Tema 30 La Formación de Los Estados Modernos (MAD)

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Tema 30 La formación de las monarquías feudales en la Europa Occidental. El origen de los estados modernos

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Tema 30

La formación de las monarquías feudalesen la Europa Occidental.El origen de los estados modernos

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Volumen II. Prehistoria e Historia hasta el siglo XVIII

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ÍNDICE SISTEMÁTICO

1. FRANCIA 1.1. La dinastía Capeta 1.2. El apogeo de los Capeto 1.3. Felipe IV y la extinción de los Capeto 1.3.1. El conflicto con Inglaterra 1.3.2. La cuestión pontificia 1.3.3. El proceso de los Templarios

2. INGLATERRA 2.1. La conquista normanda 2.2. Enrique II y la dinastía Anjou-Plantagenet 2.3. Los inicios del Parlamentarismo. Juan I y la Carta Magna 2.4. La contienda anglo-francesa: Bouvines 2.5. La sucesión de Juan I

3. FRANCIA E INGLATERRA EN EL MARCO DE LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS 3.1. La revuelta de Flandes 3.2. La cuestión de Bretaña 3.3. El desastre francés en Normandía. De Crecy a Poitiers 3.4. La crisis interna en Francia. La Jacquerie y la Paz de Bretigny 3.5. Francia e Inglaterra entre 1380 y 1420 3.6. La resolución del conflicto. La victoria francesa

BIBLIOGRAFÍA

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Desde los años iniciales del siglo XI, apenas Europa comenzaba a verse libre de la amenaza de las invasiones, se inicia en todas partes un proceso de reconstrucción que afecta a todos los niveles e instituciones en aquellos territorios que habían experimentado en toda su crudeza las consecuencias de la disolución del Imperio Carolingio y los destrozos materiales y políticos ocasionados por las segundas invasiones.

1. FRANCIA

Durante los siglos VIII y IX Francia había alcanzado un gran prestigio entre los reinos eu-ropeos, pero a fines del siglo IX pasó a ocupar un lugar secundario, separada del imperio que la dinastía carolingia había restaurado y que ahora se centraba en el Sacro Imperio Romano Germánico, cuya corona no tardaría en posarse sobre la cabeza de Otón I – 936-973 –,cuyo hermano Bruno, arzobispo de Colonia, desempeñó durante algunos años el papel de árbitro de Europa cuando se convirtió en regente del carolingio Lotario, asegurándole la herencia, de manera que entre Francia y Alemania no había fronteras. Pero a la muerte de Otón I, Lotario reivindicó los derechos carolingios sobre Lorena, apoyando a una de las muchas insurrecciones que se producían en el territorio, y estuvo a punto de sorprender en Aquisgrán al nuevo emperador, su cuñado Otón II – 973-983 – que respondió con contundencia, ordenando la invasión de Francia y ocupando con sus tropas las alturas de Montmartre, donde se encontró con las fuerzas de Hugo Capeto, que tenía a su cargo la defensa de París – 979 –. Pero la actitud de éste fue conciliadora e incluso neutral, y rea-lizó un viaje a Roma donde se entrevistó con el emperador y trató con él sobre Lorena.

Lorena era constante causa de alteraciones de la paz por los enfrentamientos que protagonizaban los carolingios y los robertinos – descendientes de Roberto el Fuerte y de su hijo Eudes, conde de París – razón por la que varios consejeros del emperador, entre los que sobresalía Gerberto de Aurillac, futuro Papa Silvestre II – 999-1003 –, le expu-sieron – 985 – su idea sobre la conveniencia de restablecer la paz deponiendo a Lotario y entregando el poder a Hugo Capeto, quien, por otra parte, descendía también de la casa de Carlomagno, aunque por vías muy recónditas. Nada se hizo por entonces, pero en la confusa situación existente, Hugo fue convirtiéndose en cabeza de lo que bien podía deno-minarse como bando proalemán y eclesiástico, es decir, contaba con el apoyo de quienes sostenían el Sacro Imperio y, consciente de sus posibilidades y de que su hora aún no había llegado, consintió que a la muerte de Lotario – 986 – lo sucediese sin dificultad su hijo Luis V, desaparecido al año siguiente sin descendencia directa, lo que significaba que la dinastía carolingia se extinguía en Francia y quedaba abierto el camino del trono para los robertinos, cuyo jefe era, precisamente, Hugo Capeto.

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El obispo Adalberón de Reims se adelantó a los acontecimientos y convocó una asam-blea de nobles en Senlis para proponer la elección de Hugo Capeto, pero dejando claro que si aún viviera un carolingio a él correspondería la herencia de la corona. En tales circunstan-cias, el derecho a elegir rey vuelve al pueblo de los francos. Los nobles dieron sus votos a Hugo Capeto –987 – y con este acto la monarquía entraba también dentro de la mentalidad feudal que aplicaba en todo el principio de la herencia, y no sólo Hugo, sino sus descendien-tes mientras los hubo, fueron elevados al trono de Francia por este expediente hereditario.

1.1. La dinastía Capeta

Hugo Capeto – 987-996 – fue coronado poco después de su elección en Reims y daba comienzo una dinastía que duraría hasta 1328. El nuevo monarca hubo de enfrentar-se con el pujante feudalismo para defender los derechos de la Corona, hallando constante apoyo en sus dominios de París y Orleans. Francia era entonces un mosaico de dominios, algunos de los cuales se encontraban en trance de convertirse en estados territoriales y eran de mayores dimensiones e importancia superior a los dominios del rey, caso de Bor-goña, Flandes, Aquitania, Bretaña, Normandía, Anjou, Tolosa o Provenza, por citar sólo los más importantes. Entre todos ellos Hugo Capeto disponía de la fuerza que daba el poder de la monarquía, suprema justicia y guarda de la paz, pero el monarca hubo de luchar du-rante toda su vida sin descanso, sobre todo contra Carlos, duque de Lorena, que intentaba resucitar el antiguo bando de los carolingios, y contra Arnoldo, arzobispo de Reims que preconizaba una peligrosa inclinación proalemana.

Con esas premisas hay que decir que la dinastía Capeta era débil y esta característica fue muy útil para su consolidación, ya que, en un territorio muy feudalizado y donde había surgido toda una constelación de principados, la institución monárquica se presentaba como un símbolo de unidad moral e histórica más que como un poder necesario e indiscu-tible, por ello, cuanto menos amenazante y poderoso fuese el monarca, mayores garantías de supervivencia tenía. Hugo era rey porque lo habían querido así los grandes señores que lo habían elegido y ahora le resultaba muy difícil imponer su autoridad a los que habían sido sus “iguales”, quienes habían copado en sus manos una buena parte de los poderes y derechos regalianos – entre ellos el control sobre las sedes episcopales y los grandes monasterios –, por ello, el gran mérito de los Capeto será superar esta debilidad congénita no renunciando, ni siquiera en las peores etapas de su historia, a ninguno de sus derechos teóricos y actuando con gran habilidad, acompañada con grandes dosis de fortuna, dentro de un sistema en el que el monarca tenía asignado un papel muy modesto que, sin embar-go, le permitía intervenir como árbitro en las disputas feudales. Algunos elementos jugaron a favor de los primeros reyes de la dinastía: la posición central de sus dominios, contar siempre con un heredero varón a quien poder asociar al trono garantizando con ello una pacífica sucesión y, finalmente, su estrecha alianza con la Iglesia, cuyo apoyo fue crucial, ya que por este camino los reyes recuperaron el control de las elecciones episcopales y se beneficiaron de la influencia de la Iglesia sobre el pueblo.

Con todo, la monarquía capeta tardó en convertirse en una fuerza política importante dentro de la Francia feudal. Hugo Capeto moría el 24 de octubre del año 996 y lo sucedió su hijo Roberto I – 996-1031 – a quien su padre había asociado al trono en vida, y a éste lo sucedió Enrique I – 1031-1060 – quien fue poco más que un símbolo, hasta el punto de tener menos poder y prestigio que muchos de sus grandes vasallos. Pero tanto uno como otro combatieron incansablemente contra los feudales y contra los grandes señores que aspiraban a la independencia, apoyados por el movimiento de moralización y reforma

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que preconizaba Cluny y, por ello, a las peregrinaciones y al uso piadoso de las armas – la primera cruzada contra Barbastro tiene lugar en el 1063 – se unieron normas que obliga-ban a los caballeros a respetar a sacerdotes, pobres y mujeres, y poco a poco en el sur de Francia nació la idea de la Tregua de Dios, formulada por vez primera en la asamblea de Charroux – 989 – y que consistía en castigar con la excomunión a todo aquel que robara bienes de la Iglesia, maltratara a un clérigo o causara daños a un campesino, aunque luego abarcaría otras facetas.

Todo este movimiento, que buscaba la exigencia del respeto a la ley y la justicia, favore-cía al monarca en cuanto representante que era de ambas; al principio se había proyectado exigir un juramento universal de respeto absoluto a la paz – Concilio de Bourges, 1038 –, pero más tarde se aceptaron limitaciones que llevaron a prohibir cualquier acto de guerra entre el miércoles por la tarde y el lunes por la mañana, en recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, y así quedó establecida la Tregua de Dios, que ya existía en Marsella en torno al 1041 y, posteriormente, el movimiento, conforme se fueron añadien-do otras festividades especiales como el tiempo de Adviento, Septuagésima y Cuaresma, acabó extendiéndose por todas partes, permitiendo a los reyes prohibir las guerras privadas y haciendo posible el establecimiento del orden. Con la anexión de Borgoña – 1002 – he-redada de su tío Enrique, Roberto I consiguió la consolidación del dominio sobre ese terri-torio, pero muchas de las ventajas logradas entonces se perdieron en el reinado de Enrique I, quien entregó Borgoña – 1032 – a su hermano Roberto con objeto de que apoyase al trono frente a Esteban, conde de Blois, y Teobaldo, conde de Champaña. Ciertamente, apenas si era del rey la tierra que abarcaba con la vista desde las murallas de París, ciudad que, además, se encontraba amenazada por los normandos.

La debilidad de la Monarquía alcanzó su punto más bajo cuando, en el 1060 moría En-rique I y la corona pasaba a un niño, Felipe I – 1060-1108 – de quien fue regente Baldui-no V, conde de Flandes, quien durante siete años buscó tan sólo, a fuerza de concesiones, el modo de conservar la paz. En 1067 desaparecía el conde de Flandes y Felipe I iniciaba su reinado haciendo frente al problema planteado por la conquista de Inglaterra efectuada por Guillermo I en 1066, dándose el caso de que el nuevo rey inglés era vasallo de Felipe por su señorío de Normandía, y de esa situación no podían salir sino guerras, cuyo ritmo se hizo más trepidante en el devenir del siglo XI, mezclándose con las apetencias económi-cas que el desarrollo del comercio aceleraba, el expansionismo de las cruzadas y hasta la disputa entre güelfos y gibelinos, que en Occidente tomaba carácter de contienda entre el Imperio y las monarquías.

En 1076 se produjo una rebelión en Normandía y el monarca inglés acudió para sofo-carla, pero cuando se hallaba cercando el castillo de Dol, las tropas francesas lo obligaron a levantar el cerco, acción que el rey francés aprovechó para incorporar a la Corona el Vexin. Dos años después Felipe I acogía a Roberto – Roberto Calzas Cortas –, hijo de Guillermo I, y le proporcionaba tropas y una plaza militar – Gerberoy – con objeto de que pudiese enfrentarse al rey inglés, y después de que los ingleses fueran rechazados, se ofreció como mediador – enero de 1079 – consiguiendo arrancar de Guillermo I la promesa de que Ro-berto sería duque de Normandía, territorio que se separaba de Inglaterra. Pero el acuerdo, y por esto mismo la paz, fue precario y sólo constituyó un preámbulo de la guerra que no llegó a producirse por la muerte de Guillermo, que dejaba el campo libre al monarca francés.

Pero Felipe I no supo aprovechar la magnífica oportunidad que le brindaban las discor-dias existentes entre los hijos de Guillermo I y el apoyo de la Iglesia, sino que, por el con-trario, echó por tierra su obra cuando, en 1092, rompió su alianza con el duque de Anjou raptando a Bertrada de Montfort, esposa del duque, y se casó con ella tras repudiar a Berta, hermana del conde de Flandes, su otro gran aliado. Con estas acciones el monarca

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ofendía a sus dos grandes apoyos nobiliarios, en tanto que la Iglesia, sin poder permanecer impasible al escándalo, trató el tema en el Concilio de Clermont-Ferrand – 1095 – reuni-do para tratar sobre la organización de la I Cruzada, y el Papa Urbano II excomulgó a Felipe I que, no obstante, persistió en su actitud y murió – 1108 – incurso en esta sentencia. Moría entonces un monarca polémico que había tenido que hacer concesiones a la nobleza y que se enfrentó a la Iglesia por su bigamia, lo que aumentó la debilidad de la institución que adolecía de falta de apoyos, facilitando los abusos de autoridad que cometían los prebostes que gobernaban el dominio real. Pero, pese a ello, bajo Felipe I se aprecian ya signos de la recuperación y restauración del poder real, cuyos efectos se dejaron sentir en reinados posteriores.

Luis VI – 1108-1137 – sucedía a su padre en el trono francés e iniciaba un reinado que se caracteriza por un constante esfuerzo por administrar y pacificar el reino, intentando hacer efectiva la idea de primacía de la realeza frente a los señores feudales, tarea en la que contó con la ayuda de sus hermanos, así como con consejeros y defensores de peso como el obispo y gran canonista Ivo de Chartres y el poderoso Suger, abad de Saint De-nis. El resultado final de tan paciente labor fue el sometimiento de los señores rebeldes y la destrucción de sus fuentes de poder, los castillos, acabando con el bandidaje que muchos protagonizaban, lo que le valió fama de justiciero y le permitió anexionar nuevos territorios y ciudades como Amiens o Laón, en donde una rebelión de burgueses contra el obispo permitió al rey apoderarse de la ciudad – 1114 –, conquistas que llevaron a que, hacia 1130, el monarca francés comenzase a ser verdadero señor del dominio, aunque todavía quedaba mucho camino para completar el control sobre toda Francia.

Pero el eje en torno al cual giran los acontecimientos políticos de estos años es la situación de hostilidad con Inglaterra, agudizada cuando el monarca inglés Enrique I, en un afortunado golpe de mano, consiguió apoderarse del formidable castillo de Gisors – 1108 – en el camino hacia París. Luis VI trató de neutralizar el poder de la fortaleza y construyó una alianza con Flandes, Anjou y otros para lanzarse a la guerra que, comenza-da bajo buenos auspicios, terminó por serle desfavorable a causa de la traición de algunos de los coaligados como Teobaldo III de Champaña, y se vio obligado a firmar la Paz en Gisors – 1113 – por la que reconocía a Inglaterra la posesión de Maine y Bretaña. Conven-cido de que se trataba apenas de una tregua, Luis VI aprovechó estos años, los más duros y también los más fecundos, en la pacificación del dominio y Amiens, Beauvais, las tierras del bandolero Tomás de Marle y Montlhéry fueron anexionados, de manera que Luis VI, comenzando por el corazón del reino, la isla de Francia, iba implantando el orden real que empezaba a sustituir al desorden feudal. Pero su política, guiada por principios como la paz y tregua de Dios, era vacilante respecto a las comunas y sus libertades ciudadanas y, aun-que el movimiento económico le favorecía, también favorecía a otros príncipes territoriales como Balduino VII que había engrandecido Flandes con territorios arrebatados al Imperio y que era una demarcación prácticamente independiente, mientras que Guillermo IX, duque de Aquitania, poseía tantas tierras como el rey y, desde luego, más libertad de movimiento; Raimundo IV de Saint-Gilles, conde de Tolosa, héroe de la Cruzada, aspiraba a crear en el sur de Francia un núcleo occitánico poderoso; e incluso Borgoña, regida por una rama menor de los Capeto, y Champaña, enriquecida por sus ferias, eran para el rey motivo de preocupación.

En 1116 de nuevo volvió a enfrentarse con Inglaterra, esta vez atacando Normandía, pero fue derrotado en Brémula –20-VIII-1119– tras lo cual se estableció una paz que im-plicaba la devolución de conquistas y nada más, por lo que el problema seguiría y volvería a plantearse. Pese a las derrotas frente a Inglaterra y la oposición de los grandes señores feudales, el prestigio del monarca francés fue creciendo y su ascendencia sobre los nobles

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franceses hizo que, cuando en 1124, el emperador Enrique V amenazase con invadir Francia, todos estuviesen junto al rey dando muestras de lo que se ha llamado “primer síntoma del sentimiento nacional francés”. Fue Luis VI también decidido partidario del mo-vimiento comunal, favoreciendo en cuanto pudo el naciente desarrollo de los municipios franceses, si bien es cierto que eso no fue óbice para que estableciese un férreo control sobre las instituciones municipales de su propio dominio, tales como París y Orleans; en cualquier caso siempre encontró el apoyo de los burgueses que miraban con buenos ojos la preocupación del rey por la pacificación y el desarrollo de la economía, factor éste al que ayudó la estrecha colaboración con la Iglesia, pues del acuerdo entre el rey y su colaborador Suger surgió la feria de Lendit en Saint Denis, que muy pronto adquirió notable fama y que contribuyó al aumento de los ingresos de las rentas reales, de los propios del monasterio y al engrandecimiento del burgo de Saint Denis, cercano al monasterio. Fruto también de este mutuo apoyo fue el desarrollo que alcanzaron las escuelas catedralicias de París y Orleans, ambas situadas, como hemos visto, en dominio capeto.

Poco antes de morir, Luis VI consiguió un éxito notable con el matrimonio de Leonor de Aquitania, única heredera del duque Guillermo, con su hijo, el futuro Luis VII, enlace que se celebró en Burdeos pocos días antes de la muerte del monarca – 1-VIII-1137 – y que haría que el extenso ducado de Aquitania se uniera a la Corona, dándose de esta manera un paso de gigante en la ampliación del dominio capeto sobre el solar francés. Pero las esperanzas del rey no se cumplieron.

En efecto, Luis VII – 1137-1180 – no desarrolló su gobierno como hubiera deseado su progenitor y en su reinado se pueden contemplar dos grandes etapas separadas por un antes y un después de 1152, fecha de la disolución de su matrimonio con Leonor de Aqui-tania. La primera fase se caracteriza por una política muy influenciada por su esposa, lo que hizo que rompiese las buenas relaciones con la Iglesia y dejase pasar la oportunidad que le brindaba la difícil situación política de Inglaterra para acabar con los dominios ingleses en Francia; en 1149 regresó de la Segunda Cruzada, en la que nada positivo se obtuvo, produ-ciéndose fuertes tensiones con su esposa a causa de la, según Leonor, excesiva influencia del abad Suger, quien gobernó Francia mientras el rey estuvo en la Cruzada muy a disgusto de la reina y sus colaboradores amigos. Las discordias conyugales alcanzaron tal grado que Luis VII solicitó y obtuvo la nulidad del matrimonio – 1152 –, el principal error político del rey, pues dejaba escapar del control directo de la Corona el principado más extenso del reino, el ducado de Aquitania, y facilitaba que, poco después, Leonor casase con Enrique Plantagenet, conde de Anjou y duque de Normandía, que tres años más tarde llegaría a ser rey de Inglaterra, por lo que el monarca inglés ampliaba los dominios en Francia con respecto a los de Guillermo I, y esta situación no plantearía sino un conflicto feudal entre Capetos y Angevinos cuyo estallido sólo era cuestión de tiempo.

La segunda parte del reinado de Luis VII se caracteriza por una vuelta a los parámetros establecidos por su padre tales como el apoyo decidido a las ciudades, que proporcionaban dinero, soldados y, sobre todo, firmes apoyos al monarca en quien veían la encarnación de la paz y la prosperidad; se acercó a la nobleza mediante su matrimonio – el tercero – con Adela, hermana del conde Enrique de Champaña que sería madre del heredero, a la vez que el conde y su hermano Teobaldo casaban con hijas del rey. Por otra parte, Luis afir-maba su autoridad y recurría a todos los procedimientos para ello y, así, el mismo año de su boda con Adela – 1160 – se escribió un Ludus de Antichristo, que suponía el enfren-tamiento del rey francés con el Dominium Mundi de los emperadores germanos; Adela era descendiente de Carlomagno y Luis VII, imitando a los emperadores, declaró que los doce príncipes superiores de Francia, los llamados Pares – tres duques laicos, Normandía, Aquitania y Borgoña, tres condes laicos, Tolosa, Champaña y Flandes, tres arzobispos-du-

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ques, Reims, Laón y Langres, tres obispos-condes, Beauvais, Noyón y Châlons – conferían validez universal a las leyes y disposiciones que fuesen por ellos aprobadas, tesis que lo llevaron a una aproximación a la Iglesia, y por ello en el conflicto entre Alejandro III y Federico I tomó partido por el Papa, rechazando las pretensiones del dominio universal de los Stauffen, con lo cual reforzaba su propia autonomía e independencia respecto a las pretensiones imperiales.

El balance de los dos primeros siglos de historia capeta puede parecer poco brillante y, de hecho, la autoridad regia distaba mucho de ser reconocida en todo el reino, pues los dominios reales apenas superaban los límites alcanzados en el siglo XI. Sin embargo, los monarcas capeto legaron a sus sucesores una administración saneada, una popularidad nada desdeñable y unos instrumentos de intervención en la vida política del reino que per-mitirían la recuperación espectacular de la monarquía en el siglo XIII y la implantación de un nuevo orden feudal presidido por la Corona.

1.2. El apogeo de los Capeto

En efecto, el trabajo constante de los primeros reyes en orden al reforzamiento de la autoridad monárquica y a la búsqueda de apoyos frente a la nobleza feudal, cristalizaron en el reinado de Felipe II Augusto – 1180-1223 –, hijo y sucesor de Luis VII, que ocupó el trono a los quince años y prosiguió la labor de sus antecesores yendo mucho más lejos al aprovechar el sistema feudal en beneficio de la Corona, llegando a establecer una serie de impuestos emanados del esquema feudal que repercutieron en una mayor cantidad de ingresos con los que poder hacer frente a los numerosos gastos que se avecinaban. Tam-bién impuso la sumisión del clero a la justicia civil, tratando de evitar la impunidad que les proporcionaba su pertenencia a un fuero diferente.

Uno de sus principales objetivos, inherente al fortalecimiento de la autoridad regia, fue la sumisión de la nobleza, cosa que ya comenzó a llevar a cabo en 1186 cuando hubo de hacer frente a una coalición de nobles feudales a cuyo frente estaban los condes de Flandes y de Champaña, que se vieron sorprendidos por el inesperado alarde de fuerza del monarca que no les dejó otra opción que someterse y obligarles a devolver las tierras que habían usurpado al patrimonio real. La guerra con Inglaterra se hizo inevitable aunque tuvie-se un prólogo pacífico en las buenas relaciones de Felipe con Ricardo I de Inglaterra y en la participación de ambos, junto al Emperador Federico I, en la Tercera Cruzada – 1188-1192 –, durante la cual ya se pusieron de manifiesto los primeros síntomas de ruptura en-tre los reyes de Francia e Inglaterra, por lo que Felipe II decidió regresar pronto a su reino y aprovechar la ausencia del inglés para sacar ventajas territoriales que desembocarán, como veremos, en la batalla de Bouvines, muerto ya Ricardo I.

Para llevar a cabo la administración de los nuevos y amplios dominios ahora incorpo-rados y, en general, de todo el reino, Felipe estableció agentes reales permanentes, como bayles y senescales, funcionarios reales, fieles en el servicio del monarca que, dotados de amplios poderes, garantizaban el control de ciudades y territorios. Los primeros proce-dían de la clase media y ejercían como intermediarios entre el rey y los súbditos de sus dominios, cuidando de administrar justicia en su nombre y de proceder a la recaudación de las rentas que le pertenecían; por su parte, los senescales eran barones o caballeros, fieles al rey, que ejercían las mismas funciones que los bayles pero en los distritos fron-terizos, corriendo, además, a su cargo, el reclutamiento y el mando de las tropas propias de los mismos.

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El primero de los reyes Capeto que no tuvo necesidad de ser asociado al trono por su pro-genitor, prueba del afianzamiento de la monarquía francesa, fue Luis VIII – 1223-1226 –,quien en su corto reinado se limitó a continuar la política de su padre incorporando las fuertes ganancias territoriales derivadas de sus triunfos. Arrebató Poitou a Enrique III de Inglaterra – La Rochela, única ciudad que resistió, fue ocupada en 1224 – en la zona del Mediodía, recogió los frutos de la cruzada albigense tras Muret, incorporando el condado de Tolosa, y montó una gran expedición que se apoderó de Aviñón – septiembre de 1226 –donde le sorprendió la muerte. También renovó el vasallaje que Flandes le debía, firmando, en abril de 1226, el Tratado de Melun, por el que la condesa Juana se obligaba a prestar fidelidad al monarca galo.

La inesperada muerte de Luis VIII dejaba paso a la minoría de Luis IX – 1226-1270 –bajo la regencia de su madre Blanca de Castilla, hija de Alfonso VIII de Castilla y Leonor de Inglaterra, cuyo papel en la creación de lo que sería el régimen monárquico de Francia es fundamental, y que hubo de actuar con energía para defender el trono de su hijo frente a las rebeliones nobiliarias motivadas por el creciente poder de la monarquía, destacando la dirigida por Teobaldo, conde de Champaña, y Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, pero al poco de iniciada la lucha Teobaldo hizo la paz con la regente, motivo por el cual, considerado traidor, fue atacado por sus antiguos aliados y Blanca se vio precisada de acudir a Troyes para defender al conde de Champaña, logrando en dicho lugar la sumisión del conde de Tolosa, quien por el Tratado de París – 11-IV-1229 – aceptaba el matrimo-nio de su heredera Juana con el menor de los hermanos del rey, Alfonso de Poitiers. En la lucha contra los nobles doña Blanca contó con el apoyo de la Iglesia, personificado en el cardenal de Santángelo, uno de sus principales consejeros, aunque la posición de la monarquía se vio favorecida por la falta de programa de los rebeldes y la neutralidad del emperador Federico II.

El día 5 de abril de 1234 Luis IX fue declarado mayor de edad, sin embargo nada cambiaría por entonces, pues Blanca de Castilla seguiría gobernando hasta su muerte. El monarca contaba con las condiciones favorables para llevar a cabo reformas, porque ahora – consecuencia del triunfo sobre los ingleses logrado por Felipe II – sus dominios eran mu-cho más extensos que los de la nobleza, y su renta, sumada a los impuestos, proporcionaba una amplia base económica. Su política exterior, fiel reflejo de sus ideas, derivó en una constante tendencia al equilibrio y, entre 1240 y 1243, hubo de enfrentarse al último brote de anarquía feudal protagonizada por una coalición de nobles – Raimundo de Tolosa y Hugo de Lusignan – a cuyo frente se puso el inglés Enrique III; Luis IX procedió con entusiasmo y rapidez, adueñándose de todo Poitou antes de que los ingleses llegaran y luego aplastó a Enrique III en la batalla de Saintes – 22-VII-1242 –. Pero el rey francés, lejos de imponer unas duras condiciones a los vencidos, mostró el sereno equilibrio de su alma y largó el per-dón para Hugo de Lusignan, firmó el Tratado de Lorris – 1243 – con Raimundo de Tolosa garantizándole el respeto a las condiciones otorgadas por el tratado de 1229, y con Enrique III firmó el Tratado de París – 1259 – por el que Luis IX le reconocía derechos sobre feudos reales como Limoges y Cahors. También terminó con la contienda franco-catalana en la frontera provenzal firmando el Tratado de Corbeil – 1258 – en el que no existe ese equili-brio, pues las ganancias superan a las renuncias, porque Luis IX renunció a unos más que hipotéticos y discutibles derechos sobre Cataluña a cambio de que Jaime I renunciara a la prosecución de la política occitánica en la que tanto empeño habían puesto sus anteceso-res y que había sido eje de la política catalano-aragonesa durante muchos años.

Mayor importancia tiene la política interior desplegada por Luis IX por cuanto supone la auténtica reorganización del estado y de las instituciones. En efecto, Luis IX prosigue la política de Luis VIII en el sentido de ampliar y adaptar los organismos heredados de épocas

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anteriores, pues la casa del rey, los grandes oficios – senescal, canciller, condestable y otros – y la curia eran herencia de una administración confusa e incipiente en la que se distinguía mal entre lo que correspondía al ámbito privado, al de los dominios del rey y al del reino. Con Luis IX las Curias plenas y solemnes desaparecieron y fueron sustituidas por los Consejos, en los que intervienen personas directamente requeridas por el monarca; así se potencia el Consejo Real, gran novedad de la administración central, nacido bajo Felipe II e integrado por gentes procedentes del Parlamento y del Tribunal de Cuentas, lo que lo convierte en un órgano más de gobierno que de administración; junto a él, la multiplicación y perfeccionamiento de los servicios de la corte, caracterizada por el aflujo de personal es-pecializado y competente, alejan el cuadro institucional de sus orígenes privados y da lugar a la aparición de una monarquía bien administrada.

Las transformaciones más importantes se hicieron a través de la cancillería y de la curia; la Curia, en teoría reunión de vasallos para cumplir las obligaciones feudales del consejo y auxilio al soberano, se convirtió, por la incorporación de especialistas en el de-recho, en un organismo cuyas sesiones, progresivamente especializadas, propiciaron que, desde mediados del siglo XIII, naciese la “Curia in parliamento”, denominada pronto Par-lamento, nombre que se utilizaría para designar las sesiones judiciales de la Curia que se celebraban en París tres o cuatro veces por año y que la convertían en un auténtico Tribunal Supremo; las sesiones de cuentas de la curia se celebraban tres veces al año y no tardaron en originar un Tribunal de Cuentas. En la cancillería, por su parte, del núcleo inicial se fue formando en torno al Canciller – casi siempre un alto clérigo de la confianza del monarca que ejercía, en ocasiones, una gran influencia en la corte– un grupo de clérigos y laicos bien preparados en Derecho a los que con frecuencia se recurrió para el desempeño de las distintas funciones de la administración.

La gran obra de este rey que por todas partes buscó la equidad, equilibrio y justicia fueron las Cruzadas, muestra del idealismo caballeresco, que hicieron mucho en favor de su santidad y de su fama, aunque muy poco práctico se puede sacar de ellas. Partiendo de una base teológica quiso ajustar su conducta política, interna y externa, a la estricta norma de la moral cristiana, de manera que la noción de que el gobierno era un deber y no un derecho queda incorporada en su reinado definitivamente a la teoría del poder monárquico. Llevado por este celo religioso organizó la Séptima Cruzada – 1248-1254 –y la Octava Cruzada – 1270 – dirigidas contra Egipto y Túnez, que poco reportaron, pues en la primera de ellas se conquistó por segunda vez la plaza de Damieta, pero el monarca fue vencido y apresado en Masurah – 1250 – con el grueso de sus tropas y obligado a pagar un fuerte rescate, y en el transcurso de la Octava, el monarca francés murió apestado en Túnez al poco de comenzar las operaciones militares – 25-VIII-1270 –. Luis IX sería canonizado en 1297, y subía a los altares mientras que los episodios sobre su vida corrían de boca en boca: las noches en oración, las flagelaciones que imponía a su cuerpo, los mendigos que invitaba a su mesa, las limosnas, la fundación de hospitales, etc. Conocedor de las obras de San Agustín, consideraba que un buen rey debe gobernar con las normas del Evangelio y velar por la salud de las almas de sus súbditos, tanto como por la de sus cuerpos.

El trono francés quedaba en manos de su hijo Felipe III – 1270-1285 –, un monarca de escasa voluntad y dotes que terminó por convertirse en instrumento de la política de su tío, Carlos de Anjou, quien, pese a todo, consiguió impedir el desastre de los cruzados que acompañaban a Luis IX mediante un acuerdo con el rey de Túnez que permitió el retorno de la mayoría. Felipe III mantuvo en sus puestos a la mayoría de los colaboradores de Luis IX, lo que contribuyó a dar eficacia a un gobierno en el que las instituciones comenzaban a ser más importantes que las personas.

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Felipe III pudo incorporar a la corona importantes territorios como los condados de Tolosa y Champaña así como el reino de Navarra, merced a un hábil juego diplomático que permitió obviar los problemas. Al producirse la invasión de Sicilia por las tropas del ara-gonés Pedro III, el Papa Martín IV y Carlos de Anjou empujaron a Felipe III a una guerra de invasión en Cataluña que se produjo bajo el nombre de Cruzada, que nada solucionó en este aspecto aunque sí trajo funestas consecuencias para el rey francés que murió en 1285 a causa de una epidemia cuando se retiraba con su ejército, que había sido derrota-do por las tropas de Pedro III en el Coll de Panissars.

1.3. Felipe IV y la extinción de los Capeto

Iniciaba su reinado Felipe IV – 1285-1314 –, punto culminante de la dinastía Capeta y al mismo tiempo inicio de la crisis. Utilizando la aureola de santidad de su abuelo y el concurso de grandes legistas, supo llevar el poder monárquico a su máxima eficacia. La importancia de la labor realizada por los consejeros universitarios del rey, como Pedro de la Flotte y Guillermo Nogaret, ha hecho pensar algunas veces que el monarca pudo ser sólo un dócil instrumento en sus manos, pero la realidad parece haber sido muy distinta, pues Felipe IV escogió a su arbitrio estos consejeros y les mantuvo su confianza contra toda oposición, representando junto a los legistas un factor esencial en el crecimiento del poder. Felipe IV vislumbra por primera vez la idea de Francia como una comunidad dotada de fronteras naturales, Pirineos y Rin, que él pretende sistemáticamente alcanzar. Tanto por su origen como por la forma política alcanzada, Francia se oponía radicalmente al Imperio pues, siendo heredera de la monarquía fundada por Carlomagno, los consejeros de Felipe IV siempre sostuvieron la idea de que Alemania y el Imperio eran conceptos separables y que nada impedía que un príncipe no alemán fuese coronado emperador y como tal presi-diese la cristiandad. Tres van a ser los grandes temas de su reinado:

1.3.1. El conflicto con Inglaterra

La gran enemiga de Francia seguía siendo Inglaterra por las posesiones británicas en suelo francés y por la rivalidad mercantil derivada de la reactivación del Golfo de Vizcaya. Hasta 1285 las relaciones entre ambos monarcas fueron buenas, tal vez ni Felipe IV ni Eduardo I deseaban la guerra y prefirieron, sobre todo el rey francés, usar métodos legales para desgastar a su adversario, pero, desde 1279, a causa de los secaderos de pescado de Saint-Mathieu, que explotaba Bayona, se encendió una sangrienta querella entre marinos del Golfo de Vizcaya y del Canal de la Mancha en la que bretones, normandos e ingleses entraron en liza, usando de los acostumbrados golpes de mano y represalias que, en 1292, pusieron a ambos países al borde de la guerra. Felipe IV citó a Eduardo I de Inglaterra ante el Parlamento de París en enero de 1294 y, tras varias conversaciones, el monarca inglés consintió en un tratado que autorizaba al rey de Francia a enviar oficiales suyos a Aquitania para vigilar los actos de violencia, pero Felipe IV obró con felonía y doblez, pues lo que envió a Aquitania no fueron unos cuantos oficiales sino un verdadero ejército y, ante las protestas de Eduardo I, rescindió el acuerdo y decretó la confiscación de Aquitania para la Corona francesa – 19-V-1294 –. Estamos en el prólogo de la Guerra de los Cien Años, en el que ambos contendientes se vieron respaldados por grandes coaliciones que anun-ciaban la división de Europa en el conflicto que habría de enfrentar a franceses e ingleses; pero ahora las operaciones militares no fueron importantes y Eduardo I decidió replegar sus guarniciones a las ciudades de la costa e iniciar negociaciones con Flandes tratando

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de cerrar una alianza contra el rey francés, quien, al enterarse, exigió el cumplimiento del vasallaje y la entrega de algunas ciudades como Gante, Brujas e Ypres, pero nadie le hizo caso, lo que significaba la guerra.

El pontífice Bonifacio VIII intervino para restablecer la paz e impuso una tregua – 1299 – durante la cual los enviados franceses trabajaron hábilmente para llegar a un acuerdo que neutralizase la intervención inglesa en Flandes cosa que se consigue con la paz de Montreuil, tras la cual un ejército francés, dirigido por Carlos de Valois ocupó Flan-des – 1300 –. Pero la ocupación francesa no trajo la resolución del conflicto, sino que fue el preludio de una gran rebelión, atizada por el mal gobierno de los franceses, que estalló en la madrugada del 17 al 18 de marzo de 1302, llamada maitines de Brujas, en la que las gentes dirigidas por los jefes de los artesanos, entre los que destacaba el tejedor Peter van Conninck, terminaron con la vida de franceses y patricios en un alarde de crueldad, e incluso un importante ejército francés enviado a Flandes fue terrible y sorprendentemente derrotado en Courtrai – 11-VII-1302 – a manos de tejedores, bataneros y campesinos, clavando a Felipe IV una espina que deseó quitarse inmediatamente.

La grave situación fue salvada por Nogaret, el poderoso ministro de Felipe IV que dirigió las negociaciones para terminar con la guerra y dar un vuelco a la situación. Pero los fla-mencos se negaban a aceptar el gobierno de la nobleza que servía a Francia, mientras que el Papa Benedicto XI – 1303-1304 – excomulgaba a los rebeldes, e incluso el rey de Ingla-terra, cumpliendo el pacto de Montreuil, envió refuerzos al ejército francés que aplastó a los artesanos –18-VIII-1304–. En Flandes se impuso el Tratado de Athis – 23-VI-1305 –,por el que se pretendía sujetar el territorio flamenco a la Corona francesa y decretaba la vuelta de los patricios al gobierno de sus ciudades. Felipe IV obtuvo la cesión de varias ciudades, pero la fidelidad flamenca no era nada firme ni estable.

1.3.2. La cuestión pontificia

Se trata del enfrentamiento entre la monarquía nacional francesa de Felipe IV y la uni-versal de la Iglesia que presidía entonces Bonifacio VIII – 1294-1303 –, un pontífice que nunca despertó las simpatías de los reyes de Francia e Inglaterra, que acogieron siempre mal los intentos de mediación papal en el conflicto que los enfrentaba. Felipe IV, lo mismo que su colega Eduardo I de Inglaterra, trató de obtener subsidios del clero para soste-nimiento de la campaña que les enfrentaba, pero Bonifacio VIII publicó la bula Clericis laicos – 2-II-1296 – por la que tajantemente prohibía a los clérigos contribuir en asuntos temporales y, poco después, escribió una carta conciliatoria y explicativa de la medida adoptada a Felipe IV, quien consideró la bula como un ataque personal y respondió con la publicación de una ordenanza que prohibía la salida de oro y plata del reino francés – 17-VIII-1296 – cortando de esta manera uno de las más importantes ingresos que obtenía el papado en unos momentos en los que necesitaba mayor aporte dinerario para hacer frente a los rebeldes romanos. A partir de entonces comenzó una guerra de descrédito papal a base de una serie de libelos que Felipe IV no autorizó aunque consintió, en los que se ponía en duda la legitimidad del Papa, cuyo efecto fue que Bonifacio VIII rectificó y se vio forzado a admitir, por la bula Etsi de statu – 31-VII-1297 –, que había ocasiones en las que el rey podía exigir subsidios a los clérigos y que ésta era una de ellas.

Felipe IV contaba con importantes apoyos frente a Bonifacio VIII. Durante la primera fase del conflicto la Universidad de París se mostró enemiga del Papa, pero más en el sen-tido de rechazar la autoridad pontificia que la persona de Bonifacio VIII, y llegó a plantear en términos canónicos la legitimidad de su nombramiento, realizado tras la renuncia de Ce-

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lestino V – 1294 – a quien Bonifacio tenía encerrado en la fortaleza de Fumona. Pero los éxitos frente a los rebeldes en Italia, la muerte de Celestino V – 1296 – y el jubileo universal del año 1300 llenaron de optimismo y soberbia a Bonifacio VIII, que renovó la lucha en 1301, cuando el obispo Bernardo Saisseti, obispo de Pamiers, acusado de alta traición fue juzgado por orden de Felipe IV ante una asamblea de clérigos de su diócesis y no por el arzobispo de Narbona, su metropolitano, a quien de derecho correspondía ver el caso. Dos bulas sucesivas, Salvator mundi y Ausculta, fili, redactó y publicó Bonifacio VIII para suspender los privilegios de que gozaba el rey de Francia, reclamaban la vista del proceso seguido contra el prelado de Pamiers ante el Papa y convocaban en Roma un sínodo de obispos y abades de Francia. Felipe IV respondió ordenando la reunión de una asamblea de clérigos y seglares en París – 10-IV-1302 –, considerada como los primeros Estados Generales, donde se hizo una áspera y violenta acusación contra el pontífice. Pero eran los tiempos en los que Francia salió derrotada de los campos de Courtrai y en el sínodo que se había convocado en Roma y celebrado con la asistencia de 36 prelados franceses Boni-facio VIII publicó la bula Unam sanctam – 20-XI-1302 – y envió a Francia un legado para obtener de Felipe IV un respeto total a las libertades eclesiásticas, incluyendo las visitas ad limina y la colación de rentas.

Pero el rey francés juzgó que este asunto había llegado demasiado lejos y dejó vía libre a Guillermo Nogaret quien, una vez más, mostró su eficacia. En una asamblea, reunida en 1303, Nogaret presentó gravísimas acusaciones contra Bonifacio VIII, entre ellas herejía, hechicería, ilegitimidad y quebranto del secreto de confesión, y propuso encarcelar al pon-tífice y sustituirlo por un vicario hasta que un Concilio Ecuménico lo juzgase. Con dinero abundante y tropas, Nogaret pasó a Italia con objeto de ejecutar esta resolución, para lo que contaba con el apoyo de los rebeldes romanos, como los Colonna, produciéndose el muy conocido Atentado de Anagni, que fracasó porque una sublevación popular rescató al Papa de sus captores. Pero la victoria fue para el rey francés porque Bonifacio VIII murió aquel mismo año y su sucesor, Benedicto XI, no se atrevió nunca a hacer nada que pu-diese molestar a Felipe IV.

1.3.3. El proceso de los Templarios

Los años finales del reinado no fueron agradables para Felipe, cuyo ánimo estaba cons-tantemente alterado por los escándalos de la corte, las turbaciones de su propia conciencia y las discordias familiares. Comenzó a preparar, con exaltado misticismo, una cruzada y sería esta la causa que, en mayor medida, contribuyó a que se planteara la necesidad de reformar las Órdenes Militares, entre las cuales el Temple poseía fuerza y riqueza suficiente como para ser una terrible amenaza. No era nada nuevo que circularan sobre los Templa-rios leyendas terribles referentes a orgías y desórdenes de todo tipo y color; decires que se referían a individuos de la Orden que, a pesar de su decadencia, poseían grandes riquezas; se les atribuía, sin ningún fundamento, como otras tantas cosas, la frase de que “hay cosas que sólo sabemos Dios, el diablo y nosotros los hermanos”.

En el proceso contra los Templarios intervino sin quererlo el rey aragonés Jaime II quien, en 1305, remitió al Papa las informaciones y quejas que le había trasmitido un caballero templario. De ellas tomó pie Felipe IV para abrir un proceso del que encargó a Nogaret la formulación de cinco acusaciones fundamentales: sodomía, sacrilegio, renegación, cele-bración de la misa sin la sagrada forma y adoración de ídolos. El 13 de octubre de 1307 fueron arrestados todos los miembros de la Orden residentes en Francia y, sometidos a tormento, muchos de ellos confesaron cosas increíbles; el Pontífice trató de intervenir para

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protegerlos, pero fue neutralizado con la amenaza de Felipe IV de llevar adelante el proceso contra el difunto Bonifacio VIII, y, finalmente, Clemente V – 1305-1314 –, abrumado por las declaraciones que le remitieron e impotente para resistir a Felipe IV, cedió autorizando procesos en todas las diócesis. Finalmente, el Concilio de Vienne – 1311 – decretó la di-solución de la Orden ratificada por Clemente V por causa de expediente y no de convicción, es decir, nada se había podido probar, y años más tarde el propio maestre de la Orden, Jaime de Molay, era quemado mientras vociferaba a los cuatro vientos su inocencia y la de todos los Templarios.

Entre 1314 y 1328, la monarquía francesa, regida sucesivamente por tres ineptos hijos todos del gran Felipe IV, demuestra que es un régimen fuerte y capaz de resistir cualquier tipo de amenaza. Felipe IV fue sucedido por su hijo Luis X – 1314-1316 –, quien mantuvo en sus puestos a los colaboradores de su padre, pero hubo de ceder ante la nobleza que, aprovechando la necesidad del rey que pretendía realizar una campaña en Flandes para castigar el incumplimiento de los compromisos impuestos en Athis y que terminó con un fracaso – 1315 –, arrancó cartas de libertad regionales, que tendían a convertir Francia en una suma de estados feudales, lo que significaba un intento de vuelta al pasado.

A la muerte de Luis X quedaba la reina embarazada y una asamblea reconoció como regente a Felipe, en espera de que naciese un hijo varón del difunto, tiempo durante el cual Felipe obró con prudencia y consiguió el apoyo popular firmando una paz con Flandes que ponía fin temporalmente a las tan impopulares levas e impuestos extraordinarios. La reina daba a luz un niño, Juan I, que moría poco después de haber nacido, y Felipe V – 1316-1322 – era proclamado rey de Francia. El nuevo monarca impulsó una serie de iniciativas legales entre las que sobresale el acuerdo de una asamblea reunida en París – 2-II-1317 – por el que se declaraba que las mujeres nunca podrían ser herederas de la Corona de Francia, es decir, se implantaba la denominada Ley Sálica. El gobierno de Felipe V marca el apogeo de los Estados Generales, cuyo concurso fue decisivo para la realización de brillantes e importantes reformas, pero su labor se vio oscurecida por el problema de Flandes porque la paz era muy inestable debido a que los artesanos de las ciudades soportaban mal el retorno de los patricios al poder, como sucedía con los aldea-nos respecto a la nobleza.

Murió Felipe V sin dar solución a la cuestión flamenca que se agravó durante el reinado de su sucesor Carlos IV – 1322-1328 – produciéndose una rebelión en Brujas – 1323 – en cuyo transcurso se resucitaron las viejas aspiraciones que hacía ya bastantes años ha-bían triunfado en Courtrai – 1302 –. El monarca francés decidió intervenir pero murió antes de que hubiera podido hacerlo. Por eso, la primera empresa de la casa de Valois, nueva dinastía en el trono francés, será, una vez más, la guerra de Flandes.

2. INGLATERRA

A la muerte de Canuto el Grande, Inglaterra, que se había convertido en un apéndice del formidable imperio danés, cuya importancia económica era enorme, se desgajó del resto de los dominios y pasó a estar regida por Haroldo, hijo del extinto rey danés cuya muerte sin herederos facilitó el reconocimiento como rey de la isla a favor de Eduardo I – 1042-1066 –, monarca anglosajón que era el menos indicado para resolver los proble-mas del reino, pues se trataba de un príncipe débil, nada enérgico y dominado además por Godwin, uno de los nobles más ambiciosos del reino. Estas circunstancias permitieron el triunfo de la nobleza y, como consecuencia, la feudalización del reino en perjuicio de la Monarquía.

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2.1. La conquista normanda

A la muerte de Eduardo sin herederos directos, Haroldo, hijo del ambicioso Godwin, se autoproclamó rey, adelantándose a las reclamaciones de Guillermo, duque de Normandía, a quien, según parece, Eduardo I había reconocido como sucesor y que estaba dispuesto a exigir por las armas, si fuera preciso, la entrega de su herencia, que implicaba la llegada de la casa de Normandía en el trono inglés. En efecto, mientras que el rey inglés se enfrentaba a una invasión de los daneses dirigidos por Haroldo Hadrada, a quien derrotó en Stamford Bridge – 25-IX-1066 –, cerca de York, Guillermo de Normandía obtenía el apoyo de la Igle-sia y se preparaba para invadir la isla una vez que el único obstáculo posible, representado por Francia, fue salvado con la muerte de Enrique I – 1060 – y la sucesión de Felipe I, un niño bajo la regencia del conde de Flandes que dejó las manos libres al normando.

Guillermo, aunque no pudo contar con la mayor parte de sus vasallos que se negaron a seguirle, pudo reclutar un ejército con gentes de Flandes, Bretaña y Anjou, al frente de los cuales inició la invasión de Inglaterra y, tras desembarcar en Pevensey – 30-IX-1066 –se aprestó al encuentro decisivo con las tropas anglosajonas y escandinavas de Haroldo, quien había tomado posiciones en Senlac, cerca de Hastings, donde se libró la batalla de ese mismo nombre – Batalla de Hastings, 14-X-1066 –, sangriento enfrentamiento que re-presenta el triunfo de la caballería feudal sobre la infantería y en donde fue vencido y muer-to el hasta entonces rey inglés. Dos meses después, Guillermo, duque de Normandía y por ello vasallo del rey de Francia, era consagrado rey en Westminster – Navidad del 1066 – y se convertía en Guillermo I – 1066-1087 – rey independiente de Inglaterra y origen a la dinastía normanda que gobernaría el reino hasta 1154.

Guillermo I efectuó una drástica remodelación de las estructuras políticas y sociales de Inglaterra e implantó un férreo control sobre todo el territorio, procediendo a amalgamar las instituciones anglosajonas con las normandas. La asamblea de sus vasallos – curia re-gis – se impuso, pero respetó el condado y la centena sajones, así como el sistema local de curias y los sheriffs. Todo ello se refleja con claridad en el Domesday Book, que ha llegado hasta nosotros en dos volúmenes manuscritos a través de los cuales es posible conocer, entre otros aspectos, la organización territorial de la Inglaterra normanda, las rentas perci-bidas por la corona, el número de hombres y su situación social y económica, así como la importancia y extensión de los dominios laicos y eclesiásticos. El clero normando, llegado del continente, lo ayudó a reorganizar la Iglesia de Inglaterra; pero, como ya hiciera en Normandía, el rey impuso la reforma moral del clero y de los monasterios, erigiéndose en defensor de la Iglesia, respetando los privilegios de inmunidad que implicaban el derecho a prohibir la entrada de los oficiales reales en los dominios eclesiásticos, pero todo eso no fue obstáculo para que Guillermo I controlase las elecciones de los obispos, designando para las sedes episcopales figuras de gran talla intelectual y moral como el italiano Lanfranco, nombrado arzobispo de la sede de Canterbury.

La conquista normanda de Inglaterra significó, ante todo, una verdadera revolución social como resultado de la implantación, desde arriba, de uno de los modelos de sociedad feudal más desarrollados de Europa. Tras la conquista se efectuó el reparto de casi toda la tierra entre los conquistadores, aunque se respetaron los bienes de monasterios e iglesias; pero el rey tuvo buen cuidado en procurar que los feudos no fueran muy amplios, ni sus detenta-dores poderosos, con objeto de evitar que éstos se convirtieran en rivales peligrosos para la institución monárquica. Su propia experiencia francesa se lo aconsejaba así. Es cierto que las propiedades nacidas de los repartos de tierras eran verdaderas tenencias feudales, pero se poseían en nombre del monarca –con lo que se daba aplicación al principio según el cual omnis terra a rege tenetur – de modo que el rey aparece definido desde el principio como

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el primer señor feudal, dueño de toda la tierra y cabeza de todo el conjunto feudal. Ello ex-plica el carácter centralizado del feudalismo inglés en sus primeros momentos y la fuerza y capacidad de maniobra de los reyes normandos, muy superior a la de los reyes de Francia. Presidida por el rey, la jerarquía anglo-normanda, plenamente consolidada a fines del siglo XI, estaba formada por 180 barones, entre los que destacaban los dos hermanos del rey, y por debajo se encontraba la masa, mucho menos homogénea, de los caballeros.

Guillermo I tuvo que hacer frente a la rebelión de su hijo Roberto, que contó, como hemos visto, con el apoyo del rey Felipe I de Francia, lo que supuso la primera guerra en-tre Francia e Inglaterra, pese a lo cual Guillermo prometió que Normandía sería separada de Inglaterra, aspecto que ya había previsto en su testamento, por el cual Guillermo II – 1087-1100 – heredó Inglaterra, mientras que su rebelde hijo primogénito, Roberto, quedaba como duque de Normandía, y el tercero, Enrique Beauclerc, hubo de ser dotado por su hermano con la villa de Avranches y el condado de Coutances, porque en su tes-tamento su padre sólo le había legado 5000 libras. El reparto no fue bien recibido y con-tribuyó a deteriorar más las relaciones entre los hermanos, pues Roberto se consideraba perjudicado por la voluntad paterna, e incluso la nobleza normanda se encontraba dividida en este asunto y muchos de sus integrantes se opusieron a Guillermo II, que, sin embargo, dio muestras de una gran energía y acabó por imponerse a los nobles a quienes derrotó en Rochester con ayuda de los sajones, a los que prometió cambios en el gobierno.

Desde ese momento el monarca pareció no tener otro objetivo que acumular dinero, lo que le indujo a apoderarse de las rentas eclesiásticas mediante el expediente de dejar va-cantes las sedes episcopales y abaciales, lo que produjo un conflicto con la Iglesia, pues a la muerte de Lanfranco – 1089 – dejó sin cubrir la diócesis primada y no se decidió a hacerlo hasta que una grave enfermedad puso en peligro su vida y entonces designó a Anselmo, abad de Bec, – 1093 – un italiano reformador, famoso por algunas obras teológicas y por la santidad de su vida, pero que no era hombre manejable. El nuevo primado de Canterbury reclamó las rentas usurpadas, se negó a proporcionar dinero para sufragar las empresas mi-litares y anunció su deseo de celebrar un concilio cada año para depurar las costumbres del reino; además, exigió del monarca permiso para las visitas ad limina, que los reformadores consideraban necesarias aunque no opinaba lo mismo el rey, quien, en 1097, citaba al arzo-bispo ante un tribunal acusándole de incumplimiento de sus deberes feudales, pero Anselmo huyó a Rama donde presentó su renuncia a Urbano II, que no aceptó y amenazó a Guillermo con el anatema. Prácticamente las relaciones entre Inglaterra y la Iglesia quedaron rotas.

Por lo que respecta a Normandía, Roberto, incapaz de hacer valer por la fuerza sus pretensiones al trono de Inglaterra, renunció formalmente a sus derechos en 1096 y, poco después, cedió temporalmente el ducado a Guillermo como garantía de un préstamo para poder realizar la Cruzada a Tierra Santa. Inmediatamente empezó el rey la guerra contra Francia aprovechando las malas relaciones de Felipe I con Anjou y Flandes, y reclamó la po-sesión del Vexin, complemento indispensable para la defensa de Normandía ocupado por Felipe I en 1077; pero la guerra le fue desfavorable y Guillermo II moría misteriosamente asesinado, pasando el trono a su hermano Enrique.

Enrique I – 1100-1135 – inició su reinado tratando de reparar los múltiples errores cometidos por su hermano, especialmente borrar las diferencias entre sajones y norman-dos, pero sin renunciar a nada de la herencia de su padre, Guillermo I, aunque siempre se mostró conciliatorio y en ese esfuerzo conciliador redactó una carta que fue considerada más tarde como raíz de las libertades inglesas. La política de Enrique I pretendía continuar la obra organizativa iniciada por su progenitor, para lo cual se apoyó, cuando lo creyó ne-cesario, en la nobleza anglosajona que había sobrevivido a la conquista y restableció las buenas relaciones con la Iglesia, favoreciendo el regreso de Anselmo, con quien estaba

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dispuesto a negociar. Pero los clérigos reformadores veían ahora el momento de imponerse al poder real y, con objeto de no prestar juramento de fidelidad al rey, Anselmo se retiró a Lyon mientras se realizaban negociaciones dentro de la línea de las doctrinas de Ivo de Chartres, hasta que la Iglesia aceptó que, tras la celebración de elecciones episcopales libres de intervención monárquica, el rey pudiera recibir juramento de los obispos por los feudos ligados a sus mitras, así se acordó en la Asamblea de Londres – 1107 – aunque Enrique I cumplió mal este compromiso.

En 1105 emprendió la conquista de Normandía, herencia de su tío Roberto, que había regresado de las cruzadas más pobre que nunca y que se aprestó a defender sus derechos, pero la existencia de un partido favorable al rey de Inglaterra terminó por inclinar la balanza del lado de éste tras la decisiva victoria de Tinchebrai – 28-IX-1106 –, con lo que Enrique volvía a reunir los territorios de Guillermo I. La posesión de Normandía sería causa de fricción con Francia, muchas veces guerra abierta que, como hemos visto, constituye el eje en torno al cual giran los acontecimientos políticos de uno y otro país. En 1108 Enrique I consiguió hacerse con el control del castillo de Gisors y poco después derrotaba a Luis VI frente a esa fortaleza que da nombre a la paz que se firma en 1113 – Paz de Gisors – por la que el rey inglés obtenía el reconocimiento de su soberanía sobre Maine y Bretaña. Pero se trataba tan sólo de una tregua que fue aprovechada por Enrique I para fortificar sus posiciones de-fensivas de Normandía ante un previsible ataque francés, que se produjo en 1116 cuando Luis VI volvió a ser derrotado por los ingleses y normandos ahora en Brémula – 20 de agosto de 1119 –, derrota que llevó a la paz con devolución de conquistas, pero nada más.

Los logros más notables de Enrique I están en el orden administrativo, en el que hay tres aspectos que anuncian notables progresos en el gobierno del reino y es posible que el mayor éxito político del reinado fuese la implantación en todo el reino de una sólida administración de justicia, ejercida por jueces itinerantes – justicieros – que actuaban en nombre del rey y con plenos poderes, en estrecha relación con los sheriffs o funcionarios de nombramiento real destinados en los condados, en donde representaban la autoridad del rey, quien se rodeó de funcionarios competentes, reclutados en su mayoría entre el clero anglo-normando, como Roger, obispo de Salisbury, creador del sistema fiscal – Ex-chequer – más moderno y eficaz de la Europa.

Guillermo, único hijo varón del rey, pereció ahogado en el Canal de la Mancha – 1120 –,razón por la que el trono recaería en su hija Matilde, casada desde 1128 con Godofredo Plantagenet, duque de Anjou, pero los barones normandos no estaban contentos ante la perspectiva de ser gobernados por un francés a quien Enrique I había reconocido como he-redero de Inglaterra y del ducado de Normandía, lo que explica que a la muerte del monarca inglés, su sobrino, Esteban de Blois, lograse el reconocimiento de buena parte de la noble-za anglo-normanda. En 1135 murió Enrique I y Esteban I – 1135-1154 – se hacía coronar rey de Inglaterra y era reconocido por Luis VI, a quien no convenía que el de Anjou ocupase el trono inglés, mientras que Matilde sólo había podido conseguir el reconocimiento de David I de Escocia, quien aspiraba a desencadenar en Inglaterra la guerra civil.

2.2. Enrique II y la dinastía Anjou-Plantagenet

El enfrentamiento civil se hizo realidad y durante su desarrollo varias fueron las alterna-tivas sin que hubiese un vencedor absoluto. Esteban trató de afirmar su posición haciendo concesiones y por una nueva Carta confirmaba y ampliaba las libertades, sobre todo las de la Iglesia, y después fue a Francia para obtener de Luis VI la investidura de Normandía y firmar una tregua con Godofredo Plantagenet. En su ausencia se produjo la primera re-

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belión – 1138 – apoyada por un ejército escocés de invasión que dirigía el rey David y que fue vencido por Esteban en Cowton Moor – batalla del Estandarte –. Pero la autoridad del rey Esteban era desbordada por todas partes, pues las libertades que había otorgado para muchos nobles y obispos no eran otra cosa sino patentes de bandolerismo y Esteban se en-frentó con la Iglesia cuando la propia institución, el legado papal y el obispo de Winchester se resistieron a que los prelados fuesen castigados por sus excesos. En 1139, Matilde des-embarcaba en Inglaterra con escasas fuerzas y pronto se le unieron los descontentos, con los que pudo formar un ejército que, en la batalla de Lincoln –1141– derrotaba y apresaba a Esteban; pero la posición de Matilde no era buena ya que la presión nobiliaria provocó una rebelión en Londres y la reina, refugiada en Oxford, no tuvo más remedio que liberar a Esteban para quien la situación evolucionó favorablemente desde el mismo instante en el que Godofredo Plantagenet se negó a intervenir en la lucha, pese a las peticiones de su esposa a la que obligó a regresar a Francia en 1147.

No eran esas las miras del conde de Anjou, pues ahora lo que le interesaba era consti-tuir un extenso dominio en el occidente de Francia, aprovechando la guerra civil inglesa para apoderarse de las posesiones que el rey inglés tenía en el continente, ocupando Normandía – 1144 – Maine y Bretaña, de modo que, en 1151, cuando Enrique Plantagenet recogió la herencia de su padre, era tan poderoso como un rey. Ahora ya estaba en condiciones de reclamar los derechos que por parte de su madre le pertenecían para ocupar el trono inglés pero, antes, un nuevo suceso jugará en su favor pues, poco después de su divorcio de Luis VII, contraía matrimonio con Leonor de Aquitania e incrementaba su inmenso patri-monio que se extendía desde el Sena hasta el Bidasoa con el que Enrique pudo acumular los medios necesarios para realizar sus proyectos y en 1153 desembarcaba en Inglaterra y, tras llegar a un acuerdo con Esteban, fue reconocido como heredero y, así, en diciembre de 1154, Enrique II – 1154-1189 – conde de Anjou y duque de Normandía ocupaba el trono de Inglaterra a la muerte de Esteban I.

El nuevo rey es uno de los personajes más fascinante y controvertido de la historia inglesa. Dotado de un carácter excepcional – inteligente, enérgico, amante de la guerra y de la caza, dinámico e inquieto hasta el punto de que sus servidores se quejaban de que sólo se sentaba para comer, buen diplomático – supo, como su abuelo Enrique I, rodearse de excelentes consejeros y colaboradores. Coronado el día 19 de septiembre de 1154, Enrique II tardó muy poco en restaurar el orden y, pese a la oposición de los nobles, ordenó la destrucción de casi 300 castillos ilegalmente construidos durante el reinado de Esteban, concediendo poco después una Carta en la que prometía respeto a las libertades del clero, de los nobles y de las ciudades.

Pronto se pudo comprobar que el auténtico objetivo del monarca inglés era aplicar sus enormes dotes de administrador y conducir al reino a una unión jurídica dentro de los principios del Derecho Romano, pero, a la larga, tal proyecto le llevó a enfrentarse con la Iglesia. El aspecto más importante del reinado de Enrique II, y al mismo tiempo uno de los más apasionantes, es la obra interior que convirtió a Inglaterra en la primera de las monar-quías. Es cierto que el régimen de Enrique II procedía del sistema feudal, pero también lo es que, en cierto modo, se opone al feudalismo, en tanto en cuanto que, como sucedió en Francia, el rey inglés escapará al sistema feudal pues conservará la custodia de la autoridad suprema, de modo que podía tener vasallos pero, en cuanto rey, Enrique II no era vasallo de nadie en su reino, aunque sí lo era, en teoría, del rey de Francia por sus posesiones en suelo galo. Con todo, se aprecian diferencias entre ambas monarquías.

La antigua maquinaria de Enrique I fue restaurada en toda su eficacia y perfeccionada mediante los famosos decretos de Clarendon – 1166 – y Northampton – 1176 – que imponían el sistema de jurado – jury – como instrumento fundamental en el ejercicio diario

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de la justicia real. La reforma administrativa impulsada por el rey encontró favorables condi-ciones, pues el feudalismo no había calado en la raíz social y los condados – shire – mante-nían las asambleas locales de importante función judicial, los campesinos, libres o siervos, no habían perdido su calidad universal de súbditos del rey, mientras que los barones, nobles con ciertos derechos de justicia, tenían sin excepción relación directa con el rey, a quien acudían en servicio de hueste. Además, hay que tener en cuenta que los títulos de conde que algunos usaban – Chester, Lancaster, etc. – no suponían jurisdicción sino honor, pues en el shire la asamblea y el sheriff tenían la autoridad.

En realidad, no sabemos con exactitud cuales fueron las reformas pero sí que fueron importantes, pues junto a la Curia, entendida como reunión de nobles que asesoraban al rey, aparece ya una curia restringida integrada por oficiales designados por el monarca, a los cuales llama para deliberar sobre temas puntuales. Los viejos cargos – senescal o condestable – se arrinconan como honores y surgen los tres grandes ministros: canciller, tesorero y gran justiciero, consejeros íntimos del rey que se reúnen con él en la Cámara. La institución más representativa del régimen angevino es el sheriff, creación de Enrique I que ahora Enrique II desarrollaba y le daba contenido, escogiendo a sus titulares dentro de la clase media y convirtiéndolos en representantes de la ley y del poder personal del rey en los distritos a los que los enviaba.

Ley e impuesto se van a convertir en dos pilares del poder que Enrique II ejercía me-diante writs, breves órdenes enviadas a todo el país por medio de los sheriffs, o disposicio-nes más largas o decretos – assizes –. Los ingresos financieros procedentes de las rentas de los dominios, derechos de justicia y cancillería, rescate de los feudos, donativos de judíos y nobles, eran insuficientes para cubrir los gastos de la monarquía, por lo que Enrique II vio la necesidad de instaurar un sistema completo de impuestos partiendo de la ayuda feudal, y por ello el escudaje que sustituía el servicio de armas quedó fijado, las aduanas y los derechos de entrada de mercancías fueron más lucrativos, lo que viene a explicar la protección dispensada al comercio y en especial a los llamados cinco puertos – Hastings, Sandwich, Dover, Romney, Hythe –.

Pero no todo fueron facilidades para la política reformista de Enrique II, ya que la Igle-sia opuso una tenaz resistencia a los proyectos del monarca, que había impuesto en 1162 el nombramiento de Tomás Becket como arzobispo de Canterbury. El nuevo primado de Inglaterra era un universitario formado en París, Bolonia y Oxford, amigo personal del so-berano que le había entregado el cargo de canciller mayor, y esta será la causa por la que la nominación de Becket para ocupar la sede primada no fue bien recibida, ya que entre el clero era parecer general que era hombre ciegamente adicto al monarca. Sin embargo, se equivocaban, porque desde su nombramiento Tomás Becket renunció a todos sus car-gos y rentas, abandonó la cancillería y vivió con la mayor austeridad, preparándose para defender la jurisdicción de la Iglesia frente a las injerencias del soberano, cuestión que plantearía agrios problemas y deterioraría las relaciones entre quienes eran dos buenos amigos.

El primer choque entre el prelado y el monarca se produjo cuando la justicia eclesiásti-ca se negó a consentir que jueces seglares interviniesen en la causa seguida contra un clé-rigo de Sarum que había violado a una muchacha y asesinado después al padre para evitar la venganza. Una sentencia por la que el reo era declarado culpable, convicto y confeso y condenado a permanecer encerrado en un monasterio, pareció pena suave y pequeño cas-tigo a los ojos del pueblo que presionó para que la justicia del rey enmendase el yerro. Casi inmediatamente, Enrique II hizo redactar las Constituciones de Clarendon – 1164 – a las que Becket, presionado por los obispos, inicialmente se plegó, pese a que contempla-ban la posibilidad de que los clérigos convictos de algún crimen fuesen castigados por los

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tribunales civiles y que las sentencias de éstos no pudiesen ser apeladas ante Roma sin el consentimiento expreso del rey. Pero Becket rectificó su postura, negó su apoyo a las constituciones y elevó el caso al Papa Alejandro III – 1159-1181 – que sólo admitió tres de los dieciséis artículos de que constaban.

En medio de un clima enrarecido Becket fue citado ante el tribunal del rey para res-ponder de una acusación de supuestas malversaciones, pero el primado se negó a acudir alegando su condición de eclesiástico, lo que desencadenó una serie de amenazas, según parece, procedentes del rey que provocaron la huida del prelado que apeló a Roma en busca de defensa. El conflicto, mezcla de cuestiones de fondo con problemas personales, llegó a su punto culminante cuando, en 1170, Enrique II dispuso que el arzobispo de York coronase al príncipe heredero, rompiendo así un derecho que tradicionalmente correspon-día al arzobispo de Canterbury; Tomas Becket reaccionó poniendo al reino en entredicho y los graves efectos de esta medida doblegaron la actitud del rey, que buscó la reconciliación con el primado que regresó a Inglaterra en diciembre de 1170 en un ambiente cargado de tensión.

La vuelta del prelado no solucionó los problemas y, poco después de regresar, mientras rezaba en la catedral, Becket moría asesinado por algunos caballeros de la casa del rey –29-XII-1170–. El pontífice exigió al rey inglés la depuración de responsabilidades y Enrique II se vio forzado a reconciliarse con el Papa, proclamando su inocencia en el asesinato – 1172 –, castigando a los culpables, haciendo una peregrinación a la tumba de su enemi-go – convertida en centro de peregrinaciones que se acentuaron desde su canonización por Roma – y derogando las Constituciones de Clarendon, lo que restauraba las tradicionales buenas relaciones entre el papado y la monarquía anglo-normanda, pero, no obstante, la jurisdicción independiente del clero estaba definitivamente rota.

La creación del Imperio Angevino produjo una situación muy peligrosa para Francia, especialmente por la actitud de los condes que terminaron por convertirse en aliados de Inglaterra, que era la principal proveedora de lana para la industria flamenca. La situación entre Francia e Inglaterra desembocaría en la guerra y, del mismo modo que Luis VII bus-caba apoyos dentro y fuera de su reino, Enrique II también se preparaba trazando alianzas en torno a Francia mediante una amplia política matrimonial que lo llevó a entroncar con varias casas reales como la castellana, mediante en enlace de su hija Leonor con Alfonso VIII – 1170 –. Sin embargo, toda esta política no era nada más que defensiva e incluso el propio monarca estaba convencido de que la unidad del Imperio no podía ser mantenida y se dispuso a efectuar un reparto entre sus hijos asociando a Enrique el joven al trono y entregando Aquitania a Ricardo, Normandía a Godofredo e Irlanda a Juan, pero tal repar-to no condujo a nada práctico.

En 1173 estalló una revuelta general, dirigida por sus tres primeros hijos, alentada di-rectamente por la reina Leonor e inmediatamente apoyada por Francia y Escocia. La lucha se prolongó por espacio de dieciocho meses al cabo de los cuales Enrique II pudo llegar a un acuerdo con sus hijos que debilitó la posición de rebeldes que, dirigidos por Guillermo el León, rey de Escocia, fueron vencidos en Alnwick, lo que supuso que Escocia fuese sometida a vasallaje. Por primera vez se invocaba la unidad de las islas británicas, pero el Imperio Angevino había demostrado cuan frágil era y por ello no se atrevió a intervenir en Francia cuando, a la muerte de Luis VII, recibió la solicitud de algunos nobles en este sen-tido – 1181 –. Pocos años después, el 4 de julio de 1189, moría Enrique II y los dos hijos del matrimonio con Leonor de Aquitania, que lo sucederían uno en pos de otro, Ricardo y Juan, hallaron buenos motivos para luchar contra su padre en vida de éste y una vez en el trono continuaron la política de Enrique II, de manera que, al finalizar el siglo XII, el poder del rey de Inglaterra era muy superior al del rey de Francia.

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Ricardo I Corazón de León – 1189-1199 – sucedía a su padre, con quien había tenido ásperos enfrentamientos y apenas posesionado del trono inició una prolongada ausencia, ya que marchó a la III Cruzada – 1190 – con su amigo el monarca francés Felipe II, pero la ruptura entre ambos hizo que el rey francés tejiese un complejo entramado político contra Ricardo, negociando en Milán con el emperador Enrique VI una alianza que dio como re-sultado el que Ricardo I fuera declarado al margen de la ley en todo el territorio imperial, y poco después Felipe II trataba con Juan Sin Tierra ofreciéndole su apoyo para que ocupase el trono dejado vacante por un rey que no miraba por sus reinos y súbditos, sino por otras cosas. La maniobra resultó en principio ya que Ricardo I regresaba por mar desde Tierra Santa – 1192 – cuando una tormenta desvió su nave hasta las costas de Venecia, y, co-nocedor de lo que contra él se tramaba, trató de cruzar los dominios imperiales disfrazado, pero fue reconocido y entregado a Leopoldo de Austria –21-XII-1192– quien lo vendió al emperador por 50.000 monedas de oro. Enrique VI ordenó el encarcelamiento del monarca inglés cuya situación se prolongaba porque Felipe II ofertaba el pago de 50.000 libras y Juan Sin Tierra 30.000 libras anuales para que retuviese al prisionero indefinidamente en las cárceles imperiales.

Sin embargo, la situación no tardó en cambiar, ya que el escándalo por la prisión de un monarca cruzado conmovió a todo el mundo y el Papa Celestino III – 1191-1198 –decretó la excomunión de Leopoldo de Austria como raptor de la persona del monarca, lo que hizo que Enrique VI, temeroso de las consecuencias que pudiera tener una similar actuación pontificia contra él, llegó a un acuerdo con Ricardo, obtuvo de él homenaje como vasallo, un rescate de 100.000 marcos de plata y el envío de tropas para la proyectada expedición imperial hacia Italia. Tras este episodio – en el que no faltaron pinceladas de emoción, como los donativos voluntarios de muchos vasallos ingleses para pagar el rescate de su rey – Ricardo I pudo regresar lentamente hacia su país.

No tuvo mucho tiempo Ricardo I para llevar a cabo una eficaz labor de gobierno en to-dos los campos a los que debía atender, en especial porque permaneció más pendiente de Francia que de su propio reino. En el interior de Inglaterra desarrolló la obra administrativa de su padre, llevando a cabo reformas para fortalecer la base de la monarquía, aunque no tuvieron mucho éxito, al mismo tiempo que mostró su disposición a que todas las tierras usurpadas al patrimonio real durante su ausencia fuesen reintegradas, e impuso también reformas en la administración de hacienda. En cuanto a los dominios ingleses en Francia, reforzó sus defensas ordenando la construcción del importante castillo de Chateau-Gai-llard en Normandía, cuyo objetivo era proteger al territorio normando de las apetencias del rey de Francia.

2.3. Los inicios del Parlamentarismo. Juan I y la Carta Magna

Juan I – 1199-1216 –, también llamado Juan Sin Tierra, sucedió a Ricardo I, recibien-do un estado que sus predecesores habían erigido en gran potencia pese a la pérdida de fuerza sufrida por la monarquía de Enrique II bajo su hijo Ricardo. Ahora Juan I tenía el de-ber de cuanto menos mantener la situación, sin embargo, en el transcurso de quince años el nuevo rey inglés presenció el hundimiento del Imperio Angevino e incluso sería expulsado de la capital por sus barones y terminaría sus días proscrito en su propio reino, todo ello consecuencia de un espectacular conflicto político que se desarrolla en Inglaterra durante su reinado y que constituye uno de los capítulos más interesantes de la Historia Medieval inglesa en el que se fue perfilando el Parlamento, institución de la que formaban parte también los representantes de los burgos junto a la nobleza y a la Iglesia.

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El nombre y el reinado de Juan I está indisolublemente ligado a la famosa Carta Magna que él otorgó en los difíciles años del enfrentamiento con Inocencio III – 1198-1216 –, la pérdida de las posesiones inglesas en Francia tras la derrota de Bouvines – 1214 – y revuelta de los barones. Todo comenzó cuando, estando vacante la sede de Canterbury, Inocencio III impuso a los canónigos la elección del cardenal Esteban Langton, un uni-versitario residente en Roma a quien consagró sin consultar al rey – 1207 –, que rechazó el nombramiento y prohibió al nuevo arzobispo la entrada en su diócesis. El 24 de marzo de 1208 Inocencio III colocaba a Inglaterra en el entredicho, al año siguiente excomulgaba al monarca y, ante la actitud recalcitrante de Juan I, en 1211 suspendía el juramento de fidelidad que sus súbditos le habían prestado.

Los barones tuvieron en Esteban Langton un nuevo jefe y en la actitud del soberano un motivo más que justificado para declararse en rebeldía, contando con el apoyo de Felipe II de Francia, quien acogía en su reino a todos los fugitivos británicos. Juan I trató de resistir por todos los medios, pero en vísperas de la campaña de Francia que terminaría con el desastre de Bouvines, se reconcilió con Inocencio III, ofreciendo una renta anual de 1000 libras esterlinas como tributo de vasallaje – 1213 –. Sin embargo, el cardenal Langton y los barones no estaban dispuestos a perder una ocasión como esta y, tras regresar derrotado de Bouvines, Juan I no tuvo más remedio que negociar. El resultado de esas negociaciones, entre los días 5 y 19 de junio de 1215, fue la Carta Magna – Capitula que barones petunt et dominus rex concedit –, punto de partida de la historia constitucional de Inglaterra.

La Carta Magna de 1215, integrada por 62 artículos, es una obra concreta, de circuns-tancias, en la que estaban ausentes las abstracciones y generalizaciones. Desde el punto de vista teórico, la finalidad básica del documento era definir con precisión los límites exis-tentes entre el poder real y las libertades feudales, pero en la práctica el verdadero objetivo era poner freno a la tiranía de Juan I. En el fondo, la Carta simboliza la resistencia de la sociedad, representada por los barones, al ejercicio de la autoridad por una sola persona, y ello queda de manifiesto en las dos ideas básicas que se desprenden del texto, en primer lugar, supremacía de la ley sobre la voluntad del monarca y, en segundo término, la garantía individual, en función de la cual el rey no podía proceder contra un hombre libre dentro del reino, salvo por un proceso efectuado de acuerdo con el Common Law.

Los artículos del texto no seguían un orden sistemático y predominaban los referen-tes a problemas exclusivos de los barones, concediéndose importancia primordial a la herencia de los feudos, garantizando la sucesión y tratando de proteger a los herederos menores de edad o femeninos; también fueron establecidos parámetros que limitaban la autoridad del rey que se comprometía a defender la libertad de la Iglesia – art. 1 –; los privilegios de Londres y demás ciudades del reino fueron confirmados – art. 12 –; las ayu-das de tipo feudal sólo se concederían en los casos habituales y, en caso contrario, para obtener las ayudas extraordinarias y escudajes se necesitaría el acuerdo y consentimiento del reino, es decir, nobles y clérigos reunidos en Parlamento un día fijo – art. 14 –, los condes y barones sólo serían juzgados por sus pares – art. 21 –; otros artículos trataban de la justicia, que seguía basada en el Common law, y así quedaban garantizadas en general las libertades de todos los habitantes del reino y se afirmaba que nadie podría ser apresado o sufrir algún daño sino era por un juicio conforme a las leyes vigentes – art. 39 –. El monarca prometía que solamente nombraría para los cargos de justiciero, condesta-ble, sheriffs, etc., a aquellos cuyo conocimiento de las leyes estuviese probado – art. 45 – y también se establecía la libre circulación de mercaderes por todo el país – art. 41 –. Finalmente, quedarían restauradas todas las injusticias cometidas y se crearía un comité de veinticinco pares para vigilar el cumplimiento de las libertades concedidas y de la pro-pia Carta – art. 61 –.

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Juan I, derrotado y humillado, buscó la protección de su señor, Inocencio III, quien vino en auxilio del rey, tachando la Carta Magna de “acuerdo vil, vergonzoso, ilícito e inicuo” y prohibió su observancia con excepción de algunos artículos irrelevantes; en realidad, el Papa temía, sin duda, que la Carta Magna fuese el principio de un ataque general contra la autoridad, lo que le llevó a expedir la bula de condena – 24-VIII-1215 –. La actitud pontificia hizo creer a Juan que se podía considerar respaldado en cualquier iniciativa que tomase y decretó suspender en sus funciones a Esteban Langton, que se negaba a excomulgar a los rebeldes. Pero las reacciones no tardaron en producirse y, aunque Juan I pudo movilizar un ejército que limpió de enemigos el centro de Inglaterra y obligó a los barones a replegarse sobre Londres, los sublevados proclamaron candidato de la Corona a Luis, hijo de Felipe Augusto, quien desembarcó en Inglaterra –1216– al frente de un nutrido contingente de mercenarios dispuesto a enfrentarse con el monarca inglés. Poco después moría Juan I, abandonado de todos y extraño en su propio reino –12-X-1216 – dejando la corona a un menor de nueve años bajo la protección del Papa Honorio III – 1216-1227 – que obligó al príncipe francés a volver al continente.

2.4. La contienda anglo-francesa: Bouvines

Felipe II de Francia se propuso la meta de terminar con la presencia de los Plantagenet en Francia, y aunque la subida al trono de Ricardo I supusiese un periodo de tranquilidad que se traduce en la participación de ambos monarcas en la III Cruzada, ello no fue obstá-culo para que a su regreso Felipe II atacase los dominios ingleses en Francia, manteniendo la presión hasta que Ricardo I pudo salir de la prisión e iniciar la contraofensiva. Los años finales del siglo XII fueron testigos de pequeñas pero continuadas acciones bélicas hasta que la tregua de Vernon – 1199 – puso fin a las hostilidades, de las que nada positivo había sacado el rey Capeto, que tuvo la gran ocasión para llevar adelante sus planes en los primeros años del siglo XIII, siendo rey de Inglaterra Juan I, muy inferior en todo al rey francés.

En 1202, a causa del conflicto entre el rey inglés y un vasallo suyo de la región de Poi-tou, Hugo de Lusignan, debido a que el rey de Inglaterra había raptado a la prometida del vasallo para casarse con ella, Lusignan acudió ante Felipe Augusto, quien citó en la corte a Juan I que se negó a acudir y, acusado de felonía, sufrió la confiscación de sus feudos de Normandía y Anjou, que fueron ocupados por las tropas francesas de modo que, en 1206, sólo quedaba a Juan Sin Tierra en suelo francés Aquitania. El rey inglés buscó el apoyo del recientemente elegido Emperador de Alemania Otón IV, con lo cual se internacionaliza el conflicto anglo-francés al que se sumará Flandes, que decidió jugar de nuevo en su historia la carta inglesa, mientras que Felipe Augusto, resuelto a desembarcar en Gran Bretaña, quiso ocupar previamente Brujas, pero sus naves fueron derrotadas por las angloflamencas en Damme.

Contando con la alianza de Flandes, del rey de Portugal y del emperador Otón IV, Juan I preparó la invasión de Francia en una campaña en la que el emperador y el conde de Flan-des debían atacar por el norte y el rey de Inglaterra por la Guyena. En febrero de 1214 tropas inglesas, dirigidas por su propio rey, desembarcaron en La Rochela e iniciaron su ca-mino hacia París, donde debían encontrarse con el ejército alemán, pero la confluencia de los dos contingentes no se produjo porque los germanos fueron derrotados en La Roche-au-Moine y hubieron de replegarse sobre Flandes, obligando a Juan I a dirigirse hacia allí. Felipe Augusto avanzó hacia Tournai tratando de impedir la unión de ingleses y alemanes y, aunque no pudo lograr su objetivo, aplastó a los enemigos en Bouvines – 27-VI-1214 –

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cuyas consecuencias, pese a ser muy graves no fueron mayores por la intervención del Papa que impuso la paz de Chinón, por la cual Juan I perdía todos los dominios de su pa-dre a excepción del ducado de Aquitania y de las zonas costeras de Gascuña y Guyena, lo que supone la eliminación de los Plantagenet del noroeste de Francia, que además debía percibir una fuerte compensación de guerra. La batalla de Bouvines consagró también el fin de la hegemonía del Sacro Imperio en provecho de las monarquías occidentales: Otón IV desapareció – 19-V-1218 – y fue sustituido por Federico II. Flandes fue obligado a firmar onerosos tratados, como el de París – 1214 – que liquidaron su independencia. La victoria francesa de Bouvines señala un giro en la estructura política de Europa, cuyo centro se desplazaba de Alemania a Francia.

2.5. La sucesión de Juan I

Muerto Juan I, iniciaba su reinado su hijo Enrique III – 1216-1272 – entones menor de edad, por lo que una regencia gobernaba en su nombre. El nuevo rey no contaba con la oposición de los nobles y los regentes, tras confirmar la Carta Magna, procuraron gobernar salvaguardando una paz interior cada vez más inestable, destacando la labor de Humberto de Burgh, justicia mayor, quien durante algo más de siete años ejerció la regencia con prudencia y energía, creando cuerpo de funcionarios fieles a la monarquía e independientes de las fluctuaciones políticas.

En 1227 Enrique III fue declarado mayor de edad y todo cambió, pues desde entonces se produjo un lento deslizamiento político del monarca, cuyo punto de arranque hay que situarlo en 1232, tratando de volver a la situación anterior a 1214, es decir, antes de la derrota de Bouvines y la posterior promulgación de la Carta Magna de 1215. Entre 1232 y 1258 Inglaterra vivió una etapa de relativa tranquilidad en la que el gobierno interior se vio muy afectado por los esfuerzos de recuperación de la autoridad real capitaneados por Enrique, con el que van a colaborar personalidades tan notables como Roberto Bracton, encargados de mantener el orden y la justicia en todos los rincones de las islas. Las re-formas emprendidas por el monarca inglés iban dirigidas sobre todo a la especialización de funciones y a conseguir la separación definitiva entre la Curia, organismo público, y la Cámara, organismo privado.

Las rivalidades y tensiones entre la Curia y la Cámara serían, entre otras cosas, germen de constantes disturbios y causa importante de la revolución de 1258, pues del desarrollo de la Cámara dependía que el monarca aumentase su poder en detrimento de los logros conseguidos en la Carta Magna. Sin duda, un rey poco ambicioso y económico hubiera po-dido gobernar tranquilo, sin necesidad de convocar asambleas parlamentarias ni de discutir con los barones a quienes no pediría dinero, pero Enrique III no era de ese temperamento e hizo todo lo contrario y, así, entregó grandes sumas de dinero al Papa con objeto de ayu-darle en la lucha que sostenía contra los Stauffen, pero no lo hizo desinteresadamente, sino que pensaba sentar en el trono de Sicilia a su hijo, Eduardo, y que el trono imperial fuese a parar a su hermano Ricardo.

En conjunto, Enrique III trató de fortalecer la Monarquía y su poder en unos años en los que la corriente ideológica iba por otros caminos. En efecto, la actuación del rey que disminuía alarmantemente las existencias del tesoro sembraba el descontento entre los barones, entre los que fue tomando cuerpo la idea de que era necesario controlar a la ins-titución monárquica y a la persona que la encarnaba, por lo que sería conveniente entregar el poder a un consejo de nobles, único medio de impedir la tiranía. Entre estos barones no tardó en destacar como un auténtico líder Simón de Montfort, conde de Leicester, cuñado

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del rey y hombre de gran prestigio, en parte herencia de su famoso padre, de igual nom-bre y apellido, que alcanzó fama luchando en la cruzada contra los albigenses en Muret – 1213 –. Montfort estaba dispuesto a enfrentarse a un rey que parecía no ser consciente de la situación que vivía el reino.

Ya en 1256, Enrique III se dirigió a sus barones demandándoles dinero, pero tropezó con una negativa que se apoyaba en la Carta Magna, en concreto en su Art. 14 – del que ya hemos hablado más arriba – cuyos parámetros no había cumplido el rey. Pero, en 1258 lle-gó a Inglaterra un legado del pontífice Alejandro IV – 1254-1261 – que trató de convencer al rey de la necesidad de que se trasladase a Italia con un ejército; la petición pontificia no llegaba en un buen momento, porque aquel año fue muy duro para la agricultura británica, asoladas las cosechas por las lluvias, mientras que una epidemia diezmaba al ganado, y todo ello se definía con una palabra: hambre, que llegaba a todos los hogares y sacudía incluso las conciencias de los más recalcitrantes.

Sin atender a la situación, realmente grave, Enrique III convocó el Parlamento –2-IV-1258– con objeto de solicitar de sus nobles un tercio de las rentas para destinarlas a la cam-paña de Sicilia y, abiertas las sesiones, pronto pudo comprobar el rey la gravedad de la situa-ción, ya que sus peticiones terminaron por exasperar a la oposición, que estalló con violencia y los barones, armados, se trasladaron a Westminster e impusieron al rey una comisión de veinticuatro miembros, de la que Enrique III fue invitado a nombrar la mitad, esgrimiendo los precedentes de la creada en 1215 por la Carta Magna, la cual debía de encargarse de vigilar y depurar a la Curia. En una segunda reunión, 11 de junio de 1258, celebrada en Oxford, se elaboró un auténtico programa de gobierno, las Provisiones de Oxford, y se designó una nueva comisión de quince miembros, con absoluto predominio de los barones.

La revolución que había triunfado apenas si conservó la unidad unos meses a causa de las disputas entre sus protagonistas y por el descontento de los simples feudatarios y de los caballeros a quienes los barones se negaban a aplicar el régimen de libertades que para ellos mismos exigían. Todo ello permitió la intervención de Eduardo, príncipe heredero, que pudo atraerse a todos los moderados y con su apoyo disolver la comisión de los 24, anular las Provisiones de Oxford y sustituirlas por las Provisiones de Winchester – 24-X-1259 –, mucho más respetuosas para la autoridad del soberano y más atentas para los intereses de los caballeros. En los últimos meses de aquel año y principios de 1260 Enrique III se encontraba en Francia con objeto de firmar el Tratado de París – 1259 –, triste final para aquella coalición de nobles que contra Francia dirigió el rey inglés y que fue derrotada por Luis IX en Saintes – 1242 –. En París, aparte de estampar su firma al pie del texto del tratado, Enrique III recibió alientos de resistencia por parte del rey francés, mientras que en Inglaterra el partido de Simón de Montfort se desintegraba por el autoritarismo del líder, que los barones juzgaban excesivo. Acompañado por tropas mercenarias Enrique regresó a Inglaterra y en un alarde de fuerza acusó a Simón de Montfort de sedición, disolvió las comisiones y trató de implantar otra vez el gobierno personal.

La actitud del rey revitalizó la tirantez con Simón de Montfort y ambos acordaron someter las cuestiones al arbitraje de Luis IX de Francia, quien pronunció el denominado Laudo de Amiens – 23-I-1264 – que fue, como cabía esperar, totalmente favorable al monarca in-glés. Los barones recurrieron a las armas y el 14 de mayo de 1264, en Lewes, Enrique fue derrotado y apresado. Simón de Montfort gobernó como dictador durante un año, utilizando al Parlamento, y para la reunión celebrada el 20 de enero de 1265 fueron convocados dos representantes por cada condado, otros tantos por cada ciudad y procuradores de los cinco puertos, formando todos un estamento aparte de la nobleza y el clero, que fue llamado de Los Comunes. El Parlamento designó tres electores para que escogiesen los nueve conse-jeros que habían de fiscalizar los actos del monarca, pero, en realidad, todo se reducía a la

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mera sombra de la dictadura de Montfort, quien no pudo evitar el desgaste ni las deserciones que se producían en su bando y engrosaban el del príncipe Eduardo y el de los defensores del rey, quienes terminaron por derrotarlo en Evex-ham – 3-VIII-1265–, batalla en la que murió.

La revolución de 1258 terminó, sin embargo, con una moderada victoria, pues, aunque a Enrique le fueron devueltas todas sus prerrogativas – Acuerdo de Kenilworth, octubre de 1266–, los Estatutos de Marlborough – 18-XI-1267 – ratificaron la Carta Magna, que quedó incorporada al cuerpo legislativo inglés. La influencia del príncipe Eduardo había sido decisiva. La muerte de Enrique III – 1272 – sorprendió al heredero de la Corona en Tierra Santa, por lo que una regencia hubo de hacerse cargo del gobierno del reino mientras que el nuevo monarca regresaba.

Eduardo I – 1272-1306 – fue coronado el 2 de agosto de 1274, contando ya 34 años de edad. El nuevo monarca inglés, casado con Leonor de Castilla, era un cristiano ínte-gro, amigo leal, perfecto caballero y con una muy larga experiencia política, era un celoso defensor de las prerrogativas reales, pero supo mantenerse en límites prudentes respecto al Parlamento, y en este sentido hay que decir que el gobierno centralizado de Eduardo I no tuvo que sufrir roces entre la Curia y la Cámara, pues los funcionarios por él escogidos figuraban indistintamente en una y otra.

Su reinado marcaría el máximo desarrollo de la Monarquía, que adquiriría una mayor amplitud en su base jurídica al tiempo que engrandecía los objetivos exteriores; y en su tarea de gobierno fue ayudado por un importante equipo de legistas, salidos de la primera universidad del país, Oxford, nacida muy poco antes, entre los que destacan Francisco Accursi o Roberto Burnell, a quienes encomendó la gran reforma legislativa, iniciada el 11 de octubre de 1274 mediante una revisión de los títulos de propiedad en cada uno de los dominios y que fue seguida por una numerosa serie de leyes entre las que destacan el Pri-mer Estatuto de Westminster –1275–, que fijó importantes cuestiones de Derecho Civil; el Estatuto De Religionis – 1278 –, por el que quedaba prohibida la extensión de la mano muerta eclesiástica, esto es, la posesión de una finca o terreno en la que se perpetuaba su dominio y que no podía ser enajenada, lo que mermaba hombres y rentas al rey; el Acton Burnell –1238 – que garantizaba los créditos comerciales y el Segundo Estatuto de West-minster – 1285 –, que establecía tribunales equitativos para la administración de justicia.

La gran tarea de su reinado fue la política exterior que buscaba el engrandecimiento de Inglaterra, del que hizo partícipes a sus súbditos y es posible que Eduardo I proyectase la reconquista de antiguos territorios perdidos, pero cuando estalló la guerra con Francia, en 1294, renunció a cualquier clase de acción ofensiva, prefiriendo siempre escaramuzas y negociaciones. Gales y Escocia eran los objetivos principales del rey.

En Gales, desde 1218, los regentes de Enrique III habían reconocido a Llewellyn, llamado el Grande, la hegemonía sobre todo este territorio a cambio de prestar vasallaje al monarca inglés y abonar una cantidad anual, y de este modo pudo gobernar hasta su muer-te – 1240 –, dejando el trono a su nieto, de igual nombre, que se negó a seguir prestando vasallaje y a pagar la renta anual, lo que hizo que Eduardo I invadiese Gales – 1277 –, im-pusiese el Tratado de Aberconway – 12-XI-1277 – y depusiese al monarca galés. Eduardo I no quiso introducir una administración inglesa en Gales con objeto de no herir susceptibili-dades y delegó el gobierno en David, hermano de Llewellyn, a la vez que encargaba al arzo-bispo de Canterbury que iniciase la tarea de “anglificar” el nuevo territorio. Pero, pese a los deseos de paz del rey inglés la situación en Gales no era distendida y en 1282 estallaba una revuelta general contra la presencia inglesa acaudillada por David y Llewellyn, que durante dos largos años combatieron contra los ejércitos que sucesivamente enviaba Eduardo, en una guerra tan destructiva como inútil y que terminó con la muerte de Llewellyn en la batalla

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de Orewyn Bridge – 11-XII-1282 – y la prisión de David, que murió ejecutado. La ocupación de Gales se hizo efectiva de inmediato y quedaría en adelante vinculado al heredero del trono inglés, mientras que Eduardo I adquiría gran prestigio con esta conquista.

En Escocia, desde el siglo XII la influencia inglesa fue en aumento hasta el extremo de que en la corte de Londres se consideraba a los reyes escoceses como vasallos, aunque cumplieran mal sus supuestas obligaciones feudales, res feudales. En 1290 el trono esco-cés quedó vacante, por lo que Eduardo I convocó una asamblea en la que fue reconocido como rey de Escocia Juan Balliol, quien asumió el poder no sin antes haber prestado un juramento de vasallaje al monarca inglés. Eduardo I consideró zanjada la cuestión escoce-sa, pero se equivocaba.

Al iniciarse la guerra contra Francia Eduardo I convocó el llamado Parlamento Perfec-to en 1295 – el calificativo procede de que, en perfecto entendimiento, fueron otorgados subsidios abundantes – al que acudió el rey de Escocia que votó afirmativamente a las recaudaciones extraordinarias para la guerra, pero su actuación fue contraria a los deseos de la nobleza escocesa que relevó al monarca y designó una comisión de doce miembros – condes, obispos y barones en número igual – cuya primera decisión fue expulsar a los ingleses y firmar una alianza con Francia. La reacción de Eduardo I no se hizo esperar y, tras declarar confiscado el feudo de Escocia por felonía, procedió a ocupar este reino, cuyo gobierno fue entregado a ingleses. La facilidad con la que se había procedido era engañosa y fue el principio y no el final de una larga resistencia.

En 1296, ante los preparativos para reconquistar Aquitania y para cubrir los gastos que Gales y Escocia exigían, Eduardo I necesitaba más dinero, pero se topó con la negativa del clero a contribuir apoyándose en la bula Clericis Laicos de Bonifacio VIII y cuando Eduardo insistió fue excomulgado – 10-II-1297 –. Esta situación fue aprovechada por los barones para manifestarse con violencia contra las pretensiones recaudatorias del rey, pero Eduardo consiguió llegar a un acuerdo con la Iglesia y obligó a los nobles a concurrir a la leva ge-neral, pero ya era tarde y se había perdido una gran oportunidad de realizar una fructífera campaña en Francia, si bien se logró evitar la guerra en Inglaterra. En Inglaterra sí pero en Escocia no, y Eduardo I se vio forzado a tomar las armas para sofocar una revuelta que estaba acaudillada por un simple caballero, Guillermo Wallace, quien derrotó al propio rey en la batalla de Stirling – 11-IX-1297 – y lo colocó en una posición política muy delicada de la que pudo salir gracias al ejército que, no sin contar con la deserción de una parte de las tropas de Wallace, consiguió aplastar la revuelta escocesa en Falkirk – 22-VII-1298 –. Vencida, aunque no herida de muerte, la rebelión continuó esta vez a las órdenes de Roberto Bruce, antiguo colaborador de Wallace, que resistió con éxito hasta convertir la rebelión en algo endémico contra la que nada podían hacer los ingleses que consiguieron dar un nuevo golpe en 1301, año en el que Eduardo I reunió un importante ejército que llevó a cabo la ocupación de Escocia, cuyo territorio fue dividido en cuatro distritos y puesto bajo el gobierno de Juan de Bretaña, conde de Richmond, pero la rebelión de Escocia no había cesado y todavía se prolongaría en el reinado de Eduardo II.

El 7 de julio de 1306 moría Eduardo I, sin tiempo para combatir una nueva rebelión de Roberto Bruce y el trono pasaba a Eduardo II – 1306-1327 – que heredaba una situación alarmante: Escocia rebelada, Gales con tensiones y las arcas no muy llenas. Los barones ingleses esperaban importantes cambios políticos pero éstos se redujeron al abandono de la empresa de Escocia y a la reconciliación con Francia mediante el matrimonio del monarca con una hija de Felipe IV. El gran protagonista de la primera parte del reinado fue Pedro de Gaveston, un caballero bearnés, codicioso y altanero que se ganó los odios de la nobleza que intentó que el Parlamento – 28 de abril de 1308 – lo desterrase, pero el monarca lo evitó enviándolo como lugarteniente a Irlanda.

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Los problemas se centraban sobre todo en la frontera con Escocia y el rey necesitaba dinero para pagar las soldadas, de modo que, aunque no quería reunir el Parlamento, no tenía más remedio que acudir a los nobles quienes, en la reunión parlamentaria de abril de 1309, exigieron reformas profundas a cambio de la entrega a rey de un 4% de su renta. Por entonces nada se hizo y Eduardo se dirigió a la frontera escocesa donde se reunió con Gaveston, quien poco después moría en una emboscada dejando al monarca solo frente a los escoceses y los barones de Inglaterra. Eduardo no tuvo más remedio que claudicar.

Una comisión de veintiún miembros redactó unas Ordenanzas en septiembre de 1311, que reducían al mínimo la autoridad del rey quien, en adelante, no podría hacer la guerra o la paz sin contar con el Parlamento, sostendría sus gastos con las rentas del patrimonio real, designaría sus oficiales previo consentimiento de los barones, otorgaban independen-cia al Exchequer para el cobro y gasto de los impuestos y se ordenaba que el Parlamento fuese convocado, por lo menos, dos veces al año. Eduardo II las aceptó y, a cambio, recibió la aprobación para cobrar subsidios destinados a pagar al ejército que se estaba preparan-do para enfrentarse a los escoceses que habían cruzado la frontera y cercado Stirling, pero todo fue inútil, ya que las fuerzas inglesas fueron estrepitosamente derrotadas en Bannoc-kburn – 24-VI-1314 –. Ahora más que nunca estaba en poder de los nobles, mientras que se iniciaba la tercera gran crisis que duraría hasta 1330.

En los Parlamentos de York – 1314 – y Westminster – 1315 – fueron confirmadas las Ordenanzas de 1311 y, dirigidos por Tomás de Lancaster, los barones impusieron una tutela al rey, pero las circunstancias del país no eran buenas y el hambre y la anarquía se enseñoreaban por todos los rincones, mientras que el descontento contra Lancaster crecía surgiendo un nuevo partido que, presidido por el conde de Pembroke, defensor de que fuese devuelta al rey su autoridad, se puso en movimiento y, cuando los escoceses se adueñaron de Berwick – abril de 1318 – logró imponer un Consejo formado por moderados – Acuerdo de Leake, 9 de agosto – y reclutar tropas que no pudieron recuperar Berwick, lo que obligó a la firma de una tregua desfavorable con el rey escocés Roberto Bruce – 1320 –. La situación interna de Inglaterra empeoraba y llegó a la ruptura cuando Eduardo II reunió el Parlamento – Sherburn, 15-VI-1321 –, donde hubo de enfrentarse a los radica-les de Tomás de Lancaster que exigieron al rey que se sometiese a la tutela del Parlamento, pero Eduardo halló medios para levantar un ejército y aplastar a Tomás de Lancaster en Bo-roughbridge – 16-III-1322 –. Era la victoria que Eduardo necesitaba, pues el Parlamento de York, reunido meses más tarde, se mostró muy dócil anulando las Ordenanzas de 1311 y prohibiendo nuevas reformas sin el consentimiento del reino.

Sin embargo, no comenzó entonces un periodo de tranquilidad, pues fracasaron nue-vas operaciones en Escocia y la oposición, que era incapaz de organizarse en Inglaterra, sí lo hizo en Francia, en torno al noble R. Mortimer, quien, en 1325, recibió el inesperado apoyo de la reina Isabel que terminó en convertirse en su amante. Expulsados de Francia, pese a que ella era hermana del rey Carlos IV, reunieron un ejército de mercenarios con el que desembarcaron en Inglaterra – 25-XII-1326 –, derrotaron a Hugo de Espencer a quien el monarca había encomendado el gobierno y forzaron la abdicación de Eduardo II con el aplauso del Parlamento – enero de 1327 –.

Durante tres años Inglaterra fue regida por este extraño gobierno, en nombre de un menor, Eduardo III, y a título del Parlamento, pues Mortimer presidía una nueva Comi-sión; pero sus escandalosas relaciones con la reina sirvieron de base para que Enrique de Lancaster se uniese al joven Eduardo III para preparar una conspiración que triunfó cuando, en una noche de junio de 1330 Mortimer era detenido y llevado ante el Parla-mento que ordenó su ejecución. De este modo comenzaba en Inglaterra el largo reinado de Eduardo III – 1327-1377 –.

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3. FRANCIA E INGLATERRA EN EL MARCO DE LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS

En Francia, cuando se produce la muerte de Carlos IV – 1328 – la reina Juana, su esposa, se encontraba embarazada, abriéndose paso la posibilidad de que fuese una niña, la cual, por los precedentes establecidos a la muerte de Felipe V y de Luis X, no podría rei-nar, de modo que pronto presentaron su candidatura al trono Eduardo III de Inglaterra, hijo de Isabel de Francia y nieto de Felipe IV, y Felipe de Valois, sobrino del mismo monarca, quien, jugando hábilmente con su condición de francés, consiguió que una corta asamblea de nobles y prelados lo designara regente a la vez que reafirmaba la decisión de que las mujeres no pudiesen ocupar el trono, de manera que, al nacer la princesa María, automá-ticamente se convirtió en rey Felipe VI –1329-1350 –. Pero Eduardo III no aceptó el fallo y el nuevo rey francés iniciaba su reinado con no muy buenos augurios.

En el año 1324 la situación en Flandes era inquietante, como lo demostraba la re-vuelta que, en ese mismo año, dirigía Brujas y que obligó al conde Luis de Nevers a huir y refugiarse en París; pero la salida del conde no solucionó el problema ya que los gremios pusieron sus esperanzas en Eduardo III, mientras que los nobles y patricios confiaban en Felipe VI, que acudió a Flandes muy poco después de ser coronado para aplastar a las mi-licias flamencas en Cassel –23-VIII-1328 –, enfrentamiento que fue el inicio de una etapa de represalias y castigos que no condujeron sino a la radicalización de las posiciones, y mientras que Francia restauraba en el poder a Luis de Nevers y aparecía como adalid de la nobleza, Inglaterra polarizaba los anhelos de la baja burguesía.

Eduardo III, que preparaba minuciosamente la guerra contra Francia, no pudo hacerse con las riendas del poder hasta la muerte de Mortimer – 1330 – y de inmediato trató de anular la influencia francesa en Escocia, donde, en 1329, había muerto Roberto Bruce y reinaba su hijo David II. Eduardo III invadió el país y venció en Halidon Hill – 1333 – al mo-narca escocés que buscó refugio en Francia, pero Felipe VI sostenía a los escoceses contra Inglaterra y sólo Edimburgo y su área pudieron ser ocupadas por las fuerzas de Eduardo III. El monarca francés pensaba que un frente abierto en el costado de su rival le debilitaría, pero las guerras escocesas permitieron que Eduardo III contase con un fuerte y poderoso ejército con unidades de arqueros que no tardarían en hacerse famosos.

Ambos reyes efectuaban una política de alianzas: Felipe VI sobre todo con Alfonso XI de Castilla – único que poseía en el Golfo de Vizcaya una flota que pudiera compararse con la inglesa – con el que había logrado un acuerdo – 13-XII-1336 – por el que el rey caste-llano permitía a Felipe VI alquilar buques en los puertos cantábricos, mientras que Eduardo III cerraba alianzas con el emperador Luis de Baviera, Génova, Aragón, Sicilia, Holanda, Brabante, Ginebra, Zelanda e Hainaut. En aquellas circunstancias se produjo un clima de enfrentamiento y hostilidad desde 1336, cuando el rey inglés ordenó el embargo de la ex-portación de lana a Flandes, y 1337,año en que el rey francés, aprovechando uno de tantos pleitos jurisdiccionales pendientes, decretó el embargo de Guyena.

3.1. La revuelta de Flandes

El 7 de octubre de 1337 Eduardo III reclamaba oficialmente el trono de Francia y un mes más tarde su flota se adueñaba de la isla de Cadzant, que cerraba la entrada del puerto de Brujas y poco después se dirigió a Amberes donde esperó los resultados de su presión sobre Flandes, pues la suspensión de las importaciones británicas, cuando aún

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eran insignificantes los envíos de lana castellana, produjo el cierre de los talleres y la más grave crisis laboral de su historia; el plan del rey inglés dio resultado porque Luis de Ne-vers tuvo que huir de nuevo a Francia – 1339 – y Eduardo recibía el apoyo de los rebeldes flamencos que, dirigidos por el “capitán” de Gante Jacobo van Artevelde, habían obtenido del soberano inglés garantías de nuevos suministros de lana. Mientras tanto, la diplomacia británica se movía y Eduardo I se entrevistaba con el Emperador Luis de Baviera y reci-bía el título de Vicario Imperial para los Países Bajos y poco después conversaba con los representantes de las ciudades flamencas en Gante – enero de 1340 – donde escuchó el proyecto de Artevelde para crear en Flandes un señorío independiente.

La situación en Flandes maduraba y Eduardo III mandaba llamar al ejército que desem-barcaba poco después para dar apoyo a la proclamación de Eduardo como rey de Francia en Gante –febrero de 1340– e iniciar las primeras operaciones de esta nueva fase bélica contra Francia. Sin embargo, el primer éxito inglés no sería terrestre sino naval, ya que el 24 de junio la escuadra inglesa barría a los franceses en La Esclusa y acababa con los intentos franceses de bloqueo, mientras que por tierra las tropas inglesas no podían cul-minar con éxito el cerco de Tournai. El balance de las operaciones militares ponía de ma-nifiesto dos hechos incuestionables, uno, la evidente superioridad inglesa y otro, que pese a esa superioridad Eduardo III no contaba con medios financieros suficientes y Flandes no se mostraba como base adecuada para mantener y extender la guerra hasta conseguir el triunfo de sus aspiraciones al trono francés. Esto último pesaría mucho a la hora de entablar negociaciones de paz que culminaron en la tregua en Esplechin –25-IX-1340–, lograda con la mediación de los legados papales y de los embajadores castellanos.

En lo sucesivo Eduardo III no intentó centrar su política en la alianza con Flandes, don-de Artevelde moriría durante una revuelta en 1345, y se restauraría el poder condal en la persona de Luis de Male – 1346-1384 – y con él la influencia francesa, que propició la pacificación de los Países Bajos hasta el extremo que la última revuelta anticondal –1379-1382 – no tendría el alcance de las anteriores y perdió pronto su inercia. En general, los territorios de los Países Bajos alcanzaron una estabilidad de sus relaciones institucionales internas que los puso al abrigo de intervenciones como la de Eduardo III.

3.2. La cuestión de Bretaña

En Bretaña, tras la muerte sin hijos del duque Juan, Francia apoyó la sucesión de Car-los de Blois, sobrino de Felipe VI, mientras que Eduardo III se inclinaba por la candidatura de Juan de Montfort, hermano del difunto conde. Tropas francesas apoyaron la investidura de Carlos como conde de Bretaña – 7-IX-1341 – y su posterior instalación en Nantes, lo que provocó la reacción de Eduardo III, quien al frente del ejército desembarcaba y ocupaba la mayor parte del ducado –1342– sin encontrar resistencia significativa. Esta vez tampoco hubo grandes combates, ya que los legados pontificios lograron una tregua en Malestroit – 19 de enero de 1343 – que zanjaba por el momento la cuestión al dividir Bretaña entre ambos bandos, de modo que Bretaña se convirtió durante cincuenta años en base secun-daria de desembarcos y acciones inglesas.

Casi inmediatamente se produjo un aparente debilitamiento de las posiciones de Eduardo III dentro y fuera de Inglaterra. En Escocia un ejército francés restauraba en el trono a David II ante la pasividad del rey inglés, en cuyo bando se producían los primeros abandonos cuando el duque de Brabante y el conde de Hainaut se declaraban neutrales; además, la evolución internacional también era desfavorable a Eduardo III, que supo cómo Felipe VI había restablecido la amistad con el Emperador, mientras que las noticias que

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llegaban de Flandes no eran tampoco esperanzadoras debido a que crecía la oposición contra Jacobo van Artevelde, que era incapaz de controlar una guerra civil que había esta-llado entre los gremios menores, cuyos dirigentes eran los bataneros y tejedores, y tampoco controlaba al patriciado que comenzaba a arrepentirse de su colaboración en la revuelta; finalmente Artevelde moría asesinado – 24-VII-1245 – a manos de aquellos que antes lo habían apoyado. Para colmo, la amistad del Papa reportaba preciosas ayudas a Felipe VI que Eduardo III trató de neutralizar realizando notables esfuerzos para que Alfonso XI de Castilla se alinease a su lado, y una embajada inglesa ofreció al monarca castellano ge-nerosas concesiones que beneficiaban a los mercaderes y transportistas vizcaínos – 28 de abril de 1344 – e incluso el matrimonio del heredero castellano con una princesa británica, pero Alfonso XI se decidió finalmente, inducido también por la presión del legado papal, a firmar una alianza con Francia – 1 de julio de 1345 – que autorizaba a Felipe VI a disponer por fin de las fuerzas navales castellanas. Francia parecía más fuerte al comienzo de la gran campaña de 1345.

3.3. El desastre francés en Normandía. De Crecy a Poitiers

Eduardo III envió un ejército que reforzó Guyena y derrotó al francés en Auberoche – diciembre de 1345 – procediendo de inmediato a ocupar Poitiers y otras localidades de la comarca. A toda prisa el rey inglés levantó un nuevo y potente ejército que desembarcaba en Normandía – 12-VII-1346 –, ocupaba Calais, cruzaba el Sena y el Somme y tomaba posiciones en la llanura de Crecy. A ese punto llegó también Felipe VI con unas tropas ago-tadas por la larga marcha y, sobrevalorando la calidad de su infantería, sin dar descanso, atacó el 26 de agosto de 1346 y sufrió una espectacular derrota causada especialmente por la eficacia de los arqueros ingleses que segaron la vida de numerosos caballeros y nobles. Crecy señalaba la hora de la victoria inglesa y daba un vuelco a la situación: pocas semanas después la reina Felipa de Inglaterra derrotaba a los escoceses y apresaba a Da-vid II, que estaría preso hasta 1357, Carlos de Blois, duque de Bretaña, era derrotado y apresado – 1347 – y Alfonso XI cambiaba de bando a toda prisa, firmando con los em-bajadores ingleses un tratado que incluía el matrimonio de su hijo Pedro con una princesa británica, enlace que no llegaría a celebrarse.

A los males de la guerra se sumó en 1348 la Peste Negra, cuyos primeros efectos no tardaron en advertirse en Francia y, junto a esta calamidad, otras muchas hicieron acto de presencia –escasez, carestía, hambre, presión fiscal – para cerrar con tintes sombríos el rei-nado de Felipe VI, que moría en 1350, al igual que Alfonso XI, y al año siguiente se firmaba una tregua que detenía el avance inglés y que habría de durar hasta 1355.

El trono francés pasaba a manos de su hijo Juan II – 1350-1364 –, hombre que so-bresalía en los deportes caballerescos y que carecía en la misma proporción de dotes polí-ticas, por lo que se puede decir que no era la persona adecuada para resolver el cúmulo de problemas que sobrevino. Al desorden e inseguridad provocados por la epidemia de peste siguieron la reanudación de la guerra en 1355 y las acciones de pillaje realizadas por los integrantes de las bandas de mercenarios de ambos lados, por lo que la población francesa se vio sometida a nuevas y graves intranquilidades que fueron agravadas por la devaluación monetaria y la excesiva presión fiscal que ya era insoportable en 1355, año en el que la revuelta entre los más humildes comenzaba.

Pero no era eso solamente, pues una parte de la nobleza se enfrentaba al rey y se agrupaba en torno a Carlos II, rey de Navarra – 1332-1387 – a quien Juan II hizo encar-celar – 1356 – bajo la acusación de negociar con los ingleses. La decisión del rey francés

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pronto se reveló como un grave error, pues ante la prisión de su rey Navarra se alineó del lado inglés en el preciso momento en que Castilla hacía lo mismo. Normandía se sublevó y tres ejércitos ingleses fueron lanzados al ataque, siendo el tercero, que marchaba bajo las órdenes del Príncipe Negro, hijo mayor de Eduardo III, el que se enfrentó, cerca de Poitiers, con Juan II que marchaba al frente de sus tropas – 19-IX-1356 – derrotándolo completamente y apresando al monarca francés que fue conducido a Londres, mientras que su hijo, el Delfín Carlos, huía perdiendo honor pero demostrando más sentido común que todos los brillantes caballeros que se hicieron matar allí por pertenecer a la Orden de la Estrella, fundada por el propio Juan II – 6-I-1352 – y cuyo lema era no retroceder en la batalla.

3.4. La crisis interna en Francia. La jacquerie y la Paz de Bretigny

Carlos se hizo cargo del gobierno del país en momentos especialmente difíciles, pues al desencanto de la derrota y de la prisión del rey vino a sumarse el descontento que provo-caban las malas condiciones económicas y el mal gobierno de la nobleza. La tensión social se manifestó en los Estados Generales – 17-X-1356 – que fueron reunidos por Carlos con objeto de pedir el dinero necesario para defender Francia, pero en vez de eso el Delfín se encontró con Estaban Marcel, preboste de los mercaderes de París que tenía la voz de las ciudades, y con Roberto le Coq, obispo de Laon y portavoz del clero, los cuales tomaron una actitud revolucionaria imponiendo, apoyados por ochocientos asistentes, tres condicio-nes: castigo para siete oficiales del rey considerados culpables de mal gobierno, nombra-miento de una comisión de veintiocho miembros para fiscalizar las actividades del Delfín y, finalmente, libertad para el rey de Navarra. Ante las exigencias Carlos optó por suspender los Estados Generales – 2 de noviembre – tratando de ganar tiempo, pero en febrero de 1357 tuvo que acceder a las condiciones e incluso admitir otras más duras que las ante-riores, pues la ordenanza del 3 de marzo redactada por Roberto le Coq permitía depurar la casa y cámara del rey, declaraba que la administración de subsidios sería responsabilizada ante los Estados Generales y creaba una comisión permanente de nueve miembros. Juan II desde su prisión protestó y Carlos hubo de desautorizar a su padre.

El Delfín sabía que la postura de los parisinos no contaba con el apoyo del reino e in-tentó recabar apoyos contra los revolucionarios de París en Normandía, pero no tuvo éxito. En noviembre volvía a presidir los Estados Generales que ya sólo eran un instrumento en manos de Marcel, que trataba de convertir París en una nueva Gante y aceptó la alianza con Carlos II de Navarra que había recobrado la libertad. Mientras las tropas inglesas que apo-yaban al rey de Navarra deambulaban por las cercanías de la capital francesa, el preboste de los mercaderes daba a los gremios normas y un símbolo – el chaperón rojo y azul, que con el blanco de la monarquía formó luego la bandera tricolor – que incluso el propio Delfín fue obligado a utilizar cuando, el 22 de febrero de 1358, también a la fuerza, presidió la ejecución de los mariscales de Champaña y Normandía.

El clima revolucionario crecía y a su sombra, lo que se había iniciado como una pro-testa urbana contra los males del reino, se fue convirtiendo en un movimiento sanguinario contra la nobleza que, entre mayo y junio de 1358, estalló en una revuelta de campesinos que se conoce con el nombre de Jacquerie, sangrienta y sin otro objetivo realizable que la matanza indiscriminada de nobles, semilla a su vez de las tremendas represalias que éstos tomaron tras su triunfo. Carlos de Navarra, que se había distinguido en el aplastamiento de la revuelta, llegaba a París – 14 de junio –, se hacía cargo del control de la revolución parisi-

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na para utilizarla en su propio interés y abría negociaciones con Eduardo III quien, como él, aspiraba al parcial despojo de Francia. El gran beneficiado de estas maniobras fue el Delfín, quien presentó las negociaciones del rey de Navarra con Eduardo III como una traición que pretendía entregar una parte de Francia a Inglaterra, lo que fue suficiente para despertar un patriotismo larvado y que muchos pasasen a su lado, de modo que pronto un ejército francés pudo bloquear París e indujo a Esteban Marcel y a Carlos de Navarra a cometer el error de llamar a los ingleses en su auxilio, pues con ello demostraban la veracidad de los planteamientos del Delfín. La presencia de las tropas inglesas provocó un motín en el que el preboste murió asesinado – 31-VII-1358 –, el rey de Navarra huía y París abría sus puertas a Carlos, que de este modo conseguía superar la crisis.

Francia e Inglaterra estaban agotadas y necesitaban la paz y en ella trabajaba también Inocencio VI – 1352-1362 – cuyos legados insistían para el inicio de las negociaciones que comenzaron en Londres, donde Juan II aceptó el principio de una división del reino francés, pero las cesiones a Inglaterra eran tan grandes que en los Estados Generales de mayo de 1359 fue rechazado el acuerdo. La guerra continuó pero más por un empuje irracional que por un plan preconcebido; en Francia el Delfín no estaba en condiciones de oponer seria resistencia y dejó la defensa en manos de reducidas bandas de mercenarios, entre las que ya destacaba la dirigida por Beltrán Du Guesclin, pero fue suficiente, ya que cuando, en noviembre de ese año, Eduardo III atacaba desde Calais y penetraba hasta Borgoña y Champaña, experimentó pérdidas muy cuantiosas. El cansancio de los conten-dientes facilitó la Paz de Bretigny – 1 de mayo de 1360 – por la que Francia perdía casi una tercera parte de su territorio y Juan II podía salir de su prisión inglesa y regresar a su trono francés, pero no sería por mucho tiempo pues el rey no había perdido su antiguo espíritu caballeresco, y cuando supo que su hijo Luis, duque de Anjou, que había quedado como rehén en su nombre había huido de Inglaterra, decidió regresar a la prisión para no hacer frente al pago de su enorme rescate, cifrado en 3 000.000 de escudos, y allí murió – 1364 –. Por su parte, Eduardo III renunciaba a sus derechos sobre el trono francés, pero la Gascuña inglesa se ampliaba mucho y se alcanzaba el compromiso de que el rey francés no ejercería en ella derechos feudales.

Carlos V – 1364-1380 – heredaba un reino destrozado aunque la paz exterior e in-terior le permitió dedicarse a una amplia tarea de reconstrucción en todos los órdenes, consiguiendo eliminar la presencia de Carlos de Navarra en la escena política francesa a partir de 1364 consiguió la eliminación de Carlos de Navarra de la escena política francesa. Pero, sin duda, el éxito más importante fue la nueva integración de Flandes en el espacio político francés a través del matrimonio de la hija única y heredera del conde Luis de Male, duquesa de Borgoña, con Felipe, hermano del rey francés. Carlos V no consideró nunca la paz de Bretigny como definitiva, sino un paréntesis durante el cual debía de prepararse para vencer a Inglaterra, y eso sólo lo podría conseguir poseyendo una flota, razón por la que prestó atención a la Península Ibérica, en donde se había abierto un frente secundario en el enfrentamiento franco-inglés, que era la guerra civil castellana de 1366-1369 en la que el triunfo final de Enrique de Trastámara proporcionaría a Francia un firme aliado.

Con el apoyo inequívoco de Enrique II de Castilla, Carlos V denunció el Tratado de Bretigny e intervino como titular de derechos soberanos feudales en la Gascuña inglesa, de la que era duque el Príncipe Negro, declaró confiscado el ducado e inició una serie de operaciones que, entre 1369 y 1374 llevaron a recuperar buena parte de lo cedido en Bretigny, mientras que la flota castellana triunfaba en La Rochela – 1372 – y hostilizaba la costa sur inglesa en los años siguientes. La expedición de Juan de Gante, duque de Lancaster, otro hijo de Eduardo III, en 1373 desde Calais a Burdeos no pudo contrarrestar aquellos éxitos y en 1375, cuando se acuerdan las llamadas Treguas de Brujas, los ingleses sólo conservaban Bayona y Bur-

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dos, Calais y Cherburgo con sus tierras aledañas. El epílogo de aquellos acontecimientos ha de situarse en el contexto de la crisis general de los años 1377 a 1382, cuando comienza el cisma pontificio y proliferan las revueltas sociales, como la de 1381 en Inglaterra, o la de los ciudadanos franceses en 1382 contra el restablecimiento de la gabela de la sal; en 1379 Gante se sublevaba y el conde Luis de Male pedía ayuda a su yerno, Felipe el Atrevido, que derrotaría a los alzados en Roosebeke – 1382 –, haría frente a un proyecto inglés de intervención en 1383 y al año siguiente Felipe heredaba el condado, cuya pacificación fue total en 1385. Así, en los años que siguieron a la muerte de Eduardo III – 1377 – y Carlos V – 1380 – se llegó a una situación de fin de las luchas que duraría varios lustros, aun con los ingleses en Calais y Gascuña y con el ducado de Bretaña prácticamente independiente.

3.5. Francia e Inglaterra entre 1380 y 1420

El predominio aristocrático, encabezado por parientes de los reyes y la inestabilidad del equilibrio político entre poder monárquico y poder de la alta nobleza caracterizaron aquellos decenios en la vida de los reinos occidentales y facilitaron la reanudación del conflicto des-de 1415 entre Francia e Inglaterra. En Francia, la minoría de Carlos VI – 1380-1422 – y los primeros años de su mayoría, entre 1388 y 1392, estuvieron dominados por el gobierno de los altos letrados y funcionarios de Corte, lo que permitía contrarrestar la creciente in-fluencia de los tíos del rey: Felipe el Atrevido, duque de Borgoña, Luis, duque de Anjou, y Juan, duque de Berry, así como el hermano del monarca, Luis, duque de Orleans, dueños todos ellos de enormes señoríos e inclinados hacia distintas líneas de política exterior. Los ataques de locura del rey desde 1392 facilitaron la creación de un gobierno de los duques de Borgoña y Orleans, quienes, junto a sus seguidores, reñían una continua batalla política, al tiempo que controlaban partes cada vez mayores de los ingresos del fisco regio.

El equilibrio se mantuvo precariamente durante algunos años, aunque fue suficiente para que, en 1396, se acordase una tregua de veinticinco años con Inglaterra. Sin embar-go, en Francia, la muerte de Felipe el Atrevido en 1404 supuso que el poder del duque de Orleans llegase a su apogeo hasta el extremo de que su asesinato a finales de 1407 fue justificado como tiranicidio por su inspirador, el nuevo duque de Borgoña, Juan sin Miedo. Aquel suceso rompió definitivamente el precario equilibrio entre los bandos de alta nobleza, y mientras el partido borgoñón incrementaba sus apoyos en el norte y este del país y con-taba con el rey inglés, el nuevo duque Carlos de Orleans encontraba fuertes ayudas en los de su suegro el conde de Armagnac, de donde tomó nombre el partido de los duques de Berry, Borbón y Bretaña. Es decir, se planteaba la división de la nobleza entre Borgoñones y Armagnac, sectores socio-políticos que contarán con importante participación ciudadana y protagonizarán graves rivalidades y sangrientos altercados que romperán la tranquilidad que debería derivarse de la existencia de treguas con Inglaterra hasta 1415.

La historia política de Inglaterra había sido igualmente agitada desde 1377, a menudo por semejantes motivos de fondo. En la minoría de Ricardo II – 1377-1399 – había gober-nado su tío el duque de Gloucester, lo que trajo un aumento del poder nobiliario ante cuyas exigencias hubo de ceder en el llamado Parlamento “sin piedad” de 1388; en los años siguientes, Ricardo II procuró contrarrestar el poder de unos nobles concediendo mercedes a otros, y mediante algunas empresas exteriores de prestigio como fueron la expedición a Irlanda en 1394–1395 para asegurar la obediencia de la nobleza angloirlandesa o la tre-gua con Francia por veinticinco años, que incluyó su matrimonio con Isabel, hija de Carlos VI. Fortalecido, en el Parlamento de Shrewsbury de 1398, consiguió que se anulasen las disposiciones de 1388 y un subsidio vitalicio sobre el comercio de lana.

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Sin embargo, llevado por un excesivo optimismo, fue más lejos en su alarde de au-toridad y cometió un error grave cuando decidió reintegrar el ducado de Lancaster en la Corona después de la muerte de su titular y despojando de la herencia legítima a Enrique, hijo del difunto, que terminó por exilarse mientras roía un sentimiento de venganza que poco más tarde haría realidad. En efecto, Enrique de Lancaster desde su exilio no cesó de tratar contactos con la nobleza inglesa cuyos miembros temían ser objetivo de medidas similares, y fue creando el terreno propicio para regresar victorioso a Inglaterra en 1399, proclamarse rey con el apoyo de los grandes nobles y obtener el reconocimiento del Par-lamento que decretó la deposición de Ricardo II, quien se aprestaba a resistir cuando fue asesinado – 1400 –. El nuevo monarca, Enrique IV –1399-1413 –, surgido de la “revolu-ción lacasteriana”, una vez en el trono tendría los mismos problemas de relación con la alta nobleza que su antecesor y que él había utilizado para encumbrarse y destituir a Ricardo II, pero por entonces los problemas de Escocia exigieron su atención y allí intervino el rey inglés para derrotar y apresar al rey Jacobo I Estuardo – 1406-137 –, mientras que en Gales se producía una revuelta ante la que Enrique IV prefirió esperar su evolución antes de intervenir.

La reanudación de la guerra con Francia proporcionó a su hijo y sucesor Enrique V –1413-1422– la posibilidad de aplazar aquellos problemas y ofrecer a la aristocracia inglesa un campo mucho más atractivo en el continente donde satisfacer sus deseos de poder y enriquecimiento. El desembarco inglés en 1415 fue seguido por la aplastante victoria de Azincourt –25-X-1415– donde el duque Carlos de Orleans fue apresado y así permanecería por espacio de veintiséis años, permitiendo que su suegro, el conde de Armagnac, fuese nombrado condestable de Francia, mientras que el rey inglés y Juan sin Miedo de Borgoña consolidaban una alianza que abrió las puertas de Normandía a los ingleses que ocuparon todo su territorio entre 1417 y 1419. Con un monarca demente y el partido de los Armagnacs descabezado no fue difícil para los Borgoñones hacerse con el poder e ir eliminando sistemáticamente a sus enemigos, pero el Delfín pudo escapar de Juan sin Miedo y refugiarse en Bourges abrigando el proyecto de apoyarse en las zonas de Francia libres de la presencia anglo-borgoñona que le permitiese imponer un nuevo equilibrio de fuerzas siendo el mismo árbitro de la situación. Desde Bourges llamó a Juan sin Miedo para iniciar negociaciones de paz que permitiesen restablecer el buen gobierno, pero el asesinato del duque de Borgoña – Montereau, 1419 – hizo que la escisión fuera ya irreparable.

El nuevo duque de Borgoña y cabeza de los Borgoñones era Felipe el Bueno, cuyo control sobre un Carlos VI, senil y demente, era absoluto y sólo por esto se justifica que el monarca reconociese los derechos de Enrique V al trono de Francia y le designase sucesor, tal y como se contenía en el Tratado de Troyes – 20-V-1420 –, además de aceptar que ambos combatieran conjuntamente al desheredado Delfín que fue desterrado. Amparado por ese tratado, Enrique V llegó a París donde consiguió que los Estados Generales lo reconocieran como rey, pero tan halagüeñas perspectivas se truncaron bruscamente con la muerte del rey inglés en la capital francesa algunos meses antes que su suegro – 21-X-1422 –. Heredero de uno y otro, Enrique VI –1422-1461–, un niño de ocho meses, fue proclamado rey de Francia y de Inglaterra, pero sólo la firme regencia de los tíos del nuevo monarca en Inglaterra y el apoyo de Felipe el Bueno en el continente permitieron el mantenimiento del Tratado de Troyes y la división del territorio francés en varios gobiernos, pues el duque de Bedford, tío y regente de Enrique VI, dominaba París y las ricas tierras de Normandía, Champaña y Picardía, mientras que Felipe el Bueno extendía su dominio en el este y norte incluyendo zonas de Picardía y Champaña. Entre unos y otros estaba Carlos, el Delfín desheredado, que dominaba un espacio ubicado en el centro y el sur del país, apoyado por los Armagnacs.

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3.6. La resolución del conflicto. La victoria francesa

El 30 de octubre de 1422 el Delfín tomaba el título real y como Carlos VII – 1422-1461– gobernaba un territorio que era una tercera parte del suelo francés con núcleos dispersos y teniendo como único apoyo un vago sentimiento nacional que alentaba a los franceses y los movía a oponer pasiva resistencia frente al dominador inglés, pero eso, de momento, era poco eficaz ante el empuje de las tropas inglesas cuyo objetivo era apode-rarse de Anjou y Maine, únicos territorios que sostenían el poder de Carlos. El monarca francés trataba de abrirse camino hasta Reims, donde pretendía hacerse coronar, pero los Armagnacs fracasaron en Verneuil –17-VIII-1424– donde sufrieron una derrota tan grave como la de Azincourt, pero sus consecuencias no fueron mayores porque la resistencia de las guarniciones de Maine paralizó el ataque inglés de 1425. Finalmente, el regente Bedford decidió ocupar Orleans para garantizar el paso del Loira y las tropas inglesas ini-ciaban el cerco de la ciudad el 7 de octubre de 1428. La suerte de Carlos VII parecía estar echada.

La aparición de Juana de Arco en aquel momento crítico tiene algo de excepcional e inexplicable, por lo que su persona y su obra han atraído siempre la atención, pero se com-prende parcialmente como fruto de la desesperación de buena parte del mundo campesi-no, del que Juana procedía, manifestada a través del entusiasmo y decisión de la “doncella de Orleans”, en los que se mezclaban inextricablemente emociones, sentimientos y creen-cias religiosas y patrióticas, fácilmente transmisibles, en su simplicidad, a amplios sectores sociales agobiados por la amenaza del avance de los ingleses, tenidos por extranjeros. Con traje masculino, que no abandonaría hasta su prisión, Juana de Arco llegó a Chinón – 6 de marzo de 1429 – donde conversó en privado con Carlos VII infundiéndole plena confianza en ella y en la misión que iba a emprender y, una vez que la comisión eclesiástica, reuni-da en Poitiers, diese un informe favorable, Juana recibió el mando de todas las tropas – 7.000 u 8.000 hombres – que pudieron reunirse para socorrer Orleans.

En dos semanas – 27 de abril al 8 de mayo de 1429 – la ciudad fue liberada y Juana contagiaba de entusiasmo tanto a los capitanes como a los soldados que prosiguieron con facilidad su avance hacia Reims, en donde Carlos VII era coronado como rey de Francia – 17-VII-1429 – ante el estupor y desmoralización de las fuerzas inglesas, cuya derrota definitiva no se produjo por la debilidad de los consejeros del rey, que no querían arriesgar su influencia cerca del soberano. Juana entendía que su misión había terminado, pero sus compañeros de armas la impulsaron a seguir mientras exhortaba a Carlos VII para que marchara sobre París, en cuyas cercanías luchaba Juana con escasas fuerzas cuando fue apresada – Compiègne, 23-V-1430 – por Juan de Luxemburgo y vendida a los ingleses.

El proceso de Juana de Arco, celebrado en Ruán un año más tarde, fue un esfuerzo continuado e inútil por lanzar la ignominia sobre su persona y destruir el halo sobrenatural del que se rodeaba su misión, por acabar con una mujer en la que resplandecía la dignidad e inocencia así como una fe extraordinariamente firme y serena. El gobernador inglés de Normandía y el obispo de Beauvais la envolvieron con sutiles preguntas y es probable que se la engañase para arrancarle la abjuración en el cementerio de Ruán – 24-V-1431 –. Seis días más tarde, tras protestar por el engaño, fue quemada viva en la plaza del mercado de dicha ciudad. Carlos VII nada hizo por salvarla y sólo tras la reconquista de la ciudad ordenó que se abriera un proceso de rehabilitación.

El agotamiento de Inglaterra, con graves problemas internos, y la crítica situación de Francia facilitaron la tarea de los legados pontificios que convocaron una conferencia de paz en Arras – 1435 – donde los representantes franceses ofrecieron a Enrique VI Norman-

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día y Guyena en vasallaje de la Corona de Francia, mientras que los ingleses pedían que Carlos se declarase vasallo de Enrique, por lo que no hubo acuerdo. Pero con la muerte del duque de Bedford –14-IX-1435– se produjo la rápida decadencia del poder militar inglés, lo que condujo al establecimiento de una tregua en mayo de 1444 que se prolongaría hasta 1449. Carlos VII iniciaba una política ofensiva en el este y, terminada la tregua, los fran-ceses invadían Normandía, que se sublevó y fue necesaria la victoria militar de Formigny – 15-IV-1450 – para dominar totalmente el ducado; al año siguiente se ocupaba Gascuña tras vencer la frágil y poco organizada defensa inglesa, y después de la batalla de Castillón – 17-VII-1453 –, en la que los franceses emplearon 300 cañones, Bayona y Burdeos, que desde hacía 300 años tenían posesiones inglesas, volvían a Francia. Inglaterra conservaba Calais, rodeada de tierra borgoñona. La Guerra de los Cien Años terminaba, si bien la riva-lidad entre ambos países siguió en pie alentando movimientos políticos.

Último gran conflicto medieval y precedente de las grandes guerras modernas, el en-frentamiento bélico de Francia e Inglaterra durante 138 años tuvo enormes consecuencias para la evolución histórica de todo el Occidente europeo. Además de innumerables efec-tos negativos –dispendios económicos, destrucción de recursos, sangría demográfica – la Guerra de los Cien Años actuó también como dinamizador de procesos históricos de gran trascendencia y Francia e Inglaterra se constituyeron como Estados modernos al calor del conflicto; la primera alcanzó unas dimensiones y una cohesión interna que nunca había tenido, mientras que la segunda perdió su vocación continental esencialmente medieval para iniciar una evolución histórica más puramente británica e insular. En ambos casos, la Monarquía aprovechó las reformas y procesos experimentados para imponerse como fuerza política hegemónica y autoritaria frente a una nobleza caballeresca humillada en los cam-pos de batalla, unas burguesías desangradas en las luchas por el poder y un campesinado arruinado y agotado por los desastres de la guerra.

El proceso de construcción estatal explica en buena medida las causas del desenlace de la Guerra de los Cien Años pues, hoy lo sabemos, los reyes ingleses nunca tuvieron los recursos necesarios para retener y gobernar zonas extensas de Francia, pero por entonces esta circunstancia no resultaba tan obvia para los contemporáneos. Por otra parte, durante siglo y medio la monarquía francesa se vio forzada a concentrar parte de su energía en la defensa de tierras y derechos que ya había adquirido en 1300, pero la complejidad del sistema administrativo francés – especialmente perjudicial en una época de comunicacio-nes lentas – se tradujo en la permanente impotencia del gobierno central para hacer un uso efectivo de sus recursos materiales y humanos. Inglaterra, con menos de una quinta parte de la población y probablemente mucho menos de una cuarta parte de la riqueza de Francia, solía equipararse a esta última en periodos de conflicto pero, desde el momento en que el fortalecimiento del aparato estatal permitió a los reyes franceses disponer de unas energías en gran medida desperdiciadas, Inglaterra tuvo muy pocas posibilidades de lograr la victoria final.

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