar las otras (que,

recuérdese, siempre están también presentes). Porque es claro que las dimensiones no son

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separables: el énfasis puede recaer en una de ellas, pero las otras dos están también necesariamente

presentes: incluso el más abstracto teorema modifica de algún modo la mente y la conducta de los

alumnos, y la más íntima poesía dice algo acerca del mundo. Aun reconociendo un espacio a la

libertad y una flexibilidad en el uso, la combinación no puede ser arbitraria y, desde luego, no debe

llevar a la contradicción. Por eso conviene preguntarse siempre si el énfasis es correcto y si sus

costos no resultarán demasiado elevados.

Tanto la relación real entre los interlocutores como la estructura objetiva del lenguaje implican un

marco de referencia que no se puede articular según el mero arbitrio subjetivo: a un superior no se

le da una orden ni se expresa el cariño con un insulto. La oración, como lenguaje humano que es, no

puede escapar a estas leyes. También ella ha de dar cuenta de la concreta relación interpersonal en

la que se realiza y ha de respetar la coherencia fundamental de sus proposiciones. Debe realizarse

de modo crítico y a la altura de su tiempo, de suerte que se pueda convertir en una oferta con

sentido para los contemporáneos.

Aquí está el punto. Todos los razonamientos anteriores deben ciertamente enmarcarse ahora en el

contexto más amplio de las tres dimensiones de toda expresión lingüística. Pero no por eso quedan

anulados, puesto que sigue siendo válido su supuesto fundamental: el lenguaje de la oración debe

también —y en puridad teológica hay que decir: debe principalmente— tener en cuenta la relación

entre los participantes en el diálogo. Y eso supone que debe mantener en su verdad la relación con

Dios: sigue siendo verdad que a un Dios que lo sabe todo no tiene sentido informarlo de nada

(dimensión expositiva o representativa); y, muy principalmente, que a uno que se nos da totalmente

y nos lo está dando todo no tiene sentido pedirle (dimensión apelativa).

La importancia de la otra dimensión (la expresiva) puede exigir su lugar y buscar un equilibrio, pero

no puede colonizar las demás, rompiendo el marco general. Y, justamente arguyendo en teología y

en el nombre de la piedad, no cabe convertir la “atención a lo antropológico” en “deformación

antropocéntrica”; es decir, no cabe absolutizar las necesidades antropológicas hasta convertirlas en

el centro absoluto, que sólo le corresponde a Dios. En su amor, Él puede descentrarse en nosotros (y

estamos seguros de que lo hará, aun cuando nuestros modos fallen); pero nosotros no podemos

abusar del amor, situando en el centro nuestros intereses, de tal modo que pongamos en peligro el

teocentrismo que constituye el núcleo fundante y fundamental de toda auténtica relación religiosa.

¿No consiste toda auténtica vida religiosa en un proceso por el que intentamos “dejar a Dios ser

Dios” —origen, centro e iniciativa absoluta—, educándonos y convirtiéndonos, para que sea el

dinamismo de su gracia y de su presencia el que determine nuestra realización y nos abra a la

verdadera plenitud?

Descuidar esto acaba teniendo, como ya queda indicado, costos que pueden ser muy graves: la

súplica continua —por el efecto inevitable de su dimensión representativa— está introyectando en

el inconsciente y proclamando en el ambiente la imagen de un Dios que no hace lo que le pedimos,

y que, en definitiva, no lo hace porque no quiere (porque no “escucha” ni “tiene piedad”), o que lo

hace con tacañería, o para unos sí y para otros no. Una imagen que, además, está alimentando en

nuestro interior un tipo de relación en la cual somos nosotros los que tomamos la iniciativa, los que

tratamos de convencer a Dios para que se compadezca de los necesitados y se decida a ayudarlos

(en la objetividad de lo dicho estamos diciendo e introyectando que nosotros somos mejores que

Él).

Seamos gráficos una vez más (y conste que esta reflexión responde en mi a un episodio real, que,

por la crudeza del vocabulario, siento no poder reproducir). Si por la calle escucho una

conversación entre adolescentes —cosa que sucede con demasiada frecuencia, pues normalmente

procuran hacerse oír— y percibo las groserías y blasfemias con las que tratan de reforzar sus

afirmaciones, no voy a ser tan ingenuo que piense que esos muchachos o muchachas quieren

ofender a Dios (un posible aspecto de la dimensión apelativa) o informar de sus conocimientos

acerca de la fisiología sexual (dimensión representativa): es obvio que en ellos prima la dimensión

expresiva: autoafirmación, transgresión de lo establecido… (o, en todo caso, la apelativa respecto

de los compañeros: impresionarlos, reforzar lo que se dice… ). Pero no por reconocer todo esto, doy

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por correcta la expresión, pues caigo en la cuenta de que puede perjudicar gravemente su

sensibilidad y contribuir a la degradación del ambiente. Si estuviese en mi mano, trataría de

hacerles ver que podrían expresar eso mismo con un lenguaje adecuado, que no lesionase los

derechos de las otras dimensiones (o mejor, repitámoslo con Sócrates, que “no faltase a la verdad ni

hiciese daño a sus almas”… ni a las de los demás).

Prescindiendo, naturalmente, del contenido, el paralelo es obvio. Si son acertados los análisis

precedentes, los valores expresivos de la oración de petición no bastan para justificarla a costa de

lesionar otros valores. Más todavía: sin negar sus indudables beneficios, sin juzgar las intenciones

de nadie y aun reconociendo su carácter psicológicamente inevitable para muchos, e incluso sin

desconocer la dificultad casi descomunal que supondría una revisión apresurada de todo el acervo

tanto devoto como litúrgico de la petición tradicional, se impone la necesidad de corregir la

situación. Necesidad que de todos modos, justo es reconocerlo, habrá de moverse en un arduo

equilibrio al que todos deberíamos contribuir con humildad y delicadeza: por un lado, están el

proceso pedagógico, el ritmo de cada persona y el exquisito respeto a cada situación; por el otro, el

no caer en la trampa de los aplazamientos indefinidos ni en la estrategia enervante de las “mil

cualificaciones” que, coma en la famosa parábola de A. Flew, dicen para no decir o, como en la

novela de Lampedusa, cambian para no cambiar.

3.2 “Expresar” en lugar de “pedir”

La cuestión no está, pues, en negar los valores escondidos en la petición, sino de sacarlos a la luz,

liberándolos de sus contravalores. Conviene proceder con la máxima delicadeza y respeto:

tradicional y biográficamente hay mucha vida asociada a fórmulas muy queridas, hay la experiencia

de encuentros profundos con Dios, de confesiones de la propia indigencia y de confiado acudir al

Señor. Si no se procede con cuidado —no sólo con los demás, sino también con uno mismo—,

puede producirse una sensación de expolio violento, de violación de la intimidad, de pérdida

irreparable en las raíces mismas del ser religioso. ¿Cómo conservar y preservar todo eso, si se deja

la oración de petición? Pregunta importante, que sólo puede escucharse con un profundo respeto.

Y, sin embargo, en sí misma la respuesta es sencilla y directa: conservándolo. Quiero decir,

prescindiendo de rodeos y trayéndolo directamente a la palabra. Porque es obvio que, expresados

por sí mismos, todos esos valores pueden ser conservados y, bien mirado, de un modo más limpio e

intenso, justo porque se los libra conscientemente de adherencias que no les son propias. De modo

más técnico: no se trata de negar nada a la dimensión expresiva, sino de conservarla por sí misma,

manteniéndola en su función propia, pero sin que invada a las demás. Si queremos expresar nuestra

indigencia, expresémosla. Si queremos manifestar nuestra compasión y nuestra preocupación por

los que tienen hambre, manifestémosla. Si queremos reconocer nuestra necesidad de Dios y de su

amparo, reconozcámosla. Si necesitamos quejarnos de la dureza de la vida, quejémonos. Llamemos

a las cosas y a los sentimientos por su nombre. Alguien lo dijo magníficamente en un grupo de

reflexión sobre este punto: ante Dios estamos acostumbrados a quejarnos pidiendo, tenemos que

aprender a quejarnos quejándonos.

Exacto. Obsérvese que en todo lo anterior no interviene el verbo “pedir”. Lo cual indica que nada se

pierde, puesto que se ha dicho todo. Pero al mismo tiempo se ha ganado mucho, puesto que se evita

instrumentalizar el nombre de Dios, con connotaciones que objetivamente son injustas con Él y

subjetivamente nos dañan a nosotros. En efecto, si me “compadezco” del hambre de Etiopía,

“pidiéndole” al Señor que “escuche y tenga piedad”, el sentimiento puede ser sincero, pero al

expresarlo de ese modo estoy diciendo algo que en sí es ofensivo para Dios. Imaginemos, si no, una

madre sufriendo al pie de la cama de un hijo con cáncer y haciendo cuanto puede por aliviarlo, ¿a

quién se le ocurriría decirle: “por favor, escucha a ese niño y ten piedad de él”? ¿No es eso

justamente lo que ella está haciendo? Más aún, si algo estuviese en nuestra mano, ¿no sería más

bien ella quien nos pediría a nosotros que lo hiciésemos?

Siguiendo con el ejemplo del hambre en Etiopía, imaginemos una comunidad que orase así: “Señor,

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nos duele el hambre en Etiopía, fruto de las inclemencias naturales y del egoísmo humano; sabemos

que Tú te dueles mucho más que nosotros y que por eso tu Espíritu nos está llamando e impulsando

a hacer cuanto esté en nuestra mano, por eso te decimos: —Padre, queremos acoger tu llamada y

realizar tu amor”. Esa oración sigue hablando de compasión y solidaridad, de deseo de soluciones,

de unirse tratando de hacer algo. Pero, por un lado, ahora le reconocemos a Dios la iniciativa; y, por

otro, al ir a la vida, no se tendrá la sensación de que ya queda todo encomendado al Señor y que por

lo tanto —de modo inconsciente— nosotros podemos desentendernos tranquilamente; al contrario,

ahora queda claro que es Él, quien nos llama, acompaña e dinamiza, quien está encomendando la

solución (posible) a nuestra responsabilidad adulta.

No sólo no queda nada sin expresar, sino que todo se ha hecho de modo más expreso y consciente

(incluso en el vocabulario). No sólo no se dejan en el aire supuestos injustos para con el amor de

Dios, sino que se proclama expresamente su amor. No sólo no se declina la propia responsabilidad,

sino que resulta avivada y se recarga de esperanza. ¿Imagínase el lector qué excelente catequesis se

estaría haciendo de este modo cada domingo en la oración de los fieles?

3.3 La cuestión pedagógica

No ignoro que de entrada este cambio puede resultar doloroso y difícil. Quebradas las rutinas,

puede en ocasiones paralizarse el lenguaje y parecer que resulta imposible orar: hábitos largamente

cultivados resultan conmovidos, con las raíces al aire y sin sentido, al tiempo que faltan las palabras

para decir otra cosa. Puede incluso producirse la sensación de que ya ni siquiera tiene objeto acudir

a Dios para nada. Como toda purificación —lo sabían muy bien los místicos— también ésta en

muchas ocasiones representa, sin duda, una dura ascesis.

Pero tampoco se debe exagerar y, desde luego, vale la pena. Hágase la prueba, y se verá que no hay

nada de lo que antes se expresaba como petición, que ahora no se pueda expresar —y mejor— en su

sentido exacto y correcto. Faltarán de momento las fórmulas, pero en cambio se descubrirá con

asombro cuánto tópico, cuánta rutina, cuánta frase hueca y objetivamente injusta se amontona en

nuestra oración. Al mismo tiempo, la imagen de Dios se hará más consciente e iremos educándonos

en el respeto a la diferencia de su misterio . Ejercitaremos la fe en su presencia, aun cuando no la

veamos o nos parezca sentir más bien su ausencia; afirmaremos la confianza, aun cuando todo

parezca desmentirla. Cultivaremos mejor todas las dimensiones de la oración como tal: alabanza,

acción de gracias, confianza, bendición… .

Cabe todavía pensar de modo más expreso en el proceso pedagógico. El mejor es, sin duda, aquel

que nace desde dentro. Ya se ha recordado al principio que, de hecho, espontáneamente la vivencia

religiosa auténtica va disminuyendo e incluso dejando de lado la petición. Se trata, en el fondo, de

un proceso normal: la petición no es falsa sin más, tiene su verdad; pero ésta es parcial y limitada.

El proceso espiritual acaba tropezando con sus límites y trata de integrarla en una verdad más

completa, que conserve sus valores pero ya libres de su parcialidad: es lo que Hegel en su lógica

viva denomina Aufhebung: superar dejando atrás lo negativo, pero conservando su riqueza. Así

aparece más clara la valoración del rol positivo de la petición, que puede ser una etapa necesaria en

la propia maduración (y quien lo haya experimentado de alguna manera, comprenderá que no son

meras palabras).

Una consideración detallada, que aprovechase, al menos un poco, la lección de la lógica hegeliana,

e incluso que no olvidase del todo la sospecha de Feuerbach, mostraría aquí el modo de sacar

provecho de la objetivación representativa de la petición, a pesar de sus deficiencias. En el sentido

siguiente: aunque la expresión no sea exacta y ceda en exceso a la imaginación, al proyectar en

imágenes externas y objetivas valores íntimos y de estructura más transcendental, ayuda a caer en la

cuenta do ellos. Un ejemplo: cuando ante un problema grave, como el del hambre en el mundo, se

le pide a Dios que lo resuelva, se está dando una mala versión objetiva de su acción trascendente, la

cual sólo actúa a través de los factores naturales y sobre todo de la libertad humana. Pero también es

cierto que en ese gesto se están haciendo presentes valores importantes, que una expresión justa

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puede liberar de adherencias y aprovechar en su pureza: que no estamos solos, sino que en nuestra

acción contamos con Dios y por lo tanto podemos actuar desde una confianza básica; que no

podemos desentendernos de los problemas de los demás y que la verdadera adoración de Dios

consiste en preocuparse por ellos; que los problemas del mundo no nos afectan sólo como

individuos sino también como comunidad… Lo que se pretende no puede ser, por tanto, negar esos

valores, sino de explicitarlos en sí mismos y afirmarlos en su verdad. De ese modo se favorece su

realización desde una fe interpretada a partir de nuestra situación histórica (me atrevo a decirlo: de

una manera más crítica y adulta).

Cuestión distinta es la de la educación de los demás, sobre todo de los más jóvenes. Aquí las

posibilidades son mayores y no debieran proyectar sobre ellos dificultades que son fruto exclusivo

de la educación tradicional de los mayores. Una vez que estos aspectos se descubren, si se presentan

con respeto y comprensión a mentes no contaminadas por prejuicios, pueden ahorrar mucho tiempo

y adelantar mucho camino. Desde una aclaración de la figura auténtica del Dios de Jesús, no resulta

difícil comprender la nueva propuesta. Y cuando los hábitos no son inveterados o simplemente no

existen, se hace más fácil asimilar el nuevo estilo (de hecho, las resistencias no vienen casi nunca de

la gente joven o de los creyentes sin pretensiones teológicas, que de ordinario comprenden

perfectamente; suelen obedecer más bien a reacciones, muy comprensibles, de personas que parten

ya de esquemas teológicos previamente consolidados). Todo lo cual no significa desde luego que en

este nuevo estilo todo vayan a ser ventajas. Seguramente aparecerán también en seguida sus límites

y peligros, que deberán ser examinados con cuidado. Ya se sabe que los avances humanos no son

nunca lineales. Lo decisivo es que hoy por hoy esto puede suponer un paso muy importante, y que,

en todo caso, representa la tarea que nos toca afrontar a nosotros.

4. Jesús y la oración de petición

Pero llega el momento de levantar la epoché que hemos puesto al principio, para encarar por fin la

gran objeción que paraliza a muchos: ¿no dijo y encomendó Jesús lo contrario? Está claro que no

cabe aplazar por más tiempo ese duro “pero”, que seguro ha estado haciéndose presente y pidiendo

la palabra a lo largo de todo el discurso: ¿que queda entonces de la Biblia, y de las palabras de Jesús

invitando a la petición? ¿qué queda de todo el cúmulo tradicional de oraciones cargadas de ruegos,

súplicas y peticiones? He aquí una cuestión decisiva para la validez misma de toda la propuesta.

El hecho es masivo e innegable: basta con abrir la Escritura, para ver que Jesús invitó a la oración

de petición e incluso la practicó personalmente. La cuestión sólo puede ser la de su significado: ¿se

impone una lectura literal de sus palabras o es posible —y en último termino, provechoso y

necesario— conservar su intención a través de nuevos modos de orar?

4.1 La letra y la intención

La cuestión no es ociosa ni, por supuesto, arbitraria. De hecho, resulta curioso que tiene una

presencia constante en la misma tradición, justo cuando ésta se pregunta de modo explícito acerca

del carácter peculiar de la relación orante con Dios. San Agustín lo dice así:

Las palabras son necesarias para nosotros (… ) no como medios con los que esperamos informar o

convencer a Dios. Cuando, decimos ‟santificado sea tu nombre‟, nos exhortamos a nosotros mismos

para desearnos que su nombre, que es siempre santo, pueda ser también estimado así por los

hombres (… ). Cuando decimos „venga tu Reino‟ (… ), con esas palabras excitamos nuestros

deseos por ese Reino .

Santo Tomás de Aquino resulta aun más concentrado y preciso:

Debemos rezar, no para informar a Dios de nuestras necesidades o deseos, sino para que nosotros

mismos nos demos cuenta de que en estas cosas necesitamos recurrir a la asistencia divina .

La oración no es ofrecida a Dios para cambiarlo a El, sino para excitar en nosotros la confianza de

pedir. Esta se activa principalmente considerando su amor para con nosotros, por el que quiere

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nuestro bien .

Y obsérvese que en Tomás ésta es la respuesta a una objeción (evidentemente compartida por el),

que coincide con un aspecto fundamental de nuestro razonamiento y que reza así:

Además parece inútil captar la benevolencia de aquel que se nos ha anticipado con la suya. Pero

Dios se nos ha anticipado con su benevolencia, puesto que „Él nos amó primero‟, como se dice en 1

Jn 4, 10 .

Un buen estudioso del tema, después de aludir a estos y otros textos, aduce uno de Kierkegaard: “la

oración no cambia a Dios, sino al que la ofrece”, para concluir que de ese modo “estaba expresando

una visión de la oración que tiene hondas raíces en la tradición cristiana clásica” . Basta, por lo

demás, con pensar en el influjo decisivo y permanente de Agustín y de Tomás, para comprender que

la apreciación es justa.

Lo cual indica que no es indispensable una lectura lineal de los textos bíblicos (que de hecho nunca

se hizo, porque en realidad resulta imposible, como se verá), sino que cabe buscar bajo la letra una

intención no tan literal. En el Antiguo Testamento, además, resulta obvio por su carácter de camino

hacia el Nuevo: nadie puede, por ejemplo, tomar como normativas las imprecaciones contra los

enemigos o el exclusivismo intolerante que marca tantas páginas en otros aspectos admirables. De

ahí que, aunque sea por brevedad, interesa concentrarse en la doctrina y en la actitud de Jesús de

Nazaret.

Al hacerlo, saltan siempre desde el primer momento textos claros y expresivos: “pedid y recibiréis”

(Mt 7, 7; cf. Lc 11, 9; Jn 16, 24); “todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis” (Mt 21, 22;

cf. Mc 11, 24; Jn 14, 13-14; 15, 7. 16; 16, 23-26). O recuérdense peticiones puestas en la boca del

propio Jesús: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz” (Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42).

Parece que no tienen vuelta de hoja interpretativa. Pero la primera sorpresa se produce ya cuando se

quieren citar más textos. Existen, pero de ordinario —cosa que suele descuidarse— no hablan de

“pedir” sino de “orar”. Aunque, desde luego, bastantes veces se conserva el sentido de pedir, no

deja de ser una buena advertencia. Ruego al lector que coja una buena concordancia y haga la

prueba por sí mismo: verá que el panorama es mucho más rico de lo que a primera vista parece; y,

ciertamente, observará que la petición no tiene en la enseñanza de Jesús el predominio absoluto que

la identificación orar/pedir y la repetición masiva de unas cuantas citas (siempre las mismas)

parecían imponer. En él, personalmente, se da, desde luego, un “predominio de la acción de

gracias” .

(Nótese que la misma “oración del huerto” no responde a palabras pronunciadas por Jesús, sino a

una interpretación teológica de los evangelistas. Cualquiera lo comprende por dos razones: 1) según

la misma narración, nadie pudo oír lo que dijo Jesús porque “se alejó de sus discípulos” y estos

“quedaron dormidos”; 2) salta a la vista el carácter sumamente complejo y teológico en la

composición narrativa de todo el episodio .

Una segunda observación se ofrece también con evidencia: en realidad, nadie puede tomar a la letra

esos textos. “Pedid y recibiréis”: pero ¿es verdad eso? Entiéndase: ¿es verdad en el sentido literal y

espontáneo con que se ofrece el texto? Como hace ya bastante tiempo hizo notar C. S. Lewis —

defensor de la petición, por otra parte—, la experiencia es más bien dolorosamente la contraria: la

confianza despertada por esas palabras se ve casi siempre frustrada . Cuando no se mantiene un

mínimo de sentido crítico, uno siente lo insólitas y literalmente extra-vagantes —es decir, que salen

del camino común— de las cuestiones que surgen en cuanto eso se quiere tomar “en serio”.

No sin cierta ironía, recuerda Karl Rahner que “alguien hizo la pregunta de si la „eficacia‟ de una

oración de petición acerca de bienes temporales es demostrable empíricamente, por ejemplo, si el

tiempo en el sur del Tirol, con sus campesinos piadosos y sus procesiones por el campo y sus

bendiciones del tiempo, sería distinto en el caso de que se trasplantasen allí campesinos tibetanos,

que no rezarían así” . Y lo grave es que existen obras que emprendieron con toda seriedad el estudio

empírico de tal eficacia: en 1883 Sir Francis Galton aplicó el método estadístico a la longevidad de

personas por las que, como los reyes, se reza mucho o a la de aquellos que, como los clérigos, rezan

mucho; examinó incluso si grupos interesados, como las compañías de seguros, se preocuparon por

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contabilizar esta influencia… para concluir con toda seriedad que el resultado es negativo; aunque,

como es lógico, no faltó quien se encargase de mostrar que el método no era todo lo riguroso que

debería…

Pero cuando, con buen sentido, se abandona este camino y se intenta “explicar” que “no es eso”,

que se trata de otro género y de otro modo de eficacia, la interpretación deja por fuerza de ser

literal, para buscar la intención genuina . Lo malo es que, al no reconocerlo de modo expreso, se

produce ordinariamente un discurso incómodo, lleno de confusiones y ambigüedades. Los intentos

de solución son entonces de todo tipo, sin que puedan escapar nunca al penoso recurso artificioso

del “si, pero no” o “siempre, pero sólo si… “: la oración se cumple siempre, pero sólo si lo que

pedimos nos conviene, si es espiritual, si coincide con el Reino, si supone identificar nuestra

voluntad con la de Dios…

En tiempos en los que la hermenéutica bíblica vivía en una atmósfera literalista, porque no había

otra posibilidad, pueden comprenderse tales recursos. Pero hoy producen la irremediable impresión

de “amaños” para salir del paso: acaban matando la afirmación primera con la “muerte de las mil

cualificaciones”, de modo que al final o no dicen nada o no dicen ya lo que decían al principio.

Pueden funcionar por motivos psicológicos o en ambientes predispuestos, pero no resisten la crítica

de un ambiente normal: no convencen, y a medio o largo plazo acaban irritando. Eso no puede ser

bueno ni para la fe ni para la piedad. Lo había dicho muy bien A. Loisy: “es con justificaciones de

ese tipo como se prepara la ruina de las creencias” .

Resulta mucho más sano —y en fondo más sencillo— reconocer que se ha producido un cambio de

paradigma y que, en lugar de hacer amaños y acomodaciones para salir del paso, lo correcto es

emprender una nueva lectura. Lectura que, en definitiva, resulta más natural y más respetuosa con el

fondo del texto. Intentemos mostrarlo, aunque sea de modo esquemático.

4.2 Lo fundamental es la confianza

Antes de nada conviene recordar que la oración bíblica es mucho más que la petición, y que los

registros de alabanza, admiración, acción de gracias, confianza y entrega tienen una presencia, de

cierto, no menos masiva y, con seguridad, de mayores quilates religiosos. En Jesús esto es evidente.

Empezando por el dato elemental de que pasaba noches enteras en oración: nadie en circunstancias

ordinarias se retira a orar toda la noche, si no es desde un espíritu contemplativo, asombrado ante

Dios y dejándose invadir por Él. Cosa que se confirma cuando atendemos a la experiencia central

que configura su vida: la del Abbá, que alude a la confianza gozosa, a la identificación total, al

entregado vivir desde el Padre . El “himno de júbilo” (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21) —que, cuando

menos, si no viene literalmente de su boca, tiene hondas resonancias del mismo Jesús— constituye

un buen indicio de lo que podía ser su oración.

Importante es también que cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, él los introduce en

su misma actitud: “cuando oréis, decid: Abba” (Lc 11, 2); es decir, les hace una llamada a la misma

confianza total. Confianza que tiñe toda la oración, le da el tono y le confiere su significado

profundo. Nótese que la primera parte del Padre Nuestro no es de “petición”, sino de deseo ardiente,

de apertura y de acogida de la iniciativa divina. Y no sobra señalar que la segunda parte, a pesar de

su innegable forma de petición, está ya determinada por esta atmósfera de confianza total, de

dejarlo todo en las manos de Dios.

Por otra parte, resulta muy significativo que la primera y más típica “petición”, la del pan, sea

objeto expreso de una llamada del mismo Jesús, en la que indica claramente que lo importante no es

pedir, sino confiar: “no andéis agobiados por vuestra vida (lo que vais a comer, o lo que vais a

beber), ni por vuestro cuerpo (lo que vais a vestir). ¿No vale más vuestra vida que vuestro sustento,

y no vale más vuestro cuerpo que el vestido? … y bien sabe vuestro Padre celestial lo que precisáis”

(Mt 6, 25-34; Lc 12, 22-31).

En cuanto a la petición de perdón, ya queda indicado cómo también ahí lo primero es el perdón de

Dios —”cuando todavía éramos pecadores… “— y lo nuestro es secundario: acogerlo (de ahí que

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todos los comentaristas encuentren tan torpe la redacción, que, acaso contaminada

inconscientemente por la petición, parece invertir los términos, dando la impresión de que el perdón

de Dios depende del nuestro y no al revés). Hasta el punto de que ofrecer el perdón como don,

previo a la misma conversión, constituye un rasgo específico, más aún, “escandaloso” del anuncio

de Jesús, que por eso provocó “una tormenta de indignación”, ya que “contradecía todas las reglas

de piedad de aquella época”

Con la visión así alertada, una vuelta a los textos permite verlos a una nueva luz. Se rompe entonces

la rutina que los recubre a fuerza de repeticiones y sobreentendidos, haciéndolos mucho más vivos y

significantes. Y se comprende claramente que, en los diversos contextos, la invitación a la oración

por parte de Jesús constituye siempre y fundamentalmente una llamada a la confianza.

Mateo, con redacción dirigida a la comunidad creyente y tratando por tanto de resaltar lo específico

cristiano, insiste en evitar la “palabrería” (la polylogia), que quiere convencer a Dios a fuerza de

súplicas: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van

a ser escuchados” (Mt 6, 7). Recuérdese el famoso fatigare deos, “cansar a los dioses” a fuerza de

súplicas, para convencerlos . La conclusión va en la dirección contraria y, en el fondo, mina las

bases de cualquier petición tomada en sentido literal: “No seáis como ellos, porque vuestro Padre

sabe lo que necesitáis antes de pedírselo (6, .

A continuación, en este preciso contexto, viene primero el Padrenuestro; después, la exhortación a

no preocuparse por la comida ni por el vestido (6, 25-34); y, finalmente, el “pedid y recibiréis” (7,

7-11). Esta última perícopa, que culmina todo, se concentra ya de manera expresa y exclusiva en la

confianza, con toda la energía del contraste: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas

buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los

que se las pidan!” (7, 11).

En Lucas, que dirige su instrucción a los que vienen de fuera, el énfasis es idéntico. Empieza con el

Padre Nuestro, para continuar —con la intención evidente de ilustrar su sentido— con la parábola

del amigo importuno (11, 5-8). Aquí vale la pena detenerse un poco, puesto que se trata de uno de

los lugares clásicos que se ha alegado y se alegan siempre, a tiempo y a destiempo, para justificar la

petición. Se da por supuesto que esta parábola, junto con la del juez inicuo (18, 1-8), constituye una

exhortación de Jesús a pedir con insistencia.

Pues bien, hoy se admite, casi de modo unánime, que no es esa la intención original. Esta apunta,

una vez más, a la confianza. Como bien ha demostrado Joachim Jeremias —por cierto, fuera del

contexto de esta discusión, lo cual refuerza su valor para nuestro objeto—, el sentido dado por Jesús

mismo a estas parábolas no es el de exhortar “a la petición perseverante” (este énfasis es

secundario, introducido por Lucas). Se trata, en uno y otro caso, de parábolas “de contraste”; es

decir, de parábolas en las que la lección decisiva está en la confianza cierta en que somos

escuchados, basada justamente en el contraste entre nuestra mezquindad y el inaudito “mucho más”

de la bondad y el amor de Dios, que supera todo lo pensable e imaginable: si resulta inconcebible

que un amigo falte de ese modo a la hospitalidad y si incluso un juez inicuo acaba haciendo caso,

“¡cuánto más Dios!” Imposible que Él nos falle: la seguridad es absoluta .

En Marcos el tema no está tan ampliamente tratado. Sin embargo, aporta una frase que en su

atormentada gramática representa todo un síntoma de la peculiar tensión del lenguaje de Jesús en

este punto (como si las palabras estuviesen luchando por expresar una intención que las desborda) :

“Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis”

(Mc 11, 24). Cierto que no conviene agarrarse excesivamente a la forma: en el aoristo elábete

(“recibisteis”) parece tratarse “de un perfecto semítico [con significado] profético” . Pero por algo

se mantiene, a pesar da su violencia sintáctica; hasta el punto de que en la misma tradición textual

“pareció demasiado atrevido” y hay intentos de “corregirlo” sustituyendo ese pasado por el presente

o por el futuro (lambánete, “recibís” o lémpsesze, “recibiréis”). De lo que no cabe duda es de que

aquí se exhorta a “una confianza sin límites” , la cual aparece una vez más como lo fundamental en

la intención de Jesús.

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Nota: Espero que a estas alturas se comprenda la dirección de toda esta insistencia. No se dice que

Jesús no haya hablado de “petición”. Resulta obvio que lo hizo, si atendemos al tenor espontáneo de

sus palabras. Se trata de hacer ver algo más importante: que la punta no está ahí, que lo que

últimamente le interesa es la llamada a la confianza plena en Dios, como Abbá en el que tenemos

derecho a poner una seguridad absoluta. Eso es lo que interesa mantener a toda costa. Y para

mantenerlo no se precisa de la petición . Más aún: cuando se renuncia a ella, no sólo es posible

conservar todos los valores que tradicionalmente han sido vehiculados por sus fórmulas, sino que,

por una parte, quedan liberados de peligrosas connotaciones objetivas (que actúan más allá y aun a

pesar de la intención subjetiva del orante) y, por otra, abren ante nosotros un nuevo y fecundo

horizonte. Trataremos de mostrarlo sintéticamente para poner fin a este ya largo capítulo.

5. La petición trascendida y asumida

En primer lugar, cuando se entra en el nuevo paradigma y se asumen limpiamente sus

consecuencias, el panorama se clarifica de modo sorprendente. Se comprende en seguida que la

mayor parte de los razonamientos están subtendidos por un resto, la mayoría de las veces ya ni

siquiera consciente, de “positivismo de la revelación”: como “está escrito”, se da por supuesto que

hay que defenderlo a toda costa, aun al precio del artificio lógico y de la inconsecuencia íntima.

5.1 Una nueva coherencia

Un ejemplo claro —por su misma grandeza— lo ofrece Hans Urs von Balthasar en su

Theodramatik. Empieza con un apartado magnífico , donde muestra cómo nuestro ser es todo él un

“agradecido recibirse de Dios” (Selbstverdankung), con preciosas citas de Cusa, Bérulle, Fenelon,

Laberthonnière y Marcel, y con la conclusión de que “nuestro agradecido recibirnos debe

transformarse en la tendencia a configurar nuestra vida como una palabra de acción de gracias” .

Pero luego, en continuación inmediata , se siente obligado a sostener la oración de petición —

claramente motivado por la que cree “expresa exhortación de Cristo”—, pensando que hay que

defenderla frente a la “provocación” de la filosofía . Ni siquiera le sirve de freno el hecho de que

para eso tiene que romper el dinamismo de su propio pensamiento y simplificar el de los demás; lo

hace incluso a pesar de reconocer que en este punto hay algo “inconciliable” y “contradictorio” en

los textos evangélicos (aunque naturalmente califique tal contradicción de “aparente”) .

Resulta evidente que con un gran número de obras podría hacerse una lectura parecida . Así algo

semejante, desde el nivel psicológico —tan importante aquí—, cabe decir de la postura de Carlos

Domínguez Morano. Apoyándose en Freud, expone de modo excelente las trampas ilusorias de la

“omnipotencia infantil”, que trata de asegurarse “una influencia directa sobre la voluntad divina” y

que “se reserva el poder de influir sobre los dioses de manera que los haga actuar conforme a sus

deseos” . Después, por su cuenta y de manera crítica, analiza también la estructura necesariamente

ambigua del Dios “de la omnipotencia narcisista”, “de la totalidad materna” y “de la omnipotencia

paterna” ; en consecuencia, habla del peligro “de convertir a Dios en el complemento exacto da

nuestra necesidad y de nuestra carencia”; e insiste, con D. Vasse, en que “el hombre debe aprender

a diferenciar a Dios de lo que él necesita para vivir, del mismo modo que el bebé se ve abocado a no

confundir a su madre con el pecho que lo alimenta” .

Pero luego, aunque con cautela, pasa a una visión de la petición, que parece más dictada por la

necesidad de defenderla que por la coherencia con lo anterior. Se nota en que no responde a los

argumentos verdaderos de la propuesta —habla de que podría implicar un no reconocimiento de la

propia necesidad, y de inmovilidad e impasibilidad esencial en relación con Dios — y, sobre todo,

en que rompe el auténtico dinamismo de su propio discurso, que, cuando habla por sí mismo,

expresa de modo magnífico la nueva situación. Vale la pena reproducir por extenso sus palabras,

pues aportan un significativo refuerzo psicológico a las razones hasta aquí expuestas:

Tendemos muy frecuentemente a imaginarnos a Dios yendo y viniendo sobre nosotros para

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insuflarnos ánimos, guiar nuestros pasos e iluminarnos en cada situación en la que podamos sentir

el desaliento, el desamparo o la perplejidad. Sin duda, los sentimientos infantiles de omnipotencia

empujan fácilmente en esta dirección y se prestan a desarrollar este tipo de creencias. Un Dios al

quite para cada momento de nuestra vida y al servicio de cada situación personal difícil. Un Dios

sobre el que se trata de influir para que reconduzca las cosas de un modo más acorde con lo que son

nuestros designios. Un Dios que, evidentemente, tiene muy poco que ver con el Dios providente de

Jesús, y mucho con el Dios mágico de la omnipotencia infantil que pretende arrancar favores a base

de plegarias y súplicas.

Se olvida así que el seguidor de Jesús no tiene necesidad de ganarse a Dios, porque parte de la

confianza de que Dios está ya ganado, dado de antemano. Dios no nos viene ni se nos va en la

oración. Vino y se dio de una vez por todas. Lo que en la oración, por tanto, puede y debe venirnos

es la toma de conciencia de lo que acontece cuando se tiene y cuando no se tiene conciencia de ello,

cuando se ve y cuando no se ve ni se siente: la presencia amorosa y permanente de Dios en nuestras

vidas

Exacto. El lector me concederá que eso es justamente lo que aquí se está proponiendo. La verdad es

que, leída a esta luz, la Escritura no sólo no pierde nada de su coherencia profunda, sino que deja

ver la infinita riqueza de sus matices y la inacabable sugerencia de las experiencias no

reflexionadas. Superada la barrera del positivismo, toda esa riqueza puede ser aprovechada sin

necesidad de artificios interpretativos y con la libertad de quien va a lo esencial.

Y ni siquiera parece aventurada la siguiente afirmación: este nuevo estilo está ya en el ambiente. La

idea encuentra eco inmediato, en cuanto se presenta con sensibilidad, porque son muchas las

personas que se sienten retratadas en su experiencia más íntima o tienen la sensación de que alguien

está poniendo en palabra expresa una intuición que ellas percibían ya obscuramente. Además hay

autores, como Louis Evély o Tony de Melo y M. Regal Ledo , que en sus obras —no por

casualidad, de vasta y creciente acogida— han dado forma viva y eficaz a esa nueva sensibilidad

que flota en el ambiente. Acaso su carácter de “teología no científica” contribuya precisamente a

proporcionarles la libertad necesaria. Pero ya va siendo también hora de que la teología afronte

“sistemáticamente” esta cuestión fundamental.

En segundo lugar, cambia la actitud frente a la reflexión filosófica sobre este problema. El hacer

consciente la diferencia teológica de la propia postura, que se apoya en lo específico de la

experiencia cristiana, deja en franquía para acoger las críticas sin temor a falsear la imagen de Dios;

pero también para purificar las falsas representaciones y aprovechar la aportación positiva. Cabe

así, por ejemplo, leer la famosa “Observación general” de Kant en la Cuarta Parte de su Religión

dentro de los límites de la mera razón , sin asumir su concepción abstracta de Dios ni su falta de

carácter auténticamente dialógico; pero también, al mismo tiempo, sin renunciar a aprender de su

respeto por la autonomía humana, de su compromiso ético y de su fina observación acerca del

“espíritu de oración”, de clara línea paulina . O cabe recoger la sugerencia de Henri Bergson,

cuando habla de la experiencia religiosa más dinámica y genuina como de un identificarse con el

“amor de Dios a su obra” . O aún la más fina y poco conocida de Edmund Husserl, quien, sobre

todo en algunos inéditos, habla de Dios como “entelequia” última que lo dinamiza todo hacia su

realización plena en el bien .

Para no hablar ya de la aportación de un F. Schleiermacher, de sensibilidad filosófico-teológica tan

profunda y aguda (de ordinario muy mal interpretada, recubierta por los tópicos y deformada por la

incomprensión). Sin tener por qué coincidir en todo, uno puede dejarse llevar por la fuerza de su

posición, que ve la oración como la disposición radical a identificarse con la actitud de Jesús, con la

conciencia de la Iglesia y con el dinamismo expansivo del Reino de Dios: como “entrega y

agradecimiento” o como deseo de lograrlo “uniéndonos con la conciencia divina”, hasta irnos

acercando a que nuestra oración sea verdaderamente “en el nombre de Cristo” .

En tercer lugar y sobre todo, enriquece y clarifica la oración en sí misma. Este debería ser ahora

justamente el objeto de un desarrollo detallado, que sacase las consecuencias y tratase de elaborar

un modelo concreto. No corresponde a este lugar, y acaso sea bueno así, pues esta propuesta,

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respondiendo como responde a una nueva sensibilidad, debe hacer aún su camino y sus

experimentos antes de lograr una clarificación plena. Contentémonos con unas breves indicaciones.

Empecemos por la coherencia misma de la conciencia cristiana actual. A pesar de las defensas

teóricas, está claro que no sólo la experiencia individual que, como queda ya indicado, tiende a ir

dejando la oración de petición para sustituirla por otros modos como los de acogida o acción de

gracias, sino también la experiencia colectiva están avanzando por nuevos caminos. Por ejemplo,

hoy ya resulta muy raro y, desde luego, chocante hacer rogativas por la lluvia; y son muchos los que

no piden siquiera por una curación, no digamos por un determinado éxito material.

Con todo, en el típico proceso de abandonar lentamente las posiciones acogiéndose a pequeños

refugios intermedios, la petición aún pervive en situaciones menos controlables. Como, con ironía

sutil, dice J. P. Jossua: “ya no se rezará por la lluvia, sino por la paz” . O, más sutilmente aún, la

petición acudirá al último recurso: “pedir que seamos capaces de…”, “que nos dé fuerzas para…”.

Líbreme Dios de ironizar sobre este punto, pues esas frases (que por lo demás están sacadas del

libro excelente de un buen amigo) pueden suponer un recurso provisional e incluso un medio

pedagógico profundo, que a todos nos ayudó en algún momento. Se trata únicamente de buscar la

consecuencia plena. La secuencia de esos recursos no debe ocultar lo fundamental: que sean más

sutiles, no quita que sean estructuralmente idénticos. Tan petición es la que se hace por la lluvia

como la que se hace por la paz, la misma estructura interna tiene pedir por la salud como por fuerza

para hacer el bien. Por lo tanto, aunque pueda suponer un avance, no por eso se evitan las

consecuencias negativas. En todo caso, algo hay de positivo: el hecho del proceso indica por sí

mismo que se está rompiendo un paradigma.

5.2 Una nueva riqueza

Estando así las cosas, lo mejor es reconocerlo abiertamente y avanzar decididos hacia la nueva

situación. Porque el hacerlo no sólo acerca un poco más la oración a la verdad integral de la

“existencia cristiana”, sino que logra algo más importante: libera la espiritualidad de la oración para

el reconocimiento de su riqueza y para el ejercicio de todas sus formas, así como para el

aprovechamiento de su enorme potencialidad educativa.

Educativa acerca de la verdad de Dios, en primer lugar. No ya sólo porque dejamos de usarlo coma

instrumento para nuestros huecos (para eso ya está muy alertada la sensibilidad actual), sino

principalmente porque nos ponemos en mejor disposición de creer en su amor “increíble”:

totalmente entregado y gratuito, infinitamente respetuoso con nuestra alteridad .

Cuando cortamos el flujo espontáneo y rutinario de la petición, nos obligamos a ser conscientes de

que Dios está ya con nosotros, de que nuestro ser está ya siempre acompañado por Él, dinamizado y

liberado para la tarea propiamente humana: no se trata de “pedirle” que nos ayude, sino de creer en

su ayuda (ya real, pese a toda posible obscuridad), y de abrirnos a su impulso en la responsabilidad

adulta de quien sabe que ya todo está entregado a su libertad (que, sin embargo, no está sola… ).

Estamos —como queda analizado en el apartado final del capítulo III— ante una nueva versión del

etsi Deus non daretur; pero, recuérdese, no únicamente en el sentido de “sin Dios y ante Dios”

(Bonhoeffer), sino también en el de “desde Dios y con Dios”, conjuntando, como diría Paul

Ricoeur, el “esfuerzo de la ética” y el “consuelo de la religión”.

Con lo cual estamos diciendo que la oración es también educativa respecto de nuestro propio ser.

Este se remite a su esencia más radical: no un humanismo prometeico, que se absolutiza en el vacío

al pretender una falsa infinitud ilusoria; sino ese modo de ser que, como el mismo Heidegger

intentó insinuar en su Carta sobre el Humanismo —con menos medios, pues lo neutro del “Ser” no

puede alcanzar el calor personal del Dios vivo—, es “más que un humanismo”, en cuanto que

piensa al hombre en la proximidad de Dios: de “casa” y de “pastor” habla el filósofo; de “imagen”,

“re-presentante” y “encarnación” viva, cabe hablar desde la Biblia.

Concretando un poco más y a modo de posible orientación, acaso ayuden dos observaciones, como

balizas o bengalas de exploración lanzadas sobre el nuevo panorama.

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La primera es que el lenguaje del deseo —en su sentido profundo, tan distinto de la “necesidad” —

puede operar de “convertidor” excelente. Casi todo lo que se lleva ante Dios como petición, es en

realidad deseo: como indigencia propia o como ansia de que la salud y la fraternidad de su Reino se

extiendan de verdad entre los hombres y las mujeres del mundo . Pues bien, en lugar de “desear

pidiendo”, “deseemos deseando”, es decir, expresando de modo concreto el deseo; pero ahora

orientándolo en su justa dirección. Lo cual significa, por un lado, dirigir la mirada hacia el Dios,

que está trabajando ya en esa dirección, pues es Él quien suscita nuestro mismo deseo; y, por el

otro, encaminar el psiquismo hacia la fe confiada en esa presencia activa, tratando de bendecirla y

acogerla, de dejarse transformar por ella y prolongarla en compromiso liberador .

La segunda observación es más bien una especie de aplicación concreta. Supongo que, como yo,

muchos han sufrido con los chistes burdos y las ironías fáciles y superficiales a propósito de Dios

en la Guerra del Golfo (y que siguen y seguirán proliferando en las horriblemente llamadas “guerras

de religión”): ¿”Dios” o “Alá”? ¿Pedir que ganen los “cristianos” o los “musulmanes”? Pongamos

nosotros más seriamente la cuestión, extremándola para hacerla más realista: ¿podían haber rezado

de verdad al mismo tiempo Sadam Hussein y George Bush? La cuestión no es ociosa, porque no

sólo fue (o pudo ser) dolorosamente real, sino que desde siempre la guerra ha constituido un lugar

clásico para afrontar el problema de la oración de petición. No hace mucho un libro alemán,

repetidamente citado en este trabajo, partía justamente de este punto: ¿tiene sentido que los dos

bandos opuestos pidan la victoria al mismo Dios? .

Resulta obvio que lo absurdo y lo grotesco están aquí a la vuelta de la esquina. Y mientras no se

abandone la petición, no veo muy bien cómo puedan ser esquivados. Al mismo tiempo, sería muy

grave que justamente en la ambigüedad trágica de esa situación límite el hombre no pudiese

dirigirse a Dios. El problema empieza a aclararse si, en lugar de petición, hablamos de oración.

Entonces sí, dos personas verdaderamente religiosas —abandonemos ahora los personajes reales al

misterio de su conciencia personal— pueden orar a (su) Dios desde el fondo del corazón.

Porque entonces ya no le “pedirán” a Él, sino que “se dejarán pedir” por Él. Es decir, empezarán

reconociendo que la situación es ya contraria al amor de Dios, a sus planes y a su acción en el

corazón de todos por instaurar la paz entre los hombres; que Él, no nosotros, es el primero en querer

la mejor solución y que son las circunstancias y sobre todo nuestro egoísmo los que se le oponen;

reconocerán que también ellos están incursos en esa oposición y tratarán luego de dejarse

aleccionar, acallando el egoísmo, los deseos de venganza, la prepotencia… ; tomarán conciencia de

que, a pesar de todo, Dios está con ellos “empujándolos” hacia la mejor solución, tratando de

iluminarlos, ayudándolos cuanto puede; intentarán luego descubrir por donde va ese camino de

Dios, recurriendo a las propias escrituras sagradas, escuchando el corazón, examinando la situación,

dialogando con expertos… ; finalmente, sin estar nunca seguros de poder decir que su decisión es la

de Dios, aunque tratando sinceramente de que coincida con ella y confiando en que, a pesar de todo,

Dios está acompañándolos, asumirán su responsabilidad.

El ejemplo es escabroso y no sé en qué medida las indicaciones son mínimamente acertadas. Sólo

tratan de hacer ver de alguna manera que una postura religiosa auténtica, aunque hecha desde

credos distintos, permitiría a dos contendientes de distinta religión orar de verdad, respetando la

trascendencia de Dios y confesando su amor, al tiempo que educarían ellos su propio interior para

obrar del mejor modo posible.

5.3 Una apuesta abierta

En todo caso, el ejemplo visualiza la constatación tantas veces repetida: que no es fácil orar así.

Exige una reconversión que puede resultar penosa, y a veces el precio inicial parece muy fuerte:

como desconcierto en la oración, como necesidad de recomponer el propio mundo interior desde

raíces muy íntimas y acaso muy queridas. Puede producir en ocasiones la impresión de entrar en

una tormenta donde todo está revuelto y las fórmulas aún sin encontrar, hasta llegar al vértigo de

sentir la amenaza de “quedarse sin Dios”. Conozco gente, teólogos incluidos, que iniciado el

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camino, lo han abandonado. Y experimenté en muy diversos ambientes —incluso “progresistas”—

una fuerte resistencia a estas ideas.

Con todo, creo que no sólo es necesario afrontar directamente el problema, sino que hoy estamos ya

en condiciones de hacerlo. De hecho, también por este lado hay gente que ha dado el paso, y,

superado el desconcierto inicial, reconoce agradecida y aún entusiasmada el nuevo espacio que se

abre así al espíritu (al Espíritu). Espacio que se traduce en la disolución real de las sospechas sobre

la oración, en una vivencia más personalizada (rota la rutina de las mil frases hechas de que está

poblada nuestra mente) y sobre todo en una atención más viva a la originalidad de Dios en nuestra

vida, así como a la increíble gratuidad do su amor.

Objetivamente, algunas ideas importantes de las que se han expuesto aquí deben mucho al diálogo

con estas personas. Y subjetivamente, su experiencia sirve de ánimo e incluso de verificación al

teólogo, siempre dolorosamente a distancia de avalar sus ideas con la propia vida. Dura diástasis,

que ya había sufrido por su parte el mismo San Juan de la Cruz, como lo escribió al comienzo de

sus Dichos de Luz y Amor: también él constata que “teniendo la lengua de ellos, no tengo la obra y

virtud de ellos”; pero, dirigiéndose a Dios, espera que “otras personas, provocadas por ellos, por

ventura aprovechen en tu servicio y amor” .

En todo caso, es claro que estas ideas son un ofrecimiento al diálogo y una búsqueda de intercambio

de experiencias. Al final, cada uno acabará adoptando aquella postura que sienta responder mejor a

la evidencia de las razones, en contacto con su vivencia íntima. Desde luego, sólo como intento de

comunicar algo que creo que puede ayudar a una vida de oración más crítica, rica y actualizada,

tiene sentido esta propuesta. Si alguien no acaba percibíéndola así, lo mejor que puede hacer es

dejarla de lado y darlo todo por no dicho. Si otros sienten reflejadas en ellas algunas de sus

inquietudes o intuiciones, bueno sería poner manos —conjuntadas y dialogantes— a una tarea que,

es mi convicción profunda, puede resultar decisiva, sobre todo para las nuevas generaciones.