REFLEXIÓN INICIAL

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Un Dios desconcertante

La insondable parábola del padre que perdona siem-pre, desvela, entre otras cosas, una idea desconcer-tante de Dios: un Dios que ama y perdona sin condicio-nes, no necesitando para el perdón ni siquiera nuestro arrepentimiento porque le basta con nuestra necesi-dad. El amor del Padre funciona así: se conmueve con nuestra necesidad; ése es su argumento definitivo. No mira tanto la moralidad cuanto la necesidad.

1. Un perdón condicionado, escaso, difícil

Esas son, con frecuencia, las notas del perdón social, y más en estos momentos en que hablar de perdón es algo ajeno a lo “políticamente correcto”. Nuestra sociedad (y hasta la misma Iglesia) pone muchas con-diciones para el perdón, la mayor de las cuáles es el arrepentimiento. Por eso, muchas instancias sociales caen fuera de esos filtros. Es además, un perdón esca-so, dado con el cuentagotas de unas leyes que no están hechas para el perdón, sino, justamente al contrario, para la condena. A veces también es un perdón difícil, de acceso complicado. Frente a esta situación social del sistema, no se puede menos de admirar a perso-nas que siguen perdonando sin poner condiciones, que abren incansablemente la mano aunque se las hiera, que abrazan sin pedir nada a cambio.

2. La desmesura del perdón

La actitud del hijo que se va de la casa no sólo es re-probable por cortar con la familia, sino también por su volver “tramposo”, ya que en realidad vuelve por hambre, no por arrepentimiento; si no pasara por una situación de hambre radical no habría parábola. El pa-dre podría haberlo recibido con reticencias, “como a un jornalero”, pero lo recibe como a un hijo en la des-mesura del perdón (anillo, que le devuelve el antiguo estatus social y económico; vestido, que le renueva el rango anterior; banquete que celebra su integración; música que entiende la vuelta como una fiesta).

Eso muestra el perfil de un Dios desconcertante que ama y perdona sin condiciones, no necesitando nues-tra bondad para derramar su perdón. El hijo mayor tampoco ha entendido los mecanismos de la generosi-dad y la acogida.

3. Dios “desconcierta”.

Para muchas personas religiosas resulta desconcertan-te el perfil de un Dios que ama y perdona sin condicio-nes. Quieren que Dios ponga condiciones (ellos las po-nen en su nombre, y bien duras a veces). Pero desvelar ese perdón generoso es una manera de ir entrando en el secreto del Dios de Jesús. Gracias a Él sabemos que

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el corazón del padre está hecho para perdonar. Que ese “desconcierto” llene de gozo al creyente que aspi-ra a una nueva vivencia de la realidad de Dios.

4. Fuera condenas

Jn 12,47 dice taxativamente que Jesús “no ha venido para condenar al mundo, sino para salvar al mundo”. Si así es Jesús, así también ha de ser el Padre. La con-dena ha de estar ausente de los planteamientos de vida del cristiano por la simple razón de que también lo estuvo en el caso de Jesús. Nunca salieron de sus labios las palabras amargas del juicio que condena; palabras duras, sí, pero no de condena definitiva. Su corazón, lleno de compasión, iba por otros derroteros. Estas son las certezas que dan aliento al creyente y que lo empujan, hoy mismo, a un perdón generoso y sin condiciones.

5. Tiempo de perdón

No son buenos tiempos para el perdón, ni personal ni social. Pero el seguidor/a habría de hacer de él una certeza de su fe: perdonar es uno de los rostros de la adhesión a Jesús. Es preciso mejorar y profundizar nuestra vivencia de Dios en la dirección del padre que perdona siempre, porque ama con un amor infinito y absolutamente incondicional. Y si esto nos “escanda-liza”, es señal de que todavía no hemos entendido el mensaje de Jesús…

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MONICIÓN INICIAL

A: La enseñanza de Jesús es desconcertante. Lo ver-daderamente decisivo para entrar en la fiesta final es saber reconocer nuestras equivocaciones, creer en el amor de un Padre y, en consecuencia, saber amar y perdonar a los hermanos.

Y ésta es la tragedia del hermano mayor. Todo lo hace bien. No se aleja de casa. Sabe cumplir todas las ór-denes de su padre. Pero no sabe amar. No es capaz de entender el amor de su padre. No puede comprender y amar al hermano. Se incapacita a sí mismo para cele-brar una fiesta fraterna.

Una persona puede adentrarse por caminos de pecado, sentir la esclavitud del mal, vivir la experiencia del vacío, y descubrir de nuevo la necesidad de una vida nueva, distinta y mejor, siempre posible por el per-dón gratuito de Dios. Y, aunque parezca paradójico, se puede vivir una vida rutinaria de práctica y observan-cia religiosa, sin verdadera fe en Dios Padre y sin amor fraternal a los hermanos.

Una cosa es clara. Sólo entrará en la fiesta final quien comprenda que Dios es Padre de todos y sepa acoger, comprender y perdonar a sus hermanos. Ese es el men-saje de Jesús.

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ACTO PENITENCIAL

A: «Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: ‘Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nun-ca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!’».

Al comenzar nuestra celebración, y a la luz de estas palabras de Jesús en el Evangelio, nos abrimos al per-dón y la misericordia de Dios…

C: Porque nos cuesta mucho entender y asumir que tu amor, además de ser infinito, es absolutamente incon-dicional, y no depende de supuestos méritos… Señor, ten piedad.

R: Señor, ten piedad.

C: Porque con frecuencia nos resistimos a aceptar que el perdón es una dimensión fundamental del segui-miento… Cristo, ten piedad.

R: Cristo, ten piedad.

C: Porque muchas veces nos creemos buenos y mejores que los demás, y nos sentimos con derecho a juzgar y condenar a nuestros hermanos… Señor, ten piedad.

R: Señor, ten piedad.

C: Danos tu perdón, Padre bueno, y acrecienta en nosotros la misericordia y la capacidad de perdonar. Te lo pedimos por el mismo Jesús, tu Hijo y nuestro hermano. Amén.

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Padre bueno y compasivo, que una y otra vez nos perdonasy jamás te cansas de hacerlo,invitándonos a vivirde una manera nueva.

Ayúdanos a experimentar que eres Amor:Amor desconcertante y sin límitesque se da sin reserva,que no depende de nuestra bondad o maldad,y que lo único que quierees nuestra felicidad.

Y al experimentar tu amor,haz que seamos cada día más capacesde vivir en el amor,y de hacer del perdón y la misericordiauna constante en nuestras relaciones interpersonales.

Te lo pedimos a Ti,que vives y haces vivir.

Amén.

ORACIÓN COMUNITARIA (COLECTA)

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LA PALABRA DE DIOS HOY

PRIMERA LECTURA

Lectura del libro del Éxodo.

El Señor dijo a Moisés: “Baja en seguida, porque tu pueblo, ése que hiciste salir de Egipto, se ha perverti-do. Ellos se han apartado rápidamente del camino que yo les había señalado, y se han fabricado un ternero de metal fundido. Después se postraron delante de él, le ofrecieron sacrificios y exclamaron: ‘Este es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto’”. Luego le siguió diciendo: “Ya veo que éste es un pueblo obstinado. Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación”. Pero Moisés trató de aplacar al Señor con es-tas palabras: “¿Por qué, Señor, arderá tu ira contra tu pueblo, ese pueblo que tú mismo hiciste salir de Egip-to con gran firmeza y mano poderosa? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quie-nes juraste por ti mismo diciendo: ‘Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia’”. Y el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo.

Es Palabra del Señor.

SALMO RESPONSORIAL

R. Iré a la casa de mi Padre.

¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! R.

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. R.

Abre mis labios, Señor, y mi boca proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado. R.

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SEGUNDA LECTURA

Lectura de la primera carta del apóstol san Pa-blo a Timoteo.

Querido hijo: Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha fortalecido y me ha considerado digno de confianza, llamándome a su servicio a pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús. Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos. Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su pacien-cia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la Vida eterna. ¡Al Rey eterno y universal, al Dios incorruptible, invisible y único, ho-nor y gloria por los siglos de los siglos! Amén.

Es Palabra de Dios.

EVANGELIO

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas mur-muraban, diciendo: “Este hombre recibe a los peca-dores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus ami-gos y vecinos, y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido’. Les ase-guro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido’. Les aseguro que, de la misma

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manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”. Jesús dijo también: “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de herencia que me co-rresponde’. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su cam-po para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: ‘¡Cuán-tos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profunda-mente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: ‘Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus servidores: ‘Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Co-mamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado’. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. Él le res-pondió: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo ma-tar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo’. Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: ‘Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido ja-más ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!’. Pero el padre le dijo: ‘Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado’”.

Es Palabra del Señor.

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PRIMERA LECTURA:

Ex 32,7-11.13-14

Leemos en este día uno de los más bellos textos evangélicos, en el que se nos habla de la misericordia divina. Jesús enseña que Dios es, para con los pecadores, como un pastor con su rebaño, como un ama de casa con sus bienes, como un padre con sus hijos. Contrasta fuertemente esta enseñanza con la de los expertos en la ley de aquel momento, los fariseos y letrados.

Quizá porque ellos tenían en mente muchos de los pasajes del Antiguo Testamento en donde la justicia divina aparecía inflexible con los pecadores. Uno de estos casos nos lo ofrece el relato del Éxodo de hoy. Pero aquellos tiempos eran muy remotos, estaban muy al principio del proceso revelador de Dios. Cuando el pueblo de Israel apenas comenzaba a comprender cuál era la voluntad de su Dios y cómo debía comportarse con él, cómo era su justicia y cómo su salvación.

Y en aquellos momentos no se podía comprender una justicia divina que no fuera justiciera y vengadora de todo pecado, en especial de la idolatría; el más grave pecado de infidelidad con que se podía ofender a Dios.

El autor de nuestro texto comienza resaltando algo que será una constante en la historia bíblica: la conciencia del pueblo de haber sido siempre infiel a Dios. Apenas han sido rescatados de la esclavitud de Egipto, los israelitas toman un camino equivocado en el reconocimiento de Dios, y lo confunden con los otros dioses a los que están acostumbrados a venerar; creen que este Dios que los ha salvado es como uno de tantos; su benefactor, eso sí, pero como los demás. Y como si de uno de estos se tratara, construyen una imagen para representarlo: un becerro de oro. El Señor se lamentará con tristeza de ello: Ellos se han apartado rápidamente del camino que yo les había señalado. Y es que Dios los había liberado de la esclavitud de los dioses egipcios, a quienes se sometían como siervos, como esclavos, y los había hecho libres, para que le obedecieran como hijos. Ellos “fabrican” un ídolo, y lo identifican con el Dios que los liberó, y lo sirven como se sirve a un ídolo: entregándole dones, ofreciéndole sacrificios.

Pero el Señor no quiere sus ofrendas, sino sus voluntades, sus personas. Muchas veces se lo recordarán los profetas.

Y, conforme a la teología de la época, Dios resuelve destruir a esta masa de enfervorizados idólatras. Pero esta reacción choca con la actitud de Moisés. ¿Acaso es más misericordioso el siervo que su Señor? Ciertamente

PARA COMPRENDER MEJOR LA PALABRA DE DIOS HOY

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no. El relato discurre así para resaltar la cualificada intercesión del mediador; semejante a la que vimos con Abrahán respecto de los habitantes de Sodoma y Gomorra.

Moisés recuerda, hace tomar conciencia al Señor de a quién va a castigar con su ira: es su pueblo, al que sacó de Egipto con gran firmeza y mano poderosa; es decir, por el que tanto se interesó; cuyas voces de dolor y sufrimiento escuchó; es la descendencia de sus siervos Abrahán, Isaac y Jacob... ¿Cómo va a olvidar Dios todo esto y borrar de la faz de la tierra a los israelitas por muy grande que sea su pecado?

Como Moisés, Jesús intercederá ante Dios no solo por los pecadores israelitas, sino por toda la humanidad. Su mediación supera a la de cualquier otro. Pues su mirada se identifica con la de Dios, que es, para todos, como la de un pastor, como la de un padre.

SEGUNDA LECTURA:

1Tim 1,12-17

Las Cartas Pastorales, escritas al parecer por un discípulo de Pablo, representan el intento de la segunda generación cristiana por responder a nuevas situaciones -marcadas muchas veces por el conflicto - tanto en el seno de la comunidad como en las relaciones de ésta con el entorno.

Para avalar dicha respuesta, el autor de estos escritos recurre a la autoridad del apóstol, cuyo nombre introduce incluso en el encabezamiento de los mismos. De ahí el interés por subrayar todo aquello que avale la autoridad de Pablo. Es lo que se descubre en el pasaje de 1Tim que se proclama como 2ª lectura de este domingo.

Comienza, en efecto, presentando una serie de aspectos de la biografía de Pablo en los que resalta su autoridad. Ello se hace en tres momentos: en primer lugar, al hablar de su elección para el ministerio apostólico (que, en este momento, se remite a nuestro Señor Jesucristo), se considera fundado en la confianza hacia el elegido y se concreta en haberlo capacitado (tal vez habría que decir, fortalecido) para el ministerio, que él mismo le encomendó. La acentuación del carácter absolutamente gratuito de la elección es sin duda genuinamente paulina; menos lo es la referencia cristológica, que, sin embargo, se traduce teológicamente en el tercer momento: quien actuó en la elección de Pablo fue en definitiva Dios mismo. Su actuación, manifestación de su misericordia entrañable, fue además un acto de gracia, derramada a raudales en Pablo, y traducida en los dones de la fe y del amor, manifestados en Cristo Jesús y hechos accesibles a los seres humanos a través de él. Resulta difícil no escuchar el eco del relato indirecto de la conversión en Gal 1,15s; tanto más cuanto que, como

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allí, la obra de Dios en Pablo queda resaltada sobre el telón de fondo de su precedente actividad de perseguidor de los cristianos.

Ésta se califica de blasfemia, persecución y violencia; se justifica de algún modo -Pablo era entonces ignorante y no creyente - y se evoca como un modo de resaltar la acción imprevisible y gratuita de Dios.

Esta presentación de la elección del apóstol al ministerio sirve para apoyar la presentación de la doctrina que se hace en la 2ª parte del pasaje en relación estrecha con la primera: el apóstol se considera verificación de la verdad del mensaje que proclama y, en consecuencia, como modelo de todos los creyentes; el Cristo a quien anuncia como Salvador de los pecadores se ha mostrado como tal en la persona del propio apóstol, de quien se ha compadecido y con quien ha mostrado toda su paciencia.

El pasaje concluye con una preciosa doxología, que puede leerse como oposición y crítica sutil a las pretensiones del culto imperial que se extendió especialmente por Asia Menor.

EVANGELIO:

Lc 15,1-32

El motivo del banquete de domingos anteriores sigue presente en el texto de hoy, con las novedades ya anunciadas de la autoexclusión de los invitados previstos y la participación de los marginados. El texto de hoy da cumplimiento a la previsión formulada en la última frase escuchada hace tres domingos: Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos (13, 30). Los últimos son los recaudadores y pecadores; los primeros, los fariseos y letrados. Los últimos comparten ahora mesa con Jesús, mientras que los primeros, fuera ahora de la mesa del banquete, cuestionan y critican la nueva situación. Este es el punto de partida del texto, recogido en los dos primeros versículos. Los restantes versículos responden a la crítica de los invitados autoexcluidos. La respuesta se hace una vez más desde la parábola, en esta ocasión, desde una sucesión de tres parábolas. Todas ellas basadas en la dialéctica perdido/encontrado (oveja, moneda, hijo perdido y encontrado) y culminando en la alegría por el encuentro. A estas tres piezas (pérdida, encuentro, alegría) la tercera parábola añade una cuarta, relacionada con el hijo no perdido, pero molesto con la alegría reinante en la casa. Este hijo no perdido es símbolo representativo de los fariseos y letrados del v.2. Uno y otros están fuera de la mesa del banquete; uno y otros critican esa mesa en razón de los comensales que en ella toman parte; uno y otros son ahora los problemáticos.

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La tercera parábola y, con ella, la respuesta de Jesús a la crítica de fariseos y letrados, terminan con una invitación al hijo no perdido, al mayor, al primero, es decir, a ellos, a tomar también parte en el banquete. A las tres piezas (pérdida, encuentro, alegría) la tercera parábola añade una cuarta: la invitación. Con esta invitación se cierra el texto, que es, por consiguiente, un texto abierto, pendiente de contestación. Comentario. En la línea de domingos precedentes, los destinatarios del texto son los miembros del Pueblo de Dios. Pero a diferencia del tono conminador y de aviso de domingos anteriores, en el texto de hoy late el desvelo amoroso del Padre de los cielos. Él es, junto con los miembros del Pueblo de Dios, el otro gran protagonista del texto. A fuerza de cumplir, los “observantes” corren el riesgo de fabricarse una coraza que les impide moverse con soltura. Tan férrea y opaca puede llegar a ser, que los incapacita para ver más allá de sí mismos y para la misericordia. En su desvelo amoroso por todos sus hijos e hijas, el Padre de los cielos trata de ayudarlos a deshacerse de la coraza, inculcándoles una mentalidad fraterna, abierta a todos sin distinción y superadora de toda autosuficiencia.

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1er. Momento: apertura, escucha, acogida…

Busco una postura corporal cómoda, y que me permi-ta ir serenándome y centrándome… Puedo cerrar los ojos unos instantes... Tomo conciencia de que estoy en presencia de Dios… Respiro profundamente varias veces... Dejo que el silencio vaya creciendo en mí...

Leo y releo la Palabra de Dios (quizá te convenga ele-gir un solo texto y centrarte en él).

¿Qué dice el texto en sí mismo? ¿De qué habla? ¿Hay algo que me llame la atención en forma especial? ¿Qué preguntas me surgen ante el texto?

¿Qué “me” dice el texto? ¿Cómo “me” veo reflejado en él? ¿Qué ecos, qué resonancias, suscitan en mí estas palabras...?

¿Tiene algo que ver conmigo, con lo que me pasa, con lo que estoy viviendo? ¿Me dice algo acerca de mí mis-mo? ¿Me aclara algo acerca del misterio que soy yo mis-mo? ¿Qué siento al respecto?

¿Qué me dice del misterio de Dios? ¿Qué rasgo o as-pecto del misterio de Dios se me revela? ¿Qué siento ante eso?

Estoy atento a los pensamientos, sentimientos, ideas, recuerdos, deseos, imágenes, sensaciones corporales… acojo serenamente todo lo que va surgiendo en mí, todo lo que voy descubriendo…

En todo ello el Espíritu me hace “ver y oír”… y de al-guna manera (que puede resultarme no tan clara en este momento), me hace experimentar el amor de Dios...

2° Momento: diálogo, intercambio, conversación...

Hablo con Jesús, como un amigo habla con otro ami-go, con plena confianza, con toda franqueza y liber-tad: le expreso mis sentimientos…, le cuento lo que me pasa..., le manifiesto mis dudas…, le pregunto…, le agradezco…, le pido..., le ofrezco...

3er. Momento: encuentro profundo, silencio amo-roso, comunión...

Después de haber hablado y de haber expresado todo lo que tenía que decirle al Señor, procuro permanecer en silencio… Trato de estar, simple, sencilla y amorosamente en pre-sencia del Señor... Trato de que cese toda actividad interior, de que cesen los pensamientos y las pala-bras; a lo sumo, me quedo repitiendo alguna frase que se hubiera quedado resonando en mi interior, o reviviendo alguna imagen que me hubiera impactado especialmente…

PARA LA ORACIÓN PERSONAL

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PARA EL DIÁLOGO ENTRE TODOS

(si ayuda… y si no, podemos hablar de lo que cada uno “ha visto y oído” en el rato de oración personal)

Los cristianos en las circunstancias actuales andamos desconcertados. Una ola creciente de materialismo nos invade y han muerto casi todas las viejas utopías; la sociedad se seculariza a marchas forzadas, y parece como si en ella la barca de Pedro – la iglesia, comuni-dad de comunidades – fuera a hundirse. Y ante esto, los que todavía nos encontramos en el redil tenemos la tendencia a replegarnos para formar un círculo ce-rrado. Muchos se han ido, y los hemos despedido con tristeza y resignación. Otros no quieren entrar, porque el panorama no les atrae. Quedamos unos pocos que, replegados sobre nosotros mismos, nos dedicamos a salvar-conservar lo que nos queda, ya que mucho se ha perdido. Da la impresión de que se han ido las noventa y nueve ovejas, quedando sólo una, a cuya atención y conservación se dedican todos los esfuerzos.

Las dos parábolas del evangelio de hoy, la de la oveja perdida y la de la mujer que perdió la moneda, y una tercera, la del hijo pródigo, nos invitan a un cambio de actitud.

Por muy malos tiempos que corran, por mucha adver-sidad que nos rodee, por muy grande que sea la ola de indiferencia religiosa que nos invade, los cristianos no podemos dedicarnos a conservar lo que tenemos, pues cada vez iremos a menos. La actitud cristiana tiene que ser arriesgada, aunque no insensata: hay que dejar a buen recaudo lo que ya tenemos y salir del aprisco para buscar la oveja perdida; hay que barrer la casa para encontrar la moneda que se escondió entre las ranu-ras de las piedras del suelo; hay que recibir con brazos abiertos al hijo que se fue y, cuando esto suceda, hay que hacer una fiesta grande.

Lo que sucede es que, con frecuencia, no estamos dis-puestos a esto. Nos resulta incómodo salir a buscar la oveja perdida o barrer toda la casa para hallar una sola moneda. Nos parecemos al hijo mayor de la parábola que prefería la ausencia de su hermano y no vio con buenos ojos la acogida del padre. Aquel hijo mayor no aprendió lo fundamental. Mientras en una familia falta un hermano, la familia está rota. No es posible ni la alegría ni la fiesta, o éstas son pasajeras e incompletas. El plan de Dios de restaurar la familia humana, dividida desde Caín, exige una capacidad inmensa de olvido y de perdón. Y él no estaba dispuesto a perdonar, porque tampoco había aprendido a amar. Quien ama, perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre. Por eso ne-cesitó la lección magistral del padre, imagen de Dios, que acogió al hermano menor, mandó vestirlo de las mejores ropas, y organizó una fiesta por su vuelta.

Tal vez por esto nuestras comunidades no tengan mu-cha alegría: hay tantos hermanos que faltan... Y tam-poco se nota demasiado interés por ir en su búsqueda y abrirles las puertas... No nos damos cuenta de que mientras nos mantengamos cerrados en la actitud de conservar y cuidar lo que tenemos, muy probablemen-te, antes o después lo perderemos todo…

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Creo en Dios, fuente inagotable de vida;comunidad que vive y nos llama a vivir en comunión fraterna y solidaria.

Creo en Diosque, con amor de Padre y Madre, engendra y da a luz a este mundo, lo amamanta, lo protege, lo educa y lo renueva constantemente.

Creo en Jesús de Nazaret, el primero de los últimos,el último de los primeros; expresión plena de la humanidad de Dios.

Creo en el Espíritu Santo,Espíritu de Verdad y de Amor, matriz ecuménica; presente donde quiera que la vida está fluyendo.

Creo en el ser humano como proyecto inacabado de Dios,pero destinado a convertirse en su verdadera imagen y semejanza.

Creo que la historia humanaes historia de Salvación;porque es el ámbito de encuentro y de diálogo entre Dios y los seres humanos, un diálogo plenamente libre y totalmente abierto al futuro.

Creo en el Reino de Dios como realidad plenificante aunque todavía no desarrollada del todo,y como utopía que alimenta nuestra esperanza y moviliza y orienta nuestra práctica de fe.

Creo en la Iglesia como anuncio y anticipo de ese Reino,y como avanzada del Pueblo de Diosque es la humanidad entera; llamada a ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”.

Creo en la vida después de la muerte como el reencuentro gozoso de todas las criaturas con el Creador en la fiesta final, definitiva y eterna del Universo.

En eso creo. Amén.

PROFESIÓN DE FE

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ORACIÓN DE LOS FIELES

A: Padre bueno y misericordioso, con la confianza de saber que nos amas con un amor infinito e incondi-cional, te presentamos algunas de las intenciones que traemos a esta celebración.

A cada una respondemos: ¡Te lo pedimos, Señor!

- Por los pastores de la Iglesia, para que se comprome-tan decididamente en el empeño de salir al encuentro de los alejados, y de hacer de la comunidad cristiana «un recinto de verdad y de amor, de libertad, de jus-ticia y de paz, para que todos y todas encuentren en ella un motivo para seguir esperando». Oremos.

- Por todos los cristianos, para que siguiendo el ejem-plo de Jesús nunca excluyamos ni marginemos a nadie, y tengamos la audacia y el el coraje de vivir cotidia-namente la actitud compasiva y misericordiosa que él nos propone. Oremos.

- Por quienes, como el hijo menor de la parábola, di-rigen sus pasos por los caminos de la evasión de la realidad, el consumo insaciable, el despilfarro y la búsqueda continua de sensaciones placenteras, para que encuentren en su interior la semilla de la vida en plenitud sembrada por Dios. Oremos.

- Por quienes, como el hijo mayor de la parábola, son esclavos de las normas o de la rutina, o viven una fi-delidad sin amor, para que descubran el valor de la gratuidad y reconozcan en cada ser humano necesi-tado un hijo o una hija de Dios y un hermano o una hermana. Oremos.

- Por los inmigrantes y extranjeros, para que encuen-tren entre nosotros acogida, respeto y afecto. Ore-mos.

- Por los jóvenes, para que encarnen sus deseos de justicia y solidaridad en compromisos concretos con los más desfavorecidos y marginados. Oremos.

- Por nosotros mismos, para que de verdad experimen-temos que la historia humana está habitada por tu pre-sencia amorosa; y que entendamos y asumamos que porque eres Padre de todos, nos invitas a vivir como hermanos. Oremos.

C: Escucha, Padre bueno, nuestra oración, y haz que al experimentar tu amor incondicional, tengamos la audacia y el coraje de vivir cotidianamente de acuerdo a la actitud compasiva y misericordiosa que Jesús nos propone en el Evangelio.

Te lo pedimos por el mismo Jesús, tu Hijo y nuestro hermano. Amén.

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Al presentarte estos donesde pan y vinoque tus manos generosasnos conceden,te damos gracias,Padre bueno y misericordioso,por la abundancia de tu amorderramado incesantemente en nuestros corazones,invitándonos a vivir.

Que tu Espíritu descienda sobre ellos,para que se conviertan en Cuerpo y Sangre de Jesús,y alimenten nuestro deseode salir al encuentro de los que están lejos,y de ser instrumentos de pazy de reconciliaciónen nuestros ambientes.

Te lo pedimos por Jesús,Maestro y Amigo.

Amén.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

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ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS

Prefacio de la plegaria eucarística

C: El Señor esté con ustedes

R: Y con tu espíritu

C: Levantemos nuestros corazones

R: Los tenemos levantados hacia el señor

C: Demos gracias al Señor, nuestro Dios

R: Es justo y necesario

Todos juntos:

Hoy queremos bendecirte, alabarte y darte gracias, Padre bueno,por el amor infinito e incondicionalcon que nos amas.

Nos has creado por amor y con amor,y por eso nos haces dueños de nuestro destino y no estás celoso de nuestra libertad.

Por medio de Moisés sacaste a tu pueblo de Egipto, para que viviendo en Alianza contigofuera plena y verdaderamente libre.

Ni las idolatrías, ni los pecados y desconfianzasde aquel pueblo díscolo, hicieron que revocaras tus promesas ni que dejaras de ser su Dios.

Tú eres un Dios comprensivo y paciente con las flaquezas de los seres humanos.

Eres un Dios compasivo y misericordioso, que no puede «soportar» que ninguno de sus hijos e hijas se pierda, ni que malgaste o arruine su vida,y que por eso mismo,siempre nos perdonas y nos invitas a vivir.

Eres un Papá bueno,cuya mayor alegría es la felicidad y la plenitud de todos y cada uno de nosotros.

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Eres ese padre de la parábolaque hoy nos cuenta Jesús,que sale todos los días al camino para esperar al hijo que se ha ido, y correr a abrazarlo en cuanto lo ve, para celebrar luego su regreso a casa.

Por eso, confortados por la seguridad de tu perdón incondicional, te damos gracias de todo corazón,y proclamamos la grandeza de tu amor:

Santo, Santo, Santo…

Celebrante:

Santo eres, en verdad, Dios nuestro,porque por medio de tu Hijo Jesúsnos invitas a descubrirtu amor insondable,y a vivir como hermanos.

Derrama tu Espíritu abundantementesobre este pan y este vino ( + )que aquí te presentamos,y sobre esta comunidad que se reúne en el nombre de Jesús,el Crucificado-Resucitado.

Él mismo, la noche en que iba a ser entregado,estando a la mesa con sus amigostomó un pan, te dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:

Tomen y coman todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por todos.

De la misma manera, después de comer, tomó una copa, dio gracias y se la pasó diciendo:

Tomen y beban todos de ella, porque esta es la copa de mi sangre; sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedesy por todos los hombres y mujerespara el perdón de los pecados. Hagan esto en memoria mía.

Y desde entonces, éste es el Misterio de nuestra fe.

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Todos:

Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

Celebrante:

Al proclamar la Resurrección de tu Hijoy expresar nuestro deseo de que Él vuelva pronto,te damos gracias nuevamente, Padre bueno,porque tu amor y tu misericordiase hicieron visibles en la humanidad de Jesús.

Él no vino a juzgar y condenar,sino a salvar lo que estaba perdidoy a enseñarnos un caminode paz y reconciliaciónpara vivir en plenitud.

El comió con publicanos y pecadores,no desdeñó la compañía de los marginados, ni la cercanía de personas de «mala reputación».

Ofreció tu perdón y tu misericordiaal paralítico, a María Magdalena, a Pedro y a tantos otros,restaurando su dignidad.

Desdeñó, sí, la arrogante hipocresía de los letrados y puritanos.

Llevó su amor a los pobres y pecadoreshasta el extremo de ser condenadopor los que se decían «justos».

Como última y definitiva prueba de su amor,la noche en que iba a ser traicionado,y como memorial de toda su vida entregada,nos invitó a partir y repartir el pany a compartir el vino.

Recordando a Jesús,nosotros queremos seguir anunciando al mundo lo que fue su vida solidaria y al serviciode los que peor lo pasan en la vida,como signo de tu perdón incondicionaly de tu amor sin límtes.

Derrama, Padre bueno, tu Espíritu de perdón sobre la Iglesia,para que sea instrumento de paz y de reconciliaciónen medio de un mundo divididoy en permanente conflicto.

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Que nadie encuentre cerradas las puertas de nuestras asambleas ni de nuestros corazones.

Acuérdate de los que ya murieron,con esperanza o en la desesperanza,y cuyo corazón sólo Tú conociste de verdad.

Admítelos a todos en tu casapara celebrar alegrementeel banquete definitivode tu amor.

Y cuando termine nuestra peregrinación por este mundo, recíbenos también a nosotros en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria.

Todo esto te lo pedimos…

Levantando el pan y el vino consagrados

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre misericordioso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

Amén.

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ORACIÓN FINAL

Al terminar nuestra celebración,queremos darte las gracias una vez más,Dios del amor y del perdón,porque en las parábolas de la misericordia, Jesús nos deja una radiografía de tu corazón compasivo de padre-madreque sale al encuentro de todos sus hijos e hijas, y que se alegra mucho más por haber recuperado la oveja perdida que por las otras noventa y nueve que ya están en casa.

Haz que dejando de ladotodas las falsas imágenes que de Ti nos han transmitido una catequesis y una formación deficientesy no del todo fieles al mensaje de Jesús,nos abramos a la experiencia de tu amor sin límites ni condiciones,y nos decidamos a vivir en el amor,sirviendo a los demás con alegría y sencillezy compartiendo las angustias y esperanzasde nuestros hermanos y hermanas.

Te lo pedimos por el mismo Jesús,encarnación de tu misericordia.

Amén.

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SUGERENCIAS PARA SEGUIR TRABAJANDO EN LA SEMANA

PARA REFLEXIONAR

1. El testimonio del Padre

Siendo el tema de hoy uno de los más repetidos en la pastoral, trataremos de centrarnos en algunos puntos de mayor interés para la maduración de nuestra fe. Lo que más resalta en la parábola es la figura de Dios Padre y la relación que mantiene con sus hijos.

Jesús nos presenta una típica familia de campo: todos trabajan para lo mismo; la tierra es patrimonio fami-liar, por lo que es grave pecado pretender dividirla… Sin embargo, para aquel padre lo importante no era todo eso sino la relación con sus hijos. Respeta su libertad, sabe esperar y callar. Ante la petición del menor, acce-de. Sabe que su hijo ya no es un niño: quiere hacer su vida y el padre comprende, no sin gran dolor.

Después, la larga y confiada espera. Es que conoce a fondo el corazón de su hijo: sabe de su debilidad, pero también de las posibilidades que hay en él. Sabe que tiene que hacerse hombre en la escuela de la vida y acepta el derroche de sus bienes a cambio de la madu-rez de su hijo. Su testimonio de comprensión, silencio y amor será como un imán para el hijo en desgracia.

Así ve Jesús a Dios, el «Padre» por excelencia. No impo-ne su voluntad ni mendiga el cariño de nadie. Le dio la libertad al hombre y acepta el riesgo de su desobedien-cia y el desafío del pecado… sin resentimiento.

Es un Dios que cree en el amor; y que está convencido de que el amor es más fuerte que la ingratitud y el pecado más tremendo. Cree que el amor puede trans-formar al hombre; y por eso espera. Es un amor que se adelanta a todo gesto de arrepentimiento; un amor - gran paradoja - que hace vivir al pecador.

Un Dios que no tiene más ley que el amor ni más justicia que el perdón; sin tribunales, ni fiscales ni cárceles. Sólo tiene casa que quiere llenar con la alegría de sus hijos. Ya bastante tribunal y juez tiene cada uno con su conciencia; ya bastante cárcel es la vida de todos los días con sus heridas y limitaciones.

Un Dios que no castiga ni aplasta sino que espera en si-lencio el proceso de liberación interior de cada hombre y de cada mujer: duro y trabajoso parto hacia la luz...

Y es una pena que los cristianos, a lo largo de los siglos, hayamos fabricado otro Dios, otro modelo de «padre». El Padre de la severidad y del miedo, del premio y del castigo. El de la ley y del código; el de la obedien-cia ciega y el del cumplimiento frío e interesado de su voluntad. Es el padre que oprime a sus hijos con una larga lista de «no se debe hacer», «eso está mal», «si no cumples esto, tendrás tu merecido...». Es el Dios-

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padre que fabricó una sociedad que tenía necesidad de oprimir a los hombres y de mantenerlos en perpetuo infantilismo.

Y es una pena que la misma Iglesia haya fabricado una religión que muchas veces tiene más de derecho ro-mano que del Evangelio de Lucas; iglesia llena de tri-bunales, jueces y acusadores; una iglesia sin segundas ni terceras oportunidades... ¿No será ésta la iglesia del hijo mayor de la parábola?

2. El camino del pecado

Otro concepto que se clarifica mucho a la luz de esta parábola es el de pecado. El pecado aparece como una decisión personal, y como algo que define a la persona y determina su manera de ir por la vida. Más que un acto malo, es una actitud por la cual la persona se erige a sí misma en criterio exclusivo y definitivo, y aunque pre-tende “encontrarse”, lo hace por caminos equivocados y acaba perdiéndose.

El hijo menor -también aquí se contrasta la cómoda postura del mayor- quiso hacer su vida y tener nombre propio. En eso tenía plena razón; el problema es que no supo acertar a la hora de elegir el camino. Acostum-brado al solícito amor protector del padre, creyó que la vida era cosa muy fácil. Nunca había reparado en el sa-crificio que le había costado al padre levantar su casa y su hacienda; por eso no le dio importancia y se fue...

El pecado aparece, también, como la fuga de la condi-ción humana, como un evadirse de la responsabilidad de todos los días, como un negarse a construir algo en un proceso lento y un tanto duro. El pecado es -como dirá Jesús- «un camino ancho y fácil...».

De ahí que el pecado aparezca como la tentación per-manente del hombre, un ser en constante construcción de sí mismo. La vida no está hecha ni acabada. Pero la pereza se filtra en el proceso, como el pecado esencial del hombre: negarse a trabajar en el propio crecimien-to y en la construcción de la propia comunidad o fami-lia. En el inconsciente del hombre yace la tentación de Adán que quiso muy pronto hacerse dios para escapar a su situación de hombre: trabajador y luchador. Es la tentación que nos llega en oleadas sucesivas: ¿Para qué trabajar si puedo vivir a costa de otros? ¿Para qué ser fiel en mi matrimonio si puedo aprovechar esta fácil oportunidad? ¿Para qué sacrificar mis horas por la co-munidad.... para qué..., para qué...?

Y el pecado llega, llama y golpea a la puerta con fuer-za. Bastan pocos minutos para destrozar una familia; pocas horas para destruir un país levantado en años o siglos de esfuerzo. No se requiere demasiado. Porque el pecado es egoísmo ciego y totalitario. La esencia del pecado -thánatos, muerte- es destruir y levantar la bandera del «yo» y «solamente yo». Sucede que los seres humanos comprendemos con dificultad que el yo se construye sobre el no-yo, sobre el vaciamiento de

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nuestras pulsiones de muerte. Entonces surge la vida del «nosotros», difícil palabra que la humanidad aún no aprendió a pronunciar; todavía está en la etapa del niño pequeño que grita: «Esto es mío..., mi juguete..., mi torta..., mi mamá…».

Y el hijo menor parte de la casa, abandona el hogar; da las espaldas al padre. No podemos comprender el pecado si antes no comprendemos que formamos una comunidad, la familia humana. El pecado nos vuelve contra esa comunidad.

Por eso, el pecado no es sólo «cosa mía», como a veces decimos; porque esa cosa mía atenta contra muchos, contra el bien de otros, contra la «cosa nuestra», de la comunidad. Así, quien odia, deja de aportar amor; quien miente, deja de aportar verdad. No hay, enton-ces, término medio: o aportamos en la construcción de la comunidad o colaboramos en su debilitamiento y destrucción.

El famoso eslogan: «Yo y mi Dios; mi Dios y yo», fórmula tan típica del mundo «occidental y cristiano», no tiene nada que ver con el mensaje de Jesús de Nazareth.

Ahora el hijo está lejos de su casa y libre de toda res-ponsabilidad. A veces, se mantiene la ilusión de liber-tad y felicidad; después, la cruda y cruel realidad lo vuelve en sí. Está solo; tremendamente solo. Vacío, desnudo, hambriento. Es el último eslabón del egoísmo: sólo yo...

Y, por primera vez en su vida, comprende que ha per-dido su dignidad de hombre y de hijo. Y siente envidia de los puercos... El pecado, en efecto, nos prostituye, y esa prostitución es su peor castigo. Una íntima ver-güenza nos invade, prisioneros de una ilusión suicida. «Soy un pobre-hombre», concluimos.

Es la sensación que todos, alguna vez, hemos vivido: esa rara mezcla de amargura, desazón, vergüenza y lástima de nosotros mismos. Son los momentos en que tocamos con nuestras propias manos nuestro límite, para reconocer al fin que nos hemos equivocado. Pero aún no sabemos si ese sentimiento es orgullo herido o sincero arrepentimiento. Sin embargo -esto es lo mara-villoso de la vida-, esa amarga y humillante experiencia puede ser el punto de partida de un nuevo y largo cami-no: el camino de la reconstrucción de la vida. Nunca la partida está totalmente perdida; nunca la debilidad es tan grande; nunca el egoísmo es tan ciego... En el fon-do de uno mismo -fondo misterioso e insondable- hay una fuerza irresistible, una llama que nunca se apaga, una fuerza sobrehumana.

Descubrir que en ese fondo está Dios esperándonos pa-cientemente para iniciar la nueva etapa de nuestra liberación es, quizá, la experiencia más rica y densa del ser humano. Al sentirnos pecadores descubrimos, en efecto, que cada uno es sujeto y actor de su propio destino...

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Fue lo que no supo hacer el hijo mayor; no porque no fuera pecador, sino porque ni siquiera había descubier-to que era persona.

3. El proceso de la conversión:

La parábola describe tres momentos en la conversión del hombre: «Entonces recapacitó y dijo: ¡Cuántos jor-naleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre…».

Lo primero: pensar y reflexionar... Cada día cometemos errores y nos desviamos. Pero eso es parte de nuestra condición humana. Si queremos ser personas auténti-cas, enfrentémonos con los hechos, juzguemos nuestra propia conducta y avancemos. Mirar nuestro pasado, reconocer nuestros errores, aceptar nuestro pecado... Todo eso supone sinceridad y valentía. Y también es un acto de esperanza: creer en nosotros mismos; confiar en el amor del Padre.

El hijo menor cree, pero aún no lo suficiente. El amor del padre fue mucho más allá de lo que él había ima-ginado.

No hay conversión sin fe en uno mismo. He ahí una se-ria secuela del pecado: socava nuestra confianza; nos vuelve esclavos de una vieja situación que suponemos irreparable. Después viene el momento más crítico: le-vantarse...

Y partir, desandar el camino, corregir un rumbo, volver a la comunidad.

En ese «levantarse» del hijo hay todo un sentido de re-surrección y de re-generación: nacer de nuevo a otro estilo de vida. Hay que sepultar el pasado y enterrar una vida vieja y absurda. Pero el hombre no muere: renace.

Y el hijo vuelve a la casa. Es un paso inevitable: lo lla-mamos «reparación». Si antes se ha destruido algo, ahora hay que volverlo a construir. Si antes se rompió con la comunidad, ahora hay que reconciliarse. Sin esto, la conversión es una simple palabra vacía.

Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los pecados, convirtiendo el perdón en un acto individualista, frío y cerrado: «Yo me las arreglo con Dios», decimos. Y, por eso mismo, hemos hecho de la confesión sacramental un rito in-congruente, hueco, desprovisto de calor y de vida. Un acto infantil en el que el hijo-pecador se somete a la reprimenda del padre-malo a quien se promete el oro y el moro, para volver a repetir la misma historia una y otra vez...

Quisiéramos concluir con otra reflexión acerca del per-dón de los pecados. En la parábola no se dice que el padre perdonó al hijo; al contrario, la parábola supera ese concepto demasiado enmarcado en un contexto

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de infantilismo. Pero sí dice el padre: «Porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado».

El perdón no es algo que se otorga o que se recibe, sino algo que se construye, porque es la vuelta al amor, a un amor más profundo y duradero. Perdonar y ser per-donado significa volver a amar; el perdón es la síntesis de dos amores: un amor muerto que resucita y un amor fiel que recibe.

Primero fue el abrazo del padre con el hijo. Después vino la fiesta: la familia se ha reencontrado. Sólo faltó a la cita el hijo mayor -expresión de los fariseos-, que reprocha a su padre porque no le dio un cabrito para premiar su obediencia...

Insistimos: debemos superar un concepto infantil de perdón de los pecados. No puede ser que sigamos cre-yendo que, por ir al confesonario o arrepentirnos inte-riormente, «recibimos el perdón de Dios». Así obra el niño pequeño que, después de haber roto una copa de cristal, se presenta a la madre para que lo perdone... Aún no ha entendido -por su propia inmadurez- que es uno mismo quien debe saber darse cuenta de cuándo ha obrado mal y que lo que corresponde después es reparar, reconstruyendo de alguna forma lo destruido. La parábola -una página evangélica que refleja una gran madurez religiosa y psicológica- nos obliga a cambiar nuestro concepto de Dios-padre, del pecado y del per-dón de los pecados. Todo es mucho más dinámico y personal que lo enseñado en estos últimos siglos de in-dividualismo moralizante.

El perdón de los pecados, aunque se haga en un sacra-mento en nombre de Dios, es algo vacío e inútil si no expresa todo un proceso de cambio de mentalidad y de vida. Debemos superar esa imagen minimalista de un Dios que da su perdón al final de un rito humillante. Más que hablar de perdón de los pecados, debemos hablar de reconciliación del hombre consigo mismo y con la comunidad; de reconstrucción de la vida; de reparación de un pasado estéril. No tiene ningún sentido que en cinco minutos de confesonario y como por arte de ma-gia pretendamos quedar con la «conciencia tranquila», cuando sabemos positivamente que, en realidad, todo sigue igual y nada ha cambiado.

Aunque Lucas hubiera escrito esta única parábola, ten-dríamos motivos más que suficientes para cambiar bue-na parte de nuestros esquemas religiosos.

Y si bien modernamente la psicología ha utilizado y utiliza la palabra «terapia» para hablar del proceso de crecimiento y superación de sus conflictos por parte de una persona, tanto en el Evangelio como en los prime-ros escritos cristianos, el proceso de conversión interior ya había sido descripto como una auténtica «curación o terapia» del pecador. Bien lo dijo el criado al hermano mayor, que preguntaba qué estaba pasando en la casa: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ter-nero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo».

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Es la historia de siempre. Una y otra vez, el pue-blo se aleja de Dios. Y una y otra vez, Dios sale a buscarlo. Es la historia del éxodo cuando, al poco tiempo de sellar la alianza, los israelitas se fabrican el becerro de oro y Dios los per¬dona. En Lucas, es la historia de la oveja perdida que el pastor bueno sale a buscar y, tras encontrarla, regresa rebosan-te de alegría. Es la historia del autor de la carta a Timoteo, que confiesa: “…porque [Dios] me ha fortalecido y me ha considerado digno de confian-za, llamándome a su servicio a pesar de mis blasfe-mias, persecuciones e insolencias anteriores”. Tres historias del amor de Dios, que busca lo que está perdido. Que el Señor ilumine nuestra lectura de la Palabra de modo que nos ayude a contemplar en nuestra propia vida la incondicionalidad de su amor.

LEEMOS Y COMPRENDEMOS

Ante la incomprensión y el rechazo de los fariseos y maestros de la ley, Jesús justifica su forma de actuar desde el Dios de la misericordia. Los publi-canos y pecadores se reconocen en las palabras de Jesús como destinatarios del amor entrañable del Padre.

Podemos volver a leer el Evangelio, muy lenta-mente y tratando de saborear las palabras. Luego, tras unos momentos de silencio, intentamos descu-brir qué nos dice el texto.

-En el capítulo 15 del evangelio de Lucas encontra¬mos las que conocemos como las tres pa-rábolas de la misericordia. Vamos a centrar nuestra oración en las dos primeras, la de “la oveja perdi-da” y la de “la moneda perdi¬da”, ya que sobre la tercera, la del “padre bueno”, hemos reflexionado en el cuarto domingo de Cuaresma. Los dos prime-ros ver¬sículos, que introducen todo el capítulo, señalan el contex¬to de las parábolas, ayudando a comprender su sentido. Con Jesús aparecen dos grupos de personas. ¿Quiénes son? ¿Cuáles son sus actitudes respecto a él?

-Los publicanos eran quienes recaudaban los impues¬tos de los judíos para el Imperio romano. Tenían mala fama: vendidos al poder del Imperio, se quedaban con una parte de esos impuestos. Eran marginados por los que se conside¬raban verdade-ros israelitas. Similar marginación era la que su-frían los pecadores. Y ellos son, precisamente, los que se acercan a Jesús. El otro grupo estaba com-puesto por los fariseos (principales representantes del judaísmo religioso en tiempos de Lucas) y los maestros de la ley, intérpretes y custodios de la Es-critura, que marcaba una línea clara entre los que estaban dentro y los que quedaban fuera del siste-ma religioso y social. Éstos, los justos y salvados, murmuran contra Jesús porque compartía mesa

PARA LA ORACIÓN PERSONAL

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con aquellos despreciados y condenados. Con las parábolas que siguen, Jesús justifica su forma de actuar. Además, Lucas enlaza en ellas dos de sus temas preferidos: la misericordia gratuita de Dios y la necesidad de conversión de los pecadores.

- Nos fijamos en la primera de las parábolas, la de la oveja perdida. Leyendo los verbos que apa-recen, en segui¬da nos damos cuenta de que el pastor es el actor principal: pierde, deja, busca, encuentra, carga, reúne, dice. La segunda parábo-la, la de la moneda perdida, redunda en el sentido de la anterior con un ejemplo similar. ¿A quiénes representan el pastor y la mujer, y la oveja y la moneda perdi¬das? ¿Qué actitud del pastor y de la mujer subraya el texto?

- En ambas parábolas se cuenta una historia muy semejante: la de una pérdida, una búsqueda in-tensa, un hallazgo y una alegría compartida. Y lo que destaca sobre todo son las actitudes del pastor y de la mujer: no perma¬necen impasibles ante lo que han perdido. Parece que en sus vidas nada importa tanto como la oveja o la moneda extra-viadas. No paran hasta encontrarlas. Además, las cosas no quedan simplemente como estaban an-tes: ¿Qué sentimiento aparece repetido tras los hallazgos?

- Un elemento en el que se insiste en estos versícu-los es la referencia a la alegría. Es una alegría que va creciendo y que, en el comentario final a cada una de las parábolas, se identifica con la alegría de Dios. En esa aplicación a la vida con la que conclu-ye cada parábola (vv. 7 y 10, respectiva¬mente), la atención se centra en un escenario nuevo (el cielo) y en un protagonista distinto (el pecador). La conversión en la vida del pecador es causa de gran alegría para Dios. Fijémonos en la relación que tienen estos versículos con los dos prime¬ros del pasaje. ¿Cuál es el mensaje de Jesús a los publicanos y pecadores del principio? ¿Y a los fariseos y maestros de la ley?

- Cada hombre y cada mujer tienen un valor irreem¬plazable a los ojos de Dios. Cuando un ser humano admite que el Dios de la misericordia lo busca, cuando se deja encontrar, la verdadera vida se abre camino en su historia personal y la alegría llena el cielo y la tierra.

MEDITAMOS Y ACTUALIZAMOS

El evangelio que hemos leído nos acerca al Dios que no quiere que ni uno solo de sus hijos e hijas se pierda. Nos toca ahora responder dejándonos encontrar por Dios, buscando a los hermanos que sentimos lejos o “perdidos”, alegrándonos de co-razón en cada uno de esos encuentros.

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- A través de las parábolas de Lucas hemos contem-plado el rostro del Dios de la misericordia: ¿Cómo te invita el relato evangélico a relacionarte con él? ¿Cuál es mi propia experiencia personal res-pecto del Dios de la misericordia?

- Quizá hay momentos en nuestra vida en los que nos sentimos perdidos. El presente pasaje nos in-vita a dejarnos encontrar por Dios: ¿Le facilito la tarea? ¿Cómo puedo crear espacios en mi día a día para ese encuentro más íntimo y personal con Dios?

- Jesús explica su comportamiento con los publi-canos y pecadores desde la misericordia de Dios Padre: ¿A qué nos compromete esa misericordia como hijos e hijas de Dios y como seguidores y seguidoras de Jesús?

- La intransigencia de los fariseos y maestros de la ley contrasta con la actitud de Jesús: ¿Quiénes son los que están “perdidos” a nuestro alrede-dor, en nuestro propio ambiente? ¿A quiénes de-beríamos “salir a buscar”, para tratar de ayu-darlos a vivir mejor? ¿Cuál debería ser nuestra actitud para con ellos?

- Dios no nos abandona a nuestra suerte. No quie-re que ni uno solo se “pierda”: ¿Qué sentimos al comprender esta “responsabilidad cariñosa” de Dios por cada uno de nosotros?

- “Alégrense conmigo”. La alegría de la que habla el evangelio nos sitúa en un contexto de encuentro tras la dura búsqueda, de felicidad compartida, de vida en plenitud: ¿En qué momentos de nuestra vida sentimos que la experiencia de encuentro con Dios es fuente de alegría? ¿Qué hacemos para vivir gozosamente y con esperanza cada día?

ORAMOS

Muchas veces, desorientados como la oveja de la parábola, le pedimos al Señor que salga en nues-tra búsqueda, que nos restaure y nos devuelva a su rebaño. Traemos tam¬bién a nuestra oración a nuestros hermanos que andan perdidos. Desde la alegría, damos gracias a Dios, que cuida amorosa-mente de cada uno y de cada una de nosotros, y nos hacemos cargo de la responsabilidad que eso conlleva y del compromiso que implica.

Espontáneamente, con mis propias palabras, y de-jando que hable mi corazón:

¿Qué le digo al Señor…?

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BUENA SEMANA!