Psicologia de La Tipografia

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PSICOLOGIA DE LA TIPOGRAFIA La indiferencia de los lectores Editores, publicitarios y maquetistas no deben imaginarse que el público se interesa por sus impresos. Tienen demasiada tendencia a pensar que el lector se va a lanzar a sus publicaciones so pretexto de que lo que publican es importante...; de que tienen buen precio...; de que unos caracteres así de gordos se leerán...; de que se ha hecho todo lo posible para que sea atractivo; etc. En realidad, hay tanto que leer, tanto que ver, tanto que oír y que hacer -al menos en los países industrializados-, que la mayor parte de la gente renuncia a seguir. Prácticamente, hay que forzarlos a leer o, al menos, llevarlos a ello por persuasión. A menudo son vagamente desconfiados. No hace falta demasiado para que se desentiendan de ello si no encuentran inmediatamente algo que les interese. Leen por rutina: el periódico, el semanario, un informe, un documento, el libro del mes, etc. Y todo ello porque hay que estar al corriente; saber de qué se trata...; poder hablar de ello...; leerlo, porque, si no, es tirar el dinero...; leerlo, porque nunca se sabe...; a lo mejor las mismas insulseces..., pero...; etcétera. Desde luego, hay obligaciones más serias, como: «Debo conocer esto para pasar el examen, porque, si no, dirán que no he hecho todo lo posible». Seguramente no son muchas las personas irresistiblemente atraídas por la lectura. Los que viven al margen o que están excluidos de la comunidad, los que buscan relajarse, quizá estos estén dispuestos a leer cualquier cosa para ocuparse en algo. Los apasionados de su oficio, los que quieren seguir el movimiento de las ideas, la evolución de las artes, de las ciencias, de la religión, de la vida social, etc.; también los que tienen necesidad de reflexión o de sensaciones; todos estos se lanzarán ávidamente sobre lo que, aparentemente, promete satisfacerlos. Pero, a los ojos de la mayoría, los impresos son aburridos y hasta repelentes. Los menos cultivados hasta se asustan. Particularmente, porque todos estos impresos no hacen más

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PSICOLOGIA DE LA TIPOGRAFIA

La indiferencia de los lectores

Editores, publicitarios y maquetistas no deben imaginarse que el público se interesa por sus impresos. Tienen demasiada tendencia a pensar que el lector se va a lanzar a sus publicaciones so pretexto

de que lo que publican es importante...; de que tienen buen precio...; de que unos caracteres así de gordos se leerán...; de que se ha hecho todo lo posible para que sea atractivo;

etc.

En realidad, hay tanto que leer, tanto que ver, tanto que oír y que hacer -al menos en los países industrializados-, que la mayor parte de la gente renuncia a seguir. Prácticamente, hay que forzarlos a leer o, al menos, llevarlos a ello por persuasión.

A menudo son vagamente desconfiados. No hace falta demasiado para que se desentiendan de ello si no encuentran inmediatamente algo que les interese. Leen por rutina: el periódico, el semanario, un informe, un documento, el libro del mes, etc. Y todo ello porque hay que

estar al corriente; saber de qué se trata...; poder hablar de ello...; leerlo, porque, si no, es tirar el dinero...; leerlo, porque nunca se sabe...; a lo mejor las mismas

insulseces..., pero...; etcétera.

Desde luego, hay obligaciones más serias, como: «Debo conocer esto para pasar el examen, porque, si no, dirán que no he hecho todo lo posible».

Seguramente no son muchas las personas irresistiblemente atraídas por la lectura. Los que viven al margen o que están excluidos de la comunidad, los que buscan relajarse, quizá estos estén dispuestos a leer cualquier cosa para ocuparse en algo. Los apasionados de su oficio, los que quieren seguir el movimiento de las ideas, la evolución de las artes, de las ciencias, de la religión, de la vida social, etc.; también los que tienen necesidad de reflexión o de sensaciones; todos estos se lanzarán ávidamente sobre lo que, aparentemente, promete satisfacerlos. Pero, a los ojos de la mayoría, los impresos son aburridos y hasta repelentes. Los menos cultivados hasta se asustan. Particularmente, porque todos estos impresos no hacen más que reavivar su sentimiento de inferioridad. Invocarán la primera excusa que se presente para dejar de leer... y hasta para negarse a comenzar.

La imprenta es una forma de comunicación social. En este sentido, el mensaje de un emisor llega a una muchedumbre de receptores que son individualmente distintos y sujetos a incesantes cambios de

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humor. Nadie puede saber cómo estarán dispuestos cuando reciban un impreso dado. ¿Cómo, entonces, encontrar una presentación susceptible de seducir al mayor número posible de personas? Presentado desde este ángulo, el problema puede parecer insoluble a primera vista. Hay, sin embargo, elementos de solución.

En cinco siglos, los impresores no han dejado de encontrar, por eliminación, varios formatos de libro propios para dar satisfacción a la mayoría, en diversos muestreos de sus lectores-objetivo. Asimismo, en el curso del siglo pasado, supieron sacar las conclusiones más favorables para diversos tipos de revistas, diarios, publicidades, catálogos, etc. Y los lectores se han habituado a estos modelos tipográficos. Desde los años de la infancia hasta la ancianidad han asimilado todos los géneros: antiguo, moderno, contemporáneo y de vanguardia. Precisamente porque el lector es bastante más pasivo de lo que suponen los editores y los publicitarios (y sus maquetistas) más optimistas, es influible por estos formatos estándar, a pasar de su hostilidad, de su rechazo y de su impaciencia. A veces se mostrará vacilante sin estar mal dispuesto. A veces, hasta estará bien dispuesto. Pero apasionado (!), pocas veces.

Lo familiar y lo inesperado

Cierto que estos modelos estándar no corresponden siempre exactamente a las necesidades de este o del otro texto en particular. Y menos aún a lo que tal o cual lector puede entender de él en el momento preciso de ponerse a leerlo. Y no es que estos modelos sean demasiado rígidos; al contrario. En cierta manera, son una media de todas las soluciones en uso en las diferentes categorías de impresos. Consisten, más bien, en vagas convenciones que necesariamente se adaptan a cada caso en particular. De hecho, todos los impresos son variantes de un mismo esquema de base. Así, para el libro (o la revista de moda, el informe de fin de año, el tríptico turístico), el maquetista se atendrá al esquema general de la época, esforzándose por introducir en él un toque personal, que hará reconocer su libro entre los otros del mismo género, y que podrá atraer a la categoría de lectores buscada.

¿Cómo reaccionará el lector? Todo depende de la medida en que el impreso corresponda a sus criterios, a exigencias personales y pretensiones en la materia. Lo haya buscado o lo haya recibido sin pedirlo; lo haya valorado a la primera ojeada, antes incluso de comenzar a leerlo, o no haya comenzado a mirarlo hasta después de haber comenzado a leerlo, le ha tomado las medidas: ¿está conforme, o no?

Desde luego, esta norma es subjetiva. Y compromete toda la personalidad del lector en su relación con el impreso en cuestión. Esta comparación raramente es un examen consciente de los pros y los contras. Lo más a menudo, será una vaga impresión, favorable o desfavorable. No necesariamente una alegría o una decepción. Y menos aún un gusto o un disgusto pronunciados.

Solo la gente que se interesa por las artes visuales, y que tienen el hábito de analizar sus reacciones ante las cualidades estéticas de los objetos, llegarán a formarse una opinión. Y también, desde luego, los especialistas de artes y oficios gráficos, de librería, publicidad, embalaje y acondicionamiento. Pero el hombre de la calle no tiene la

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menor idea de lo que siente a la vista de un impreso.

Lo cual no quiere decir que la presentación de un impreso no afecte en absoluto a la actitud del lector. Ni mucho menos. Es la presentación la que le determina a tomar y leer, junto con la idea que se hace del contenido (como en el caso de un texto difícil pero obligatorio, el periódico del día con sus gruesos titulares de siempre, o la última novela aparecida de su autor preferido...). A leer con interés, con indiferencia o con repulsión. A continuar leyendo, incluso si ello le exige un esfuerzo. O, al contrario, a no leer en absoluto.

Contenido y presentación

Pueden ir en el mismo sentido o contradecirse:

contenido + + - -presentación + - + -

+ ? ? -

Una tipografía desagradable puede alejar a un lector, incluso si el contenido le interesa. Una tipografía grata puede compensar un prejuicio desfavorable con respecto al contenido.Queda por ver si estos efectos persisten en el curso de la lectura tras la reacción inicial. La elegancia de la presentación puede hacer olvidar una legibilidad dudosa. Una compaginación trivial puede esconder una excelente legibilidad. Una buena tipografía no podría mantener un interés que el texto ha dejado de estimular. Y así sucesivamente. Por lo demás, el interés del texto no es una constante. Lo que gusta al principio puede dejar de agradar en el curso de la lectura. Todo esto explica cómo la opinión de un lector, relativa a la calidad tipográfica de un impreso, puede contradecir su rendimiento en materia de rapidez de lectura, como, por ejemplo, se ha producido más de una vez en laboratorio.

Los esquemas corrientes dejan cierto margen al maquetista: menos, en ciertas categorías (novelas, revistas científicas, etc.); más, en otras (publicidad), pero siempre lo suficiente para situarse en un punto entre lo tradicional y la vanguardia. Cuanto más puede el maquetista contar con el interés del lector, más puede atenerse a una presentación clásica y a una calidad técnica media. y cuanto más aleatorio es el contenido a los ojos del lector (por razón de la competencia, de la presencia de publicidad molesta y aun desagradable), más deberá el maquetista excitar y mantener el interés del lector, alejándose de senderos trillados y por una calidad técnica superior. Mas, al hacer esto, corre el riesgo de desagradar a los que no aprecian la originalidad. Pero es la única oportunidad que tiene de provocar la atención de sus lectores. Hay compaginaciones que no se pueden abandonar a ningún precio. Son la garantía de una calidad y de una dignidad que ciertos lectores aprecian: las tarjetas de invitación, los anuncios, invitaciones de boda de la burguesía y la compaginación severa de excelentes periódicos, como Le Monde, el Times de Londres, el Neue Zürcher y el Frankfurter Allgemeine Zeitung, que muestra a las claras que nada se hace para responder a los apetitos de sensacionalismo de la masa. Al contrario, el rechazo de las fórmulas tradicionales revela una apertura al cambio y el abandono de los valores establecidos.

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Una tipografía primitiva puede revelar la sencillez comercial del mercadillo.

Si se contemplan los impresos en su conjunto, hay que convenir que la influencia de la tipografía en las actitudes del lector es limitada. El contenido desempeña un cometido importante, y, en la mayoría de los casos, es decisivo. Sin embargo, en ciertas circunstancias, la tipografía puede ser determinante para el rendimiento del lector. Este es influido por varios elementos que vamos a examinar brevemente.

Están primero los elementos tipográficos que constituyen la apariencia exterior. Luego vienen la personalidad y la disposición de espíritu en que se encuentra el lector en el momento en que el impreso cae bajo sus ojos: ellas determinan una actitud inicial y una actitud final.

Sin olvidar, hay que recordado, la diferencia entre el efecto producido a la primera ojeada y el que produce la lectura propiamente dicha.

Los elementos tipográficos

En primer lugar, el carácter. En su forma impresa, hay que distinguir varios aspectos: el estilo, el cuerpo, la medida, el espaciado, el interlineado, la calidad de impresión, el color y los márgenes.

El diseñador de caracteres impone a las letras del alfabeto las características esenciales que corresponden a su gusto y a la función propuesta. Lo que equivale a decir que estas formas están determinadas, en parte, por el razonamiento, el cálculo, la experimentación y el auxilio de criterios objetivos (cuestión de técnica); y, en parte, por la inspiración, la expresión de una sensibilidad personal (cuestión de creatividad). .

Consciente o inconscientemente, la creatividad, buena o mala, de estos diseños afectará al lector. En esto, un carácter tipográfico no se diferencia en nada de las otras producciones artísticas o industriales: cafetera, silla, automóvil. Salvo en que no es manipulado, sino solamente mirado. Además, está compuesto de simples trazos, que en sí no son más que variaciones de un tema conocido, apenas modificado: las formas convencionales del alfabeto. Lo que acusa las diferencias y facilita la composición. Una cafetera, una silla, un automóvil son entidades distintas, netamente diversificadas, muy diferentes por el volumen, peso, color y dimensiones. Sus líneas se pierden en el conjunto de las formas tridimensionales y cambian según el punto de vista del observador. Pero los caracteres son minúsculos dibujos, negro sobre fondo blanco, casi abstractos, siempre a la misma distancia de lectura, y que sirven para expresar las actitudes y disposiciones más diversas, desde la precisión más minuciosa y más fríamente cerebral, hasta la indolencia más voluptuosa, sin olvidar el fondo de desesperanza.

Esta cualidad expresiva del diseño de caracteres tiende a poner al lector en disposiciones análogas. Puede aceptarla o defenderse de ella, pero, necesariamente, tendrá que reaccionar. Esta reacción puede aprovechada el maquetista para crear una actitud favorable

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hacia un texto dado. Escoge un carácter cuya atmósfera corresponde a la del texto o producto anunciado. .

Esta cuestión de «atmósfera» de los caracteres ha sido estudiada frecuentemente por los psicólogos. Está probado que los lectores son sensibles a una mayor o menor correspondencia entre un estilo de carácter y un estilo de texto dado. Por supuesto, hace falta mucha destreza para sacar partido de ese aspecto de los caracteres. Es inútil, por ejemplo, hacer las relaciones más molestas aún de lo que ya son, haciendo componer los textos en caracteres que los lectores asocian mentalmente a relaciones molestas. Y también inútil utilizar sistemáticamente, para todos los productos de belleza, caracteres de fuerte atmósfera de perfume.

Esta calidad de «atmósfera» puede ser analizada según criterios comparables a los que aplican los grafólogos para definir la personalidad de un escribiente; si bien una escritura manuscrita es notablemente más espontánea y, por consiguiente, mucho más expresiva que un dibujo tan estilizado como el de un alfabeto tipográfico.

Cada alfabeto supone un tipo de papel, un entintado (fuerte o ligero), un espaciado, un interlineado, una medida y una escala de cuerpos determinados para ponerlo netamente de relieve. El arte del maquetista consiste en captar estas particularidades y sacar de cada carácter todo lo que puede dar. El carácter le deja, sin embargo, cierto margen. Jugando hábilmente con las variables que acabamos de enumerar, puede subrayar ciertas peculiaridades y atenuar otras, puede hacerlo parecer más expresivo o más neutro, más vibrante o más sosegado, más indeterminado y discreto o más firme y agresivo.

Por desgracia, con demasiada frecuencia, los tipógrafos utilizan los caracteres como si se tratase de un material neutro. Los manipulan sin tener en cuenta en absoluto su estilo propio, y se contentan con hacer entrar cierto número de palabras o de pulsaciones en un espacio determinado. Sin embargo, cuando un tipógrafo comprende bien un texto y conoce su público, sabe cómo quiere hacerle reaccionar ante este texto, y, si es maestro en su arte, puede llegar «a este acuerdo perfecto entre el contenido y la forma visual», que es la definición dada por Bror Zachrisson de lo que él llama la congenialidad. La palabra está bien escogida para designar lo que experimenta el lector cuando la composición le parece corresponder exactamente a lo que debe. Nada puede ponerle en una disposición más favorable a la lectura. Se aúnan entonces belleza y eficiencia. Como el impreso es hermoso, se lee sin problema. Como corresponde perfectamente a su objeto, es un placer para los ojos.

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Cada carácter tiene verdaderamente su expresión propia. Se puede

utilizar para abundar en el sentido del texto o también para obtener un

efecto de contraste irónico o humorístico. En todo caso conviene respetado. (Composición del taller

Les Fils de Victor Michel)

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Lo que espera el lector

«Corresponder a lo que se debe» implica que el lector tenga como referencia una norma. Esta norma es, ante todo, una imagen que tiene en su cabeza, relativa a la apariencia de otras novelas, de otros periódicos, de otros prospectos, etc. A sus ojos, un nuevo impreso se parece o no a otros impresos de la misma categoría. Ya esto puede bastar para definir su actitud. Si acepta la manera de estar generalmente presentados estos impresos, espera que todo nuevo impreso del mismo género sea conforme al tipo: una novela tiene que tener aire de novela. Pero también puede reaccionar porque esté harto de ver «siempre lo mismo», y siempre espera encontrar algo que rompa. Ciertos lectores (y a veces sólo para ciertas categorías de impresos) tienen necesidad de seguridad, y desean que la presentación conveniente y habitual sea respetada. Otros esperan siempre que alguien venga a romper un molde que a sus ojos no es más que una vieja rutina.

Un lector puede tener una idea definida en cuanto a la presentación de un texto dado. Necesita su Rabelais, su Molière, su Rimbaud, su informe económico o su menú de tal y tal manera, y toda la cuestión está en saber si lo que se le propone se conforma a ello o no.

Un lector puede también tener una idea precisa sobre la naturaleza del impreso que puede obtener por un precio determinado, en un género determinado o de una reputación determinada (ante tal editor, tal maquetista o tal agencia, etc.), de tal época. Y sus exigencias se acomodan a ello. Naturalmente, esta escala de valores varía según los conocimientos que el lector pueda tener en las diversas ramas de la tipografía. El formato, el volumen, el peso, la gracia, el brillo y los colores tienen efectos muy diferentes según la gente. Y aun para una misma persona, a juzgar por estos criterios, una misma realización será interpretada diferentemente según las circunstancias. Se acepta sin pestañear leer los caracteres desgalichados y mal espaciados de un montón de hojas mecanografiadas y fotocopiadas en un soporte miserable, si se trata de un informe interno, porque se sabe que no hay que esperar nada mejor en tal tipo de cosas. Pero ni hablar de hacernos comprar y leer una novela así compuesta e impresa. ¡Que no traten de provocar nuestro entusiasmo y de hacernos comprar un coche nuevo con la simple presentación de un catálogo! Un estilo de redacción y de ilustración tolerable en un periódico, parecería increíble y detestable en un semanario ilustrado. Entre dos tapas de encuadernación en cuero, haría el efecto de una injuria.

A la inversa, una buena tipografía puede exasperar al pobre estudiante que apenas puede comprar los libros básicos que solo le servirán temporalmente. Igual ocurre en los impresos de lujo destinados a vender cruceros o bien productos farmacéuticos: el destinatario se pregunta, seguramente, si todo ese dinero gastado en publicidad y en embalaje no estaría mejor utilizado en hacer los cruceros y las píldoras menos costosos. En ciertas circunstancias, la buena calidad puede ser un lujo reprensible. Un cuerpo grande de carácter y un buen papel, que hacen el gozo del lector cuando estima que vienen a propósito, entorpecerán su lectura si los considera inapropiados.

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Conclusión

Todo lo que precede hace suponer que, en tipografía, las mejores intenciones chocan con un muro de indiferencia por parte del público. En el mejor de los casos, no encontrarían ninguna resistencia. Es verdad. Así es, al menos en cierta medida. Y, en el fondo, mejor. La vida sería insoportable si hubiera que reaccionar a todo lo que los tipógrafos, artistas, periodistas, políticos y profesores quieren hacernos tragar. Nuestro caparazón de escepticismo, indiferencia o pasividad es una de las manifestaciones del instinto de conservación.

Pero vivir es exponerse a los fenómenos naturales y a la acción de nuestros contemporáneos, con todos los riesgos que ello comporta. Es elevarse por encima de las contingencias, y tender hacia una mayor cordura y riqueza interior, hacia un ideal. Los puntos débiles podemos protegerlos con una armadura. Pero para ver, oír, hablar y movemos, nos son necesarias esas aberturas que nos hacen vulnerables. Como todas las otras actividades humanas, la tipografía implica una oposición incesante entre armas ofensivas, cada vez más contundentes, y unas armaduras cada vez más resistentes. En unos tiempos y lugares se equilibra; en otros, la victoria es del agresor o del agredido.

De momento, estamos en el corazón de una situación comparable a la de la tipografía hace cien años. Se comprende mal hoy cómo la gente de los años setenta del siglo pasado podía aguantar esas largas empanadas de tiesas didonas, en libros y periódicos, y esos revoltijos de caracteres de fantasía, totalmente ilegibles, en la publicidad. Simplemente, porque estaban hechos a ello, y porque creían que era inevitable.

Hoy, la gente acepta sin rechistar verse, a la vez, inundados de textos compuestos en lineales casi ilegibles y mal compuestas, y aporreados a golpe de publicidad totalmente monótona y sin refinamiento alguno. La tipografía educada, refinada y civilizada de los años veinte y treinta pasa hoy por débil, blandengue y completamente asocial, por razón incluso de su inteligencia y de su gusto.

Si se admite que la tipografía, en su mayor parte, es el hecho de gente de oficio, cuidadosa de responder a lo esencial de la demanda, hay que admitir también que la situación actual de la tipografía no es el producto de una incompetencia generalizada, sino el resultado ineluctable:

de las condiciones económicas de la fabricación de caracteres, de los impresos y de la edición;

de la naturaleza actual de los textos que hay que difundir por vía de impresos, sean literarios, científicos, políticos, comerciales, etc.;

de la receptividad del público hacia los impresos, en las condiciones mundiales actuales y de la competencia de otros medios de comunicación social;

de la confusión dominante en todas las artes, que se traduce por la imposibilidad de formar grafistas según criterios de belleza y de eficacia claramente definidos.

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De donde se sigue que, en cada caso particular, el tipógrafo tiene que elegir: o bien se adapta a la tendencia actual, y manipula incansablemente masas compactas de lineales o de times combinadas con enormes fotos de colores chillones, lo cual da, aparentemente, plena satisfacción a un público atiborrado de una alimentación política y comercial, indefinible y machacado de eslóganes tan contradictorios que ya ni los escucha, un público, en una palabra que en nada se preocupa de vanas sutilezas; o bien se dirá: ¡Paciencia! Toda política de masas, a pesar de su acompañamiento de estadísticas y previsiones presupuestarias, olvida las diferencias entre las individualidades (subestima la importancia de las minorías) y apunta al nivel más bajo. Esto, necesariamente, debe provocar una reacción en favor de aspiraciones descuidadas, de miras más altas, ajustadas al nivel más elevado, razonable y sensible de la masa. Lo que conllevará, inevitablemente, la vuelta a una tipografía diversificada, aunque cuidadosa de preservar unos esquemas universalmente razonables y aceptados.

WILHEM OVINK

Diccionario de la edición y de las artes gráficasFundación Germán Sánchez Ruipérez

Ediciones PirámideMadrid, 1990