Portada - Círculo de Bellas Artes

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CONSORCIO DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES

mon montoyael árbol del rescate

CÍRCULO DE BELLAS ARTESPresidenteJuan Miguel Hernández León

DirectorJuan Barja

SubdirectorJavier López-Roberts

Coordinadora culturalLidija Sircelj

Adjunto a direcciónCésar Rendueles

CAJA SEGOVIAPresidente del Consejo de AdministraciónAtilano Soto Rábanos

Director GeneralManuel Escribano Soto

Director de Comunicación y Obra SocialMalaquías del Pozo de Frutos

PATROCINA

ExPOSICIóNComisarioJaime G. Lavagne

Área de Artes Plásticas del CBALaura ManzanoEduardo NavarroSilvia MartínezCristina Gamba Paredes

Producción audiovisualBernardo Sopelana

MontajeDepartamento Técnico del CBA

SeguroStai

TransporteAntonio Lencero

CATÁLOGOÁrea de Edición del CBAJordi DoceElena Iglesias SernaEsther RamónJavier AbellánPablo Sauras

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

PapelFedrigoni España

ImpresiónBrizzolis, arte en gráficas

© Círculo de Bellas Artes, 2009 Alcalá, 42. 28014 Madrid www.circulobellasartes.com

© de los textos: sus autores© fotografías de las obras: sus autores© retratos del artista: Fernando Peñalosa Izusquiza

ISBN: 978-84-87619-57-1Depósito Legal: M-13119-2009

Mon Montoya quiere expresar su agradecimiento a todas las personas, coleccionistas, galerías, museos e institu-ciones que han trabajado cerca de él en este proceso tem-poral y han contribuido con su amistad, apoyo, aliento y profesionalidad a extender otras ramas firmes y prolon-gadas de este «árbol de rescate» ilusionante.

mon montoyael árbol del rescate

En línea con su apuesta por las expresiones más depuradas del arte contemporáneo, el Círculo de Bellas Artes se enorgullece de acoger esta retrospectiva de la obra reciente de Mon Montoya. Nacido en Mérida en 1947, pero instalado en Palazuelos de Eresma (Sego-via) desde hace tres décadas, Montoya es uno de los artistas españoles contemporáneos que con más rigor, coherencia y firmeza ha reivindicado la práctica pictórica. Cultivador de un expresionismo sígnico muy personal en el que se advierte el influjo de, entre otros, Paul Klee, Joan Miró, Antoni Tàpies, Jean Dubuffet o las lecciones del Expresionismo abstracto norteamericano, Montoya ha evolucionado notablemente desde unos inicios vinculados a la nueva figuración de los años ochenta y que se caracterizaban por la ironía, el abigarramiento de formas y volúmenes y el gusto por lo grotesco. Desde su temprana colaboración con su amigo el pintor Rafael R. Baixeras, Montoya ha seguido un camino insobornablemente personal cuyas etapas responden a una búsqueda coherente, dictada una y otra vez por impulsos y exigencias interiores, para la que ha encontrado un co-rrelato sugestivo en escrituras poéticas fuertes como las de García Lorca, Rilke, Antonio Gamoneda y Aníbal Núñez.

Su obra reciente, que ahora se ofrece en el CBA bajo el título de Paraíso para contentos, es fruto de un proceso de depuración y entrañamiento que, apoyado en el automatismo, se manifiesta en una abstracción saturada de signos que cargan de contenido psíquico el lienzo. Surge así una pintura que ha sido calificada por sus críticos más cercanos de «escritura líquida» o «paisaje escrito», regida por una concepción rítmica del espacio y la exploración serial de motivos y signos recurrentes.

Juan Miguel Hernández Leónpresidente del círculo de bellas artes

Pocas ciudades españolas pueden tener a gala una actividad cultural tan rica, activa y nu-merosa como la que se desarrolla en nuestra humilde ciudad de Segovia. Esta frase segu-ramente pueda sorprender e incluso pueda resultar absolutamente peregrina en el con-texto de una gran metrópoli como Madrid, cuyas alternativas culturales son casi infinitas. Aún así me ratifico en ello, a sabiendas de que la Cultura es en nuestra pequeña ciudad un bien irrenunciable, una realidad cotidiana, algo así como un «modus vivendi».

Esta «ciudad cultural» ha surgido merced a muchos impulsos, que parten, obviamente, de un público receptivo, lleno de inquietudes, abierto a las tendencias, que se enriquece con el inevitable contacto de todos aquellos que nos visitan. Este último detalle es impor-tante; hablar de los atractivos de Segovia llenaría muchas páginas, pero de ese increíble legado histórico, que tan generoso ha sido con nuestra ciudad, me interesa aquí destacar el hecho de que no es algo sólo perteneciente al pasado, sino una realidad que se vive día a día con absoluta normalidad y que nos hace a los segovianos unos buscadores incan-sables de la belleza. Tal vez por ello sea Segovia el perfecto caldo de cultivo para que se desarrolle «de una forma natural» el trabajo de más de un centenar de artistas que en ella viven y crean, haciendo cada vez mayor ese círculo-vínculo entre pasado y presente, construyendo una magnífica Babel llena de deslumbrantes lenguajes. Un puesto de gran relevancia en este gran núcleo de creadores segovianos o vinculados a Segovia lo ocupa Mon Montoya, uno de esos artistas perfectamente «aclimatados» a nuestro ambiente; no en vano es oriundo de otra ciudad con acueducto, Mérida. No seré yo quien escriba sobre su pintura, pero sí seré quien invite a todo aquel que guste de con-templar la obra de un artista coherente, en incansable evolución y en permanente trance experimental, a que visite esta exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, una emblemática Institución que ratifica con esta muestra su compromiso con lo más desta-cado del panorama artístico contemporáneo nacional e internacional. Es para nosotros un orgullo ver la obra de Mon Montoya entre sus paredes, al tiempo que un verdadero privilegio haber contribuido desde la Obra Social y Cultural de Caja Segovia a que este proyecto se haya hecho realidad.

Atilano Soto Rábanospresidente de caja segovia

El sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo,no comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esta diferencia

sea jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje, comunicación o vulgaridad; conocer, refractadas positivamente a una lengua nueva,

las imposibilidades de la nuestra; aprender la sistemática de lo inconcebible.

Roland Barthes

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De hablar, los cuadros de Mon Montoya lo hacen en una lengua extraña. De hecho, es fácil pensar que no hablan. Los cuadros hablan es una simple prosopopeya, porque los cuadros no hablan. Además, hablar es un verbo transitivo: sólo se puede hablar una lengua, y es muy sen-cillo, igualmente, argumentar que los signos que se disponen en un cuadro no conforman ni descansan en una lengua («lengua: sistema coordinado y autorreferente de signos comparti-dos por una comunidad»). El sistema de la lengua se sostiene necesariamente sobre una gra-mática y una pragmática. La gramática regula la forma y el orden posible en que los elementos de una conversación o un texto tienen que aparecer para poder tener sentido; la pragmática regula los casos en que esos elementos tejen efectivamente sentido para un hablante. En los cuadros de Montoya no parecen existir ni gramática ni pragmática. No hay orden visible ni parecen fijadas las condiciones mínimas para que pueda surgir el sentido. De hecho, no está ni siquiera claro qué pueda ser eso del sentido en una pintura como las de Montoya. Desde

criptogramasLas pinturas de Mon Montoya

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luego, no es ni el significado ni la intención comunicativa; en pintura abstracta el sentido no va ligado a la comunicación ni los trazos pintados están en lugar de otra cosa (el significante).

Desde su deriva hacia la abstracción a finales de los ochenta, parece haber un acuer-do entre críticos y artista en que la clave de lectura de las pinturas de Mon Montoya se diri-me en un ámbito lingüístico. Mazariegos habla de caligrafía líquida, de alfabeto pictórico, de códice, de fonética; por su parte, el propio Montoya insiste en términos como traduc-ción, palabras plásticas e incluso llega a hablar de algunos de sus trazos más figurativos (la escalera que aparece, por ejemplo, en Así es el lugar, así la forma de mi tiempo) como «ve-hículo esencial de significados». Antes de ese momento, por los años sesenta (época de las primeras exposiciones), sus cuadros están imbuidos en una constelación surrealista; sus lienzos están parasitados por personajes de un imaginario figurativa y cromáticamen-te muy próximo al de Miró, pintor del que recibe una fuerte (fortísima) impronta que, transformada, permanece todavía en su poética conceptual. Jesús Mazariegos define así a estos personajes-parásito: «Personajes con formas predominantemente planas y suma-rias, con deformidades propias de la blanda materialidad que corresponde a su onírico origen […], los personajes de su historia poseían una consistencia maleable, con formas tendentes a la expansión y a la metamorfosis»1. Transcurrido un tiempo, esos personajes van disolviéndose en los lienzos para llegar a desaparecer, operando una transición hacia una peculiar abstracción por la que todavía deambula2. Es desde esta abstracción desde donde se puede hablar de su pintura como caligrafía plástica.

Mon Montoya traza signos sobre la superficie del lienzo, signos no geométricos, forzo-samente irregulares3, algunos de ellos viejos, con poso ya biográfico, y otros aparecidos de pronto, como mágicamente. Forma una maraña semiótica de trazos sobre una masa he-teróclita de colores. Cubre el lienzo de signos, unos más densos, otros más difuminados, más o menos gruesos, finos, rápidos o definidos. No son trazos previamente medidos; la muñeca los produce en un meditado ejercicio de improvisación y los abandona sobre el lienzo en una disposición fuertemente azarosa. El trazo no está dirigido por leyes coor-dinadoras, por una sintaxis lineal o geométrica. La posible sintaxis de una pintura sería más parecida a la que puede regir en la materia inorgánica que a la propia de la matemá-tica lingüística. Es caótica. Sucede que un trazo junto a otro, que una mancha junto a otra, sencillamente funcionan o no funcionan, se pueden atraer o repeler, pero en ningún caso pueden ser correctos o incorrectos. Más allá de los aburridos intentos de la psicología del arte de sistematizar la lectura, que un trazo junto a otro funcione es algo imprevisible e incontrolable. La posible sintaxis se establece a posteriori y de modo diferente en cada cuadro. A lo sumo la única guía con la que puede contar un pintor es el instinto, un sa-ber dejarse guiar por el azar, ejercitando una especie de oído para la pintura. Porque en

1 Jesús Mazariegos, «Ora marítima», Mon Montoya, Caja de Extremadura, 2002, s. p.2 María García Yelo ya ha realizado en su texto «La carta ininterrumpida» una panorámica suficiente de la evolución

artística de Mon Montoya. Para más detalles remitimos a ella («La carta ininterrumpida», Mon Montoya. La carta inin-terrumpida 1998-2004, Junta de Castilla y León, 2004).

3 «Uno trata de hacer un círculo perfecto en el papel, pero tu mano, tu biografía te lleva a cometer irregularidades» (José María Parreño, «El hilo es el laberinto. Breve conversación con Mon Montoya», en Mon Montoya. La carta ininte-rrumpida 1998-2004, op. cit., p. 110).

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la pintura de Montoya tampoco se trata de jugar con la paleta cromática apareando colo-res afines o complementarios; el gesto es más complejo y raro. En la abstracción de Mon Montoya se produce un desmantelamiento de la paleta cromática; lo que en ella se consi-dera discordante no tiene por qué tener un efecto análogo sobre un lienzo, ni relevancia alguna. La forma del trazo y su disposición sobre el lienzo trastocan (o neutralizan) la na-turalización psicológica de los colores; desnaturalizan la psicología del color. De poderse seguir hablando de una lengua de la pintura se trataría, forzando un poco la expresión de Jesús Mazariegos, de una lengua líquida con una gramática y una pragmática líquidas4. Una lengua con una gramática no sistémica, con unas leyes sintácticas borrosas, con una pragmática incomprensible; acaso por excesivamente complejas, como el dios medieval que describe Blumenberg en La legitimación de la edad moderna. Su coordinación se basa-ría en una cuestión de atracción-repulsión inorgánica, sin finalidad.

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Los cuadros de Mon Montoya no hablan estrictamente ninguna lengua (¿hablar estricta-mente?). Divagando sobre la prosopopeya, se puede pensar que acaso balbucean, y que, de hacerlo, más que balbucear una lengua, balbucean un no-sé-qué que es casi una len-gua, balbucean al borde de la lengua, o incluso, todavía presos en esta dialéctica, se puede pensar que los cuadros de Mon Montoya callan (o enmudecen) en una lengua extraña. Pero incluso la imagen del balbuceo parece demasiado amable, demasiado cordial con el observador de una pintura. La experiencia ante una pintura abstracta como la de Montoya es de rechazo total. La pintura nos rechaza, se cierra totalmente ante nuestras tentativas de comprenderla. Al hablar de balbuceo, sin embargo, se insinúa una leve intención comu-nicativa; balbuceando, el cuadro parecería querer decirnos algo, estar hermenéuticamen-te a la escucha. Pero un cuadro carece de conciencia intencional, no nos quiere decir algo ni apela a nosotros, está ahí, con una presencia material contundente, compacta, inasible e inasimilable. No comunica nada, no cuenta prácticamente nada. Contar es una acción, y las pinturas son pasivas, tercamente pasivas. Insisto, no apelan a nosotros (y para contar es necesario apelar a alguien). Donald Kuspit, al comentar las pinturas de Pierre Soulages y Ad Reinhardt, habla de incomunicación de la pintura: «Pese a su llamativa presencia, añade un tono de ausencia extraño. Al margen de cuanto comunique, parece incomuni-cada»5 (p.123). La obra está incomunicada, su presencia no llama a nada, no dice nada, y sin embargo «salta a la vista»6. Ésta es la paradoja. En castellano existe la expresión

4 Mazariegos acuñó la afortunada expresión de «escritura líquida» para las pinturas de Mon Montoya. En varios mo-mentos de este texto volveremos a hacer uso de ella.

5 Donald Kuspit, «Identidad sublime negativa. Los cuadros de Pierre Soulages», Emociones extremas. Pathos espiritual y sexual en el arte vanguardia, Madrid, Abada, 2007, p. 123.

6 Sólo como hilo del que no vamos a tirar, apuntamos la relación entre encriptación e incomunicación con el concepto de invisto. El término es traducción del francés «invu». Jean-Luc Marion lo acuña y define del siguiente modo: «Con el cuadro, el pintor, como un alquimista, transmuta en visible lo que sin él habría permanecido definitivamente in-visible. A eso le llamaremos lo invisto. Lo invisto no se ha visto, de igual manera que lo inaudito no se ha oído, lo des-conocido no se ha conocido, lo intacto no se ha tocado, tal y como lo desagradable no es agradable. Lo invisto depende

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«estar ausente» para manifestar una especie de presencia manifiesta pero indisponible. El modo de ser de un cuadro abstracto podría ser el de un paradójico «estar ausente»; su presencia es, pese a todo, ineludible7 y, con todo, inasible. Para Kuspit, en ese estar au-sente del cuadro late una pulsión de comunicación extrema, al límite, es decir, una comu-nicación imposible, un comunicar nada, un puro pulso comunicativo (¿comunicativo?) vacío. Quizá a ello se refería Barthes con la sistemática de lo inconcebible.

«Llamativa presencia», «saltar a la vista». La pintura no nos quiere decir nada, pero tampoco se nos oculta a la mirada. Rothko lo sabía perfectamente: la pintura nos incomo-da con su presencia. Pero también ejerce una extraña atracción. Para definir esa ausencia, ese estar ausente de la pintura, Kuspit (o su traductor Ricardo García) utiliza además un término musical: habla de un «tono» de ausencia extraño. Un tono extraño puede ser uno que un «oído absoluto» no sepa identificar, un tono no reglado por leyes armónicas, quizá vago o borroso: un tintineo, el sonido de una lluvia, el tráfico de una ciudad. Sonidos sin contorno ni figura, de espectro excesivo y caótico. Se trataría de un tono, en cierto modo, inaudible8. Cada una de las franjas del espectro sonoro funciona sin coordinación alguna con el resto. Cada trazo (sonoro) sólo puede ser comprensible si se percibe inde-pendientemente de los demás. El conjunto es inasible para el entendimiento. Pero es a él al que tenemos que volver para seguir mirando: «En cuanto se desea, el cuadro está ahí de nuevo, entero. En un instante todo está ahí. Todo, pero nada aún es conocido. Es entonces cuando hay que empezar a LEER», dice Michaux9. Se percibe la totalidad y cada uno de los rasgos, pero se desconoce la mecánica que coagula el sentido.

¿Entonces usted me aconseja oír la música como quien oye llover?Exactamente: con la más profunda atención.

José Bergamín

Actuar «de oído», deambular atentamente con una mirada sin expectativa. No es algo tan raro, incluso es una experiencia casi cotidiana: hablar y seguir hablando sin saber bien o sin saber en absoluto lo que se está diciendo, hablar por hablar o casi por hablar; tomar un trozo de papel y comenzar a pintar líneas sobre él, más o menos rectas, dispersas o aglu-

ciertamente de lo invisible, pero no se confunde con él, puesto que puede transgredirlo para devenir precisamente visible; así, mientras que lo invisible permanece para siempre invisible –irreductible recalcitrante a su puesta en es-cena, a la aparición, a la entrada en lo visible–, lo invisto, invisible solamente provisional, ejerce toda su exigencia de visibilidad para, a veces por la fuerza, irrumpir» («Lo que se da», El cruce de lo visible, trad. Javier Bassas Vila y Joana Masó, Castellón, Ellago Ediciones, p. 55).

7 También Kuspit apunta en el artículo citado algo sobre este rasgo: «… la pintura radical abstracta está sola y expuesta, lo cual la convierte en una crítica del mundo objetivo, porque éste le recuerda que repudia la realidad subjetiva, la realidad subjetiva que acecha en su objetividad: ésta es otra razón por la que la pintura abstracta radical debe ser neu-tralizada, degradada, trivializada, casi aniquilada» (op. cit., p. 120).

8 Pregunta Gadamer: «¿Quién puede leer sin comprender?», y aclara justo después: «Todo lo que no sea introducirse en el lenguaje desde lo suscitado por él es balbucear, deletrear» («Oír-ver-leer», Arte y verdad de la palabra, Barcelo-na, Paidós, p. 69). Como se puede observar, el texto de Gadamer ha estado constantemente presente en el desarrollo de este texto, si bien leído de un modo poco gadameriano.

9 Henri Michaux, «Lectura» (1950), Escritos sobre pintura, trad. Chantal Maillard, Murcia, Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 2002, p. 99.

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tinadas, superponiéndolas, cruzándolas, repasándolas una y otra vez, sin orden ni porqué; incluso, en ese mismo trozo de papel, comenzar a escribir letras, partes de palabras o pa-labras completas, también desordenadamente, sin intencionalidad detectable, ocupando (o por ocupar) la superficie que tenemos disponible sin hacerla significante. También es cotidiano quedarse mirando por mirar. En esos momentos se escribe, se mira o se habla sin hablar de algo ni escribir de algo, sin mirar a nada, sin hablar ni escribir en algo. De es-cribir sobre algo sería sencillamente sobre el papel, de hablar sobre algo sería sobre el aire, de mirar, mirar nada. Hablar y mirar, como escribir (Barthes), son verbos intransitivos:

If something is boring after two minutes, try it for four. If still boring, then eight. Then six-teen. Then thirty-two. Eventually one discovers that it is not boring at all but very exciting.

[Si algo es aburrido después de dos minutos, inténtalo durante cuatro. Si sigue siendo aburrido, inténtalo durante ocho minutos. Y luego dieciséis. Y treinta y dos. En cierto mo-mento alguien descubre que no es aburrido sino muy emocionante.]

John Cage

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Un texto sobrevive en sus traducciones. Siguiendo esta indicación de cuño benjaminiano nos encontramos con que en los cuadros de Mon Montoya deberían sobrevivir poemas de Antonio Gamoneda, de Rilke, de Paul Celan, de Álvaro Valverde, pinturas de Miró, re-cuerdos de un viaje a Saratoga Springs o pérdidas enquistadas en la memoria. Sobreviven o perviven. Quizá sea más adecuado hablar de pervivir (posible traducción del fortleben de Benjamin), en el sentido en que se habla, por ejemplo, de la pervivencia de alguien en el recuerdo. Se sobrevive «a», pero se pervive «en». En el caso de la traducción no se trata de que un texto (original) sobreviva a una traducción, por más que muchas traducciones sean verdaderos homicidios, sino más bien que un texto sobrevive, pervive, por las tra-ducciones, en ellas, que son –como lecturas limítrofes– las que hacen estallar sentidos latentes en el texto, las que hacen que un texto pueda seguir siendo leído.

En diversos lugares señala Mon Montoya que su pintura es un ejercicio de traducción, incluso en alguno habla explícitamente de traducir a «palabras plásticas»10. En una en-trevista a Mon Montoya, José María Parreño le hace la pregunta de rigor sobre su modo de hacer. Montoya responde: «Siempre parto de un poema, de una idea o de una situación». Más adelante explica: «Este es el proceso estructural de una obra: analizar la sensación, sus componentes, sus ecos y, cuando lo tengo perfectamente definido, darle forma». Ese definir y darle forma (sic) a los ecos es, para Mon Montoya, un proceso de traducción.

Cualquier intento de seguir leyendo a Antonio Gamoneda en un cuadro de Mon Mon-toya está abocado al fracaso pues, tras una traducción de Montoya, Gamoneda queda irreconocible. Si ya toda traducción es una experiencia de transmutación, en el caso de

10 García Yelo, María, op. cit. p.59. La cita integral que reproduce García Yelo es la siguiente: «Lo esencial es mi propia vivencia, porque yo lo que hago es traducir todo eso a palabras plásticas».

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estas traducciones la transmutación es extrema. Con la excepción de lo que Octavio Paz llama traducciones serviles11, una traducción no respeta la forma del original. Lo deforma, lo borra, lo sobrescribe, cualquier cosa, dejándolo siempre irreconocible. Una traduc-ción puede cambiar las palabras, la sintaxis, los significados, la composición, todo rasgo formal, todo lo que puede hacer identificable un texto. Qué rasgo identificable queda de Sófocles en la traducción de Hölderlin, de Poe en la de Francisco Pino. Nada, casi nada, nada palpable o visible. Sin embargo, la traducción de El cuervo de Poe a cargo de Pino tra-ma una relación con el original mucho más intensa que la que pueda tramar cualquier otra traducción servil con aire de familia. Las traducciones de Hölderlin o Pino no traicionan al original (a Pino le disgusta el concepto de traición en tanto entraña crueldad). Pino, al hablar de su traducción, utiliza el término infidelidad, infidelidad entendida como rela-ción al margen de la ley: «Se comete adulterio a tres bandas –dice–: con el poema, con el autor y con el tiempo empleado»12. Todo ello para poder realizar una verdadera «trans-fusión de sentido»: «La traducción se configura en los dominios de la escritura –silencio anímico– y en el oído –medida, ritmo, entusiasmo sonoro»13. Al límite de estos dominios está lo que Francisco Pino llama poeturas. Antonio Piedra las define así:

poetura sería, en términos visuales, la unidad del trazo a través de la cual la linealidad poé-tica abandona su repertorio semántico para convertirse en factura táctil que estimule los límites del vacío […]. No se trata, por tanto, de pintura sino de una semántica pictórica pues, en definitiva, las poeturas se escriben. Entre pintura y escritura existe un espacio sustraído que sólo el poeta percibe y en el que es enteramente libre14.

Mon Montoya tampoco pinta. Su trabajo es caligráfico; más que pintura pura (eso que se llama, de un modo algo ridículo, pintura-pintura15), es inscripción pura. El terreno en donde se mueve Montoya es un terreno híbrido, una tierra de nadie. Se encuentra con poéticas como la de Pino justamente en un lugar indefinido. Si Pino va de la semántica a la pictórica, Montoya lo hace en la dirección contraria, de la pictórica a la semántica.

Cuando Mon Montoya reescribe –cuando traduce a «palabras plásticas»– un poema, lo desfigura, lo vuelve ilegible al llevárselo a ese espacio de vacío de la poetura. Sólo allí es capaz de obrarse la traducción: desde lo ilegible del poema, desde sus vanos. Montoya, en la entrevista con José María Parreño, cita de memoria un breve poema de Paul Celan: Hablan de plomo en cuanto nos brille la luna.

Montoya relee el poema una y otra vez hasta hacerlo resonar, ahueca su sentido como si se tratara de un mantra, se deja empapar por todas las insinuaciones que le hace el texto, desde la emocional hasta la estructural, deambula por ese intersticio poetural del que habla Pino y en el que se desvanece la palabra; en cierto momento comienza a transferir su escu-

11 Cfr. Octavio Paz, Traducción. Entre literatura y literalidad, Barcelona, Tusquets, 1990.12 Prefacio a su traducción de El cuervo, Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura, 1997, p. 7.13 Ibídem.14 Antonio Piedra, prólogo a su edición de la poesía visual de Francisco Pino, Siyno y sino, Valladolid, Fundación Jorge

Guillén, p. 19.15 También en algún lugar Mon Montoya declara su afinidad con las poéticas conceptuales (Mon Montoya, «Paréntesis»,

texto para la exposición Paréntesis, Badajoz, Galería Ángeles Baños, 2004).

criptogramas. las pinturas de mon montoya 19

cha a la mano (a la muñeca), comienza a escuchar el poema con la mano. Y traza signos. Es entonces cuando se empieza a materializar el cuadro. Una vez clausurado el proceso, una vez el inscritor considera que el cuadro ha quedado «definitivamente incompleto», el ori-ginal queda irreconocible. Como si se tratara de un koan, la traducción de Montoya «no pretende aplastar el lenguaje bajo el silencio místico de lo inefable sino medirlo, parar esa peonza verbal que arrastra en su giro el juego obsesivo de las sustituciones simbólicas. En suma, lo que se ataca es al símbolo como operación semántica»16.

La traducción servil –la traducción de un libro de texto, la traducción jurídica– se limita a hacer accesible un texto a aquel que desconoce la lengua o el código de signos en el que está escrito. Es una ayuda para la lectura del original, facilita la lectura. Una traducción en el sentido en el que la experimentan Montoya o Pino, por ejemplo, no facilita la lectura; muy al contrario, la complica, prácticamente la imposibilita en la medida en que la hace incomprensible. Gadamer se podría volver a quejar: ¿Quién puede leer sin comprender? Una posible respuesta es: no hay otro modo de leer un cuadro que leerlo sin compren-derlo. En Descripción de la mentira hay un verso que dice: «Nuestros labios envejecieron en palabras incomprensibles»17. Las traducciones, las lecturas, no sirven para desentra-ñar un texto; cuanto más se lee mayor es el enigma, más insondable e incomprensible se nos muestra la superficie.

Leer a Gamoneda a través de Montoya: se trata de un ejercicio imposible. La traducción –el pasar del tiempo y el espesar del sentido– que tiene lugar en la pintura de Montoya exacerba la ilegibilidad de los poemas de Gamoneda, los deja cada vez más incomunica-dos, como si se tratara de verdaderas pinturas. La pintura de Mon Montoya inutiliza las posibles claves de comprensión semántica del poema. Las inscripciones de Montoya so-bre los poemas de Gamoneda, de Celan, sobre los recuerdos y sensaciones de Montoya, son engramas destructivos. ¿Leer lo ilegible? Es eso precisamente lo que hay que leer. Todo lo demás es aburrido, yermo, tedioso y esclerotizante.

16 La cita es de Roland Barthes; como la cita del exergo, de su libro El imperio de los signos (trad. Adolfo García Ortega, Madrid, Mondadori, 1991, p. 101).

17 En la reciente edición de Abada, p. 41.

Un paso atrás, buscando un asiento, quizá un apoyo. El tamaño de los estudios suele ser grande, lo que siempre aumenta la sensación de soledad amueblada. Llenos de objetos que siempre atienden a alguna función no descifrable con facilidad, como si se tratara de un territorio que crea o adivina sus propias funciones. Las utilidades están en suspenso, son provisionales, aunque el desgaste de cada objeto indica que los rituales desconocidos a los que sirve son frecuentes. Siempre un escenario para las representaciones y, sobre él, un asiento. Lo más normal es una silla, porque el lugar desde donde se mira ha de poder cam-biarse de posición con facilidad. Cuando es un sillón, cada centímetro está marcado por una mancha, la huella de su combate en un ambiente hostil. Como sea, el ritual primero donde se juega la pintura es dar un paso atrás, buscar a tientas el asiento, aún con los ojos secuestrados por el lienzo, y descansar para meditar –la mirada perdida– sobre lo que está delante, conjurado, como si una maldición hubiera hecho aparecer, ante los ojos sorpren-didos del aprendiz de brujo, una disposición de materiales que le preguntan. No con una voz calmada, sino como un coro polifónico, como las voces que se apoderan de un para-noico. Voces que se imponen y necesitan ser respondidas. El pintor se sienta para poder, no ya oír, sino discernir las líneas de las señales que aparecen y más tarde, quizá –juego humilde–, poder entender algo de la fuerza de sus cuestiones. Solo trabaja en un sentido: intentar que la palabra reflexión obtenga todo el valor posible. Para ello ha de colocar los materiales a distancia, también por ello debe alejarse a fin de escenificar el espectáculo de la reflexión. La silla marca el lugar donde el tiempo y el espacio que lleva pegados han de procurarse con otra medida. Como el estudio, el asiento es una herramienta de vi-sión concreta. Con esos dos elementos se crea el escenario de observación paciente de los

la precisión de la cenizamiguel copón

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signos del mundo. Escepticismo literal (eskeptomái > considerar, mirar con cuidado), que crea un observatorio de la repetición tozuda de una serie de gestos, acciones y rituales.

El pintor dobla el mundo, lo traduce, lo refleja mediante unas pantallas erróneas y una serie de capturas gestuales motivadas por una explicación poética. Se da razones para pre-tender que el mundo se parece al espectáculo reflejo que coloca delante de sí como teatro de signos y desfile de apariencias. El mejor mentiroso es aquel que cree en su propia in-certeza: con ella convence retóricamente al resto. La reflexión, desde ahí, es el ejercicio de distanciamiento de una serie de materiales objetivados, colocados al trasluz de una re-presentación, y en los que se busca una razón que les otorgue coherencia. Es necesario decir que el mundo no es coherente, pero sí los signos engañosos con que lo recogemos, con que lo reflejamos, con que lo deformamos para modificarlo. Mon Montoya nombra de este modo esta tarea: traducción de la existencia, es decir, acarreo de materiales de un lado a otro, establecimiento del trabajo del pintor como tarea literalmente metafórica que lleva y trae contenidos, delinea sus conexiones, construye sus relatos, modifica sus pasos, define sus tránsitos, sus acmés y sus caídas. El juego de las decisiones sobre una reflexión profunda instalada en el centro de lo visible. Hay momentos en que lo normal se convierte en una tarea reivindicativa, como sucede con el hecho de pintar. De expresión directa se ha convertido en defensa de su propio papel, quizá ayudada por la alta competencia que todos los medios han iniciado con o contra ella para liberarla o robarle una porción del lugar medular que ocupa dentro de la estructura de representación imaginaria del mun-do. La pintura resiste porque su poder central es la capacidad de trastocar las condiciones sobre las que tiene que trabajar, de adaptarse constantemente a las grietas y charnelas del sentido. A la pintura le sienta bien ser perseguida, porque las razones por las que sigue existiendo tozudamente son cada vez, como las de la palabra refugiada en la poesía, más desnudas. Defensa del pintor, de la pintura y de los campos de reflexión que enfrentarse a ella provoca. Pasión por la provocación de los signos.

Je cherche, avec des mots, à saisir la poésie; mais déjà, elle s’est refugiée en eux. De la poursuivre là où elle est devenue ma voix, c’est moi seul, que je tourmente. [Busco, con palabras, captar la poesía; pero se ha refugiado ya en ellas. Persiguiéndola ahí donde se ha convertido en mi voz, sólo me atormento a mí mismo.]

Edmond Jabès

Esta es la reflexión que el pintor dispara desde la silla, cansado por la labor material de cubrir el lienzo, cuando se recoge en la distancia en donde observar lo que ha surgido de-lante de él. Aún (¿nunca?) no lo ha visto (¿lo verá?) por completo, pero una parte impor-tante de las operaciones de la pintura son las que tienen lugar en los visionados sucesivos de la obra, en los que el artista no es más que el primer observador sorprendido de lo que surge, colocado en primer plano, y de los armónicos que despierta. Siempre aparece al observar con intensidad un velo de color sobre los signos. Entendamos la palabra. Etimo-lógicamente, como supo Goethe, color significa lo que esconde, como resabio o filtro de

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la luz. La realidad se esconde y aparece en los signos; conducirlos en sus reflejos es la tarea de quien los ve a través del aire que se abre entre ellos, que desde Leonardo sabemos que los tiñe de un tono azul grisáceo. El autor de una obra no es otro que el primer sorprendido de estas coloraciones en su atalaya de observación. En los visionados parciales, cuando el cuadro se va componiendo, se produce un constante trasiego de tanteos, comparaciones, descartes. La labor física, fundamental a la hora de la elaboración e incluso del pensamien-to pictórico, es relativamente corta en el proceso temporal de maduración del cuadro en relación con el tiempo global de la obra, que puede llevar a indiferenciarse obsesivamente con el de la propia vida: una vida volcada en representarse.

Los tamaños de los cuadros están gobernados por la capacidad del estudio, y éste a su vez es una proyección de las necesidades de la silla a la hora de crear el escenario y el la-boratorio donde puede darse la marca de un buen pintor: la madurez del mirar. En la silla el pintor ocupa el espacio del espectador, reconstruye cada uno de los datos, los sopesa y compara, los modifica y crea, conteniendo la necesidad de levantarse a cada instante para intervenir en su curso. Covarrubias nos advierte del significado de pensar de esta manera: «Imaginar o revolver alguna cosa en su memoria, […] pesar con peso alguna cosa, porque el que piensa pondera las cosas […]». El momento de sopesar el valor de los signos, o aun su insignificancia, que supondría hacerlos desaparecer, borrarlos, tacharlos. El periodo en el que la cosa producida ha de esperar la valoración de su peso, el ser dotado de sentido, el ser considerado, más allá de un signo, una dirección en la que alguien puede significar. El pintor no crea de la nada, sino que, en el trasfondo en que la imagen se decide, se en-cuentra todo lo que experiencialmente le acompaña pero no le sirve de apoyo ni de abrigo. Nada hay seguro en el campo de la imagen, sino que su sentido ha de crearse en cada in-tento. Ésa es la pena, que merece o no el esfuerzo. Contemplamos lo previsto por el lienzo, y ello nos conecta a otros cuadros anteriores que le rodean en el estudio, y nos conecta a todos los cuadros que hemos hecho con anterioridad. Todo cuadro, por ello, aun separado del resto, contiene una retrospectiva sobre la obra anudada bajo el nombre del autor y en la que reconocemos su itinerario de obsesiones. Todos los cuadros, como intentos, están en el presente, que es la última y la primera de las ventanas, de las tentativas por ver algo intenso. La violencia no se supone; se persigue. No se obtiene sino que se sopesa, es una fuerza que se manifiesta en relación al resto de las cosas, sobre las que es permanente; nos atrae, nos maravilla. El cuadro, visto ahora, a distancia, con tiempo, puede parecer inquietante por alguno de sus aspectos, todos ellos materiales. Brillo, color, posición, re-lato, materia, gesto, luz, trazo, sombra. Todas ellas cuestiones materiales que se valoran en este acto de pensar que salva o condena el cuadro. Para Horacio, ésta es la virtud y la gracia del orden: «Dirá inmediatamente lo que deba decirse, diferirá la mayoría de las cosas y las omitirá de momento, gustará de tal detalle, despreciará tal otro» (Ars Poetica, 42-45). Porque el cuadro se decide como pieza coherente cuando abandona el estudio, el espa-cio de cuarentena donde la libertad de prueba aún no necesita de relatos de autoría. En el estudio el pintor experimenta con libertad en la proposición de signos materiales donde encarnen ideas que traduzcan intensidades del mundo. Ahí radica el encuentro que Mon propone con la poesía. Ambos, pintor y poeta, son conversores de intensidad poseídos, obsesos, por el poder y el valor del signo. El valor del signo los convierte en intérpretes

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humildes de fuerzas que se observan con una intensidad enorme, fuerzas ante las que uno puede sentir esa emoción sobrecogedora de la que surgen los sentimientos primeros del arte: representar signos que apunten hacia lo estremecedor, algo capaz de sobrecoger, de provocar admiración. Ni perder ni hacer perder el tiempo.

Pero no todo lo hecho en el estudio atraviesa la primera barrera, el criterio del pintor, que ha de verse lo bastante excitado como para contar a otro lo que ha visto de interesante en un pedazo de lienzo, para pedirle a otro que comparta un valor que él ya ha experimen-tado, sobre el que ha deliberado con el tiempo suficiente para hacer que nos lo ofrezca como valioso. Para invitar a compartir esas fuerzas y la humildad de los signos que nunca acaban de acogerlas. ¿Cómo representar la muerte si no es atravesándola con un signo? Pietá, caída, fracaso, deseo, descendimiento, crucifixión o tauromaquia son temas que se ocultan en la obra de Mon –coloreados por ello– detrás de tramas sígnicas que se alzan al cielo como una ofrenda de cenizas. Esto es cuanto tenemos, estos signos para defendernos del frío. Con la precisión de una ofrenda de cenizas.

Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.

José Ángel Valente, «A modo de esperanza»

Cuando el pintor invita a alguien a sentarse en su silla, a compartir el pensamiento y la experiencia que ha dibujado y reflejado (reflexionado) en un orden material, en un apa-rato ritual, se deshace el poder regulador del estudio y la obra se ofrece como signo social. Se ofrece. Su éxito estriba en que el mayor número de personas pueda ocupar su lugar, re-flejar a su vez la visión, hacerse eco de los sonidos y polifonías de cuestiones que el orden material despierta. Escuchar conjuntamente, abriendo el espacio de la reflexión ritua-lizada por un objeto que dibuja una distancia concreta para ser percibido. El espectador es invitado a recorrer el camino que el pintor ha delineado para llegar a esta conclusión parcial; incluso es invitado a recorrer más allá, o a perderse en los aledaños del viaje. La visión es participada, ya que no sólo se ofrece el resultado material cerrado sino la evoca-ción del proceso que ha conducido hasta él. Sería extraño que una obra se presentara sola, ya que siempre asociamos los signos en virtud de una trayectoria. De hecho, desde la silla en la que se nos invita a mirar y a participar, atisbamos siempre las distintas vías de acceso hasta lo presente, como líneas de fuga virtualmente activas en lo que nos enfrenta como signo inquieto. Cuando vemos un cuadro –hemos dicho–, el resto está presente. El resto, todo lo demás, lo que pertenece al ámbito personal, nuestra memoria y recuerdos, lo que pertenece al lugar de los objetos que nos enfrentan, todos los cuadros y todos los signos del mundo que yo considero perceptibles y que en algún modo están en éste, por oposición, negación, evocación, directa o virtual. Por último, todos los signos de los otros, la memo-ria colectiva y social, los recuerdos de los distintos grupos a los que pertenezco, a los que he pertenecido por la ligazón del lenguaje, que es un residuo de los deseos, pensamientos, sueños de todos quienes vivieron antes que yo. Ésta es la experiencia a la que el espectador está invitado. Casi abismáticamente, debe ampliar el punto de vista, y así sucede cuando lo

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obligamos a concentrar su atención en uno de ellos. Estar sentado frente a la obra o estar detenido frente a ella, silente, atento. El mundo cambia con ello, porque hemos de dar-nos razones para hacerlo, porque hemos de descubrir cuál es la evocación de los signos actuales, a qué grado de experiencia o de objetivación nos conducen. Hemos de construir los signos con humildad cuando su razón última no se nos impone, sino que se entreoye. Por el hecho de estar abierta su propuesta, invitándonos a acabarla, a participar, es nece-sario activar, pintar, componer, recrear, proponer. Sentarse e interpretar.

No otra cosa es el trabajo del pintor. Provocar estrategias materiales sin sentido que buscan en las fuentes del significado. El pintor siempre trasmite su punto de vista, de modo aún más centrado que el escultor, el arquitecto, de manera similar al poeta. Así nos lo dice Horacio en su epístola poética: «Pintores y poetas siempre tuvieron el justo poder de atreverse a cualquier cosa». Las diferentes perspectivas se complementan, si bien to-das atienden a ofrecer una posición virtual desde donde se produce la observación de un hecho complejo, cargado de sentido. El arquitecto nos ofrece una perspectiva social para contemplar su obra, máxime en un urbanista, semejante a la de un político, si lo conside-ramos un creador utópico. Pintores y poetas transmiten un enfoque cercano, desde lo más íntimo de la palabra tejida al sentimiento. Al igual que la lírica, la introspección que ofrece la pintura está dirigida a la interiorización de los contenidos y distancias materiales del cuadro, para que puedan ser sopesados y creen un pensamiento material. Frente al cien-tífico, aún frente al filósofo, el pintor nunca se escuda en la objetividad, siempre comu-nica y proyecta como primera condición de su trabajo la intuición subjetiva, hermana de la poesía. Luciano, en Sobre los Retratos, así lo figura: «Hay un viejo dicho: poetas y pintores no tienen que dar cuentas».

Enantiodromia define al modo heraclitiano el curso de un fenómeno que llevado a su extremo se transforma en su contrario. Poetas y pintores han creado un género específico sobre el modo de dar cuentas, el modo de proponer razones para defender la gratuidad de su trabajo o a su trabajo de la gratuidad. La libertad de no dar razones coloca la necesi-dad de razonar en primer plano, ofreciendo de nuevo una disposición metalingüística, tan cara a Jakobson, sobre la actividad artística general. En pintura, música y poesía, si colo-camos románticamente en cercanía esas formas de producción teñidas por la intimidad del sentimiento, es constante la necesidad de razonar más allá de las cuestiones técnicas y materiales, sobre la epistemología de sus producciones, o dicho de otro modo, por lo que permanezca en el curso y discurso de su hacer. Razonar desde su espacio perspectivo, desde las razones esenciales que obligan a un autor a una creación desgajada de toda uti-lidad complementaria, como aparece en la Arquitectura o en cualquier uso social del arte, desde la tragedia al diseño. Es necesario dar razones, que, como radios, aten el trabajo del autor con la de quienes han de recibirlo, quienes han de percibirlo con significado. Poéti-ca o poiética es el nombre de esa parte del razonamiento artístico volcado sobre sí mismo, sobre las razones por las que es obligatorio enfrentarse a una tarea tan penosa como la de generar significados que nadie ha requerido, prescindibles hasta que su imbricación en el tejido social los hagan aparecer como absolutamente precisos, vitales.

Para escribir bien, razonar es el principio y la fuente. Scribendi recte sapere est et princi-pium et fons (Ars Poetica, 309). Para Mon Montoya, la escritura es fons et origo de las moti-

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vaciones imaginarias de la plástica. La representación tiene siempre un destinatario vir-tual, un invitado. Al igual que Michaux, lo primero es la necesidad de una representación experiencial que todavía no posee un signo que la acoja. Desde esa urgencia, aparece la búsqueda y desde la premura, la creación de un signo para ella. El problema del lenguaje es su exceso de definición, o su imprecisión combinada. La fuente de su riqueza hermenéu-tica, su capacidad para decir a la vez menos y más de lo que se pretende, lo hace vehículo y muestra de la capacidad de conducción (traducción) de significado. Pero en la pintura se produce aún una vuelta más, en el mismo modo en que el lenguaje es aligerado de claridad por la música y cargado de evocación emocional. La pintura crea signos y significantes que aún no quedan claros, que aún pueden configurar mundos paralelos, integrales de relatos, conexiones y movimientos imprevistos que intenten atacar el castillo de la soledad de cada experiencia, provocándola a objetivarse, detenerse sobre un soporte y poder observarla a la debida distancia. La pintura calcula la distancia debida al signo para convocar su mayor capacidad de evocación, de nostalgia hacia la intensidad del sentido. El signo debe con-vocar su presencia como algo que nos duela, que nos inquiete, que nos motive. Nada peor para un cuadro que la indiferencia, que el no ser extraído del continuo visual como un hecho consagrado a la extrañeza, mágico, provocador, estimulante.

Te ordenaría que te volvieses, astuto imitador, al modelo de la vida y de las costumbres, y de ahí extraer palabras vivas. [Respicere exemplar uitae morumque iubebodoctum imitatorem et uiuas hinc ducere uoces.]

(Ars Poetica, 317-8)

La poética conjuga la obsesión del lenguaje que se vuelve sobre sí mismo, de este modo, es una de las líneas nodales de la representación contemporánea, sin importar el tiempo. No está volcado hacia un afuera que intenta reflejar confiado, no es un mero rebote de algo tangible, a mano, sino el reflejo que se sabe consciente de su papel proteico en un proceso de reflexión del mundo sobre sus propios ejes. La representación de Mon se concentra en la creación de signos plásticos, en la necesidad de investigar la gama que podría haber entre todas las posiciones marcadas por las letras, y en el modo en que éstas se combi-nan con el sentimiento. El uso de la geometría es literal, medir el mundo a través de la autorrepresentación, como un cuadro dentro del cuadro o como una obsesión barroca, dejar claro cuáles son las circunstancias por las que el mundo se construye como sentido hilado. Lo que se traduce es la vivencia, ese exceso que todo pintor persigue, y lo que se busca es, en definición de Mon «palabras plásticas», capaces de alojar esta experiencia. Las vanguardias históricas, a principios del siglo veinte, iniciaron una inflamación de las poéticas: Taut, Klee, Schoenberg, Kandinsky. No existían reglas universales, como en el Renacimiento, sino que asistíamos a la necesidad de crearlas, aún cuando sean tan dis-tintos los bagajes de cada época. La Poética es la indicación que el artista se da para iniciar su acción, y el primer destilado de reflexión que a distancia de su obra produce para con-tinuar elaborándola, para sostenerse en la necesidad de decir.

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De algún modo, la silla nombra la distancia que el autor dispone sobre su obra. Imagina-mos al pintor cansado, las manos manchadas –dato importante–, cuidando el tiempo para que algo aparezca como un brillo aún sin explicitar. Atisbando, observando lo que surge de las reglas de un juego que aún no han sido concebidas, pero que surgen entre borbotones y balbuceos, esperando y precisando el corte que las obligue a configurarse como algo que merece la pena seguir. Cualquier mancha puede ser el disparador de una emoción, cual-quier accidente o suceso sobre el lienzo. De este modo comienzan las reflexiones de Bacon, como de todos es sabido, del mismo modo en que surgen algunas partituras de John Cage, observando las imperfecciones del papel y obligando con ellas a aparecer desde el azar a lo experiencial. Las emociones de Mon nacen de esas «manchas en el silencio» que son las palabras cuando uno las observa a la debida distancia. Gamoneda o Valente o Rilke o Michaux, las palabras, presentadas como distantes, son juegos gráficos destinados a atra-par sensaciones: a hacer resonar ese juego vivencia excesiva al que nos hemos referido. Sacarles los colores a la vida mediante juegos, sería la tentación. El pintor es quien teje con estilo una red de líneas. El juego de los títulos casi siempre define con claridad los ribetes de esa red que el artista quiere lanzar hacia la realidad experiencial, que tiende a escaparse entre los nudos del lenguaje, de los lenguajes. En cuanto que los lenguajes están construi-dos para intentar objetivar –aún violentamente– puntos, hilos y conexiones de lo real que encuentran difícil acomodo en las palabras e imágenes comunes, y que son necesarias para entender porciones importantes –definidoras, definitorias, definitivas– de la propia experiencia. Cuanto más intensa sea esta tarea, más posibilidades existen de que alguien acompañe este juego-trabajo, y encuentre en las obras esa posibilidad de encontrar una experiencia que sólo puede objetivarse a través de la oblicuidad de las palabras plásticas, de las manchas sobre el silencio, de lo incomunicable si no es mediante el abandono de toda espera. La silla metaforiza la necesidad del pintor de colocar a debida distancia órdenes experimentales que aborden experiencias complejas, demasiado ricas para ser vistas di-rectamente, demasiado inmensas para ser manejadas. El cuadro no sólo propone el orden armónico de los materiales, sino el ritual completo desde el que hay que observarlos, como si al comer algo nos anunciaran el modo exacto en que hay que provocar la sensación y nos revelaran los sabores y olores que nos van a circundar. No hay representación sin distancia. Ése es el secreto de la pintura, y la piedra de Sísifo del artista, saber manejar el ritual en que se producen los intercambios entre cosas distantes. Saber sentir, saber traducir, saber oír. La experiencia es el campo al que todo se dirige, por otro nombre, el campo sensacional, de las sensaciones, las fuerzas inabarcables de lo real, que se ordenan también mediante disparos emocionales. La muerte, por ejemplo, voz en la representación polifónica de Mon Montoya, siempre presente, como el acaso que el pintor propone al sentarse en su silla.

Cansado, manos manchadas, en una espera tensa por saber qué es lo que ha pasado en el lienzo, aun cuando la mano ya conduce los procesos con cierta seguridad, siempre frágil. Imaginemos que el cuadro está acabado. Enorme dificultad, porque es realmente imposi-ble que suceda. Si así fuera, no existiría el siguiente. El cuadro no se acaba en cuanto em-puja a la necesidad de ver más, tan solo conoce resoluciones parciales, tales como pactos en los que conviene continuar más tarde o en otro lugar, siempre sobre el mismo asunto. Dos pasos atrás, de pie ahora, dos pasos atrás. Surge completa la imagen, sobre un campo

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azul, matizado por filetes dorados, una serie cuidada de accidentes radiografían signos, que remiten a una imaginería oculta, al tiempo que a una escritura brutal, en donde los trazos persiguen elongar sus trazos para atraer a un sentido ácido, amargo, imprevisto hasta que aparece con toda su fuerza. El negro y el fondo reverberan al intercambiar su posición como planos. El juego de los contrastes es central, pero también su intercambio, ninguna posición en el lienzo ha de ser definitiva, sino que los bordes están medidamente negados «cada uno pide la ayuda del otro, y ambos conspiran juntos amistosamente» (Ars Poética, 410). Lo anterior se hunde y todo vibra, cada espacio reverbera al dudar sus bor-des. El desencadenante puede ser una frase o un hecho, un recuerdo o un sueño, el título siempre propone una asociación. Todas formas de la posibilidad, todas formas poéticas. Nos obligamos a pintar para que una experiencia irreconocible de otro modo tenga un ros-tro. Rostro no es retrato, rostro define a la relación de distancias que hacen identificable algo. Cuando los materiales tienen rostro, nos comienzan a hablar, nos voltean, y somos representación para ellos, al modo en que lo expresa Beckett: «¿Cómo puede haber una persona, si quien habla no está seguro de que es él quien habla, si sabe que está formado por palabras, por palabras que hablan de él?».

Un jour, la poésie donnera aux hommes sin visage.

[Un día, la poesía dará a los hombres su rostro.]

Edmond Jabès

Al obligar a la experiencia elegida mediante la obsesión a objetivarse, violentándola sobre el cuadro para que nos hable de zonas inexploradas de mi percepción, manteniendo la aten-ción hipnotizada o imantada sobre ella, nos sorprende que la silla, la distancia, se vuelva, es el cuadro el que nos observa. Las experiencias de muerte, como fuente de deseo y de impo-tencia, como temor y como rito, aparecen en estos lienzos, los cargan de sentido y convocan como obsesión a las elecciones temáticas: pietá o tauromaquia, descendimiento o sinsenti-do poético, el trasfondo que motiva al pintor es la necesidad de dar una figura a aquello que por definición no podemos ver. La imposibilidad de la muerte propia hecha conciencia es uno de los motores principales de la representación y, de modo fuerte, de esta representación. Mark Rothko decía que todo arte se encuentra en la intimidad de la muerte, en la conciencia de su insignificancia e insuficiencia como signo ante algo que es lo excesivo por naturaleza. Gamoneda hace eco de este guiño al declarar la búsqueda de una belleza convulsa, con la que tan específicamente se identifica la poética de Mon: «construir un objeto de arte con el miedo a la muerte» Cuando un sentimiento así se apodera del cuadro, como motivación ácida de la que surge, es el cuadro, con una duración superior a la de quien se ha presentado fren-te a él, lo que no está viendo. Cuadro vivo, pintura que se agita y entrega sentido, como decía Lezama de Valente, con la precisión de la ceniza. Toda distancia se transforma en nostalgia.

Esta inversión de lo percibido en perceptor es la clave del vuelco de la modernidad so-bre el valor cognoscitivo de la representación. Octavio Paz ha estudiado con agudeza este lugar donde «la prosa se niega a sí misma; las frases no se suceden obedeciendo al orden

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conceptual o al del relato, sino presididas por las leyes de la imagen y el ritmo», que po-dríamos utilizar para describir un perfil más del campo en que nos encontramos, donde la palabra plástica quiere definir el transcurso conceptual entre poesía y pintura , y en donde «las razones se transforman en correspondencias, los silogismos en analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes». Las imágenes se niegan a sí mismas cuando se alienan, cuando se enajenan, cuando se colocan fuera de sí, cuando extraen el valor no de su posi-ción formal, sino de su posición como signo, cuando se las observa distantes. Y eso se pro-duce, como en la obra de Mon, cuando los cuadros nos obligan a ello. Prosigue Paz en Los hijos del limo: «La operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir tem-poral; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura». La pintura trastoca el juego verbal, es el espacio quien se trastoca y transfigura, al obligar a los signos a vernos. No es una pietá, un pájaro o un jardín lo presentado, sino la representación de signos en constante transformación, que piden ser acabados, comprendidos en su lejanía.

El motivo es crear una palabra abierta y viva, con autonomía, que nos interrogue. Que la posición de quien mira se convierta en algo ya no dado o supuesto, sino observado y descrito por las voces de los órdenes materiales y plásticos, en donde cada variante posee ahora un valor trágico, decisivo, importante, sin ocultar su fragilidad. En la pintura se tratan los temas más intensos que convienen a la descripción intuitiva (de intu-ire, ir hacia el interior) de lo íntimo. Cada distancia tiene su silencio, es uno de los títulos con que Mon dialoga con Anto-nio Gamoneda y define su proceso de creación, observar, pasear, detenerse, recoger, cribar, buscar una lengua de pájaros donde la posibilidad se sienta como el sabor de una desapa-rición. Ese proceso de creación en donde es la palabra la que nos observa se denomina con acierto introspección, y la propia experiencia es tan sólo lo que encontramos como reflejo de lo imaginado por el arte. Pinto para entender, para saber, para defenderme. Pinto para ser entendido, para desconocer, para obligar a aparecer aquello que me completa y dispersa.

Je cherche, avec des mots, à saisir la poésie; mais déjà, elle s’est refugiée en eux. De la poursuivre là où elle est devenue ma voix, c’est moi seul, que je tourmente. [Busco, con palabras, captar la poesía; pero se ha refugiado ya en ellas. Persiguiéndola ahí donde se ha convertido en mi voz, sólo me atormento a mí mismo.]

Edmond Jabès

La silla del pintor es diferente a la del músico. En ocasiones es un inconveniente grave el que la misma silla sea la que se utilice para la interpretación, porque es difícil separar los distintos grados en que ésta se produce. Interpretar es valorar, más allá de la ejecución o la mecanicidad de la factura de cualquier obra. Poner en perspectiva al signo e introducirlo en una gama de sentidos, dibujar la línea de sus conexiones así como la de sus posibilida-des. No representar pintor, sino conexiones entre puntos, formas neuronales inquietas, que proponen desvaríos sobre lo que nunca se encuentra quieto. La música posee la ven-taja y el inconveniente de su exceso de movilidad: el espacio de recepción es secuencial y debe construirse mediante recopilación sinóptica de imágenes. Las obras suenan también

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sinópticamente si nos retrotraemos a la tentación de verlas de modo aislado. Ninguna percepción se produce incomunicada, sino que tiene a la construcción de un todo de sen-tido. Interpretar o valorar es colocar cada punto discreto que nos llega dentro del contexto que lo identifica en un espacio de relación. La interpretación convierte a lo escindido en una configuración coherente de conexiones, en la imagen cohesionada de un todo frágil. Las reflexiones sobre la obra de Mon a menudo remarcan esta tendencia de los signos a incardinarse como un lenguaje trabado hacia un todo en fuga. Así lo hacen las hermosas palabras de Baixeras: «En la obra de Mon Montoya se ven los objetos formando parte de un todo…» o García Yelo, reflexionando sobre la capacidad de conexión de la línea en el vocabulario del pintor «Este tipo de línea genera una configuración en la que se excluye toda relación entre las distintas partes; ningún elemento se supedita a otro, por lo que la imagen total se da como unidad, al mismo tiempo». La marca del estilo es ésta, el sistema mediante la interpretación lleva a centro la serie de fuerzas centrípetas del deseo enfren-tado al lenguaje, escenificado sobre un espacio. Denique sit quod uis, simplex dumtaxat et unum. Sea ello lo que se quiera, mas al menos simple y uno. (Ars Poetica, 23)

Todo surge por un accidente. Si lo que vemos siempre son funciones encadenadas, imáge-nes que nos remiten a percepciones que nos remiten a recuerdos que nos envían hacia sen-saciones que se convierten en relatos, las circunstancias que busca el pintor para comenzar son formas desencadenantes. Momentos que disparen intensidad. Aun en su seriedad, cual-quier hecho puede lograr una descarga de sentido y de dirección para concentrar la atención. Incluso los hechos nimios poseen su fuerza, que proviene de lo imprevisto e improvisado de sus usos. Como sea, un hecho acaece, es un accidente sobre el que comienza la trama de la acción. No es tan importante el percutor como el movimiento: la calidad de la experiencia estética se decide en el desarrollo, es su fuerza, profundidad, distancia: en las dimensiones que procure para la expansión de la experiencia, o al modo rilkeano, en el espacio que sea capaz de ganar para ella. Arroja desde los brazos el vacío hacia los espacios que respiramos, canta la primera de las Elegías a Duino. Por ejemplo, es un accidente hablar de una silla en el es-tudio del pintor, puede no haberla, de hecho, sería mejor para este texto que no la hubiera, para que lo que desee desencadenar pueda hacerse con el orden del discurso. La silla nom-bra la distancia que el autor procura para la percepción de la complejidad de la obra como signo multidimensional, apartado aunque pendiente de las tareas mecánicas y físicas de su construcción, dependiente de otra plétora de fuerzas que lo completan y hacen amplio, pro-pio de una experiencia poética del mundo. La idea es que en esa distancia desde la que el pintor observa su obra se toman decisiones cruciales para el desarrollo y la configuración misma de lo que aparece y de lo que queda, de las acciones y de su consecuencia. ¿Qué es lo que piensa el pintor, concentrado en esa distancia? Aún es pronto, antes hay que decir que el hecho mismo de proponer un detalle de la realidad, trucado perceptivamente para ser visto en unas condiciones determinadas, por un cuerpo determinado y en una posición concreta, ya es suficiente dato. Los cuadros, generados por un accidente, son siempre pantallas para la reflexión. Hay que convocar la atención y leerlos como un hecho intencional, en los que al-guien ha puesto la mayor de las cargas emocionales, en donde alguien quisiera que el tiempo que le dedicamos a la contemplación esté reglado, ritualizado, para que mastiquemos su im-portancia. A Mon le molesta el uso retórico de las imágenes, le saca de sus casillas, el uso para

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usos menores de la fuerza que contiene cualquier pedazo de obra, como si de una traición a la magia donada por el ritual se tratase. Así sucede con la pintura devota a un mensaje prefija-do, como encontramos en parte del arte con «contenido», enfoscado en cuestiones baladíes o anecdóticas bajo las supuestas etiquetas de lo político, el género o cualquier otro tipo de verdad. La reforma más intensa es la que puede hacerse de las condiciones mismas de com-prensión y relación con el mundo, por eso la tarea del artista posee esa trascendencia. Todo es una tramoya que se convierte en el palacio más destacado por la confianza en la ilusión.

Concentrados ante el cuadro, porque nos han llevado al espacio donde así se observa, conducidos por el tamaño del lienzo, su altura al techo, la distancia desde donde lo vemos, el lugar funcional en que está envuelto –museo, galería, casa–, y todo lo que lo acompaña. En este punto podemos afrontar de nuevo la pregunta ¿Qué piensa el pintor? En cuanto a la capacidad de interpretación de lo que aparece –tan ritualizado y preparado como en la más compleja de las representaciones, una ópera, una producción cinematográfica–, ha de ser la que se transmita al espectador. Seamos honestos: el pintor quiere transmitir su experiencia, pero ésta no es la de colocar colores en un soporte bajo un orden simbólico, sino la evocación que supone responder a esos signos representados. Si el pintor se abur-riera a sí mismo frente a lo que ve, si no utiliza la mayor de las sinceridades, el más se-vero de los ajustes, transmitiría al espectador al cederle el lugar en la silla, la misma gama de experiencia. Peor aún, podríamos dejar al espectador que completara y magnificara la obra, más allá de las propuestas. Pero una obra nunca se muestra sola.

Al concentrar la atención sobre un pedazo de realidad, como un prestidigitador, el pin-tor consigue que los materiales hablen. La pintura es un medio solemne, es decir, que se celebra en condiciones fijadas por el tiempo y el espacio. El pintor piensa, al sentarse, en el cuadro actual como el resultado de todos los que le precedieron, que se encuentran en algún modo, a la hegeliana, si se desea, en él. También el cuadro es el disparador hacia el siguiente, en cuanto no agota las posibilidades que buscaba, sino que las pretende, las pre-siente. En el estudio es normal que el cuadro esté rodeado de la serie en que se ha desar-rollado, en la exposición tan sólo cambia la solemnidad de la presentación, pero la visión vuelve a ser global y serial. Es importante observar cómo se ha dispuesto una obra frente a otra, o cómo la tapa o la ayuda, o la esconde, del mismo modo que la secuencia temporal que la presenta, antes, después, durante, para leer las presencias puntuales como hitos dentro de una búsqueda de sentido. Pero ante un cuadro se objetiva la experiencia com-pleta, y –esto es una cita de Tarkovski– como en un espejo:

Debout, on se bute à soi-même, comme dans un miroir.

[De pie, se tropieza uno consigo mismo, como en un espejo.]

Edmond Jabès

La reflexión aparece cuando es el cuadro quien nos describe. Cuando notamos una par-ticular afinidad con un contraste, una presencia, una forma repetida de un lienzo a otro, una idea, una tensión, que nos llama y permanece como una mezcla exacta entre pensa-

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miento y sensación, indescriptible, acompañándonos con una fuerza efervescente. Ese criterio de complicidad con la obra es un hecho estético físico, de empatía con los conteni-dos de la obra, que no tocan, haciendo que atendamos a su provocación. Repetimos, nada más cruel para una obra que la insignificancia. Para que una obra nos toque, de modo he-roico, atendemos a que el pintor haya podido sentir ante su obra una experiencia similar. Esta experiencia, la búsqueda de esta empatía propia y comunicable, es uno de los motores más importantes de las decisiones de estilo del pintor. Desde el punto de vista material y formal, el pintor refina los signos, su presencia y aseo, su disposición y cuidado, según la trampa gráfica que quiera perseguir con ellos, como argumento de representación capaz de conducirnos a ese modo efervescente de participación en lo digno de ser mirado. En la silla se toman decisiones gráficas definitivas y definidoras del orden: qué ha de conservarse de lo que parece por azar, qué se hace aparecer por azar, qué desaparece por voluntad, qué permanece, qué se modifica, qué se trastorna, qué se deforma, dónde se insiste, cuándo se para. Todas ellas son decisiones que corresponden puntualmente a la poética de actuación, y que en su grado más elevado hacen derivar –depurar– en su insistencia no sólo el estilo del pintor, su modo reconocible de habla, sino el pensamiento que deviene de la obra, que no es otra cosa que la depuración gozosa de un pensamiento formado en el cuerpo.

Pensar como sinónimo de observar, trazar las líneas de lo visto a lo vivido, a lo pensable; recordar cómo establecer las conexiones entre un tiempo y cualquier otro; presentir, como entrevisión del sentimiento comunicable en el otro; actuar, como principio de movimiento o motivación, al sentir que la palabra me implica, me llama, me obliga; evocar, respondien-do a la provocación del cuadro; desaparecer, al intercambiar la posición con el cuadro, y transformarse en signo de un diálogo, en destinatario de un diálogo sin interrupción; ver, en todo su sentido, más allá de lo que el ojo capta, vaciado por el eco de los conceptos; sen-tir, como lugar último de la traducción, en un movimiento que desde lo vital carga el signo y desde el signo es capaz de provocar la restitución y la comunicación de una experiencia, una emoción, un fragmento crudo de vida. La activación es concreta, una llamada por las decisiones de cada pintor, lo que hace diferente su voz, que es un eco de las que él ha oído y amplificado, seleccionado en sus cuadros. El gusto material, que obliga a preferir y que en Mon juega con los títulos, como un elemento gráfico más, ¿por qué no? Para proponer evocación poética en la obra, para difuminar el área del signo. El lienzo no es un espacio de la forma, sino que prevé la apertura del signo al mostrarse como plástico, es decir, espa-cio de engendramiento o de formación. Olvido, deseo, memoria, doblez, reflejo, espejo, escena, son los actores de la representación. Lo obvio, la silla, el espacio de la mirada re-flejada permanece, mientras el cuadro rota, como una necesidad de comunicar –una carta interrumpida por sus bordes. Todo se vuelve color y gesto cuando lo vemos como pendiente de un hilo, de una línea quizá tejida por siempre por la Parca, de la que tiramos para mover, como en un escenario, su trasfondo. Todo se conecta. La realidad nos llama a veces, siem-pre. En ocasiones con golpes excesivamente duros, que sólo podemos ver al matizarlos por los signos. De otro modo son invisibles por su intensidad. Ni el sol, ni la muerte pueden mirarse fijamente, como nos dijo La Rochefoucauld. Los signos lentos de la pintura propo-nen un lugar desde el cual ganar distancia sobre lo que es demasiado claro para ser sentido.

Ahora podemos apagar la luz y ver.

La carta ininterrumpidaMaría García Yelo

mi trabajo es una carta ininterrumpida que nace de la necesidad de contar, mediante signos, un proceso de traducción de la existencia.» Hace más de un lustro, con la ex-

posición Tardes cárdenas, celebrada en la galería La Casa del Siglo XV (Segovia), comenzaba a fraguarse lo que hoy es el auténtico argumento plástico y existencial de Mon Montoya, […] una obra sorprendentemente personal en el ámbito del arte español de la última década.

el artista había comenzado a pintar […] asociado a la denominada Generación Puente: una serie de artistas situados a caballo entre el Neofigurativismo de los se-

senta y la Nueva Figuración de los ochenta, una generación que empieza a trabajar con el ocaso de la dictadura franquista. La trayectoria profesional de Montoya se inicia en 1971 con su primera exposición individual en la Sala Provincia de León. En aque-llos años formaba parte del grupo «Seis y Cuatro», compuesto, además, por Fernan-do Sánchez Calderón, Luis Cruz Hernández y Rafael R. Baixeras. La primera década de producción, que de forma quirúrgica podría acotarse entre principios de 1970 y co-mienzos de 1980, fue para Mon Montoya una etapa de búsqueda de autodetermina-ción, de subjetivismo, de inmersión en la memoria personal que, desde el punto de vista plástico, se caracterizó por la estética neofigurativa y los procesos de creación automatistas. Obras como las de las series Personajes de mi historia (1974-1977), His-torias para espadas, escudos y puñales (1979-1980) o El caracol de los armaos (1978).

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se trata de pinturas habitadas por numerosos personajes, transparentes, planos, sumarios y maleables, protagonistas de fábulas pictóricas llenas de ironía, humor y ternura. Sobre

el trabajo de aquellos años, Rafael R. Baixeras, inseparable compañero de alegrías y cuitas, vitales y artísticas, escribió: «La pintura [es] un proceso lento y seguro de creación […]. [En la obra de Mon Montoya] se ven los objetos formando parte de un todo, de un ambicioso tra-bajo que continúa la labor de los mejores. No continúa linealmente, pues llegar a un fin sería la muerte del deseo, sino que continúa estando en el lugar al que tanto esfuerzo cuesta llegar».

a principios de 1980 […] se produce una «purga interior» que se traduce plástica-mente en un cromatismo más rico y expresivo y en un gesto brusco e inmediato. Las

series Adentro/Afuera (1983) y Las delicias de un jardín (1985) reflejan el Neoexpresionismo dominante en la figuración española, en el caso de Mon Montoya trasladado al mundo in-terior y plásticamente resumido en la reducción del número de figuras y su mayor tamaño. El espacio se hace cada vez más proyectivo y aparece un nuevo elemento organizador: una figura yacente en primer plano, que vendría a ser una suerte de autorretrato. Son años, no obstante, de indefinición, de viraje hacia la abstracción, de cromatismo más oscuro, de una presencia cada vez más enfatizada del simbolismo y del predominio de la geometría en detrimento del antropomorfismo, así como del uso del grafismo como recurso plástico, algo que ya no abandonará. Aparece una obra cada vez menos figurativa y, sin embargo, de enorme entidad descriptiva, narrativa (Historias para ¡Oh, Federico!, 1979).

su trabajo se caracterizaba por la recuperación del surrealismo, el uso del automatismo psíquico, el juego, la extroversión (que desaparecerá al poco tiempo y para siempre),

lo grotesco, los referentes simbólicos: la obra de un visionario dinámico que se dejaba arrastrar, embriagar por el movimiento, el gesto, el impulso y el erotismo (Dragón de la envidia, 1984; Diálogo de un Stoven, 1984).

el fallecimiento, en 1989, de Rafael R. Baixeras supone un durísimo golpe emocional para el artista y una cierta orfandad plástica, no tanto por la muerte de un maestro cuan-

to por la desaparición de un compañero de interrogantes, búsquedas y hallazgos. Fueron momentos de ensayos, avances y retrocesos, tanteos en busca de la definición de un lengua-je plástico propio y nuevo. Aparece entonces el vacío como componente activo, expresivo de la composición. La pregunta, que gravitaba sobre todo el trabajo anterior, toma mayor enti-dad y el proceso creativo responde a una irónica «duda y aceptación de la duda» en torno a la producción plástica y su sentido. Todo ello está presente en piezas como ¿Qué artista ha de morir conmigo? (1988), La sensibilidad herida (1988), Nuevo interior español (1988), Beuys baja al Rhin (1988), Bayerischer Platz (1991) o El castillo de Marinetti (1989-1990).

La crisis, lentamente asumida, tendrá como resultado el desarrollo de una pintura, a prin-cipios de la década siguiente, fundamentada en la introspección y la contención. La grave-dad y la soledad guían la mano del artista, que paulatinamente se va distanciando de la obra.

Del abigarramiento de antaño se pasa a un despojamiento nuevo, al orden, la calma y la depuración inspiradas en la abstracción minimalista de Kasimir Malevich y el cuidado cromatismo y la atención a los efectos de la textura pictórica de Mark Rothko. Los signos

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condensados, que surgen en los trabajos preparatorios, se convertirán en todo un vocabu-lario autónomo. […] Obras como Sweet Mérida (1990-1991), Cada distancia tiene su silen-cio (1991), Excéntricos internacionales (1992-1993), La reina del concepto (1994), Opus Lyrica (1996-1997), Ser dos inútilmente (Autorretratos) (1997-1998), Grieta del lamento (1997), He inventado el olvido (1997), Gran milonga (1997), Vida tan suspensa… (1997) o Bosque de la memoria (1997).

el surrealismo heterodoxo, que determinara la mayoría de sus creaciones de ju-ventud, cede paso a la huella del Expresionismo Abstracto Americano, prime-

ro con la pintura de campos de color y, más adelante, vertida hacia la pintura de acción.

a finales de los noventa se intensifica el proceso de introspección y los anteriores signos, titubeantes, pasan a convertirse en un corpus lingüístico que, como tan acer-

tadamente definiera Jesús Mazariegos, se podría denominar «escritura líquida», re-dundando en la íntima relación entre las obras y sus títulos en el trabajo de Montoya.

Una fecha clave en el cambio y punto de partida de esta exposición fue el 5 de abril de 1998, día de la clausura de la muestra Tardes líquidas, celebrada en la galería Fúcares (Al-magro). En el transcurso de esa noche falleció, en Ciudad Real, el padre del artista. A par-tir de aquí, llegará la necesidad de ruptura con todo lo anterior, la crisis creativa y per-sonal, el refugio en la poesía… Del periodo anterior, comprendido entre 1994 y 1998, el pintor destruyó gran cantidad de obra.

Deja atrás la sobria y depurada verticalidad para ganar en libertad, espontaneidad y complejidad, con los poemas de Luis Javier Moreno como inspiración (Significado canto. La pintura de Mon Montoya). [Así aparecen] obras […] como Rosas para mis padres (1998), Inmensas moradas del deseo (1998) o la serie de veinticinco autorretratos figurados realiza-dos entre 1997 y 1998, Ser dos inútilmente.

La memoria, el recuerdo, sigue estando entre las fuentes de inspiración y preocupación del artista. Un bosque se abre en la memoria (1998) es un ejemplo […]. Una vez que su pin-tura abandona definitivamente la figuración, la fidelidad al ideario surrealista se torna en el seguimiento de una de las creaciones más importantes de esta vanguardia: el proceso creativo vinculado al automatismo. [Proceso] heredado por los más ilustres representan-tes de la Escuela de Nueva York del Expresionismo Abstracto Norteamericano, a la que Montoya se siente también profundamente ligado. Mediante el automatismo, el artista, en situación de pasividad total, se limitaría a recoger las frases y signos que aflorasen a su conciencia o dejaría vagar el lápiz sobre el papel a merced de impulsos incontrolados.

El esquematismo, la semiabstracción y la deformación serán métodos frecuentemente utilizados en este proceso de desrealización del mundo circundante, y todos ellos fueron y son elementos habituales en la pintura de Mon Montoya. [Se dan, así,] dos formas de actuación […]: automatismo simbólico y automatismo rítmico.

el procedimiento del automatismo rítmico desarrollado por la pintura surrealista, que depende de la línea como elemento básico, suprime la descripción de la silueta y asu-

me las características de un hilo enmarañado que traza formas y espacios cada vez más

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ambiguos. Este tipo de línea genera una configuración de la que se excluye toda relación entre las distintas partes; ningún elemento se supedita a otro, por lo que la imagen total se da como una unidad, al mismo tiempo. La línea pasa a ser uno de los elementos cardinales de la obra de Mon Montoya.

siguen presentes los motivos habituales en el imaginario de Mon Montoya: la poesía y la ironía. Piezas como No pongas lombrices a mi alma (1998) u Opus Lyrica: Las posibi-

lidades de tu reflejo (1998) tendrán como referentes fundamentales los escritos de Rainer Maria Rilke, Antonio Gamoneda, la Generación del 27 y Aníbal Núñez. Se trata de pinturas desbordantes de sinceridad, crudeza y melancolía que, no obstante, buscan incesante-mente la utopía «en todos los campos, aunque a ti te supere, porque estoy convencido de que la utopía de hoy es el presente de mañana» (Mon Montoya).

Este compromiso con el acto creativo es explícito y voluntario, y tan complejo que Mon-toya sólo encuentra su traducción plástica en unas obras cada vez más abstractas y críp-ticas: Grieta roja (1998), Grieta azul (1998), Se fue el verano y nos dejó calores para siempre (1998) […]. Se trata […] de una suerte de catarsis personal, reflejo del dolor y la esperan-za, en la doble vertiente metafórica y vital de su trabajo. Quizás por todo ello, en el santua-rio personal del artista se encuentren también Anselm Kiefer y sus superficies torturadas, llenas de cicatrices históricas, y Gerhard Richter, con sus pinturas coloristas, plenas de melancolía y efectos atmosféricos.

un imaginario [el suyo] de variadas referencias […] pero siempre autorreferencial. […] Una pintura basada en el conocimiento más profundo, más creíble del que el

hombre es capaz: el conocimiento de uno mismo.

paulatinamente, y por lógica interna, la condensación conceptual que se había ido pro-duciendo durante los últimos meses del año anterior se tradujo plásticamente en una

tendencia a la síntesis. […] La acuarela, que desde este momento se convertirá en una de las técnicas habituales en el trabajo de Mon Montoya, le servirá para desarrollar una esté-tica nueva, menos gestual y más narrativa que el óleo o el acrílico.

ocurre algo propio de un artista que ha alcanzado la madurez creativa, y es que se va des-prendiendo de la «rigidez» de etapas anteriores para llegar a la plena plasticidad, a una

cierta espontaneidad consciente, […] con una complejidad compositiva que se acerca a la concepción barroca del arte, «una obra en la cual impresión y expresión deben ir parejas, pero siempre con una base sólida de color que se convierte en modulaciones geométricas» (J. Cano). […] Durante el año 2000, Mon Montoya realiza viajes a China y Estados Unidos.

la pintura de Mon Montoya tiene, como se observa a simple vista, deudas con la abs-tracción de cuño gestual y la estética del toque rápido y espontáneo, por lo que no es

descabellado pensar que, encontrándose en China y en Estados Unidos, tanto la pintura tradicional oriental como el Expresionismo Abstracto tomasen carta de naturaleza en su trabajo de manera mucho más evidente de lo que venía siendo hasta entonces. Fruto de

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esta estricta investigación plástica, de la práctica de la pintura-pintura, son obras como Azul entre dos muertes, entre dos lenguas físicas (2000), 5 de abril en Times Square (2000), Bajo el cielo de China (2000), Hojas rojas en la corriente de jade (2000) o Rocas blancas en campos azules (2000), marcadas por un meticuloso estudio del color, la combinación de una meditada estructuración geométrica y del gesto depurado, los contrastes entre el todo y el fragmento, tendiendo cada vez más a la abstracción pura, la gestualidad, la saturación de signos, el desbordamiento.

todo se parece a algo», sentenció Ángel Ferrant, y la obra de Mon Montoya se parece fundamentalmente a sí misma, pero también recuerda a los infiernos, cielos y espa-

cios terrenales de El Bosco, remite a la espontaneidad gestual de Miró, evoca el popularis-mo de la pintura y poesía lorquiana, recoge la gestualidad de Antonio Saura, se inspira en la línea errática de Paul Klee…

y tras el viaje, físico y emocional, se produce la vuelta y la necesidad de reubicación. […] Montoya vuelve a sus antiguos referentes, a la poesía de Antonio Gamoneda (El libro del

frío), Rainer Maria Rilke (Elegías de Duino: «¿Quién, si yo gritara, / me oiría desde el coro de los ángeles?»), Juan Ramón Jiménez, Bernardo Atxaga… Y, plásticamente, a la espesa pintura de Wols, la frescura de los orígenes de la creación, de la Prehistoria, a menudo in-terpretada a través de quienes lo intentaron antes que él: Joan Miró y Wassily Kandinsky.

Al viento que también las nubes sienten (2001), Implicado en este espacio lleno de sucesos (2001), Sólo rumor de pasos 1-8 (2001), Hoy hemos habitado el olvido (2001), Los dragones del río Li (2001), Biografía lila de las lilas (2001) o Agujero en la sábana del tiempo (2001) acumulan magistralmente todos estos reencuentros y, sin embargo, no dejan de ser, como siempre en la obra de Montoya, continuas tentativas experimentales.

continúan apareciendo aspectos nuevos; la capa pictórica se hace más líquida, in-concreta, mientras reaparece la narratividad, sobre todo en las series de dibujos.

Es la antigua necesidad imperiosa de comunicar, contar con el lenguaje de la plástica. La memoria personal recupera su protagonismo y las pinturas se convierten en auténticos poemas […]. Es una semántica llena de consistencia y barroquismo, que quiere expresar aquello que se encuentra en el interior de la mente y el corazón del artista: expresar lo in-visible. Es «una especie de grito, de un espacio de afirmación en un contexto donde todo está en contra de lo global, de lo masificado, de lo gris, de la ideología impuesta que no te pertenece» (Mon Montoya).

en la primavera de 2002, Mon Montoya regresa a Estados Unidos, esta vez gracias a la beca otorgada por la fundación Yaddo. Durante un mes el artista residió en una

mansión de Saratoga Springs (Nueva York), rodeado de bosques y a dos horas de viaje de la ciudad de los rascacielos. […] Es el nacimiento de las series The Bird House (2002) y No, no son los pájaros (2002), en las que reaparece la antigua pseudo-figuración presente en el conjunto que formaba Dolors, y que, al igual que aquéllas, están realizadas, básica-mente, con acuarela.

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Son piezas que reflejan la depuración y contención de los gestos, la reorganización, geometrización y racionalización de las composiciones: un universo plástico en el que el componente narrativo es evidente. […] Para Mon Montoya, lo fundamental, lo único que puede hacer de su trabajo un hecho diferencial es la representación del punto de vista del artista, del que sólo él es dueño y responsable, independientemente de lo que en cada ocasión sea la tendencia dominante: «Lo esencial es mi propia vivencia, porque yo lo que hago es traducir todo eso a palabras plásticas».

Sin embargo, no abandona en modo alguno su pintura más espontánea y gestual, aunque, en esta continua reflexión sobre su propio trabajo, siguen surgiendo cambios, evoluciones y novedades. El impulso que guiaba la mano, expresión consciente del sentimiento, da paso ahora a una pintura con la que se busca el diálogo, de la que se busca una señal, y el trazo se amplía, se difumina, se diluye, y el color adquiere mayor protagonismo. La suerte de ideo-gramas que tanto recuerdan a las pinturas rupestres (La desmemoria ocupa lo que un día fue decididamente mío, 2002; La cabeza es de cera, los ojos son espacio, 2002) son, a menudo, sím-bolos reconocibles, como escaleras, ojos, árboles (El oro que desciende al silencio [A Venecia], 2002; Hierbas como cabellos rubios, 2002; El centro tan mudable como la propia historia, 2002; Así es la edad, así es la forma de mi tiempo, 2002), esencializaciones de la figuración de otras épocas. Las obras que realiza en estos momentos se caracterizan por la huella del proceso de acumulación, la disolución del dibujo y el endurecimiento de la composición, que tiende a la opacidad (Rumor de lugar, 2002; Habla de plomo en cuanto nos brille la luna, 2002).

la autoridad que confiere llevar más de treinta años pintando y, sin embargo, la fideli-dad a sí mismo, la necesidad de representar la memoria, determina la creación de pin-

turas en las que sigue presente la sensación de bullicio, de espontaneidad casi infantil, de inmediatez, llena de gozo y musicalidad. Las piezas realizadas durante 2003, compuestas por redes y tormentas de trazos, están, no obstante, llenas de preciosismo y delicadeza.

montoya se expresa con una franqueza apabullante, pero su pintura es una densa condensación de infinitas sensaciones y reflexiones […]. Por ello se produce en su

creación un trayecto de ida y vuelta de la realidad a la abstracción y de la abstracción a la realidad: en la síntesis de ambas se halla la clave de su proceso creativo, en la depuración hasta alcanzar la línea esencial, que dará paso a la expresión pura de la sensación.

Sin embargo, el artista busca, como siempre ha hecho, ser entendido, lograr la complici-dad de quien observa su obra, por eso aporta numerosas pistas que faciliten esta lectura: los títulos se convierten, por tanto, en apoyos y contrapesos, en elementos complementarios, en pistas extraídas de poemas, textos literarios o inspiraciones personales (Zona cero, 2003; El jardín secreto, 2003). Pero, o quizás por ello, Montoya sigue persiguiendo «la rotundidad de, por ejemplo, La lección de piano de Henri Matisse o de las composiciones de Mark Rothko».

plásticamente, esta nueva fase se observa en unas obras caracterizadas por unas man-chas cada vez más diluidas y vastas, al tiempo que menos numerosas. […] Logra, así,

una pintura esencializada y reverberante, caracterizada por un sorprendente equilibrio cromático (Negro azabache y plata. Tauromaquia, 2003).

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el color asume así, tras un largo periodo de protagonismo de la línea, todo el peso de la obra. El color, cuando adquiere toda su entidad y se convierte en un elemento con vida pro-

pia, deja de ser un color; adquiere el carácter de lo irremplazable y se convierte en ex-presión plena. «El color es forma», afirmó Paul Cézanne, y esto es exactamente lo que ocurre en la pintura última de Mon Montoya. La paleta se reduce hasta casi la bicromía, a veces con connotaciones sagradas –como los binomios rojo y dorado o negro y plata–, otras aludiendo a la fiesta y la alegría de vivir –con rosas y azules luminosos (Jardín de ol-vido lleno de flores, 2004; El jardín rojo, 2004; El jardín azul, 2004; Espacio escénico para la locura, 2004)–. Y pasa a ser el instrumento con el que estructurar la composición: Mon-toya aplica el pigmento, colorea y, a continuación, dibuja, distribuye la red de líneas. Esta visión global de la obra está también determinada por el propio proceso creativo: realiza sus pinturas extendiendo el lienzo sobre el suelo, adoptando una visión aérea de la obra, para concluir dando los últimos brochazos con la pieza montada sobre el caballete. Son obras all over, cada vez más abstractas, fruto de la experimentación con nuevas formas de aplicar la materia pictórica, muy gestuales […]. La tauromaquia se convierte en uno de sus referentes temáticos más expresivos, continuando con ello la estela de sus admirados Juan Barjola, Francisco de Goya y Pablo Picasso. […] Sus capeas son batallas de aparente desorganización, ondulaciones repentinas y ríos torrenciales de expresión.

pintar parece hoy un auténtico acto de resistencia, una forma pura de expresión inme-diata, total.

Desde sus orígenes, la pintura de Mon Montoya ha sido un continuo proceso de investi-gación del hecho artístico, un intento de alcanzar una quimera: conocer lo que, en su fuero interno, sabe que es un ser vivo, un ente autónomo: la Pintura. Pero tanto esfuerzo, un ver-dadero acto de fe, ¡ha dado sus frutos! ¡El artista ha logrado que se produzca el milagro! ¡Ha descubierto el secreto! La clave está en mirar sus lienzos con atención, reflexionar pausa-damente hasta que, de forma inesperada, se desvele lo que parecía indiscernible, las obras se expresen, apelen y conquisten definitivamente al agradecido y atónito espectador.

Dioses sin nombreFrancisco Carpio

cada página –vale decir cada pintura– queda manuscrita con un dibujo nervioso, abi-garrado y prolijo que llena y rellena la gran mayoría de espacios de la representación

pictórica. Poco resta por cubrir entre líneas, quizás los huecos en los que ese dios sin nom-bre sabe escribir con renglones torcidos. Horror vacui. Horror/Furor hacia un vacío que, sin embargo, había sido elemento activo, tectónico y configurador en un periodo previo de su trayectoria, a principios de los noventa, coincidiendo con la crisis vital y emocional que supuso el rápido fallecimiento de su íntimo amigo Rafael Baixeras.

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Ahora, el espacio pintado se puebla de una densa demografía de signos de linaje orgáni-co, a través de los cuales la pintura y el dibujo se integran en un todo, repartiéndose unifor-memente por sus superficies, en una constelación estelar de gestos y trazos, en un espacio «all (star) over» pintado en el que la profundidad y el volumen se crean por la superposi-ción de capas estratificadas que emergen desde el magma uniforme de un fondo plano.

Michaux, Twombly, Pollock, Miró, Saura, Mathieu… compañeros de viaje, camaradas de una singladura pintada, pictonautas en una travesía de color, gestos, guiños, símbolos y emociones universales que dejan ancho margen al automatismo y el azar frente al puro control geométrico de Mademoiselle Razón.

Un automatismo de la imaginación –entendido literalmente como caudal de imáge-nes– y también un automatismo de la mano, que queda bien patente en su(s) pintura(s). Ciertamente queda patente, patente de corso, signo y sello distintivo que riega la piel del cuadro para hacer brotar sobre sus surcos toda una abigarrada cosecha de formas, trazos, presencias-ausencias, garabatos y habitantes (de un planeta orgánico). Fauna y flora que sin duda debe gran parte de su linaje a la sangre automática del surrealismo, y también al dibujo arterial y rizomático del expresionismo abstracto americano.

no hay líneas rectas en estas obras, todo son caminos y trayectos ebrios y atolondrados por las calles del plano. Encorvaduras, sinuosidades, revueltas, recodos, torsiones,

meandros, escorzos, corcovos y alabeos. Una danza de grafismos irguiéndose y bailando en busca del alimento de la luz y el sol de la pintura.

Líneas delgadas y gruesas, finas y obesas, próximas a la finura pura y dura de la herida, o a su opuesto: la líquida expansión y extensión de la mancha. Líneas de anorexia formal que buscan adelgazar(se) hasta casi desaparecer, y/o presencias de bulimia lineal que se comen toda la pintura, toda la materia, todo el color, y no dejan de engordar y engordar… hasta con-vertirse en máculas pintadas. Maculada concepción sobre el desvirgado vientre del cuadro.

Para aterrizar en su propio mundo, en su propia realidad, Mon Montoya practica la sa-ludable costumbre de despegar del mundo y de la realidad. La imaginación y el sueño son barros que se cuecen al calor de la vida, y que suelen ser más irrompibles cuanta más leña real echemos al fuego de aquello que nos rodea.

Paisaje de la pintura. El límite y sus símbolosFernando Castro Flórez

la obra de Montoya, que podría calificarse en cierto sentido como un pensamiento topo-lógico, se resiste a aquel eclipse de la narración de la experiencia que hemos nombra-

do; para él, las cosas aún tiene un aura, nos devuelven la mirada, exigen una travesía que trata de corresponder a esa llamada. Edificar con generosidad ese nuevo territorio supone preparar un umbral intenso a la mirada.

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el paisaje es una escena del pensar en la cual se concreta el proceso de la visión. Es im-portante insistir en que no se trata de un trayecto desde lo real hasta el concepto sino,

al contrario, una encarnación de la imagen, una materialización que es, de suyo, un cuestio-namiento de los procesos perceptivos.

baixeras escribió con sagacidad sobre El caracol de los armaos de Montoya que la cues-tión decisiva es aquella que se encuentra en el inexplicable deseo de pintar. En esa ac-

tividad solitaria se detecta algo sospechoso, una especie de complot silencioso, un corto-circuito con lo real que se considera inadmisible. «¿Por qué resulta tan molesta la figura del pintor encerrado en su estudio ahondando en sus impulsos, analizando sus deseos o gozando su emoción?»

el pintor mismo trabajando en su estudio es un paisaje, un horizonte en el que cons-tituye un sujeto. Desde la estética kantiana parece como si el pensamiento trabajara

por segregar la emoción, el placer, pero ese resto es irreductible, una verdadera forma de investigación. «En el fondo –afirma Baixeras– lo que el pintor desea es autocrearse, crear su historia: hacerla y transferirla.»

el palimpsesto de este pintor, en el que si fuera preciso hacer asociaciones con la his-toria de la pintura habría que hablar inevitablemente de Klee, Francis Picabia o los

dibujos de Lorca, presenta asociaciones de todo tipo, repite la incansable demanda de la infancia para que todo recomience. En cualquier caso, lo que Montoya evoca es una emoción que es huella.

montoya levanta un campo de tensiones en el que hay sorprendentes equilibrios; la su-blimidad de los fondos produce un marco espacial de enorme riqueza, un trabajo

paciente en el que se conservan las huellas extrañas de cierta serenidad, pero junto a ellas accidentes cromáticos controlados, trampas que recrean la emoción, niegan lo azaroso, y multitud de figuras y escenas comunicadas o independientes entre sí.

La ironía como actitud y la emoción como argumento. Aproximación al paisaje inte-rior de Mon MontoyaAntonio Franco

hablemos de artistas] que han tematizado asuntos relacionados con Extremadura, in-corporándolos a su obra. Como ha ocurrido en el caso de Mon Montoya, que es quizá

en quien este fenómeno se ha producido de una manera más espontánea tras el regreso, después de mucho tiempo, al escenario de su infancia.

La más augusta de las ciudades, un libro con dibujos dedicados a Mérida que en 1987 pu-blicó la Editora Regional de Extremadura; la carpeta con cuatro serigrafías sobre el mismo

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tema, Ciudad Augusta; Praetexta, un trabajo que contiene seis grabados sobre el mito de Medea, editado en 1991 con motivo de la XXXVII Edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida, y uno de sus más recientes ciclos pictóricos, Sweet Mérida, dan idea de la conti-nuidad que esta temática tiene en el conjunto de su producción y certifican la importancia que ha tenido en su caso esta vuelta a la ciudad donde nació en 1947; ciudad a la que siem-pre ha permanecido sentimentalmente unido y a la que con frecuencia ha regresado para recuperar de una manera muy emocionada la memoria feliz de sus años iniciales.

por la fecha de su nacimiento, Mon Montoya pertenece a la generación de artistas espa-ñoles nacidos a finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta cuya

trayectoria artística se inicia cuando el franquismo termina. Su obra, y la de otros compa-ñeros de aventura artística (Fernando Sánchez Calderón, Luis Cruz-Hernández y Rafael Baixeras, con los que constituye el grupo Seis y Cuatro), queda en una situación intermedia entre la corriente neofigurativa de los años sesenta y la llamada Nueva Figuración de los ochenta, una tendencia extraordinariamente dispar con la que comparte rasgos generacio-nales y algunos de cuyos postulados genéricos anticipa: renuncia a la instrumentalización política del arte, aceptación de la crisis que afecta a la noción clásica de la vanguardia y, muy particularmente, vuelta a la práctica de una pintura de raíces puramente subjetivas.

Él mismo se reconoce, en ese sentido, como un miembro más de la que denomina Ge-neración Puente, a la que pertenecería un grupo muy heterogéneo de artistas que, como es su caso, habiendo anticipado de alguna manera lo que llegó a su plenitud en la década de los ochenta, vieron parcialmente frustradas sus expectativas de un rápido éxito y optaron por trabajar al margen, discretamente apartados de estrategias y modas dominantes.

Algunos textos de referencia, su selección para participar en 1979 y 1980 en las Biena-les de Sao Paulo y París, su participación en colectivas como Línea, Espacio y Expresión en la Pintura Española Actual y Spanish Art Tomorrow, que recorrieron en 1981 Estados Unidos y distintas capitales iberoamericanas, ponen efectivamente de manifiesto cómo a la altura de aquellos años Mon Montoya pasaba por un momento decisivo en su carrera, ocupando en la encrucijada del cambio de década una posición de relativo protagonismo que, sin embargo, no se consolidó y de la que poco a poco fue alejándose.

es posible reconocer en el trabajo de Mon Montoya, aun a riesgo de incurrir en una in-terpretación demasiado esquemática, tres o cuatro etapas bien diferenciadas.

La primera abarcaría desde 1970 a 1980, siendo éste un período en el que el pintor desa-rrolla un proceso de individuación que tiene por objeto la búsqueda de una identidad y un estilo propios. […] La tradición neofigurativa de los años sesenta, como una combinación de técnica automática y voluntad de representación («el cuadro es la expresión plástica de un espacio vital»), mantiene, con carácter general, toda su vigencia en estos primeros trabajos cuya intención inicial no parece, en principio, otra que la de situarnos literalmente dentro de un espacio psíquico, poblado por imágenes que proceden de su mundo interior, y den-tro del cual el material temático generado por automatismo va tomando forma y entidad.

La concepción unitaria del color que deja fluctuar la mirada entre figura y fondo, y la des-materialización de las formas, que se ofrecen transparentes, ayudan a reforzar esa impresión.

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sus cuadros están concebidos como «fábulas pictóricas» pobladas por personajes en-trañables, símbolos propios y mitologías propias, y las distintas series de esta etapa

coinciden en presentar ese peculiar universo figurativo cargado de referencias personales dentro de una atmósfera general de ambientación surrealizante y un general tono evoca-dor que oscila entre el distanciamiento irónico y la más emocionada alusión poética.

así, los objetos en madera elaborados para El caracol de los armaos, o las instalacio-nes realizadas en colaboración con Rafael Baixeras, Historia de un paisaje convencio-

nal y Un paisaje imaginario, presentadas en las bienales de Sao Paulo y París. Trabajos muy novedosos para su tiempo y con los que básicamente se propusieron transferir al objeto tridimensional las metáforas plásticas que configuran su universo plástico, e integrar al espectador en el ambiente entre humorístico y poético creado por la obra.

un país simbólico animado por batracios» es el ciclo que, aunque todavía mantiene una tónica muy similar a la que es característica en trabajos anteriores, abre en el

conjunto de su producción una segunda fase que alcanzaría desde esta serie, y otras como Adentro/Afuera I y II, presentadas en Segovia y Valencia en 1981 y 1982, hasta su exposición en la galería Jorge Kreisler de Madrid el año 1989.

durante la obra de esta etapa Mon Montoya pone un mayor énfasis en la función expre-siva del color y en la gestualidad, que se hace más inmediatamente brusca y directa

como reflejo quizá de la cruda impronta neoexpresionista que durante esos años se impu-so en buena parte de la figuración española. […] El sentido general de su obra se desplaza ahora desde el ámbito de lo personal a contenidos más universales.

permanece […] esa concepción del espacio pictórico comprendido como un espacio proyectivo que debe mediar en la inmediata relación entre lo pensado y lo pintado.

Y precisamente con esa convicción se corresponde la disposición en la base del cuadro de una figura yacente (que no es sino una figura sustitutiva en la que el propio pintor se re-presenta) que actúa como elemento organizador y en torno a la cual se sitúan las restantes, concebidas como formas mentales, o reflejos emocionales del propio sujeto.

Después de Las delicias de un jardín, un ciclo muy extenso en el que trabaja al menos durante un par de años, el trabajo de Mon Montoya pasa entre 1987 y 1990 por una fase de transición en la que el pintor trata de dar una respuesta nueva a las que han sido siem-pre sus preocupaciones centrales: la consecución de una obra propia y la búsqueda de la propia identidad, ensayando distintas vías que le permitan avanzar en la redefinición de su universo plástico y fijar una posición de madurez en relación con la situación de crisis que, durante todo este último cuarto del siglo, viene afectando a la práctica de la pintura. La consecuencia […]: una nueva valoración del espacio pictórico que desde estos años pa-rece abrirse a la idea y a la función existencial de «vacío», y una nueva acepción de la carga irónica del cuadro que, sin renunciar al humor, empieza también a formularse como duda y aceptación de la duda en todo lo que afecta a la práctica del oficio y al sentido de la obra.

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la muerte de su compañero y amigo Rafael Baixeras se corresponde con una etapa bio-gráfica y profesional extraordinariamente creativa, en el transcurso de la cual Mon

Montoya se manifiesta como un pintor definitivamente más reflexivo en su metodología y más contenido en el modo de interpretar las experiencias que incorpora.

De hecho, Cada distancia tiene su silencio introduce en su pintura un acento de gravedad del que hasta ahora carecía.

la inicial relación fondo-figura de sus primeros cuadros adopta una articulación más compleja, que sigue el modelo iconográfico del «cuadro dentro del cuadro» y contra-

pone ahora el fragmento a la totalidad: el espacio de fondo a las instantáneas en las que, a partir de pequeñas construcciones geométricas y garabatos (gribouillages) pseudo-infan-tiles, el pintor despliega una capacidad casi aforística para trasladar a la tela un estado de ánimo o un episodio de mediación sentimental.

una obra que, en lo que se refiere a sus referencias matrices o a sus fuentes de ins-piración, ha sido relacionada en numerosas ocasiones con tres nombres […] a los

que el propio pintor hace explícita alusión en algunos de sus cuadros más significativos: Lorca, con quien se relaciona por su esencial capacidad poética, próxima en ocasiones a la ambientación popularista; Miró, por su empeño en buscar, dentro de ese universo poé-tico, una creciente y cada vez más radical simplificación; y, ya en el contexto general de la tradición artística contemporánea, Paul Klee, que fue quizá el primero en describir «el territorio primordial de la improvisación psíquica». Un territorio que es por el que Mon Montoya transita; en el que las normas percibidas del mundo exterior coinciden con las de la fantasía y en el que los esbozos o intuiciones formales aprehendidos como improvisa-ción se precipitan también como ajustados conceptos.

Huella en ManhattanRamón Mayrata

lo que propone Mon Montoya es un camino de huellas, un hilo que invita a recorrer con la mirada el cuadro y fluye por los lechos cenagosos de las primeras impresiones,

de las intuiciones originarias, de las conmociones inconscientes y de la memoria percibi-da como íntimo misterio. Recuerda para descubrir que el recuerdo es pregunta. ¿Qué otro sentido tienen las huellas dejadas por los hombres a su paso en el tiempo? ¿O esa vehe-mencia, igualmente atávica, para apropiarse y reproducir el mundo más impenetrable que convierte la pincelada en una marca al fuego?

En los cuadros de Mon Montoya la huella es la memoria que regresa a lo orgánico. La pro-pia vida y su representación esquematizada en signos, topografías, personajes icónicos, ob-jetos, los pigmentos dorados y platas incorporados recientemente, son restituidas mediante fibras, filamentos, estructuras vegetales y brillos minerales a las formas de la vida orgánica.

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Son huellas en la roca sin roca, sobre fondos que aguardan la incisión como roca, soporte fí-sico, naturaleza de texturas y colores sutiles como musgo en la piedra, que provocan una po-tente sensación de realidad sobre la que trazar, con la contundencia de un grafitti, esa pecu-liar caligrafía con la que Mon Montoya expresa el bullicio, el ir y venir de sus pensamientos.

¿Recuerdas? La huella es el lugar donde un jirón de nuestra interioridad se deja absor-ber. Sucede desde Altamira y se prolonga a través de una tradición que, en el siglo veinte, se reconoce en el art brut. Montoya rescata la espontaneidad de los dibujos infantiles, la capa-cidad de reacción de las pintadas en los muros, de todo aquello que transcribe de manera inmediata la experiencia personal. Una actitud que le aproxima a Dubuffet. Los pictogra-mas que crea, aunque simbólicos, poseen la materialidad de un reflejo de luna en el barro. Comparecen una y otra vez en sus obras desde hace años, encelados en un sedimento de pintura que evidencia su gusto informalista por la materia pictórica en sí misma.

Desenvoltura de lo imaginado, deseos que danzan y dialogan en un cielo vivo, habita-do por signos y personajes compartidos con las visiones de Kandinsky; con las escaleras de Miró que aluden a una escala cósmica, a un espacio imposible; abstracciones de seres humanos y pájaros, con la calidad de la caligrafía o de la escritura del Klee en obras como Flora an Felsen [Flores sobre la roca].

Ora marítimaJesús Mazariegos

mon Montoya viaja en busca del conocimiento por la superficie infinita de los lienzos, camina por los páramos de la mano de Antonio Gamoneda y lee a Rilke en las tardes

elegíacas. Sale al campo y se maravilla con las piedras y los insectos, piensa en las palabras de Bernardo Atxaga: Soy un erizo quieto, como una hoja seca; y recuerda las de Wols, mirando al suelo: Yo no sé lo que soy. Mira esta grieta. Es como uno de mis dibujos. Es algo vivo. Aumenta-rá. Cambiará cada día como una flor.

El artista busca el reflejo de la belleza en cada cara de la realidad, igual que el viajero Eutimenes. Mira a través del cristal de la ventana los azules del Guadarrama y los cobrizos de las últimas hojas de los chopos. Los contempla a través de su propio reflejo y comprende que sólo es posible ver el mundo a través de sí mismo, mientras el mundo le impide per-cibir con claridad su propia imagen. Pronuncia las palabras de Miguel Ángel: Dime si mis ojos ven realmente la belleza por la que suspiro, o si la tengo yo en mi interior y, mire hacia donde mire, veo allí su rostro reflejado. Mon Montoya busca su incierta Ítaca en el horizonte inal-canzable, en los recónditos versos, en las formas, en los colores y en los aviones.

en la década de los setenta, la pintura de Mon Montoya estaba poblada por personajes con formas predominantemente planas y sumarias, con deformidades propias de la

blanda materialidad que corresponde a su onírico origen, fuera éste el sueño sobrevenido, de ojos cerrados, o la ensoñación provocada por la mirada hacia el interior de uno mismo.

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a principios de los ochenta se observaba una afirmación de la individualidad de los motivos sobre el fondo, apoyada por un vivo cromatismo, tan apropiado para subra-

yar la función de catarsis como reveladores son los títulos (Adentro/afuera) alusivos a la purga interior de aquel momento. Parcialmente liberados los demonios, obras como la serie Las delicias de un jardín suponen la recuperación de una mayor ambigüedad espacial, de un carácter más plano y unitario, transparente, o más bien traslúcido, dado el predo-minio de tonos lechosos, más intensos en las figuras que en los fondos.

En La noche que a Pigmalión todo se le tambaleaba la anterior claridad se hace nocturna, con un nocturno azul que conduce hacia la progresiva disolución e indefinición de las formas y al consiguiente acercamiento a la abstracción. Este oscurecimiento cromático, y cuanto de trascendente pueda encerrar la tendencia hacia las formas abstractas y sim-bólicas, coincide con la experiencia de la cercanía de la muerte. [Así también] una menor referencialidad antropomórfica de los signos, hechos ya pura geometría o puro grafismo a partir de El castillo de Marinetti.

Cada distancia tiene su silencio es la expresión de la desolación por la pérdida del mejor amigo, en obras dominadas por la idea de ausencia y de vacío. Sobre glaciares campos de color, cruzan los sutiles hilos de una comunicación imposible. El vacío es atravesado por las inciertas fuerzas del recuerdo como único argumento, como único consuelo.

La difusa diafanidad alcanzada por el espacio pictórico pronto se vestirá con el croma-tismo de los recuerdos soñados de la infancia (Sweet Mérida). […] Así, en el sólido res-guardo del Rincón de un paisaje oblicuo dejará el pintor, como exvotos de sí mismo y memo-ria de lo que ha sido, pequeñas cartas cifradas. [Estas] citas de sí mismo son como marcas del territorio vital, como actas que confirman la existencia.

Las obras de la primera mitad de los noventa parecían apuntar hacia ese límite que la depuración de medios y formas impone, de ese punto al que llegaron Malevitch, Rothko y tantos otros.

[…] La culminación de este proceso de afirmación del fondo como paradójica presencia del vacío, contestado desde las pequeñas citas concebidas como cuadro dentro del cuadro, como fragmentos de la memoria, suponen un enfrentamiento entre lo líquido y visceral, por un lado, y lo lineal y concreto, por otro.

es a finales de esa década cuando, de forma tan imprevisible como natural y coheren-te, Mon Montoya resuelve la inflexión en un giro hacia el interior de sí mismo, en un

encuentro con lo más visceral de su lenguaje, precisamente con los signos caligráficos que en los últimos años habían ido pasando a un segundo plano. […] Allí, sobre la trama del lienzo, dormían las huellas de caricias perdidas, pequeños signos de los gestos del pintor, tallos, filamentos, gérmenes benéficos, protozoos ignorados, apéndices de incierto origen, trazos, comas, tildes, rabillos, letras rotas, símbolos secretos y trazos insignificantes. Al abrigo de las veladuras, al calor de la tibia luz y de las miradas invisibles, fueron germinan-do en la penumbra del estudio y en la memoria oculta del pintor hasta formar un magma sígnico, una escritura líquida.

Caligrafía pictórica, códice hermético […]. El trazo se mece, se dobla, se rompe, se en-gancha al cuello de su vecino y forma signos que recuerdan cosas y que nublan la memoria. A veces hacen mudar el semblante desde el vértigo pasajero hasta el reposo melancólico.

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el alfabeto sígnico de Mon Montoya está formado por infinitos caracteres cuyos códigos lábiles, de ambiguo significado, no transmiten palabras que formen frases sino que

dejan sentir sensaciones y sentimientos; no precisan de la fonética porque se expresan en susurros y jadeos. Transmiten pasiones silenciosas y estados de ánimo, reviven los re-cuerdos y provocan la nostalgia. Unas veces son cartas de amor filial, otras diario íntimo, otras callada conversación con los muertos.

signos y fondo albergan significados que no son descriptivos ni únicos sino subjetivos y ocultos, emociones íntimas cuya naturaleza rara vez depende de la indefinida figura

que el signo pueda sugerir. La relación entre la críptica naturaleza del signo y su posible significado es siempre oscura y problemática y, en consecuencia, rica, compleja e inago-table. Los títulos de los cuadros aportan claves que nunca son totalmente reveladoras. Son títulos procedentes de una vida en intenso y extenso contacto con la poesía, títulos unas veces sugerentes y luminosos, otras desconcertantes y turbadores, nunca neutros ni tibios.

Escritura y paisaje: Mon Montoya, del siglo veinte al siglo veintiunoLuis Javier Moreno

la proporción de cada uno de los elementos en la obra de Mon es, como en la natura-leza, diferente. La tierra (lo que pesa y es sólido) es preterida por el pintor a favor del

aire, de lo etéreo del cosmos-firmamento.

se trata de un asunto de proporciones, pues al igual que el firmamento y su semiótica están presentes en la pintura de Mon, también lo están el reposo del agua, las formas

de las nubes o la centella que atraviesa la serenidad del cosmos, ese cosmos pintado, tan su-gestivo y de originalidad tan profunda que lleva en sí la norma escrita de su génesis y de su desarrollo; por eso, en el sintagma del título de este acercamiento a su pintura, incluí la pa-labra de escritura… Los cuadros de Mon Montoya también son escritura: escritura y paisaje.

desde este segundo sentido es como hemos de considerar, me parece, los paisajes de Mon Montoya: una armónica fusión de elementos espaciales (los mencionados ele-

mentos presocráticos) cuyo referente no es necesariamente un lugar determinado, sino el lugar en sí, el espacio en su acepción más amplia: desde la inmediatez de un bosque o una plaza hasta las inmensidades siderales de las constelaciones cuyo ritmo armónico se rige por la pitagórica música de las esferas.

el código (la Escritura) que Mon traza sobre el lienzo, tan sutil como concienzudamente elaborado en la variada gama de un color, supone su última intervención en la tela; se

trata de los signos de su escritura, realizados con trazos de ancho variable en un color dis-tinto, o de tono diferente al de base primera del cuadro. Los trazos finales son capas tran-

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sitivas de pintura, aplicadas sobre el lienzo, que se alzan por encima del sentido variable de lo pintado y ahondan la sensibilidad, las evocaciones, los recuerdos, los homenajes… Tales trazos, podríamos pensar, son incisiones que rasgan el velo de la inmediatez, araña-zos debidos a un pincel (en ocasiones, según sea su trazo, más perceptible que en otras) que distribuye la materia, aplastándose contra el soporte, zigzagueando libremente por su superficie en trazos amarillos o azules que atraviesan un marrón o un violeta.

la idea de MAPA, apuntada en el poema, es un concepto que encaja bien y expresa la na-turaleza transitiva de los signos del cuadro; mapas de muy diversa naturaleza, el inten-

to de descifrar el código escrito de los cuadros de Mon es un intento tan vano como inne-cesario; tan vano e innecesario como puede ser el intento de tratar de descifrar el código primero (su inicial escritura) de un palimpsesto…

esa entidad de sustrato escrito, de nueva escritura o escritura sobre que son los pa-limpsestos, podría constituir también una metáfora aproximativa a la etapa última

de la pintura de Montoya. Los palimpsestos, esas superficies que estuvieron escritas y se borraron para poder escribir sobre ellas una segunda vez… Soporte que no fue borrado ni raspado suficientemente ni con la debida profundidad como para que (con mayor o menor intensidad) sea rastreable una parte del sentido del primer texto. La idea de doble escritura, una más clara (la última) y otra más oscura (la primera), sumergida en la masa fundante de la pintura de los cuadros a los que estoy refiriéndome, es muy sugestiva; no hablaríamos ya de un único significado sino de dos, con lo que la polisemia plástica de es-tas pinturas se potencia al considerarlas (metafóricamente, insisto) un modo peculiar de palimpsesto que enriquecería al sintagma de mi título: Escritura-Paisaje.

¿Qué significa esa escritura? ¿Existe la manera de leer esos signos? Puede que sí o puede que no, en cualquier caso no creo que la descodificación de ese universo de indicios, de signos o de mensajes sea relevante a la pintura que los ostenta; si existe o no una Piedra Roseta capaz de establecer correspondencias sería un asunto extrapictórico que no debe inquietar al espectador. Esos signos, esas huellas remiten a la pintura que las ostenta…

da la impresión de que el pintor hubiese penetrado, con el asignado papel de un tes-tigo privilegiado, dentro del vertiginoso despertar de las flores, de la respiración

del viento, del susurro de las hojas del bosque, de la melodía de las mareas, del jubiloso canto de las aves, y nos relatase esos fenómenos como uno de los sucesos que han venido conmoviendo a los místicos desde el principio de los tiempos, lo que no quiere decir (eso pretendo al menos) que tales fenómenos se sitúen al margen de lo tangible o se orienten hacia trivialidades esotéricas: la forma, el color y las líneas evidencian unas ideas cons-tructivas bien definidas que, al estar sometidas al primor de la técnica más esmerada y fé-rrea, descartan cualquier elemento de imprecisión al cumplir admirablemente su función descriptiva, que no es (y esto me parece esencial señalarlo) una función periférica, ya que en ningún momento son el coto de nada que no sea su propia representación, el corona-miento material de una superficie terrena muy meticulosamente elaborada, que viene a ser (además de sustrato) algo así como el adjetivo en relación con el nombre.

Nace el 7 de noviembre de 1947 en Mérida, Badajoz. Aunque su familia fija pronto su residencia en Ciudad Real, regresa en varias ocasiones a Mérida para pasar las vacaciones escolares y otras largas temporadas. Cursa los estudios de Bachillerato en el Colegio Nuestra Sra. del Prado (Marianistas) y en el Instituto de En-señanza Media Maestro Juan de Ávila de Ciudad Real, ciudad en la que vive con sus padres hasta los 26 años.

A los quince años comienza a asistir como alumno libre, y simultaneándolas con los últimos cursos de Bachillerato, a las clases de dibujo artístico de la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Ciudad Real. Fue profesor suyo, entre otros, el gran artista clásico manchego Antonio López Torres.

En la Escuela y en el instituto conoce a jóvenes con inquietudes culturales, entre los que se encuentran Alfredo Aguilera Bernárdez, Emilio Ontiveros Baeza y Esteban Núñez de Arenas. Juntos realizarán esceno-grafías e ilustraciones para libros de literatura y poesía y organizarán debates y encuentros poéticos, además de participar en actividades deportivas (con Emilio Ontiveros funda a los 17 años el Club Deportivo Ludus, que llega a ser para ellos una auténtica «escuela de vida»). Participa en concursos juveniles de pintura y dibujo de ámbito provincial y nacional, y junto a Alfredo Aguilera descubre a los maestros del arte contem-poráneo internacional, entonces casi desconocidos en España; por ellos siente de inmediato un vivo interés. Serán Francis Bacon, los artistas pop estadounidenses y británicos, así como ciertos escritores comprometi-dos social y políticamente, los que determinen su vocación artística de manera definitiva.

Terminado el bachillerato, se traslada en 1968 a Madrid para preparar el ingreso en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando. En la Escuela Central de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Madrid inicia estudios de decoración de interiores y asiste asimismo a clases de dibujo en la academia de Eduardo Peña, situada en la Plaza Mayor. Allí entrará en contacto con futuros compañeros de la Escuela de Bellas Artes, entre ellos Rafael Baixeras, Jesús Martínez Labrador y Fuencisla del Amo.

En enero de 1970, y con anterioridad a su ingreso en Bellas Artes, la Dotación de arte Castellblanc de Bar-celona le concede una beca para realizar estudios de artes aplicadas en el Centro scolastico per le industrie artistique de Lugano, donde residirá por un período de seis meses.

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En Lugano conoce a profesores de estética y artistas destacados como Gualtiero Shonemberger, Pietro Salati y Nag Arnoldi, y bajo su tutela asiste en Milán y otras ciudades de Italia y Suiza a exposiciones y actos culturales en los que se respira una libertad impensable por entonces en España. Este periodo resultará decisivo en su formación.

A su regreso a España en junio de ese mismo año ingresa en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, lo que le permite restablecer el contacto con antiguos compañeros como Baixeras y Chus Labra-dor. Con estos amigos, cuya fidelidad perdurará en el tiempo, alquila un piso en la Urbanización Saconia, barrio de las afueras de Madrid, próximo a la Ciudad Universitaria, y donde entonces vivían en su mayor parte estudiantes y gentes de ideología progresista.

En 1971 realiza, junto con los artistas antes mencionados, la primera exposición pública de su obra en la sala Fierro de la institución Fray Bernardino de Sahagún de León, donde el poeta Antonio Gamoneda viene organizando muestras de algunos de los artistas jóvenes españoles más interesantes.

En el último curso de sus estudios en la Escuela de Bellas Artes conoce a la también pintora Eloísa Sanz Aldea.

Terminados sus estudios, realiza el servicio militar en la Policía Territorial del Sahara, en El Aaiún.El 10 de junio de 1974 fallece su madre, María, en Ciudad Real. En diciembre de ese mismo año concluye su servicio militar y regresa a Madrid.Durante su estancia en El Aaiún recibe varias cartas de su amigo Rafael Baixeras en las que le propone

trasladarse a Segovia, donde llevaba algún tiempo viviendo y pintando, para trabajar con él.En 1975 se instala en Segovia, donde comienza a explorar con Baixeras las diversas teorías artísticas que

van dándose a conocer en España a raíz de la muerte del general Franco y la instauración de las libertades democráticas.

Es en la Galería La Casa del Siglo XV de Segovia, que ha sido siempre extraordinariamente receptiva a su obra, donde tiene lugar la primera exposición individual de Montoya. La muestra, que lleva por título Personajes de mi historia, es un primer intento de definir su posición ante el arte tras su etapa de formación escolar y académica.

En 1977 realiza su segunda exposición individual en La Casa del Siglo XV. Con el rótulo elocuente de Per-sonajes de mi historia... y fin, la exposición significa el fin de un largo proceso de búsqueda de un lenguaje propio. Éste se identifica en un principio con las vanguardias españolas, que era necesario recuperar inme-diatamente. La apuesta por el mestizaje y el afán de recuperar el tiempo perdido eran por lo demás rasgos comunes a los artistas españoles de su generación.

El comisario Luis González Robles elige para representar a España en la XIV Bienal de Sao Paulo de Bra-sil un montaje realizado por Montoya y Baixeras que lleva por título Historia de un paisaje convencional. La construcción de este montaje se había llevado a cabo en un colegio situado a las afueras de Segovia y había dado lugar a la redacción de un manifiesto. Tras ser propuesto como candidato para uno de los premios de la Bienal, representará a España en diversas exposiciones colectivas, de manera señalada las celebradas en Latinoamérica y Estados Unidos.

En 1978 inaugura su primera exposición individual en Madrid con el título El caracol de los Armaos. La reinterpretación plástica de algunos sucesos de su infancia le sirve al artista para explorar la dimensión sen-sible de la memoria infantil, y se advierte, lo mismo que en las obras realizadas en colaboración con Baixeras, un planteamiento doble de su trabajo: por un lado, la parte plástica, esto es, la obra elaborada en un soporte convencional (cuadros apenas dibujados y pintados en color blanco sobre el fondo crudo de las telas); por otro lado, la obra –objetos diversos construidos en madera de forma imperfecta y otros elementos-símbolo,

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insectos, batracios, ratoneras, etcétera– que había sido definida ya como sincrética en los trabajos conjuntos anteriores y en el presentado para la XI Bienal de París. Todo ello se inscribía en un ejercicio de diálogo con la memoria individual y de reconstrucción del campo perceptivo de la infancia.

Durante los años 1979-81 volverá a realizar objetos tridimensionales (Historias para oh, Federico, Historias de espadas, escudos y puñales, Bufo-Bufo, Cuatre gats, cuatre cantons, quatre dies, quatre joguines, Bienal), parti-cularmente adecuados para continuar explorando el tema de la recuperación de la memoria, que cobrará una importancia decisiva en su producción de este período. No renuncia, sin embargo, a la pintura, ya que no en vano considera los citados objetos como prolongaciones de ésta en otro espacio.

En la XI Bienal de París, reservada para artistas menores de treinta y cinco años, presenta con su amigo inseparable Rafael Baixeras el montaje titulado Un paisaje imaginario, que guarda estrecha relación ideoló-gica con sus obras anteriores. Sus dos grandes telas (de 200 x 600 cm) son adquiridas por el Estado español para ser alojadas en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. Pertenecientes en la actualidad a los fon-dos del Museo Reina Sofía, han sido respectivamente cedidas de manera temporal al Centro Galego de Arte Contemporánea en Santiago de Compostela y al Teatro Calderón de Valladolid.

En 1981 participa en la exposición itinerante Spanish Art Tomorrow, que viaja por varias ciudades impor-tantes de Estados Unidos, y participa asimismo, junto a otros artistas y compañeros de generación como Fernando Sánchez Calderón, Luis Cruz-Hernández, Óscar García Benedí, Domiciano Fernández, Rafael Baixeras y Fernando Bermejo, en una Bienal celebrada en diversos espacios artísticos de Madrid. Sin el me-nor ánimo competitivo ni comercial, esta muestra quiso reflejar el impulso renovador que vivía entonces el arte español, principalmente en Madrid (Madrid D.F., Los ochenta, etcétera).

En 1989 una fulminante enfermedad acaba con la vida de su amigo Rafael Baixeras. El profundo impacto que le provoca este hecho encuentra un reflejo inmediato en su obra. Así, dedica a su amigo muerto una serie de obras de homenaje con el título Cada distancia tiene su silencio. Obras densas, turbadoras, que se inspiran en el poemario Descripción de la mentira de Antonio Gamoneda, autor a quien Baixeras y Montoya habían conocido tiempo atrás. La serie de grabados titulada Silencio se inscribe en el mismo eje temático.

La desaparición del amigo lleva a Montoya a un replanteamiento general de su trabajo. La melancolía y la tendencia introspectiva se hacen aún más presentes en las obras que realiza, lo que coincide con la construcción de su nuevo estudio en una pequeña localidad próxima a Segovia. Desde este lugar de retiro va afirmándose una nueva actitud, caracterizada por cierto distanciamiento escéptico frente a la vida y a las nuevas corrientes estéticas, y que encuentra su reflejo más cabal en la larga serie de obras titulada El castillo de Marinetti.

Cuestión de verticalidad es el título de su siguiente exposición en Madrid, en la Galería Jorge Kreisler. Mantener la posición vertical aparece aquí como una poderosa metáfora de la vida.

Dado el origen extremeño de Montoya, la Junta de Extremadura decide incorporar al recién creado Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz un importante número de obras suyas, y organiza en Cáceres, Badajoz y Mérida una exposición que recoge las diversas fases de su producción artística desde 1975 hasta 1994.

La obra de 1993 y 1994 exhibida en Extremadura, junto a la serie posterior Opus Lírica, cerrará definiti-vamente un ciclo caracterizado principalmente por los colores opacos y un orden compositivo extremada-mente simple.

El 5 de abril de 1998 clausura en la Galería Fúcares de Almagro la exposición titulada Tardes líquidas (con estas palabras comienza el extenso poema de Luis Javier Moreno dedicado a su obra). El mismo día fallece en Ciudad Real su padre, Federico.

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Las obras realizadas en los meses siguientes, y que la galería La Casa del Siglo xv de Segovia reunirá en la exposición Tardes cárdenas (octubre de 1998), están marcadas por la tristeza y la rabia ante esta nueva pérdi-da. El artista trata de explicarse la muerte de una persona que no dejó nunca de prestarle un apoyo decisivo a lo largo de su carrera.

Nueve años después de su exposición en la galería Kreisler, la galería Almirante de Madrid reúne en el año 2000, bajo el título Uno, una muestra de sus últimas obras. En ellas reafirma su actitud intros-pectiva, instalándose en lo que cabría llamar un «diálogo con las sombras». El color vuelve a facturas de terciopelo. Se sirve del oro como elemento metálico de composiciones complejas, intensas y limpias en su resultado final. Gusta de titular sus obras con fragmentos de los poemas que han ejercido una influencia profunda en él.

En el año 2002, y por mediación del Museo Esteban Vicente de Arte Contemporáneo de Segovia, viaja a los Estados Unidos. En la Fundación Yaddo de Saratoga Springs (estado de Nueva York), el contraste entre su apacible lugar de trabajo y la destrucción de las Torres Gemelas inspira la obra que lleva el título genérico de The Bird House: las casas de los pájaros reemplazan a la ciudad destruida, acogiendo a todos los espíritus aniquilados.

El mismo año realiza la exposición Este lugar, que supone un nuevo intento de definir su espacio artístico. La carta ininterrumpida es el titulo de una exposición retrospectiva que reúne obras realizadas durante el período 1998-2004 y que recorrerá las ciudades más importantes de Castilla y León.

En 2006, la exposición La gran capea, dedicada a su único hermano, Federico, que había fallecido en Petra (Jordania) unos meses antes y con el que acostumbraba a asistir a las corridas de toros, sirve a Montoya para introducir el tema de la tauromaquia como metáfora de la lucha entre la vida y la muerte. En él encuentra también un medio para describir ciertos rasgos de la idiosincrasia española que acaso confieren un carácter singular a nuestro arte. Series como La gran capea nacional, una de cuyas obras es adquirida ese mismo año por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, o La caída, metáfora del fracaso son buenos exponentes de esta nueva orientación en su trabajo. Se establece en ellas un juego de luces y tinieblas que construye y destruye el espacio del cuadro. Éste se transforma así en escenario sacrificial sobre el que se representa la caída-fracaso del toreo. Las escenas a las que asistimos corresponden a un fascinante ritual atávico en el que se entabla un diálogo entre la fuerza y la gracia, entre el poderío y la destreza.

El recuerdo del hermano fallecido es también el motivo principal de las exposiciones Calle Ciruela (nom-bre popular de la calle de Ciudad Real donde los hermanos pasaron su infancia) y Noche, celebrada en 2008. Calle Ciruela muestra por vez primera en Ciudad Real una selección de su obra reciente.

Durante todo el año 2007 y parte del 2008 realiza varias series de obras de evidente contenido dramático. En ellas reinterpreta sin descanso algunos temas, como el Descenso y la Piedad, ya tratados por los maes-tros clásicos, modernos y actuales. Se propone captar el silencio de un paisaje idealizado en el momento del descenso de la Cruz; continúa buscando el punto de vista que le permita abrirse a lo eterno y de este modo explicarse las heridas recientes.

Su trabajo actual intenta recobrar cierto optimismo e ironía. Estampas, lecturas y observaciones varias, dibujos y reflexiones suscitados por los viajes a otros continentes y el conocimiento de otras civilizaciones son el punto de partida de sus series más recientes, entre las que destacan Paraíso, Paraíso para contentos y El árbol del rescate, realizadas en 2008 y 2009.

Vive y trabaja actualmente en Palazuelos de Eresma, pequeña localidad de la provincia de Segovia.Ha participado activamente en numerosas exposiciones colectivas y eventos artísticos organizados en

Extremadura, Castilla la Mancha y Castilla y León, y representado a España en exposiciones individuales y

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colectivas celebradas en diferentes países del mundo. Ha realizado, asimismo, numerosas ediciones de obra gráfica e ilustraciones para revistas de poesía y libros de autor.

No hay duda de que nos hallamos ante una obra intensamente personal en el contexto del arte español de las últimas décadas; Mon Montoya ha logrado con el tiempo imponer una mirada insobornablemente libre y suya frente a la tan traída y llevada retórica de la globalización artística.

Exposiciones individuales

1971 Sala Provincia, León1973 Galería Mancha, Ciudad Real1975 Personajes de mi historia, Galería La Casa del siglo XV, Segovia1977 Personajes de mi historia y… fin, Galería La Casa del Siglo XV, Segovia1978 El caracol de los armaos, Galería PROPAC, Madrid1980 Historias en amarillo, Galería Fúcares, Almagro1982 Adentro/Afuera I, Galería La Casa del Siglo XV, Segovia Adentro/Afuera II, Galería Val i 30, Valencia1983 Arco’83, Galería Jorge Kreisler, Madrid1984 Las Delicias de un Jardín, Galería Sen, Madrid; Galería Fúcares, Almagro; Galería Laguada, Granada1986 Crizis, Galería Gruporzan, A Coruña1987 Espacio A ua Crag, Aranda de Duero1989 Galería Jorge Kreisler, Madrid; Galería Trazos Tres, Santander; Galería Evelio Gayubo, Valladolid1991 El Castillo de Marinetti, Galería La Casa del Siglo XV, Segovia1992 Cuestión Verticalidad, Galería Jorge Kreisler, Madrid Praetexta, Centro de Exposiciones San Jorge, Cáceres1994 Mon Montoya, Exposición monográfica Asamblea de Extremadura, Mérida Centro de Exposiciones de San Jorge, Cáceres1995 Sala de Exposiciones de la Consejería de Cultura, Badajoz1997 Opus lírica, Galería Trazos Tres, Santander

exposiciones

56 exposiciones

1998 Tardes Líquidas, Galería Fúcares, Almagro Tardes Cárdenas, Galería La Casa del Siglo XV, Segovia1999 Tarde, Galería María Llanos, Cáceres2000 Uno, Galería Almirante, Madrid Uno, Galería Trindade, Oporto (Portugal)2001 Un lugar en mí, Espacio Caja Burgos, Burgos2002 The Bird House, Open Studio en The Corporation of YADDO, Saratoga Springs (EE UU) Mon Montoya, Salas de Exposiciones de Caja de Extremadura, Plasencia y Cáceres Este Lugar, Galería Almirante, Madrid2003 Mon Montoya, Galería Teresa Cuadrado, Valladolid2004 Paréntesis, Galería Ángeles Baños, Badajoz

La carta ininterrumpida2005 , Museo Zuloaga, Iglesia de San Juan de los Caballeros; Museo de Burgos, Burgos; Museo de Zamora, Zamora; Casa de las Conchas, Salamanca; Monasterio de Santa Ana, Ávi-la; Palacio de la Audiencia, Soria; Centro Cultural San Agustín, Burgo de Osma (Soria); Palacio de Avellaneda, Peñaranda de Duero (Burgos); Sala Lucio Muñoz, Delegación Territorial, León

2006 La gran capea, Galería Almirante, Madrid La carta ininterrumpida, Iglesia del Monasterio de Nuestra Señora de Prado, Valladolid Obra sobre papel, Galería Juan Manuel Lumbreras, Bilbao Calle Ciruela, Galería Aleph, Ciudad Real2008 Noche. Últimas Obras, Galería Ángeles Baños, Badajoz2009 Paraíso para contentos, Sala Goya. Círculo de Bellas Artes. Madrid

Exposiciones colectivas (selección)

1966 Uno, dos, tres y cuatro, Casa de Cultura, Ciudad Real1968 Cuatro Artistas, Sala Escolma, A Coruña1971 Il Pittore nella Piazza, Lugano (Suiza) Siete Jóvenes Artistas, Escuela Superior de Bellas Artes, Madrid1974 Baixeras y Mon Montoya, Galería Vinuesa, Soria1975 Homenaje a Rafael Alberti, Galería Dau al Set, Barcelona1977 Historia de un paisaje convencional. Baixeras y Mon Montoya, XIV Bienal Internacional de Arte, Pabe-

llón Armando Arruda Pereira, Sao Paulo (Brasil) Pintura contemporánea de España, Casa de las Américas, La Habana (Cuba)1978 Quatre Gats, quatre cantons, quatre dies y quatre joguines, Galería Quatre Gats, Palma de Mallorca Pintura contemporánea de España, Fundación Calouste Gulbelkian, Lisboa (Portugal) Arte actual en Segovia, Salas de Exposiciones de la Caja de Ahorros de Navarra, Pamplona Artistas en Segovia, Exposición conmemorativa del XV aniversario de La Casa del Siglo XV, Galería La

Casa del Siglo XV, Segovia1979 Marzo’79 (Artistas Españoles en la XIV Bienal de Sao Paulo), Galería Grife y Escoda, Madrid Seis y cuatro, Galería Kreisler Dos, Madrid Obra gráfica de artistas contemporáneos, Colectivo de Escultores y Pintores Palmo, Málaga1980 XI Bienal de París. Un Paisaje imaginario. Baixeras y Mon Montoya, Musée d’Art Moderne de la Ville y

Centre Georges Pompidou, París (Francia)

exposiciones 57

Granots Mallorca, Galería Quatre Gats, Palma de Mallorca Siete Serigrafías, presentación de la edición de obra gráfica, Galería Quatre Gats, Palma de Mallorca,

y Galería La Casa del Siglo XV, Segovia1981 Línea, espacio y expresión en la pintura española actual, Palacio del Concejo Deliberante, Buenos Ai-

res (Argentina); Museo Nacional de Bellas Artes, Río de Janeiro (Brasil); Fundación Cultural D.F., Brasilia (Brasil); Instituto de Artes, Porto Alegre (Brasil); Universidad Federal, Río Grande do Sul (Brasil); Galería de Arte Moderno, Santo Domingo (República Dominicana); Museo Universitario de Ciencias y Arte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Spanish Art Tomorrow, Corcoran Gallery, Washington (EE UU); Metropolitan Museum, Miami (EE UU); Bayfront Plaza Auditorium, Corpus Christi (EE UU); University of St Thomas, Houston (EE UU); Bronx Museum of Art, Nueva York (EE UU)

Bienal, Centro Cultural de la Villa, Madrid; LOCAL. Centro de Diseño, Madrid; Galería Montenegro, Madrid; Museo Municipal de Bellas Artes, Santander

1982 Recuperación del Dibujo, Montevideo, Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Santiago de Chile, Bogotá y Caracas

Selección de Nuevas Adquisiciones, Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid1983 XX Aniversario de La Casa del Siglo XV, Galería La Casa del Siglo XV, Segovia II Festival de la Pintura, Sevilla Acrochage/ 83, Galería Fúcares, Almagro Arco´83, Galería Kreisler Dos, Madrid Segovia 83, Centro Cultural Canónigos y Centro Cultural Cronista Herrera, San Ildefonso y Cuellar1984 Otra pintura de Castilla-La Mancha, exposición itinerante por Castilla La Mancha Castilla La Mancha, sus raíces y su cultura, Palacio de Velázquez, Madrid, y Castilla La Mancha Desde el papel, Homenaje a Fernando Zobel, Galería Fúcares, Almagro IV Bienal de Oviedo, Oviedo Galerías de Arte Japón Art. Ashi Art, Tokio, Osaka y Kobe (Japón) 1986 Nueva Imagen (Siete Pintores Extremeños), Palacio de la Conventual Santiaguista, Mérida1987 Adquisiciones de la Junta de Extremadura, Colegio de Arquitectos, Badajoz, Sala El Brocense, Cáceres Premio Constitución, Sala de la Consejería de Cultura, Mérida1988 Verano en Prim, Galería Jorge Kreisler, Madrid1990 Obra gráfica Internacional, Galería Jorge Kreisler, Madrid1991 Fondos de la Galería Evelio Gayubo, Sala de Exposiciones de la Casa de Cultura, Zamora En la Frontera, Espacio-Escrito, Sala Tecla, Espacio Cultural, L´Hospitalet Praetexta, XXXVII Festival Internacional de Teatro, Teatro Romano, Mérida1992 X Festivales de Navarra, Museo de Navarra, Pamplona Art-Extremadura, Pabellón de Extremadura, Exposición Universal de 1992, Sevilla Praetexta, Palacio de Montezuma, Cáceres 2 Generaciones, 6 Artistas, Galería Arroyazo, Don Benito1993 Cartuja’93, Pabellón de Extremadura, Sevilla1995 A la Pintura: Pintores Españoles de los años 80 y 90 en la Colección Argentaria, Palau de la Virreina, Bar-

celona; Museo de Bellas Artes, Bilbao; Museo de La Pasión, Valladolid; Sala de Exposiciones de Santa Inés, Sevilla; Sala Municipal de Exposiciones Lonja del Pescado, Alicante; Casal Solleric, Palma de Mallorca; Claustro de Exposiciones del Palacio Provincial, Cádiz

V Bienal de Pamplona, Parque de la Ciudadela, Pamplona

58 exposiciones

IV Premio Iberdrola UEX, Salas de Exposiciones de La Consejería de Cultura de la Junta de Extremadu-ra, Badajoz

1996 Alem da agua, Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo. (MEIAC), Badajoz Segovia 1900. Último tercio de siglo. Artistas afincados, Casa de los Picos, Segovia1997 Pintores extremeños contra el racismo, WOMAD, Palacio de San Jorge, Cáceres1998 Segovia 1900. La actualidad, Palacio de la Alhóndiga, Segovia II Trienal de arte gráfico. La estampa contemporánea, Palacio Revillagigedo, Gijón

Desde Extremadura1999 , Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), BadajozObras de Arte del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en el Teatro Calderón2000 , Museo de la Pasión, Valladolid

Memoria y Modernidad. Arte y Artistas del Siglo XX en Castilla La Mancha, Centro Cultural San Mar-cos, Toledo; Museo López Villaseñor, Ciudad Real; Centro Cultural Conde Duque, Madrid; Palacio del Infantado, Guadalajara; Sala de Exposiciones Santa Inés, Sevilla; Lonja del Pescado, Alicante; Museo de Albacete

2001 Arco 2001, Galería Almirante, Madrid La noche. Imágenes de la noche en el arte español actual, 1981- 2001, Museo de Arte Contemporáneo

Esteban Vicente, Segovia XXIII Salón de Otoño de Plasencia (Arte Iberoamericano), Salas de Exposiciones de Caja Extremadura,

Plasencia y otras ciudades extremeñas 62 Exposición Nacional de Artes Plásticas de Valdepeñas, Museo Municipal de Artes Plásticas, Valde-

peñas2002 3ª Bienal de Artes Plásticas Rafael Botí, Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí, Córdoba 63 Exposición Nacional de Artes Plásticas de Valdepeñas, Museo Municipal de Artes Plásticas, Valde-

peñas2003 Arco 2003, Galería Almirante, Madrid XII Premio Iberdrola-UEX, Complejo Cultural San Francisco, Cáceres 21 Artistas Extremeños, exposición conmemorativa del XX Aniversario del Estatuto de Autonomía de

Extremadura, Patio de la Asamblea de Extremadura, Mérida Foro Sur, Galería Ángeles Baños, Centro Cultural San Jorge, Cáceres Encuentros. Artistas en Castilla La Mancha, Museo de Santa Cruz, Toledo XV Premio Nacional Adaja de Pintura, Palacio de los Serranos, Ávila 64 Exposición Nacional de Artes Plásticas de Valdepeñas, Museo Municipal de Artes Plásticas, Valdepeñas Arte Santander, Galería Almirante, Madrid Sevilla. Arte actual, Galería Almirante, Madrid2004 Claustro abierto, Galería Claustro, Segovia Zona Maco, México Arte Contemporáneo, Pabellón Expo-Reforma, México D.F. (México) El Siglo XX en La Casa del Siglo XV, Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, Segovia Territorios de silencios. La colección (3), Centro de Arte Caja de Burgos, Burgos

Arte en Democracia.2005 Artistas Extremeños en el Parlamento de Cantabria Naturalezas del presente, Museo Wolf Vostell, Malpartida de Cáceres 2007 Referentes. Arte español contemporáneo en los museos y colecciones de Castilla- La Mancha, Antiguo

Convento de la Merced, Ciudad Real Secuencias 76/06. Arte Contemporáneo en las colecciones publicas de Extremadura, MEIAC, Badajoz2008 Für Zimmer, Galeria 21, Braunschweig (Alemania)

exposiciones 59

Museos y colecciones públicas

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, MadridMuseo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, BadajozCentro de Arte Caja Burgos C.A.B., BurgosMuseo de Navarra, PamplonaMuseo de Bellas Artes, SantanderMuseo Provincial de Bellas Artes, Ciudad RealMuseo Municipal de Artes Plásticas, ValdepeñasMuseo Archivo Histórico Municipal «Elisa Cendrero», Ciudad RealCasa-Museo Pedralba-2000, Pedralba (Valencia)Museo de Arte, Torrelaguna (Madrid) Colección Universidad de Extremadura, CáceresColección Asamblea de Extremadura, MéridaColección Argentaría, MadridColección de la Consejería de Cultura, Junta de Extremadura, MéridaColección de Arte Contemporáneo de la Junta de Comunidades de Castilla-La ManchaColección Diputación Provincial de SegoviaColección Ayuntamiento de Ciudad RealColección Ayuntamiento de PuertollanoColección Caja Segovia, SegoviaColección Caja Badajoz, BadajozColección Analistas Financieros Internacionales, MadridColección Consejería de Educación y Cultura, Junta de Castilla y León, ValladolidColección Caja de Extremadura, Plasencia Colección Caja de Ávila, Ávila

Premios y becas

Bolsa de estudios en el extranjero Dotación de arte Castellblanc, Centro Scolastico per le Industrie Artistique, Lugano (Suiza)

Beca del Ministerio de Cultura para la creación de nuevas formas expresivas, Madrid, 1981Pámpana de Oro, XLV Exposición Nacional de Artes Plásticas, Valdepeñas, 1984Pámpana de Oro, LI Exposición Nacional de Artes Plásticas, Valdepeñas, 1990Adquisición de obra, X Festivales de Navarra, Pamplona, 1992Premio-Adquisición, IV Premio Iberdrola-UEX, Badajoz, 1995Premio Godofredo Ortega Muñoz, XXIII Salón de Otoño de Pintura de Plasencia (Iberoamericano), Plasencia,

2001Premio- Adquisición. XI Premio Iberdrola-UEX, Cáceres, 2002Resident Yaddo Harriet y Esteban Vicente. The Corporation of Yaddo. Saratoga Springs (EE UU), 2002Finalista XV Premio Nacional de Pintura Adaja. Adquisición de obra, Ávila, 2003

o b r a

Historia de un paisaje convencional, 1978

Madera y objetos diversos. Medidas variablesEn colaboración con Rafael Baixeras

Bufo-Bufo, 1980

Madera y objetos de goma. Medidas variables

Como un arco, se tensa el deseo, 1999

Técnica mixta sobre tela. 130 x 195 cmColección privada

Quieto como un erizo, como una hoja seca, 1999

Técnica mixta sobre tela. 50 x 200 cmColección del artista

Es esbelta la sombra, 1999

Técnica mixta sobre tela. 50 x 61 cmCentro Difusor del Arte Cardenal Cisneros, S.L

Gemido verde, 1999

Técnica mixta sobre tela. 180 x 200 cmColección de Arte Contemporáneo de la Junta de Castilla y León

Luz segura, 1999

Técnica mixta sobre lienzo. 51 x 60 cmColección del artista

Es esbelta la sombra, es inmenso el abismo, 1999

Técnica mixta sobre lienzo. 180 x 200 cmColección del artista

Ambigüedad en mi recuerdo, 1999-2000

Técnica mixta sobre tela. 195 x 225 cmColección privada (Segovia)

Rocas blancas en campos azules, 2000

Técnica mixta sobre tela. 33 x 41 cmColección privada (Oporto)

Amplitud del aire, 2000

Técnica mixta sobre tela. 80 x 100 cmColección privada (Madrid)

5 de abril en Times Square, 2000

Técnica mixta sobre tela. 114 x 146 cmColección privada (Alicante)

Dolors 4, 2000

Acuarela, gouache y grafito sobre papel. 150 x 100 cmColección privada (León)

Las líneas de la vida entre dos noches, 2000

Técnica mixta sobre lienzo. 130 x 162 cmColección privada (Madrid)

Los dragones del río Li, 2001

Técnica mixta sobre lienzo. 200 x 300 cmColección Caja de Burgos. CAB

Moran en la onda, 2001

Técnica mixta sobre lienzo. 130 x 162 cmColección privada (Valladolid)

Un lugar en mí, 2001

Acuarela, témpera y grafito sobre papel. 124 x 245 cmColección privada (Segovia)

Biografía lila de las lilas, 2001

Técnica mixta sobre tela. 180 x 200 cmColección Casa de Ávila

Artista hecho un lío y su perro ladrando a la luna bajo un supuesto retrato de Picasso, 2002

Técnica mixta sobre tela. 81 x 100 cmColección privada (Badajoz)

El jardín secreto, 2003

Técnica mixta sobre tela. 200 x 300 cmColección privada (Madrid)

Negro azabache y plata, 2003

Técnica mixta sobre tela. 195 x 195 cmColección de Arte Contemporáneo de la Junta de Castilla y León

Sin título, 2004

Técnica mixta sobre papel. 17,5 x 41,5 cmColección privada

Tauromaquia, 2004

Técnica mixta sobre papel. 70,5 x 100 cmColección privada (Badajoz)

Sin título, 2004

Técnica mixta sobre papel. 20,5 x 81,5 cmColección privada (Madrid)

El último pintor romántico I, 2004

Técnica mixta sobre cartón. 30 x 28,5 cmColección privada (Ciudad Real)

El último pintor romántico II, 2004

Técnica mixta sobre cartón. 25,5 x 25 cmColección privada

El jardín del olvido, 2004

Técnica mixta sobre cartón. 24,5 x 58 cmColección privada (Madrid)

Paréntesis, 2004

Técnica mixta sobre papel. 36 x 51 cmColección privada

Jardín oro, 2004

Técnica mixta sobre papel. 23 x 48 cmColección privada

Paréntesis 2, 2004

Técnica mixta sobre papel. 36 x 51 cmColección privada

El jardín rojo, 2004

Técnica mixta sobre tela. 180 x 200 cmColección privada (Madrid)

Espacio esencial para la representación de la locura, 2004

Técnica mixta sobre tela. 200 x 300 cmColección privada (Valencia)

La caída (metáfora del fracaso) A, 2004

Técnica mixta sobre papel. 130 x 161 cmColección privada (Bilbao)

Jardín de olvido lleno de flores, 2004

Técnica mixta sobre tela. 200 x 300 cmColección del artista

La gran capea nacional, 2004

Técnica mixta sobre papel. 200 x 200 cmMuseo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

La caída (metáfora del fracaso), nº 8. Síntesis prolongada, 2005

Técnica mixta sobre tela. 200 x 200 cmColección privada (Ciudad Real)

La caída (metáfora del fracaso), Síntesis prolongada, 2005

Técnica mixta sobre papel. 100 x 100 cmColección privada (Ciudad Real)

La caída (metáfora del fracaso), nº 29, 2005

Técnica mixta sobre papel. 100 x 100 cmColección privada (Madrid)

Del Sol y la Tierra, nº 4, 2007

Técnica mixta sobre tela. 200 x 300 cmColección del artista

Paraíso de cenizas, nº 11, 2008

Técnica mixta sobre papel. 100 x 100 cmColección del artista

Paraíso de cenizas, nº 10, 2008

Técnica mixta sobre papel. 100 x 100 cmColección del artista

El árbol del rescate, 2009

Técnica mixta sobre papel. 100 x 100 cmColección del artista

Criptogramas. Las pinturas de Mon Montoya jaime G. lavaGne 13

La precisión de la ceniza miGuel copón 21

archivo montoya 33

semblanza 49

exposiciones 55

obra 61

índice