Quien haga respirar al niño

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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Quien haga respirar

al niño

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Tal era la satisfacción que Triny experimentaba cuando veía ensancharse el tórax de su hijo, que casi podía sentir como si la más renovadora brisa de montaña penetrara en sus propios pulmones y los rejuveneciera. A menudo, cuando su hijo concluía la espiración y mantenía quieto su pecho durante un instante, ella retenía su respiración también hasta constatar que su hijo empezaba la inspiración. Entonces sí, inspiraba tranquila. Tranquila, al menos, hasta la siguiente apnea del muchacho.

Bronconeumonoséqué infecciosa, o fibrosa, o lo que fuere. No, infecciosa no, inflamatoria. Eso es. Algo un poco peor que el asma. Sólo un poco

más… cómo decirlo… Sí, era mucho peor que el asma. El asma no te deja inconsciente. No hay que hacer algo para que el pecho del

asmático se infle y se vuelva a desinflar. Aún en las peores crisis, eso lo hace solo. Por lo general, sólo hay que hacer que eso, el inflarse, sirva para algo, para llenar de oxígeno la sangre; y por eso le dan un broncodilatador.

Los que tienen la enfermedad de Tomy caen en un letargo profundo. Demasiado profundo. Y, en un ataque de esos, deben ser conectados de inmediato a la bomba que ahora custodiaba al pequeño. Y lo mantenía con vida y con expectativas bastante aceptables de que en algún momento dentro de los próximos cuatro días vuelva a despertarse.

Una máscara de oxígeno convencional le garantizaba a Tomy un buen aprovisionamiento de ese gas. De la máscara, sujeta a su rostro por un cordón elástico que pasaba por detrás de su cabeza, salía un tubo plástico bastante largo, que en su otro extremo estaba conectado a un gran cilindro metálico de algo más de unos cuatro pies.

Tomy tenía bajo la piel y por debajo de su clavícula derecha, un pequeño tambor con un parche de silicona en su cara más cercana a la superficie donde, cuando como ahora, era necesario, se podía introducir una aguja. La aguja iba seguida de una larga y delgada manguera de plástico transparente hasta llegar a un triángulo con una llave reguladora que permitía el paso a la manguerilla de uno, dos o ambos líquidos que provenían de otras tantas manguerillas que llegaban al triángulo provenientes de la bomba. La bomba de infusión estaba dentro de una caja metálica de color celeste plomizo que tenía en su parte superior una serie de relojitos que indicaban la cantidad de cada droga en reserva, la abundancia con que salía de la bomba hacia las manguerillas, la presión del oxígeno, la hora oficial y la saturación del oxígeno en la sangre, gracias a un cablecito que salía de la caja y se sujetaba en el dedo pulgar de la mano derecha de Tomy.

En este momento, la manijilla de la llave reguladora indicaba A-B. Ambos líquidos llegaban a la manguerilla que iba a la clavícula del niño de cuatro años y de allí rápidamente a su torrente sanguíneo.

Uno de los líquidos, el A, mantenía activo el sistema nervioso central de Tomy, lo suficiente como para que no fuera necesario recurrir a la respiración mecánica asistida.

El otro líquido, el B, era un broncodilatador común, de esos que los asmáticos se llevan a la boca y aspiran al tiempo que aprietan el vaporizador, y luego llevan una vida bastante normal, lo que Tomy no podría, claro, durante uno, dos, tres o quizás cuatro días después de caer en ese letargo. O sea que el líquido B no traía mayores problemas.

Pero había un problema con el líquido A.

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No habían podido fabricar una ampolla lo bastante comprimida como para abastecer al paciente durante un tiempo prolongado. Digamos, unas cuantas horas. Cada treinta minutos sonaba un beep y se encendía una luz roja; entonces era necesario oprimir el botón que abría un pequeño compartimiento en la cara frontal de la caja celeste plomizo, colocar una ampolla nueva de droga A y retirar la vacía. Por las noches, la ciencia se había apiadado de las personas que, como la mamá de Tomy, debían cuidar a estos pacientes, y ya había fabricado una combinación especial que duraba siete horas. Pero era importante para el sistema nervioso central del paciente, luego de ese descanso, volver a la droga A diurna.

La actual crisis por la que atravesaba Tomy no había llegado a su primera noche, y ya le oprimía el pecho de angustia a su madre, quien nunca hubiera querido tener que presenciarla. Por eso vivía cada respiración del muchachito como si velándola pudiera asegurar que fuese profunda, refrescante, plena… Sobre todo porque, aunque se negaba a recordarlo, había un problema: desde el último letargo, un par de meses atrás, había olvidado abastecerse de nuevas ampollas de droga A diurna. Le quedaban suficientes de A nocturna. Pero pasadas las siete horas de la primera, no tendría para iniciar el día siguiente. En otras palabras, Tomy tenía asegurada su respiración hasta mañana a eso de las seis, siete u ocho de la mañana, según la hora a la que le fuese administrada la droga A nocturna.

Había que ir a la droguería de la ciudad antes de que anochezca. Y cuando es invierno y nieva como está nevando, anochece mucho, mucho más temprano.

Habida cuenta de que Tomy y su madre no vivían siquiera en un pueblo, sino en un caserío bastante alejado y en medio de la montaña, la situación se reducía a dos opciones: o pedía ayuda o su hijo se moría. Así de sencillo.

Sencillo, al menos, si omitimos el detalle de que sólo a John podía pedirle ayuda. ¿Y si lo intentaba sola? ¿Y si se probaba una vez más que ella sola podía? ¿Si dejaba

al niño solo, conducía por el camino nevado los veinticinco kilómetros que la separaban de la droguería, conseguía el medicamento y llegaba justo a tiempo para oprimir el botón de la maldita bomba infusora? ¡Qué triunfal y sonriente se vería!

Claro, si llegaba a tiempo. De lo contrario, Tomy se las vería muy mal sin un dedo, sin un amoroso y compasivo dedo que apretara el botón de la bomba.

Ella tenía celular. En la droguería no habían sabido dar ese gran paso tecnológico. Y podría llamar a alguien de la ciudad para que pasara por la droguería, pero cuando nevaba la ciudad se quedaba sin servicio telefónico y ella no había sido lo bastante precavida para hacerse del número de celular de nadie de la ciudad.

El padre de Tomy también tenía celular. Y por supuesto que iría; se trataba de Tomy. El padre de Tomy… o John. John, John… ¡No puedo pedirle ayuda a John! El timbre sonó exactamente dos minutos después que el agua caliente empezara a

caer sobre el vello de su pecho, produciendo el efecto de hacerlo parecer más oscuro aún de lo que era y convirtiéndolo en gruesos rasgos de algún antiguo lenguaje. Desde que había salido de la cárcel se había tomado la costumbre de dejar al agua caliente

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hacer sobre su cuerpo, unos diez minutos, antes de empezar, lentamente, a enjabonarse. Se paraba de frente a la lluvia con la cabeza echada hacia atrás de modo que el agua le golpeara el cuello y desde allí resbalara, convenciéndose con ese lujo extraordinario que sí, que era cierto, que ya no estaba en la cárcel. Que estaba en el confort de su cabaña en las montañas, donde comía mal y salteado, donde sus sábanas olían a sudor acumulado, a mugre y a soledad, donde nadie lo obligaba a limpiar si no quería; y donde se llenaba los pulmones de aire cuando abría la puerta porque no había enfrente ningún paredón, y al sol, cuando quería y cuando no nevaba, lo veía tanto salir como ponerse.

¡Ta-tun! John escuchó, con el cuerpo mojado y los ojos cerrados. En la cárcel siempre se bañaba con la lluvia de agua fría sobre sus espaldas. No era

un simple hábito, ni lo que quizás haga al menos un ochenta por ciento de las personas que se duchan. Era la forma de evitar, o de intentar evitar, el trato que recibían los acusados de abusar de menores. Sí, la espalda contra la pared desde donde caía el agua fría. Poder adivinar la intención de cualquiera que quisiera sentirse mejor persona que él porque sólo era un homicida, o un asaltante a mano armada. Él no, él estaba acusado de algo peor, qué duda cabe. Él era el peor entre los peores. Él santificaba a todos los demás, él redimía a todos los demás. Todo el que lo escupiera estaba renunciando a caer tan bajo como él, y podía cargar bastante más tranquilo incluso unas cuantas vidas en su haber. Él, John, era tan peor que los que no eran tan peores sino simplemente peores podían escandalizarse de tener que tratarlo, y podían hacer cosas para dejar de hacerlo, oh sí, para que, por ejemplo, John decidiera arrojarse desde la terraza del penal, como George, o se tomara un bidón de desinfectante, como Nicholas, o se golpeara la cabeza contra las piedras hasta morir, como el otro Nicholas.

El agua caliente, y sobre el pecho. John, viejo, ya estás fuera, tranquilo, ya estás fuera.

¡Ta-tun! ¡Ta-tun! ¡Ta-tun! En la cárcel John había aprendido a maldecir. No que no conociera palabrotas, sino

que había aprendido a usarlas todo el tiempo, en toda ocasión, transformando todo acontecimiento en una masa uniforme carente de sensaciones distintivas y cuyo estímulo se reducía a una única respuesta.

¡Ta-tun! ¡Ta-tun! ¡TA-TUN! ¡TA-TUN, TA-TUN! ¡¡¡TA-TUN!!! John decidió ejercitar lo que había aprendido. - Mierda, hijo de una grandísima y revolcada puta. Te voy a meter el timbre adentro

del jodido culo. Tomó la toalla que había dejado sobre el lavabo y se secó la cara. Se recordó que lo

primero es asustar a quien sea. - ¡Ya voy a abrir la puta puerta! –bramó, y le pareció que había sonado bien. Quien

fuera, podía estar seguro de verse en problemas por haber importunado su baño. Y en todo caso, cualquiera que hubiese ido a quejarse por algo, más vale que pediría disculpas y se marcharía.

A su exhibición de fuerza hubiera agregado su desnudez, pero su paso por la cárcel le había obligado al pudor, y sin pensarlo se ató la toalla a la cintura. Ya no quería que nadie le viera el cuerpo. Su cuerpo ahora era sólo de él.

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Tomó el pomo de la puerta tratando de golpearla al hacerlo, y la abrió con violencia. - ¿Qué…? Frente a él, tiritando de frío, con el pelo cargado de nieve, dando pequeños e inútiles

saltitos de un pie a otro y tratando de abrigarse con un igualmente inútil abrazo a sí misma, había una mujer. Bella, sobre todo bella. O le pareció bella porque era una mujer en la puerta de su casa.

La mujer se quedó quieta al verlo. Y él mudo, pensando que estaría bueno cambiar la sesión de puñetes prevista por una buena sesión de sexo. No estaba seguro en todo caso de disfrutarla. Pero si por sexo lo habían encerrado estaría bueno tener sexo, para que aprendieran. No era un niño, era una mujer; pero había que conformarse, ¿verdad Johnny?

- Necesito ayuda, señor John. John sonrió. Era evidente que ni ella se creía lo de “señor”. - No sé si la ayuda que esperas es la que quisiera darte, nena. Pero hoy es mi día

libre. Fue a cerrar la puerta pero el pie de ella se lo impidió. El hombre, que ya no sonreía,

volvió a abrir unos centímetros. - Usted sabe que todos sabemos, John –le dijo Triny. Quizás una buena acción

mejore su imagen en el pueblo y… - Suponiendo que me importe mi imagen en este jodido pueblo –interrumpió John. Triny sintió que hacía una hora que había salido de al lado de la cama de Tomy y de

la jodida bomba que la reclamaba cada media hora. - ¡Maldito hijo de puta! –gritó de pronto arrojándose contra el hombre y tomándolo

del cuello-. ¡Vas a ir a la ciudad a buscar un medicamento para mi hijo, o juro que te mataré!

- Dan muchos años por homicidio –repuso John con aplomo: se había visto en circunstancias peores, y se había acostumbrado a la idea de que la vida de nadie, ni la de él ni la de alguien que necesitara un remedio, valía demasiado después de todo-. No te gustaría la experiencia de la cárcel, nena –le guiñó un ojo-. No creo que sea ahí donde te guste que te lo hagan, ¿o sí?

Triny torció la boca con una mueca de asco y desprecio. Las dos cosas le crisparon las manos, que se separaron del cuello de John, y entonces John, torciendo la boca en una sonrisa cargada de sorna, giró sobre sus talones y se dirigió a un bargueño medianamente conservado, de donde se sirvió medio vaso de whisky que se sentó a disfrutar despreocupadamente en el sillón; sin mucho cuidado, además, de que se viera o no por debajo de su toalla.

- Déjame ver si comprendo –dijo luego de un par de sorbos que bebió con la mirada puesta sobre la mujer-: tú necesitas un medicamento para tu hijo, ¿verdad? –hizo una pausa y bebió otro sorbo con la boca muy abierta aguardando la reacción de la mujer. Triny no movió un sólo músculo.

- Y necesitas alguien que vaya a la ciudad a buscártelo mientras tú cuidas de tu hijito, ¿verdad?

Volvió a beber. Esta vez Triny, lentamente, asintió con la cabeza y la mirada fija en la del hombre.

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- Sí –logró decir-, cuidarlo significa cambiar un frasco en un aparato cada media hora.

Tal vez el discurso de John estuviera significando que iba a aceptar brindarle la ayuda que ella había ido a pedirle.

- Mi propuesta es esta, nena –prosiguió John-: tú te vas a buscar tu remedio, y yo me quedo a cuidar al muchachito.

- Puedes pudrirte, aquí o en la cárcel donde te hicieron mujercita, hijo de puta, pero no sueñes con acercarte a mi hijo.

John se encendió un cigarrillo y le dio una larga calada. - ¿Cuánto dijiste que pasa entre una y otra vez que le arreglas el frasco al aparato? –

preguntó mientras exhalaba el humo. - ¡Treinta minutos! –escupió Triny. - No pasaron menos de veinte desde que saliste a pedirme ayuda, nena. Triny abrió unos enormes ojos de espanto, miró su reloj de pulsera y salió

despavorida de la cabaña sin cuidarse de cerrar la puerta…