Un manzanares de hace tiempos

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UN MANZANARES DE HACE TIEMPOS Néstor Villegas Duque Dos palabras Se festeja en estos días el centenario de Manzanares. Con este motivo sentimos como la necesidad de decir algo de lo que este nombre contiene y significa en nosotros. Lo filial nos conmueve. Pero debemos declarar que no es el Manzanares de hoy el que más intensamente nos emociona, porque no es el mismo de ayer. El que mejor se nos entró en el alma para nunca más salir fue el de hace cincuenta y cinco o sesenta años, principalmente el del lustro tercero de este siglo. Y sobre é{, sobre esta lejana perspectiva del pretérito, correrán estas líneas siguientes, que ponemos en manos de nuestros coterráneos. De su lectura pueden derivarse comparaciones y juicios benéficos para la entrañable heredad que nos tocó en suerte. PAISAJE Desde nuestra vieja e íntima ventana, que cuidamos y queremos porque nos da uno de los espectáculos y panoramas sentimentales más gratos de la vida, se nos abre el pueblo, con sus alrededores todos. Y tenemos que aceptar, forzosamente casi, lo que dicen extraños y viajeros, que él es feo. Sí, es feo, pero exteriormente, pues sube y baja y ondula en un terreno quebrado, mas no hay nada de entenebrecido o turbio en su ser. Algo más: quien inquiera lo que guarda en su interior admirará su hermosura. Se parece a la madreperla, el discreto molusco de concha en valvas rugosas, de color pardo, tasado y humilde, eso sí lisas, nacaradas e iridiscentes por dentro, en consonancia con el regalo y, sobre todo, con la perla mirífica que guardan. Y la perla mirífica de Manzanares es su espíritu. Ciertamente, la localidad manzanareña carece en su conjunto físico de atracción y encanto. Con todo, la de nuestras horas mejores, la de estas páginas, sí posee cuatro cosas bellas, desaparecidas en el tiempo: el cerro de Guadalupe, verde; el río, suficientemente abundoso, para no llamarse quebrada o arroyo; el vivo brochazo del camino en el lienzo de “el otro lado”, con sus caminantes frecuentes; y la capilla u oratorio de la plazuela, que ha sido por muchos años la única iglesia. El cerro de Guadalupe, allá en el noreste abierto, es una imagen de estética la más pura, que vista el panorama de nobleza. Sobre él diremos un día: “Pocas presencias tan imponentes, vigorosas y puras como esta cima, cuya imagen, de solitaria arrogancia, se proyecta en el azul del cielo, con los bordes nítidos e infrangibles de una pirámide egipcia. No sabría uno decir – aunque sí es de suponerlo – la importancia de señal geográfica que pudo tener entre las tribus indígenas de la comarca, y la riqueza de recuerdos milenarios que pueda abrigar en el secreto de sus sombras. Lo que sí resalta es su doble valor de belleza y de símbolo. Al salir de Manzanares hacia el norte, su figura airosa surge y sorprende entre las ondulaciones florentinas de los campos aledaños. Durante el día, envuelto en la luz meridiana o en el oro del poniente, su cono arde como una llama verde del paisaje; y por las noches, en la tenue claridad, de destaca como una vigía tutelar del pueblo. Su significación simbólica es perfecta: es la estampa transfigurada del manzanareño, callado, erguido, fiel,

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UN MANZANARES DE HACE TIEMPOS  Néstor Villegas Duque   Dos palabras  Se festeja en estos días el centenario de Manzanares. Con este motivo sentimos como  la 

necesidad  de  decir  algo  de  lo  que  este  nombre  contiene  y  significa  en  nosotros.  Lo  filial  nos conmueve. Pero debemos declarar que no es el Manzanares de hoy el que más intensamente nos emociona, porque no es el mismo de ayer. El que mejor se nos entró en el alma para nunca más salir fue el de hace cincuenta y cinco o sesenta años, principalmente el del  lustro tercero de este siglo. Y sobre é{, sobre esta  lejana perspectiva del pretérito, correrán estas  líneas siguientes, que ponemos  en manos de nuestros  coterráneos. De  su  lectura pueden derivarse  comparaciones  y juicios benéficos para la entrañable heredad que nos tocó en suerte.  

 PAISAJE   Desde nuestra vieja e íntima ventana, que cuidamos y queremos porque nos da uno de los 

espectáculos  y panoramas  sentimentales más  gratos de  la  vida,  se nos  abre el pueblo,  con  sus alrededores  todos. Y  tenemos que aceptar,  forzosamente casi,  lo que dicen extraños y viajeros, que él es feo. Sí, es feo, pero exteriormente, pues sube y baja y ondula en un terreno quebrado, mas no hay nada de entenebrecido o turbio en su ser. Algo más: quien inquiera lo que guarda en su  interior admirará su hermosura. Se parece a  la madreperla, el discreto molusco de concha en valvas rugosas, de color pardo, tasado y humilde, eso sí lisas, nacaradas e iridiscentes por dentro, en consonancia con el regalo y, sobre todo, con la perla mirífica que guardan. Y la perla mirífica de Manzanares es su espíritu.  

 Ciertamente,  la  localidad  manzanareña  carece  en  su  conjunto  físico  de  atracción  y 

encanto. Con todo, la de nuestras horas mejores, la de estas páginas, sí posee cuatro cosas bellas, desaparecidas en el tiempo: el cerro de Guadalupe, verde; el río, suficientemente abundoso, para no llamarse quebrada o arroyo; el vivo brochazo del camino en el lienzo de “el otro lado”, con sus caminantes frecuentes; y la capilla u oratorio de la plazuela, que ha sido por muchos años la única iglesia.  

 El cerro de Guadalupe, allá en el noreste abierto, es una  imagen de estética  la más pura, 

que vista el panorama de nobleza. Sobre él diremos un día:   “Pocas presencias  tan  imponentes,  vigorosas  y puras  como  esta  cima,  cuya  imagen,  de 

solitaria arrogancia, se proyecta en el azul del cielo, con  los bordes nítidos e  infrangibles de una pirámide  egipcia.  No  sabría  uno  decir  –  aunque  sí  es  de  suponerlo  –  la  importancia  de  señal geográfica  que  pudo  tener  entre  las  tribus  indígenas  de  la  comarca,  y  la  riqueza  de  recuerdos milenarios que pueda abrigar en el secreto de sus sombras. Lo que sí resalta es su doble valor de belleza  y de  símbolo. Al  salir de Manzanares hacia el norte,  su  figura  airosa  surge  y  sorprende entre  las  ondulaciones  florentinas  de  los  campos  aledaños.  Durante  el  día,  envuelto  en  la  luz meridiana o  en  el oro del poniente,  su  cono  arde  como una  llama  verde del paisaje;  y por  las noches,  en  la  tenue  claridad,  de  destaca  como  una  vigía  tutelar  del  pueblo.  Su  significación simbólica  es  perfecta:  es  la  estampa  transfigurada  del  manzanareño,  callado,  erguido,  fiel, 

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religioso y grave, como aquel Don Liborio Ramírez, que a sus pies, en El Recreo, vivió de frente a sus misterio”.  

 Al norte, tras el cerro de San Luis, en elevada colina y en su montículo cimero, brota, tal 

vez en delgada hebra, el agua que en su descenso por la pendiente y con el tributo de otras toma el nombre de “Quebrada del Rosario”, y que, ya en la hondonada abierta, por donde se alarga el camino, cambia este nombre por el de “Río Santo Domingo”. Este, que en corto trayecto recoge algunos arroyos, prontamente va ciñendo el área del poblado y luego de buscar hacia el poniente la quebrada de “El Palo” para hacerla suya, se dirige hacia el sur a juntar sus aguas con el Guarinó limítrofe.  

 Todo río grande o pequeño tiene una historia reducida o vasta, como  lo dicen el Sena, el 

Támesis,  el  Tíber,  por  ejemplo,  o  este  Santo  Domingo  que  alcanza  apenas  la  hogareña.  Sus rumorosas  orillas  cuentan  a media  voz  personales  o  caseros  sucedidos,  o  en  tono  alto,  cívicos empeños, como el servicio para la primera y exigua planta eléctrica, levantada un poco arriba del puente, con que Manuel María Castaño,  le ha dado  las primeras mil  lámparas al vecindario. Pero no  son  los acaecimientos o aventuras urbanas  la  crónica mayor del modesto  río; no:  la  crónica nutrida  y  que más  vale  es  la  rural,  la  del  beneficio  de  sus  aguas  para  decenas  de  trapiches  y cabañas innumerables existentes a lo largo de su curso. Este es el río familiar, la arteria más vital del  organismo manzanareño,  que  riega  y  fertiliza  la  comarca  hasta más  allá  de  la  posada  de Enriqueta, junto a Campoalegre, hasta su desembocadura, donde se pierde “contento de lo mucho que ha hecho”, como del Tajo dijo Garcilaso.  

 Y cuánto se pudiera revelar, en otro aspecto, de las andanzas y ocurrencias sentimentales 

de  sus  riberas,  por  los  senderos  de  sus  cafetales,  platanales,  huertos  y  cañamelares!  Qué  de estremecidos relatos se han unido diariamente al murmullo de su corriente! 

 Pero no menos llamativo y bello es el trazo corto, muy corto, del camino de “el otro lado”. 

Es  tan  artístico  su  aspecto en  la pendiente del  cerro de Monserrate, que  resalta  con éste,  con Quírico Arias cargado de novelas y subiéndolo, y con  las casitas blancas de su  trayecto, como si fuera un blasón de nuestro escudo. De la parte superior de la plaza y de más arriba se impone y se despeja su presencia. Cruza él, ascendiendo suavemente, la cuesta del cerro, desde el puente, en el río, hasta que sesgo se pierde en “El Alto”, por donde pasa, cual raya en el boquerón del cielo, la línea empinada y definida que forma el quiebre de la ladera en su cambio hacia el sur más lejano. Con  su  cercanía  tan  inmediata;  con  su  hechizo  del  aire,  de  la  luz,  de  la  tierra,  de  la  verdura circundante,  de  la  plenitud  concentrada  de  su  imagen;  con  su  acuidad  y  firmeza  tan extraordinarias, le parece a uno digno motivo, en el avanzado atardecer, de un óleo de ensueño, o en  los  fuegos de  la mañana y del medio día, de una acuarela vigorosa, resplandeciente y viva. Y cómo se  intensa su estampa cuando en  los sábados y domingos se puebla de vecinos devotos y, con sus caballejos y bueyes, de los viajeros del campo.  

 Y qué decir de  la capilla? Ella es expresión de belleza  la más simple. Se  identifica con el 

símbolo.  Toda  se  reduce  a  cuatro  paredones;  a  una  puerta  central  y  dos  laterales:  a  un  techo cubierto casi a tejavana; a una espadaña más ancha que alta, con solo un hueco para las pequeñas campanas aguda y grave; y a un  recinto dividido en  tres espacios por  cortas  filas de  “aitinales” cuya sola gracia, como los del templo materno del Señor Suárez, por falta de labrados y adornos, es “su  íntegra altura”. Completan este  recinto el altar central de  los oficios divinos y  los de San Antonio y San  Isidro a  los  lados, a cual más sencillo, severo y pobre. Mas  luzcamos esta casa del 

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Señor con cal blanquísima y brillante; vistámosla, así de estricta y desnuda, con el esplendor de la mañana;  bordemos  sus  bases  extremas  de  hierba  tímida,  respetuosa,  fina  y  muy  verde; pongámosle un atrio de menuda   piedra;  levantémosla sobre esbelto altozano, que es el ángulo noreste  de  la  plazuela;  llenémosla  de Dios,  de  silencio  o  de  plegarias  apagadas;  agreguémosle resonancias piadosas de párrocos anteriores,  como  los Padres Correal, Murillo y  Juan  Francisco Hurtado, así como el canto de los cucaracheros, los pinches y los azulejos que la visitan y las voces alegres de  los vientos venidos del Santo Domingo,  la Chalca y Santa Clara; y echemos a volar en ondas fervientes las notas limpias de sus campanas. Así su hermosura, no será muy grande? 

 Aún mas: en demasía de lindeza se presenta a menudo cuando, como en rústico florero, la 

decoran las rosas recién abiertas del pueblo. Son algunas de ellas Josefina Ospina; Florencia Arias; Lura Mejía; Elena, Elisa y Soledad Tirado; Raquel, María, Carmen Emilia, Teresita y Lola Ramírez; Laura, Adela y Lucía de  la Calle; Teresita, Julia y Belisa Bravo; Rosa María, Pastora, Emilia y Elvira Gómez; Isabel Hoyos; Carmen, Rosa, Clara Emilia, Julia, Rosalbina y Sofía Jiménez; Ester, Edelmira y Emelina Gálvez; Lucía Villegas y las hijas de Don Valerio Ramírez y del General Arias.  

 Pero  quien  habla  de  la  capilla,  cómo  no  nombra  la  casa  cural?  Se  encuentra  ella  a  su 

izquierda, calle de por medio, y es igual, como construcción, a casi todas las del poblado. Igual es su fachada, iguales sus ventanas y puertas, iguales sus patios, iguales las piezas, donde las paredes de bahareque, desnudas y blanqueadas,  son de  claridad  fulgente.  Lo único particular que  tiene esta casa es el silencio, sólo interrumpido por el frecuente aclarar que el Padre Hartmann hace de su  garganta,  lo  que  es  en  él  un  vicio,  como  el  que  tiene  de  fumar  cigarros  amargos,  los “cosecheros” de Ambalema. Ni siquiera se escucha, por ser siempre discreta y baja, la voz de Julia, de la “mona Julia”, quien hace tiempos habita en ella al servicio del Padre en funciones de ama de casa, llevando una vida sosegada, pura y providente. En el corredor y las salas discurren la mayor parte de  las horas de este hombre  inmaculado, alteradas apenas, bien por  las  salidas que hace todos los días a conversar con el maestro Paulino y a observar cómo va la construcción del templo en  sus manos,  o  bien  por  los  viajes, muy  frecuentes  por  cierto,  que  hace  a  los  campos  para confesar  a  los  enfermos, muchas  veces  en  inviernos  crudos,  en  caballejos  desmirriados  y  por caminos escarpados y penosos. Qué de veces se le encuentra bordeando precipicios, cogido de la noche,  bajo  torrenciales  lluvias  y  andando  casi  a  oscuras  tras  del  débil  farolillo  oscilante  en  la diestra del peón que le acompaña! 

  EL MERCADO  

 Hoy es día de mercado. Lentamente y desde las cinco de la mañana empieza a agitarse el 

pueblo. Los dueños de tiendas las abren más temprano que de costumbre y a la plaza van llegando las mesas de los toldos, cuyos puestos han señalado los propietarios horas antes de la aurora. Por las calles aparecen gentes. Todavía sin romper el alba  las dos campanas melodiosas de  la capilla envían  a  los  aires  sus  repiques.  Los más  piadosos  van  a  la  primera misa  y  lo más  traficantes preparan  o movilizas  sus mercancías  o  géneros.  Cuando  la  claridad  comienza,  al  disiparse  las sombras, van naciendo relieves, distancias y colores. Entre tanto, a las pocas voces del principio se van agregando otras y otras más, sucesivamente, de modo que, saliendo el sol, ya es un rumor lo que domina  en  las  calles. Con  la  luz principian  a  erguirse  los pabellones blancos de  los  toldos, alineados regularmente. No bien avanza la mañana un poco, cuando ya hay ruido de bestias en las calles y en  la plaza. Son  los campesino que  llegan, a caballo  los unos, o arreando sus cargas  los otros. El gentío crece, es mayor el vocerío, y el color, más vivo, cambiante y vario. En  rato muy 

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corto llega el mercado a su lleno, pero ocupando casi solamente, de abajo arriba, la mitad derecha de la plaza. Se esparce el olor de concurrentes y de víveres. Hacia la parte más alta se disponen los toldos de los cachorros. Allí hay gratos efluvios de mercancías nuevas y cierto contento de los ojos ante  los  diversos  artículos  que  resaltan  sobre  el  tablero  de  las  mesas  o  que  cuelgan  de  los largueros de los pabellones: cintas multicolores, pañuelos rabodegallo, encajes, letines, perfumes de  pachulí,  frascos  de  “Agua  de  Florida”,  polvos  “La  Coqueta”,  espejos  pequeños  o  de  tapa amarilla móvil,  navajas,  vajillas,  sombreros,  camisas,  carrieles,  sedas,  hilos,  litografías,  tarjetas postales,  recados  de  yesqueros  y muchas más  bujerías  y  baratijas.  Descendiendo  un  poco  se encuentran los puestos de la sal, el arroz, el cacao. Descendiendo aún más y sobre el suelo se abre la venta de  tubérculos, algunas verduras,  los cereales y  las  frutas. Allí esplenden y perfuman  las naranjas, los lulos, las papayas, las piñas, los bananos, las cebollas, las coles, los repollos; abundan el maíz y  los frisoles; y en  las  jíqueras ojianchas y dentro del empaque de helechos, emergen  las arracachas olorosas,  los artones y dominicos y  las yucas y  las mafafas. Y siguiendo un poco más abajo,  se  ven  los  toldos de  la  carne,  con grandes presas o  colgajos que penden de  travesaños, servidos por ciudadanos como Chucho y Jiménez, Desiderio Sánchez, Celestino Rodríguez, Aldemar Gómez. Lateralmente se destacan las ollas, las ojaldres, el pandequeso y algunos más manjares y golosinas populares así como la chicha de Jesús, el bobo de Roso, que revienta en espuma sonora cuando cae entre los vasos.  

   Da  gusto  escuchar  en  este  alboroto,  entre  las  voces  altas  de  los  vendedores  y compradores,  los  saludos  cordiales  de  los  montañeses,  acompañados  de  risas  expansivas  y sinceras  y de  apretones de manos  largos, muy  largos,  afectuosos  y  francos. Pero hay  algo más sorprendente y agradable y es el observar  la mente clara de aquellos campesinos y  la presencia entre ellos de bellísimos rostros de mujeres. El tiempo pasa aprisa. Constantemente vienen y se van compradores con sus canastos y costales al hombro, así como salen bestias con mercados en sus lomos, en los que no falta el sobornal de las varas de liencillo, los tabacos y las velas; y, al filo de  las  doce,  de  la  espadaña  de  la  capilla  llega  vibrante  a  la  plaza  el  ángelus.  Cuánta  unción  y lentitud  la  de  los  dos  esquilones  humildes!  Al  punto,  porque  en  Manzanares  el  templo  es paternidad y filial acatamiento, con los aguadeños en las manos, la multitud se aquieta en silencio y en lo íntimo de todos y devota se alza la salutación angélica. El mercado continúa con su faena, con su babel de exclamaciones, de risas, de recados, de réplicas, de relatos, de encarecimientos, de compromisos, y, cuando la tarde viene, poco a poco va disgregándose aquel hacinamiento, las voces se separa y, dispersas, siguen resonando, ora en la calle real, ora en las tiendas y cantinas de más  lejos. Sólo quedan, cual señales  {ultimas de  todo este ajetreo, contados grupos aislados de tratantes, colillas, papeles, hojas marchitas y residuos sobre el suelo; y en lo alto de los tejados de Don Ricardo Hoyos, Don Ramón Henao y Don Celso Gómez, unos cuantos gallinazos, de  rápidos pescuezos, que atisban hacia abajo con sus ojos linces. 

  SEMANA SANTA  En estos comienzos de abril  la Semana Santa ha  llegado. Nada posee Manzanares de un 

Popayán  en  cuanto  a  festividades  de  ella  y  pocos  pueblos  tienen  tan  tasado  el  grupo  de  sus imágenes. No pasan éstas de un Cristo con la cruz a cuestas, un Resucitado, una Madre Dolorosa, una Magdalena, un San Pedro, un San  Juan, una Santa Mujer y dos  judíos. Las procesiones  son sumamente sobrias y se ven el miércoles, el jueves, el viernes y el domingo. La más concurrida y formal es la del Resucitado, porque se hace con todos los pasos y con el concurso entusiasta de la banda.  

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 La conmemoración del Jueves Santo sí es solemne, sobre todo por la asistencia a la iglesia 

de  todas  las  gentes,  por  su  retiro,  por  la  comunión  tan  general  y  por  la  devoción  ante  el Monumento,  que  han  arreglado  cuidadosamente  algunas  señoras  u  que  es  objeto  de  visitas continuas.  

 Este día del Jueves Santo es día de los vestidos nuevos y negros, de la muda mejor, de las 

cabezas  bien  peinadas,  de  los  rostros  limpios  y  afeitados,  de  la  abstención  alcohólica  y  de  los zapatos que  aprietan.  Pero  lo más notable de  él  es  lo  sublime de  sus  sentimientos, debido  en mucha parte a que su inefable trascendencia revive cada año en los labios dulcísimos de nuestras madres.  

  De  los días de  la Semana Santa el  jueves el de más categoría entre  las gentes. Ninguno 

otro  presenta  la  dignidad,  el  sentido  de  amor  y  el  respeto  profundo  que  lo  distinguen,  como tampoco ninguno posee un sermón cual el de Las Siete Palabras, tan deseado y escuchado por los fieles.  El  ambiente  de  sus  horas  y  la  solemnidad  de  sus  liturgias  son  de  una  elevación  que conmueve, que exalta el alma y que torna reverente al espíritu. Si en su curos es el sol el que le es devoto, parece entonces que el brillo de éste tiene el fervor, el recogimiento y la luminosa piedad de un cirio bendito, así fulgure en las colinas, como en las pendientes o en las calles; si es la niebla la que  lo envuelve, ella hace más viva  la emoción de su misterio; y si es  la  lluvia  la que acude a acompañarlo, entonces lo torna más familiar, interno e íntimo.  

 En un miércoles de estas Semanas Mayores y aprovechando una  tarde bella, nos envían 

los nuestros a una diligencia a “El Aliso”. Cuando de allí salimos de regreso nos encontramos con “Manometrio”, quien también va para el pueblo. Andando juntos por el camino, “Oiga, señorcito, nos dice: esta noche me voy a dormir no lejos de su casa. Para ocasiones muy contadas yo tengo por allá dormida. Y es que debo comulgar mañana. No se puede perder el Jueves Santo. Escúchelo bien. Qué  le parece que hace muchos años cayeron en mis manos dos  libros viejos, procedentes probablemente de  la biblioteca de mi pariente Don Bonifacio Vélez, uno de un autor que olvidé muy pronto y otro de autor que  ignoré siempre, porque había perdido  las hojas del principio. El primero no lo entendí pero no así el segundo, que es hermoso y que me enseñó algo que deseaba saber, entre muchas cosas, cómo el Señor encontró dónde celebrar la cena última.  

 “Recuerdo de ello que el jueves por la mañana, decidido el Señor a realizar  la Pascua, les 

dijo a Pedro y a Juan; ´Id a la ciudad; hallaréis un hombre con un cántaro, subiendo la cuesta de la fuente;  preguntadle  por  su  señor  y  seguidle  a  la  casa;  y  cuando  saliere  el  Padre  de  Familias, confiáos,  diciéndole:  Esto  dice  el  Maestro:  Mi  tiempo  se  acerca.  Muéstranos  la  sala  donde recogernos para celebrar la Pascua´.  

 Recuerdo así mismo que obedientes salieron los dos discípulos y que, efectivamente, en el 

camino que asciende a la Ciudad Santa encontraron al hombre anunciado, con un cántaro de agua al hombro, que el hablaron y le siguieron. 

 “Y  recuerdo  igualmente que  llamado el Padre de Familias  los  recibió, que gustosamente 

les cedió y les aderezó la sala de mesa grande, tres escaños y tendida alfombra, y que durante el día el huésped y los dos neófitos prendieron la lumbre y el horno y prepararon los mantenimientos que  horas  después  serían  servidos  en  aquella mesa  grabada  con  estrofas nacidas  junto  al mar cercano”.  

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 Por nada quiso Manometrio  seguir  relatando  sus  recuerdos, pretextando que no quería 

aburrirnos,  por  lo  que  continuamos  hablando  de  temas  muy  distintos  y  ya  en  la  calle  nos separamos para entrar en nuestras casas. En esos momentos hemos considerado: Manzanares no conoce a este anciano que, así tan sencillo como se ve, parece no valer nada, pero que representa mucho por su despierta inteligencia, por sus facultades poéticas, por su memoria extraordinaria y por  sus  virtudes  puras.  De  ahí  que  encontremos muy  oportuno  recoger  el  párrafo  que  años después escribimos sobre él en Estampas Interiores: 

  “´Manometrio´  era  el  poeta  del  pueblo.  Llamábase  Crisanto Ramírez,  pero  el  afecto  de 

todos popularizó aquel nombre. Tenía estatura pequeña y los años le habían secado su cuerpo de campesino. Vestía al modo humilde de los labriegos y a pie limpio andaba el camino, rumiando su poesía silvestre. Siempre se  le veía por  las vueltas de El Aliso, tras de un rocín flaco, cargado de leña.  Como  es  de  suponerlo,  no  guardaba  dinero.  Era muy  pobre, mas  por  fuera,  porque  por dentro  tenía  una  riqueza  inmensa.  “Manometrio”  era  un  manantial  de  cosas  bellas.  Por  los helechos de sus escasas barbas salían y  rodaban en hilos cristalinos alegrías y versos. Poseía un alma  transparente y, a  la manera como sembraba maíz y  frisoles en su huerto, sembraba en su casa y en sus andanzas cariños, bondades y recuerdos. Su vos varonil y regocijada era el vehículo envidiable de su simpatía inexhausta y, sobre todo, de sus cuartetos. A muchos de sus amigos los saludaba siempre en estrofas, porque ellas se producían, rápidas y fulgurantes, en su estro. Era un repentista. Fuera del goce de su honradez muy pura, tenía dos complacencias: la de su poesía y la de ser pariente de Don Bonifacio Vélez. Y jamás se le vio triste. Un contento connatural, atávico, le abrillantaba el espíritu y le alegraba el cuerpo. Sin duda eso mismo y su música interior lo hacían tan bueno. Carecía de conocimientos, porque a los sumo, en su puericia, estaría en alguna escuela primaria, de las de la arena, como la que pinta Carrasquilla en sus “Entrañas de Niño”. Fue el único que cantó a Manzanares en el incendio y Jorfe le oyó emocionado aquel canto, que no quiso darlo por escrito a nadie, pero que  lo apreciaron  fresco,  inspirado, húmedo de pena, muchas gentes. “Manometrio” fue el poeta del pueblo, su cucarachero, porque era imagen humana de este sílvido de plumaje desdichado y de  flauta divina; y,  como era un  ignorante,  su memoria, qué  triste es decirlo! Se va a perder para siempre”.  

 OFICIOS Y GENTES  En  este  día  medio  de  la  semana,  como  en  los  otros,  a  excepción  de  los  sábados  y 

domingos,  la población  se aquieta  sosegante en una atmósfera de  calma  y  reposo  inalterables. Quien hacia  las seis y media, antes de que el sol urja por  lo alto de  la colina de Santa Clara, se encuentre en  la plazuela, verá a  los devotos que  salen de  la primera misa. Este espectáculo no puede  pasar  desapercibido  para  cualquier  observador,  por  las  señoras  que  lo  realzan.  Estas matronas manzanareñas son todas de nombre y distinguida presencia. Solas o acompañándose y en  la plática  cordial  y  animada,  van  tomando unas hacia  arriba,  como doña  Leonarda  Zuluaga, doña Isabel Ramírez, doña Josefita Hurtado, doña Adela Trujillo, doña Elena y doña María Duque, doña Cristina Molina; o bien hacia abajo, cuales doña Cupertina Mejía, doña Eudoxia Villegas, doña Tulia Mejía, doña Amalia Gómez, doña Paulina Londoño, doña Carmen Duque, doña Tulia López, doña Isabel Jaramillo, doña Elvira Hoyos, doña Elvira Velásquez, doña Carmen Llano, doña Aurelia Bravo,  doña  Clotilde  Jiménez. A  qué  citar más  si  son muchas  y  como  iguales?  Todas  llevan  su rostro dulce  y  sonriente  enmarcado  en  la  franja de  sus mantillas negras  y  lucen  en  sus manos libros de oraciones y camándulas.  

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 Pero ahora, en la transparencia de la mañana, cuando el sol salpica de brillos las paredes 

blancas de  la  iglesia, cuando cobran vida  las calles, cuando  las  laderas reverdecen, cuando arden las  colinas,  cuando  se  aclara  el  azul  del  cielo,  caminemos  hacia  la  parte  baja  de  la  plaza  y reparemos en  lo que para otros  serian pormenores  triviales y que para nosotros  son mucho de nuestra  vida.  Lo primero  con que  tropezamos es  con el  colegio para niñas de  la  señorita Clara Hartmann cuyo local de dos altos se eleva en el ángulo suroeste de la plazuela. Siguiendo al Padre Antonio,  su  hermano  y  párroco,  esta  inteligente, magnifica  y  seria  institutora  ha  querido,  de acuerdo  con  aquel  y  por  sugestión  suya,  prestarle  a Manzanares  un  esplendido  servicio.  A  su enseñanza han acudido  las posibles alumnas del término poblado, mas desventuradamente solo unos  tres  años  dura  este  plantel,  pues  circunstancias  exigentes  de  familia  se  la  llevan  para  el Líbano. 

 Dando unos pasos hacia adelante empiezan a distraernos algunos talleres, de esos que por 

lo fundamentales y necesarios pueden considerarse como perdurables, tal la herrería  de Roberto Ossa, hombre enriquecido de merecimientos, bondad y estima e  iluminante figura de trabajo en estas breñas… Peculiarísimo y más que simple   es su aspecto. A un cuerpo común en mangas de camisa, de  cabeza  cubierta  con un  fieltro viejo y quemado y de un  rostro  sucio de  carbón,  con barba intonsa y pobre, colguémosle del cuello un largo y sonoro mandil de cuero y calcémosle los pies  de  unos  zapatos  retorcidos  y  gastados,  que  ya  perdieron  su  color  negro,  y  entonces tendremos su estampa en el oficio. Frente a  la herrería hay un caballejo para herrar, y adentro, sobre el piso de  la pura  tierra, cubierto de escoria,  se  levanta el  fuelle poderoso,  la  fragua y el yunque, y en  los rincones se apiñan el carbón y el hierro.   Durante todo el día se oye aquí  la voz sucesiva e  intermitente del obrador, del yunque y del  fuelle y, a su  tiempo, de  las    tenezas van cayendo  las herraduras y  los calabozos a un ángulo del suelo. En este sitio  la honra y el pareció reinan. 

 A distancia no mucha sube una canción entre el seco golpear de unos martillos. Quienes 

allí cantan y trabajan son los zapateros Eliseo Marulanda, Nepomuceno Giraldo, Amador Ramírez y Pedro Estrada. A veces, para remplazar a alguno, se halla Félix Ceballos. De Eliseo se dice que es el mejor  guarnecedor  de  zapatos  de  la  provincia.  Todos  ellos,  simpáticos  por  demás,  son  amigos buenos,  de  todo  el mundo.  En Manzanares  no  han  existido  diferencias  sociales  definidamente establecidas, sino un sentido  igualitario. En toda  la población solo pocas personas se separan del conjunto, porque las distancian la edad y el respeto. Un amable y oficioso trato de paridad domina entre las gentes, lo que sucede en el pueblo de toda Antioquia y por lo que el pronombre usted es le  de  preferente  uso  como más  nivelador  y  equivalente.  El  pronombre  tú  no  se  emplea  y  el pronombre vos, puesto que aquí  se vocea, pertenece a  lo  familiar estrecho y a  la amistad muy íntima.  Estos  zapateros  son  vivamente  cordiales  y  alegres,  especialmente  Eliseo,  como  es obsequioso Nepomuceno,  llamado popularmente  “Barril”, a  causa de  su  cuerpo grueso y de  su estatura baja. Se juntan muy frecuentemente todos con Eliseo  Alzate para tomarse unos cuantos anisados y dar unas serenatas tan buenas como  las de Pelón y Cabezas, de fama en  la Montaña, que suelen oírse por e estos riscos. Giraldo es el bajo: Alzate, el barítono; y Marulanda, el tenor, y con  sus  magníficas  voces,  particularmente  la  potente  y  sonora  del  último,  acompañados  de guitarra, bandola y tiple, emocionan y conmueven  los tiernos corazones   de nuestras muchachas bellas, cuando en la profundidad de la noche entonan las románticas rimas de Bécquer: 

 “Olas gigantes que os rompeis bramando En las playas desiertas y remotas, 

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Envuelto entre las sábanas de espuma, Llevadme con vosotras! Ráfagas de huracán, que arrebatáis Del alto bosque las marchitas hojas,  Arrastrado en el ciego torbellino, Llevadme con vosotras! Nubes de tempestad, que rompe el rayo  Y en fuego orláis las desprendidas orlas,  Arrebatado entre la niebla oscura,  Llevadme con vosotras! “  Al  frente  de  este  lugar  en  donde  estamos,  atrae  una  alta  figura,  de  cuerpo  laxo,  en 

dejadez, y de curvas pronunciadas, que ocupa el vano de la puerta de su laboratorio y consultorio. Es la del “compadre Juan Valencia” a quien así llama el común del pueblo, porque su afabilidad le ha  llevado a ser el padrino de mucho niño manzanareño. Se ocupa en estos momentos en pulir una obra de prótesis dental, que empuña en su mano izquierda y lo hace con cuidadoso esmero. 

 Don  Juan no asistió a ninguna  facultad Odontológica y probablemente ni aun  siquiera a 

ningún  colegio  de  segunda  enseñanza,  pero  es  inteligente  y  juicioso  y  de  seguro  estuvo aprendiendo su arte en Honda u otra ciudad cercana, al lado de un experto en la materia.  

 Es el dentista del poblado  y,  con  su especialidad, el práctico en orificaciones, que es  la 

moda del día. Por supuesto, no quiere decir esto que a su diestra metódica y vigorosa se le zafe la muela que  cija en el gatillo, muchas veces  sin anestesia previa. De ello dan  fe  los gritos que  se oyen  detrás  de  la mampara  de  su  laboratorio  o  en  las  casas  a  donde  llega  con  sus  tenazas envueltas en un pedazo de periódico y sin hervirlas, porque a estos instrumentos no les ha llegado todavía  la era  listeriana de  la asepsia. Entre  los grandes servidores de Manzanares está este Don Juan, tan querido de sanos y pacientes. 

 Sus anteojos, que nunca abandonan  la punta de  la nariz; sus ojos, bondadosos siempre y 

risueños; una ligera inclinación lateral de la cabeza hacia su interlocutor o cliente; y una voz suave, amistosa y tranquilizadora le dan una aureola de confianza permanente. 

 A  nuestro  compadre  Don  Juan  nunca  se  le  ha  visto  andar  con  prisa,  es  de  maneras 

exquisitas y  su diversión preferida es el billar, en el que hace  largas  series de carambolas entre gestos regocijados y de satisfacción, con meticulosidad extrema y hasta sobre líneas tiradas con el auxilio de una regla.  

 Yendo más  adelante  y  por  la  parte  baja  de  la  plaza,  se  encuentran  las  peluquerías  de 

Nicolás Ramírez y “Guardarraya”, que ofrecen la rara condición de no ser, como lo de costumbre, centros de la inagotable crónica lugareña. “Guardarraya”, cuyo nombre saben muy pocos, porque todo el mundo lo llama así sin saber la causa, es oriundo de Aranzazu y de los conocidos Gómez de allá. Su título y valor más alto es el ser esposo de Doña Clara Velásquez, quizás  la  institutora de mayor mérito  en  la  historia  de Manzanares.  Alto,  cenceño,  un  poco  encorvado  y  ligeramente ladeado se  le ve en  la valle cuando, a pasos  largos y  lentos y apoyándose en un bastón que no necesita, se dirige a la iglesia, a su casa o a su peluquería. Es un nosófobo: de su salud cuida, con temores grandes, habla nerviosamente de las enfermedades y somete la cabeza de sus clientes a observación minuciosa en cuanto a caspas, escamas, lunares y manchas. Para estos detrimentos y dolamas mantiene preparaciones que él afama curativas, así como una solución de biclocururo de 

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mercurio con destino a la desinfección de sus manos. Así mismo Nicolás es persona intachable, de una normalidad perfecta, de una simpatía franca, y prudente hasta  lo máximo. Tiene  la hermosa virtud  del  afecto  a  su  familia,  lo  que  se  advierte  singularmente  cuando  nombra  a  su  hermano mayor, quien apareció en el combate de “El Bayo”, ocurrido en la guerra de los mil días, segadora de muchas vidas manzanereñas, prometedoras y bizarras.  

 Avanzando  aún  y  en  el  costado  occidental  de  la  plaza,  cerca  a  la  habitación  de  Don 

Indalecio Agudelo, quien fue héroe de cuatro o cinco nupcias, en local modesto, sobresale cerca a la puerta la figura añosa y recia de Don Matías Llano, el talabartero del pueblo y abuelo materno de Roberto Ramírez.  Sentado en  fuerte  taburete de  cuero, abraza en  sus  cruzadas piernas una prensa de madera, de hojas angostas, y largas como para tocar el suelo y llegar a la altura de sus manos, con cuya ayuda y la de un sacabocado de hace agujeros a una correa. Adentro y ocupado también se ve a Rafael Ramírez, afable y noble hermano de Nicolás y más joven que él. Sobre una mesa  larga brillan  la hoja, el filo y la punta de varios cuchillos y sobresalen dos  leznas curvas con potentes mangos, dos ovillos de grueso y delgado filamento de cáñamo, otros utensilios del oficio y una  silla  vieja de  vaquero que exige  costuras  y  remiendos. En  lugar  visible penden de  clavos recados  de  montar  muy  sencillos;  enfrente  y  sobre  burda  armazón  de  gualderos  se  alza  un galápago  nuevo;  y  en  un  rincón  impregnan  el  aire,  con  su  olor  característico,  tres  o  cuatro vaquetas dobladas. 

 Don Matías es el ascendiente de su apellido en la familia Ramírez, como lo es Don Joaquín 

Llano  de  otras  familias  y  en  distinta  rama.  Al modo  de  Salamina,  donde  se  distinguen  por  su belleza  Carina  y  Elvia  Llano,  también  en Manzanares  las mujeres  que  llevan  este  apellido  son hermosas.  Díganlo  si  no María  Ramírez,  la  hija  de  Doña  Carmen,  o  las  descendientes  de  Don Joaquín, entre  las que  figurará  con el  correr de  los años, una de  sus niñas quien  será  reina del poblado. 

 A unos pasos más del repecho que ascendemos se abre modestamente  la carpintería de 

Don Jesús Casas, en donde se oye el sonido acompasado de un cepillo que pasa y repasa sobre un trozo de madera, adornándose de  las virutas que brotan. Esta  carpintería  tiene  la peculiaridad, anotada en ellas por Azorín, de que recuerda el Evangelio, no solo por su ambiente sano cuanto por la presencia respetable de Don Jesús, quien con su barba ensortijada y blanca, que le llega al pecho, evoca, más que la figura del Patriarca esposo de la Virgen, las sagradas e imponentes de la Biblia. 

 Y arriba, en el costado alto, lanzan a la plaza sus sones el martillo, el serrucho y la garlopa 

de  la carpintería de Badillo. Este, de nombre Epifanio, es persona cortés, de ancha sonrisa como pocas y obrero excelente, que produce los mejores muebles del oriente de Caldas. Ahí aroman las maderas de encenillos, robles, diomatos, guayacanes y laureles. 

 Pero quien será el ciudadano sencillo en demasía, que empieza a bajar hacia  la cercanía 

del  puente?  Pues  Antonio  Cuartas,  el  único  tejedor  de  oficio  y  crédito  por  estos  límites  de  la industria de sombreros. A los que salen de sus manos no les superan los aguadeños. Vale la pena detenerse ante la pieza de su casa que da a la calle, donde él trabaja, para ver a Antonio manejar hábilmente sobre una horma numerosas hebras de iraca o palmicha, cruzándolas o disponiéndolas con técnica perfecta.  

No  lejos de donde estamos y separado bastantes metros de  la calzada, se paseo erguido, serio y preocupado el doctor Emiliano Arcila. Acostumbra él hacer este ejercicio casi diariamente 

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en  las horas en que el sol vuelva claridades y alegrías sobre el pueblo. Cuando no conversa con alguno, dispensando la agradable e inteligente simpatía que le distingue, en qué pesará el doctor? Acasi en algún pleito, pues es un experto abogado, acaso en Allan Kardec, Camilo Flammarion o Mauricio Maeterlinck,  o  bien  en  los  santos  de  Valerio?  Porque  esto  último  es  de  lo  gracioso ocurrido en estos días pasados. Cuenta  la crónica manzanareña que una mañana amaneció Don Valerio Ramírez, quien no es propiamente un  rezandero, enfermísimo de un  “guayabo”, de ese “mal del cuerpo y del alama, por separado y en conjunto”, de que habla Rafael Arango Villegas, de esa cosa que “afecta, de manera poderosa, el corazón, los remos directrices, los riñones, el hígado, el colmillo, el esófago, el bazo, las lombrices, las orejas, la lengua, las narices, la familia, el trabajo y el bolsillo”, según palabras de Luis Donoso. Sintiéndose ya casi en agonía y “llevado  todos  los diablos”,  llamó  a  Doña  Clotilde,  su  esposa,  y  le  dijo:  “Por  Dios,  Clotilde,  tráeme  tus  santos, descuélgalos de la pared y pónmelos en fila aquí al rincón y a lo largo de la cama, porque me estoy muriendo  de  fatiga  y  de  terrores  espantoso”. Doña  Clotilde  descolgó  al  Sagrado  Corazón,  a  la Virgen del Carmen, a San José y a San Francisco y, sobre el lecho, se los recostó a la pared, uno al lado del otro. Y dicen que esto mejoró rápidamente a Don Valerio, de lo que se burló a carcajadas el Doctor Arcila, cuando lo supo. Días después sorprendió a éste la aurora en el mismo tremendo paso  de  Don  Valerio.  El  luchaba  valerosamente  con  semejante  enfermedad,  con  pavorosas visiones, con la aparición repetida de la Muerte blandiendo su guadaña, se volvía de un lado para otro en gran desasosiego, sudaba, suspiraba, se quejaba, se desmayaba y, viendo que transcurrían las horas sin esperanzas de que tuviera fin aquel martirio tan infernal y aunque jamás creyera en estampas religiosas, por  lo que no existían en su casa, empezó a   gritarle a su señora: “Etelvina, Etelvina,  por  Dios!  Manda  por  los  santos  de  Valerio,  que  ya  expiro,  que  alzan  conmigo  los demonios”. También  los santos de Valerio,  llegados oportunísimamente,  le hicieron el milagro al casi muerto Doctor Arcila. Y ahora sí que reían las gentes de Manzanares. 

 Estando  por  aquí  se  oye  un  melancólico  canto,  junto  a  la  “casa  consistorial”,  como 

llamamos con exageradísima ufanía a la que ocupan la Alcaldía y el Juzgado del Circuito en el piso alto, y la cárcel, también del Circuito, en el bajo. Y retrocedemos en busca de ese canto. Ah sí! Se trata de  la sastrería de Recaredo Gómez. Decir Recaredo y decir Joven ejemplar es cosa  idéntica. Aranzazu  le hizo a Manzanares el regalo magnífico de este otro de sus Gómez, quien pasando el tiempo  será un patriarca digno de hermanarse  con  los del Antiguo Testamento  y quien hoy ha caído en  la  red afectuosa, discretísima,  impecable y digna de Rosalbina  Jiménez,  la hermana de Arnoldo, para  formar una  familia honra de estas montañas. No está por demás  relatar el modo como celebran los obreros de Recaredo este día de su matrimonio. Los tales son tres a estas horas, mas quien predomina de ellos es Emilio Escobar,  llamado por el pueblo “Queridito” y marido de Pacha Henao. Emilio es de genio sumamente retozón y alegre y compañero de Don Anís en los días feriados.  Pues  bien:  estos  tres  chanceros  ocurrentes  consiguen  en  préstamo  un  ataúd,  le configuran dentro de una  especie de muñeco,  lo  colocan  en  el  centro del  taller  sobre  la mesa empleada por el dueño para sus trazos y cortes y a su alrededor prende unas velas.  

 Los transeúntes que pasan por frente se detienen curiosos, preguntan el por qué de este 

velatorio y a la respuesta: "es el patrón, que ha muerto", sueltan la carcajada. Tan jocoso aparato de  duelo  dura  hasta  el  fin  de  la  tarde.  Recaredo  establece  entre  nosotros  su  rama  de  familia Gómez,  como  ya  han  establecido  las  suyas Don  Celso, Don  Jesús María, Don Demetrio  y Don Ricardo. 

No bien hemos  reído  ante el  cadáver de Recaredo,  cuando  a nuestras espaldas  chocan duramente  en  las  piedras  de  la  calle  las  herraduras  de  un  caballo  que,  viniendo  a  la  carrera, bruscamente se para. Es que Manuelito Mejía Ossa ha frenado súbitamente el alazán que amansa. 

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Arrendar  bestias  de  silla  es  el  oficio  que  ha  escogido,  desde  tiempo  largo,  este  apreciable  y cordialísimo  Don Manuel Mejía,  y  en  verdad  que  le  avienen  tal  aficon  y menester,  porque  se asienta fino y seguro sobre el galápago; porque sus piernas, protegidas de zamarros de cuero, se afianzan sólidamente en los estribos; porque su diestra, con látigo en la muñeca, es fuerte y hábil en el manejo de las riendas. Risueño es el rostro de Don Manuel, en contraste con el grave de su homónimo de segundo apellido Giraldo, el pundonoroso, rectilíneo e  idóneo director de oficinas públicas, cuyo Mejía y el de Doña Cupertina no sabemos si viene de Envigado, Ríonegro, El Retiro o La Ceja, como sí sabemos que el de nuestro práctico arrendador procede de Salamina.  

 Maña  y  persuasiva  posee Don Manuel  para  el  gobierno  de  sus  bestias  y  penetra  en  la 

índole de  cada una  con  la misma pericia del baquiano que  teia  aquí, hace  algún  tiempo,  igual ocupación, Don Juan Pulecio, un ciudadano de Honda, de quien se decía que a ciertos caballos les enseñaba a contar hasta diez, lo que demostraban dando golpes en el suelo con una de las manos. De haberlo sabido,  le hubiera merecido una nota a Mauricio Maeterlinck, semejante a al que se lee  en  alguna  de  sus  obras,  acerca  de  lo  que  fueron  capaces  de  aprender  unos  caballos  de Elbergen.  

 "Miren, miren ustedes!" nos exclama un amigo al  salir de una  tienda y  señalándonos  la 

rara presencia de un extranjero en  la esquina oriental y alta de  la plaza. Nosotros continuamos caminando, nos acercamos y lo observamos, mientras él, que se dirige hacia abajo, se demora un poco contemplando el cerro de Monserrate. El extranjero es Don Silvio Magnenat, quien ha venido probablemente a visitar a su hermana Doña Helena, llegada hace poco tiempo a la población. 

 Don  Silvio  es  persona  de  alta  estatura,  delgado,  de muy  distinguido  porte  y  viste  de 

explorador,  es  decir,  lleva  sombrero  de  corcho  inglés,  chaqueta  corta  de  cuero,  pantalón abotinado y pipa grande y fina en  la boca. Su rostro es alargado, sus ojos  intensamente azules y sus  barbas  rojizas  y  crespas.  Va  por  poco más  del  comedio  de  la  vida.  Dicen  algunas  gentes averiguadoras, que ahora está de regreso de una larga excursión por el África.  

 Uno de los visitantes amables que ha tenido Don Silvio en estos días es Don Luis Stouvenel, 

quizás por haber nacido ambos en  la Suiza francesa y quizás, naturalmente, por obtener noticias de su tierra y tal vez de sus  familiares. Sobre este Don Luis, hombre  jovial y bueno, se detienen ligeramente estas  líneas, porque es raro personaje. En efecto, sin que se sepa muy a  las claras  la causa de ello, este señor apareció en Manzanares, venido de un  ignorado cantón helvético. Por qué y tras de qué? Nadie lo sabe. Le intersaron las minas, como a muchos europeos? No, porque Manzanares no las tiene, cuales las de "La Bretaña", Sonsón; las de "La Parroquia", el Fresno; y las de  "La Cascada", Manizales. Y  las que  se nombran en el Guarinó no  son empresas de pequeña importancia siquiera, sino explotaciones primitivas de dos o tres personas carentes de maquinaria apropiada. Sería acaso el desarrollar una industria agrícola,  de café, por ejemplo? Tampoco, pues sus medios económicos son más que modestos, insignificantes. Lo más posible es que se trate de un individuo excéntrico, tal vez de un caso de misantropía templado. 

 Bien sabido es que esta clase de personas huyen de la curiosidad ambiente y se alejan de 

lo  social a  lugares  retirados o  suemotos  y  solos. Tal  vez don  Luis  conoció en  su pueblo natal a alguna  persona  que  venía  para  estas  latitudes  en  aventuras  o  negocios,  como  muy frecuentemente sucede, y resolvió expatriarse en su compañía. Esto le aclara a uno la razón para que se internara en un pequeño campo cercano a Núñez y Victoria, uno de los más repuestos del universo.  Y  ahí  vive  relativamente  tranquilo,  cuidando  retraídamente  sus  sufrimientos  y 

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guardando  celosamente  su  intimidad  y  su  secreto, alejado de  todo el mundo. Ama  su  soledad, porque ella no es forzada, sino escogido y grado estado para su ser, pues detesta el sinnúmero, el gentío,  el  pueblo.  Defiende  solícitamente  su  independencia,  lo  mismo  que  sus  anhelos  y ambiciones, que son muy pocos, pero procura no perjudicar a nadie, respeta los derechos ajenos y es cortés, conservándose distante. Por otra parte, es rigurosamente digno, leal y sincero. En suma, es un alma apartada y noble.  

 Pero dejemos a Don Silvio y entremos en  la calle real, a  la que, por una rara casualidad, 

han  llegado  en  esta hora  los  tres mendigos que  aquí  suscitan  compasión  y  tristeza  sosegada  a quien los mira: el "Cometón", Ño Galito (Usma) y "Meneno". Los nombramos para hacer resaltar el nunca agotado cristianismo de Manzanares para con estos prójimos. 

 El  "Cometón"  es  un  ruinoso  ser,  alto,  de  carnes  flacas  y  osamenta  gruesa,  que  camina 

difícilmente prendido a un  largo bordón y que  tiene el alma de niño más  inocente y candorosa conocida en muchas leguas al contorno. Su vestido es misérrimo y bajo un sombrero muy grande, deteriorado y manchoso y entre barbas canosas y saltonas,  se dibuja  la plácida amargura de  su rostro. En el desvencijado e infeliz cuartucho que habita no tiene más alegría que hacer sonar un averiado  grafófono  ante  la  concurrencia de  tres o  cuatro  chiquillos de  su  calle. Nunca hay una burla para con este pobre hombre, y siempre, una palabra dulce y una limosna.  

 Todos  los  días,  apoyado  en  un  cayado más  largo  que  su  encorvado  cuerpo, No Galito, 

como  lo  nombra  el  común,  recorre  el  espacio  del  pueblo  a  pasos  silenciosos,  interrumpidos  y lentos. Es un mendigo ya casi en demencia senil, acartonado, pequeño, estrujado por el tiempo y seco. Dice que tiene cien años y que conoció a Bolívar, lo que no es posible, porque a lo sumo será poco  más  que  octogenario.  La  pregunta  constante  de  los  curiosos  sobre  su  edad,  con  las intencionadas sugerencias consiguientes, lo han llevado a creer tales absurdos.  

 "Meneno" es el más afortunado de  los  tres, pues  carece de vida espiritual. Es un  idiota 

total  o  punto menos.  Al mencionar  a  criatura  tan  desventurada,  es  de  razón  y merecimiento consignar aquí  lo que ha hecho con ella Carmen Gálvez,  la muy  inteligente, bella e hija mayor de Don Rafael, adinerada persona de nuestro suelo. Un buen día de estos se presenta "Meneno" a la puerta  de  la  casa  de  éste  en  el  perenne  y  lamentable  estado mugroso  de  su  vestido  y  de  su cuerpo. Haraposas y malolientes son sus ropas; sucio, parasitado y crecido casi hasta taparle  las orejas, el pelo de  su cabeza; y  la barba, como un musgo  terroso,  le cubre  la cara, de expresión demente. Carmen lo entra en la casa y lo lleva al patio del fondo, donde cae un chorro de agua, y allí, con dulzura  sin  igual y habilidad no vista,  le motila el cabello y barbas,  le corta  las uñas de manos y pies,  le  trata  las niguas,  le quita el  indumento, que volverá cenizas  luego,  le baña con jabón y le viste en seguida con uno de los trajes ya usados de su hermano Roberto. Después le da un almuerzo  suculento,  le pone en  las manos unas monedas y  le vuelve a  la calle, en donde el socorrido  le paga con unos monosílabos  roncos y unas  sonrisas estúpidas, pero  sinceras, que  le brotan purísimas de la oscuridad de su alma.  

 En  esta misma  calle  real  encuentra  siempre  uno  a  un manzanareño  de  estatura  que 

apenas alcanza a  la norma, atenuado, de  rostro serio pero bondadoso, de  indulgencia sencilla y carente de efusiones y de un alma decidida de apóstol o misionero sin palabras, porque a falta de verbo moviliza el ejemplo. Es  todo un personaje. Su ocupación  fundamental es administrar una tienda de víveres, mas su inquietud y desvelo están en servirle al partido de Herrera y Uribe. El es el encargado de todas las propagandas y actividades de este partido y su tienda es el sitio donde 

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pueden obtenerse  las noticias,  los periódicos,  los manifiestos,  las  circulares de  tal política y, en tiempo de elecciones, las papeletas para el voto.  

 Josesito, que con el apellido Montoya conforma su nombre, tiene la característica de que 

es rigurosamente respetuoso de quienes militan en otros campos, de que no discute, de que no responde a ninguna agresión pequeña o grande. A nadie ofende y con voz  recatada y diligencia sobria,  que  apenas  se  perciben,  realiza  cuanta  comisión  se  le  confía  por  los  directorios  de  su corriente.  

 Por todas estas circunstancias puede uno sostener que Josesito ha sido y es el factor más 

importante  de  la  paz  política  en  Manzanares.  Es  él  pauta  y  modelo  de  ecuanimidad,  de compresión, de tolerancia, de religiosidad, de sensatez y las gentes de los dos partidos lo estiman y atienden, sin que él pretenda ser jefe de nadie.  

 Mas, siendo ya las cinco de esta tarde, volvamos a la esquina más importante de la plaza y 

echémosle una mirada al estanco, que allí se encuentra.   La  fama  de  los  estancos  no  ha  sido  la mejor  en  el  común  de  los  pueblos,  pero  por  el 

tiempo a que se refieren estas líneas el crédito de ellos no puede tildarse de muy deteriorado. Es verdad  que  en  ellos  se  pasan  de  copas,  algunos  contentos  o  amargados,  principalmente  los campesinos en los días feriados, pero en general son el preferido punto de reunión de ciudadanos influyentes,  que,  sin  excederse  del  habitual  aperitivo,  se  entregan  al  comentario  de  la  vida nacional, departamental o local y debaten las posibles ideas sobre el adelantamiento colectivo. En el estanco nacen  los mejores proyectos del progreso urbano y rural, siempre con el concurso de las autoridades municipales y aun con el ocasional de visitantes y agentes viajeros del Gobierno. De  cierto  punto  de  vista  y  como  sitio  de  tertulia  son  lo  que  posteriormente  vinieron  a  ser  los clubes de  las ciudades. Puede uno asegurar que no hay camino, ni puente, ni escuela, ni calle, ni feria, ni fiestas, ni empeño oficial alguno que allí no sea motivo de análisis y conclusiones. 

 Acogidos por empleado  tan acogedor  y de  consideración  como  Fernando Giraldo, en el 

estanco de Manzanares vense de las cinco de la tarde a las siete de la noche a Don Pacho Peláez, Tobías Jiménez, Emiliano Arcila, Próspero Trujillo, Eduardo Talero, Benjamín Gómez, Juan Antonio Ángel, Valerio Ramírez, Roberto Gálvez, Eusebio J. Cardona, mas no siempre juntos, pero sí a veces unos, a veces otros, porque, sin excepción son asiduos concurrentes a las charlas y coloquios que allí son costumbre.  

 Figura peculiar del grupo es la de Don Pacho Peláez, así por su jovialidad atrayente, como 

por el  volumen exagerado de  su  cuerpo,  cuyo  tórax no admite  chaqueta alguna,  sino una gran ruana de paño azul, que  se abre  sobre  la ancha espalda y el prominente abdomen. Es  tanta  la corpulencia de este notable abogado y gran señor que las piernas se le encorvan hacia atrás, como a su peso, y que necesitan del auxilio de un bastón fuerte para afirmar la marcha y aun la posición en pie. Don Pacho sobresale por sus ocurrencias originales, agudas y graciosas, que son motivo de sonoras risas.  

 El estanco de Manzanares es ‐ como posiblemente ha continuado siéndolo‐ una especie de 

cabildo abierto de sus ciudadanos.   

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Ha  surgido  atrás  en  estas  líneas  el nombre de Doña Helena Magnenat  y  es de  justicia, atención y aprecio no dejarlo pasar desapercibido. Doña Helena, joven de la Suiza francesa, se ve por primera vez en Manzanares haciéndole compañía a la señorita Clara Hartmann, no en calidad de profesora del colegio, sino como amiga de ella y del párroco, su hermano. Trae de su patria una esmerada cultura y  la enaltecen distinción y afabilidad notorias. Desde muy poco después de su llegada tiene la feliz iniciativa de organizar un coro para las fiestas de la iglesia, en el que ella es la organista; Delia Ossa,  la soprano; Carmen Jiménez y Rosa María Gómez,  las contraltos; Próspero Trujillo, el tenor; y Eliseo Alzate, el barítono. Quienes los han oído nunca olvidarán, por ejemplo, el bello  y  nuevo  himno  que  ha  entonado  en  el  día  de  la  primera  comunión  de  los  niños  de  las escuelas sucedido ya con la presencia de Doña Helena. También da gusto en los días de precepto oír las agradables melodías que sus manos tocan en el humilde melodio, como todavía se llama en la población el órgano, nombre ese muy de acuerdo con su usuario ocasional, Don Pepe Arias, y, sobre todo, con el ya viejo, piadoso y vitalicio sacristán Manuelito Rojas, quien sólo sabe producir en el teclado, triviales y devotos sones monótonos. Doña Helena le presta a Manzanares el valioso vicio de despertar en su seno un movimiento de elevación espiritual y, más aún, le proporciona la grata  y  celebrada  sorpresa  de  contraer matrimonio  con  Próspero,  su  compañero  en  el  coro. Próspero  es  lujo  de  la  sociedad manzanareña.  Es  un  hombre  joven,  de  cuerpo  fino,  esbelto  y desembarazado, de  cabeza  como  con penacho  invisible, de  alargado  rostro, de  frente  amplia  y levantada, de mirada  insinuante, de nariz y boca proporcionadas y de bigote espeso,  con guías retorcidas.  El  adjetivo  gallardo  lo ha  creado  la  lengua para hombres  como  él, que no  abundan demasiado. Pocas veces encontrará uno en la vida una persona más bizarra, espontánea, servicial, inteligente y noble. A estas cualidades agrega también la de su civismo. No hay entre los lindes del poblado  actividad  de  beneficio  público  que  él  personalmente  no  auxilie  o  secunde.  Todos  los árboles  que  crecen  en  la  plaza  los  han  sembrado  sus  manos  actuosas,  como  siembra  su inteligencia simientes de cultura. Del enlace de Doña Helena con Próspero vendrán cuatro hijos: Carlos, el mayor; Sergio, pintor sobresaliente, como muy pocos, y gloria nacional; Darío, de  fina inteligencia;  y  Lidie,  la  espiritual,  delicada  y  cultivada  esposa,  corriendo  el  tiempo,  del  notable hombre público Álvaro García Herrera.    

JUEVES DE CORPUS  

En  esta  tarde,  cuya  luz  rutila  sobre  los  cerros  y  las  calles,  están  construyendo  unos andamios en las cuatro esquinas de la plaza. Ah!, es que mañana es Jueves de Corpus. Tradicional es aquí la celebración solemne de esta fiesta religiosa. Los andamios amanecen listos. Su estrado es un poco alto y a él se asciende por dos o tres gradas. Desde horas tempranas grupos de señoras y  señores  entusiastas  de  la  festividad  les  alfombran  el  suelo,  les  construyen  los  altares  y  los revisten de paños, cortinas, musgos, matas  florecidas, ramos de de  flores y candelabros con sus velas. Sobre el altar del monumento de la esquina mayor han colocado una enorme grada, que lo ocupa en gran extensión. No vése en él pequeño  tablero o soporte donde pueda posarse Cristo Sacramentado. En los demás altares sí se alzan templetes esmeradamente adornados, en los que ha de erguirse la Custodia.   

Al dar  las campanas  su último  toque, hacia  las cuatro de  la  tarde,  los  fieles, que  se han congregado en el  interior del  templo y en el atrio y sitios adyacentes, empiezan a moverse. Los que están dentro, arrodillados, se separan para formarle calle al celebrante Padre Hartmann y a sus dos monaguillos, que del altar descienden  con el  Santísimo hacia  la puerta.  Los bronces  se 

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echan  a  vuelo  y    las  campanillas  sueltan  sus  alegres  notas.  Quedas  (pag  36)  se  perciben  las jaculatorias en el aire. En frente del atrio seis campesinos, que han bajado del coro el melodio y que  lo  llevarán por el  recorrido de  la procesión para acompañar  los cantos que  se harán en  las esquinas,  lo toman en sus manos. Don Pepe Arias, quien es el organista,  les sigue,  junto con  los que  forman  el  coro. Adelante  va  la  banda  de músicos  y  en  formación  rigurosa  de  dos  alas  se alargan las congregaciones de las “Hijas de María” y de la “Liga Eucarística”, así como las escuelas y  colegios.  Lentamente  y  entre  preces  y  sones  de  la  banda  y  sobre  pétalos  de  flores  que  las escolares pausadamente arrojan en  la vía,  llega el Santísimo al primer altar erigido en  la esquina suroriental  de  la  plaza.  El  celebrante  sube  al  él,  coloca  la  Sagrada  Custodia,  se  arrodilla,  como también  todo el pueblo, el  incienso  se eleva en espirales, ascienden  las oraciones y  se  llena de himnos el espacio.  

 Pasa  después  la  procesión  a  los  altares  siguientes,  pero  en  llegando  al  de  la  esquina 

nororiental y cuando el sacerdote pisa la primera grada, el tercio superior de la granada se levanta como  una  tapa,  para  dejar  al  descubierto  el  albo  asiento  que  recibirá  la  Custodia.  Sorpresa  y curiosidad sonriente adviértese en los rostros. Las campanas de la iglesia siguen con sus repiques y después  de  los  coros,  músicas  y  oraciones  y  de  la  solemne  bendición    con  el  Santísimo,  la procesión toma  la calle real al ritmo de  los cobres y  llega a  la capilla, en donde se da fin al acto religioso.    

MIRANDO AL PUEBLO  

Hoy,  desde  nuestra  ventana,  que  tendremos  por más  de medio  siglo,  hemos  vuelto  a contemplar la plaza de los últimos años de la infancia. Por su espacio van cruzando, realzados por el toque del apego, el viajero que regresa de algún campo; el arriero de unos pocos bueyes, con rastras de guaduas, o de unas mulas, con cargas de café, o de un caballejo, con carga de carbón de leña. Pasan  igualmente una mujer humilde  liada en un pañolón;  los escolares que vuelven a sus casas,  andan  a  trechos  y  gritando  y  jugando  bolas;  un  parroquiano,  de  sombrero  de  paja,  de vestido de dril y de zapatos sin bola; un inválido de reumatismo, entre dos muletas; el muchacho de los mandados, de pie al suelo y de cesto en uno de los brazos; dos o tres beatas rebozadas de mantillas, que se dirigen al templo; el comisario,  llamado Miguel Ríos o Severo Sánchez o Marco Marulanda, de ruana y de peinilla al cinto; y uno de los notables, con un papel en la mano, que va en busca  tal vez del Alcalde Don Juan Bravo. En sus locales se perciben el comerciante que vende zaraza; el  carpintero, yéndose  tras de  su garlopa; el  sastre que hace bastas de murmuraciones, como de hilo en su obra; el zapatero, que martilla y canta; y el oficinista que fuma y escriben entre bocanada  y bocanada.  En  la  acera de  abajo  y  en una de  las  casas,  en  visita de  costura,  con  la urdemales en paladeo de chocolate, de chismería y de modas, un grupo de damas cotorrea, y, a pocos pasos, recostados a sus puertas en asientos velludos y anchos, cambian nuevas parroquiales el Notario del Circuito y el acaudalado de la comarca. Y, más importante que todo, en el costado que da al oriente, el maestro Paulino, con su ayudante “Quiche”, empieza las columnas del nuevo templo,  con  la  hermosa  piedra  de  gris  rosado  o  violáceo,  acarreada  de  las  orillas  del  Jordán cercano. Al maestro Paulino  lo ha traído de Sonsón el Padre Hartmann y es un experto cantero, con  ribetes  de  arquitecto,  que  a  los  duros  bloques  les  da  estrictas  y  bellas  formas  estéticas. Completan este cuadro el viento que juega con las faldas juveniles o a remolinos con el polvo, y el agua del caño del centro, que en borbores eleva sus aires.   

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Semejante cuadro es muy  incompleto, pero  lo sería aún más si no apuntáramos, siquiera de paso, de qué manera  cobran  vida nueva, por  las  tardes,  las  ventanas  y postigos de  toda  la extensión poblada. Dentro de  los cercos de madrea, que encajan bustos y rostros, esplenden en estas horas doradas las cabelleras, los ojos y las sonrisas de las lindas de esta tierra. Y no sabe uno qué atrae más, si  la cabellera crespa de Carmen Emilia Ramírez, o  la abundosa,  larga y negra de Carmen Rosa Jiménez, o el cuello hermoso de Pastorita Gómez, o los ojos inquietos y hechizantes de Laura Mejía, o los picaruelos de María Ramírez, o la sonrisa distinguida de Josefina Ospina, o la sincera y pura de Rosalbina Jiménez, o el gesto aristocrático y fino de Isabel Hoyos. Corrientes de simpatía, de afecto, de espiritualidad, de gracia, de exquisita broma cruzan veloces y ardientes por estas calles, en la red de hilos misteriosos que el corazón mantiene.  

Este  diario  espectáculo  abierto  ante  nuestros  ojos  ha  preparado  nuestro  espíritu  para entender más a nuestra ciudad en cierne, para que mejor se nos revele cuando, dos  lustros más tarde,  habremos  regresado  a  ella  graduados  en medicina.  Entonces  la  examinaremos  como  el cuadro “Horizonte” del Maestro Cano, cuya  litografía encontraremos, haciendo de óleo, en una sala pobre, en el que a través de su sencillez, de su exterior figurativo, de lo heroico que resalta en los personajes y de la dilatada perspectiva que comprende, se descubre su esencia, que es la de un pueblo ávido, estrecho entre sus lindes, obligado a buscar trabajo y morada bajo otros cielos. Con cuánto cuidado se detendrán nuestros ojos en este paisaje, por el sur extenso, ante  la difusión y cambios maravillosos de  la  luz, que  salta con violencia  sobre  la geografía encabritada,  riscosa y agria, llameando en las alturas y apagándose en las profundidades. No menos intensificaremos la contemplación de  los encumbrados picachos, que a todas horas se  les ve empeñados en tocar el cielo, o de  las colinas onduladas que, yéndose del  levante al poniente, parece que aguardaran el paso majestuoso de una deidad pantágora. Y cuántas cosas interpretará nuestro oído en las voces humanas, altivas y sinceras; en el lenguaje precipitado alto y diáfano de los arroyos; en los vientos ligeros que  sacuden  las arboledas? Y qué  conocimientos no nos dará el  tacto al  tener entre  las manos  la  tierra  negra,  los  frutos  llanos  y maduros    y  los  cuerpos  dorados  y  sudorosos  de  las mujeres y los hombres de este suelo?  

El alma del pueblo se nos abrirá como una garganta de montes. Entraremos en sus casas de  madera,  barridas,  limpias,  henchidas  de  patriarcado,  febriles  de  tareas,  deseosas  de mejoramiento y ventura. El énfasis de  la naturaleza,  las cimas,  las pendientes,  los precipicios,  los despeñaderos, las rocas, que son las hormas de esta raza, nos explicarán el porqué de la voluntad, del ardor y de la resistencia de las almas. Frente a estas cordilleras impetuosas, donde cuelgan los nidos de pensamientos de valía y nobleza, entenderemos el individualismo de este luchador nunca satisfecho y su nostalgia del camino, porque todo hijo de esta familia tiene un viajero por dentro.   

Y, ahondando más, nos daremos cuenta de algo muy distinto: de que los años acumulados se disponen sobre esta región en grandes masas de abolengo, de influjos atávicos. Estos hombres son Anteos que toman de sus heredades y de las tumbas de sus muertos potencias peculiares, que nunca se acaban. Esto aquí es una unidad biológica y espiritual, concreta y apretada. El pasado, el presente y el futuro se sueldan. Los de ayer son los de hoy y éstos los de mañana. Una identidad humana  impresionante  se  extiende  por  estos  campos  y  el  espejo  de  los  días  copia  siempre  la imagen de un hombre mismo, espiritual, inquieto, ambicioso y digno. Sobre todo, como el nativo de Bretaña, hombre de afanes por las cosas de la inteligencia y medio frío por las de la hacienda.   

Pero de dónde vienen transmitidos estos rasgos tan valiosos del espíritu y del cuerpo? De los  de  hoy  encontramos  su  origen  aquí mismo  en  la  plaza,  en  estos momentos  presente  o  de 

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aparición en el curos de unas horas. Ese origen lleva los nombres de Don Ricardo, Don Telésforo, Don Santiago, Don Celso, Don Alberto, Don Ramón, Don Miguel, Don Jesús, Don Juan, Don Benito, Don Demetrio. Y mucho más, que harían larguísimas esta nómina inolvidable.   

Nosotros quisiéramos tener el pincel literario ya famoso de Azorín, que lo será aún mucho más en el tiempo, para pintar, como en Los Pueblos o en La Ruta de Don Quijote o en todas sus obras, a estos personajes de Manzanares.   

Don Ricardo, quien ha fundado aquí  la familia Hoyos, como  la ha fundado en Pensilvania Don Nepomuceno, uno de sus hermanos, se encuentra sentado todos los días a la puerta de una pieza de su casa que da a la plaza. Su amplio asiento de cuerpo no sobrepasa el umbral y sus pies reposan en el  justo borde de éste. Jamás extiende  las piernas ni monta  la una sobre  la otra. Por entre las rodillas separadas pasa el bastón, que sus manos no abandonan y cuya contera metálica apóyase en la acera. En la cabeza le resalta el cabello entrecano, peinado hacia atrás. El rostro de Don Ricardo permanece  inmóvil,  invariable y a medio afeitar. Nadie dice que  lo ha visto siquiera sonreír.  El  vestido  que  usa  parece  uno mismo  siempre  y  siempre  también  brilla  en  su  chaleco gruesa  cadena  de  oro,  con muletilla  que  un  ojala  aprisiona.  Tal  figura,  inmutablemente  así,  le recuerda a uno las estatuas de las dinastías faraónicas. Con el fin de ir a inspeccionar los ganados y cultivos que posee en “Montecristo”, sólo una vez por semana se ve a Don Ricardo separarse del taburete  ritual  para montar  en  “El  Requemado”,  caballo  que  Isabel  su  hija, maneja  con  arte  y elegancia  propios  de  una  dama  noble  de  Inglaterra,  o  con  gran  habilidad  y  arrojo,  cuando velozmente corre en él por  las cuadras planas que  llegan a  la plaza. Si  la honorabilidad tiene una representación, ella encuéntrase en este respetable señor de la sociedad manzanareña.  

A no muy grande distancia y frente a su morada se pasea en la acera y en contados metros Don Celso Gómez. Alto, casi octogenario, grueso sin obesidad y de brazos largos que le caen como cansados, lo distinguen la viveza sonreída de sus ojos, velados parcialmente por la caída lateral de los párpados, así como una gran simpatía para con todas  las gentes, a quienes  indaga  los hechos locales  y  sus  vidas propias  y  ajenas,  con pericia de  repórter. Acompáñalo muy  frecuentemente Don  Alberto  Calle,  ya  provecto,  de  apenas  regular  estatura  y  de  una movilidad  que  le  impide sentarse. Conversa caminando en espacio estrecho, a pasos cortos y rápidos. Frisa por ahí en algo más  de  sesenta  años.  Tiene  calva  rosada  y  brillante,  usa  bigote  perilla  y  sobre  su  abultado abdomen conserva siempre libres dos o tres botones de su chaleco. En los días de Dios le falta un bastón que jamás deja en reposo, vésele a menudo en el bolsillo un periódico, es muy inteligente e ilustrado y gusta de finas ironías y de rehiletes cáusticos.   

Pero de todos estos ciudadanos ejemplares y prominentes hay dos ante quienes cualquier pluma se detiene: son Luis y Don Miguel Ramírez.  

Encarna Don  Luis  la  bondad misma  en  expresión  asaz  completa  y  sencilla.  Es modesto hasta lo sumo y humilde sin que lo sepa. Además, es el trabajador más señalado de estas laderas, si Carlos Vásquez le cede el primer puesto. Le parece a uno que las virtudes le agobian, porque las mantiene numerosas, aplicadas y vivas. Ejemplo mayor no conocieron estas tierras.  

Don Miguel es persona de otra disposición. En  lo  servicial  y  justo pocos  le  igualan  y es ascético,  estricto,  exacto  y  riguroso,  como  una  ley matemática.  De  probidad  y  corrección  es espejo. Jamás ha reído ni sonreído ante los extraños, pues es absolutamente grave y severo, pero sin dureza. Su prontitud es de regla. De niños todavía o muy jóvenes, nuestros ojos asombrados le 

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han visto pasearse por horas y por  incontables días en una oficina desmantelada, estudiando  los Códigos Civil, Penal y de Procedimiento, con un prontuario sobre el escritorio, lo que le ha hecho uno de los mejores jueces del Departamento, y esto y su restante labor intelectual le han formado un autodidacta de mérito muy alto. Su figura es vertical, recia, acerada, seca, tiene rostro pajizo y anguloso y acostumbra el cabello cortado al rape y  la barba diariamente afeitada. No es posible ver tal vez más de dos veces espécimen de hombre meritorio semejante.    

LA FERIA  

Se sucede hoy la feria de Manzanares, a la que asisten negociantes en ganado de todas las poblaciones  vecinas  y  la  que  es  decorada  siempre  con  la  presencia  de Don  Salustino  Escobar, quien parece venir, no de Marulanda, sino de algún pueblo de la Mancha, según la castiza, cortés e hidalga figura que posee, caballero en una mula, ésta sí no cansina castellana, pero grande, valiosa y  enjaezada  de  espléndidos  arreos.  Sobre  este  acontecimiento  escribiremos  en  el  futuro  y  en Estampas Interiores esta página:   

“Es  día  de  feria.  Desde  las  primeras  horas  de  la  mañana  muchachos  situados  en  las esquinas de la plaza, que hará las veces de corral grande, con lazos y zurriagos listos, aguardan los animales.  El municipio  les  paga  la  faena  del  día  con  tal  de  no  dejar  escapar  ninguno.  Por  las bocacalles  empiezan  a  llegar  novillos,  vacas,  bueyes,  terneros,  toros,  caballos,  potros, mulas  y hasta cerdos. Vienen, en partidas, de las veredas, por todos los caminos, y el pueblo se va llenando de mugidos y gritos de  los arrieros. Las gentes  campesinas van  llegando  también, detrás de  los animales, en grupos animados y habladores, a pie o cabalgando alazanes briosos, que se mueven nerviosamente, al estímulo de los látigos batientes sobre las ancas o los zamarros. El ruido de las voces, de  los cascos y de  las herraduras en  las piedras de  las calles aumenta por  instantes. Los negociantes vecinos y  los  forasteros atisban,  reparan, caminan, conversan entre  sí y con  los del campo. Ya, hacia el medio día, la plaza esta llena. Es una mezcla de gentes y de bestias. Un sol que quema  y  cae  verticalmente  y  se  quiebra  sobre  los  sombreros,  los  espinazos  y  las  piedras.  Las conversaciones  en  tono  alto,  los  silbidos,  las  llamadas,  los  bramidos  y  relinchos,  pueblan  el espacio. Súbitos remolinos entre el ganado se suceden frecuentemente, cuando se enfrentan  los cuernos, cuando  las  sogas enlazan, cuando  los  toros o novillos  saltan  sobre  las novillonas, o  los caballos sobre  las yeguas. Difícilmente  los  jinetes dan vuelta en  la plaza. Los feriantes y curiosos del pueblo, ayudándose de zurriagos, se desplazan de un sitio a otro, mirando reses y rucios. Los arrieros se deslizan rápidamente, para no dejar desbandar sus lotes. Lentos y observadores cruzan los campesinos en tratos de compra y venta, con las ruanas plegadas sobre los hombros, echados hacia atrás los aguadeños y entre las manos las sogas avivadoras o prestas para lanzar el guasque. Oleadas  de  polvo  levanta  el  viento,  que  sopla  entre  los  cascos  y  juguetes,  agitando  crines  y arrebatando sombreros. Los rostros están congestionados y un olor acre, mezcla de sudor, vaho y estiércol, se hace picante con el calor febril de aquel hacimiento. A primeras horas de la tarde, por entre los apretados tratantes y semovientes, serpentean, como haciendo bastas, las cantarilleras. Las dos señoras llevan la lista del apunte y la alhaja del sorteo, y las tres niñas, las más bellas del pueblo, amables y peripuestas, manejan  la sonrisa y  la gracia cual anzuelos disimulados, para  la pesca de los billetes. El piso de la plaza se torna sucio, removido, en terrones, y entre el tráfago y el  vocerío  denso  se  ha  perdido  el murmullo  de  la  pila  del  centro.  Los  negociantes,  en  grupos pequeños, numerosos y dispersos, discuten,  señalan, cuentan,  separan, avanzan,  retroceden,  se mueven en zigzag, y, a medida que las transacciones se realizan, van saliendo de la plaza, poco a poco, conjuntos o partidas de animales. Todo este atafago produce  sed y hambre, pero no hay 

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cuidado: en  la periferia se han  levantado toldas, donde, con algarabía de muchachos, se ofrecen chicha, cerveza, chorizos, empanadas, envueltos y bananos. Pero la tolda principal es la de Jesús, el bobo de Rozo,  jovialísimo  y  risueño, que  vende,  especialmente  en  los mercados, una de  las chichas más agradables y subidoras conocidas en veinte leguas a la redonda y cuyo barril, como el del “Mochito” de Rafael Arango Villegas, estalla en los días calurosos, bañado la cara y los vestidos de  los  circunstantes,  a quienes el bobo,  transportado en  gozo,  regala  lo poco que queda en el fondo.  En  la  acera  de  arriba,  en  la  calle  real  y  en  otras  que  la  cruzan,  las  cantinas,  tiendas  y fonduchos están repletos de gente. Dentro hay juegos de billar y de cartas, así como cachimonas y ruletas  venidas  del  Fresno  y Honda,  y  el  viejo Anís  parlotea  y  canta,  con  sonidos  quebrados  y roncos. Cuadras abajo la gallera restalla en voces de júbilo. Allá están reunidos, en unión alegre y democrática, poblanos y montañeros, santurrones y perdularios, ricos y pobres, nobles y plebeyos, raizales  y  trashumantes,  todos  apostando  a  los marañones  y  canaguayes,  bien  a  los  del  patio manzanareño, bien a los de Salamina o Pensilvania. Al avanzar la tarde los feriantes ebrios son ya bastantes  y un bronco  rumor humano distinto al de  la plaza,  va  llenando el  centro del pueblo. Entre tanto, los jinetes pasados de copas emprenden caracoleos y carreras, con chillidos, latigazos y sones de los estribos. La noche es toda bullicio y jolgorio. El aguardiente sube hasta las cabezas más altas y moderadas; multiplícanse los ruidos y las voces; surgen las bandolas, tiples y guitarras; rasgan el aire  las canciones; rompen en torbellino  los bailes populares de Ventiadero, en  los que arrebatan la belleza y simpatía de María Dolores y sus compañeras, hechiceras del floreo, los giros y  los  vuelos de  encajes  y boleros,  y,  al  filo de  la media noche,  irrumpe  frente  a  la  ventana de alguna  hermosa  una  serenata  de  Eliseo  Marulanda,  con  “Barril”  de  acompañante,  que  hace suspirar doncellas con las más hondas rimas de Bécquer”.    

MEDICOS  

Hemos oído hoy una noticia que en  la mañana ha venido difundiéndose: el Doctor  Jesús María  Jaramillo ha hecho una  gran operación quirúrgica.  Es  el  concepto  de  una población que nunca ha hablado de estas cosas. Se trata de una talla vesical. En realidad es la primera vez que en el pueblo se practica un acto científico de esta importancia. La segunda intervención, más delicada aún, la realizará años más tarde el doctor José Alzate Betancur y será la exigida por un embarazo extrauterino. La tercera,  importante así mismo, será una histerectomía por fibroma uterino, que, más  tarde aún  le corresponderá cumplir a quien escribe estas páginas. En realidad, es merecido este recuerdo por el éxito de los tres casos y porque ocurrieron en las más pobres y desamparadas circunstancias técnicas.  

El Doctor Jaramillo, de distinción no superada entre nosotros, de gran continente, de viva inteligencia  y  de  pinchazos  verbales  habituales  y  graciosos,  vino  de  Manizales  a  ejercer  su profesión  en  esta  tierra.  Precedió  por  el mismo  tiempo  al  Doctor Marco Manlio  Tirado,  otro médico  notable,  venido  también  de Manizales,  comedido  y  atildado,  de  casaca  y  sombrero  de copa, de motilado a lo Humberto, de bigote y perilla, de diente de oro y de unas manos blancas y nobles, que ostentan un anillo de topacio grande y otro de esmeralda valiosa. A estos excelentes médicos del poblado se suma, pero ya por corto  tiempo, otro graduado, mas de  largo ejercicio, Don Tobías  Jiménez, quien en marco dorado exhibe  la  licencia que para su oficio  le concedió  la Universidad de Antioquia. Don Tobías, padre del poeta del mismo nombre vino de  la ciudad de Sonsón a estas hondonadas en tiempos que no sabemos. Es un médico alópata, objetivo y sobrio, que  le  recuerda  a uno  a  los empíricos  Serapión de Alejandría o Heráclides de Tarento. Es  alto, ahilado,  silencioso,  circunspecto  y  bajo  las  habitaciones  de  Don  Ricardo  Hoyos  permanece 

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incrustado en el fondo de su botica, olorosa a resinas y extractos, donde oye consultas y prepara infusiones curativas, con el rótulo inmodificable de “copas cada dos horas”.   

Quien antecedió a Don Tobías como médico? No se habla casi de ello. Solo se dice que a fines del siglo pasado y principios del presente, Don Martiniano Calle, hermano de Don Alberto, quien  poseía  cierto  sentido  clínico,  como  su  hermana  Beatriz,  de  Salamina,  pero  sin  estudio ninguno,  atendía  a  los  enfermos  del  incipiente  poblado.  Igualmente  se  recuerda  la  benéfica presencia del Doctor Marco Aurelio Botero Arango, por allá hacia 1895. Por lo demás, el yerbatero Bartolo, en esos tiempos pasados de gran actividad, gozaba de renombre. Mucho se habla de su carriel, memorable por  lo grande y por su secreta y compartimientos o fuelles, donde mantenía, en la una polvo rojo, jalapa, calomel y bismuto, con la uña de la gran bestia, el colmillo de caimán y el cacho de ciervo, para hacerles raspados milagrosos; y en los otros, anís, cascarilla o corteza de quina y hojas de bojarra, malvavisco, saúco, sarpoleta, guaco, romero, altamisa y cordoncillo, para lamedores, pócimas y aguas sanativas.  

Pero el médico más solicitado  por las gentes sencillas y de los campos es Alberto Ruiz, un curandero de vasto prestigio en  todos  los pueblos del oriente de Caldas y  cercanos del Tolima, quien ejerce  su oficio no muy  lejos del  río Guarinó, en  su propiedad  rural del curso  inferior del Santo Domingo.   

En su casa campestre está el cartucho de su curandería, a donde llegan incontables frascos con orina,  en donde  se nombran  y  acreditan numerosas hierbas,  confecciones  y mixturas  y  en donde se pronuncian frases tan convincentes como las oraciones de San Gregorio y del Justo Juez o como las de la mágica de nuestros Llanos.     

LOS MAESTROS  

Son  las nueve de  la mañana y hay movimiento  temprano en  las escuelas, porque van a hacer un desfile patriótico hoy veinte de julio, antes de que terminen los cercos de las esquinas de la plaza, pues habrá en ella una corrida en las horas de la tarde.   

Se  reúnen  los niños  cuadra  y media  adelante  y  al occidente de  la plaza, por  la  calzada inferior, en la escuela de niñas. La formación comienza en doble hilera, precedida por la banda de músicos del municipio y por el escolar más alto, quien lleva la bandera patria. Al son de los acordes de  los  cobres de  las  comunidades avanzan. Dirigen a éstas  los maestros y maestras,  situados a distancias cortas y convenientes. El recorrido se va haciendo hacia la plazuela, para subir luego a la calle  real  y  pasar  en  seguida  por  el  costado  superior  de  la  plaza,  de  donde  descenderá, encaminándose a  la escuela de  la salida. Los  transeúntes se han detenido para contemplar esta marcha, para observar el espectáculo siempre interesante y bello del rostro de los párvulos y para sonreír con sus travesuras,  la tirada del pelo, el pellizco, el bodoque, el puntapié en  la corva y  la cosquilla en el cuello con un pedazo de papel, a hurtadillas de sus superiores. Ya en la escuela y en el amplio salón de ella, los pequeños y algunos concurrentes del vecindario escuchan un discurso sencillo, corto y claro, sobre el incidente del florero y sus consecuencias inmediatas, pronunciado por el maestro Salvador Ramírez.   

Salvador es uno de  los ciudadanos más útiles y estimados del terruño. Bondad, sencillez, obsequio y acucia iguales a los de él son muy escasos. Del campo, donde residió muy poco, pasó a la población para desempeñar, durante  toda  la vida, el noble cargo de maestro. Pertenece, nos 

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parece,  al  mismo  tronco  de  Ramírez  que  encabeza  Don  Román,  porque  hay  otros,  los  que representan,  Don  Liborio,  de  un  segundo  lado,  y  Don  Juan  Crisóstomo  y  Don  Crisanto,  de  un tercero.   

Este  magisterio  del  poblado,  que  hoy  se  ha  visto  todo,  tuvo  entre  sus  miembros predecesores principales a Don Alberto Calle. Al  lado de Salvador, de Don Segundo Cardona y de las maestras, sobresale mucho Enrique Ospina. Es explicable: casi no tiene semejante en cuanto a benignidad y llaneza. Ayudan a personificarlo físicamente el cabello entrecano, el rostro sonriente, cierta levedad del cuerpo y su marcha lenta, en la que va distribuyendo expresiones amables. No pisó  nunca  grandes  colegios,  ni  estuvo  en  ninguna  escuela  normal,  es  decir,  carece  de  títulos académicos,  pero  en  cambio,  es  inteligente,  capaz  en  su  profesión,  consagrado  y  de muchas virtudes  enteras.  Además  es  feliz,  porque  posee  la  filosofía  de  lo  real,  de  lo modesto,  de  las ambiciones  limitadas  y  posibles.  Posee,  además,  uno  de  los  dones más  eximios  del  hombre, apenas comparable con el de la sabiduría, el don de la amistad. Es su más brillante destello.   

Sobresale  igualmente  en  este  magisterio  Doña  Clara  Rosa  Velásquez,  directora  de  la escuela urbana de niñas. Quien  la observa  se da cabal cuenta de  la viveza de  su espíritu, de  su dinamismo  y  de  su  seriedad  y  disciplina.  Es  de movimientos  prontos  y  de manifestaciones  de personalidad  firme. Su vida es y  será  siempre una ofrenda a  la niñez  femenina de Manzanares, como  lo es  la de su compañera Doña Susana Ossa de Mejía,  la abnegada madre de Laura, quien años  adelante  honrará  la  enseñanza  caldense.  La  aristocracia,  la  delicadeza  y  la  cordialidad  de Doña Susana resplandecen en su casa, en la calle y en la escuela.   

Tocando  con  estas  escuelas  primarias,  hay  que  traer  a  cuento,  como  cosa  principal,  el colegio de segunda enseñanza fundado con el nombre de “San Luis” por el padre Hartmann, cuyo pensum es sólo el de los primeros años de instrucción secundaria. Al frente de él han estado en el lustro  precedente  al  que  es  motivo  de  estas  líneas,  primero  y  acompañado  de  Don  Ricardo Echeverri,  Don  Urbano  Ruiz,  y  luego  Don  Francisco Monsalve;  y  en  el  actual,  Don  Alejandro Hurtado. Este colegio ha funcionado al otro lado del Santo Domingo, cercano al sitio que, con los años, ocupará el  “Barrio  Lombo”.  La  casa de  sus aulas es de dos altos, grande,  y  se asienta en hermoso rodal de prado verde, al que llegan laas brisas y rumores del río y la suave colina materna de Santa Clara.   

Sobre Don Urbano, transcurrido un tiempo largo, escribiremos en alguna ocasión:  

“Nacido en Amagá, donde sin duda hizo sus primeras letras, pasó Don Urbano a las aulas de  la Normal de Medellín, precisamente cuando  se  formaban  los mejores hombres de  fines del pasado siglo y comienzos del presente. Entre sus condiscípulos contó con Don Marco Fidel Suárez, quien  lo apreció especialmente y quien, corriendo  los años, habría de perpetuarlo en  las páginas de sus Diálogos con el nombre de Justino.   

La guerra de los mil días, que en sus furores desplazaba a las gentes, obligó a Don Urbano, no por  causas políticas,  sino  familiares  y personales,  a dejar  los  lares  favoritos  y  su empleo de Inspector de  Instrucción Pública en  la provincia meridional antioqueña, para trasladarse a  lo que es hoy el oriente de Caldas. Y una de las poblaciones donde por varios años detuvo su planta fue Pensilvania.   

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El servicio espiritual fue la finalidad de su vida y era en él verdadero fervor, por lo que su magisterio  destacábase  como  singular  y  excelso.  El  colegio  era  su  templo  y  desde  su  cátedra enseñaba a conocer y, por consiguiente, a obrar, o, lo que es lo mismo, a darle a la vida sentido y valor.  Con  ser  de  primer  orden,  no  fue  su  enseñanza  más  saliente  la  de  los  conocimientos fundamentales,  sino  la  de  las  virtudes más  altas,  principalmente  la  de  la  sencillez,    la  de  la probidad, la de la independencia,  la de la entereza, la del carácter. Y de todas éstas era un espejo. Quizás por ellas su estampa moral tenía un tono de particular seriedad y mesura, que evocaba la paleta austera del Greco.   

No pertenecerse, sino darse  era la corriente interior de su filosofía subjetiva. Situado en la confluencia de la tradición y la cultura de los últimos años del pasado siglo, como arquitecto de lo humano  y  con  el  humanismo  regulador de  su mente, predicaba  la permanencia de  los  valores cardinales, y en el afán de su labor casi mística, fue siempre su mayor aspiración arrebatarles a las aulas u discípulo clásico e impecable, con la elación del poeta cuando dijo: “A mi vida yo trato de arrancarle un bello verso”. Salamina es la ciudad que mayor fe puede dar de ello.  

Otra de las notas de su magisterio fue que nunca lo desdoró con el afán del lucro. Siempre lo conservó en  la altura del verdadero sacerdocio y por eso su figura tiene el brillo de  la pobreza franca y limpia. No toleraban sus hombros el peso de lo material y temporal para poder elevar la espiritualidad y perfección de su ser.  

De niño fui yo su discípulo en Manzanares, población que estuvo también en su camino, y al recordarlo gratamente me da la impresión de que vivía en la ascesis de la severidad y rectitud, que su alma estaba como desértica de lo profano y que la carencia de muchas cosas lisonjeras le daba una real alegría interior.   

Fue Don Urbano un personaje de  selección  y un  constante  y  afortunado  sembrador de almas.   

La obra de este maestro eximio, toda su irradiación y toda su voluntad de adelantamiento explican  en  parte  las  actuales  condiciones  estupendas  de  la  ciudad  de  Pensilvania,  porque  el destino de  los pueblos está determinado por  la calidad de  su elemento humano y por el modo como se le orienta y desarrolla. A Pensilvania llegaron a fundarla familias de la pura Antioquia, es decir, pertenecientes a una estirpe que es riqueza y honra de Colombia. Allí nacieron y crecieron la incorruptibilidad del hogar,  la tenacidad para el trabajo, el despejo de  la  inteligencia, el ansia de dominio,  la  libertad  y  la  autonomía  de  la  persona.  Y  la  aldea  del  principio  y  la  población importante  siguiente  tuvieron  y  han  tenido,  sin  faltarles,  el  privilegio  venturoso  de  la  acción educadora  de  inmejorables maestros.  Don  Urbano,  con  su  opulencia  de  sabiduría  cordial,  por cierta timidez medio escondida, fue uno de  los primeros en darle nobleza y disciplina de fondo y de contorno a esta buena y dócil arcilla humana, como lo hacen quienes dirigen el gran colegio y las magníficas escuelas de la ciudad de hoy.   

Pueblos con semejante beneficio tienen que ser nuestro mejor orgullo.   

La procedencia de Don Francisco Monsalve ha sido y es un enigma, así para nosotros como para la generalidad de las gentes. En las distracciones de nuestra niñez no ha sido posible que salte la curiosidad de saber si él ha llegado a estos recodos por propia y libre decisión o por solicitud del Concejo Municipal.  Lo  único  que  sabemos  es  que  Tomás  Carrasquilla  le  escribió  desde  Santo 

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Domingo (Antioquia) una carta a Don Justiniano Macía, residente en Andes, en  la que  le dice no preocuparle  “ni  la  ausencia  de  Don  Francisco Monsalve,  que  anuncia,  desde  los  claustros  del Rosario,  una  gloria  para  la  parroquia”.  El  Don  Francisco  de  estas  líneas  nuestras,  que  es antioqueño,  será el mismo  citado por el gran Don Tomás? Muchos años después habremos de hacer  esta  averiguación  con  los  doctores  Jesús  y  Joaquín  Estrada Monsalve,  dominicanos  ellos también, sin obtener resultado alguno. Y ello nos ha interesado, porque Don Francisco ha sido uno de nuestros mejores maestros,  como muy pocos así habremos de  tener en el  curso de  la vida. Emplea  él  una  pedagogía  natural, muy  suya,  pero  sumamente  eficiente.  Los  pensamientos  de autores célebres que él mismo, con bella  letra, acostumbra escribir en el tablero, para que todas las mañanas  los encuentren sus discípulos y  los  lean y mediten, es uno de  los mejores beneficios que él les hace y que nunca faltará en su recuerdo.   

No sobran en el  idioma adjetivos encomiásticos para realzar  la  imagen espiritual de Don Alejandro Hurtado. Tiene  las mejores cualidades en grado crecido. Entre  las cosas buenas de su rectoría del  colegio debe  señalarse  el  empeño de hacerles  a  los  estudiantes un  curso bastante completo de  raíces griegas y  latinas,  las que habrán de  servirles  inmensamente en  sus estudios posteriores. Finalizando el año de su magisterio, contrae matrimonio con una de las hijas de Don Alberto Calle y regresa después a Sonsón, su patria chica. Allí discurrirá la mayor parte de su vida útil y de ejemplo. Se distinguirá  como escritor. Benigno A. Gutiérrez, en  su  libro  titulado Gente Maicera, Mosaico de Antioquia la Grande, incluirá una página de Don Alejandro, llamada “El Ciego Víctor”, entre muchas de las más notables producciones literarias de la Montaña.   

Las manos de Don Alejandro  resaltan por  lo masculinas, aristocráticas y  solícitas,  lo que nos  llama  la  atención  de  niños  y  lo  que más  tarde  recordaremos  en  París,  precisamente  en  el Museo Rodin,  circunstancia que nos permitirá  años después  y desde una posición oficial  y  con motivo de la Fiesta del Maestro, pronunciar estas palabras:   

“… Yo os declaro que de todas las figuraciones o metáforas empleadas para representar al maestro  ninguna  me  ha  satisfecho  tanto  como  la  del  sembrador.  Sentí  yo  esto  con  viveza singularísima un día en el que, después de pasar por delante de “El Pensador” de Rodin y recibir su influjo de meditación, penetré en el Museo de este artista  inigualable y me detuve  frente a una escultura suya, pequeña y grandiosa, “La Mano de Dios”. El genio, con imaginación extraordinaria, concibió y plasmó  la creación de Adán y Eva en una mano hermosísima, varonil y perfecta, que tiene  entre  sus  dedos  un  pedazo  de  arcilla,  objeto  de  presiones  y  contactos  genitores omniscientes,  para  ver  de  figurar  el  cuerpo  del  hombre.  Surgió,  pues,  ante  mí  la  mano omnipotente; mas, en esos momentos, por correlaciones muy explicables, pensé en quienes me habían formado en la escuela y el colegio, los recordé agradecido y en mi interior apareció la mano sembradora.   

“No  se puede negar que  entre  las  cosas más estéticas  y  admirables del mundo, por  su lenguaje, su gracia y su elocuencia, está la mano: es níveo manojo de flores inefables en la mujer bella; fuerte, munífica y autora de seres en el Señor del Universo; dulcísima y amorosa en nuestra madre; compasiva y suave en la Hermana de Cristo o en la de la Cruz Roja; robusta y callosa en el obrero y el cultivador del campo; inspirada y sorprendente en el artista del pentagrama, del cincel, del Lienzo y de la pluma; descarnada, tal vez sarmentosa, fina y creadora, en los sembradores del conocimiento.  

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“A vosotros os dio la suerte la vocación augusta de ser los artífices de lo ideal. A vuestras manos  sapientes  os  llega  en  virginidad  absoluta  la mayor maravilla  de  lo  existente  visible,  la neurona  cerebral, prodigiosa, donde  se  confunden en  transición desconcertante  la materia y el espíritu.  Y  por  eso  como  puente  pasáis  y  hacéis  vuestra,  pletórica  de  posibilidades,  pero  aún intocada, el alma infantil misma. Entonces, del sementero que cuelga de vuestros hombros tomáis vuestras semillas, las minuciosamente escogidas por vuestra bondad e ilustración y las depositáis en  los  surcos  cerebrales  tiernos,  ávidos  de  germinación  y  de  granaciones múltiples,  para  que reverdezcan en  las mentes niñas. Qué  labor tan soberana y majestuosa! Esos surcos son vuestra tierra  labrantía,  novísima  y millonaria  de  promesas,  ofrecida  precisamente  cuando  esplende  la aurora  y  sonríe  la mañana.  Siguiendo  casi  literalmente  al  poeta,  podría  decirse  que  vuestras acuciosas palmas encierran el mundo de  todos  los bienes, y hasta de  todos  los males, si  torcéis vuestros fines. Manejáis los sutiles y primordiales hilos de la inteligencia y la más imponderable y noble seda de la materia, que en su pureza y tersura sobrepasa infinitamente a la gota del rocío y al pétalo de la rosa.   

“No  poseéis  así  el  destino  de  los  hombres?  No  es  acaso  vuestra  tarea  la más  alta  y gloriosa? Pertenecéis a la categoría de las deidades familiares benefactoras, porque es de creación vuestra vida. Sois los sembradores de lo impalpable, de lo eximio y de lo sagrado. Sois nada menos que los sembradores de la luz. Podrá decirse algo más grande? Podrá alguien superaros?”.   

TOREO  

Es  la  hora  del  almuerzo  de  este  veinte  de  julio  y  ya  están  concluidos  los  cercos  de  las esquinas de la plaza y el andamio que frente al medio de la acera alta construyen tan solo en esta ocasión, destinado a las autoridades civiles y a los músicos de la banda.  

Esta  se  encuentra  ahora  mejor  que  nunca.  La  dirige  Lelio  Olarte,  quien  une  a  sus capacidades destacadísimas mucho entusiasmo y gran empeño de organización, lo que se observa en el adelanto de  los músicos que gobierna y adiestra. Entre ellos sobresalen Salomón Martínez, maestro  de  la  trompeta;  los  dos  Sánchez,  quienes  lucen  el  contrabajo  y  el  clarinete;  y Nepomuceno Giraldo, el encargado del bombo, quien es  competente para  tocar  también otros instrumentos.  Lelio  llegará  a  ser,  alargándose  los  años,  uno  de  los  compositores  reputados  de Colombia,  entre  cuyas  producciones  habrá  guabinas  bellas  de  inspiración  en  lo  vernáculo  de Santander.   

Hacia  la  una,  José  de  la  Cruz  Calderón  y  su  hermano  Agapito,  arrojados  arrieros  y  de sentido cívico muy marcado, asesorados de muchachos traviesos y valientes, se van al Rosario a traer el toro y la vaca brava de Naranjito, el muy popular y estimado Don Pedro Nolasco. El toreo se acerca. Contentas y parleras por todas las calles caminan las gentes hacia la plaza. Las cantinas se  van  llenando  y  retozan  los  cohetes.  Recatándose  con  esteras  amarillas,  abiertas  sobre  los antepechos, los balcones, de momento en momento, se van llenando de familiares, unos a medio sentar de a dos en cada taburete, otros en pie y no pocos encaramados sobre bancos y mesas de comedores y cocinas. Los cimientos de  la  iglesia nueva están protegidos por valla de  tablas. Un dilatado  rumor humano  se  levanta  y  con  él  los  gritos  y  voces  estentóreas de  los  excedidos  en copas. Resuenan los cobres y tambores de la banda. De un momento a otro óyese el vocinglerío de las  afueras;  es que  entran  los bravos  animales. Cogidos de  varias  sogas  y  en  carrera, pero por momentos  a  saltos  y  vueltas  y  aun  con  retrocesos,  se  acercan  a  la plaza.  Todas  las puertas  se cierran como a una orden. Los  sorprendidos en  la calle huyen despavoridos o  se precipitan por 

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cualquier parte. Los silbidos y exclamaciones suben al espacio y en minutos los astados transponen la estacada de  la esquina más alta. Ahí  la vaca va hacia el coso contiguo y al  toro  le sueltan  las sogas. Este  irrumpe en  la extensa e  inclinada arena y estalla otra vez  la banda, con  repercusión fortísima del bombo. Los pechos se ensanchan,  la plaza vibra,  la plaza se estremece,  la plaza da voces,  la plaza apostrofa. Todo el mundo se pone en pie y  los sombreros son  izados en alto. La herencia  española,  así  sea muy  pequeña,  enciende  la  sangre.  Súbitamente  suena  un  toque  de corneta dado por Salomón en obedecimiento al Alcalde. Es el principio de la faena. Multiplícase el traqueteo de los cohetes. De uno de los ángulos sale a cortos pasos, deteniéndose por instantes, y acercándose al toro, el apuesto Quírico Arias, quien con cuatro anisados poderosos, con su ruana por  capote  y    con  guapeza  airosa,  saca  las  primeras  suertes  entre  palmas  y  aclamaciones.  La emoción da  calofrío,  la  respiración  se  suspende  y  la boca  se  seca. El  triunfo de  las  verónicas  y lances arriesgados es  completo. Por  la plaza  ruedan algunas botellas y  sombreros.  Luego  cita a banderillas, el toro arremete y, como por obra de magia, entre tempestades de aplausos, aparece el chorro de colores a un lado de la cruz luciente. Otros le suceden con iguales pases heroicos, con igual  fortuna y destreza, como el bizarro Agapito, y bravo! Bravo! Son  los gritos que pueblan el ámbito. Pero he aquí que, cuando menos se piensa, surge junto al palco el torero por excelencia: es “Barril”, quien se ha puesto un vestido de estopa, relleno de paja, que lo abulta y agranda y con el cual apenas puede dar paso. He quedado monstruoso. Este se le planta al miura criollo con un trapo rojo y lo invita al ataque: toro! Toro! Arre! El toro resopla y con las pezuñas arranca terrones y  remueve  pedruscos. Mas  de  un  momento  a  otro  se  abalanza  sobre  el  corpulento,  y  éste, derribado,  rueda  por  el  declive.  Las  carcajadas  y  voces  rasgan  los  aires.  Inmediatamente  los lidiadores  se acercan y distraen el bruto, mientras otros alzan a “Barril”, que quiere  renovar  su suerte.  En  éstas  están  cuando  el  toro, que ha  resultado  fiero,  se  lanza  sobre  el  grupo.  Los del auxilio vuelan en  fuga y  “Barril” queda enganchado  con un  cuerno. El  zangoloteo es  tremendo, pero,  en  ruaneo  delirante,  lo  libertan.  Esta  vez  “Barril”  pide  que  lo  saquen,  porque  se  siente duramente golpeado. Así lo hacen y lo llevan a una cantina, donde se observa que nada grave ha sufrido y se  le premia con un doble de  los que  resucitan muertos. El  toreo continúa, mas ya en gran desorden, pues  son muchos  los beodos que  saltan al  ruedo, que brincan, que  corren, que vuelven hacia atrás, que se arrojan, que chillan, formando un barullo aturdidor. El toro echa por tierra a algunos, y, a poco, entre el gentío y las “jergas” pierde su ímpetu, se atemoriza, corre de huída y, a un toque de corneta ordenado por el Alcalde, es retirado de la plaza. Viene luego la vaca brava. Los gritos recomienzan y el entusiasmo recrece. La vaca corre buscando una salida, pero el Quírico va y con sus gritos y ruana la detiene. El animal lo contempla, y, cuando quiere acercársele, lo  embiste  con  fuerza  y  daría  con  él  en  el  suelo  si  el  diestro  manzanareño  no  esquivara  la arremetida.  Se  suceden  seguidamente  otras  suertes,  que  dificultan  los  borrachos.  Suben  los silbidos, agítanse  las ruanas y sombreros, precipítanse  los gritos, se elevan  los cohetes y en esta tremolina y tumulto  la vaca sale corriendo. La atajan, pero no acomete. No busca otra cosa que una  puerta  y  finalmente  hay  que  sacarla.  Entre  tanto,  la  tarde  ha  caído  y  sale  la  vacaloca.  El artificio,  de  armadura  de  cañas  y  calavera  de  res  hacia  adelante,  con mechones  de  petróleo encendidos en los cuernos, lo lleva un fornido mozalbete. A los acordes de la banda esta vacaloca corre por toda  la plaza,  lanzándose sobre quienes encuentra. Los bebidos son  las víctimas de sus golpes y de las quemaduras leves. Pero es más diversión de muchachos que de hombres. Aquellos acuden a montones, decenas de  ruanas  se despliegan y mil  silbidos  terebrantes  serpentean.  La entusiasmada chiquillería sigue a  la vacaloca,  la rodea, mas a  la menos  intentona de ataque, sale en desbandada. Como el oficio del mozalbete es de fatiga extrema, a éste lo remplaza otro y luego otro,  lo  que mantiene  el  alboroto.  Los muchachos  al  fin  cercan  en  tal  número  al  que  hace  de vacaloca y de  tal modo  lo cogen y detienen,  tratando de quitarle el artificio, que el espectáculo pierde en todo interés colectivo y los asistentes empiezan a retirarse. Lo que sigue es el frenesí del 

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aguardiente en las cantinas y el desbaratar del palco y las barreras de la plaza. Mientras tanto, en la gallera  las apuestas aumentan a favor de  los famosos gallos del propio patio o de Marulanda, Pensilvania,  el  Fresno,  Victoria  y  Honda,  y  con  la  alegría  de  las  ganancias  y  la  tristeza  de  las pérdidas, la noche se entra cargada de fatigas y de sueño.    

CALLE DE LOS PAPEROS  

Hoy  es  viernes.  La  cuadra  y media  que de  la  esquina  alta  e  izquierda  de  la plaza  va  al occidente,  desde  las  horas  del medio  día,  como  ocurre  todas  las  semanas,  se  va  llenando  de bueyes. Es que  llegan de Marulanda  los transportadores y vendedores de papas. De ahí que este lugar se llame la “Calle de los paperos”. El número de estos negociantes es suficientemente grande para  que  constituya  aquí  un  acontecimiento  semanal,  pues  a  la  actividad  comercial  de  este tubérculo hay que agregar la no menos importante para los campesinos manzanareños de la venta para  aquella  población  y  la Mesa  de  Herveo  de  todos  los  frutos  de  sus  tierras  templadas  y calientes,  como maíz,  frisoles,  yucas,  arracachas,  plátanos,  bananos,  naranjas  y  especialmente panela, con preferencia decidida por  la magnífica que produce Don Luis Escobar en “El Callao”. Este  intercambio,  así  como el  suministro de posadas,  cual  la de Mercedes  Latorre  arriba de  La Siberia, y de hoteluchos, potreros y corrales, reditúa un beneficio grande, como sucede también para quienes compran  las papas y realizan su distribución, no solo en todo el terruño, sino en el Fresno y Honda, con destino aun a la costa atlántica. Además, los comerciantes en telas aumentan sus ganancias con mayor movimiento de sus tiendas y almacenes.   

Tráfico tan recíproco entre Marulanda y Manzanares es lucrativo para ambas regiones, así como provechoso para sus relaciones culturales, familiares y amistosas, pues aquella encumbrada cabecera  está habitada por  las mismas  familias que hay  en  ésta, originarias de  Salamina  en  su mayor parte. Por ello  se  ven aquí  con alguna  frecuencia personas notables de  todo el Páramo, cuales el Párroco Padre Melguizo, Don Benjamín y Don Faustino Mejía, Don Salustino Escobar, Don Santiago Gómez, Don Aristóbulo Gutiérrez.   

MANIFESTACIONES CULTURALES  

El  impulso  cultural en Manzanares no  se  limita  a  lo que hemos expresado,  sino que  se extiende a manifestaciones teatrales, al periodismo y a algunas sociedades literarias.   

Sin que  se  repitan demasiado,  sí  se  suceden de  tiempo en  tiempo  representaciones de dramas cortos y comedias ligeras, que preparan Próspero Trujillo, Benjamín Gómez, Juan Antonio Ángel, Enrique Ospina, Guillermo Calle, Salvador Ramírez,  Joaquín Elías Gómez, Delia Ossa, Rosa María Gómez, Ester Gálvez, y que  llevan a cabo en casas particulares, como  la de Manuel María Castaño, donde también, en  lo sucesivo, tendrán  lugar unas pocas veladas  literarias. A nosotros, despidiéndonos de  la niñez, nos corresponde papel señalado en una pieza teatral menor, basada en  la María de Don Jorge  Isaacs, que se da al público en  la casa cural, donde existe amplio patio entre el colegio de señoritas y las habitaciones del Padre Hartmann.  

Siguiendo a “La Unión”, dirigido por Don Joaquín Obando, y después a “La Voz del Centro”, órganos periodísticos ambos de  la  sociedad  literaria  “La Unión”, aparecidos entre 1906 y 1908, surge  en  1915,  bajo  la  dirección  de  Enrique  Ospina,  primero,  y  de  Carlos  Vásquez,  luego,  la publicación semanal llamada “Principios”, como obra y expresión del “Liceo Caldas”. Sobra decir la 

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importancia que, cual  los anteriores,  tiene este periódico, en el que su director difunde  las más útiles y variadas enseñanzas e ideas a favor de Manzanares.   

“El Liceo Caldas” es una institución de alcance inapreciable para nuestro desarrollo. Lo han fundado Carlos Vásquez, Guillermo Calle, Roberto Ramírez, Enrique Ospina, Eusebio  J. Cardona, Joaquín Elías Gómez, Roberto Gálvez y algunos otros, con unas bases tan estables, como un fervor tan encendido  y con fines sociales tan benéficos, que su duración será de años. Entre sus labores el Liceo ha organizado juegos florales o concursos, a imitación de los extraordinarios de Salamina, lo mismo que movimientos teatrales y realizaciones en los servicios y progreso públicos.   

Eficiente  y  claro  por  demás  es  el  influjo  que  la  onda  cultural  de  Salamina  y Manizales ejerce acá en esta provincia del Oriente. Hemos nombrado a Salamina como uno de los puntos de referencia de esta onda. Realmente Manzanares vive informado de las labores de la “Tertulia” de aquella ciudad y se ha sentido atraída por sus torneos artísticos y por  la obra  literaria del Doctor Jaime Mejía, autor de composiciones como “La Ardilla”, del Doctor Pablo Emilio Gutiérrez, de Don José Solano Patiño y de otros que  ilustran  las páginas de su  revista “Pensamiento y Vida”.  Igual cosa debe decirse de Manizales. El periódico “Renacimiento”, que hace poco ha fundado el Doctor Justiniano Macía, se lee entre nosotros y en él se admiran y sirven de ejemplo la prosa vigorosa y ágil,  los versos y  las traducciones de D´Anunzio, de Aquilino Villegas, así como también  las bellas poesías de Aníbal Arcila, cual “La Ermita”; las muy notables del Padre Nazario Restrepo, entre las que  sobresale  tanto  su  ingenioso  soneto  “Decadentismo”;  las  altas  e  inspiradas  de  Jorge  S. Robledo,  llamadas  “Sangre  Indígena”  y  “A  la  Bandera  Colombiana”;  las  producciones costumbristas  y de  gran humor, primeras de Rafael Arango Villegas;  y  la  colaboración honda  y seria de hombres como los Doctores José Ignacio Villegas y Emilio Robledo.   

Sobre una de las veladas literarias dispuestas por el “Liceo Caldas” escribimos en Estampas Interiores:   

“Durante las horas del medio día del esperado 1º de enero las señoras vinculadas al Liceo estuvieron ocupadas en el arreglo del escenario que Manuelón había construido, aprovechando la tapia medianera de la casa de Macastaño. Esta tenía la forma de una escuadra y, por la inclinación del  terreno,  la parte  larga era de  tres altos  y  la  corta, de dos.  Los  corredores  fueron utilizados como palcos. El escenario fue dispuesto como una sala sencilla. Hacia el centro de ella se levantó el trono, de sitial y dosel adornados con  lazos de cinta, además de guardas y  flequillos de papel dorado, y en uno de los costados se colocaron la mesa y los asientos para los miembros del Liceo. Por el otro costado ascendía  la escalera. Tanto  la alfombra, como  los muebles, cortinas y otros adornos,  fueron prestados por  las  señoras.  Lo demás  fueron  cadenas multicolores de papel de seda.   

“Mientras  las  señoras  trabajaban,  iban  llegando  continuamente  los muchachos  de  las familias a situar los taburetes en los palcos y en el patio, en medio de discusiones y rechazos. Los taburetes eran marcados con grandes  iniciales atrás del  respaldo, si acaso no  le estaban ya con estoperoles.   

“A  las  nueve  empezaba  la  velada.  Jorge  se  fue  con  su madre  y  su  hermana  Cecilia. Al entrar, ya estaba lleno el improvisado teatro. En un palco especial estaba la reina, a quien fueron a presentar un saludo muy atento. La novedad del acto, único en la historia del pueblo, era motivo de mucha animación. Dela luneta a los palcos había un ágil cambio de palabras, miradas y sonrisas, 

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entre peripuestas y galanes. Por entre  la conversación moderada de  los discretos se  insinuaba el susurro  mordiente  de  los  murmuradores,  y  grupos  de  señoras,  recíprocamente  se  lanzaban venablos invisibles de picantes pareceres.   

“…  Súbitamente  irrumpió  la  banda  con  el  himno  nacional.  Eran  las  nueve  en  punto. Apagáronse las voces y el silencio fue completo.  

“La voz de Roberto Gálvez, uno de los grandes caballeros de toda la provincia, se dejó oir en el escenario, como presidente del Liceo, para abrir la sesión. Después de la lectura del acta, él mismo  pronunció  algunas  frases  sobre  las  labores  de  la  corporación  y  sobre  el  buen  éxito  del concurso. Luego el secretario hizo la lectura del informe del jurado calificador, que señalaba como digno del premio principal el cuento “Unos antioqueños en París”, y de los accesorios, dos poesías de tema libre.   

“Y  qué  era  esa música  delicada  y  como  producida  con  auxilio  de  sordina,  tan  llena  de sentimiento, que en un paréntesis de silencio, encanto a todos  los asistentes? Fue el número 4º del programa, el del italiano Sansostri, a quien curiosas circunstancias de la vida incrustaron en las estribaciones  de  La  Picona.  Era  un  comerciante  solitario,  que  dormía  en  el mismo  local  de  su comercio y que,  invariablemente  todas  las noches, encerrado desde muy  temprano,  tomaba  su cornetín y hasta altas horas tocaba con el empeño de un devoto. Fueron un presente de los dioses locales, en la velada, esa música napolitana y esas canciones de Venecia.   

“Apenas se habían apagado  los aplausos a Sansostri, cuando se oyó  la voz del presidente del  Liceo:  “Se  ruega  al  joven  estudiante  Jorge  Casares  Quevedo  se  sirva  presentarse  a  este proscenio”.  En medio de  la  expectativa  general,  por un minuto,  y de  nutridos  aplausos,  luego, ascendió Jorge por la escalera. “Ruego a usted, Don Jorge, que con los señores Carlos y Miguel se sirva conducir a la reina de su palco hasta su trono”. De brazo de Jorge y con el acompañamiento nombrado, descendió la reina de su palco. A su paso majestuoso todo el mundo se puso en pie y los vivas  reventaban entre el coro de  los aplausos. A este entusiasmo  resonante  se agregaba  la marcha triunfal que tocaba la banda y que aumentaba esa emoción casi religiosa del momento.  

“Ya  en  el  trono  la  reina,  dio  unos  pasos  hacia  adelante Don  Isaías,  el  humanista  de  la región,  para  colocarse  en  actitud  oratoria;  puso  su mano  frente  a  la  boca,  aclaró  la  garganta, tosiendo  suavemente  dos  o  tres  veces,  y  pronunció,  con  todo  dogmático,  su  discurso  de mantenedor del torneo.   

“Cuando  Jorge  pasó  al  lado  de  la  reina  para  leer  su  cuento,  una  ovación  general  tan espontánea hubo en la concurrencia, que el corazón del muchacho estuvo a punto de estallar en estos momentos  vivos  y  exultantes.  Dirigióse  primero  a  su Majestad  en  cortas  palabras,  para poner  a  sus  pies  el  triunfo  conquistado  y  hacer  una  alabanza  de  la  mujer  manzanareña representada en ella. Después cosechó aplausos y arrancó  risas con  la amenidad y gracia de  su cuento. Cuando, en seguida de la última palabra, se volvió a la reina, ésta le tendió la mano para felicitarlo.  Luego  ella  empezó  a  desdoblar  una  cuartilla  de  papel,  que  leyó  con  encantadora timidez, en estímulo y elogio de feliz estudiante, en cuyas manos puso también una pluma de oro, como premio del concurso.   

“El  resto  de  la  velada  fueron muy  apreciables  asomos  de  la  espiritualidad  naciente  del pueblo. 

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 “Confusión afanosa de cuerpos y  taburetes  fue  la  salida por el  zaguán, y, ya en  la calle, 

oíanse las opiniones…”.    

DICIEMBRE  

No muy  posteriormente  a  los  años  de  estas  páginas  y  con motivo  de  unas  vacaciones nuestras, escribimos los párrafos siguientes en uno de nuestros libros:  

“El mes  de  diciembre  se  descolgó  como  una  acuarela  viva  y  espléndida,  de  sucesivos cambiantes, con la variedad de las horas y los días. Era dádiva y deleite de la vida ambular en las mañanas luminosas por los senderos y caminos de La Chalca, en donde aún parecía verse a Tobías Jiménez, paseando por el Sacatín, en compañía de fieles amigos, saboreando anisados y recitando versos,  con el  ademán más perfecto  y  con  la  voz de  varón más melódica  y  extensa que hayan conocido  las  breñas  antioqueñas.  Su  poesía,  que  guardaba  el  pueblo  en  lo  íntimo  de  sus emociones, vibraba todavía en las casitas de los campos.   

“Y qué decir de las excursiones al cerro de Guadalupe? Su ascensión por el boscaje que lo cubre, por las altas rocas que lo forman, implicaba un esfuerzo duro y fatigoso de alpinismo…  

“En el templo nuevo, levantado hasta algunos metros de altura, con la dócil y linda piedra arenisca, rosada, gris y violácea del Jordán, y concluido por el párroco afanosamente, con madera y  láminas  de  zinc,  pintadas  de  ocre,  el  día  dos  empezaron  las  fiestas  de  la  Inmaculada. Disputábanse  la palma de  los aplausos, por el  lucimiento del programa,  los encargados de cada día,  comerciantes,  hacendados,  tenderos,  hijas  de María,  carniceros,  agricultores  y  artesanos. Desde  las cinco de  la tarde principiaban a aparecer en  la plaza devotos y curiosos, con ese andar lento  de  las  gentes  aldeanas,  sin  ambiciones  y  tranquilas.  Casi  todos  interrumpían  su marcha, deteniéndose,  pródigos  de  afabilidad,  a  conversar  en  los  zaguanes,  los  portones,  las  aceras,  el atrio.  Las  campanas dejaban  caer, de media  en media hora,  los  repiques del  rosario,  al mismo tiempo  que  repetidamente  el  bombo  de  “Barril”  llamaba  a  los músicos  de  la  banda.  Cuando empezaba el último repique, quienes no habían entrado en la iglesia se precipitaban a ocupar los bancos  a  sitios mejores  que  pudieran  encontrar.  Entre  tanto,  al  frente,  en  la  plaza,  los más diligentes  del  gremio  celebrante,  con  los  tabacos  escondidos,  principiaban  a  elevar  cohetes pequeños,  grandes,  de  cascadas  policromas;  a  quemar  triquitraques  y  papeletas;  y  a  arrojar buscaniguas entre la chiquillería alborotada y brincadora, o entre los grupos de los parroquianos, que  saltaban  y  corrían  gozosos,  esquivando  el  chisporroteo  rápido  y  voluble  entre  los  pies. Terminado  el  rezo,  se  volcaba  la  iglesia  sobre  la  plaza  y  la multitud  se  repartía,  buscando  los puestos  de más  ventaja  y  comodida,  para  observar  los  juegos  pirotécnicos.  Ya  las  ventanas  y balcones estaban repletos de donde y doñas, con todos sus muchachos y parientes, encaramados los de atrás sobre taburetes. La banda municipal, de diez aficionados, dirigidos por Lelio Olarte, en la que sobresalían el cornetín famoso de éste, el clarinete de Juan de la Rosa Sánchez y el bombo de  “Barril”,  se  echaba  por  los  aires  y  rebullía  el  entusiasmo.  Aumentaban  los  cohetes, multiplicábanse los triquitraques y buscaniguas y, por minutos, estallaban los tacos, de los cuales los  grandes  atronaban  el  espacio  y  hacían  retemblar  la  tierra.  Por  fin  venían  los  castillos. Dispuestos en  serie,  sobre  lo ato de estacones, eran encendidos con prudentes  intervalo por el propio polvorista. Y aquí era el girar vertiginoso de los círculos de fuego, que enviaban hacia todas las  direcciones  chorros  de  veloces  chispas  y,  a  manera  de  proyectiles,  bólidos  pequeños, 

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deslumbrantes  y multicolores.  Llenábase  la plaza de humo,  exagerábase  el   olor de  la pólvora, sonaban los aplausos, ascendían los gritos y un rumor de admiración y complacencia vibraba y se difundía en el aire.   

“Mientras  tanto,  en  la  acera  de  arriba,  en  el  estanco,  en  la  calle  real,  en  tenduchas  y pulperías  apartadas  y  ruidosas  el  aguardiente  levantaba  sus  voces  desabridas  y  monótonas. Dentro  de  los  puestos  de  billar  y  las  cantinas,  los  borrachos  tambaleaban,  abrían  las  piernas, levantaban  los  cantos  de  las  ruanas  y  escupían  y  escupían  salivas  y  vulgaridades.  Los  que  no estaban  tan  embriagados  jugaban  palos  y  palonegro,  con  júbilo  desmedido,  o,  burlando  la vigilancia de  los  comisarios, echaban a  rodar  los dados en  timbas a media voz,  sobre  tarimas y mesas malolientes.   

“Y  los campesinos? No podían  faltar. El entusiasmo era vientecillo que soplaba  incitante por sementeras y cabañas, y aquellos, que lo podían acudían a los festejos, contentos y fervorosos, con ese fervor que se aquilata en alturas y hondonadas. Venían en Planes y Aguabonita; del Jordán y Santo Domingo; de los lados de Enriqueta y Mercedes Latorre; de Montebonito, Luisa y El Callao; de Guarinó  y Campoalegre.  Sus  figuras entraban en  la próxima  travesía o aparecían en El Alto. Unos  llegaban a pie, de machete al cinto y de  ruana doblada sobre el hombro, para soportar  la vara de zurriago, con lío pesado en la punta. Aquellas, sus compañeras, a pie también, lucían traje de zaraza alegre, gorra de caña con cinta y un pañolón abierto sobre  la espalda, cogido adelante por  los  brazos.  Otros  se  acercaban  a  caballo,  en moros  o  alazanes  chisparosos,  regocijados  y decidores,  arriscado  el  aguadeño,  al  cuello  el  rabodegallo,  la  ruana  en  doble  canteo  y  con encomienda en pañuelo grande, prendida de los galápagos.    

“El pueblo se llenaba de gentes. Abundaban los corrillos de los compadres, comunicativos y afectuosos, que se brindaban el trago de cumplido y el cigarro y la lumbre de yesquero. Grupos de  padres  e  hijos,  y  vecinos  de  las mismas  veredas,  parándose  con  frecuencia  a  observar  en contorno,  con  timidez  montañera,  iban  hacia  las  tiendas  en  compras  de  sombreros,  telas  y zapatos, porque  la mayor preocupación eran  las galas para tan grande fiesta. No había en el año semanas  iguales para zapateros y comerciantes, para sastres y costureras, víctimas días y noches de apremios y de reclamos. Todo el mundo quería estrenar. “La percha pal ocho, mija”, oíase en las ventanas. Para ningún otro día se abrían con tanto desprendimiento los carrieles, los bolsillos, y los nudos de los pañuelos.  

“Qué cordialidad tan difundida por aquellas calles, ahora sí agitadas y bulliciosas!  

“La  actividad  y  alborozo  den  centro  del  pueblo  no  era menos  en  la  periferia.  Por  las puertas de  las casitas recién blanqueadas, entraban y salían, a toda hora,  los parientes de visita. Los  florecidos patios  y,  sobre  todo,  las  cocinas, donde  los  fogones  ardían  a  toda  leña, eran  los lugares preferidos de las reuniones familiares, y aquí de las noticias más nuevas, de los comentos inesperados, de  las historias desconocidas, de  las  frases y miradas afectuosas, de  los amores en comienzo.  

“El día  siete, hasta donde  les alcanzaba,  lo empleaban  los Padres Agustinos en confesar feligreses.  Alrededor  de  dos  confesionarios  revoloteaban  los  penitentes,  se  empujaban  y protestaban en voz muy baja. Hacia el fondo, cinco beatas arreglaban el altar y engalanaban a  la Virgen. Esa tarde hubo más movimiento para las vísperas y la Salve. Era el día de los artesanos, el 

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mejor, porque con sus alcoholes y buen programa, prendían  los ánimos, cuales hogueras, en  las calles. Desde temprano, los músicos estaban en el aire con sus percusiones y vientos. Las piezas se sucedían  a  no muy  largos  intervalos  y,  cuando  ya  el  aguardiente  los  alzaba  del  suelo,  de  los instrumentos  salían,  especialmente del bombo, unos  sonidos  tan  fuertes, que no  cabían  en  las calles y del cornetín, unos tan agudos y agresivos, que chuzaban los oídos y arañaban las paredes. Cuando vino  la noche, el espectáculo fue esplendoroso. En todos  los barandales de  las casas del pueblo y de los campos, así de las ventanas, como de las puertas y corredores, ardían millares de velas bien ordenadas, casi  juntas  las unas a  las otras,  sostenidas por naranjas agrias o bolas de barro, que hacían de candeleros. Eran series  innumerables de pequeñas  llamas, disminadas, cual bordaduras  luminosas  en  el  manto  de  la  noche.  En  la  plaza,  centenares  de  personas  se remolinaban entre  rumores de  contento,  y por  ratos  formaban  clamoroso  vocerío. Esta  vez  los juegos  pirotécnicos  estuvieron mejores  que  nunca,  porque  hubo  girándulas,  coronas,  estrellas iridescentes  y  otras  sorpresas  en  los  castillos.  En medio  de  la  distracción  y  la  alegría  vino  un momento en que la gente corría en dirección a la botica. “Pobrecito!...” ‐ exclamaban las mujeres‐. Un niño de una vereda,  inexperto, que, entre rapazuelos corría tras de  los popos de  los cohetes, tomó en la mano un taco de pólvora, creyéndolo apagado, le hizo explosión y le arrancó los dedos.   

“Al día siguiente, a las cinco de la mañana, ya sonaba el bombo y, en alas del entusiasmo, volaban que volaban las  campañas, llamando a la primera misa. Mucho antes habían principiado los  cohetes  sus  alegres  estallidos,  que  se  repetían  numerosos.  Por  todas  las  calles  acudían  los campesinos madrugadores, empezando el martirio de los botines, herrados con carramplones, de esos botines tiesos y burdos de Pedro Estrada, con clavo salido, o de punta corta, donde el dedo gordo había de reventar. Sentíase en las aceras la marcha del veterano de los zapatos y la lenta y tropezosa del que ya iba buscando las piedras grandes y planes.   

“La atracción especial era  la  iglesia, y principalmente,  la misa solemne de  las ochos. Casi 

todo el pueblo fue a oírla y los fieles que no cabían en las naves quedáronse en el atrio, donde la 

banda tocaba su mejor repertorio. La  iglesia estaba muy bien  iluminada. El altar era un derroche 

de velas, flores y almácigos de maíz recién nacido en subterráneos. La Inmaculada, en lo alto, lucía 

sus mejores galas y era como más expresiva su bondad y el gesto de sus manos. En las columnas y 

en  los muros  laterales,  adornados  con  lazos  de  cintas  azules,  flotaban  numerosas  banderitas 

blancas.  La  feligresía  iba  buscando  poco  a  pocos  sus  puestos,  entre  cuchicheos,  toses  y  rezos 

apagados, y entonces era el abrir de los “catres” o banquitos en tijera y el tender de los tapetes y 

pañuelos. Luego volvíanse las caras a todos los lados para atisbar a los concurrentes. Entre tanto, 

en  la  torre  sonaba  el  último  repique.  Y  la misa  comenzó.  Precedidos  de  la  cruza  y  los  ciriales, 

entraron al altar los tres sacerdotes, porque era de revestidos. Seguíales otro agustino, venido de 

Manizales y encargado del sermón. En el coro había movimiento. Un grupo de señoritas,  las de 

mejores voces, habían preparado el canto, secundadas por algunos músicos y barítonos. Era el día 

de  lucimiento  para Delia Ossa,  Carmen  Jiménez,  las  hijas  del  general  Arias, Heléne Magnenat, 

Próspero Trujillo y Eliseo Alzate. Cuando sonaron el introito,  los kiries y el gloria se estremeció el 

templo, palpitaron más  los corazones y  se volvieron  los ojos hacia el  coro. El canto y  la  liturgia 

santificaban  las almas. El  sermón  fue magnífico.  Lo  inició el Padre  con una  cita en  latín de San 

Bernardo, y los oyentes acostumbrados solamente a las pláticas dominicales, lo escuchaban en un 

silencio que apenas era  interrumpido por  la tos de unos cuantos y por  los cohetes y muchachos 

bulliciosos de la plaza. Algunos niños y viejos se quedaron dormidos, y otros, sentados en el suelo, 

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únicamente atendían al pie de  los  suplicios, que dolía y crecía y  se  inflamaba entre el cuero de 

becerro. En los momentos de la elevación, mientras las campanas se iban al cielo, frente al atrio, 

comenzó  a  estallar  la  culebra  en  sucesión  de  estampidos,  de  los  cuales  el  último  rasgó 

violentamente los aires y sacudió los cimientos del pueblo. Finalmente vino la Comunión. Qué de 

remolinos  y  empujones  para  acercarse  a  la  Sagrada Mesa!  Se  congestionaban  los  rostros,  se 

enarbolaban  los  “catres”,  se  agitaban  los  brazos,  desarreglábanse  las  mantillas  y  se 

despachurraban  los  sombreros.  Los  Padres  pedían  y  pedían  orden,  pero  no  lo  obtenían. 

Predominaba el ansia de tomar la delantera. 

“Terminada  la misa empezó a  salir  la gente. Oleadas de aire  caliente y emanaciones de 

pueblo se escapaban por  las puertas. Eran olores de polvos “La Coqueta”, de pachulí, de cuerpos 

sudorosos.  Fue  el momento  de  los  noveleros,  de  los  saludos,  de  los  comentarios.  Los  señores 

lucían los vestidos de paño nuevos, obra de Recaredo; las señoras, la mantilla y el traje terminado 

la  víspera;  las muchachas,  el  rebozo  y  “la  gran  percha  pal  ocho”;  las mujeres más modestas  y 

pobres, el chal de jersey; los hombres del pueblo, su ruana y pantalones de dril o de pañete; y los 

campesinos,  también  su  ruana,  sus  pantalones  y  su  sombrero  aguadeño,  si  varones,  y  si  no, 

peinetas, collares, pañolón negro de flecos de seda y camisones de vistosas zarazas. Lentamente la 

multitud se fue dispersando, quedándose grupos a  la entrada de  las casa o en  las puertas de  las 

tiendas.  

“La  procesión  comenzaba  a  las  tres.  El  pueblo  se  congregó  en  la  plaza,  bajo  un  sol 

ardoroso. Siguiendo  la cruz alta y  los ciriales,  los concurrentes se fueron ordenando en dos alas, 

que  cubrían  largo  espacio,  ya  en  la  calle.  Las  formaban  asociaciones  y  comunidades  piadosas, 

entre  las  que  sobresalían  los miembros  de  la  Liga  Eucarística,  con  sus  insignias,  y  las Hijas  de 

María, con su cinta azul y su medalla. Así mismo resaltaban por el vestido blanco y por el escudo 

en asta que las precedía, las bellas niñas destinadas a elevar cantos y regar pétalos, para tachonar 

la senda. Siguiendo a estas dos alas compactas, iban los señores del Concejo, el juez del circuito, el 

alcalde, el juez municipal y los secretarios, todos entonados, procurándoles un poco de sombra a 

sus cabezas, con el sombrero  levantado más arriba de  la cara. En seguida, en  las andas, erguíase 

sobre  el  acompañamiento  y  en  dorado  plinto  la  Virgen  Inmaculada,  como  sostenida  por  la 

veneración colectiva, entre  las nubes de  incienso, el rumor de  las preces   y  los  lirios colocados a 

sus  plantas.  Tras  de  la  Virgen  formaban  los  monaguillos,  agitando  los  incensarios,  y  los  tres 

sacerdotes revestidos, musitando el Rosario. Más atrás veíanse a Lelio Olarte, con su flauta; con su 

cornetín  a  Sansostri;  y  a  Don  Pepe  Arias,  junto  al  armonio,  que  le  cargaban  seis  campesinos 

devotos.  Constituían  ellos  la  orquesta  para  acompañar  los  cantos. A  continuación marchaba  la 

banda y más atrás, el pueblo, en aglomeraciones cerrada, de mujeres por las aceras y de hombres 

por la calzada. El desfile se hacía despacio, fervorosamente, solemnizado por la música de la banda 

y por  las oraciones en voz reposada. Al  llegar a cada esquina se detenía, para hacer una posa, y 

con las notas de la orquesta, el coro entonaba los himnos desde antes preparados. La multitud era 

un  lento  río de  alabanzas, que  iba pasando por  las principales  calles,  cuyas puertas  y balcones 

ostentaban  banderolas  y  paramentos  azules  y  blancos,  mientras  repicaban  las  campanas  y 

reventaban  sin  cesar  los  cohetes  en  la plaza. Más de una hora  gastó  la procesión  en  hacer  su 

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recorrido,  y, al  regresar a  la  iglesia,  las más de  las gentes penetraron en  las naves,  y  las otras, 

desfallecidas,  se  alejaron  en  busca  de  descanso.  Sólo  quedaron,  al morir  el  día,  con  algunos 

cohetes por  los  aires,  retozones  grupos de muchachas  en  las puertas  y  ventanas,  así  como  los 

ebrios, parloteando en las cantinas, y unos cuantos jinetes arriscados, en escarceos atrevidos por 

todos los sitios del poblado”.  

La  llegada del día diez y seis de este dulce mes trae gran animación y gozo, no por cosas 

como el viaje ritual a las vecinas lomas en busca de los musgos, los helechos y los cardos para los 

nacimientos  o  pesebres  familiares,  costumbre  que  aún  no  existe  en Manzanares,  sino  por  el 

disfrute de  las vacaciones, por el  comienzo de  la Novena del Niño  con  sus villancicos y porque 

entran a escena la natilla, los buñuelos, la miel, las hojaldres y las hojuelas, así como los aguinaldos 

jubilosos, que se apuestan a los siete sistemas conocidos: a la pajita en boca, al grito, a mascar del 

hilo, al sí, al no, al dar y no recibir por mano propia o ajena y al hablar y no contestar. El pueblo 

resplandece y se  transforma en estos acontecimientos  tradicionales. La actividad aguinaldera se 

extiende  por  casas  y  calles  y  no  hay  paso  lento,  ni  ojo  dormido,  ni  boca  callada  en  esta  justa 

premiosa  por  vencer  al  novio,  al  amigo,  al  pariente  o  al  galán.  En  las  cocinas  da  gusto  ver  la 

reunión  de  las  mujeres  que  disponen  las  pailas,  los  mecedores,  la  leche  y  el  capio  para  la 

preparación de la natilla, como también las sartenes, el queso, la harina de maíz y la grasa para la 

confección de  los buñuelos. Y aquí de  la  calisténica  requerida para el meneo de  los mecedores 

hundidos  en  las  pailas  llenas  del manjar  espeso  y  burbujeante,  y  de  la  resistencia  al  continuo 

movimiento y al calor y al fuego en la freída de los buñuelos, para que crezcan, suden y se doren 

apetitosamente. Y oh! Rostros congestionados de mujeres bellas! Los pintores del Renacimiento 

no les dieron a las mejillas de sus madonas colores más subidos y hermosos que los que les da esta 

labor de la natilla y los buñuelos a nuestras manzanareñas.  

Qué  decir  ahora  de  esa  natilla  trigueña,  atezada  y  tremosa,  de  perfume  de  campo, 

repartida en bateas pequeñas, manuales, en bandejas, en platos de palo o “lociados”, en totumas, 

con astillitas y polvo de canela y con uno que otro clavo de especie, para el deleite extremo? Y qué 

decir así mismo de los buñuelos hinchados, tensos, de olor inconfundible, de gusto que mana, de 

afloramiento de sazón reventota y de su color amarillo rojizo robado a la candela? Y cómo callar el 

chocolate  caliente,  fragante, espumoso, de mil  iris minúsculos, que  a  la presencia  y  cita de  los 

buñuelos viene? 

Ah!  Y  los  paseos  a Romeral,  al  Castillo,  al Rosario,  a  la  Chalca,  a Montecristo? Ha  sido 

costumbre hacerlos. Grupos de familias salen estos días hacia aquellos parajes, al campo abierto, y 

en un  lugar cercano a un arroyo colocan  las cajas de gasolinas que han  llevado y se despojan de 

abrigos y sombreros. Desde los primeros momentos el tiple que les acompaña rompe en arpegios 

y vuelan  las  canciones en voces únicas o en  coros que  se  forman de  improvisto.  Los  juegos no 

tardan en aparecer y aquí vense los de cartas, los de palabras, los de manos, los de suerte, los de 

prendas  y  hasta  los  malabares.  Y  como  los  amores  no  faltan,  hay  parejas,  que  se  separan 

discretamente a sus acuerdos o querellas. Llegada  la hora del “algo”, surgen de  los paquetes  las 

servilletas, los panes, los quesitos, los pasteles, los dulces, los bizcochos, y entonces, para prender 

el fogón imprescindible, se dispersan los corteses galanes y servidores por la manga, en busca de 

Page 34: Un manzanares de hace tiempos

piedras, de chamizas, de hojas secas, de pedazos de  tronco, de cuanto pueda producir  fuego. Y 

logrado el encendido, hay que ver a las hermosas arrodilladas o en cuclillas, atizándolo, avivándolo 

con sus bocas, y a  los varones, agitando sobre él  los sombreros y  la china. Las  llamas  revientan 

briosas,  la chocolatera toma asiento y a poco canta,  llamando al rápido molinillo, que entona su 

rondó en unas manos femeninas, del batir maestras. Entre tanto,  las caras adorables repujan sus 

colores, relampaguean con brillo mayor los lindos ojos y la exaltada belleza que se hace sacude los 

corazones de los hombres.  

Después del “algo” los grupos, sentados en el césped, continúan sus juegos, sus donaires, 

sus chistes, sus gracias, sus agudezas. Pero no todo es charla, juegos y cantos. En el prado mismo 

en la casa cercana irrumpe el baile y a sus acordes, giros y floreos corre la tarde desalada. El baile 

en Manzanares no es cosa de todos los días y por eso su ocasión es celebrada y aprovechada con 

entusiasmo vehemente. En sus sones y compases la alegría se acrecienta, la amistad se refuerza y 

los  amores  nacen,  fluctúan  o  se  intensifican.  Ya  ocultándose  el  sol,  se  emprende  el  regreso  al 

pueblo, con no menos alborozo. 

Y llega el veinticuatro. En las ciudades de mayor población y desarrollo es un día dichoso y 

de extrañable tradición e historia. En Manzanares es más modesto, porque la primera diligencia de 

la mañana no es la salida de los jóvenes en busca del árbol para colgar los regalos. No van por los 

solares y mangas, a  fin de obtener aquí o allá permiso para cortar uno, ni  tan pequeño que sea 

débil para su carga, ni tan grande que no quepa en el comedor o en el costurero, que son los sitios 

preferidos para plantarlo. En cambio, en  las cocinas se mueven  febrilmente  los palos de  leña,  la 

china,  las  coyebras,  los  cedazos,  los  coladores,  las  pailas,  las  totumas  y  las  cazuelas,  y,  entre 

órdenes y solicitudes y exclamaciones, se aviva el fogón, se muele, se bate, se cuela, se cierne y se 

amasa, en alegre labor femenina. Andando las horas y de rato en rato van pasando por las calles 

muchachos  con  platos  y  bandejas,  cubiertos  de  servilletas  blancas,  que  ocultan  y  protegen  los 

manjares  navideños  en  cruce  de  atención  entre  las  familias  parientes  y  amigos  de  las 

inmediaciones. 

Pero si en el curso del día hay escasos regocijados,  la primera parte de  la noche sí es de 

baile, de música, de cantos y también de globos, cohetes y triquitraques. Y al avanzar las horas, de 

un momento a otro se alza la voz del jefe de la casa: Faltan diez para las doce. Al punto todos, con 

recogimiento, se marchan al templo para oír la Misa del Gallo. 

Y así se va este gran mes de diciembre, tan gozoso, tan fascinante, tan hogareño, tan del alma.  

         

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ALGUNOS DE LOS HOMBRES IMPORTANTES PARA MANZANARES (1)  

Bernardo Arias Trujillo    

En Estampas Interiores expresamos que propiamente habíamos conocido a Bernardo Arias Trujillo          por  primera  vez  cuando  éramos  estudiantes  de  bachillerato  en  el  Instituto Universitario  y  él,  un  niño  de  nueve  años.  En  nuestras  vacaciones  lo  veíamos  muy frecuentemente solo y recostado a una de las jambas de la puerta de su casa, mirando el lento caminar de las contadas gentes que pasaban por la calle. En esa época, sobre todo, tuvimos la impresión de que era un tímido, un introverso, como mucho más tarde, cuando fue juez en Manizales, nos pareció más caracteriológicamente un espíritu de la familia de los  inquietos,  con  mucho  de  susceptible,  siguiendo  la  ya  vieja,  pero  muy  acertada clasificación de Jung.  Por el lado materno, fue nieto de Don Esmaragdo Trujillo, salamineño inteligente, de genio un  poco  anguloso,  secretario  del  Prefecto  de  Manzanares  General  Jesús  María  Arias, antioqueño de  los de maíz y anís, como decía Carrasquilla, y quien,  según este Maestro mismo,  con  su  apellido  le  dio  la  herencia  principesca  de  la  pluma.  Su  padre Don  Pepe destacóse como varón santo íntegro, de algunos conocimientos musicales, que estuvieron siempre al servicio del melodio de nuestra  iglesia, y de reconocida pobreza contra  la cual luchaba en una tienda de cacharros, que le suministraba difícilmente el sostenimiento de su familia numerosa.   Desafiando  la  penuria,  vínose  Bernardo  a  Bogotá  en  afanes  de  estudio  y, mediante  el trabajo  en  una  imprenta,  llegó  a  doctorarse  en  Derecho.  Posteriormente  viajó  a  la Argentina para servir la secretaría de nuestra Legación en Buenos Aires, cuando la presidía el  gran  escritor  José  Camacho  Carreño,  y más  tarde  se  radicó  en Manizales,  donde  se incorporó a  la  judicatura, posición que creemos conservaba cuando murió a  los treinta y cuatro  años  de  su  edad.  En  medio  de  su  introspección  era  positivista,  herético  y revolucionario, lo que le hizo la vida áspera, inclemente y triste.   Tres libros, en cierto modo muy distintos, escribió Bernardo: En carne viva, Diccionario de emociones  y  Risaralda.  En  el  primero  domina  una  prosa  arrugada,  dura,  violenta,  con conceptos agrios y escarpados. “Es la palabra de fuego de un hombre libre”, dice de él  el mismo Bernardo, y agrega: “Esta obra está escrita con desparpajo y con honradez. En ella se  llama  al pan, pan;  y  al  vino,  vino”.  “Esos  capítulos  –  escribe  José Camacho Carreño‐ granjeáronle al escritor el exilio literario y político, que ha sobrellevado en su provincia con eminente  dignidad,  pegándose  con  embriagueces  intelectuales  la  vendimia  de  aplausos que  le niega el  juicio público. A pesar de mi cariño y de envolverme  jactancioso en esos capítulos  como  en  el más  ético  escudo,  reconozco  exceso  en  ese  estilo,  pues  algo  de templanza en las palabras le hubieran dado talle más ceñido a los argumentos púgiles”. No se puede negar que en este libro Arias Trujillo se ha colocado al lado de nuestras más altas figuras “panfletarias”.   En su segundo libro, Diccionario de emociones, su prosa se remansa y se acicala tras de la perfección greco –  latina que fue tan de   uso en el Departamento de Caldas. Son páginas estas que muestran a un escritor indiscutiblemente maestro del estilo.  

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 Mas la obra principal de Bernardo es Risaralda. Aquí, en este volumen, como lo dice Javier Arango  Ferrer,  “lleva  él  la  brillantez  a  los  excesos  retóricos  del  barroco”. No  otra  cosa puede  decirse  ante  renglones  tales  como  “una  pareja  de  terneros  novios  deletreaban párrafos  de  Dafnis  y  Cloe  en  el  libro  azul  del  pasto”  o  “la  noche  encendía  en  el  cielo tropical millones de avisos luminosos escritos con luceros de oro antiguo”.   No es Risaralda novel de complicado argumento o de  intrincados personajes de mentes complejas.  No:  es  la  fácil,  adornada  y  elemental  presentación  del  paradisíaco  valle  de Risaralda  y del  alma desnuda del negro, que  arde en  su pasión primitiva, escrita en un lenguaje  rico en pedrerías y henchido de un vigor  juvenil que corresponde al de aquella naturaleza en  la aurora de  su vida  febril y enérgica. Y es  también, entre ese crepitar de fuerzas  físicas  y  humanas,  un  canto  criollo  por  excelencia,  en  el  que  se  perfilan,  cual palmas tropicales airosas, poemas enteros, como los del tiple, el poncho, el bambuco y el machete.   En  todas  sus  obras muestra  Arias  Trujillo  abundante  léxico,  al  que  agrega,  cuando  lo necesita, palabras de su  invención propia o  les da terminaciones más de acuerdo con sus gustos  y  sentimientos,  tal  la  en osa  en  vocablos  como  tristosa,  avariciosa, prevenciosa, alabanciosa. Y algo más: en su intención de hacer obra criolla, utiliza numerosos términos y  expresiones populares,  familiares,  regionales  y  lugareñas,  entre  las  cuales  sobresalen, para un  lector como el que esto escribe,  los preferidos en Manzanares, donde aquel  los oyó  y  aprendió  primero,  cuales  táparo,  entufado,  resacao,  cremático,  retrechero, churumbela, huraco, encapillado, nagüetas, verraquillo, recumbambeo, tener pique, tener hebra  cortada,  voliar  la  angarilla,  amachinarse,  alebrestarse,  el  Puto  Erizo,  deje  y  verá. Siguiendo  a  Jorge  Brandes,  un  espíritu  sagaz  descubriría  por  estas  voces  el  lugar  de nacimiento  de  Bernardo,  porque  ellas,  aun  cuando  son  de  uso  en  todo  el  país  y especialmente entre el pueblo antioqueño, se han sedimentado, como un mayor peso, en el  oriente  caldense,  propiamente  en  Pensilvania  y  Manzanares.  Vale  la  pena  anotar también en este léxico el empleo de algunos argentinismos.   En contacto con el espíritu que se transparenta en sus escritos y, más aún, con el que más claro y perceptible se manifestó durante su vida, la curiosidad de uno se detiene ante sus luces y sus sombras.   Hemos  dicho  al  principio  que  era  caracteriológicamente  un  inquieto;  por  tanto, perteneciente a la familia de la mayor parte de los intelectuales, sabios, filósofos, letrados, pintores y músicos de genio. Es decir, fue un ser sin reposo, un descontento de sí por el conflicto  entre  el  deseo  desbordado  y  su  satisfacción mediocre.  Es  esta  particularidad quizás  la más  característica  de  esa  casta mental.  Dice  Silvio  Villegas  en  su  prólogo  de Risaralda, edición del Colegio Académico de Antioquia, que  “sobre  su mesa de noche – cuando se le encontró muerto‐ estaba la verídica aventura de Cristóbal Colón, relatada por Jacobo Wassermann, y en  la página abierta esta frase sugestivamente subrayada: “nunca supo quién era;  solo  supo quién quería  ser”. Concuerda esta  circunstancia  con palabras suyas en sus obras, como éstas: “soy un marino en  tierra que nació sin nave”; “llegar es siempre melancólico, realizar un sueño es penetrar en los umbrales de la tristeza”; y estas otras  acerca  de  Erasmo:  “su  existencia  es  la  de  un  hombre  que  no  se  halló nunca  a  sí mismo”.  

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Fue  un  escritor  desigual  y  de  obra  un  poco  dispersa;  un  espíritu  atormentado  y ambivalente;  un  ser  sin  paz, modesto  en  apariencia,  pero  de  gran  orgullo  interior,  que respondía a  los estímulos sociales gratos con expresiones sentimentales de gusto, y a  los ingratos,  con  frases ofensivas  y  réplicas  victoriosas. Como poseedor de una  inteligencia pronta  y  de  una  emotividad  ardiente,  sufría  su  alma  de  caídas  verticales,  de  duras decepciones,  y  como  guardián  de  un  considerado  amor  propio,  lo  rodeaba  de susceptibilidad vigilante y agresiva.   Ahondando un poco más en los repliegues mentales de Arias Trujillo, piensa uno si ellos no estarían  influidos  por  disímiles  tensiones  hormonales,  lo  que  explicaría  más  su temperamento artístico tan saliente, su gran facultad para apreciar matices y pormenores, su carácter quisquilloso, su inclinación a prodigar expresiones duras y aun afrentosas y su tendencia a atribuirse virilidad y arrojo, en contraposición a hombres como los Generales Rafael Uribe Uribe, Pedro Nel Ospina, Benjamín Herrera, personalidades cabales y fuertes, grandes valientes, pero mesurados y seguros en sus actitudes y que nunca de su denuedo hablaron. “Y que hiervan insultos y agresiones. La agitación es mi estado natural y la lucha, mi  juego  favorito.  Amo  las  tempestades  como  si  fuera  un  faro marino. Me  gustan  los vientos contrarios, como a un ave rebelde”. Esto escribe en su libro En carne viva.   Otra  singularidad  de  Bernardo  es  el  notorio  tono  sensual  que  le  da  a  su  producción literaria, claramente visible en Risaralda, hasta el punto de que sus páginas le recuerdan a uno  el  olor  de  las  flores  de  talictro,  que  apuraba  anhelosa  uno  de  los  personajes femeninos de Octavio Mirabeau en su Jardín de los Suplicios. La estampa de Lope de Vega, el  poema  en  prosa  a  Antoñita  Clara,  la  repetida  y  saboreada  frase  de  D´Annunzio “convaleciente de  exquisitos males”,  la descripción de  la piel de García  Lorca  y  su  solo recuerdo de algunas estrofas de “La casada infiel”, el retrato de Erasmo y la afirmación de que ama en él “al catador de vinos y doncellas, a ese voluptuoso magro que  languidecía hasta el éxtasis con el roce no más de un infolio antiguo, todo y más que se encuentra en su libro Diccionario de emociones, también confirman ese marcado matiz pasional.   Finalmente,  puede  anotarse  de  Bernardo  que  fue  centro  de  sí  mismo,  que  hacia  él confluían  todas  las  cosas y que,  sin que hiciera  caso omiso de  los demás,  se  interesaba preferentemente  por  lo  suyo,  lo  que  vale  decir  que  fue  un  egocentrista.  Esto  fue,  en posición orgullosa, pero no, un egoísta, porque no quiso arrebatar el bien ajeno, porque era bondadoso con quienes estimaba, porque se interesaba por los sufrimientos y alegrías de los otros, aun pensando en el provecho propio.   No se sabe que Arias Trujillo haya sido un manzanareño de corazón, pero sí se sabe que lo fue  por  las  excelencias  de  su  espíritu.  Caldas,  con  Bernardo,  y  Santander,  con  José Camacho Carreño produjeron los dos escritores de porvenir más brillantes en la Colombia del siglo XX, desventuradamente desaparecidos en  la mitad de  la vida, cuando empezaba su gloria.        

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Hernando de la Calle   

En el Libro de Oro del Instituto Universitario escribimos:  “Entre el calificado conjunto de  los rectores del Instituto Universitario resalta  la figura de Hernando de la Calle, así por lo espiritual como por lo físico. No una sino muchas veces se le  encontró  un  aire  de  cuerpo  semejante  al  de  Eça  de  Queiroz,  quizás  por  el  rostro alargado,  la  frente amplia,  la nariz  fina,  la boca delgada y, sobre  todo, por  los quevedos que usó, con su cordón de regla. Lo que sí tenía era el aspecto y porte de un Don Alonso Quijano el Bueno, y había días en que, por lo ahilado y pálido, parecía convertirse también en un Don Quijote, sin Rocinante en verdad, pero sí afiebrado señor de aventuras ideales y nobles. Mas la peculiaridad mayor fue la de su espíritu agitado, cuya soberanía mostrábase airosa en sus atributos de libertad, hidalguía, cordialidad, propio albedrío y decisión por la ciencia y por el arte.   “La libertad fue el estímulo superior de su vida corta. Desde la infancia misma se sintió uno de  sus paladines. Muy posiblemente  fue  causa de  esta predilección  y encendimiento  la lectura  que  hacía  con  frecuencia  en  la  casa  de  padre,  de  la  Historia  de  la  Revolución Francesa,  quizás  la  de  Thiers,  y  tal  vez  estas mismas  sorpresas mentales  de  la  niñez expliquen un poco, como causa remota, los asaltos bravíos de él en las justas universitarias de  su  época,  dentro  de  las  primeras  Asambleas  de  Estudiantes,  y  sus  movimientos oratorios de un civismo indiscutible hacia un claro jacobinismo, en históricas sesiones de la Asamblea de Caldas, cuando fue uno de sus diputados.   “Descendiente lejano de hidalgos del Reino de León y, más cercano, de Don Miguel María de la Calle, Prefecto del Sur, Alcalde de Salamina y Senadorde la República, con quien tuvo gran parecido, Hernando heredó abundancia de gentileza y de ella dio muestras en todos los instantes, con los grandes y con los pequeños, con los elevados y con los humildes. En tratándose de sus amigos,  la cordialidad  lo  llevaba a tratarlos con especial acatamiento y era  de  oírle  su  elogio  para  ellos,  a  veces  excesivo,  porque  su  alma,  cual  espejo  de aumento, crecía y avivaba sus cualidades con especial diferencia. Fue un señor en toda su perfección  y  acabamiento.  Y no  solo heredó  esto de  su  abuelo Don Miguel,  sino  valor, obstinación y osadía, en confluencia con otros caracteres, pues Don Miguel fue hombre de milicia, que se batió enfermo de viruelas y fusil en mano, en una de nuestras contiendas civiles,  a  órdenes  del  General  Braulio  Henao.  Hernando  batalló  gallardamente  con  sus adversarios políticos y batalló también tenazmente con su enfermedad de toda la vida, un asma, contra la cual opuso toda la potencia de su ánimo.   “No menos manifiesto fue en Hernando su libre albedrío. Se poseyó totalmente y hay que saber  lo  que  esta  afirmación  significa.  Por  esto  fue  un  exponente  auténtico  de Manzanares, población donde nació al acercarse  los albores de este siglo. No sabría uno decir a qué obedece esta singularidad manzanareña, pero ella es una realidad, como lo es así mismo  –  y  ella  recuerda  a  los  bretones‐  la  del  interés  por  las  cosas  del  espíritu. Hernando, contra la necesidad, no admitía sino la contingencia de sus decisiones y por eso llevaba  en  su  interior,  como  sus  coterráneos,  una  altivez  inflexible  y  despejada.  “Cada manzanareño es un mundo aparte”, afirma Darío Vera Jiménez.   

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“Pero lo más encumbrado de su ser fue su pasión por el conocimiento. Perteneció a la vida del espíritu, al grupo de los hombres que cada día aguardan el amanecer de una idea. Una de sus preferencias fue la filosofía y eran admirables sus comentarios y muy especialmente sus disertaciones sobre  las escuelas antiguas, en  las que enlazaba nombres como  los de Tales, Pitágoras, Xenófanes, Zenón, Lucipo, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Pirrón, Argesilao, Cicerón, Séneca. Su mente abarcaba  toda  la historia de esta ciencia y conocía profundamente  su  desarrollo  en  América,  desde  que  las  órdenes  religiosas  de  los franciscanos, los dominicos, los agustinos y finalmente los jesuitas introdujeron de España la teología, la filosofía política y el tomismo, que impusieron en la enseñanza universitaria, hasta  la  penetración  del  positivismo  y  la  aparición  posterior  de  las  ideas  de  Boutroux, Bergson,  Ortega  y  Gasset  y  otros  pensadores,  en  los  escritos  y  libros  de  críticos  y estudiosos como Alejandro Korn, Enrique  José Varona y Antonio Caso, que empezaron a difundir  en  Hispanoamérica  la  filosofía  francesa  y  alemana  de  los  tiempos  nuevos.  El espíritu del siglo XVIII sopló fuertemente sobre él, al modo de un viento impetuoso sobre el ramaje de una encina. Hombre de inteligencia muy viva, tuvo cuidados, preocupaciones, tumultos, tempestades  interiores, y su  lecho de enfermo era un barco en el que  izaba de ordinario tres velas, una biblia, un texto de filosofía y un “Don Quijote de la Mancha”.   “Y qué decir de su amor por el habla de Castilla? La estudió en sus fuentes, la penetró en la intención de  las palabras, en  la hondura etimológica de ellas, en  la variedad  innumerable de las expresiones, en la riqueza y resonancia de sus verbos. Y porque conoció esta habla en el curso de  los siglos, resolvió una vez – y ésta es una de  las aventuras del Caballero Andante que había en él – escribirle una  carta al Secretario de Educación de Caldas en estilo y términos arcaicos. El objeto de ella – así me lo manifestó él mismo‐ fue, de un lado, hacerse oír de aquel alto empleado, lo que no había logrado por los medios ordinarios, y, de otro, mostrarle a la ciudad de Manizales la pasada diversidad y hermosura de un idioma que  vive  en  evolución  indefinida.  Las  gentes  se  sorprendieron  de  esa  página, muchos sonrieron ante ella, otros la paladearon con intención política y fue necesario que Aquilino Villegas hiciera resaltar su mérito ante quienes no supieron apreciarla.   “Hernando  fue  el  hombre  del  verbo,  aun  en  las  posiciones  administrativas  que  ocupó, como la Alcaldía de Bogotá y la Secretaría de Gobierno de Caldas, cuando el mandato del Doctor Londoño Mejía. Su intención se fijaba en los fenómenos intelectuales y sus hechos discurrían, por sobre todo, en conferencias, discursos, conversaciones y diálogos. Escribió muy  poco,  entre  otras  cosas,  un  estudio  literario magnífico  sobre  la  poesía  de  Rafael Vásquez y una novela incompleta e inédita, que habría de llamarse tal vez Conchita. Como su capacidad estuvo fundamentalmente en la palabra, necesitaba siempre un oyente. Fue un maestro en el arte de conversar y a elevarlo y enriquecerlo concurrían su  ilustración vasta, su memoria fiel, su voz agradable, su expresión  iluminada y el gesto de sus manos corroborador  y  concluyente.  Cuando  tocaba  un  tema  lo  desarrollaba  en  su  extensión  y profundidad, y en  forma  tan amena y  fascinante que  recordaba uno a Montesquieu, de quien se dice que sus pláticas eran regalo de amigos.   “Su  llegada a  la rectoría del  Instituto Universitario  fue un acontecimiento, porque, como en  otras  ocasiones,  fue  la  llegada  de  un  alto  exponente  de  la  cultura.  Y  no  tardó  en granjearse el respeto de todos, puesto que  llevaba consigo  la autoridad de su valer. A su influjo  vibraba  el  Instituto  y  dentro  de  sus  aulas  sentíase  el  rumor  de  ideas  y conocimientos. Yo no sé que hubiera alcanzado a desarrollar algún programa educativo, 

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pero  lo que sí se es que  la  llama de su  inteligencia  irradiaba en  las mentes nuevas y era estímulo de la faena excelsa. Con sus grandes dotes y su especial poder comunicativo, en esa posición alta,  saturada de humanidad, despertó en  sus discípulos  la apreciación del hombre  y  su  destino,  del  valor  de  sus  actos,  de  sus  posibilidades  numerosas,  de  sus privilegios y de sus deberes indeclinables. Ejerció la magistratura de las almas dentro de un decálogo de estética y por eso ellas le amaron hondamente y por eso hoy reverencian su recuerdo.   “No  se  podría  concluir  unos  perfiles  de Hernando  de  la  Calle  sin  decir  que  una  de  sus épocas  más  bellas  fue  la  rosarista  y  universitaria.  No  había  rasero  nivelador  que desvaneciera  o  rebajara  su  estampa  de  hijodalgo  mozo.  Sobresalía.  Su  inteligencia serpenteaba  por  entre  los  grupos  inquietos  de  La  Candelaria  y  la  carrera  séptima  del Bogotá de entonces y su entusiasmo por la sabiduría y la polémica barajaba gozosamente los nombres del Padre Carrasquilla, de Cadavid, de Vargas Vila, del Indio Uribe, de Antonio José Restrepo, de Santo Tomás, de Augusto Compte, de D´Alambert, de Diderot y hasta del mismo  Villalpando.  Un  dinámico  poder  de  emoción  lo  llevaba  por  todas  partes, distribuyendo  espiritualidad  y  simpatía  en  la  sociedad  estudiantil,  a  la  que  agitaba  y seducía  con  sus  audacias  y  sus  tesis.  No  capitaneó  a  la  juventud  batalladora  de  esos tiempos  por  su  salud  precaria,  pero  fue  uno  de  sus  inspiradores  y  de  sus  voces más ilustradas y vigorosas.   “Hernando fue, en resumen, un varón de dolores transfigurado por el esfuerzo, el coraje y la inteligencia, en una figura encumbrada de Caldas, cuya lección, viva entre nosotros, fue edificante  y  de  hermosura  indeficiente,  la  del  espíritu  en  ofrenda  de  enseñanza  y gentileza”.    

Carlos Vásquez   

Recordando  y  aun  siguiendo  alguna  página  de Azorín,  podemos  preguntarnos:  qué  son esta  serie  intermitente de golpes pequeños  y  secos que por años  y diariamente  se han escuchado  en  el  silencio  de  la  noche,  hasta  altas  horas,  bien  dentro  del  almacén  de Manuel  Castaño,  primero,  o  posteriormente  en  el  interior  de  un  local  en  el  costado empinado de la plaza, muy cerca a la principal esquina, y también en lo hondo de una casa de habitación? Son  los pertinaces de una máquina de escribir. En el  fondo  repuesto de estos sitios y bajo una bombilla eléctrica hay una mesa, la de la máquina, con cuartillas ya escritas, de un  lado, y con un rimero de  libros y periódicos, del otro, y, sentado a ella un hombre mal iluminado y apenas por detrás visible, que es el que por minutos teclea, o que lee callado lo que escribe, o que consulta algún volumen y hace anotaciones. Mas quién es este  casi  nunca  visto  ser  que  así  alarga  el  tiempo,  extrema  su  labor  y  exprime  su inteligencia?  Es  Carlos  Vásquez,  el  trabajador  más  insigne  tal  vez  de  todo  Caldas.  Lo primordial  de  este  empeño  es  una  obra  ingente  e  inapreciable  suya,  en  varios  tomos, sobre la doctrina de los Tribunales, y lo secundario, redactar el material de un periódico o cartas para sus varios corresponsales.   No vio Carlos la luz al pie del Monserrate manzanareño, pero es más hijo de esta tierra que cualquiera de sus naturales. Todavía casi niño era oficinista en el Fresno y se  incorporó a 

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nuestra  vida  cuando  Castaño  estableció  su  gran  almacén  y  le  encomendó  tarea  de importancia. Desde entonces se dedicó a servirnos sin descanso hasta hace algunos años, cuando se fue a vivir a Manizales. Muy joven se casó con Carmen Rosa Jiménez, una de las damas más bellas y virtuosas de toda la comarca y con ella fundó una familia que ha sido brillo y honor de esta sección del Departamento.   Transcurridos los años, sin punto de exageración y más bien acercándose apenas a la pura realidad, puede uno decir que para Manzanares fue un regalo de la suerte la presencia de Carlos en sus precios, porque él ha sido a todo lo largo casi medio siglo un servidor puntual y  paradigma  de  todas  las  virtudes.  En  nuestra  sociedad  fue  él  orientación,  instrucción, estímulo y norma del más auténtico civismo y conducta sin reproche.   Su figura espiritual seduce por  lo radiante,  lo honrosa y  limpia. Ha poseído una gravedad que lo ha distinguido entre las gentes como serio, celoso, recto, digno y austero. No se le conocen  pecados  ni  del  cuerpo  ni  del  alma.  Ha  sido  fiel  a  sí  mismo  y  a  preceptos inmodificables de la razón y de la moral.   Fuertemente  inclinado por el Derecho, a su estudio dedicó  las más  intensas horas de su vida  y  alcanzó  a  poseer  en  ese  campo  una  ilustración  que,  junto  con  su  probidad,  le permitió  sobresalir  en  lo  oficial  y  en  lo  particular  de  su  ejercicio.  Fuera  de  esto,  como lector de ávida mente, ha adquirido un  caudal grande de  conocimientos y una probada sabiduría. Ha sido, pues, un autodidacta, pero de éxito visible y colmado, como algunos de nuestros hombres de mayor prestancia.  La obra de Carlos, muy grande por cierto, ha sido de temas jurídicos, de servicio familiar, mayormente  de  actividad  social  y  de  elevado  ejemplo.  Además  ha  escrito  numerosas páginas  con  destino  a  la  prensa,  en  la  que  se  destaca  su  prosa  clara,  densa,  llana,  de marcado espíritu analítico y de corrección incontestable. Su obra científica que – dolorosa catástrofe para él y para judicatura‐ se quemó en uno de los incendios de Manzanares, fue vasta  y  de  un  valor  inestimable.  Creemos  que  la  ha  reconstruido  parcialmente  para ventura de jueces y magistrados.   Muchas veces nos hemos preguntado por qué Carlos, habiendo sido miembro acucioso y entusiasta de su partido, no se vio nunca en las listas para senadores y representantes del Congreso en  las no pocas elecciones ocurridas en su tiempo, como portavoz de nuestros intereses del oriente. Y solo una  respuesta hemos encontrado y es  la de su generosidad manirrota y  la de  la modestia de su propia estima. Porque esto es uno de  los distintivos más  hermosos  de  su  carácter.  Con  grandeza  viste  de magnanimidad  y  sencillez,  como todos los nobles del espíritu.   Físicamente, por razones de edad y vecindario apartado y distinto, Carlos ya está lejos de estas  retiradas  tierras, a  las que quizás no vuelva, mas  su  ser permanece  con nosotros, como el del autor con  su obra, pues en el cuerpo de este pueblo nuestro está  la huella forjadora de sus manos. No  tendrá Manzanares con qué pagarle  los múltiples y valiosos beneficios que de él ha recibido.     

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Tobías Jiménez  

No sabemos de cuánto tiempo sería la permanencia de Tobías Jiménez en Manzanares. A juzgar  por  nuestros  recuerdos  pudo  ser  de  seis  años,  entre  1907  y  1912.  Tampoco sabemos  qué motivos  pudieron  traerlo  acá  de Medellín  o  Sonsón,  donde  vivía  con  su hermano Pedro Luis. Claro es que en esto ha debido obrar la presencia entre nosotros de Don Tobías, su padre.   Todo hombre de importancia irradia en la comarca que habita. La inteligencia y el radium se  parecen.  La  influencia  cultural  de  este  sonsoneño  ilustre  se manifiesta  en  nuestro medio, y, ausente y muerto él, continuará siéndolo por lustros largos. De otra manera – y contando  también  con  el  ascendiente  o  influjo  de  algunas  personas  más‐  no  sería explicable la tendencia a lo espiritual del manzanareño y la marcada cultura política de que ha dado muestras continuamente.   Hizo Tobías sus estudios de bachillerato y de Derecho en la capital de Antioquia, y de que ya valía, aun siendo apenas estudiante, y de que su inteligencia era de brillo concluye uno, hojeando los números de la revista “El Montañés”, en cuyas páginas se le encuentra desde los años finales del pasado siglo, cuando su edad sería de solo veinte o veintiún años.   A más de notable jurisconsulto fue Tobías un verdadero poeta, con la circunstancia de que casi solamente escribió versos en su juventud primera. La composición suya más valiosa y más celebrada es la llamada “Los arrieros de Antioquia”, que ocupa sitio antológico tanto en  la Montaña  como en Colombia  toda. Ningún manzanareño debe  ignorarla  y dice  así ella:   “Amanece… a los gritos de los arrieros Los soñolientos bueyes se desperezan,  y por trochas abiertas y por senderos con pasos indolentes la marcha empiezan.  Poco a poco se acercan a la enramada  Donde se hallan guardados los aparejos;  Y en cargazón inmensa y amontonada Se ven por allí enjalmas, cinchas y rejos.  Llegan… y los arrieros con algazara Van cogiendo los bueyes uno por uno Y afanan al sangrero, que les prepara Con leña de los cercos el desayuno.  Cuando a los gruesos troncos los aseguran,  Empiezan a enjalmarlos con fuerza y brío; Se cuentan mil historias, cantan y juran  Y con un trago doble quitan el frio.  Ya los han enjalmado; ya los arrieros Al lugar de la brega sacan las cargas,  

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Y la verde campiña llenan de cueros, Y encerados, y sogas, y sobrecargas.  Uno que, según ellos, “nunca la afloja” Busca el tercio más con tino y calma,  Lo agarra… lo calcula… y abur! Lo arroja Con fuerzas de gigante sobre la enjalma. Luego le mete el hombro con bizarría Mientras ponen el tercio del otro lado; Prepara la encomienda… los tercios lía, Y… de ese buey salieron… ya está cargado!  Así los van cargando con donosura,  Entre charlas amenas y dulces trovas,  Y si un buey se resiste, la calentura  Le quitan con un peso de quince arrobas.  Ya los bueyes ostentan, gordos o flacos,  Su carga de zarazas o de panela;  Y mientras un arriero brinda tabacos Otro ofrece gustoso “buena candela”.  Empieza la jornada… silban, vocean,  Sus gritos repercuten en las montañas Y dicen mil lindezas y galantean A las chicas que bajan de las cabañas.  Llevan la frente erguida como titanes,  Hay tormentas de fuego sobre sus ojos, No temen en la selva los huracanes,  No temen las serpientes en los rastrojos.  Este con su machete corta un bejuco Y a los cansados bueyes piedad hiere; Aquel silba los aires de algún bambuco, Que entre las hondas grietas del bosque muere.  Uno arremanga, airoso, sus pantalones,  Hasta dejar desnuda la pantorrilla; Otro puebla de insultos y maldiciones Las estrechas gargantas de la cuchilla.  Si en algún pantanero temible y hondo “Se va” uno de los bueyes hasta los cuernos,  Le gritan impasibles “que baje al fondo Y les traiga noticias de los infiernos”.  Mas luego, diligentes, sin hacer caso 

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De aquellos lodazales que forman ola,  Lo agarran y lo suben a campo raso, Tirando de los cuernos y de la cola…  Prosiguen su camino… silban, vocean, Sus gritos se repiten en las montañas, Y dicen mil lindezas y galantean A las chicas que bajan de las cabañas…  . . . . . . . . .  Allá van por doquiera vociferando, En una continuada charla sabrosa;  Y solo se detienen de cuando en cuando  Frente a la escasa venta de alguna choza.  “Adiós, adiós, paloma del alma mía”,  Dice uno a la ventera, sea blanca o negra; Y otro agrega sonriendo: “Me casaría Si no fuera por esa maldita negra…”.  Allá van con sus burlas y carcajadas, Salvando puentes, llanos, faldas y crestas… Sus gritos se adormecen en las cañadas, Sus cantos agonizan en las florestas.  Allá van… sudorosas y diligentes, Perdidos en estrechos y canalones; El porvenir aguardan indiferentes, De esperanza van llenos sus corazones.  . . . . . . . . .  Se acercan al risueño, lindo paraje Do se levanta el humo de la cabaña,  Y con una algazara semisalvaje El silencio interrumpen de la montaña.  Llegan al toldadero: cortan estacas,  Que a los abiertos hoyos al fin se amoldan, Y descargan los bueyes entre alharacas, Y gritos, y blasfemias… y luego toldan.  Van poniendo las cargas en dos hileras,  Que dos muros semejan del toldo adentro, Luego tienden los cueros y las muleras En el espacio limpio que queda al centro.  

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Se quitan los machetes y los sombreros,  Hablan de sus noviazgos y matrimonios, Y se van extendiendo sobre los cueros Y empiezan una charla de mil demonios:  Uno pide la media con aguardiente,  Otro, que está irritado, le arruga el ceño,  Este con un pañuelo limpia su frente, Aquel ya está en los dulces brazos del sueño.  Este, haciéndose a un lado, tuerce cabuya Para coser el roto de alguna enjalma, Aquel exige a todos que no hagan bulla Y que si alguno chista “le rompe el alma”.  El sangrero, entretanto, prende candela, Busca arroz, yucas, papas, carne, bizcocho Y coloca en el suelo la gran cazuela Do a los pocos instantes hierve el sancocho.  Se esparcen por el aire suaves olores,  El caldo se corona de blanca espuma, Y el humo se confunde con los vapores Y se pierde, a lo lejos, entre la bruma.  Cuando está la comida bien sazonada, Cuando a sancocho huele todo aquel llano El diligente mozo da una palmada Y a los arrieros todos convoca ufano.   Entonces con voz suave, timbrada y noble, El patrón generoso llama al muchacho, Y servir hace a todos un trago doble En una totumita de fino cacho.  Luego van y se sientan, formando rueda, Sobre el mullido césped de la sabana; Y solícitos llaman al que se queda En la tolda, dormido sobre la ruana.   En platos de madera no mal labrados Sirve el activo mozo la sopa ruda, Y todos los arrieros alborozados Comen, asegurando que no está cruda.  Se cuentan chascarrillos, hablan de guerra,  Y entre charlas el tosco manjar apuran Luego, “que nunca han visto sobre la tierra  

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Comida más sabrosa que aquella”, juran…  . . . . . . . . .  … se acabó la comida! Ya los arrieros Vuelven al toldo en busca de sus carrieles, Prenden gruesos tabacos en los mecheros Y de nuevo se tienden sobre las pieles.  Pero si alguno quiere jugar baraja, Tira sobre la ruana “de a dos albures”; Y como si estuvieran tocando caja Se le van acercando los más tahúres.   “El que tenga más níquel dará primero”, Dice un garrido mozo que al corro llega. “No, muchachos, dice otro, qué majadero! Lo que quiere es meternos naipes de pega!”  Y mientras unos charlan, los otros juegan, Hasta quedarse muchos sin un centavo; Cuando el juego termina todos alegan y… “es mejor que bailemos”, dicen al cabo.  Consiguen en la alegre choza vecina Una dulzaina, un tiple y una bandola, Y empiezan, bulliciosos, una guabina Que, según dicen ellos, “se baila sola”.  En aquella sabrosa rústica danza Encuentran nuestros héroes placer inmenso. … pero ved; ya el sol muere, la sombra avanza… Y prepara la noche su manto denso…  Ya coloran las cumbres de las montañas Los últimos fulgores crepusculares, Y bajan los labriegos a sus cabañas Y se oyen en las chozas rudos cantares.  Preciso es que descansen nuestros soldados De aquella por la vida lucha constante; Mientras ellos dormiten, no habrá cuidados: Allí está el noble perro, su vigilante…  Vedlos allí tendidos, indiferentes. Bajo el rústico toldo forjando ensueños… Arrostran el peligro como valientes Y odian a los tiranos… como antioqueños! 

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 Allí están con las caras siempre risueñas Aquellos hombres libres, fieros y bravos. Ellos son los titanes de nuestras breñas,  No saben humillarse ni ser esclavos…!”.   Dedicado a Efe Gómez se encuentra también en “El Montañés” de Noviembre de 1897 un soneto suyo titulado “El estudiante”, en el que la perfección artística deja que desear, sin duda  a  causa  de  que  su mente  era  todavía  demasiado  joven  y  de  principio  apenas  su formación estética.   Otro soneto suyo, excelente por cierto, que alcanzamos a conocer y que  luego se perdió del todo, fue uno que escribió en Mayo de 1910, sobre el cometa de Halley, cuando este astro se acercó más a la tierra. Ventajosamente compitió esta pequeña obra con otra del mismo  estilo  y  de  igual  tema,  cuyo  autor  fue  el  Doctor  Eduardo  Talero,  abogado  en ejercicio de esta provincia y persona de letras.   Creemos  que  serán muy  pocos  los  que  hayan  conocido  la  totalidad  de  la  producción poética  de  Tobías,  pues  no  dejó  él  volumen  alguno  que  la  recogiera.  Encontramos nosotros, de niños, un poema  suyo, nombrado  “Margarita”, publicado  en un periódico, quizás de Medellín o de Sonsón. De  leerlo varias veces  lo guardamos en  la memoria y en 1913,  cuando  él  acababa  de  establecerse  como  abogado  en  Manizales  y  cuando comenzábamos nosotros allí nuestros estudios secundarios, en uno de los encuentros que tuvimos empezamos a  recitárselo,  con  la mala  suerte de que nos detuvo, nos  reprochó nuestra  intención  y nos pidió que  lo olvidásemos, pues  según  sus palabras,  ese poema nada vale, porque es fruto de su época primera de estudiante. Sus versos iniciales son:  “Era el mes de las flores, Un día de primavera,  Y a la luz del crepúsculo,  De una tarde serena,  Que ya para morir nos sonreía Como un niño que sueña, En el jardín sentados Estábamos los dos,  Yo, pensativo, Enamorada y silenciosa, ella”.    En otro lugar de estas páginas hemos copiado de Estampas Interiores que Tobías recitaba versos “con el ademán más perfecto y con  la voz de varón más melódica y extensa que hayan conocido  las breñas antioqueñas”. Consideramos que estas palabras no alcanzan a expresar la exquisita emoción estética que ese gesto inspirado y esa garganta de privilegio despertaban en quienes le veían y escuchaban.  Fue Tobías en Manzanares un profesional del Derecho y  Juez del Circuito, de  ilustración sobresaliente, como más tarde lo mostraría en el Tribunal Superior de Antioquia. Sus horas en el pueblo  corrían entre  códigos y  sobre  las páginas de  libros  literarios, que nunca  le 

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faltaban, pues vigiló la actualidad de su cultura. Sin embargo, una de sus devociones más graciosas  fue  su  caballo  rosillo,  al  que  personalmente  bañaba,  cuidaba  y mimaba  con palmadas  suaves  sobre  el  cuello  o  el  anca,  porque  era  el  que  le  llevaba  de  paseo frecuentemente,  con  Roberto Gálvez,  Juan Antonio Ángel, Marco  Tulio Hoyos,  Eduardo Talero, a La Chalca, al Sacatín o a sitios adyacentes, en coloquios animados de libaciones, anécdotas, chistes y versos.  Tuvo Tobías cualidades sociales muy valiosas, entre ellas una cautivante simpatía, que  lo hizo estimar por todas las gentes, y de sus cualidades espirituales, fuera de las poéticas tan de realce que le dio la suerte, debe recordarse su poderosa retentiva, que le permitía lucir sus lecturas en la conversación y deslumbrar a sus amigos y ganarles un anís o varios, con la apuesta de que podía  llenar una pizarra con  las palabras que se  le dictasen y recitarlas en seguida de memoria y por orden a quien se las tomase.   Y si uno reflexiona sobre todos los dones de su espíritu llega a la conclusión de que ellos se malograron,  porque  no  tuvo  el  empeño  de  enriquecerlos  y  dispensarlos  dentro  de  sus posibilidades y porque gran parte de su vida la prodigó en medios demasiados cortos, que no le permitieron la esperada y realizable frutificación y desarrollo.    

Manuel María Castaño  

Quien escriba algo sobre Manzanares, sobre la vida de la población, forzosamente tendrá que  ocuparse,  al  menos  en  algunas  líneas,  de  Manuel  María  Castaño,  porque  él  fue personaje central y geográfico de esta tierra.   Nuestra información es la de que él nació al otro lado del Jordán, es decir, en jurisdicción de Pensilvania, puesto que este municipio se acerca tanto a nuestro cercado propio, como Santa  Rosa  de  Cabal  al  de  Pereira.  Pero  Castaño  es  orgánica  y  espiritualmente manzanareño. Su vida nos perteneció toda, menos unos pocos años que vivió en Bogotá. Cuánto valió en él su civismo, su celo inagotable por nuestros locales intereses!  Dicen  las  gentes  que  lo  conocieron  y  que  supieron  de  su  casa  paterna,  de  la  de  Don Francisco,  que  su  infancia  transcurrió  en  el  campo  y  que  a  lo  sumo  haría  estudios  de primeras  letras  en  la  escuela  rural  de  su  comarca.  Pero  fueron  tales  su  inteligencia, formalidad y aspiraciones que muy pronto adquirió  los conocimientos necesarios para un buen ciudadano. En sus primeros años trabajó como agricultor en tierras de su padre, mas luego se dedicó al comercio hasta apagarse sus días. Y no fue el lucro personal la solicitud mayor  de  su  tarea;  no:  el  adelanto  de Manzanares  constituyó  su  desvelo.  En  ese  afán instituyó tres cosas importantes: un gran almacén de mercancías, la luz eléctrica municipal y una fábrica muy pequeña de tejidos. Superfluo es advertir que no hubo obra ni urbana ni rural que no mereciera su interés y apoyo.  Para el establecimiento de su almacén, no obstante su muy explicable falta de información y  estudio  y  su  absoluto  desconocimiento  del  inglés  y  de  los  accidentes,  necesidades  y pormenores de un viaje al exterior a principios de este siglo, se fue a los Estados Unidos y allí, conduciéndose con tino y viveza, logró comprar abundante surtido de mercancías, con el cual colocó a Manzanares a la altura de los centros de distribución más importantes del 

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Departamento, fue del de Manizales. Llenó un amplio  local, de espacioso entresuelo, con telas y otros artículos comerciales.  La  luz eléctrica de  la población también fue obra suya. El mismo compró el dinamo y  los demás elementos de ella. Como hemos dicho en otra parte, en una caseta  situó  lo que pudiera  llamarse  la modestísima central de  la empresa, un poco arriba del puente, casi a orillas del Santo Domingo. Allí  instaló una rueda Pelton, con  la correspondiente caída de agua, así como unos postes para cables, y un buen día las calles nuestras empezaron a ver dos escaleras, de ellas una muy  larga, que se movían a  las órdenes de Castaño y de Don Benicio Ramírez, provistos de herramientas, quienes extendían personalmente la red de la energía, tanto en la calzadas, como en el interior de las casas.  Así mismo estableció Manuel María unos  telares muy  limitados y burdos, no  lejos de  la quebrada de El Palo y adelante del cementerio.  A pesar de su  falta de  ilustración y sobreponiéndose a ella, desde muy  joven se  impuso entre nosotros este gran manzanareño, así por su honorabilidad cuanto por su diligencia. Hablaba alto y siempre con entusiasmo, con gran fe en el pueblo y en sus propias fuerzas. No se conoció día en que sosegara y no hubo momento en que  le faltara un proyecto en desarrollo. Era audaz, rápido, eficiente, bondadoso,  liberal y de n modo de ser sencillo y hasta  ingenuo.  No  menos  de  tres  lustros  tuvo  el  progreso  de  Manzanares  sobre  sus hombros y solo renunció a él cuando, hacia 1917, estableció su comercio definitivamente en el costado norte de la plaza de Bolívar de Bogotá, donde vivió los años postreros de su vida.                      

  

(1) Los  hombres  importantes  de Manzanares  que  viven  son  varios,  pero  nosotros  hemos querido referirnos sólo a algunos que pertenecen a la historia.