No me pasa nada

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No me pasa nada Vanesl'a Toledo Vos vas caminando, vas caminando por lo que podría llamarse una larga avenida si no estuviera interrumpida en su pulcra longitud por pequeños callejones, aceras des- viadas y retorcidas callecitas aledañas. Vas caminando buscando LA casa. No sabés cuál, ni dónde queda, ni por qué la buscás, pero llevás , eso sí, mucha prisa. Caminás (trotás, casi corrés) durante mucho tiempo. Te marean ya los números , los guiones, los rótulos, los azulejos con nombre, todas las señales que auscultás desesperado con la mirada, esperando alguna guía. Quisieras, como corresponde, detener a cualquier transeúnte que con un poco de suerte conozca la zona, pararlo y decirle: "Disculpe, señor, señora ¿cómo llego a ... ? y que éste, amablemente, súbitamente orgulloso de la familiaridad del propio territorio, te dibujara con gestos de manos a diestra y siniestra, con sonrisitas benevolentes, un plano en el horizonte de sus dominios; el cual seguirías, agradecido, hasta llegar rápida yf elizme nte a tu destino. y sin embargo No. A pesar de que tu camino ha estado plagado de latas de cerveza y cáscaras de naranjas y bananos, de chicles blancuzcos y masticados y envoltorios de papel de hamburguesa, de pañales us a dos y trapos floreados secándose al sol sobre lazos, de música "tex-mex" y prédicas evangélicas (signos inequívocos todos de pre- sencia human a) no hay nadie. Absolutamente nadie. Ni una sola persona, ni un solo alguien a quien parar , nadie a quien detener , ni un alma que responder a nada. Finalmente (que no te pregunten cómo) llegás. La casa es ésa. No cabe ninguna duda, lo sabés por la puerta. Tiene que ser la que buscabas porque la reja es enorme y pesada, la madera es obscura y enmohecida y no hay aldaba siquiera. Es evidente, pues, que es la tu ya, es LA casa. Entrás. Te dirigís directo al interior, ignorando el perfecto jardín(el cual de pronto, quién sabe por qué, se te hace repleto de flores de lápida de cementerio , plantas carnívoras y horrendas mutaciones de insectos inimagi- nables) . 101

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Literatura latinoamericana

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No me pasa nada Vanesl'a Toledo

Vos vas caminando, vas caminando por lo que podría llamarse una larga avenida si

no estuviera interrumpida en su pulcra longitud por pequeños callejones, aceras des­

viadas y retorcidas callecitas aledañas. Vas caminando buscando LA casa. No sabés

cuál, ni dónde queda, ni por qué la buscás, pero llevás, eso sí, mucha prisa. Caminás

(trotás, casi corrés) durante mucho tiempo. Te marean ya los números, los guiones,

los rótulos, los azulejos con nombre, todas las señales que auscultás desesperado con

la mirada, esperando alguna guía. Quisieras, como corresponde, detener a cualquier

transeúnte que con un poco de suerte conozca la zona, pararlo y decirle: "Disculpe,

señor, señora ¿cómo llego a ... ? y que éste, amablemente, súbitamente orgulloso de la

familiaridad del propio territorio, te dibujara con gestos de manos a diestra y siniestra,

con sonrisitas benevolentes, un plano en el horizonte de sus dominios; el cual seguirías,

agradecido, hasta llegar rápida y felizmente a tu destino.

y sin embargo No. A pesar de que tu camino ha estado plagado de latas de cerveza y

cáscaras de naranjas y bananos, de chicles blancuzcos y masticados y envoltorios de

papel de hamburguesa, de pañales usados y trapos floreados secándose al sol sobre

lazos, de música "tex-mex" y prédicas evangélicas (signos inequívocos todos de pre­

sencia humana) no hay nadie. Absolutamente nadie. Ni una sola persona, ni un solo

alguien a quien parar, nadie a quien detener, ni un alma que responder a nada.

Finalmente (que no te pregunten cómo) llegás. La casa es ésa. No cabe ninguna

duda, lo sabés por la puerta. Tiene que ser la que buscabas porque la reja es enorme y

pesada, la madera es obscura y enmohecida y no hay aldaba siquiera. Es evidente,

pues, que es la tuya, es LA casa. Entrás. Te dirigís directo al interior, ignorando el

perfecto jardín(el cual de pronto, quién sabe por qué, se te hace repleto de flores de

lápida de cementerio, plantas carnívoras y horrendas mutaciones de insectos inimagi­

nables) .

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Te sentís completamente perdido, todo te es tan ajeno como si te encontraras allí por

primera vez o quizá algo peor. Pero ... iClaro que conocés iPor supuesto que conocés!

Seguro que todo está en su lugar. Y donde siempre ha estado, seguro. Diego, es tu casa,

la casa donde creciste y donde vivís, ¿cómo no vas a recordarte?

Los espacios son demasiado amplios, los techos altísimos, delgadas las columnas, los

pisos de parquet encerado y las ventanas, inexistentes. iNo hay una sola ventana! (¿Por

qué lo notás? Todo esto ya lo sabías, ni modo que no vas a conocer tu propia casa ... )

Hay, aparentemente, algún tipo de reunión, pues cada estancia, habitación o saloncito

está lleno de gente. Una masa, formada por grupitos que conversa, de pie, recostados

en las columnas o incluso sentados en los peldaños de las muchas escaleras. Son

seguramente, tus inexistentes parientes, amigos y conocidos los que ves allí, muy a sus

anchas, con tragos en la mano y atiborrándose con las boquitas de las bien distribui­

das bandejas ... Ves "smokings" alquilados y modelitos de cóctel, jeans, camisetas y

suéteres de algodón. Peinados altos, "chignons" y calvicies engominadas; melenas

largas, sueltas y desordenadas. Tacones de estilete y relucientes zapatos de vestir, tenis

y sandalias de mercado. Los zumbidos alcanzan a llevarte rastros de prepotentes alar­

des financieros, historias dignas de consulta psicoanalítica, los relevantes titulares de

las revistas del corazón, desgarradores debates existenciales ... De cualquier modo, lo

cierto es que todos están escalofriantemente ensimismados.

Yvos ... vos sos el...¿aruitrión? ¿El colado, el invitado? ¿El intruso de honor? Eso, el intruso

de honor. Tosés ostensiblemente, pero nadie parece notarlo (¿notarte?). Extendés la

mano, entonces, al aire, en el primer saludo que nadie te ha solicitado. Al hacerlo, te

das cuenta que un murciélago se ha acomodado sobre el dorso de tu mano. Curioso,

observás la nueva adición a tu extremidad: en la arboreación de venas entre la muñeca

y los nudillos clavó cuidadosamente los dientecitos, y ya enganchado seguramente

reposa el cuerpo sobre tu piel, las garritas a los lados, las alas envolventes como un

brazalete. La sensación te resulta familiar ... el método de inserción ... Sí, como aquellas

veces en que a los cinco o seis años te ponían suero en el hospital...En fin ... no es que te

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duela precisamente, pero no es del todo cómodo.

Tendrás que pedirle a alguien que te ayude (robarle unos minutos de su tiempo) para

arrancártelo con cuidado. Yes que ... no te gustaría que quedaran cicatrices.

Buscás, recorrés, esperás. Pero nadie parece estar disponible, todos están muy ocupa­

dos, nunca parece ser el momento apropiado y a vos... a vos definitivamente no te gusta

interrumpir. Sentís la vergüenza del niño parado en medio del patio de la primaria

con sus zapatos ortopédicos. Claro, si fueras un niño podrías jalar a alguien por la

manga del saco, tirar del ruedo de alguna, pasar bajo los círculos de piernas, romper

un vaso o voltear alguna bandeja ... yo qué sé ... mucha prisa.

Demandar, en fin, tu pequeña porción de atención. Pero no. Ya no sos, en definitiva,

un niño.

Intentás, mejor buscar los baños. Allí seguramente te encontrarás a alguien que ya en la camaradería que brinda el recinto (entre orinales, lavamanos con jabón color chi­cle y viscoso color chicle y viscoso olor a desinfectante ... ) te dará una mano. Buena idea. Mejor, sí, más discreto. Habría sido realmente de muy mal gusto desprendérselo allí, de forma tan impúdica frente a toda esta gente, salpicando tal vez, en el proceso, algún sillón, algún tapete o mesita de centro de LA casa (¿Tu casa? Tu casa).

El camino, sin embargo, está seriamente obstaculizado y no vas, por supuesto, a abrir­te paso a codazos. Así que allí, varado, pacientemente, resignadamente, la situación se te hace, casi, casi, en realidad simpática. Este animalito de Dios, criatura del Señor, se ha ido hinchando progresivamente. Cabeza y cuerpo son ya uno solo, repleto de san­gre, la pelusa gris que lo recubre se ha ido alisando con el volumen. Es ya, sobre tu mano, una bolit:l aterciopelada de color rosa lila, engrapada a vos. Lo observás fasci­nado ...

Finalmente, alguien se acerca y te pregunta si querés que te ayude con el enojoso accesorio. Vos le contestás, con una sonrisa tranquilizadora y controlada por supues­to, que sí, que gracias, aunque no hay realmente de qué preocuparse, pues (a juzgar por la apariencia) te ha chupado, a lo sumo, tres o cuatro litros de sangre. Lo cual, bien pensado, viene siendo no mucho más grave que un piquete de mosquito.

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Entonces, viene a vos, desde esa recóndita bodega mental que contiene aquello que permitió tu graduación de bachiller, la primera idea utilizable que de ahí ha surgido: "El cuerpo de un ser humano adulto contiene aproximadamente de tres a cuatro litros de tu sangre. "Te golpea con todo su horror de dato aprendido en el colegio. Entonces pensás aterrorizado, paralizado, muerto de espanto: "por lo tanto, igual, luego, como resultado de, entonces estoy muerto". Pero no. No estás muerto. Y tampoco, lógica e irrefutablemente, de ninguna manera, podés estar vivo.

Allí viene la caída vertiginosa, el golpe sordo del pecho contra el pavimento y te despertás. Sin atreverte a darle siquiera un vistazo a la mano, te levantás, te vestís y salís a la calle a buscar LA puerta. Caminás (trotás, casi corrés) , buscando LA casa, la tuya. No sabés cuál, ni dónde, ni por qué, no sabés nada. Pero eso sí, llevás mucha prisa.

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