Paul Krugman

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PAUL KRUGMAN [Paul Krugman, in How Did Economists Get It So Wrong? [NYT Magazine, 2 de Setembro 2009 – trad. de Alberto Loza Nehmad ] § ¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas? I. CONFUNDIR LA BELLEZA CON LA VERDAD Es difícil de creer ahora, pero no hace mucho los economistas se felicitaban entre sí por el éxito de su campo teórico. Esos éxitos (o así lo creían ellos) eran tanto teóricos como prácticos y condujeron a una era dorada para la profesión. Por el lado teórico, pensaban que habían resuelto sus disputas internas. Así, en un artículo de 2008 titulado “The State of Macro” [El estado de la Macro, n. de. t.] (esto es, macroeconomía, el estudio de los asuntos del cuadro general, como las recesiones), Oliver Blanchard, del M.I.T., ahora economista jefe del Fondo Monetario Internacional, declaraba que “el estado de la macro está bien”. Las batallas de años pasados, decía, habían terminado, y había habido una “amplia convergencia en la visión”. Y en el mundo real, los economistas creían que tenían las cosas bajo control: el “problema central de la prevención de la depresión ha sido resuelto”, declaró Robert Lucas, de la Universidad de Chicago, en su discurso presidencial de 2003 ante la Asociación Económica Estadounidense. En 2004, Ben Bernanke, ex profesor de Princeton que ahora es presidente del directorio de la Reserva Federal, celebró la Gran Moderación en el desempeño económico de las últimas dos décadas, que él atribuía en parte a una elaboración mejorada de las políticas económicas. El año pasado, todo se desarmó. Pocos economistas vieron venir nuestra actual crisis, pero esta falla en la predicción fue el menos importante de los problemas en el campo de la profesión económica. Más importante fue la ceguera de la profesión ante la posibilidad misma de fallas

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Paul Krugman, in How Did Economists Get It So Wrong? [NYT Magazine, 2 de Setembro 2009 – trad. de Alberto Loza Nehmad] - idem, in Estado de S. Paulo

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PAUL KRUGMAN

[Paul Krugman, in How Did Economists Get It So Wrong? [NYT Magazine, 2 de Setembro 2009 – trad. de Alberto Loza Nehmad]

§

¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?

I. CONFUNDIR LA BELLEZA CON LA VERDAD

Es difícil de creer ahora, pero no hace mucho los economistas se felicitaban entre sí por el éxito de su campo teórico. Esos éxitos (o así lo creían ellos) eran tanto teóricos como prácticos y condujeron a una era dorada para la profesión. Por el lado teórico, pensaban que habían resuelto sus disputas internas. Así, en un artículo de 2008 titulado “The State of Macro” [El estado de la Macro, n. de. t.] (esto es, macroeconomía, el estudio de los asuntos del cuadro general, como las recesiones), Oliver Blanchard, del M.I.T., ahora economista jefe del Fondo Monetario Internacional, declaraba que “el estado de la macro está bien”. Las batallas de años pasados, decía, habían terminado, y había habido una “amplia convergencia en la visión”. Y en el mundo real, los economistas creían que tenían las cosas bajo control: el “problema central de la prevención de la depresión ha sido resuelto”, declaró Robert Lucas, de la Universidad de Chicago, en su discurso presidencial de 2003 ante la Asociación Económica Estadounidense. En 2004, Ben Bernanke, ex profesor de Princeton que ahora es presidente del directorio de la Reserva Federal, celebró la Gran Moderación en el desempeño económico de las últimas dos décadas, que él atribuía en parte a una elaboración mejorada de las políticas económicas.

El año pasado, todo se desarmó.

Pocos economistas vieron venir nuestra actual crisis, pero esta falla en la predicción fue el menos importante de los problemas en el campo de la profesión económica. Más importante fue la ceguera de la profesión ante la posibilidad misma de fallas

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catastróficas en una economía de mercado. Durante los años dorados, los economistas financieros llegaron a creer que los mercados eran inherentemente estables; en realidad, que las acciones y otros activos eran siempre avaluados de manera correcta. No había nada en los modelos prevalecientes que sugiriera la posibilidad del tipo de colapso que sucedió el año pasado. Mientras, los macroeconomistas tenían puntos de vista divididos. La principal división, sin embargo, era entre aquellos que insistían en que las economías de libre mercado nunca se extravían y aquellos que creían que las economías podían extraviarse de vez en cuando, pero que cualquier gran desviación del camino de la prosperidad podía ser corregida, y lo sería, por una Banca Central Federal todopoderosa. Ninguno de los lados estaba preparado para lidiar con una economía que se descarrilara a pesar de los mejores esfuerzos de la banca central.

Luego de la crisis, las fallas tectónicas de la profesión económica se han ensanchado más que nunca. Lucas dice que los planes de estímulo de la administración de Obama constituyen una “economía adefesiera”, y su colega de Chicago, John Cochrane, dice que están basados en desacreditados “cuentos de hadas”. En respuesta, Brad DeLong, de la Universidad de California, Berkeley, escribe sobre el “colapso intelectual” de la Escuela de Chicago, y yo mismo he escrito que los comentarios de los economistas de Chicago son el producto de una Edad del Oscurantismo de la macroeconomía durante la cual el conocimiento arduamente adquirido ha sido olvidado.

¿Qué le sucedió a la profesión de la economía? ¿Y a dónde va a ir desde aquí?

Como lo veo, la profesión económica se extravió porque los economistas, como grupo, confundieron a la belleza, vestida de una matemática impresionante, con la verdad. Hasta la Gran Depresión, la mayoría de los economistas se aferraron a una visión del capitalismo como un sistema perfecto o casi perfecto. Esa visión no era sostenible en vista del desempleo masivo, pero a medida que los recuerdos de la Depresión se desvanecieron, los economistas volvieron a enamorarse de la vieja e idealizada visión de una economía en la que individuos racionales interactúan en mercados perfectos, visión emperifollada esta vez con ecuaciones de fantasía. El renovado romance con el mercado idealizado fue sin duda parcialmente una respuesta a los cambiantes vientos políticos, y parcialmente una respuesta a los incentivos financieros. Con todo, aunque los años sabáticos de la [conservadora] Hoover Institution y las oportunidades laborales en Wall Street no son nada despreciables, la causa central de la falla de la profesión fue el deseo de llegar a un enfoque que abarcara todo, que fuera intelectualmente elegante, y que también les diera a los economistas una oportunidad para ostentar sus destrezas matemáticas.

Desafortunadamente, esta visión romántica y desinfectada de la economía condujo a la mayoría de los economistas a ignorar todas las cosas que pueden salir mal. Ellos cerraron los ojos a las limitaciones de la racionalidad humana que a menudo conducen a burbujas y reventones; a los problemas de las instituciones que pierden todo control; a las imperfecciones de los mercados —especialmente los mercados financieros— que pueden causar que el sistema operativo de la economía se descomponga repentina e impredeciblemente; y a los peligros creados cuando los reguladores no creen en la regulación.

Es mucho más difícil decir en qué dirección irá la economía desde el punto actual. Sin embargo, lo que es casi cierto es que los economistas tendrán que aprender a vivir con el desorden. Esto es, que ellos tendrán que reconocer la importancia del comportamiento irracional y a veces impredecible, enfrentar las a menudo idiosincrásicas imperfecciones de los mercados y aceptar que una elegante “teoría de todo” económica está demasiado lejos. En términos prácticos, esto se traducirá en más cautos consejos de política y en una reducida disposición a desmantelar las

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salvaguardas económicas con la de de que los mercados resolverán todos los problemas.

II. DE SMITH A KEYNES Y DE VUELTA

El nacimiento de la economía como una disciplina es usualmente acreditado a Adam Smith, quien publicó La riqueza de las naciones en 1776. Por los siguientes 160 años, se desarrolló un extenso cuerpo de teoría económica cuyo mensaje central era: confía en el mercado. Sí, los economistas admitían que había casos en que los mercados podían fallar, de los cuales el más importante era el caso de las “externalidades”: costos que la gente impone sobre otros sin pagar el precio, como la congestión del tránsito o la contaminación. Con todo, el supuesto básico de la economía “neoclásica” (nombrada por los teóricos de fines del siglo XIX que desarrollaron los conceptos de sus predecesores “clásicos”) era que debíamos tener fe en el sistema de mercado.

Esta fe fue, sin embargo, destrozada por la Gran Depresión. En realidad, inclusive ante el colapso total algunos economistas insistían en que cualquier cosa que sucediera en una economía de mercado estaba bien: “Las depresiones no son simplemente males”, declaró Schumpeter en 1934 (¡1934!). Ellas son, añadió, “las formas de algo que debe ser hecho”. No obstante, muchos de los economistas, y finalmente la mayoría, volvieron sus ideas a John Maynard Keynes, tanto en búsqueda de una explicación a lo que había sucedido como de una solución para futuras depresiones.

A pesar de lo que hayamos oído, Keynes no quería que el gobierno administrara la economía. Él describió su análisis en su obra maestra de 1936, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, como “moderadamente conservador en sus consecuencias”. Él quería componer el capitalismo, no reemplazarlo. No obstante, cuestionó la noción de que las economías de mercado libre pudieran funcionar sin alguien que las cuidara y expresó un desdén particular por los mercados financieros, a los que veía como dominados por la especulación de corto plazo y con poca consideración por lo fundamental. Y pidió una intervención más activa del gobierno (imprimiendo más dinero y, si es necesario, gastando fuertemente en obras públicas) para luchar contra el desempleo durante las depresiones.

Es importante entender que Keynes hizo mucho más que expresar afirmaciones resueltas. La Teoría general es un trabajo de muy profundo análisis, un análisis que persuadió a los mejores economistas jóvenes de la época. Con todo, la historia de la economía durante el pasado medio siglo es, en gran medida, la historia de una retirada del keynesianismo y un retorno del neoclasicismo. El reavivamiento neoclásico estuvo inicialmente conducido por Milton Friedman, de la Universidad de Chicago, quien afirmó en fecha tan temprana como 1953 que la economía neoclásica funciona suficientemente bien como una descripción de la manera en que la economía funciona realmente, para ser “tanto extremadamente fructífera y merecedora de mucha confianza”. ¿Y qué con las depresiones?

El contraataque de Friedman contra Keynes comenzó con la doctrina conocida como monetarismo. Los monetaristas, en principio, no estaban en desacuerdo con la idea de que una economía de mercado necesitara de una estabilización deliberada. “Ahora todos somos keynesianos”, dijo una vez Friedman, aunque después afirmó que había sido citado fuera de contexto. Los monetaristas afirmaban, sin embargo, que una muy limitada y circunscrita forma de intervención del gobierno (a saber, instruir a los bancos centrales a mantener creciendo a un paso constante la oferta de dinero de la nación, esto es, la suma del efectivo en circulación y en depósitos bancarios) es todo lo que se requería para evitar las depresiones. Tiene fama la afirmación de Friedman y su colaboradora, Anna Schwartz, quienes sostuvieron que si la Reserva Federal hubiera

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hecho su trabajo apropiadamente, la Gran Depresión no habría sucedido. Más tarde, Friedman convincentemente arguyó contra cualquier esfuerzo deliberado de los gobiernos de bajar el desempleo por debajo de su nivel “natural” (actualmente estimado en cerca del 4.8 por ciento en Estados Unidos): las políticas excesivamente expansionistas, predijo, conducirían a una combinación de inflación y de alto desempleo, una predicción que fue confirmada por la estagflación de los años 70, que favoreció en gran manera la credibilidad del movimiento antikeynesiano.

Finalmente, sin embargo, la contrarrevolución antikeynesiana fue más allá de la posición de Friedman, que vino a parecer relativamente moderada comparada con lo que sus sucesores estaban diciendo. Entre los economistas financieros, la despreciativa visión de Keynes de los mercados financieros como un “casino” fue reemplazada por la teoría del “mercado eficiente”, que afirmaba que los mercados financieros siempre llegan a los precios correctos de los activos dada la información disponible. Mientras, muchos macroeconomistas rechazaron completamente el esquema de Keynes para entender las caídas económicas. Algunos regresaron a la visión de Schumpeter y otros se hicieron apologistas de la Gran Recesión, al ver las recesiones como algo bueno y como parte del ajuste de la economía al cambio. E inclusive aquellos no dispuestos a ir tan lejos, arguyeron que cualquier intento de luchar contra una caída económica haría más daño que bien.

No todos los macroeconomistas estuvieron dispuestos a seguir ese camino: muchos se convirtieron en autodenominados Nuevos Keynesianos, que continuaron creyendo en el rol activo del gobierno. Con todo, inclusive estos aceptaron la noción de que los inversores y los consumidores son racionales y que los mercados generalmente aciertan.

Por supuesto, hubo excepciones a esas reglas: unos pocos economistas desafiaron el supuesto del comportamiento racional, cuestionaron la creencia de que se puede confiar en los mercados financieros y señalaron la larga historia de crisis financieras que habían tenido devastadoras consecuencias económicas. No obstante, ellos nadaban contra la marea, incapaces de ganar el paso contra una complacencia omnipresente y, retrospectivamente, tonta.

III. FINANZAS PANGLOSSIANAS

En los años 30 los mercados financieros, por obvias razones, no recibían mucho respeto. Keynes los comparaba con “esas competencias de los periódicos en las que los competidores tienen que elegir las seis caras más bonitas entre cien fotografías, dándosele el premio luego al competidor cuya elección corresponde más cercanamente a las preferencias promedio de los competidores como grupo, de modo que cada competidor tiene que elegir, no aquellos rostros que él mismo encuentra como los más bonitos sino aquellos que él piensa que más probablemente agradarán a los otros competidores”.

Y Keynes consideraba una mala muy idea dejar tales mercados, en los que los especuladores pasaban su tiempo persiguiéndose la cola unos a otros, dictar las decisiones importantes de los negocios: “cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en un producto secundario de las actividades de un casino, es probable que el trabajo sea mal hecho”.

Alrededor de 1970, sin embargo, el estudio de los mercados financieros parecía haber sido tomado por el Dr. Pangloss de Voltaire, quien insistía en que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Las discusiones sobre la irracionalidad del inversor, sobre las burbujas, la especulación destructiva, habían virtualmente desaparecido del discurso

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académico. El campo estaba dominado por la “hipótesis del mercado eficiente” promulgada por Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, quien afirma que los mercados financieros establecen el precio de los activos precisamente en su valor intrínseco, dada toda la información disponible públicamente (el precio de las acciones de una compañía, por ejemplo, siempre refleja exactamente el valor de la compañía, dada la información disponible sobre los ingresos de la compañía, sus perspectivas de negocios y así por el estilo). Y hacia los años 80, economistas financieros, notablemente Michael Jenses de Harvard Business School, estaban sosteniendo que debido a que los mercados financieros siempre establecen los precios correctamente, la mejor cosa que los jefes corporativos pueden hacer, no solo para sí mismos sino en nombre de la economía, es maximizar los precios de sus acciones. En otras palabras, los economistas financieros creían que deberíamos poner el desarrollo del capital de la nación en las manos de lo que Keynes había llamado un “casino”.

Es difícil argumentar que esta transformación en la profesión haya sido impulsada por los acontecimientos. En verdad, la memoria de 1929 estaba gradualmente desapareciendo, pero continuaban existiendo los mercados al alza, con difundidas historias de exceso especulativo, seguidos por mercados a la baja. En 1973-4, por ejemplo, las acciones perdieron 48 por ciento de su valor. Y el crac de las acciones de 1987, cuando el índice Dow se sumergió casi 23 por ciento en un día sin razones claras, debería haber producido al menos unas pocas dudas acerca de la racionalidad del mercado.

Estos eventos, sin embargo, que Keynes habría considerado evidencias de la falta de confiabilidad en los mercados, hicieron poco para debilitar la fuerza de una hermosa idea. El modelo teórico que los economistas financieros desarrollaron al asumir que todo inversionista racionalmente equilibra el riesgo y la recompensa (el llamado CAPM, Modelo de Valuación de Activos de Capital) es maravillosamente elegante. Y si uno acepta sus premisas es también extremadamente útil. El CAPM no solo dice cómo escoger un portafolio; más importantemente, le dice a uno cómo ponerle un precio a los derivados financieros, afirmaciones sobre afirmaciones. La elegancia y aparente utilidad de esta nueva teoría condujo a una serie de premios Nobel para sus creadores, y muchos de los adeptos de la nueva teoría también recibieron recompensas más mundanas: armados de sus nuevos modelos y de formidables habilidades matemáticas (los usos más arcanos del CAPM requieren de computaciones del nivel de las de un físico), profesores de modales suaves de las escuelas de negocios pudieron convertirse y se convirtieron en científicos de Wall Street que ganaban salarios de Wall Street.

Para ser justo, los teóricos de las finanzas no aceptaron la hipótesis del mercado eficiente solamente porque fuera elegante, conveniente y lucrativa. También produjeron muchas evidencias estadísticas que al inicio parecían apoyar fuertemente sus ideas. Pero estas evidencias tenían una forma extrañamente limitada. Los economistas financieros raramente preguntaban por la aparentemente obvia (aunque no fácil de responder) pregunta de si los precios de los activos tenían sentido dados algunos principios básicos del mundo real, como los ingresos. Más bien, preguntaban solo si los precios de los activos tenían sentido dados los precios de otros activos. Larry Summers, ahora el principal asesor económico en la administración de Obama, se burló una vez de los profesores de finanzas con una parábola acerca de los “economistas ketchup” que “han mostrado que las botellas de ketchup de un litro invariablemente se venden exactamente por dos veces el precio de las botellas de medio litro” y concluyen de esto que el mercado de ketchup es perfectamente eficiente.

Sin embargo, ni esta burla ni las más educadas críticas de economistas como Robert Shiller, de Yale, tuvieron mucho efecto. Los teóricos financieros continuaron creyendo que sus modelos eran esencialmente correctos, y así lo hicieron muchos de los que

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tomaban decisiones en el mundo real. Entre éstos, y no poco importante, estuvo Alan Greenspan, quien era entonces el presidente de la Reserva Federal y por largo tiempo fue defensor de la desregulación financiera, alguien cuyo rechazo a los llamados a refrenar los préstamos subprime o a tratar el tema de la siempre creciente burbuja de la vivienda, se basaba en gran parte en la creencia de que los economistas financieros modernos tenían todo bajo control. Hubo un momento revelador en 2005, en una conferencia en honor de la presidencia de la Reserva Federal por parte de Greenspan. Un valiente expositor, Raghuram Rajan (de la Universidad de Chicago, sorprendentemente), presentó un artículo advirtiendo que el sistema financiero estaba asumiendo niveles de riesgo potencialmente peligrosos. Casi todos los presentes se burlaron de él, incluido, dicho sea de paso, Larry Summers, quien desechó sus advertencias como “equivocadas”.

Hacia octubre del año pasado, sin embargo, Greenspan estaba admitiendo que él estaba en un estado de “aturdida incredulidad” porque “el edificio intelectual entero” había “colapsado”. Desde que este colapso del edificio intelectual era también el colapso de los mercados del mundo real, el resultado fue una severa recesión, la peor desde donde se la mire, desde la Gran Depresión. ¿Qué deberían hacer quienes elaboran las políticas? Desafortunadamente, la macroeconomía, que debería haber estado ofreciendo una guía clara acerca de cómo tratar una economía en caída, estaba en su propio estado de confusión.

IV. EL PROBLEMA CON LA MACRO

“Nos hemos involucrado en un enredo colosal, al meter la pata en el control de una máquina delicada cuyo funcionamiento no entendemos. El resultado es que nuestras posibilidades de generar riqueza han sido tiradas al tacho por un tiempo, quizá por un largo tiempo”. Así escribió John Maynard Keynes en un ensayo titulado “La gran caída de 1930”, en el que intentaba explicar la catástrofe que entonces cogía al mundo. Y las posibilidades mundiales de riqueza efectivamente se desperdiciaron por un largo tiempo; tuvo que ser la Segunda Guerra Mundial la que llevó la Gran Depresión hacia su final definitivo.

¿Por qué fue tan atrayente al inicio el diagnóstico de Keynes de la Gran Depresión como un “enredo colosal”? ¿Y por qué la economía, alrededor de 1975, se dividió en campos opuestos sobre el valor de las ideas de Keynes?

Me gusta explicar la esencia de la economía keynesiana con una historia verdadera que también sirve como una parábola, una versión en pequeña escala de los desórdenes que pueden afligir a economías enteras. Considérese los afanes de la Cooperativa de Niñeros de Capitol Hill.

Esta cooperativa, cuyos problemas fueron narrados en un artículo de 1977 en The Journal of Money, Credit and Banking [La Revista del dinero, el crédito y la banca], era una asociación de cerca de 150 parejas jóvenes que acordaron ayudarse cuidando a sus hijos entre ellas, cuando los padres querían tener una noche libre para salir. Para asegurarse de que cada pareja tuviera su porción justa de tiempo de cuidado de niños, la cooperativa introdujo una forma de “dinero”, cupones hechos de papel grueso, cada uno dándole al portador el derecho a media hora de cuidado de niños. Inicialmente, al unirse al grupo los miembros recibían 20 cupones, y se les requería que devolvieran la misma cantidad al dejarlo.

Desafortunadamente, resultó que los miembros de la cooperativa querían mantener, en promedio, una reserva de más de 20 cupones, quizá en caso de que quisieran salir varias veces seguidas. Como resultado, relativamente poca gente quería gastar su

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“dinero” y salir, mientras muchas querían cuidar niños, para poder así aumentar sus ahorros. Pero, dado que las oportunidades de cuidar niños se producen solo cuando alguien sale por la noche, esto significó que los trabajos de cuidar niños fueran difíciles de encontrar, lo que hacía a los miembros de la cooperativa renuentes a salir, lo que hacía los trabajos de cuidar niños aún más escasos.

En pocas palabras, la cooperativa cayó en recesión.

Bien, ¿qué piensa usted de esta historia? No la deseche por tonta y trivial: los economistas han usado ejemplos de pequeña escala para echar luz sobre cuestiones desde que Adam Smith viera las raíces del progreso económico en una fábrica de alfileres, y hacen bien. La cuestión es si este ejemplo particular, en el que la recesión es un problema de demanda inadecuada (no hay suficiente demanda de niñeros como para ofrecer trabajos a todo el que quiera uno), llega a la esencia de lo que sucede en una recesión.

Hace cuarenta años la mayoría de los economistas habría estado de acuerdo con esta interpretación. Pero desde entonces, la macroeconomía se ha dividido en dos grandes facciones: economistas de “agua salada” (principalmente en las universidades estadounidenses costeras), que tienen una visión más o menos keynesiana de en qué consiste una recesión; y economistas de “agua dulce” (principalmente en escuelas del interior), que consideran a esa visión como una tontería.

Los economistas de agua dulce son, esencialmente, puristas neoclásicos. Creen que todos los análisis económicos que valen la pena, comienzan con la premisa de que la gente es racional y que los mercados trabajan, una premisa violada por la historia de la cooperativa de niñeros. Así como ellos ven las cosas, no es posible que se dé una falta general de demanda suficiente, porque los precios siempre se moverán para igualar la oferta y la demanda. Si la gente quiere más cupones de niñero, el valor de esos cupones se elevará, de modo que uno de ellos valga, por decir, 40 minutos más que solo media hora; o, equivalentemente, el costo de cuidar niños por una hora caería de dos cupones a 1.5. Y eso solucionaría el problema: el poder de compra de los cupones en circulación se habría elevado y así la gente no sentiría ninguna necesidad de acumular más, y no habría recesión.

¿Pero no se parecen las recesiones a los periodos en los que simplemente no hay suficientemente demanda para emplear a todo aquel dispuesto a trabajar? Las apariencias pueden ser engañadoras, dicen los teóricos de agua dulce. Una teoría económica sensata, desde su punto de vista, dice que las fallas generales en la demanda no pueden ocurrir, y eso significa que no ocurren. Se ha “demostrado” que la economía keynesiana es “falsa”, dice Cochrane, de la Universidad de Chicago.

Pero las recesiones ocurren. ¿Por qué? En los años 70, el principal economista de agua dulce, el Nobel Robert Lucas, sostenía que las recesiones eran causadas por una confusión temporal: los trabajadores y las compañías tenían problemas distinguiendo entre los cambios generales en el nivel de precios debido a la inflación o a la deflación, y los cambios en la situación particular de sus negocios. Y Lucas advirtió que cualquier intento de combatir el ciclo de los negocios sería contraproducente: las políticas activistas, sostenía, solo aumentarían la confusión.

Hacia los años 80, sin embargo, inclusive esta aceptación severamente limitada de la idea de que las recesiones son cosas malas, había sido rechazada por muchos economistas de agua dulce. Más bien, los nuevos líderes del movimiento, especialmente Edward Prescott, quien por entonces estaba en la Universidad de Minnesota (ya se puede ver de dónde viene el nombre de “agua dulce”), sostenía que las fluctuaciones de

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los precios y los cambios en la demanda realmente no tenían nada que ver con el ciclo de los negocios. Más bien, el ciclo de los negocios refleja fluctuaciones en la tasa del progreso tecnológico, que son amplificadas por la respuesta racional de los trabajadores, quienes voluntariamente trabajan más cuando el medio es favorable y menos cuando es desfavorable. El desempleo es una decisión deliberada de los trabajadores para tomarse el tiempo libre.

Puesta peladamente de esa manera, esa teoría suena como una tontería: ¿fue la Gran Depresión en realidad la Gran Vacación? Para ser honesto, pienso que es tonta. Pero la premisa básica de la teoría del “ciclo real de los negocios” estaba incrustada en modelos matemáticos ingeniosamente construidos que eran proyectados sobre datos reales usando sofisticadas técnicas estadísticas, y la teoría vino a dominar la enseñanza de la macroeconomía en muchos departamentos de economía de muchas universidades. En 2004, en un reflejo de la influencia de la teoría, Prescott compartió el Premio Nobel con Finn Kydland, de la Universidad Carnegie Mellon.

Mientras, los economistas de agua salada se quedaron en sus trece. Donde los economistas de agua dulce eran puristas, los de agua salada eran pragmáticos. Aunque economistas como N. Gregory Mankiw, de Harvard; Olivier Blanchard, de M.I.T., y David Romer, de la Universidad de California (Berkeley) reconocían que era difícil reconciliar una visión keynesiana de las recesiones desde el lado de la demanda con la teoría neoclásica, ellos encontraron que la evidencia de que las recesiones son, en realidad, impulsadas por la demanda, era algo demasiado atrayente como para rechazar. De modo que estaban dispuestos a desviarse del supuesto de los mercados perfectos o la racionalidad perfecta, o de ambos, añadiendo suficientes imperfecciones como para permitir una visión más o menos keynesiana de las recesiones. Y, en la opinión de los de agua salada, la política activa para combatir las recesiones permanecía deseable.

Sin embargo, los economistas autocalificados como neokeynesianos no eran inmunes a los encantos de los individuos racionales y los mercados perfectos. Ellos intentaron mantener sus desviaciones de la ortodoxia neoclásica lo más limitadas posibles. Esto significaba que no los modelos prevalecientes no había espacio para cosas tales como burbujas y colapsos de sistemas bancarios. El hecho de que tales cosas continuaran sucediendo en el mundo real (hubo una terrible crisis financiera y macroeconómica en gran parte del Asia en 1997-8 y una caída de nivel de depresión en la Argentina en 2002) no se reflejaba en el pensamiento mayoritario del neokeynesianismo.

Inclusive así, se podría haber pensado que las diferentes visiones del mundo de los economistas de agua dulce y de agua salada los habrían puesto constantemente en pugna con respecto a la política económica. De manera sorpresiva, sin embargo, entre más o menos 1985 y 2007 las disputas entre los economistas de agua dulce y los de agua salada giraron principalmente acerca de la teoría, no de la acción. La razón, creo, es que los neokeynesianos, a diferencia de los keynesianos originales, no pensaban que la política fiscal (cambios en el gasto del gobierno o los impuestos) fuera necesaria para combatir las recesiones. Creían que la política monetaria, administrada por los tecnócratas de la Reserva Federal, podía ofrecer cualesquiera remedios que la economía necesitara. En la celebración del 90.º cumpleaños de Milton Friedman, Ben Bernanke, un ex profesor de Princeton más o menos neokeynesiano y por entonces miembro del directorio de la Reserva Federal, declaró sobre la Gran Depresión: “Usted tiene razón. Nosotros la hicimos. Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volverá a suceder”. El mensaje claro fue que todo lo que se necesitaba para evitar las depresiones era un Reserva Federal más inteligente.

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Y mientras la política macroeconómica fue dejada en manos del maestro Greenspan, sin programas de estímulo del tipo keynesiano, los economistas de agua dulce encontraron poco de qué quejarse (no creían que la política monetaria hiciera ningún bien, pero tampoco creían que hiciera ningún mal).

Tomaría una crisis revelar, a la vez, cuán poco terreno común había y en cuán panglossianos se habían convertido incluso los economista neokeynesianos.

V. NADIE PODRÍA HABERLO ANTICIPADO...

En recientes compungidas discusiones sobre economía, una broma todo-propósito ha venido a ser “Nadie podría haberlo anticipado...”. Es lo que se dice en relación con desastres que podrían haber sido anticipados, que deberían haber sido anticipados y que en realidad fueron anticipados por unos pocos economistas que fueron rechazados con desdén.

Por ejemplo, los precipitados auge y caída de los precios del sector vivienda. Algunos economistas, notablemente Robert Shiller, sí identificaron la burbuja y advirtieron de sus dolorosas consecuencias si llegaba a estallar. Pese a ello, algunos claves diseñadores de políticas dejaron de ver lo obvio. En 2004, Alan Greenspan descartaba las conversaciones sobre una burbuja inmobiliaria: “una severa distorsión nacional de precios”, declaró, era “de lo más improbable”. Los incrementos en el precio de las viviendas familiares, dijo Ben Bernanke en 2005, “en gran medida reflejan los fuertes cimientos económicos”.

¿Cómo dejaron pasar la burbuja? Para ser justos, las tasas de interés eran inusualmente bajas, y posiblemente explicaban el alza de precios. Puede ser que Greenspan y Bernanke también quisieran celebrar el éxito de la Reserva Federal en sacar a la economía de la recesión de 2001; conceder que mucho de ese éxito se debía a la creación de una monstruosa burbuja habría sido echarle agua a los festejos.

No obstante, algo más estaba pasando: se estaba dando una creencia general en que las burbujas simplemente no ocurren. Lo que es sorprendente, cuando se relee las garantías que daba Greenspan, es que no estaban basadas en evidencias; estaban basadas en la afirmación a priori de que una burbuja en la vivienda simplemente no podía existir. Y los teóricos financieros eran inclusive más firmes en este punto. En una entrevista de 2007, Eugene Fama, el padre de la hipótesis del mercado eficiente, declaró que “la palabra ‘burbuja’ me enoja”, y continuó explicando por qué podemos confiar en el mercado de vivienda: “Los mercados de vivienda son menos líquidos, pero la gente es muy cuidadosa cuando compra casas. Típicamente es la inversión más grande que va a hacer, de modo que mira muy cuidadosamente y compara precios. El proceso de plantear precios es muy detallado”.

En realidad, los compradores de casas generalmente sí comparan precios cuidadosamente; esto es, ellos comparan el precio de su compra potencial con el precio de otras casas. Pero esto no dice nada acerca de si el precio de las casas en general está justificado. Nuevamente, es la teoría económica ketchup: porque una botella de medio litro de ketchup cuesta dos veces más que una de medio litro, los teóricos financieros declaran que el precio del ketchup está correcto.

En pocas palabras, la creencia en los mercados financieros eficientes encegueció a muchos, si no a la mayoría de los economistas, ante el surgimiento de la burbuja financiera más grande de la historia. Y, en primer lugar, la teoría del mercado eficiente también tuvo un rol significativo en inflar esa burbuja.

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Ahora que la no diagnosticada burbuja ha reventado, lo verdaderamente riesgoso de los activos supuestamente seguros ha sido revelado y el sistema financiero ha demostrado su fragilidad. Los hogares de EEUU han visto evaporarse $13 billones de riqueza. Más de seis millones de trabajos se han perdido y la tasa de desempleo parece dirigirse a su nivel más alto desde 1940. ¿Qué guía entonces tiene la teoría económica moderna que ofrecer en nuestro actual predicamento? ¿Deberíamos confiar en ella?

VI. LA RIÑA SOBRE EL ESTÍMULO

Entre 1985 y 2007, una falsa paz se estableció sobre el campo de la macroeconomía. No había habido ninguna convergencia real de puntos de vista entre las facciones de agua dulce y agua salada. No obstante, estos fueron los años de la Gran Moderación, un período prolongado durante el cual la inflación fue controlada y las recesiones fueron relativamente suaves. Los economistas de agua salada creían que la Reserva Federal tenía todo bajo control. Los economistas de agua dulce no pensaban que las acciones de la Reserva fueran realmente benéficas, pero estaban dispuestos a dejar que las cosas quedaran ahí.

La crisis, sin embargo, terminó con esta falsa paz. Repentinamente las políticas estrechas, tecnocráticas, que ambos lados estaban dispuestos a aceptar dejaron de ser suficientes, y la necesidad de más amplias políticas de respuesta sacaron a la luz los viejos conflictos, más fieros que nunca.

¿Por qué esas políticas estrechas, tecnocráticas, no fueron suficientes? La respuesta, en una palabra, es cero.

Durante una recesión normal la Reserva Federal responde comprando letras del Tesoro (una deuda de corto plazo del gobierno) a los bancos. Esto reduce las tasas de interés sobre la deuda del gobierno; los inversionistas que buscan una tasa más alta de retorno se trasladan hacia otros activos, haciendo reducirse también otras tasas de interés; y normalmente estas tasas de interés más bajas finalmente llevan a un rebote de la economía a su posición anterior. La Reserva Federal trató la recesión que comenzó en 1990 haciendo caer las tasas de interés de corto plazo de 9 por ciento a 3 por ciento. Trató la recesión que comenzó en 2001 llevando las tasas de 6.5 por ciento a 1 por ciento. E intentó tratar la actual recesión impulsando las tasas hacia abajo, de 5.25 por ciento a cero.

Cero, sin embargo, resultó no ser suficiente para terminar con esta recesión. Y la Reserva no puede empujar las tasas por debajo de cero, desde que a tasas cercanas a cero, los inversionistas simplemente acumulan el efectivo más que darlo en préstamo. Así, hacia fines de 2008, con las tasas de interés básicamente en lo que los macroeconomistas llaman la “restricción de no negatividad” [zero lower bound, n. del t.], inclusive cuando la recesión continuaba profundizándose la política monetaria convencional había perdido todo su poder de arrastre.

¿Y ahora qué? Esta es la segunda vez que Estados Unidos ha estado contra el piso de la tasa de interés cero, siendo la ocasión previa la Gran Depresión. Y fue precisamente la observación de que hay un límite inferior a las tasas de interés lo que condujo a Keynes a defender un mayor gasto del gobierno: cuando la política monetaria es inefectiva y el sector privado no puede ser persuadido de gastar más, el sector público debe tomar su lugar para apoyar la economía. El estímulo fiscal es la respuesta keynesiana a la clase de situación económica tipo depresión en que actualmente estamos.

Ese pensamiento keynesiano subyace en las políticas económicas de la administración de Obama, y los economistas de agua dulce están furiosos. Por más o menos 25 años

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ellos toleraron los esfuerzos de la Reserva de manejar la economía, pero un resurgimiento completamente keynesiano era algo enteramente diferente. En 1980, Lucas, de la Universidad de Chicago, escribió que la economía keynesiana era tan ridícula que “en los seminarios de investigación, la gente ya no toma en serio la teorización keynesiana; la audiencia comienza a susurrar y a reírse por lo bajo”. Admitir que Keynes estaba en gran medida en lo cierto, después de todo, sería un retroceso demasiado humillante.

Así también, Cochrane, de Chiacago, indignado ante la idea de que el gasto del gobierno podría mitigar la última recesión, declaró: “No es parte de lo que todos los estudiantes de posgrado han aprendido desde los años 60. Ellas [las ideas keynesianas] son cuentos de hadas que han demostrado ser falsos. Es muy cómodo en tiempos de tensión regresar a los cuentos de hadas que escuchamos de niños, pero eso no los hace menos falsos” (una marca de cuán profunda es la división entre agua dulce y agua salada es que Cochrane crea que “nadie” enseñe ideas que son, en realidad, enseñadas en lugares como Princeton, M.I.T. y Harvard).

Mientras, los economistas de agua salada, quienes se habían consolado con la creencia de que la gran división en la macroeconomía estaba estrechándose, estaban aturdidos al darse cuanta de que los economistas de agua dulce no habían estado escuchando nada. Los economistas de agua dulce que lanzaron invectivas contra al estímulo [económico propuesto por la administración de Obama. N. del t.] no sonaban como investigadores que hubieran sopesado los argumentos keynesianos y los hubieran encontrado deficientes. Más bien, sonaban como gente que no tenía idea de en qué consistía la economía keynesiana, gente que estaba resucitando falacias de antes de 1930 en la creencia de que estaban diciendo algo nuevo y profundo.

Y no era solo Keynes, cuyas ideas parecían haber sido olvidadas. Como Brad DeLong de la Universidad de California (Berkeley) ha señalado en sus lamentos acerca del colapso intelectual de la escuela de Chicago, la posición actual de la escuela equivale también a un rechazo total de las ideas de Milton Friedman. Friedman creía que la política de la Reserva Federal y no los cambios en el gasto del gobierno deberían ser utilizados para estabilizar la economía, pero nunca afirmó que un incremento en el gasto del gobierno no pudiera, bajo ninguna circunstancia, incrementar el empleo. En realidad, al releer el resumen de las ideas de Friedman que publicó en 1970, “A Theoretical Framework for Monetary Analysis,” [Un esquema teórico para el análisis monetario], lo que es sorprendente es cuán keynesiano parece.

Además, ciertamente Friedman nunca creyó en la idea de que el desempleo masivo representara una reducción voluntaria en el esfuerzo de trabajo ni en la idea de que las recesiones son realmente buenas para la economía. Con todo, la generación actual de economistas de agua dulce ha estado sosteniendo ambos argumentos. Así, Casey Mulligan, de Chicago, sugiere que el desempleo es muy alto porque muchos trabajadores están eligiendo no aceptar empleos: “los empleados enfrentan incentivos financieros que los alientan a no trabajar... el menor empleo es más explicado por las reducciones en la oferta de trabajo (la disposición de la gente a trabajar) y menos por la demanda de trabajo (el número de trabajadores que los empleadores necesitan emplear)”. Mulligan ha sugerido, en particular, que los trabajadores están eligiendo permanecer desempleados porque eso mejora sus probabilidades de recibir ayuda [del gobierno] para sus hipotecas impagas. Y Cochrane reclara que el alto desempleo es realmente bueno: “Deberíamos tener una recesión. La gente que pasa sus vidas clavando clavos en Nevada necesita hacer algo diferente”.

Personalmente, pienso que esto es una locura. ¿Por qué debiera necesitarse del desempleo masivo en la nación entera para hacer que los carpinteros se muden fuera de

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Nevada? ¿Alguien seriamente puede afirmar que hemos perdido 6.7 millones de puestos de trabajo porque menos estadounidenses quieren trabajar? No obstante, era inevitable que los economistas de agua dulce se encontraran atrapados en este callejón sin salida: si se comienza con el supuesto de que la gente es perfectamente racional y que los mercados son perfectamente eficientes, se tiene que concluir que el desempleo es voluntario y que las recesiones son deseables.

Con todo, si la crisis ha empujado a los economistas de agua dulce hacia lo absurdo, también ha creado mucha inseguridad e inquietud entre los economistas de agua salada. Su esquema de trabajo, a diferencia del de la Escuela de Chicago, permite a la vez la posibilidad del desempleo involuntario y el considerarlo algo malo. Pero los modelos neokeynesianos que han llegado a dominar la enseñanza y la investigación asumen que la gente es perfectamente racional y que los mercados financieros son perfectamente eficientes. Para hacer caber en sus modelos cualquier cosa que se parezca a la presente recesión, los neokeynesianos son obligados a introducir algún tipo de factor inventado que, por razones no especificadas, deprime temporalmente el gasto privado (yo he hecho exactamente lo mismo en parte mi propio trabajo). Y si el análisis del lugar donde nos hallamos ahora depende de ese factor inventado, ¿cuánta confianza podemos tener en las predicciones de los modelos acerca de adónde nos dirigimos?

El estado de la macroeconomía, en pocas palabras, no es bueno. Así, ¿adónde irá la profesión desde este punto?

VII. DEFECTOS Y FRICCIONES

La economía, como campo académico, se metió en problemas porque los economistas fueron seducidos por un sistema de mercado perfecto, sin fricciones. Si la profesión va a redimirse, tendrá que reconciliarse con una visión menos atrayente: con la de una economía de mercado que tiene muchas virtudes pero que también está atravesada de defectos y fricciones. La buena noticia es que no tenemos que comenzar desde cero. Inclusive durante los años de auge de la economía del mercado perfecto, había mucho trabajo hecho acerca de las maneras en las que la economía real se desviaba del ideal teórico. Lo que probablemente va a ocurrir ahora (en realidad, ya está ocurriendo), es que la teoría económica que estudia los defectos y las fricciones se mudará de la periferia al centro del análisis económico.

Ya hay un bastante bien desarrollado ejemplo del tipo de teoría económica que tengo en mente: la escuela de pensamiento conocida como finanzas conductuales. Quienes practican este enfoque enfatizan dos cosas. Primero, muchos inversionistas del mundo real se parecen poco a los fríos calculadores de la teoría del mercado eficiente: están demasiado sujetos al comportamiento de manada, a ataques de exhuberancia irracional y a un pánico injustificado. Segundo, inclusive aquellos que intentan basar sus decisiones sobre el cálculo frío, a menudo encuentran que no pueden hacerlo y que los problemas de confianza, credibilidad y aval limitado los fuerzan a correr con la manada.

Sobre el primer punto: inclusive durante los años de auge de la hipótesis del mercado eficiente, parecía obvio que muchos inversionistas del mundo real no son tan racionales como asumían los modelos prevalecientes. Larry Summers comenzó una vez un artículo sobre finanzas declarando: “LOS IDIOTAS EXISTEN. Miren alrededor”. ¿Pero de qué clase de idiotas (el término preferido en la literatura académica, actualmente, es “negociantes de lo irrelevante” [noise traders]) estamos hablando? La economía financiera conductual, basándose en el más amplio movimiento conocido como economía conductual, intenta responder esa pregunta relacionando la aparente irracionalidad de los inversionistas con sesgos conocidos de la cognición humana, como

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la tendencia a preocuparse más acerca de las pérdidas pequeñas que de las ganancias pequeñas, o la tendencia a extrapolar demasiado fácilmente a partir de muestras pequeñas (p. ej., asumir que porque los precios de las casas se elevaron en los años pasados recientes, ellos seguirán creciendo).

Hasta que vino la crisis, los defensores del mercado eficiente como Eugene Fama desecharon las evidencias producidas en favor de la economía financiera conductual, calificándolas como una colección de “curiosidades” de ninguna importancia real. Esa es una posición mucho más difícil de mantener ahora que el colapso de una vasta burbuja (una burbuja correctamente diagnosticada por economistas conductuales como Robert Shiller, de Yale, quien la relacionó con episodios pasados de “exhuberancia irracional”) ha puesto al mundo de rodillas.

Sobre el segundo punto: supóngase que, efectivamente, existen los idiotas. ¿Cuánto importan? No mucho, sostuvo Milton Friedman en un influyente artículo de 1953: los inversores inteligentes harán dinero comprando cuando los idiotas vendan y vendiendo cuando éstos compren, y estabilizarán los mercados en el proceso. Pero el segundo tipo de teoría económica financiera conductual dice que Friedman estaba equivocado, que los mercados financieros son a veces altamente inestables, y en este mismo momento ese punto de vista parece difícil de rechazar.

Probablemente el artículo más influyente en esta vena fue una publicación de 1997 de Andrei Shlewifer, de Harvard, y Robert Vishny, de Chicago, que equivalió a una formalización de la vieja frase de que “el mercado puede seguir irracional por mayor tiempo del que puedes permanecer solvente”. Como ellos señalaron, los “arbitradores”, la gente que se supone compra barato para vender caro, necesitan capital para hacer su trabajo. Y una severa caída en los precios de los activos, inclusive si no tiene sentido en términos de lo fundamental de la economía, tiende a agotar ese capital. Como resultado, el dinero inteligente es obligado a salir del mercado y los precios pueden irse en una espiral hacia abajo.

La difusión de la actual crisis financiera pareció casi un ejemplo de salón de clase acerca de los peligros de la inestabilidad financiera. Y las ideas generales que subyacen en los modelos de inestabilidad financiera han demostrado ser altamente relevantes para la política económica: concentrarse en el capital agotado de las instituciones financieras ayudó a guiar las acciones de política tomadas después de la caída de Lehman, y parece (crucen los dedos) como si estas acciones exitosamente hubieran evitado un colapso financiero inclusive mayor.

Mientras, ¿qué pasa con la teoría macroeconómica? Los acontecimientos recientes han muy decisivamente refutado la idea de que las recesiones son una respuesta óptima ante las fluctuaciones en la tasa del progreso tecnológico; una visión más o menos keynesiana es la única posibilidad existente. Con todo, los modelos neokeynesianos estándares no dejan espacio para una crisis como la que estamos teniendo, porque esos modelos generalmente aceptaban la idea del mercado eficiente en el sector financiero.

Hubo algunas excepciones. Una línea de trabajo, iniciada por nadie menos que Ben Bernanke trabajando con Mark Gertler de New York University, enfatizaba la manera en que la carencia de suficientes avales puede obstaculizar la capacidad de los negocios de reunir fondos y buscar oportunidades de inversión. Una línea de trabajo relacionada, en gran medida establecida por mi colega de Princeton Nobuhiro Kiyotaki y John Moore de la London School of Economics, sostenía que los precios de los activos tales como la propiedad inmueble pueden sufrir de una retroalimentación hacia abajo que a su vez deprime la economía como un todo. Pero hasta ahora el impacto de las

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finanzas disfuncionales no ha estado ni siquiera al centro de la economía keynesiana. Claramente, eso tiene que cambiar.

VIII. VOLVER A ACEPTAR A KEYNES

Así que esto es lo que pienso tienen que hacer los economistas. Primero, deben enfrentar la inconveniente realidad de que los mercados financieros están lejos de la perfección, que están sujetos a delusiones extraordinarias y a la locura de las multitudes. Segundo, tienen que admitir (y esto será muy difícil para la gente que se reía entre dientes de keynes y susurraba sobre él) que la economía keynesiana permanece siendo el mejor esquema que tenemos para darle sentido a las recesiones y las depresiones. Tercero, tendrán que hacer lo mejor que puedan para incorporar las realidades de las finanzas en su teoría macroeconómica.

Muchos economistas encontrarán profundamente perturbadores estos cambios. Será cuestión de un largo tiempo, si sucede, antes de que los nuevos y más realistas enfoques hacia las finanzas y la macroeconomía ofrezcan el mismo tipo de claridad, completitud y belleza pura que caracteriza al entero enfoque neoclásico. Para algunos economistas eso será una razón para aferrarse al neoclasicismo, a pesar de su completo fracaso en entender la mayor crisis económica en tres generaciones. Este parece, sin embargo, un buen momento para recordar las palabras de H. L. Mencken: “Siempre hay una solución fácil para cada problema humano: pulcra, posible y errada”.

Cuando se trata del demasiado humano problema de las recesiones y las depresiones, los economistas necesitan abandonar la limpia pero errada solución de asumir que todos son racionales y que los mercados funcionan perfectamente. La visión que emerge a medida que la profesión vuelve a pensar en sus cimientos, puede ser que no sea tan clara; ciertamente no será pulcra; pero podemos esperar que tendrá la virtud de ser al menos parcialmente correcta.

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Paul Krugman, in How Did Economists Get It So Wrong? [NYT Magazine, 2 de Setembro 2009 Tradução de Alberto Loza Nehmad, in Libros Peruanos http://www.librosperuanos.com/traducciones/esquina129.html

e republicado, com a devida vénia, no Almocreve das Petas .

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COMO PUDERAM OS ECONOMISTAS ERRAR TANTO?

Versão, em português, do How Did Economists Get It So Wrong? , pelo Estado de S. Paulo (ESTADÃO ) – 6 de Setembro de 2009

1. Confundindo beleza com verdade

É difícil acreditar agora, mas pouco tempo atrás os economistas estavam parabenizando a si mesmos pelo sucesso da própria profissão.

Este – suposto – sucesso era tanto teórico quanto prático, proporcionando à profissão uma era dourada.

Do ponto de vista teórico, eles pensaram ter resolvido suas disputas internas. Assim, num estudo publicado em 2008 intitulado “O estado da macro” (ou seja, a macroeconomia, o estudo de questões econômicas mais amplas, como as recessões por exemplo), Olivier Blanchard do MIT, atual economista-chefe do Fundo Monetário Internacional, declarou que teríamos chegado a uma “ampla convergência de visões”.

E no mundo real, os economistas acreditavam ter tudo sob controle: o “problema central da prevenção das depressões foi resolvido”, declarou em 2003 Robert Lucas, da Universidade de Chicago, no seu pronunciamento presidencial endereçado à Associação Econômica Americana. Em 2004, Ben Bernanke, ex-professor de Princeton e atual presidente do Federal Reserve(o BC dos EUA), celebrou a era da Grande Moderação no desempenho econômico durante as duas décadas anteriores, a qual ele atribuiu, em parte, a melhores decisões tomadas na política econômica.

No ano passado, tudo desabou.

Na sequência da crise, as fissuras na profissão dos economistas aumentaram, tornando-se fendas jamais vistas antes. Lucas chamou os planos de estímulo do governo Obama de “charlatanice econômica”, e seu colega de Chicago, John Cochrane, diz que tais planos têm como base “contos de fadas” já descartados. Como resposta, Brad DeLong, da Universidade da Califórnia, em Berkeley, escreveu sobre o “colapso intelectual” da Escola de Chicago, e eu mesmo já escrevi que os comentários feitos pelos economistas de Chicago são o produto de uma Idade das Trevas da macroeconomia, durante a qual foi esquecido um conhecimento adquirido a um custo muito elevado.

O que houve com a profissão dos economistas? E para onde ela vai a partir do ponto atual?

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2. De Smith até Keynes, voltando ao princípio

O nascimento da economia enquanto disciplina costuma ser creditado a Adam Smith, que publicou A riqueza das nações em 1776. Nos 160 anos seguintes, um extenso volume de teorias econômicas foi desenvolvido a partir de uma mensagem central: confie no mercado. Esta era a premissa básica da economia “neoclássica” (batizada a partir dos economistas do fim do século 19 que refinaram os conceitos de seus predecessores “clássicos”).

Esta fé foi, no entanto, esmagada pela Grande Depressão. Ao final, a maioria dos economistas se voltou para as propostas de John Maynard Keynes, tanto para explicar o que acontecera quanto para encontrar uma solução para as depressões futuras.

Apesar do que dizem alguns, Keynes não queria que o governo administrasse a economia. Ele descreveu como “moderadamente conservador em suas implicações” o raciocínio publicado em 1936 na sua obra-prima, Teoria geral do emprego, do juro e da moeda. Keynes queria consertar o capitalismo, e não substituí-lo. Mas ele de fato desafiou a ideia de que as economias de livre mercado possam funcionar na ausência de um zelador. E ele defendeu uma intervenção governamental ativa – imprimir mais dinheiro e, caso necessário, gastar muito com obras públicas – para combater o desemprego durante os períodos de declínio.

A história da economia enquanto disciplina ao longo dos últimos 50 anos é, em boa medida, a história do recuo do keynesianismo e do retorno do neoclassicismo. A retomada neoclássica foi inicialmente liderada por Milton Friedman, da Universidade de Chicago, que afirmou já em 1953 que a ciência econômica neoclássica funciona bastante bem enquanto descrição da maneira pela qual a economia de fato funciona, fazendo desta teoria “ao mesmo tempo extremamente frutífera e merecedora de grande confiança”. Mas e quanto às depressões? O contra-ataque de Friedman a Keynes começou com a doutrina conhecida como monetarista. Os monetaristas não discordavam, em princípio, da ideia de que uma economia de mercado necessite de estabilização deliberada. Entretanto, os monetaristas afirmavam que uma forma bastante limitada e circunscrita de intervenção governamental – qual seja, instruir aos bancos centrais que mantenham em crescimento constante o suprimento de dinheiro do país (a soma do dinheiro em circulação e dos depósitos nos bancos) – seria suficiente para evitar as depressões.

Friedman combateu com grande credibilidade a ideia de iniciativas governamentais deliberadas para empurrar o desemprego até um patamar inferior ao seu nível “natural” (atualmente estimado em 4,8% para os Estados Unidos): de acordo com a previsão dele, medidas excessivamente expansionistas levariam a uma combinação entre inflação e alto desemprego – uma previsão confirmada pela estagflação da década de 1970, a qual contribuiu muito com o aumento da credibilidade do movimento antikeynesiano. Entretanto, a posição de Friedman acabou vista como relativamente moderada em comparação com a de seus sucessores.

Enquanto isso, alguns macroeconomistas enxergaram as recessões como algo positivo, parte do ajuste da economia às mudanças. E mesmo aqueles que não se dispunham a ir tão longe argumentavam que qualquer tentativa de combater um declínio econômico acabaria provocando mais males do que benefícios

Muitos macroeconomistas se tornaram novos keynesianos autoproclamados, que continuaram a acreditar num papel ativo desempenhado pelo governo.

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Mas mesmo eles aceitavam a noção de que investidores e consumidores são racionais e os mercados em geral costumam acertar

É claro, alguns economistas desafiaram o pressuposto do comportamento racional, questionaram a crença na confiabilidade dos mercados financeiros e sublinharam o longo histórico de crises financeiras de consequências econômicas devastadoras. Mas eles não foram capazes de avançar muito contra uma complacência difusa e, retrospectivamente, tola.

3. O cassino das finanças

Na década de 1930, os mercados financeiros, por motivos óbvios, não eram muito respeitados. Keynes considerava péssima ideia permitir que tais mercados – nos quais os investidores gastavam seu tempo correndo uns atrás do rabo dos outros – ditassem importantes decisões de negócios: “Quando o desenvolvimento do capital de um país se torna o subproduto das atividades de um cassino, é provável que o serviço resulte mal feito”.

Entretanto, perto de 1970, os debates sobre a irracionalidade dos investidores, sobre as bolhas e sobre a especulação destrutiva tinham virtualmente desaparecido do discurso acadêmico. A disciplina foi dominada pela “hipótese do mercado eficiente”, promulgada por Eugene Fama, da Universidade de Chicago, teoria que afirma a capacidade dos mercados financeiros de estabelecer com precisão o preço dos ativos exatamente no seu valor intrínseco como produto de todas as informações disponíveis publicamente.

E na década de 1980, os economistas financeiros, principalmente Michael Jensen, da Escola de Administração Harvard, argumentavam que devido ao fato de os mercados financeiros sempre acertarem ao definir os preços, o melhor que os caciques corporativos podem fazer, não apenas pelo seu próprio bem como pelo bem de toda a economia, é maximizar o preço de suas ações. Em outras palavras, os economistas financeiros acreditavam que deveríamos entregar o desenvolvimento do capital do país àquilo que Keynes chamara de “cassino”.

O modelo teórico desenvolvido pelos economistas financeiros ao suporem que cada investidor busca um equilíbrio racional entre o risco e a recompensa – o chamado Modelo de Precificação de Ativos Financeiros (CAPM, em inglês) – é de uma maravilhosa elegância. E para quem aceita suas premissas, o modelo é também muito útil. O CAPM não apenas ajuda a escolher o portfólio – ele ensina a atribuir preços aos derivativos financeiros, títulos sobre títulos, o que é ainda mais importante do ponto de vista da indústria financeira. A elegância e a aparente utilidade da nova teoria levou seus criadores a receberem uma sequência de prêmios Nobel, e muitos professores da faculdade de administração se tornaram cientistas brilhantes de Wall Street, recebendo cheques dignos deste centro financeiro.

Somos obrigados a reconhecer que os teóricos das finanças produziram boa quantidade de provas estatísticas, o que, de início, pareceu ser uma sólida base de apoio para suas hipóteses. Mas tais provas eram curiosamente limitadas. Os economistas financeiros raramente fizeram a pergunta, aparentemente óbvia (e de resposta difícil), de se os preços dos ativos faziam sentido quando eram levados em consideração fundamentos econômicos do mundo real, como a renda. Em vez disso, eles perguntavam apenas se o preço dos ativos fazia sentido em relação ao preço de outros ativos

Mas os teóricos das finanças continuaram acreditando que seus modelos estavam essencialmente corretos, e o mesmo pensaram muitas pessoas que tomavam decisões

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no mundo real. Entre estas pessoas estava Alan Greenspan, que na época era presidente do Fed e defensor de longa data da desregulamentação financeira, cuja rejeição dos apelos por um maior controle sobre os empréstimos subprime ou por medidas para combater o inchaço da bolha imobiliária se deveu principalmente à crença de que a ciência econômica financeira moderna tinha tudo sob controle.

Em outubro do ano passado, Greenspan admitia estar em estado de “choque e descrença”, porque “todo o edifício intelectual” tinha “desabado”.

4. Ninguém poderia prever…

Em recentes e pesarosos debates econômicos, “ninguém poderia prever…” se tornou uma das principais frases de efeito multiuso. É o que dizemos em relação a desastres que poderiam ser previstos, deveriam ser previstos e de fato foram previstos por alguns economistas, os quais foram ridicularizados pelo seu esforço.

Tomemos como exemplo a aguda alta e queda no preço dos imóveis. Alguns economistas, principalmente Robert Shiller, de fato identificaram a bolha e alertaram para as dolorosas consequências do seu estouro. Ainda assim, em 2004 Alan Greenspan rejeitou comentários sugerindo que uma bolha imobiliária estivesse em formação: a existência de “uma aguda distorção nacional dos preços”, declarou ele, era “muito improvável”. O aumento no preço dos imóveis, segundo disse Bernanke em 2005, “reflete principalmente a solidez dos fundamentos econômicos”.

Como puderam eles deixar de reparar na bolha? É verdade que as taxas de juros estavam abaixo do normal, o que possivelmente explicaria parte do aumento nos preços. Pode ser também que Greenspan e Bernanke quisessem comemorar o sucesso do Fed em tirar a economia da recessão de 2001; admitir que boa parte deste sucesso se deveu à criação de uma monstruosa bolha teria esfriado as festividades.

Mas havia algo mais acontecendo: uma crença generalizada no princípio de que as bolhas simplesmente não se formam. O mais chocante, ao relermos as garantias de Greenspan, é que elas não foram feitas com base em provas – elas tinham como base a suposição, a priori, de que simplesmente não pode haver uma bolha no mercado imobiliário.

E os teóricos das finanças foram ainda mais inflexíveis neste ponto.

Em entrevista concedida em 2007, Eugene Fama, pai da hipótese do mercado eficiente, declarou que “a palavra ?bolha? me deixa louco”, e na sequência explicou por que podemos confiar no mercado imobiliário: “O mercado imobiliário apresenta menor liquidez, mas as pessoas são muito cuidadosas quando compram casas. Trata-se provavelmente do maior investimento que farão, e portanto elas pesquisam atentamente e comparam preços”.

De fato, os compradores de imóveis costumam comparar cuidadosamente o preço de suas potenciais aquisições com os preços de outras casas. Mas isto não nos diz se o preço dos imóveis se justifica.

Em resumo, a crença nos mercados financeiros eficientes cegou muitos economistas, se não todos, para a emergência da maior bolha financeira já vista. E a teoria do mercado eficiente também desempenhou um papel significativo na criação da bolha em primeiro lugar.

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Agora que o verdadeiro risco associado aos ativos supostamente seguros foi revelado, os lares norte-americanos testemunharam a evaporação de US$ 13 trilhões no valor de suas propriedades. Mais de 6 milhões de empregos foram perdidos e a taxa de desemprego parece rumar para o nível mais alto registrado desde 1940. Assim, que tipo de orientação a ciência econômica moderna tem a oferecer diante do nosso apuro atual? Será que podemos confiar nesta orientação?

5. A querela do estímulo

Durante uma recessão normal, o Fed responde por meio da compra de notas do Tesouro – títulos de curto prazo da dívida do governo – que estejam em poder dos bancos. Isto provoca uma redução nas taxas de juros sobre a dívida do governo; investidores em busca de uma maior proporção de retorno procuram outros ativos, provocando uma redução nas demais taxas de juros ; e normalmente estas taxas de juros mais baixas provocam, afinal, uma reversão no declínio econômico. O Fed combateu a recessão que teve início em 1990 derrubando de 9% para 3% as taxas de juros para os títulos de curto prazo. Combateu a recessão que teve início em 2001 cortando as taxas de juros de 6,5% para 1%. E tentou lidar com a recessão atual baixando as taxas de 5,25% para zero.

Mas a taxa zero revelou-se alta demais para pôr fim à recessão. E o Fed não pode reduzir as taxas de juros para menos do que zero já que, com mais taxas próximas do zero, os investidores simplesmente açambarcam o dinheiro em vez de emprestá-lo. Assim, perto do fim de 2008, com as taxas de juros basicamente definidas como aquilo que os macroeconomistas chamam de “patamar menor ou igual a zero” enquanto a recessão continuava a se aprofundar, a política monetária convencional tinha perdido todo o seu poder de tração.

E agora? Esta é a segunda vez que os EUA enfrentam juros menores ou iguais a zero, sendo que a primeira vez foi a Grande Depressão. E foi precisamente a observação de que existe um limite inferior para as taxas de juros o que levou Keynes a defender um maior gasto governamental: quando a política monetária é ineficaz e o setor privado não pode ser convencido a gastar mais, o setor público deve assumir seu lugar no apoio à economia. O estímulo fiscal é a resposta keynesiana para o tipo de situação econômica semelhante a uma depressão – como a que vivemos atualmente.

Tal pensamento keynesiano forma a base das medidas econômicas do governo Obama. Cochrane, da Escola de Chicago, indignado diante da ideia de que os gastos governamentais pudessem aliviar a mais recente recessão, declarou: “Isto não faz parte daquilo que se ensina aos estudantes de economia desde 1960. Elas (ideias keynesianas) são contos de fadas que já foram desacreditadas pelas provas. Em tempos de crise, é muito confortável voltar aos contos de fadas que ouvíamos quando crianças, mas isto não faz deles menos falsos”.

Mas como destacou Brad DeLong, da Universidade da Califórnia, em Berkeley, a posição atual da escola pode ser resumida também numa rejeição completa das ideias de Milton Friedman. Friedman acreditava que as medidas do Fed – e não as mudanças nos gastos governamentais – deveriam ser usadas para estabilizar a economia, mas nunca afirmou que um aumento no gasto governamental seria incapaz, sob quaisquer circunstâncias, de aumentar o emprego. Na verdade, ao relermos o resumo elaborado por Friedman em 1970 de suas próprias ideias, Contexto teórico para a análise monetária, o que mais impressiona é a aparência keynesiana do seu pensamento.

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E Friedman certamente jamais comprou a ideia de que o desemprego em massa represente uma redução voluntária no esforço de trabalho e nem a ideia de que as recessões sejam de fato benéficas para a economia.

Ainda assim, Casey Mulligan, da Escola de Chicago, sugere que o desemprego esteja tão alto porque muitos trabalhadores tem optado por não aceitar empregos. Ele sugeriu, em especial, que os trabalhadores estejam optando por permanecerem desempregados porque isto melhora suas chances de receber a concessão de alívios para suas hipotecas. E Cochrane declara que o alto desemprego é, na verdade, algo positivo: “Precisamos de uma recessão. Pessoas que passam suas vidas martelando pregos em Nevada precisam de algo diferente para fazer.” Particularmente, acho que isto é loucura. Por que seria necessário o desemprego maciço em todo o país para tirar os carpinteiros de Nevada? Será que alguém é capaz de afirmar com seriedade que perdemos 6,7 milhões de empregos porque um número menor de americanos deseja trabalhar? Mas se partirmos do princípio que as pessoas são perfeitamente racionais e os mercados, perfeitamente eficientes, temos de concluir que o desemprego é voluntário e as recessões são desejáveis.

6. Falhas e atritos

A economia, enquanto ciência, enfrentou problemas porque os economistas foram seduzidos pela visão de um sistema de mercado perfeito e desprovido de atrito. Se a profissão almeja a redenção, ela terá de conciliar-se com uma visão menos deslumbrante – a de uma economia de mercado que apresenta muitas virtudes, mas que também está repleta de falhas e atritos.

Já existe um exemplo relativamente desenvolvido do tipo de ciência econômica que tenho em mente: a escola de pensamento conhecida como behaviorismo financeiro. Os adeptos desta abordagem enfatizam duas coisas. Primeiro, muitos investidores do mundo real em pouco se assemelham aos frios e calculistas investidores da teoria do mercado eficiente: eles são bastante sujeitos ao comportamento de manada, a surtos de exuberância irracional e a pânicos injustificados. Segundo, mesmo aqueles que tentam basear suas decisões no cálculo frio com frequência descobrem que não são capazes de fazê-lo, pois problemas de confiança, credibilidade e garantias reais limitadas os obrigam a seguir o restante da manada.

Enquanto isso, como fica a macroeconomia? Acontecimentos recentes refutaram de maneira bastante decisiva a ideia de que as recessões sejam uma resposta ideal à flutuação no ritmo do progresso tecnológico; uma visão mais ou menos keynesiana é a única possível no momento. Ainda assim, os modelos padronizados do novo keynesianismo não deixaram espaço para uma crise como a que estamos vivendo, pois estes modelos aceitaram de maneira geral a visão do setor financeiro promovida pela teoria do mercado eficiente.

Uma linha de pesquisas, cujos pioneiros foram o próprio Ben Bernanke e seu colega Mark Gertler, da Universidade de Nova York, enfatizava a maneira pela qual a falta de garantias reais suficientes pode prejudicar a capacidade das empresas de arrecadar fundos e buscar oportunidades de investimento. Uma linha de pesquisas parecida, em boa parte estabelecida por meu colega de Princeton, Nobuhiro Kiyotaki, em parceria com John Moore, da London School of Economics, argumenta que os preços de ativos como propriedades imobiliárias podem sofrer declínios autoacentuantes que, por sua vez, provocam uma depressão na economia como um todo. Mas até o momento, o impacto das finanças disfuncionais não esteve no centro nem mesmo da ciência econômica keynesiana. Isto, claramente, precisa mudar.

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7. Recuperando Keynes

Eis o que acho que os economistas precisam fazer. Primeiro, eles precisam enfrentar a inconveniente realidade de que os mercados financeiros estão muito aquém da perfeição; que eles estão sujeitos a extraordinários delírios e à loucura das multidões. Segundo, eles precisam admitir que a ciência econômica keynesiana ainda é o melhor arcabouço teórico de que dispomos para compreender as recessões e depressões. Terceiro, eles terão de se esforçar ao máximo para incorporar as realidades das finanças à macroeconomia.

A visão que deve emergir conforme a profissão repensa seus fundamentos pode não ser muito clara; certamente não será arrumada; mas temos de manter a esperança de que ela terá a virtude de estar, ao menos, parcialmente correta.

in Estado de S. Paulo, 6 de Setembro de 2009

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