Tema 2. el arranque de los procesos de integración

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TEMA 2. EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN La diferencia de puntos de vista entre los gobiernos con respecto a los procesos de la integración continental, o incluso su falta de interés en los inicios de la segunda posguerra mundial, continuó dejando el impulso europeísta en manos de iniciativas particulares. Sin embargo, participaban en ellas políticos de gran relieve. Así como el manifiesto de Coudenhove-Kalergi, en 1923, se considera la primera iniciativa europeísta en el período de entreguerras, el pistoletazo de salida del vigente proceso de integración se atribuye al discurso del líder conservador británico Winston Churchill, en la universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946 donde afirma que se ha de crear un germen de los Estados Unidos de Europa, siendo el primer paso una asociación entre Francia y Alemania. El discurso de Zurich sacudió a muchas conciencias entre las elites intelectuales y sociales europeas y dio impulso a una serie de iniciativas de carácter privado que fueron preparando el terreno para que la opinión pública continental asumiera el inicio de los procesos de integración. Desde sus primeros momentos, sin embargo, el europeísmo político aparece escindido en dos grandes líneas. Por un lado, la postura conocida como funcionalista, unionista, o comunitaria. Partidaria de una estrategia de concertación de los estados por áreas de 1

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TEMA 2. EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN

La diferencia de puntos de vista entre los gobiernos con respecto a los procesos de la

integración continental, o incluso su falta de interés en los inicios de la segunda

posguerra mundial, continuó dejando el impulso europeísta en manos de iniciativas

particulares. Sin embargo, participaban en ellas políticos de gran relieve. Así como el

manifiesto de Coudenhove-Kalergi, en 1923, se considera la primera iniciativa

europeísta en el período de entreguerras, el pistoletazo de salida del vigente proceso de

integración se atribuye al discurso del líder conservador británico Winston Churchill,

en la universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946 donde afirma que se ha de

crear un germen de los Estados Unidos de Europa, siendo el primer paso una asociación

entre Francia y Alemania.

El discurso de Zurich sacudió a muchas conciencias entre las elites intelectuales y

sociales europeas y dio impulso a una serie de iniciativas de carácter privado que

fueron preparando el terreno para que la opinión pública continental asumiera el inicio

de los procesos de integración. Desde sus primeros momentos, sin embargo, el

europeísmo político aparece escindido en dos grandes líneas. Por un lado, la postura

conocida como funcionalista, unionista, o comunitaria. Partidaria de una estrategia de

concertación de los estados por áreas de gestión para desarrollar políticas específicas,

pero con la menor cesión posible de soberanía de cada uno de ellos a una estructura de

gobierno paneuropea. Por otro, la federalista, o institucionalista. Partidaria de una

rápida pérdida de soberanía, de representación y de competencias de gestión de los

estados en beneficio de una Federación de pueblos europeos gobernada por instituciones

supranacionales.

1. LAS VÍAS POLÍTICAS DEL EUROPEÍSMO

A medio camino entre sociedades de estudios y grupos de presión política y económica,

fueron seis las organizaciones no gubernamentales que jugaron un papel relevante en el

arranque de la unificación europea.

a). Unión Europea de Federalistas (UEF). Fue creada por grupos de diversos países,

ajenos a los partidos políticos, entre los que jugaron un destacado papel

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organizaciones surgidas de la Resistencia antifascista, como el italiano

Movimiento Federalista Europeo o el Comité Francés para la Federación

Europea, constituido en junio de 1944. A partir de la reunión de los movimientos

de la Resistencia no comunista en Ginebra, en julio de 1944, se fue articulando un

programa común centrado en la creación de una Federación dotada de un completo

marco de instituciones supranacionales y basada en la democracia parlamentaria y el

respeto a los derechos humanos. El acuerdo para la creación de la UEF se adoptó en

la reunión celebrada por sus promotores en Luxemburgo, en octubre de 1946. El 17

de diciembre de ese año, se constituyó oficialmente la Unión en una asamblea

celebrada en París, ciudad donde se estableció la sede de su Comité Federal. Su

primer Congreso, reunido en Montreux (Suiza) en agosto de 1947, estableció un

programa común para las cincuenta organizaciones miembros, representantes de 16

países, orientado, bajo un prisma fundamentalmente político, a conseguir una

Federación Europea. Aunque el auténtico líder de la UEF era Altiero Spinelli, su

presidencia recayó en el holandés Hendrik Brugmans, un prestigioso profesor

universitario. La UEF, verdadero motor de las primeras iniciativas formales de

integración continental, asumió como objetivo la creación de una Asamblea

Constituyente de la Unión Federal Europea.

b). Movimiento para la Europa Unida (MEU). Se aglutinó en torno al liderazgo de

Winston Churchill. Constituida su sección británica en el Albert Hall de Londres,

el 14 de mayo de 1947, no tardó en unírsele el Consejo Francés para la Europa

Unida, conocido como Comité Heniot, creado en Francia en junio con idénticos

fines, bajo la dirección de Raoul Dutry. El MEU, cuya presidencia efectiva asumió

el político conservador británico Duncan Sandys, yerno de Churchill, defendió tesis

próximas al funcionalismo, con una confederación bastante laxa de estados europeos

que, a imagen de la Commonwealth británica, respetase al máximo la soberanía de

sus miembros, que sólo cederían determinados aspectos funcionales de su gestión

ejecutiva.

c). Liga Europea de Cooperación Económica (LECE). La crearon, en octubre de

1946, el belga Paul Van Zeeland, el polaco Józef Retinger y el holandés Pieter

Kerstens, que realizaron un llamamiento a integrar «una Asociación continental

para la solución del problema continental de Europa». Definida como «un grupo de

presión intelectual» de carácter privado, la LECE se organizó a través de Comités

nacionales, que nutrían su Consejo Central. Con sede en Bruselas, su primer

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presidente fue Van Zeeland, un político democristiano que había sido primer

ministro de Bélgica entre 1935 y 1937 y que colaboró muy activamente en los

orígenes del Consejo de Europa y de la OTAN.

d). Los Nuevos Equipos Internacionales (NEI) fueron impulsados por la naciente

Democracia Cristiana europea. Creados en la reunión de Chaudfontaine

(Bélgica), en marzo de 1947 y dirigidos por el francés Robert Bichet, contaron con

la colaboración de primeras figuras del catolicismo político europeo y actuaron

como una auténtica Internacional Demócrata-Cristiana, papel que asumieron en

1965 al convertirse en la Unión Europea de Demócratas Cristianos. Su defensa de

los valores del catolicismo y su combate contra el comunismo hicieron que los NEI

pusieran el acento en los aspectos sociales de la integración europea.

e). El Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa. Impulsado por

socialdemócratas y laboristas, fue fundado como Movimiento por los Estados

Unidos Socialistas de Europa en junio de 1946, en Montrouge, cerca de París y

asumió su presidencia el veterano socialista francés André Philip. Un año después,

con la guerra fría ya presente en la política europea, se produjo el cambio de nombre

para evitar cualquier connotación estalinista. El Movimiento se pronunció, desde el

primer momento, por una unión europea que incluyese a la Alemania derrotada y

que adoptara políticas globales para implementar en breve plazo el «Estado de

bienestar» tal y como lo concebía la socialdemocracia.

f). La Unión Parlamentaria Europea (UPE). Se creó por iniciativa de Coudenhove-

Kalergi, quien en su papel de precursor de los movimientos europeístas envió un

cuestionario a cuatro mil parlamentarios de las democracias continentales,

encabezado por la pregunta: «¿Es partidario de la creación de una Federación

Europea en el marco de las Naciones Unidas?». Las respuestas que recibió le

animaron a poner en marcha una organización y en julio de 1947, en Gaastad

(Suiza), miembros de los parlamentos de Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo,

Holanda y Grecia constituyeron la Unión, cuyo primer Congreso presidió

Coudenhove-Kalergi, el 8 de septiembre, en la misma localidad. Aunque no se

trataba de una organización de carácter oficial, la Unión Parlamentaria representó la

llegada del federalismo europeísta al corazón de los sistemas políticos de las

democracias continentales.

2. EL CONGRESO DE LA HAYA

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Con objetivos convergentes, estas seis organizaciones buscaron rápidamente establecer

mecanismos de colaboración. Se abrió con ello una primera fase del proceso de

integración europea, conocida como «etapa de los congresos», que fue implicando

paulatinamente a las instancias oficiales de los estados en una construcción

supranacional.

Para ello era necesario que el disperso europeísmo uniese sus fuerzas. Duncan Sandys

asumió la iniciativa de buscar la unión entre las principales organizaciones, tarea en la

que contó con la colaboración de la Unión Europea de Federalistas. En la Conferencia

de París, el 17 de julio de 1947, la LCE, la UEF, la UPE y el MEU aportaron sus

efectivos a los Comités de Coordinación de los Movimientos para la Unidad

Europea, que a partir del Congreso de Montreux, en agosto de 1947, fueron presididos

por Sandys. Finalmente, en una nueva reunión en París, el 11 de noviembre, los

Comités nacionales se fundieron en un Comité Internacional para la Unidad

Europea.

Las iniciativas del Comité se concretaron en el Congreso de Europa, cuya

organización fue dirigida por Retinger y que se reunió en La Haya, entre el 7 y el 11 de

mayo de 1948. Su finalidad era debatir el modelo de unidad continental, con el fin de

«atraer sobre este problema la atención de la opinión pública internacional y de marcar

la creación de los Estados Unidos de Europa como objetivo común para todas las

fuerzas democráticas europeas». Reunió a cerca de 800 asistentes, delegados de las

organizaciones europeístas, intelectuales, empresarios, sindicalistas, así como

observadores de Canadá y Estados Unidos. También estuvieron presentes, aunque sin

carácter oficial, políticos destinados a jugar un papel importante en el proceso de

integración europea, como Winston Churchill, que presidía el Congreso, el alemán

Konrad Adenauer, los franceses Pierre-Henri Teitgen y François Mitterrand, el británico

Harold Macmillan, el italiano Altiero Spinelli o el belga Paul van Zeeland.

Las sesiones del Congreso pusieron de relieve las diferencias entre las dos visiones de la

construcción europea, la federalista y la funcionalista. La primera, con la Unión

Europea de Federalistas en cabeza, pretendía acometer enseguida una marcada cesión de

soberanía de los estados en beneficio de organismos supranacionales de gobierno, como

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la Asamblea de Europa, que elaboraría una Constitución europea, a partir de la cual

se organizaría la Federación. La segunda, con Churchill como portavoz destacado,

defendía, por lo menos en una primera fase, una mera estructura de coordinación

funcional entre los gobiernos europeos, que asumiera un papel activo en la lucha por la

democracia, los derechos humanos, el libre mercado y los valores europeístas, pero que

no implicara una pérdida real de la autonomía de las políticas estatales.

De las tres comisiones que elaboraron los textos del Congreso, la económica, la

cultural y la política, esta última, presidida por el exjefe del Gobierno francés Paul

Ramadier, era la más importante. Sus propuestas, elaboradas por Sandys y René

Courtin recogieron los puntos de vista de los funcionalistas, hasta el punto de afirmar

que «Europa no puede ser creada por una especie de revolución federalista, que

debilitaría a los gobiernos sin fortalecer a la colectividad». Se coincidía en la necesidad

de crear una Asamblea de Europa, en la que estuvieran representados todos los ciuda-

danos. Pero las visiones sobre este Parlamento continental eran contrapuestas. Los

federalistas querían dotar a la Asamblea con una capacidad legislativa que obligara a los

estados {principio de supranacionalidad). El exprimer ministro francés Paul Reynaud

llegó a presentar una moción para que el Parlamento europeo fuese elegido por sufragio

universal y directo con cuotas de representación en función de la población de los

estados. Los funcionalistas, en cambio, pretendían que la Asamblea estuviera

constituida por delegados de los parlamentos nacionales y tuviese un carácter

meramente consultivo.

En la Comisión de Economía, presidida por Van Zeeland, hubo mayor unanimidad a

la hora de defender la cooperación y el libre mercado, con supresión de derechos

aduaneros y libre convertibilidad monetaria, así como libertad de circulación de

trabajadores. Por otra parte, y a propuesta del español Salvador de Madariaga, que

presidía la Comisión de Cultura, se acordó patrocinar un Colegio de Europa. Esta

institución universitaria, establecida en 1949 en la ciudad belga de Brujas bajo el

patrocinio del Consejo de Europa, se dedicaría a los estudios paneuropeos,

preferentemente de humanidades y ciencias sociales. Su primer rector fue Hendrik

Brugmans.

El acuerdo entre federalistas y funcionalistas, mínimo, se centró pues en trasladar el

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impulso europeísta de las iniciativas privadas a las instancias oficiales de los

estados, que hasta entonces habían permanecido un tanto al margen del proceso. En el

documento final se afirmaba que las naciones de Europa debían de transferir algunos de

sus derechos soberanos para ser ejercidos en común, para coordinar y desarrollar sus

recursos. Aunque lejos de los objetivos marcados por los federalistas, el Congreso de

La Haya es un momento clave en el proceso de integración europea, ya que puso de

manifiesto el alto consenso europeísta logrado entre los políticos, empresarios e

intelectuales de la Europa occidental y señaló las líneas maestras que conducirían,

medio siglo después, a la creación de la Unión Europea.

3. EL MOVIMIENTO EUROPEO Y EL CONSEJO DE EUROPA

La preeminencia lograda en el Congreso de La Haya por la visión funcionalista facilitó

que los gobiernos continentales aceptaran asumir un papel cada vez más protagonista,

en detrimento de las pioneras iniciativas no oficiales. A finales de la primavera de 1948,

el Comité Internacional para la Unidad Europea creó una Comisión Institucional,

presidida por Paul Ramadier, para implicar a los gobiernos en los acuerdos del

Congreso de La Haya y, sobre todo, en la constitución de la Asamblea de Europa.

El 15 de agosto, Ramadier invitó a los ministros de Defensa y Exteriores del Tratado

de Bruselas, una alianza militar recién creada por Francia, el Reino Unido, Bélgica,

Holanda y Luxemburgo, a una reunión en La Haya. Allí, el ministro de Exteriores

francés, Georges Bidault, propuso la creación de la Asamblea de Europa como

organismo intergubernamental de carácter político y defendió una línea paralela de

integración económica con acuerdos intergubernamentales a cargo de organismos

especializados. Los ministros decidieron crear la Asamblea, para lo que designaron una

Comisión de Estudio integrada por representantes gubernamentales y miembros del

Comité Internacional para la Unidad Europea. Ocupaba su presidencia Édouart

Herriot, quien era considerado el decano de los políticos europeístas, pero que falleció

poco después, siendo sustituido por Robert Schuman.

Paralelamente a esta toma de posición de los gobiernos, las organizaciones presentes en

el Comité Internacional decidieron dar un paso más en su unificación, manteniendo su

carácter de entidades privadas, pero ampliando su capacidad para influir sobre

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gobiernos y parlamentos. El 25 de octubre de 1948, el Comité se transformó en el

Movimiento Europeo (ME), cuya presidencia se encomendó a Sandys, con Józef

Retinger como secretario general. Asumieron la presidencia honoraria cuatro figuras de

gran prestigio en la política europea, Léon Blum, Winston Churchill, Alcide de

Gasperi y Paul-Henri Spaak, quien sucedería a Sandys al frente de la organización en

1950. El Movimiento se organizó con un Consejo Federal al frente de los 26 comités

nacionales, once de los cuales correspondían a las organizaciones en el exilio de las

democracias populares del Este y al Gobierno de la República española.

El ME, dedicado a la promoción del concepto de integración europea, alcanzó un noble

prestigio y desarrollo en las décadas siguientes, creó grupos de estudio por toda Europa

y recibió la adhesión de una veintena de entidades asociadas, entre ellas la

Confederación Europea de Sindicatos, el Consejo Europeo de Municipios y

Regiones, la Asociación de Periodistas Europeos, los Jóvenes Federalistas Europeos

o la Asociación Europea de Profesores. El Movimiento celebró su primer Congreso

en París, a comienzos de diciembre de 1948, y centró su actividad inmediata en el

proyecto de Asamblea de Europa, en estrecho contacto con los gobiernos de los países

miembros del Tratado de Bruselas, que debían poner oficialmente en marcha la

iniciativa.

Pronto se vio que entre estos no existía ningún interés en apoyar la propuesta

federalista de una Asamblea de Europa que posibilitara la unión política

supranacional. Pero, aunque había práctica unanimidad entre los gobiernos en despojar

a la Asamblea de cualquier poder constituyente, legislativo o ejecutivo, existían dos

posturas encontradas en cuanto a su constitución. Algunos ejecutivos, sobre todo los

del Benelux, admitían un Parlamento europeo elegido por sufragio universal

directo de los ciudadanos. Pero la mayoría, y significadamente el francés y los

escandinavos, defendían que la Asamblea se formara con delegados de los

parlamentos estatales. Los británicos incluso rechazaban su creación y proponían su

sustitución por un Consejo de Ministros integrado por miembros de los gobiernos de la

OECE. Tras largos y delicados debates, las conclusiones de la Comisión de Estudio del

proyecto fueron aprobadas por los ministros de Asuntos Exteriores en su reunión de

Bruselas, en enero de 1949. Los acuerdos recogían la creación de un Consejo de

Europa como órgano de representación de las democracias del Continente, pero sin la

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capacidad política que demandaban los federalistas. El Consejo contenía en su

composición las dos instituciones propuestas: el Comité de Ministros, con funciones

ejecutivas y la Asamblea parlamentaria, con carácter meramente consultivo.

Siguieron meses de intensos contactos con otros estados europeos hasta que, el 5 de

mayo, se firmó en Londres el Tratado constitutivo.

El Consejo de Europa arrancó con diez miembros: los cinco impulsores más

Dinamarca, Suecia, Noruega, Italia e Irlanda. En agosto, cuando la organización

comenzó a funcionar, se unieron Grecia y Turquía y al año siguiente se incorporaron

Islandia y la recién creada República Federal Alemana. Como la condición fundamental

para entrar en el Consejo era ser una democracia parlamentaria respetuosa con los

derechos humanos, las adhesiones posteriores respondieron, en la mayoría de los casos,

a cambios radicales en el estatus político. Así, Portugal y España ingresaron en 1976y

1977, tras haber liquidado sus longevas dictaduras, mientras que Grecia fue

temporalmente apartada entre 1967 y 1974, en tanto existió allí la «dictadura de los

coroneles» y Turquía, por idéntico motivo, entre 1980 y 1984. Por su parte, los 23

estados europeos herederos de la URSS y de los restantes sistemas comunistas fueron

admitidos tras la «caída del Muro», entre 1990 y 2007. Para entonces, los miembros del

Consejo eran ya 47.

Establecido en Estrasburgo, el Consejo de Europa se puso en funcionamiento con tres

organismos: la Secretaría General, cuyo primer titular fue el francés Jacques París, el

Comité de Ministros, formado por los responsables de Asuntos Exteriores de los estados

miembros y la Asamblea Consultiva, integrada por representantes de los parlamentos

nacionales. Tras la firma de la Convención Europea de Derechos Humanos, en 1950,

el Consejo estableció en Estrasburgo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos,

para juzgar posibles violaciones en los estados miembros, obligados a aplicar las

sentencias. Y en octubre de 1961, el Consejo estableció la Carta Social Europea, que

señala una serie de derechos sociales y económicos, parte del concepto europeo del

«Estado del bienestar»: derecho al trabajo, a las prestaciones de la seguridad social, a

la libertad sindical, a la negociación colectiva en el mundo laboral, etc. En el seno del

Consejo funcionan, así mismo, numerosos comités especializados que trabajan en

torno a las grandes líneas de actuación de la institución: defensa de los derechos

humanos, promoción de la unidad europea y progreso social y económico del

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Continente.

El Consejo de Europa fue el primer intento de establecer, en la práctica, un

mecanismo supranacional para toda Europa. Sus promotores, los federalistas,

fracasaron en el empeño desde el momento en que el Comité de Ministros vetó, en

agosto de 1949, un intento de la Asamblea Consultiva para modificar el Tratado

constitutivo a fin de crear una Unión Europea con un poder legislativo encamado en un

Parlamento bicameral. Cinco años después, tampoco salió adelante el proyecto

federalista de Comunidad Política Europea, que contaba con el apoyo del Consejo de

Europa. Desde entonces, y durante casi cuatro décadas, el proceso de unidad continental

lo protagonizaron los funcionalistas, con menor ambición y paso mucho más lento, a

través de las tres Comunidades Europeas: la CECA, la CEE y la Euratom. Pero,

aunque carece de poderes ejecutivos y no ha participado en el proceso de constitución

de la Unión Europea, de la que no depende orgánicamente, el Consejo de Europa,

dotado de una enorme influencia moral, es un organismo fundamental en los procesos

de democratización e integración de las sociedades europeas, cuyas políticas viene

orientando desde su creación.

Al cumplirse un lustro del final de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de

integración europea había dado algunos pasos, aunque claramente insuficientes para que

se pudiese hablar de un verdadero progreso. Los mayores avances se producían como

respuesta urgente a retos que los estados no podían afrontar individualmente. Por

un lado, la reconstrucción económica propiciada por la ayuda norteamericana del Plan

Marshall, que llevó a la creación de la OECE y confirmó la división de Europa en

dos bloques incompatibles. Cuatro años después, sin embargo, esta había cumplido

prácticamente su misión y en 1961 se transformó, como OCDE, en un organismo

planetario. Por otro lado, el temor a una nueva guerra mundial que convirtiera a

Europa en su principal campo de batalla, movió a las democracias de la Europa

occidental a integrar un pacto militar, el Tratado de Bruselas que a partir de 1949

quedó englobado en la Alianza Atlántica, la OTAN, bajo la manifiesta hegemonía de

los Estados Unidos de América. En la Europa del Este se constituyó, en 1955, una

organización armada rival, el Pacto de Varsovia, bajo hegemonía soviética. En cuanto

a la vertiente puramente política, las iniciativas de las organizaciones europeístas

movieron a los gobiernos a constituir el Consejo de Europa, al que, sin embargo, se

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negaron a ceder la más mínima parcela de su soberanía nacional.

Se trataba, por lo tanto, de éxitos parciales que venían acompañados de un serio

problema para la unidad continental: la conversión de los países del Este de Europa

en regímenes prosoviéticos con modelos de organización estalinista; incompatibles,

con los sistemas de democracia parlamentaria y economía de mercado que se estaban

recuperando en el Oeste, excepto España y Portugal. A finales de los años cuarenta, los

estados europeos alineados en los bloques comunista y capitalista iniciaron, pues,

sendos procesos de integración política, económica y militar que sólo convergirían

medio siglo después cuando uno de los dos sistemas, el comunista, colapso y la mayoría

de sus miembros se pasaron, en el plazo más breve posible, al bloque vencedor.

4. EL BENELUX

Geográficamente situadas entre los gigantes económicos británico, francés y alemán,

Holanda, Bélgica y Luxemburgo comparten muchos rasgos de historia comunes y una

posición privilegiada como salida marítima del eje renano, la zona de mayor

concentración industrial de la Europa continental. En las primeras décadas del siglo

pasado sus economías parecían complementarias y ello facilitaba el consenso entre

políticos y empresarios a la hora de pactar formas de colaboración. La Unión

Económica belga-luxemburguesa, de 25 de julio de 1921, fue la primera creada en

Europa tras la Gran Guerra y debe ser considerada un hito en el proceso de integración

continental al establecer, entre otras cosas, la paridad entre las dos monedas. En julio

de 1932, siguiendo la estela del reciente Memorándum Briand, ambos estados

firmaron con Holanda la Convención de Ouchy, mediante la que pactaron una

reducción del 50 por ciento de sus aranceles interiores, a cumplir en cinco años, e

invitaron a los estados vecinos a integrarse en el sistema. Pero los países que tenían

acuerdos con el trío que incluían la cláusula de nación más favorecida —

significadamente, el Reino Unido— protestaron y la unión aduanera quedó aplazada.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los tres países fueron conquistados por Alemania y

luego liberados por los Aliados al precio de considerables destrucciones. Animados por

los contactos entre los movimientos de la Resistencia, los gobiernos en el exilio

londinense acordaron reiniciar el proceso de unificación aduanera. El 23 de octubre de

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1943, firmaron la Convención Monetaria, que establecía la paridad interna para las

transacciones comerciales. Y el 5 de septiembre de 1944, la Convención de la Unión

Aduanera, conocida como Tratado de Londres, que creaba la Unión Aduanera

Benelux, acrónimo formado con las primeras letras de los nombres de los tres socios.

Una vez retomados a sus países, y tras un par de años dedicados a la reconstrucción, los

gobiernos ratificaron estos acuerdos mediante la Convención de La Haya, de marzo de

1947, que entró en vigor el primer día del año siguiente. Suprimía las tasas de

importación en los intercambios entre los estados miembros y fijaba tarifas aduaneras

comunes para el comercio exterior.

El fin último del Benelux era lograr la integración total de las tres economías

coordinando sus políticas comerciales, financieras y sociales y asegurando la libre

circulación de personas, capitales, bienes y servicios en el interior de su territorio. Sus

diversas etapas de integración constituyeron, pues, auténticos ensayos generales para el

Mercado Común europeo. Pese a que algunos desajustes ralentizaron el proceso —la

economía holandesa tenía un considerable nivel de protección, mientras que la belga

apostaba por el librecambismo, y la carencia de una autoridad supranacional dejaba

mucho margen al disenso de los gobiernos— se fueron cubriendo las etapas previstas.

Los contingentes en los intercambios de productos industriales entre los tres miembros

fueron suprimidos en 1950. En 1953, se activó el Protocolo sobre las políticas

comerciales, con relación a países ajenos a la Unión. Un año después, la libre

circulación de capitales dentro del Benelux. Y en 1956, se alcanzó el desarme tarifario

prácticamente total, por lo que los socios decidieron, finalizado el período transitorio,

transformar el acuerdo aduanero en una Unión Económica.

Puesta en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE), el Benelux se vinculó a

ella, pero continuó como organización regional. Su Unión Económica se llevó a término

mediante el Tratado de 3 de febrero de 1958, que entró en vigor a comienzos de 1960.

En pocos años, la estructura económica de los tres estados cambiaría, estimulada por la

concurrencia interior y la ampliación de los mercados, que posibilitó una división

internacional del trabajo y la reestructuración de determinadas ramas de la producción.

En 1962 sus gobiernos acordaron un régimen común de precios agrarios para la

exportación. Dentro de sus fronteras se potenció la libre circulación de personas y de

bienes, hasta llegar a la supresión de los controles fronterizos interiores en 1970, es

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decir, veinte años antes de la Convención europea de Schengen. Y los tres estados

miembros concertaron sus políticas para abordar conjuntamente el proceso de

integración en diversas instituciones continentales. Así, estuvieron presentes en la

creación de la OECE, de la UEO, de la OTAN y de las Comunidades Europeas. Estas

últimas reconocieron el valor del ejemplo de europeísmo aportado por el Benelux

situando en su territorio dos de las tres sedes de las instituciones comunitarias: Bruselas

fue sede de la Comisión Europea y del Comité Económico y Social, y Luxemburgo,

del Tribunal Europeo de Justicia y del Banco Europeo de Inversiones.

5. DE BRUSELAS A WASHINGTON: BÚSQUEDA DE LA SEGURIDAD

COLECTIVA

Al margen de la concertación económica, otro camino de cooperación abierto para los

gobiernos de la Europa occidental era la política común de defensa frente a la

omnipresente amenaza de guerra que representaba el «bloque comunista». Y lo mismo

sucedía en la Europa oriental con respecto al «bloque capitalista». Entre las sociedades

europeas cundía la sensación de que la destructiva guerra de 1939-45 les había colocado

en una situación de debilidad ante las nuevas superpotencias globales, los Estados

Unidos y la Unión Soviética, y que ello comportaba el riesgo de verse arrastradas a una

nueva confrontación planetaria que tendría en Europa su principal escenario. Como la

rivalidad y la incompatibilidad entre los sistemas ideológicos, políticos y económicos

del Este y del Oeste era un hecho cada vez más patente e irreversible, se hacía necesario

establecer un sistema de seguridad continental que reflejase la bipolaridad del nuevo

orden mundial. Para los países europeos pronorteamericanos, los que estaban asociados

en la OECE, la disyuntiva era, o bien organizar una alianza militar propia para hacer

frente a la potencial amenaza de la URSS en territorio europeo, o bien subordinar sus

políticas de defensa —y con ellas las de sus imperios coloniales— a los intereses

nacionales de los Estados Unidos, que mantenían un rosario de bases militares en

Europa y disponían del elemento disuasorio de su poder nuclear.

Pero aquí, como en el caso de la unión aduanera, británicos y continentales mantenían

una dualidad de visiones. En Londres concebían una estrategia global de defensa,

basada en una alianza casi planetaria entre los Estados Unidos, los países de la OECE

con sus imperios coloniales, y los miembros de la Commonwealth británica,

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especialmente Canadá. Otros estados, como Francia, defendían la necesidad de contar

con un sistema de seguridad exclusivamente europeo, aunque no necesariamente

incompatible con uno global. En cualquier caso, las prioridades defensivas cambiaron

radicalmente en tan sólo un par de años a partir de la derrota del Tercer Reich. Aunque

la renovación de la alianza militar entre Francia y el Reino Unido mediante el Tratado

de Dunquerque (4 de marzo de 1947) se dirigía todavía contra el peligro de una

recuperación del poder militar alemán, subyacía en el pacto la posibilidad, cada vez más

amenazante, de un enfrentamiento entre los aliados occidentales y la URSS.

En enero de 1948, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, hizo en la Cámara de

los Comunes un llamamiento a Bélgica, Holanda y Luxemburgo para que se unieran a la

alianza franco-británica, que podría en un futuro ampliarse «a otros miembros de la

civilización europea», en referencia bastante clara a la Alemania y la Italia derrotadas.

El 10 de marzo, los comunistas checoslovacos acabaron, mediante el «golpe de Praga»

con la única democracia parlamentaria existente en la Europa del Este. Dos días

después, los países del Benelux se incorporaron al Pacto de Dunquerque a través del

Tratado de Bruselas, que con el ambicioso título de «Tratado de Colaboración

Económica, Social y Cultural y de Legítima Defensa Colectiva», iba dirigido a enfrentar

el expansionismo soviético en Europa.

El 17 de abril, Bevin y su colega francés, Bidault, dirigieron un mensaje a Washington,

en nombre de los firmantes del Tratado de Bruselas, solicitando ayuda militar. Y

cuando, en junio, la URSS originó una de las crisis más graves de la guerra fría con el

bloqueo del Berlín occidental, un enclave ocupado militarmente por norteamericanos,

británicos y franceses, los cinco socios decidieron ampliar su colaboración mediante una

organización político-militar más estable. En septiembre se formalizó la Organización

del Tratado de Bruselas (OTB). Su órgano supremo, el Consejo Consultivo, estaba

integrado por los cinco ministros de Asuntos Exteriores y debía tomar sus resoluciones

por unanimidad. Contaba también con una Comisión Permanente, establecida en

Londres, para la gestión política y económica y un Alto Mando Militar, radicado en

Fontainebleau (Francia). La OTB carecía de un órgano judicial propio para la resolución

de conflictos, por lo que estos se remitirían al Tribunal Internacional de Justicia de La

Haya.

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Page 14: Tema 2. el arranque de los procesos de integración

El Tratado de Bruselas, una alianza por cincuenta años que proclamaba como fines de

sus miembros la defensa de «los principios democráticos, las libertades cívicas e

individuales, las tradiciones constitucionales y el respeto a la ley, que forman su

patrimonio común», era un éxito político para el europeísmo, pero no ocultaba la

desastrosa situación militar de la Europa del Oeste. Con Alemania, Austria e Italia

sometidas al estatuto de países vencidos —y ocupadas militarmente las dos primeras—

y con el Reino Unido, Bélgica, Holanda y, sobre todo, Francia obligados a realizar un

creciente esfuerzo militar en sus ámbitos coloniales, ante el surgimiento de movimientos

de liberación, la prioridad en la recuperación económica dificultaba la realización de

una política de rearme masivo. La generalizada creencia en una inminente Tercera

Guerra Mundial, que enfrentaría al bloque capitalista con el comunista, favorecía que

los gobiernos de la Europa occidental viesen en los Estados Unidos, entonces la única

potencia nuclear, el último garante de la seguridad de sus países ante un eventual ataque

de la URSS.

Los norteamericanos poseían puntos de vista similares, basados en la necesidad de una

estrategia atlántica que garantizara una defensa flexible de la Europa occidental, que en

caso de guerra mundial quedaría convertida en primera línea del frente. La tradicional

política estadounidense de alejamiento de los conflictos europeos, rota sólo en las

guerras mundiales, cambió radicalmente el 11 de junio de 1948, a la raíz de la crisis de

Berlín. Ese día, el Senado aprobó la Resolución 64, o Resolución Vandenberg,

presentada por el senador republicano Arthur Vandenberg, que autorizaba al Gobierno

la negociación de alianzas militares de carácter regional en todo el planeta, obviamente

dirigidas contra la URSS, y la ayuda al rearme de sus aliados. Para ello se creó el

Programa de Asistencia Militar, que vino a sustituir al Pan Marshall en el apoyo al

rearme de la Europa del Oeste. Enseguida, los países de la Organización del Tratado de

Bruselas se dirigieron a Washington solicitando fondos del Programa para emplearlos

en la modernización de sus fuerzas armadas. En julio, en La Haya, la OTB acordó

suscribir una alianza directa con los Estados Unidos.

Las conversaciones condujeron al Tratado de Washington, de 4 de abril de 1949,

origen de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Integraban la

Alianza Atlántica, en el momento de su creación, doce estados: los cinco de la OTB,

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Page 15: Tema 2. el arranque de los procesos de integración

más los Estados Unidos, Canadá, Italia, Portugal, Noruega, Dinamarca e Islandia, a los

que se unieron en 1952 Grecia y Turquía y, en 1955, la República Federal Alemana (en

2009 la OTAN alcanzaría los 28 miembros). Los fines de la Alianza quedaban

expuestos en el Tratado fundacional: si cualquier miembro de la alianza era atacado, se

consideraba una agresión a todos los miembros los cuales asistirán al miembro

agredido, incluyendo el uso de la fuerza armada

La OTAN se dotó de una organización muy compleja, como requería la coordinación y

estandarización de tal número de ejércitos y el despliegue estratégico y logístico en un

amplio espacio terrestre, aéreo y marítimo. Su sede central, el Comando Supremo de

las Fuerzas Aliadas en Europa (siglas en inglés, SHAPE) se situó en París, siempre

bajo la jefatura de un militar norteamericano, el primero de los cuales fue el general

Dwight D. Eisenhower. Aunque se trataba de una organización estrictamente militar,

los gobiernos aliados buscaron dar una implicación política a la Alianza, para lo que el

Tratado de Washington creó el Consejo del Atlántico Norte, conocido simplemente

como Consejo Atlántico, con representantes de todos los gobiernos miembros. En abril

de 1952 se estableció una Secretaría General, que recaería por períodos cuatrienales en

políticos europeos —quien la puso en marcha fue, sin embargo un militar, el británico

Hasting Ismay— y en 1955 se inauguró una Asamblea Parlamentaria, con la función

de mantener la comunicación entre la Organización y los parlamentos nacionales.

La existencia de la OTAN dividió profundamente a la sociedad europea. El

antiatlantismo, no necesariamente vinculado a las simpatías prosoviéticas, pero

básicamente situado en organizaciones políticas y sociales de la izquierda, así como en

la derecha radical, arraigó entre quienes consideraban a la Alianza un «instrumento del

imperialismo americano» que convertía a sus socios europeos en una suerte de

protectorados políticos y económicos, progresivamente sometidos a una

«americanización» de su modelo sociocultural. El antiatlantismo militante adoptó

múltiples manifestaciones, la más espectacular, quizás, las periódicas marchas y

concentraciones de protesta en las cercanías de las bases militares norteamericanas en

Europa. Incluso en sectores de la derecha democrática el papel hegemónico de los

Estados Unidos en la Alianza fue contestado como un serio obstáculo para las

soberanías nacionales y la integración europea.

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Page 16: Tema 2. el arranque de los procesos de integración

En cambio, los partidos agrupados en torno a las dos grandes ideologías centristas del

período, la socialdemocracia y la democracia cristiana, defendieron una estrecha

asociación entre la Europa occidental y los Estados Unidos y favorecieron la creación

de diversos grupos de presión, políticos, económicos e intelectuales, para fortalecer la

relación atlántica desde el europeísmo. Tal es, notablemente, el caso del elitista Club

Bilderberg, puesto en marcha a iniciativa de Józef Retinger, el príncipe Bernardo de

Holanda, el primer ministro belga, Paul van Zeeland y el financiero americano David

Rockefeller. El Club tomó el nombre del hotel de Oosterbeek (Holanda), donde se

celebró la primera de sus reuniones anuales, en mayo de 1954. Formado por 130

miembros, jefes de Estado, políticos, banqueros, empresarios, militares, etc., se

estructuró como un auténtico lobby, con sede en la ciudad holandesa de Leyden, para

favorecer la continuidad de la OTAN y el reforzamiento de los vínculos entre Europa y

los Estados Unidos.

6. LA DECLARACIÓN SCHUMAN

La pugna entre federalistas y funcionalistas, más sobre los ritmos que sobre los

objetivos, se decantó, en general, a favor de estos últimos cuando las iniciativas

europeístas pasaron del ámbito privado al institucional de los estados. Gracias a ello,

avanzó durante cuatro décadas la integración funcional, basada en el especializado

ámbito económico y técnico de las tres Comunidades Europeas y sus «uniones»

sectoriales —aduanera, monetaria, energética, económica— pese a las periódicas crisis

de la cooperación intergubernamental. Ello permitió, a largo plazo, abrir una nueva fase,

parcialmente inspirada en los principios federalistas, tras la constitución de la Unión

Europea por el Tratado de Maastricht, de 1992.

La primera etapa de la unificación europea debía ser, a juicio de la mayoría de los

responsables de la planificación económica en la Europa occidental, una unión

aduanera que garantizase la libertad de comercio y de circulación de personas. Pero los

planteamientos económicos globales chocaban con suma frecuencia con intereses de la

política interior de los estados, que resultaban prioritarios. Ello quedó manifiesto

cuando se intentaron uniones de carácter regional. Tras el éxito del Benelux, el

Gobierno francés animó al italiano a concluir una Unión Aduanera propia, la Francital.

En marzo de 1949, los dos ministros de Asuntos Exteriores, Robert Schuman y el

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Page 17: Tema 2. el arranque de los procesos de integración

conde Sforza, firmaron el Tratado correspondiente, que debía estar plenamente vigente

en 1955. Pero luego la Asamblea Nacional francesa se negó a ratificarlo, en gran parte

por la presión de los sindicatos galos, que temían que la apertura de la frontera a la libre

circulación de trabajadores fomentara una inmigración masiva de italianos. En el otoño,

ambos gobiernos volvieron a intentarlo, esta vez con una Unión Aduanera a cinco, que

incluyese a los países del Benelux, la llamada Fritalux, o Finibel por las siglas de sus

miembros. Pero belgas y holandeses exigieron que el área de librecambio incluyera

también a la naciente República Federal Alemana, en quien veían su principal socio

comercial, y eso era algo que el Parlamento francés no estaba, por el momento,

dispuesto a admitir.

Por su parte, los británicos rechazaban integrarse en un mercado común europeo,

temiendo que su política arancelaria resultara incompatible con su propio circuito

económico imperial, la Commonwealth. No obstante, el Reino Unido, cuya economía

se había recuperado muy rápidamente de los efectos de la guerra, no podía renunciar a

los mercados continentales. Como alternativa a la unión aduanera, su propuesta era aún

más funcional: una mera coordinación de políticas comerciales entre estados. Entró eco

en los países nórdicos y en enero de 1950, Suecia, Noruega y Dinamarca se unieron al

Reino Unido en Uniscan (United Kingdom-Scandinavia). Pero no existió la necesaria

sintonía, dada la enorme disparidad entre la economía británica y las escandinavas, y en

1954 el Gobierno socialdemócrata danés, con un sistema proteccionista para su

agricultura, rechazo la política común en materia agrícola, lo que acarreó el colapso de

la organización. Para entonces, los estados escandinavos habían creado el Consejo

Nórdico (febrero de 1953), una organización regional más modesta en sus

planteamientos, pero que tuvo cierto éxito al establecer una unión de pagos, la libre

circulación de trabajadores, un convenio de seguridad social y la supresión de barreras

aduaneras interiores.

Pese al fracaso del Fritalux, la idea de una cooperación económica entre los países de la

Europa occidental basada en la unión aduanera y en la complementariedad de las áreas

de producción industrial y energética siguió despertando notables entusiasmos, sobre

todo en Francia. Entre sus más decididos partidarios se encontraba Jean Monnet, quien

se encargaba de aplicar los recursos del Plan Marshall a la recuperación de la economía

francesa en su condición de comisario general del Plan de Modernización y

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Equipamiento, que ponía el acento en la potenciación de la industria pesada. Aunque

federalista convencido, Monnet era lo suficientemente pragmático para admitir que la

vía funcionalista, con un marcado carácter tecnocrático, era la más práctica, a corto

plazo, para forjar lazos de solidaridad entre los gobiernos europeos sin necesidad de una

continua apelación emotiva a la movilización europeísta de sus pueblos. Gobiernos que,

como había puesto de manifiesto el fracaso del proyecto federalista del Consejo de

Europa, poseían la llave de los procesos de integración continental.

Fiel a su vieja idea de priorizar la cooperación con el Reino Unido, Monnet intentó, a lo

largo de 1949, negociar con su homónimo británico, Edwin Noel Plowden, una

planificación conjunta de la recuperación industrial para la Europa occidental. Pero, una

vez más, las reticencias de la Administración británica a implicarse en el proceso de

integración continental condujeron a un callejón sin salida. Por lo tanto, Monnet se

decantó por la otra opción, la que convertía a la Alemania Federal en el partenaire ideal

de Francia en el impulso industrial. Pero antes, había que superar la herencia traumática

de la Segunda Guerra Mundial.

En torno al valle del Rin existía un extenso espacio, compartido por cinco estados, en el

que áreas intensamente industrializadas estaban próximas a ricas cuencas carboníferas y

a zonas con minería del hierro. Este espacio, que algunos denominaban Lotaringia en

recuerdo de una entidad feudal que existió allí en la Edad Media, había visto

condicionado su desarrollo por la existencia de fronteras estatales y economías

nacionales proteccionistas, que dificultaban la complementariedad transfronteriza de los

yacimientos de carbón y mineral de hierro con las zonas de concentración fabril. Tras la

Segunda Guerra Mundial, la producción de carbón y de acero, entonces la clave del

progreso industrial, se convirtió en un problema político de envergadura, ya que

afectaba al estatuto de dos regiones alemanas ocupadas por los Aliados: el valle del

Ruhr, una zona de gran concentración de la industria siderúrgica, y el Sarre, muy rico en

carbón.

Desde el final de la guerra mundial, la ONU encomendó la administración del territorio

del Sarre a París, donde algunos círculos políticos y económicos defendían su plena

incorporación a Francia. A partir de 1947, el Sarre dispuso de su propia Constitución y

un año después se creó un sistema monetario, basado en el franco francés. Pero la

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reivindicación de la región como territorio nacional por la recién creada República

Federal Alemana (RFA) se iba a convertir en un problema político de cierta importancia

y en una amenaza implícita para unos proyectos europeístas que requerían de la entente

franco-germana.

Algo parecido sucedía con el Ruhr. Tras la guerra, británicos y norteamericanos habían

ocupado la región. Cuando se creó la RFA, Francia y el Benelux presionaron para que

no se entregara el control de la industria pesada de la zona al Gobierno de Bonn y lo

mantuvieron en manos de la Autoridad Internacional del Ruhr, establecida en marzo de

1948 mediante el Acuerdo de Londres.

Era fácil comprender que las soluciones aportadas por los Aliados vencedores, tanto en

el Sarre como en el Ruhr, no podían ser sino provisionales. Pero la entrega de ambas

regiones a la soberanía plena de RFA, como defendían los americanos, sembraba mucha

desconfianza en quienes, tan sólo cuatro años después de la caída del Tercer Reich,

albergaban temores sobre el futuro papel de la renacida Alemania. En este contexto, la

precoz experiencia del Benelux, basada en la cooperación económica internacional, la

unión aduanera y el uso complementario y supranacional de los recursos del carbón y

del acero, ofrecía una salida combinada al estatus económico de ambas regiones que

algunos círculos europeístas comenzaron a defender. Esta fórmula, que respetaría

formalmente la soberanía germana sobre el territorio, fue reiteradamente apoyada por

los políticos alemanes a partir de la primavera de 1949. También halló eco en

Washington, donde el secretario de Estado, Dean Acheson, era un firme partidario de

que la RFA se incorporase con normalidad al concierto europeo a través de la OTAN y

de la cooperación económica con Francia.

En 1950, Jean Monnet decidió profundizar en esta vía funcional, que beneficiaría al

propio crecimiento industrial francés. A la cabeza de un equipo de jóvenes economistas,

comenzó a defender la cooperación industrial europea con la formación de un pool de

empresas del carbón y del acero, sostenido y controlado por los estados. Monnet

concedía especial importancia a la cuestión del Rhur, ya que consideraba que el modelo

de administración supranacional de sus acerías podía trasladarse a las del conjunto de

países que vertebraban el eje renano, sin merma de sus soberanías nacionales. En abril

expuso su idea al jefe del Gobierno galo, George Bidault, quien delegó el tema en el

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ministro de Asuntos Exteriores, Robert Schuman. Ciudadano francés, nacido en

Luxemburgo y con el alemán como lengua materna, el democristiano Schuman era un

político especialmente capacitado para desarrollar el proyecto europeísta de Monnet, a

quien animó a ponerlo por escrito. Este formó para ello equipo con su segundo en la

Comisaría, Étienne Hirsch, el economista Pierre Uri, Paul Reuter, asesor legal del

Ministerio de Asuntos Exteriores, y Bernard Clapier, jefe del Gabinete del ministro.

El 1 de mayo de 1950, Monnet envió el memorándum a Schuman quien, a su vez,

redactó una declaración más breve y solemne. En ella ofrecía a la opinión pública de los

países de la Europa occidental el primer proyecto oficial de integración continental,

construido a partir de una entente franco-alemana y con el carbón y el acero como ejes

unificadores. Tras el visto bueno del Consejo de Ministros francés, se comunicó el

proyecto al canciller de la RFA, el democristiano Konrad Adenauer, quien se mostró

de acuerdo, al igual que lo hizo Acheson, informado por el político alemán.

La Declaración Schuman, que se presentó el 9 de mayo —posteriormente declarado

Día de Europa— comenzaba con una manifiesta adhesión a la línea funcionalista de

integración gradual por objetivos. Descartada ya la adhesión inicial de los británicos, el

proceso de integración se basaría en una entente franco-alemana. Para ello era

necesario poner fin a la rivalidad entre ambos pueblos, que había conducido a frecuentes

guerras. Para abrir una nueva etapa de colaboración entre Francia y la República Federal

Alemana, Schuman proponía que el conjunto de la producción franco-alemana de

carbón y de acero se sometiese a una Alta Autoridad común, en una organización

abierta a los demás países de Europa. A partir del carbón y del acero se iniciaría la

creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación

europea.

La Alta Autoridad sería establecida mediante un Tratado negociado y firmado por los

estados miembros. La constituirían «personalidades independientes, designadas en

forma paritaria por los gobiernos, quienes elegirán de común acuerdo un Presidente».

Las misiones del organismo supranacional, «cuyas decisiones obligarán a Francia,

Alemania y los países que se adhieran», serían: garantizar la modernización de la

producción y la mejora de su calidad; el suministro, en condiciones idénticas, del carbón

y del acero en el mercado francés y alemán, así como en los de los países adherentes; el

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desarrollo de la exportación común hacia los demás países; la equiparación y mejora de

las condiciones de vida de los trabajadores de esas industrias.

La formación de oligopolios privados se evitaría poniendo la regulación del pool

industrial en manos de los estados.

Los gobiernos alemán y francés asumieron el proyecto Monnet-Schuman e invitaron a

integrarse en él a sus socios de la OECE. Aceptaron Italia y los tres países del Benelux

mientras que el Gobierno británico, al que París y Bonn habían marginado en su

iniciativa, permanecía retraído. Tras casi un año de trabajo de una comisión de expertos,

el 18 de abril de 1951 se firmó en París el Tratado fundacional de la Comunidad

Europea del Carbón y del Acero (CECA). La Pequeña Europa, la Europa de los Seis

acababa de nacer.

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