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El Mollete Literario Septiembre 15, 2015, Número 25, Tercera Época Director: Carlos Ramírez www.noticiastransicion.mx [email protected] Por Luis Flores Romero pág.13 El escritor, la pluma y la mosca Ilustración de portada: María Bazana

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El Mollete LiterarioSeptiembre 15, 2015, Número 25, Tercera ÉpocaDirector: Carlos Ramírez

www.noticiastransicion.mx [email protected]

Por Luis Flores Romero pág.13

El escritor, la pluma y la mosca

Ilustración de portada: María Bazana

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2 15.09.2015El Mollete Literario

Sustitutos de santoralLarotnas ed sotutitsusPor Ene Riaño

Letras TorcidasPor César Cañedo

CuentoPor Claudia Régules, Samuel Enciso y P.I.G.

La conciencia del fracaso: Paliativos para la construcción de un DestinoPor Paul Martínez

Poética de la moscaPor Luis Flores Romero

Mtro. Carlos RamírezPresidente y Director [email protected]

Lic. José Luis RojasCoordinador General Editorial

[email protected]

Monserrat Méndez PérezJefa de Edición

[email protected]

Consejo EditorialRené Avilés Fabila

Wendy Coss y LeónCoordinadora de Relaciones Públicas

Mathieu Domínguez PérezDiseño

Raúl UrbinaAsistente de la Dirección General

El Mollete Literario es una publicación mensual editada por el Grupo de Editores del Estado de

México, S. A. y el Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S. C. Editor responsable: Carlos Javier Ramírez Hernández. Todos los artículos son

de responsabilidad de sus autores. Oficinas: Durango 223, Col. Roma, Delegación Cuauhtémoc, C. P.

06700, México D.F. Reserva 15670.Certificación en trámite por la Asociación Interactiva

para el Desarrollo Productivo, A. C.

El Mollete Literario

La obra literaria en los140 años de la AML

La labor del escritor es imprescindible. Él toma del catálogo de palabras las adecuadas para hacer infinidad de textos con temáticas varias: ideas, miedos, locuras, pasiones, odios que carga el espíritu, encuentros y desencuentros, amigos y enemigos, insectos, caminos y todo lo que usted pueda imaginar.

Por su parte, al lector lo podemos describir como aquel que se encuentra en constante bús-queda de un tratamiento enmendador de espíri-tus y corazones, y que encuentra en la literatura, en esas palabras acomodadas con suma preci-sión, un paliativo y en muchos casos la cura.

Ante ello, la Academia Mexicana de la Len-gua cumple este mes de septiembre 140 años y lo celebra lanzando la casa por la ventana, con la colección que comprende 140 títulos de obras de reconocimiento internacional en el ámbito lingüístico. Academia que tiene la ardua labor de trabajar por la lengua mexicana, conservarla y difundirla, para que el uso de las palabras siem-pre sea el correcto.

Mundo literario Por Luy

“El arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás; pero acabada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que aquello que se sabía en verdad no era nada”. Italo Calvino

Índice3 Un hombre bueno (aunque él

negaba que lo fuera) Por Eduardo Mejía

El que no trans no avanzPor Canuto Roldán

Planeta melancolíaPor Luz Elena Baz Cortés

Memoria de un personaje que no existe Por Ulises Casal

EscapePor Luis Villalón

PerdonarePor Ximena Cobos

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15.09.2015 3El Mollete Literario

Por Ene Riaño

Sustitutos deLarotnas edsantoral

sotutitsus

Las conquistas alcanzadas por el hom-bre, que habita inmundo la global aldea, empeñadas están en ocultar todo atisbo de fanáticos atavismos. Por ello, con bene-plácito y cada vez con mayor insistencia, nuevas investiduras se confieren a los días

Imagen: “Sustitutos de santoral”, Rodrigo Rico.

antes consagrados a algún santo, beato, mártir y, más atrás, a una festividad paga-na de tantas.

Pululan los Días Internacionales, se ofi-cializan con premura e instauran para la posteridad de las buenas conciencias que

Épocas laicas las que vivimos, en las cuales lo

wireless es venerado y cuasipresente. El calendario no es ya juliano, gregoriano, sino políticamente correcto. Es así y no de otra manera, lo dictan las exigencias del nuevo siglo, que es milenio.

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4 15.09.2015El Mollete Literario

saben de la importancia de hacer acaparar la atención mediática de los insensibles, para restregarles que es menester alguien piense en los niños…

y en todo aquel sector desprotegido, in-fravalorado, que —según ellos— requiere un día para olvidar la flagelante realidad en la que vive y sentirse parte de una comu-nidad, minoritaria y subyugada a diario, a excepción de una jornada en que la de sim-bólica manera, en lejanos foros de coloridos muros, ante la mirada internacional, se le atiborrará de pleitesías haciéndole creer que es el centro de atención hasta que otra fecha entre y en relevo le diga ayahívengo.

Cualquier causa es meritoria, el antro-pocentrismo, como la muerte, no discrimi-na. Si no es una la razón, será otra, o varias. Basta con que a un particular, iniciativa, organización [no] gubernamental, o bien a un magnate dueño de un emporio, le llegue de flashazo una moción que adherir a una fecha y entonces decida enviar una misiva a la ONU, y hacerle saber a esa honorífi-ca tribuna post holocausto lo apremiante que resulta instaure un nuevo sustituto de santoral.

Si la imposición se oficializa, los afanes de ése que con seño de indignación se suma gustoso a engrosar los logros de la Moder-nidad no habrán sido vanos, ni sus esfuer-zos por ser parte de los pseudoanónimos luchadores de las justas causas, estériles. Ya tendrá eco su hazaña.

De algún modo llega el momento en que uno se entera que nació el Día Internacional del Glaucoma, antes de que éste lo fuera, e inevitable es preguntarse si en algo habrá cambiado la existencia de los glaucomos la asignación de tener para sí una fecha espe-cífica en su honor, si es que reciben felici-taciones, e incluso si Ray Charles hubiese aceptado ser partícipe de algún evento ofi-cial de dicho sustituto de santoral.

Un día después ya vendrá la no hetero-grafía. Uno tras otro y vueltas acumuladas. Banales algunos y otros, solemnes. Con-memoraciones luctuosas de gran tradición, que la muerte de los mártires de Chicago no se eche en saco roto, y se tome de ejemplo de lo que se debe hacer no haciendo.

La sucesión de los sustitutos de santoral no se interrumpe. Pero, en ocasiones, en-

tran en pugna algunas conmemoraciones que, por su trascendencia mediática, se dis-putan la vigencia que alrededor del globo se desbarajusta a cada momento por el cambio de los husos horarios.

Tal es el caso del Día Internacional de la Abolición para la Esclavitud que, pese a estar precedido por el del Sida, logra salir avante de la afrenta por dos razones, una, porque sus motivaciones se remontan a in-memorables tiempos y no sólo a ochente-ros experimentos de probeta, otra, porque, como su nombre lo reza, no se conforma con indicar que hay tal o cual virus, sino que se propone abolir una causa que lleva-ría más de un día comprender es irrisoria.

Mas creo ciertamente, y no por ello co-menzaré a recolectar firma–peticiones, que siempre se puede ser más sectario todavía. ¿Acaso no se han puesto a pensar los am-nisticios que existen esclavos con sida? Y, entonces, por qué no han, digo ya, exigido se designe otra fecha más, así sea un 29 de febrero, a echar un grito por todos esos in-felices en cuyos descalzos pies...

Sandeces, los 300 y 65 no alcanzarían para tal pretensión, por algo se acumulan más y más días en uno solo. Siempre ha-brá predilectos, al 21 de marzo, tan solici-tado como él solo, no se le pueden colgar más milagroso–laicas atribuciones. No obstante, para el hombre ¡y la mujer! de hoy no existen imposibles, por ello espero no tarden en oficializarse las Horas Inter-nacionales.

Éstas, para evitar se acumulen desqui-cios alrededor del mundo, se regirán por el meridiano de Greenwich. Y así tendría-mos, por ejemplo, la Hora Internacional del Hombre Rural Zurdo, la Hora Internacional de la Niña Esclava con Glaucoma, la Hora Internacional del Migrante Trasatlántico con Sida, la Hora Internacional del Hombre Tuberculoso con Tolerancia Cero a la Muti-lación Genital Femenina, e–t–c.

Sí, háganse valer cada una de las ocho mil 760 horas de los años no bisiestos. Y luego, cuando no alcancen ni las horas para conmemorar los logros alcanzados y las metas irrealizables del hombre ¡y la mujer! que habitan bien la Tierra, insti-túyanse en ese momento los Minutos, los Segundos Internacionales.

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15.09.2015 5El Mollete Literario

Poesía

Letras Torcidas

El maratonista de los ojos negros

César Cañedo@[email protected]

para Luis Herrera Camarillo

En el agua clara que brota en la fuenteun joven corriendo se hace transparentepasa repasando pausadas pisadasen su ritmo firme de soldado ardiente.Sudoroso trote, cruce de miradas, mi latir se excita con amplias zancadas,un maratonista de los ojos negroscruza gacelado su esbeltez de frente.Sonríe y mis ojos ya tienen sus dueñosque siguen la nuca que tuerce del cisneel raúdico macho que pone el contactoen una estocada, que no penetradaque pára mi instante con tal camaraday es signo candente de que aquél entiende.Pero mi desgracia va cronometraday el hombre que corre no cesa su marchaya ha vuelto la cara, ya nada le espantay se me hace un punto allá en lontanazael maratonista de los ojos negros.Desde esa mañana los parques botánicosson área constante de mi esparcimiento, así como pistas, y bosques y brechasbúscolo y encuéntrolo en pausas maltrechasque me hacen mudar en actos chamánicosmis ropas por tenis y licras y shores.Seguido que pasa me dice no lloresy es viento que lija en castigo mis ojos

por ser un fantoche del correr antiguopara darme un día de placer exiguoal maratonista de los ojos negros.Y corre que te corre que voy aprendiendolos vigores sanos del alto ejercicioy voy añorando con menos frecuenciaal maratonista de los ojos negrospor darle seis vueltas de fartlek al campo.Me intenta pasar y yo ya no lo dejome cierro en las curvas como antes el rectopara que apretado su placer nos una,pero ahora acelero mi ritmo cardiacoy voy con la furia voraz de un cosacocorriendo sin pausa de aquí hasta la luna.Y triste y pequeño y con las uñas rotasmi maratonista de los ojos negrosse va relegando a las puras botasy al marcial camino de verdes contrastespor los que la patria dizque nos protege. Firme y desahuciado de tareas ajenasmi maratonista no pisa la pistay es hombre que reza en contra del Peje.Si ya no se corre y no va a la izquierda…¡ya son muchas cosas las que nos dividen!y sólo nos quedan los wawis urgentesentre el campamento militar y el monte que pródigamente y para no olvidarlome sella en los hijos regados del pechomi maratonista de los ojos negros.

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6 15.09.2015El Mollete Literario

Cuento

Carlota se quejaba del aroma del insecticida apenas un día antes rociado. Ese día, extrañamente,

habían lavado las escaleras cuando no recordaba que antes lo hicieran.

—Las escaleras apestan Sofía.Sofía levantó los ojos de su libro, miró

fijamente el hocico de la perra y volteó a derecha y siniestra. Meneó la cabeza. ¡De-masiadas horas leyendo! Sin embargo era cierto, un olor profundo a insecticida as-cendía desde las escaleras.

—Los insectos subirán aquí que no sa-bemos de veneno—, continúo Carlota.

La perra tiene razón, pensó Sofía. Sus piernas se estremecieron. Abrazó fuerte-

Feminidades

Sofía y su perraPor Claudia Ré[email protected]

Ella decía que estaba conmigo porque era como estar con una mujer.

Lo miré perpleja. No había querido pen-sar en eso, pero era evidente que parecía mujer: tenía el cabello largo, las facciones finas, era casi lampiño y muy delgado. In-cluso sus manos eran frágiles y una de ellas tenía las uñas largas.

Cuando lo conocí, se recogía el cabello mientras hablaba con mi amiga de una for-ma apenas insinuada. Eso me hizo mirarlo sin atreverme a ahondar en ese comporta-miento. Fue cuando salimos solos al fin, que desplegó todo un abanico de ademanes extrañamente femeninos. Se soltaba el ca-bello y caminaba felinamente hacia mí. El contoneo de las caderas lo reemplazaba por un giro que daba a sus pasos gran decisión

y audacia, como si se dispusiera a tirar los muros de una fortaleza. A veces, ese paso parecía suspenderse y un giro más amplio con un ademán con los brazos insinuaba quitarse el cinturón.

Me miró fijamente a los ojos, abrió los labios y comenzó a lamerlos y a mordérse-los. Con sus dos manos sostenía mi rostro. Aferraba todos mis sentidos como una mu-jer se aferra con sus piernas y brazos a un hombre en la penetración.

Una noche lleno de celos y de odio me gritó:

—¡Pudiste haberme dicho que no! ¡No podría andar con alguien a quien le gustan las mujeres!

Tomé mis cosas y dije: No te molesto más.

mente su libro. Carlota dedicó una mirada llena de lealtad a Sofía y volvió a ladrar. Brincando alcanzó la puerta gruñendo a la rendija.

—¡Carlota, no hay nada ahí, carajo! Sofía se hincó y se asomó bajo la puerta.

Con la cabeza gacha sólo podía ver su pe-cho y su respiración agitada —Perra, no te muevas—. Una negra fila de insectos venía a su encuentro.

—Car… lota—. El débil sonido apenas partió de su boca.

Delante de ella la perra había abierto el hocico. Uno a uno, cada insecto fue crujiendo en un sonido mecánico, mo-nótono.

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15.09.2015 7El Mollete Literario

Ana Paranoias

Alguien le jaló el cabello a Ana. Pero no había nadie detrás de ella. Al menos nadie que los otros

niños pudieran ver. —Así que hoy estás despierto, ¿eh? –

preguntó Ana. Nadie respondió, pero Ana asintió con

la cabeza y sonrió.Para ese momento cinco de sus compa-

ñeros ya la veían raro. Uno de ellos hacien-do como que se desenredaba algo a la altura de la oreja. Ella los ignoraba. No hablaba con nadie. Al menos no hablaba con nadie que sus compañeros pudieran ver. Estaba loca, o eso era lo que decían.

Tenía doce años. A veces su cabello se enredaba entre sus grandes lentes que cu-brían sus enormes ojos y ella tenía que des-enredar los necios nudos con la paciencia de las estatuas.

Aquel día llevaba un pantalón acam-panado de color azul, una blusa verde y un chaleco morado. Sus zapatos parecían ser algo pequeños, pero eran llamativos y alegres como ella, que a pesar de que no siempre lo pasaba bien, las más de las veces ofrecía una sonrisa desinteresada.

Se sentaba en el penúltimo pupitre en la última fila del salón, pegada a la ventana para ver siempre hacia afuera. El último pupitre de su fila siempre estaba vacío y cuando alguien trataba de sentarse ahí, Ana se los impedía.

—¡Por favor no te sientes ahí! –les de-cía–. Ese lugar está apartado.

Pero si preguntaban para quién, Ana los miraba fijamente y luego volteaba hacia el pupitre detrás del suyo, como invitando al curioso a que mirara por sí mismo, luego les regresaba la mirada algo fastidiada, dejando en claro que la respuesta era muy obvia.

La situación, tan obvia para Ana y tan irracional para los demás, se debía a que en el asiento detrás de ella solía dormir el fan-tasma de un niño y ella nunca lo quería des-pertar. Y cuando estaba despierto se ponía a jugar con ella. Debido al pequeño grupo de Ana y a su salón desproporcionadamente grande, el asunto no era un gran problema.

El profesor entró al salón y de inmediato escribió una ecuación en el pizarrón. Era un

muchacho de 28 años con barba cerrada, lentes y corte de cabello moderno hecho hacia un lado. Ana estaba enamorada de él.

El profesor preguntó quién podía resol-verla y Ana levantó la mano, entusiasmada, orgullosa por “saber”. El profesor asintió y Ana se sintió flotar mientras caminaba al pizarrón, siempre sonriéndole. Hasta que empezó a escuchar los murmullos.

—¡Vas, fea! –le dijo un niño de aspecto pulcro, pero no muy agraciado.

—¿Hoy sí te bañaste, Anita? –le dijo He-lena, la niña más popular del grupo.

—Pásale, Ana la loca.—¡Ana Paranoias al pizarrón! –gritó To-

más, el niño regordete y de ojos pequeños que más la molestaba. Las risas estallaron en el salón.

—¡Señor Tomás! –lo reprendió el profe-sor–. Usted va a pasar a resolver la siguiente y si no puede le bajo dos puntos del examen de mañana.

El grupo se burló de él con estrépito, divertidos con la idea de que su castigador sería castigado. Pero Tomás tenía cierto control sobre ellos y todos se silenciaron con su furiosa mirada.

Para cuando el barullo había terminado, Ana ya había resuelto la ecuación y estaba de vuelta en su lugar. Luis cerró el puño y levantó el pulgar en aprobación. Ana hizo lo mismo, y Tomás y el profesor la miraron con repulsión y extrañeza, respectivamente. Ellos, por supuesto, no podían ver a Luis.

El profesor echó un ojo al pizarrón y les dijo a todos que copiaran. Luego comenzó a escribir otra ecuación, más complicada que la primera, y miró fijamente a Tomás. Todo el salón lo observaba, impiadoso. El niño dirigió su mirada de odio a Ana y al pasar junto a ella, le dijo:

—¡A la salida te voy a pegar!Ana agachó la mirada. En ese momento alguien tocó a la puer-

ta. Era la subdirectora de la escuela, una mu-jer larguirucha y estricta. Llevaba con ella un niño con lentes enormes como los de Ana, pero de fondo de botella, así que sus ojos se veían desproporcionados con respecto a su cuerpo flaco y enclenque, tenía la nariz un poco curvada hacia abajo y la dentadura expuesta. Parecía una rata.

—Es el nuevo estudiante, profesor. Se llama Daniel.

—Hola, Daniel, pasa y acomódate, por favor.

Daniel pasó al salón con sus libros bajo el brazo y los pasos confiados, mirando a sus compañeros mientras caminaba. Al ver a Ana, sus ojos pequeños que a través de los lentes eran grandes brillaron y se dirigió al asiento detrás de ella. Ana miraba por la ventana, con triste expresión, culpa de To-más, y no se había dado cuenta de lo que pasaba hasta que Daniel pasó a su lado.

—No te sientes ahí, por favor –le dijo. Daniel se quedó quieto. ––¿Por qué?

Por Samuel Enciso

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8 15.09.2015El Mollete Literario

Ana hizo lo mismo de siempre. Daniel se ajustó los lentes. El profesor le dijo a Ana lo que siempre le decía.

—¿Él tampoco?Ana negó con la cabeza.—Está bien, profesor –dijo Daniel, mien-

tras le sonreía a Ana–. Puedo sentarme en otro lugar.

Y se fue a sentar al extremo contrario del salón, desde donde podía verla bien. Los mismos de siempre ya le hacían a Ana gestos de que estaba loca y a él lo empeza-ban a ver raro.

Tomás volteaba a ver a sus compañeros en busca de ayuda, y alguno que otro le ha-cía señas, pero eran inútiles.

—Parece que hoy no tuviste suerte, Tomás –le dijo el profesor, decepcionado. Tomás le devolvió una mirada recelosa–. Ve a sentarte.

Cinco minutos antes de salir, el estóma-go de Ana era un campo de batalla y la ca-beza no dejaba de darle vueltas. Tres veces después de la clase de matemáticas, el pro-fesor tuvo que llamar su atención porque Ana sólo miraba a la ventana y se mordía la manga de su blusa. Tenía miedo. Tomás no la dejaba de observar desde que había fallado su prueba.

—No estés triste, Ana –le dijo de pronto el niño fantasma del asiento trasero–.

Ella siguió mirando a la ventana, pues no podía hablar con él así como así.

—Quisiera abrazarte, pero puede que pase lo de la otra vez, ¿recuerdas?

Los ojos de Ana se hicieron grandes, como platos.

—Luis, ¡eres un genio!La vez que Luis había intentado abra-

zarla, él terminó dentro de ella, ocupando el cuerpo mientras que la mente de Ana se quedó ahí, como espectadora. Algo verda-deramente aterrador que duró un momento nada más. Lo suficiente para asustarla y que no quisiera repetirlo. Sin embargo, ese día, aquello podría ser de mucha ayuda.

Entonces fue con el profesor a pedirle permiso para salir al baño.

—Ana –le dijo su profesor–. Ya casi es hora de salir, ¿por qué no esperas un segundo?

Muy angustiada, Ana agachó la mirada y negó con la cabeza. Le temblaban las piernas.

—¿Estás bien? –le preguntó el profesor.—Sí.—¿Ya anotaste tus tareas?De nuevo un “sí”.—Vete, pues.

Ana salió corriendo del salón. No sin antes haberle dado las gracias a Luis, el niño fantasma.

Casi de inmediato Daniel se levantó de su asiento con la mano en alto para pedir-le al profesor, desde su lugar, permiso para salir también él.

Todos los otros rieron, el profesor no pudo hacer menos, pero le negó el permi-so a Daniel. Tomás, tenía pensado hacer lo mismo sin llegarlo a concretar.

Aunque hubiese querido salir antes de que sonara la campana, no se le hubiera permitido, así Ana fue corriendo a los ba-ños del patio trasero en aras de esconderse y para, dado el caso, darle pelea a Tomás. Ya nadie usaba esos baños. Entre los niños corría el mito de que ahí vivía el fantasma de una anciana, incluso aseveraban que ha-bía muerto allí, cansada de fregar y lavar, y que de vez en vez salía desde el excusado en el que había dado su último suspiro y te preguntaba por tu madre. “¿Por tu madre?”, “No, por la tuya”. “¿Por qué?”. Pero nadie sabía contestar esa pregunta.

—Con suerte todos ellos tendrán razón –pensó Ana. Y apresuró el paso.

El hecho de que Ana pudiera ver fan-tasmas no significaba que no le aterraran. Se introdujo al baño, que olía a humedad, con pavor.

Cinco minutos después el niño que la perseguía se hizo presente.

—¡Voy a entrar por ti! –le gritó Tomás desde fuera.

—¡Entonces serás una niña! –gritó Ana desde dentro.

—¡Yo no voy a ser una niña, pero si en-tro, tú sí vas a gritar como una!

—¡Yo soy una niña! ¡No entres o vas a tener pesadillas de baño!

Pero ya había entrado. Entonces Ana lo confrontó. Pero no era

ella en realidad.Tenía la cabeza hacia un lado y una expre-

sión vacía, pero lo miraba fijamente. Tomás vio algo moverse al fondo y su piel se enfrió de inmediato. Paralizado por el miedo, aun cuando la visión que sus ojos le mostraban era horrible, le fue imposible moverse.

Había alguien más en el baño. Esta-ba en uno de los excusados e iba saliendo lentamente. Una mano huesuda y con piel colgante se posó en el resquicio de la puer-ta mientras ésta se abría. Tomás comenzó a temblar y cerró los ojos, pero de nada le sir-vió pues al caminar aquella figura hacía un

ruido espantoso, crujiente, entonces sintió una mano sobre su rostro y cometió el error de abrir los ojos. Era la mano de Ana, pero detrás de ella estaba una vieja y horrible mu-jer sin un ojo y la piel del rostro podrida con una expresión de dolor y maldad; entonces habló y su voz pastosa expulsó una sustancia negra. Con horror indecible, Tomás observó que cuando aquella visión hablaba, los la-bios de Ana también se movían. Y sus ojos, hasta hacía un rato muy normales, estaban en blanco, pero de alguna forma seguían mi-rándolo. La voz era la de un animal herido y lleno de odio, de esos que no permiten que se les acerquen porque la herida duele mu-cho, pero más el recuerdo de quien la causó.

—Hola Tomás –le dijo–, ¿sabes quién soy? Tu mami estudiaba aquí, pero…

Entonces se pudo mover. Había lágrimas en sus ojos. Profirió un grito de femenina agudeza y no quiso escuchar qué tenía que decirle ese monstruo sobre su madre. Salió corriendo como alma que lleva el diablo. Ana lo miró con tristeza por un momento.

—No te sientas mal, Anita –le dijo el fantasma de la conserje–. Se lo merecía.

—Gracias –le dijo. —De nada. Ya sabes dónde buscarme.Y regresó al lugar del que había salido,

caminando lento, como la vieja de 79 años que era antes de morir, según le dijo a Ana, a causa de un infarto luego de 30 años de servicio a la escuela.

Ana tenía muchos amigos en la escue-la. No era su culpa que nadie los pudiera ver. Tampoco era su culpa que ellos fueran mucho más amigables que los que estaban vivos. Excepto, tal vez…

—¡Hola! –era el niño nuevo, con sus lentes enormes y su cara de ratón.

—Hola –le dijo Ana bajando la mirada.—¡Wow! –dijo el niño––, ¡salió de aquí

como si lo persiguiera el diablo! ¿Cómo lo hiciste?

Ana se encogió de hombros. El mucha-cho estaba algo confundido y se asomó al interior del baño, curioso por si lograba ver a alguien, no vio a nadie, pero le pareció oír una risita decrépita. Se asustó y alcanzó a Ana que ya caminaba por el patio.

—¡Oye, espera! No tengo amigos aquí. ¿Tienes amigos? ¿Con quién te juntas?

—Con nadie. Yo me junto sola –respon-dió Ana y le sonrió al chico de los lentes y, a pesar de lo que había dicho, dejó que caminara con ella rumbo a la salida.

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15.09.2015 9El Mollete Literario

Redenciones

Llegué al bar, me instalé en el extremo izquierdo de la barra, donde siempre; pedí un tarro de cerveza, el mesero lo

trajo de inmediato. Miré a mi alrededor en busca de rostros familiares, nada, ninguna persona a quien poder extenderle la mano o al menos obsequiarle una sonrisa de reco-nocimiento. Di un sorbo y la noche se tornó un poco más ligera.

Conforme daba pequeños tragos a mi be-bida la gente se aglutinaba en aquel lugar en cuyo ambiente podía percibirse un ligero olor a orina. Nadie gusta de los lugares con hedor fétido, pero en esta ciudad nadie puede darse el lujo de aspirar a más.

Terminé el trasiego y pedí uno más, de cerveza más liviana, más simple, más barata; el dinero escaseaba, como hoy, y la noche era larga como para gastar mis pocas vidas en un cuarto de hora.

Después de un rato, un viejo con aspec-to sucio se sentó a mi lado, pidió una taza de garañona, una mezcla de azúcar y alcohol; le dio un trago profundo, aguantó la respiración, exhaló y eructó. Miró a su alrededor en busca de rostros familiares, nadie, excepto yo, que, al igual que él, racionaba como ningún gober-nante los recursos de aquella noche.

Levantó su taza y me ofreció un brindis, por cortesía lo acepté y de inmediato de sus labios secos y ennegrecidos brotaron mil pala-bras de las cuales no entendía un carajo. Idio-ma negro, árabe, lengua indígena, nada que se le pareciera. Tomé mi tarro con fuerza y sorbí hasta el fondo, me moví como intentando po-nerme de pie, pero el viejo me detuvo. No soy bueno para charlar, me dijo con voz pasiva y entrecortada.

Me detuve y decidí mantenerme en mi sitio, al tiempo que pedía un trago más, el penúltimo. Gruñó o gimió o empujó el aire acumulado en sus entrañas y volvió su asiento contra el mío.

—Gracias por no salir corriendo. Estoy en las últimas, así que como enviado de dios me permitiré hacerte un favor: Ese último trago que piensas beber esta noche no será para ti, sino para mí.

Sonreí sin entusiasmo, miré mi tarro como quien mira el agua escapándose por el inodoro

y negué con la cabeza. Él sabía que dentro de poco yo habría de abandonar el lugar, no por falta de ganas, sino por falta de plata.

—Si no fuera enviado de dios no sabría que te queda sólo una cerveza por beber –balbu-ceó. “Si fuera enviado de dios, yo estaría en el Támesis convirtiendo el agua en vino y liban-do de un popote”, pensé.

—Lo que debes hacer es pagar tu último trago, ofrecérmelo sin reparo, agradecer, dar la cortesía y largarte a tu casa donde tu mujer te espera con el mismo semblante crudo de todos los días. Si bebes de esa última cerveza atrave-sarás la ciudad con el estómago exigiendo más alcohol y más diversión; si bebes una más, te verás en la nefasta necesidad de buscar quién te apadrine otro trago y otro y otro, hasta vol-verte etílicamente prostituto. Te echarán del lugar y hurgarás entre las calles hasta encon-trar tu hogar, y mañana estarás arrepentido por no frenar a tiempo.

Lo dudé por un segundo, pero mi mente estaba centrada en la idea de que mamaría del tarro de cristal hasta el fondo, aguantaría la respiración para no eructar y así permitirle paso al gas hasta el cerebro y provocar un ma-reo voluntario.

—Ahora vuelvo –esgrimí con cortesía como quien se disculpa por interrumpir una charla interesante y me dirigí al sanitario. Vó-mito, sangre, orines y mierda; huellas de ba-tallas anónimas, cucarachas muertas disecadas en las paredes. Mi menté convulsionó. Era el bar de siempre, el ambiente de siempre, el amargo retrato de siempre, pero las palabras de aquel viejo retumbaban tanto como las risas idiotas y la música exasperante de allá afuera.

Por P.I.G.@Espermatozombie

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10 15.09.2015El Mollete Literario

Regresé con la náusea hasta las neuronas, ocupé mi asiento, tallé mi rostro con las manos húmedas para intentar despabilarme y bebí el resto de mi cerveza. Él ya había logrado hacer-se de una segunda taza de garañona, su hedor era inconfundible.

Nuevamente vociferó palabras que el oído humano jamás había escuchado; dio un trago profundo, exhaló y eructó, y lanzó de nuevo la oferta: Paga la última cerveza y seré yo quien le dé muerte.

Me sentía asqueado, me costaba trabajo respirar el aire pútrido que emanaba de él, el aire asqueroso que emanaba de todo el lugar. Busqué dinero en el bolsillo de mi chaqueta y pedí otro tarro de cerveza, el último. El mesero me miró con hartazgo, sirvió de inmediato y empujó el trago sobre la barra. Estiré la mano para alcanzarlo, pero el viejo se anticipó y lo tomó con determinación. Mi cerebro estaba tan aturdido que hice poco para arrebatárselo.

Sonrío y me dijo que como enviado de dios se sentía agradecido. Era un viejo nauseabun-do y decrépito, así que di por perdida la batalla y preferí salir del lugar; sin mediar palabra sal-té de mi lugar y emprendí el vuelo. Me puse de pie y busqué desesperadamente la salida; mi cuerpo estaba entero, pero mi sentido común se desmoronaba como si me hubiese bebido la cantina entera.

Luego de tanto escarbar, logré fugarme de ese tétrico sitio. A mis espaldas el tumulto se transformaba en vorágine, pero no presté mayor atención. Me senté en los escalones de la entrada principal para relajarme y trazar la

ruta de vuelta; cerré los ojos, respiré profundo y al instante, como arrojado a los verdugos, el viejo fue echado del interior del bar.

Se incorporó. Ofendido limpió sus ropajes arrugados y sucios, señaló hacia quienes salían del lugar para seguirle propinando. Se paró frente a ellos y alzó la voz como aquél que bus-ca que todo el mundo guarde silencio para ser escuchado: “Hijos de puta, no saben lo que ha-cen”. El valiente acto duró poco, pues una bo-tella salió disparada hacia su rostro y le reventó por completo la frente.

El impacto no fue tan estruendoso como su cuerpo al caer al suelo, muerto, desangra-do. Para entonces el bar completo estaba en la calle, todos en silencio, algunos lamentándose la muerte del vagabundo, otros fingiendo des-interés, pero todos prestando atención.

Al ver la escena corrí tanto como mis pier-nas me lo permitieron y con un poco de es-fuerzo llegué a casa. Con lágrimas en los ojos toqué la puerta y mi mujer me recibió con el mismo semblante crudo de todos los días. Escupió improperios y me pidió que entrara antes de causar un alboroto en el vecinda-rio. En la cama, antes de desvanecerme por el cansancio, le conté que un viejo me había interceptado en el bar, era el enviado, hijo de dios, y había venido a la tierra a salvarme, y, por extraño que parezca, esta vez lo había logrado.

—Era el idioma del señor, por eso no en-tendía sus palabras –le dije.

—Es tu falta de dinero la que te hace creer en dios –me dijo y apagó la luz.

Mollete Literario felicita a nuestro colaborador Luis Flores Romero por haber obtenido la beca de Jóvenes Creadores. ¡Enhorabuena!

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15.09.2015 11El Mollete Literario

Por Paul Martínez@[email protected]

La idea del Destino generalmente se encuentra relacionada con nuestra etapa de juventud, es sobre estos

años que basamos nuestra idea de lo que vendrá. Usualmente se asume como un periodo durante el cual se debería pre-parar un plan de vida. Es también en esta etapa donde con mayor claridad se valoran las posibilidades de llevar a cabo esas ideas que crecieron con nosotros, se desechan aquellas que comienzan a resultar impracticables, y en general se da una convivencia extraña entre aquello que se puede, se quiere y se debe ser.

Fue el psicólogo Carl G. Jung quien planteó la idea de la Crisis de la mediana edad. Ésta se puede definir a grandes ras-gos, como un periodo de revalorización que el individuo realiza al llegar a una edad que oscila entre los 30 y los 40 años; en ella se examinan los valores perseguidos durante

la primera etapa de la vida (infancia y ju-ventud), para luego, y sólo a través de este examen, afianzar la personalidad del indivi-duo y alcanzar la madurez. El Destino y la Elección asoman como temas fundamenta-les para este proceso.

Partiendo de este punto, propongo un par de lecturas sobre dos obras literarias que abordan el tema. La primera de ellas, famosa por ser una de las obras maestras de la literatura universal, La Divina Comedia de Dante y, por otro lado, una de las obras más representativas del modernismo, Ferdydur-ke de W. Grombowicz.

Ambas obras ponen la atención en el individuo y su manera de lidiar con esa “dolencia”, presente en la transición entre la inmadurez y la plenitud, entre la promesa y la certeza.

El ViajeDentro de la literatura, el proceso de trans-formación de los personajes a menudo se da a través del viaje, en una analogía que trans-forma el movimiento físico en psíquico y a

menudo espiritual. Ambas obras utilizan este recurso, la transición en ellas se da a través del movimiento; en el caso de la Divi-na Comedia, Dante irá primero en descenso hasta los infiernos y luego en ascenso hasta el paraíso; Kowalski en el Ferdydurke pro-pone una carrera de sobresaltos que recorre una serie de posibilidades de ser, para sólo al final depositarlo en lo que en apariencia es el mismo punto desde el que partió.

Así, aunque ambas obras se acercan al tema de la transición entre la juventud y la madurez, y la abordan desde la misma ana-logía, es decir, el viaje, es la forma del viaje y su desenlace lo que nos ofrece un escenario distinto.

Todo tiempo pasado fue mucho mejorA menudo nos encontramos con la idea de que siempre fue más sencillo vivir en el pasado. Probablemente porque nuestra pri-mera referencia es nuestro propio pasado, nuestra infancia particular, una edad que a menudo está relacionada con lo simple.

La conciencia del fracaso: Paliativos para la construcción de un Destino

En la mitad del camino de mi vida me encontré en una selva oscura. Y algo

peor aún: aquella selva era verde. Ferdidurke, W. Grombowicz

Imagen: SplitShire

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12 15.09.2015El Mollete Literario

Sería una tontería pretender que existe una diferencia en cuanto a complejidad entre el Ferdydurke y La Divina Comedia, establecer que una de ellas es más o menos compleja que la otra, resultaría imposible o cuando menos ocioso. Sin embargo creo que es po-sible establecer una diferencia clara al deter-minar la estructura de ambas obras.

Para efectos de nuestra lectura, este movimiento nos coloca en una perspectiva desde la que podríamos leer lo siguiente: Tanto La Divina Comedia como el Ferdydur-ke nos hablan de individuos que al llegar a la mitad de su vida se encuentran con la incertidumbre de la transición. Afirmando con esto lo que Jung nos dice acerca de la Crisis de la mediana edad, es decir, que se trata de un proceso inherente al humano.

Aunque en principio todos atravesaría-mos por este proceso, al comparar este par de obras se abre ya de entrada una pregun-ta: ¿todos los individuos atravesamos este proceso de la misma manera?

Volvamos, pues, sobre nuestros pasos. La Divina Comedia, se divide en tres grandes apartados, el transito se da del uno al otro asumiendo una lógica del aprendizaje, es de-cir, que sólo se va del purgatorio al infierno una vez que se está listo para entrar en él, lo mismo ocurrirá durante el paso del infierno al paraíso.

Por otro lado, la novela Ferdydurke nos introduce de golpe en un escenario bien distinto. Kowalski, el personaje central de la historia, se ve de pronto asediado por su propia conciencia de inestabilidad, para inmediatamente después ser arrebatado de su posición por un maestro de la forma, quien le impone el método propicio para la maduración. Como lo mencioné con an-terioridad, este método está basado en una serie de saltos que lo llevarán a través de un

tortuoso camino que recorre los múltiples modelos de la madurez, intentando enca-jarlo en cada uno de ellos.

El número de posibilidades se muestra aquí como una diferencia sustancial. Mien-tras en La Divina Comedia encontramos un único camino, obscuro y sumamente compli-cado, pero sustancialmente único, en el Fer-dydurke nos enfrentamos a una multiplicidad de sencillas recetas. Ambas obras continúan poniendo delante de nosotros uno de los grandes dramas humanos, el Destino. Dante, acorde a su tiempo, no cuestiona siquiera la posibilidad de una solución alterna, Grom-bowicz por su parte, asume de entrada que no existe un Destino prefigurado para su per-sonaje, la simple presencia de una búsqueda nos ofrece ya de entrada la multiplicidad.

Asumiendo que el escritor escribe para su época, podríamos afirmar que Dante escribe sobre un camino ineludible, sen-cillamente porque esa es la opción que ha enfrentado, y que, por el contrario, Grom-bowicz escribe dentro de la demolición de ese camino que ahora se bifurca en la mul-tiplicidad de opciones. ¿Cómo podríamos asumir, nosotros dolientes, estas dos posi-bilidades que la literatura nos abre?

¿Es acaso más sencillo aceptar un Des-tino predeterminado, sea por los astros, las jerarquías sociales o cualquier otro agente irrefutable, o es mejor admitir la multiplici-dad y enfrentarnos a la libertad de Elección? ¿Pesa más el Destino o la Elección?

Una vida sin examen no merece ser vividaLa máxima es socrática y en ella podemos leer —palabras más, palabras menos—la necesidad del ser humano por compren-derse a sí mismo para, sólo entonces, poder comprender el mundo que habita.

Si bien es cierto que puedo presumir poco de ser un conocedor de la obra de Jung, pue-do sin embargo hacer alarde de haber expe-rimentado la introspección como un acto co-tidiano. En este camino —a veces largo otras efímero—que ha sido mi vida, en más de una ocasión me he detenido por momentos para verificar los pasos que he dado y confrontar-los con aquello que, en esos determinados momentos, he considerado como futuros probables y deseables. Imagino esta opera-ción —si no en todos, al menos sí en una generalidad, desde mi perspectiva—como la posibilidad de vivir en una carrera irreflexiva, la cual me parece, si no imposible, al menos sí considerablemente complicada de realizar.

Así pues, me he encontrado en varias ocasiones con la disyuntiva entre lo que nos es dado y lo que nos hemos construido. ¿Existe lo dado de antemano? ¿Es posible la construcción de un Destino?

El tema da para una discusión que no podríamos agotar sin caer en el Determinis-mo o el Relativismo. No es esta la discusión que quiero traer a cuento ahora mismo, sin embargo esas preguntas ya nos abren otras posibles discusiones. ¿Cómo asumimos el Destino en nuestra época? ¿Cómo nos adap-tamos a la multiplicación de las opciones?

Equivocarse siempre es una forma de acertarMilan Kundera afirma, en su novela–ensayo La insoportable levedad del ser, que el per-sonaje es una posibilidad no realizada del escritor. Posibilidad que nos queda abierta a nosotros lectores.

Siguiendo esta lectura, podríamos decir que cada uno de nosotros puede verse re-flejado en el Dante de La Divina Comedia o en el Kowalski del Ferdydurke. Asumir que existe un final predeterminado para cada uno de nuestros actos o, por el contrario, adoptar la postura del elector que supone en principio la existencia de cuando menos una dualidad ante cualquier acción.

¿Cómo saber si hemos acertado en nuestra Elección? Probablemente exista un estadio al final del camino en el cual cons-tatemos, con alegría o desencanto, el resul-tado de nuestra Elección. Sin embargo una cosa es segura, mientras no estemos en ese punto todavía insondable del camino, esta-remos destinados a la incertidumbre. Tener conciencia de esto, probablemente sea lo único a que podemos aferrarnos.

Imagen: SplitShire

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15.09.2015 13El Mollete Literario

Por Luis Flores Romero

Poéticade la mosca

ProblemaAlgo tuvieron que hacer bien las moscas para ser premiadas con volar. Algo que los humanos no supimos, no pudimos. Si no, seríamos ángeles, no serían necesarios los aviones, toda la faz del planeta sería nuestro aeropuerto. Algo hicimos mal, y no sabe-mos qué fue. Por eso no nos queda más que envidiar a las moscas. Eso es lo que en reali-dad sentimos: una envidia inmensa, ¿cómo las moscas tienen el don del vuelo y noso-tros no? Es fácil manifestar encanto y respe-to por otros seres volantes; hasta nos parece justo y bien merecido que los murciélagos, las águilas o las luciérnagas puedan volar. ¿Pero las moscas?, ¿por qué se lo merecen? Es un problema que sólo desde la poesía puede solucionarse. ¿Cuál es el funciona-miento poético de la mosca?

Trabajo de campoEl primer paso consiste en convertir las moscas en preguntas, llenar la mente de zumbidos, olvidarnos de todo plantea-miento, ser hospicio cerebral para las mos-cas. Dicen que Pablo Neruda, para escribir acerca de las piedras, pasaba horas mirán-dolas en silencio, las examinaba como si estuviera convenciéndolas de que hablaran con él. Sucede lo mismo con cualquier ob-jeto, situación o sensación que pretenda-mos poetizar. Antes del primer apunte, es preciso sumergirse en la mosca, procurar entenderla desde su perspectiva zumbante, zigzagueante, juguetona.

Lecturas previasEn poesía no es novedad el estudio de la mosca. Muchos escritores han explorado

a estos seres; leer los resultados de su in-vestigación nos permitirá darle forma a un posible texto moscarino. Ahí está Antonio Machado, quien las vio “Inevitables golo-sas, / que ni labráis como abejas, / ni bri-lláis cual mariposas; / pequeñitas, revolto-sas…”. Está Julio Cortázar, quien reveló la inmortalidad de este bicho: “te tendré que matar de nuevo, / yo, con mi única vida”. Está Gonzalo Rojas, quien, entre la Biblia y las moscas, prefería a las moscas “por-que son pútridas y blancas con los ojos azules y lo procrean todo como riendo”. Está Rubén Bonifaz Nuño, quien expresó su empatía al verla volar y chocar contra la ventana: “no hace otra cosa que achatarse / los ojos, con todo su peso, / contra el vidrio duro que no comprende”. Antonio Deltoro descubrió su naturaleza lúdica: “La mosca es espesa, / no vive del aire, / vuela de uno a otro / excremento, / pero el ruido de su vuelo / me devuelve / al sol de la broma y al juego”. Eduardo Hurtado la miró como un ángel y le compuso un rezo: “no recorras los bordes / de las cazuelas sucias; / pero ante todo, / no caigas en la sopa / –y no faltes en casa / ni de noche / ni de día”.

Batalla perdida

No hay como acerarnos sigilosamente a la mosca para contemplarla cuando está quie-ta. ¿Qué hace con sus patas? ¿Por qué se ta-lla tanto? Pareciera que está planeando una venganza, su próxima pirueta, un ataque inesperado, el destino de los muertos. Que-rerla atrapar, aprisionarla con una bolsa o intentar pescarla en el aire con unos palillos chinos, manifiesta que la vida de la gente es una constante batalla contra la mosca. Y aunque nosotros, con un periodicazo, la estampemos en la pared, la mosca siempre

Arte con moscas. Instalación de Antonio Gonzales Paucar

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nos ganará. Ella se lleva bien con la muerte. Ella se posará sobre nuestro cadáver. Sere-mos pasto de la mosca.

Crítica literariaNo sé si me gustó el poemario. Lo com-pré en una librería de viejo. Se trataba de una antología poética de cuyo autor no revelaré el nombre. Abrí el libro y en la primera página: el cadáver de una mosca. Donde otros encuentran dedicatorias hi-pócritas, yo encontré una mosca muerta. Definitivamente, ese evento me predis-puso para leer los poemas con un poco de recelo. Reconstruí la historia del inci-dente: la mosca volaba feliz en la librería, buscaba un buen pedazo de excremento donde posarse, lo encontró, cayó en una trampa.

Otras moscasLas moscas oculares, llamadas miodesop-sias, vuelan al interior del ojo, se levantan, se agitan y después reposan. Al principio son molestas; después son amigables. Según el oftalmólogo, allí vivirán para siempre. No hay insecticida que pueda extraerlas. Son moscas íntimas y no saben ser libres ni volar afuera del ojo. Los especialistas han encon-trado una filosófica solución para evitar el tormento por las miodesopsias: no hacerles caso. A diferencia de las moscas del exte-rior, las del ojo sólo existen cuando pensa-mos en ellas; si las ignoramos, desaparecen. No está mal recordarlas de vez en cuando; sirven de advertencia, están allí para evi-denciar nuestra penosa privación del vuelo

y nuestro final definitivo. Mosqueados so-mos y al cementerio vamos.

Descripción del vueloBurbuja ligerísima y chiquita, se levanta como si la gravedad no la conociera. Sus es-pirales ruidosas le producen al aire un cos-quilleo. Cuando entra en hipnosis, su danza es parecida a la de un buzo sumergido que

Apunto de dormir, suena el zumbido. Cuando ya los

pensamientos están en calma, llega la mosca. ¿O será que salió de nuestra mente? Quizás creció

adentro de nuestra cabeza.

no tiene orientación. En su vuelo, no tiene intensiones estéticas; no hace falta reafirmar la hermosura al volar: el mismo acto de vo-lar ya es un hecho hermoso.

MomentoApunto de dormir, suena el zumbido. Cuan-do ya los pensamientos están en calma, llega la mosca. ¿O será que salió de nuestra men-te? Quizás creció adentro de nuestra cabeza; se fue constituyendo poco a poco; después escapó y ahora revolotea en la recámara. No nos dejará dormir, es inútil espantarla; ella ha espantado nuestro sueño. Así ocurre el prodigio: suena la mosca, algo se activa, surgen palabras sin previo aviso, suena la mosca, es el momento. De súbito existe una revelación; es la mosca que nos dice: estoy lista, prende la lámpara, toma una página, saca el bolígrafo, hazme poema.

Autor: María Bazana

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15.09.2015 15El Mollete Literario

Por Eduardo Mejía

Pocas veces me ha costado tanto escri-bir como ahora; José Emilio Pacheco afirmó que en la niñez y la adolescen-

cia uno hace muchas amistades y de adul-to nos dedicamos a perderlas; pese a mi timidez, a mi temor a las aglomeraciones, y mi renuncia a las actividades masivas y a los deportes gremiales, he tenido muchos amigos; hacer el recuento sería doloroso y, sobre todo, advertir cuánto tiempo llevo sin ver a muchos de ellos; lo peor: gracias a las redes sociales me he reencontrado con algunos, nos escribimos con gusto y luego nos damos cuenta que no tenemos mucho que decirnos, y a veces, demasiado que re-procharnos.

En este blog he dado cuenta de la pérdida irremediable de algunos amigos: Paco Alvara-do, Agustín Granados, a quienes estaré agra-decido siempre; también, lo que me dolió y duele la ausencia de José Emilio, sobre todo que en este último año y medio me han llega-do expresiones suyas hacia mí que dijo a otras personas, que me conmueven y enorgullecen; también, que lamento con frecuencia la par-tida de Bernardo Giner de los Ríos, de su tío Joaquín Díez–Canedo, la de Sergio Galindo, y que lamento no haberle dicho, a cada uno, la importancia de su persona, sus acciones, su afecto, en mí y en mi familia.

Ahora debo hablar, luego de varias sema-nas, de la partida de Fausto Vega; vi su nombre en alguna página de Ricardo Garibay, mencio-nado como una persona generosa e inteligen-te; pero las leyendas a su alrededor son pocas frente a su sabiduría, su sentido del humor, su don de gentes, sobre todo por su deslumbran-te inteligencia; no es que diera la impresión de que lo había leído todo, porque su modestia era mayor que su necesidad de escuchar dife-rentes juicios, y le gustaba el reto de confrontar sus opiniones con las de otras personas. A na-die le he escuchado resumir con tanta contun-dencia y claridad asuntos difíciles; pocos, con la palabra justa sobre filosofía, sobre estética, sobre marxismo; pocos han definido tan bien a nuestros políticos, a nuestros funcionarios y a

los escritores, amigos suyos o no, y sobre todo, con tan pocas palabras.

Pocos también con tanta picardía; vivió junto a muchas de nuestras glorias culturales, (Agustín Yáñez, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes, Octavio G. Barreda) aventuras de todo tipo, y fue testigo de sus picardías, sus trave-suras; quién era mitómano, quién cleptómano, quién peleaba por conquistar mujeres ajenas y quién acumulaba aventuras eróticas; no fue in-discreto, pero no guardaba secretos que no le pertenecieran; no perjudicó la imagen de nin-guna de sus amistades, pero gozó narrando, sin decir nombres, muchas tropelías. Y si uno los ha leído, sabe a quién se refería.

Un hombre bueno (aunque él negaba que lo fuera)

Imagen: SplitShire

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Muchas de sus pláticas se referían a él mis-mo; no lamentaba el pasado, pero creo que le dolió la pérdida de su novela a causa de una inundación, inundación donde también per-dió gran parte de una biblioteca nutrida de jo-yas, que no recuperó pero no dejó de leer; no repetía sus vivencias, pero por boca de otros confirmé que a él, junto a su amiga Rosario Castellanos, lo sacaron del velorio de José Gaos por sus comentarios que más parecieron puyas a sus compañeros de generación; por él confirmé también quiénes se sentirían señala-dos por los retratos crueles con que ella adorna las páginas, muy leídas y poco entendidas, de su Rito de iniciación; pese al cariño que le tuvo, suyas son las mayores objeciones a la prosa de Castellanos, pero pocos la apreciaron tanto como poetisa, porque su formación de filósofo le ayudaba, al contrario de lo que le sucede a otros, a leer poesía de manera inteligente y no sentimental.

Una sola plática con Fausto Vega me aclaró muchas de mis dudas por las novelas de Carlos Fuentes, tan atacado y tan mal leído, excepto por él y por José Emilio Pacheco, quien nunca dejó de admirarlo.

Lo conocí por el trabajo; generoso y riguro-so, sus señalamientos nunca estaban desmoti-vados, ni los afectaban su cariño o admiración por alguien. Por ello, aunque me lo recrimina Horacio Ortiz, sólo he admitido con orgullo ni rubor el título de “maestro” cuando me lo di-jeron él y, en otra época, Bernardo Giner de los Ríos; desde la primera chamba que me pidió colaboramos con placer, y su impulso y entu-siasmo lo hacían todo fácil; sus puntualidades ayudaban a que el trabajo fuera más esmerado e inteligente como era, sabía que no había tra-bajo sin fallas ni libros sin erratas; sus regaños, si lo eran, los asestaba con dureza y los culmi-naba con una carcajada o con una cita literaria.

Porque ¡cómo sabía! Después del epigra-ma que recordó, aquel que pregonaba

“Unos tocan guitarrita/ Y otros tocan gui-tarrón/ Unos van a Santa Anita/ Y otros van a Santanón”, la figura bravucona y pendenciera de Salvador Díaz Mirón queda ridiculizada; lo salva lo buen poeta que es, pero sus ambi-ciones de héroe quedan como lo que fueron; así, se burló también de muchos oportunistas que buscaban colarse entre las amistades de las grandes figuras, de las que él fue amigo.

Mayor que yo cerca de 30 años, me trató con un respeto que me hizo sentir importan-te; no sólo porque me lo dio, sino porque me trataba con el mismo respeto que a las demás

personas, fueran intelectuales consagrados, funcionarios importantes, amistades de toda su vida, colaboradores de muchos o de pocos años; nuestra amistad no me daba privilegios, pero no me los restaba frente a cualquiera otro; me enorgullecía que me llamaran para que fuera a platicar con él, a paliar sus acha-ques que, por su edad, eran naturales aunque no tantos como les acontece a otros, menores que él, o cuando lo atosigaban los problemas de muchas índoles acudían a mí para que con pláticas y chismes literarios fueran menos y los celebraba con carcajadas.

Me aprecio de tener amistades con edades muy inferiores a la mía y a tener amigos que ya eran adultos cuando nací; de muchos siento gran orgullo, y uno de esos amigos, que me obsequió su afecto y me trató con deferencias, fue Fausto Vega; falleció el 7 de mayo, y en-tonces me enteré que lamentaba mi ausencia; no era intencional, traté de verlo, infructuo-samente, porque lo aprecié y aprecio como al mejor de mis amigos, que por fortuna tengo muchos aún, gracias a, y a pesar de, la rela-ción laboral. Lamento no haberlo aprovechado como hubiera podido; alguna vez me propu-se sacarle todos sus recuerdos y perpetuarlos en un libro donde se hablara de una trayec-toria que, por desgracia, no se fundamentó en escritos, sino en la influencia que ejerció en otros; queda el testimonio de muchos que lo apreciaron y que agradecieron lo que hizo por nosotros; sus muchas tareas impidieron ese libro; además, ni él ni yo pudimos dejar para otras ocasiones, en beneficio del trabajo, nuestro intercambio de charlas, anécdotas, chismes; trató a la gente con respeto, pero no la sobredimensionó, o mejor, le dio dimensión humana, con sus aciertos y errores. Me enor-gullezco de su amistad y lamento carecer de mejor habilidad literaria para hacer un retrato suyo más justo, que hable de su pasión por la música, por el deporte, por su curiosidad por todo, por su justeza para definir a cualquiera, por su brillo en la mirada al ver a una mujer bella, a las que, por cierto, no faltó al respeto ni siquiera al admirarlas.

Nunca pensé que me fuera a faltar, o me-jor, deseé que nunca me faltara. Y este silencio de casi dos meses se debe a su ausencia de la que no me repongo, pero también aclaro: no dejaré de admirarlo nunca y no le faltaré a su amistad. Un hombre bueno, me lo definie-ron varios de sus amigos ese mismo día. Un hombre bueno, como pocos hay en el medio intelectual.

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15.09.2015 17El Mollete Literario

El que no trans no avanz

Por Canuto Roldá[email protected]

Hoyando recovecos propios y ajenosme encontré con abundante verde y voraz ritmoarremetiendo entre mis labios. La sorpresa fue que también vi a mis amigosde rodillas o de panzamamando a lo borrega o a lo perra,según sus filias, costumbre o ritos.

¡Vale versh —me dijelo que nos meten a fuerzas de queja y muge entre el rebaño!

Entre el rebaño,digo,todos mamando la frase“El que no tranza no avanza”mientras sigamos gozososde rodillas o de panza.

Así pues, V grande no se detiene.Si v pequeña quiere o no quiereV grande redobla su cadenciay provoca callados gritos,ahogando gargantas de grandes y niñoscon su estrepitoso ritmo.

Y así, así, despacito, aprenden a gozary se revuelcan V grande y v pequeñaen la casa o en la escuela,en el metro, en Florencia, República de Cuba, el Congreso, o donde sea, con quien caigapues de lo que se trataes de ver quién gana a quiénquién hace más, quién muge bien,

quién tiene la cresta más grande, el espolón más afilado, qué gallo pica a gallopara nunca más pisar gallina, quién pela más al peladopor no dejar, por nada más, porque chin chin el que no lo haga.

Así, veloz, voraz y precozo cabizbajo, vagabundo y violentado,barrigones y contentos nos dejamos sepultaren la marea de nuestra propia sangre que ansiosa pide comersea quien la tenga pequeña, a quien se rajeo a quien se pueda.

Después de mover tanto mis labiosal son de otras caderas, mi sienes bien cansadas, con ganas de otras leches. Yo dije, ni maiz, ay se lo haigan,me levanté y dejé la teta.

Di gemidos, berridos, ladridoshasta que encontré mi propia voz,y como el asno que toca el pitodi de saltos al encontrar negros hilos.Y sí, pues peludas eran las piernas, gruesas, fuertes, bien futboleras.

Entonces al grito de goool, después del balón bien bajadode a pechito, anotando cabezazo,yo dije, ay de mí, en mí, por favor,pos el que no trans no avanzni entiende ni sabe del amorssi no goza de un baile entre varons.

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18 15.09.2015El Mollete Literario

El planeta melancolía chocó contra el ser.Transformando todo a su paso en senderos vacíos y borrosos.Lleno de neblina y bruma la tierra apoderándose de ella. Los seres y criaturas confusos se desgastan.Los ríos dejan de fluir y el viento se estanca.Los atardeceres pierden su color para convertirse en momentos desperdiciados.El ser, vacío y confuso, mira en su interior para encontrar un nudo negro que le oprime el pecho.¿Cómo destruir ese planeta que chocó sobre la tierra?¿Cómo expulsarlo? ¿Cómo recuperar los momentos perdidos?Los seres se preguntan qué sentido tiene vivir en un mundo que ha perdido su color.Los seres voltean unos a otros y ven las caras borrosas, las marcas de años atrás.¿Cuál es la cura para esta epidemia que chocó sobre la tierra?¿De dónde extraer el significado que llene los ríos y de paso a nuevos horizontes?¿Cómo recuperar el sentido?¿Dónde está la brújula que se ha perdido?¿Por qué estos seres chocan unos a otros, ciegos y ahogados de tanto dolor?Esperando respuestas a las preguntas que se clavan como dagas en la piel.El dolor es compartido, pero permanece en el silencio de la indiferencia por el otro.La melancolía se instaló en las almas de esos seres.Poco a poco los pasos se hacen cortos.Las miradas se evaden.Estos seres prefieren vivir su dolor en su cueva.Estos seres se han cegado de la luz de la vida.

[email protected] Luz Elena Baz Cortés

Planeta melancolía

Autor: María Bazana, Técnica mixta (tinta china y acrílico)

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15.09.2015 19El Mollete Literario

Tu silencio está a mí ladojunto con el silencio de todo lo demáscon el de todos los dioses o el rechinido,junto a mí y el ruido de los pasosde una sobra que se llama noche.

Tu silencio es la embriagues dominanteque agobia todos los temas de conversación,la pauta que provoca la caída de líquido del lagrimalcon sollozos apretujados que parecen escandalosos.

Tu silencio es desierto y volublede muerte súbita y recuerdos llenos de tu aroma,de diminutos instantes de zozobra agotadao pasión encarnada en la luz de tus pupilas.De la pared salen fantasmas con marcapasos.Afuera se congeló el tiempo y se alzó un corazón sangrando como bandera.Es el grito de repudio a la angustia de sentirnos vivosmojando el viento con sueños húmedos,haciendo el aseo en el pensamientocolgando en el tendedero la furia de un mal día.

Tu silencio es una mueca a distancia,el reclamó a la sucia mano tendida,un perdón vacío que se contagiacomo un maldito enfermo que sólo respira.El silencio es todo lo que dice la nada.Y sin embargo,

las palabras se revuelcan en las escalerashacia el sexto piso de la demencia,es el ignorar la luz lo que hace chocar al ciego.

Tu silencio habla por tu ropa,por tus gestos, por tu ausencia.Es el juego de azar de la lengua amarrada al árbol.Un hombro disfrazado de impacienciao la gotera de la casa de un pobre diablo.Tu silencio es el desprecio que se escurre sobre mi espaldadel que brotan manos con las venas aferradas a sus raíceslas que me rasguñan con sigilo en cada pausa cuando me despido de mípara pensar en ti.

Tu silencio es una trinchera contra la incredulidad,Un termómetro sin mercurio. Vacío.Es un mundo imaginario, paralelo a la conciencia,al alcohol como alimento del almaa los colmillos que sangran dentro de una bestia.

El silencio está lleno de nada.Ni de ruido ni de paz ni de silencio ni de ganas.Tu silencio es la nube que empaña la Lunael eco que no me deja descansar:porque cuando el silencio vacío crece,tú gritas lejos, dentro de míhasta que me dejas sordo.

Memoria de un personaje que no existe

Tu silencio

Por Ulises [email protected]@gmail.com

Imagen: SplitShire

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20 15.09.2015El Mollete Literario

el sistema. En ese momento piensa en la elevada posibilidad de un paro cardíaco, lo evalúa como la forma más digna de partir ante esa situación. Imagina al perseguidor descubriendo su cadáver tumbado boca-rriba sobre el asfalto, portando una son-risa victoriosa. ¿Qué expresión tomará el depredador al verse inevitablemente ven-cido? ¿Se desmoronará sobre sus rodillas, con una mano en el corazón y la expresión del choque casual con la muerte? El corre-dor jamás lo sabrá, pero su orgullo quedará intacto, empapado de las prerrogativas del mártir. Mientras su mente se embriaga en estas proyecciones, su descuidado pie cae en un hoyo, un ligamento se desgarra, el inmenso dolor se postra sobre el desalien-to. Las lágrimas se diluyen en el sudor, él sabe que se acabó. Aun así prosigue su ca-mino cojeando, llorando de impotencia, el espíritu desgajándosele en odio a sí mismo tras haber fracasado en tan primordial em-presa. Apoya el hombro en las construc-ciones para reposar entre brinquito y brin-quito. La cabeza a la altura de la moral. Lo único seguro es que darse por vencido y suplicar piedad no figura en las opciones. Al dar vuelta en la siguiente avenida ocurre lo ineludible: En el otro extremo de la vía se ve a sí mismo, de espaldas, recargado con el hombro sobre el muro, arrastrando el pie derecho, su figura recortándose en la esquina, dónde en el extremo delantero se verá a sí mismo, de espaldas.

Por Luis Villalón

EscapeSu respiración es pesada. Con dificul-

tad inhala el aire helado por las fosas nasales, sólo para exhalarlo unas mi-

lésimas de segundo después en un soplido breve por la boca. La operación se repite una y otra vez en un proceso consciente que añade desesperación al escape, pero brinda una escuálida distracción a la mente; distracción que sirve, asimismo, para darse cuenta de que su cerebro puede enfocarse en diversas tareas simultaneas, descartando así la posibilidad de verse atrapado en la pesadilla recurrente de persecución, donde la situación, el ambiente y él, forman par-te de la misma homogeneidad onírica. Sus piernas están adoloridas, los músculos ten-sos e impulsados por el combustible de la adrenalina, las rítmicas brazadas funcionan para equilibrar el cuerpo y evitar un des-plome sobre el rostro, debido a la inercia del mal control a tan alta velocidad. Todo el sistema funciona en perfecta simbiosis; al girar en una calle, el brazo adyacente a la esquina se sujeta de ésta para formar un eje y dar la vuelta lo más cerrada posible sin

colisión y brindar un impulso extra al mo-mento de soltarse. Él, procura tomar un ca-mino imprevisible dado que la única meta es evitar el encuentro con su perseguidor. A veces recorre dos calles rectas para des-viarse en la tercera a la izquierda, y una vez más a la izquierda y virar en la que sigue a la derecha. Otras ocasiones alterna entre vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, derecha, izquierda De modo que si su re-corrido se trazase en un mapa, se dibujaría el plano de una escalera. Cada vez que do-bla en una calle, voltea el cuello con agili-dad y el rabillo del ojo se cerciora de que su perseguidor no se encuentre sobre la acera próxima a abandonar. Hace bastante tiem-po que no lo divisa, pero, en una situación de vida o muerte, no puede darse el lujo de detenerse a tomar un descanso o buscar un escondite. Los pulmones continúan con-trayéndose y expandiéndose en una suerte de convulsión, los años en cigarrillos sin filtro le cobran factura. El corazón bombea sangre con arrebato, trabajando en con-diciones deplorables para oxigenar todo

Fotografía: Ryan McGuire

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15.09.2015 21El Mollete Literario

PERDOnAREPor Ximena Cobos

Perdonare (Del lat. per y donäre, dar).

La persona que más errores cometió como mi padre me dijo un día que a veces las personas cometen errores y

que había que perdonarlas. Yo perdoné a mi novio, no porque mi padre lo dijera sino por amor, algo que mi madre ya no sentía por aquel. Decidí perdonar a la señora que me empujó en el metro, a la que me rompió los lentes al frenar el tren y en lugar de suje-tar el tubo se recargó en mi cara. Perdoné a quien se robó a mi siamés; perdoné al veci-no que mató a mi perro a pedradas y tachue-lazos cuando era niña, y al que me ponchó tantas pelotas porque se volaron a su casa, también lo perdoné. Perdoné al perro que me encajó los dientes en el hombro en casa de la abuela cuando tenía cinco años. De igual forma, perdoné a la maestra que me obligó a pedir disculpas al profesor que dijo que alguien del salón le había sacado la len-gua y no había sido yo. Perdoné a mi mamá por todo lo que me contó de niña y que no debía saber sobre mi padre, su vida sexual, o ambos en conjunto.

Aquella tarde aún se sentía el calor de algu-nos carros humeantes que permanecían en las calles del Centro, jamás imaginé ver un caos de restos acumulados de destrucción en estas calles que conocí desde los paseos familiares y mis vómitos en los transportes públicos. Los granaderos se mantenían orillados en las ban-quetas y se veía familias pasear como si nada hubiese sucedido la noche anterior, ajenas al miedo y al coraje, disfrutaban de La Alame-da restaurada, con su pasto con esperanzas de crecer y sus fuentes iluminadas de colores. Ese día volvíamos a vernos luego de unas sema-na en que intenté alejarme, estaba entrando diciembre y el frío comenzaba a asentarse en mi interior; la tristeza de los enfrentamientos entre manifestantes y policías, de los detenidos que podrían perder su libertad por muchos años, de los muertos y desaparecidos que se iban acumulado por acciones que aún no sabía si valían la pena, me estrujaban el alma y me hacía aparecer con la mirada perdida mientras caminaba a su lado. Recordaba con frecuencia una tarde en CU, tirados en el pasto de «Las Islas» entramos en cierta discusión de intere-ses y caminos como las que solía tener con casi todas las personas, por aquellos años en que era más joven y el mundo parecía abrirse para devorarme y ser devorado una vez dentro. Te-níamos un objetivo en la vida bastante pareci-do, eso nos quedó claro desde el primer mo-mento en que cruzamos más de una palabra, sin embargo, la cuestión de tanta incomodidad entre nosotros siempre fue, creo, que nuestros caminos, a pesar de todo, eran diferentes.

Hacía dos semanas que mucho en mí se había colapsado como la ciudad lo haría des-pués. Y a aquel recuerdo sobrevino el de Tla-telolco. En el departamento de unos amigos, cuatro sujetos bebíamos la poca cerveza que pudimos comprar y un vino tinto que alguien había guardado hacía mucho en el refrigerador. De pie, en la cocina pequeñita, los chicos con-taban los sucesos, digamos repugnantes, que habían visto en estos últimos años de concien-cia: adolescentes que planeaban enfrentamien-tos contra las pandillas de otras escuelas; tipos

Fotografía: Ryan McGuire

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cualquiera en las esquinas de las calles pasando báscula a todo transeúnte; asesinos que busca-ban redención comprando cerveza a un grupo de muchachos que pernoctaba, caminantes de calles oscuras de la ciudad en busca de la dosis perfecta con los que ahora me encontraba en un departamento de pocos muebles a la espera de algo; asaltos a mano armada en las zonas miserables de la ciudad; vendedores de droga de aspecto espeluznante, jóvenes más peque-ños que nosotros drogándose con activo y gol-peándose en las calles y que si el ser humano es una especie repugnante que no se da a des-aparecer dignamente como los unicornios y las sirenas según Julio Torri, decía Diego, mientras todos nos fumábamos los primeros cigarrillos. Pero ahí, parados —yo la única chica—en si-lencio momentáneo, nos preguntamos cómo habíamos logrado alejarnos de eso, de aque-lla miseria, de aquel destino insípido, mordaz y común. De terminar en las calles atentando indiscriminadamente contra cualquier persona que pasara, teniendo hijos a los quince años, haciéndolos sufrir porque sus padres y los pa-dres de sus padres sufrieron, porque no que-rían traerlos al mundo.

Después de una película decidimos «hacer el amor», ya para ese entontece todo un arque-tipo. No podíamos ir a mi casa, necesitábamos un lugar donde estar verdaderamente a solas, así que llegamos a un hotel en República de Cuba, la habitación era pequeña y acogedora, el azulejo del baño conservaba esa marca de edificio viejo —cuántos amantes se habrían desnudado en aquel sitio para poder estar solos en su pasión que las calles vedaban—. Encendimos la televisión por algún extraño impulso de primerizos. La apagó cuando me recosté en la cama, me besó el cuello y lo co-loqué acogedoramente sobre mi cuerpo, ado-raba esa sensación de calor que me cobijaba cuando me besaba estando entre mis piernas.

Pasaron unas horas después de aquella escena en el departamento de Tlatelolco para que llegara la taquicardia, la ansiedad, la para-noia y las ganas temblorosas de más. No muy entrada la noche dos amigos habían salido rumbo al cajero, tardaron cerca de una hora y al llegar ya no había cervezas. Entramos a una de las habitaciones, alguien desdobló un papel blanco, pidió una navaja, una tarjeta y luego hizo líneas casi iguales, en una especie de ta-lento perfeccionado. Cuando terminó pidió un billete y dijo “dense”. Nos colocamos en segui-da y la música comenzó en la sala, empecé a hablar sin parar, a fumar tabaco tras tabaco, a

sudar y, luego, ¿cómo en medio del exceso y la mayor dosis de mi vida había llegado a tomar la decisión de pensar en el otro, a considerarlo existente y merecedor de mi mínimo respeto siempre y cuando fuera justo y bueno a mi criterio? Porque mientras uno de los sujetos que permanecía en aquella sala decía que en verdad un acto de rebeldía y protesta en estos tiempos era no tener hijos, ya que los humanos somos seres despreciables merecedores de las catástrofes que nos hagan desaparecer, yo pen-saba que nada era tan simple como repudiar a tu propia raza, porque si unos están someti-dos es porque los educaron al sometimiento aquellos que fueron reprimidos y alecciona-dos, primero porque otros nos hemos hecho egoístas, clavados en un punto absurdo que ni trascendencia puede llamarse. Lo supe en un segundo, no quería ver la vida gris y depri-mente. Sabía muy bien que de unos años para acá las cosas no habían cambiado, había sido yo la que tomó conciencia, como todos los que me rodeaban y más o menos llevaban mi edad, de lo podrido que el asunto acá en la Tierra ha estado siempre. Intentaría bañar de mi convic-ción primera los días venideros, quise dejar de buscar espacios para un ego, un yo, un simple grupo que no se despega, unos cuantos; mien-tras otros tantos se pudren sin ayuda, sin que nadie los note y entonces esos son los jóvenes de 15 años que te piden cinco pesos por pasar la calle cuando tu casa está tan cerca, aquella casa que has habitado desde que tus ojos se iniciaban en el reconocimiento y la construc-ción de la realidad. Esos son los que golpean a las mujeres, los que compran droga barata y la consumen en las calles de la Guerrero, esos con los que le gustaba compartir una fumada de crack o los que le hacían favores intentando recuperar un poco de humanidad perdida por haber asesinado a alguien minutos u horas an-tes de encontrarlo. Esos con los que se topaba por su gusto de bajar hasta lo más profundo de los círculos del infierno —ni siquiera creo haber llegado a considerarlo consciente de sus descensos—.

Sin embargo, en los límites de lo absurdo, esa tarde anocheciente en el hotel me hizo suspirar de nuevo, aquellos momentos entre sus brazos me sorprendieron enamorándo-me unos minutos nuevamente. Paramos algo nunca tan exhaustos de nuestros cuerpos; hablamos sobre la película, de aquella noche en Tlatelolco que me hizo dejar las drogas y dejarlo a él, del miedo que después de esa noche tenía de morir de una sobredosis, de

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15.09.2015 23El Mollete Literario

lo triste que me estaba dejando ver cómo en las calles la gente estaba matando a la gente cuando unos pocos lo veían todo con sonrisas muy desde lo alto de sus fiestas de gala; de cómo yo temía ver a mis amigos en la cár-cel o saber que alguno formaba parte de los desaparecidos. Entonces, llegamos al mismo punto en que desembocamos en aquel Tlate-lolco de la mayor cantidad de cocaína dentro de mi cuerpo: ¿la literatura nos podía salvar? Se acercó y me tomó entre sus brazos, me besó el cuello y susurró al oído una pregunta: y nosotros, ¿nos estamos salvando? ¿Nos esta-ba salvando el leer, el no alejarnos del arte, la experimentación filosa con las drogas que yo había cesado considerando suficiente, nos sal-vaba el amarnos? Sin responder esa pregunta, no pude dejar de pelearme con mi vida y mi cabeza o intentar no descender de su mano. Pensaba en encaminar a los que se enfilaban al primer descenso, deseaba intentar desem-polvar las opciones que otros han arrumba-do ponderando la simpleza y la comodidad. Estaba harta de los lugares sórdidos, de las putas mitificadas, de los bares como centros de catarsis o sanación, de la cocaína, de los camellos como decía Burroughs. Había visto ya a las mejores mentes de nuestras genera-ciones perderse, destruyéndonos en ese ri-tual del billete y la navaja, pues «para llegar al paraíso de la droga hay que hundirse en sus infiernos». Vi, también, acabarse los días de experimentación, las noches con intencio-nes intelectuales y el comienzo de un inhalar nuestro dinero. Esas lecturas hechas en nues-tros primeros años de asistencia al mandato divino de tomar las letras como copas de vino tinto, una cada día para procurar al corazón, nos fueron descubriendo la realidad de otros tiempos, sin embargo no sirvió para no su-frir la realidad de los nuestros. Es así como, hijos de la noche, dijeron, jamás dejamos los pasos perdidos en los almacenes donde roba-mos botellas de cerveza, jamás nos alejamos de las calles que parecen picaderos antes de llegar a conectar esa blancura que te provoca un dolor en la nariz. Supimos cierta tanta mi-seria, injusticia y podredumbre vomitada por los caballeros de antaño porque la estábamos viviendo desde que nacimos.

Años después, una tarde en un programa de tv donde me entrevistaron dije: mi padre es un violador, por muchos años pensé que me había hecho algo y que yo, con la maravilla de la mente, lo había reprimido. Un día asistí a una terapia gestalt que después de un tiempo

me dejó claro que nada había pasado, que el hombre no me había hecho nada. No supe si llamarlo un violador con corazón o un viola-dor consciente, pero seguía siendo un viola-dor. No sé que habrán pensado mis hermanos. La sordidez del humano me alcanzaba a pasos agigantados, en realidad me devoraba desde mi inútil existencia como una pequeña célula en el vientre de mi madre con dos hijos más que cuidar, sin dinero para saciar sus antojos de embarazo y un marido borracho que ataca-ba jovencitas en los baldíos de los alrededores.

Perdoné a la maestra del catecismo que me regañaba por no poner atención, perdo-né a Dios por condenarnos a todos. Perdoné a la Challo, mejor conocida como la Chayote, por haberme acusado con mi mamá, cuando íbamos en segundo grado, de que le pegaba. Perdoné a esos mis amigos que dejaron de ser-lo. Perdoné a todos mis exnovios que no me han perdonado. Seguí perdonando a cada ser humano por haber nacido, pero ni siquiera yo que intentaba buscar un pequeño rayo de hu-manidad en el mundo, ni siquiera yo dejé de seguirlo en las medias noches de sus pasos su-cios de vomito infernal, ni siquiera yo pude so-brellevar una buena relación con mi hermano, no pude dejar de gritar de vez en cuando a mi madre. Ni siquiera yo perdoné a mi padre…

A decir verdad no sé si nos salvamos, pero donde me encuentro ahora sólo puedo recor-dar que aquel día, cuando ya había caído la no-che, en aquel cuarto de hotel pequeño y ajeno, frente a esa tele y bajo aquellas cobijas, él me comparó con el cielo.

Autor: María Bazana, Técnica mixta (tinta china y acrílico)

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