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Armonía Somers

VIAJE AL CORAZON

DEL DIAELEGIA POR UN SECRETO AMOR

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A Laurent.

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Por el sol y su fulgor.Por la luna, cuando lo sigue.Por el día, cuando lo abrillanta. Por la noche, cuando lo vela.Por el cielo y lo que lo labró.Por la tierra y lo que la extendió. Por el alma y lo que la modeló.Y le impuso su culpa y su piedad.

Koran, Azora XCI (*)

%

(*) El Sol (Asch-Schems)

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Esta es la historia, al fin decidí escribirla yo. Los huéspedes de mi extraño falansterio de Las Nubes hi­cieron la suya y puedo asegurar que muy valiosa, por­que una versión de la locura sólo debe provenir de la locura misma. Pero a modo de guía en sus laberintos reordené materiales, hice entrar por vereda al esplen­dente caos. En el nombre de Alá, el piadoso, el apia- dable, yo os conduzco por un sueño de horror.

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PRIMERA PARTE

Laurent, como lo llamé porque yo soy Laura, llegó cierto día a ser algo más que un proyecto de vida y luego se atrevió a nacer. Vio la primera luz en la impunidad de la hacienda adonde mi prima Eulalia, de largas trenzas rubias y cutis de flor de durazno, fue llevada a alumbrar discretamen­te como después supe que sucedía siempre en ios folletines de mi tía Encarnación. La niña volvió de allá medio a escon­didas y tan pálida como si el duraznero se hubiese desteñido con la lluvia. Pero según averigüé también años más tarde mediante unas cartas sobrevivientes en el gran mundo secre­to que era el corazón latidor de la hacienda, entre primera y cuarta gaveta de cierta cómoda antigua siempre con una imagen religiosa y una vela encendida encima, la Comadro­na Mágica de la ciudad en cuya casa se la depositara en ca­lidad de interna provisional, la tostó creo hoy que mediante agua de canela, algo así como tirando al color dejado por el remoto balneario donde los Cienfuegos, mis tíos, tenían una cabaña de piedra, y cuyo sol ella nunca había visto por­que una niña cuanto más pura más blanca, le recompuso a fino punto de guante lo que se había desgarrado de su ser, le masajeó el tierno vientre ultrajado por los nueve meses de tara. Y hasta no sé debido a qué embrujo en base a im­portantes palabras echadas a un cocimiento de hierbas por una colaboradora complementaria situada a medio camino en pleno campo, y llamada casualmente Flora Remedios, le hicieron olvidarlo todo antes dé la operación restauradora, el amor maldito de alguien, el lugar de la parición, el chico recién nacido. De modo que los cuidados de Madame fueron así como científicos sobre el cuerpo sin memoria de Eulalia conseguido empíricamente. . ’ . ,

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Mi tía Encarnación había mandado entonces su servi­dumbre completa a la célebre propiedad conocida como Las Nubes, especie de Lazareto de cuarentena que yo también probé un día mucho más allá del tiempo convencional, unos siete años. A mí no se me dieron más que razones obscuras. En cambio a esta gente que me precediera, luego de larga plática en las cocinas y cuyos alcances no pude captar, se les dijo que para descansar como Dios mandaba hacerlo. Poco después de quedar el terreno libre, llegaron de la ciu­dad unos forzudos para construir un cuarto de baño bajo tierra, cierto lugar que entonces se me tenía vedado y cono­cido por el terrorífico nombre de sótano. Sí, sótano, sím­bolo de negrura, de prohibición, de sabandijas traicioneras en una mente inmadura. Y cuando todo estuvo terminado, lo que se tradujo en un cese de golpes subterráneos, de ba­jadas y subidas de mi tía Encarnación, de miradas conjuntas hacia el techo de la enorme casa de dos plantas para ver si salía un misterioso humo, del retirarse de pronto aquellos hombres que por tantos días habían subido a la superficie a respirar, toser, secarse los sudores, comer, pedir agua, sucedió algo al parecer muy simple, la llegada de cierto coche tirado por caballos, de los de alquiler, con una mujer extraña para mis esquemas de humanidad llamada Refugio y portadora de un envoltorio. Sí, Refugio, pensé, sería el mismo sótano con otro nombre, o provocaba al menos idénticos escalofríos. Y a mí se me dejó ver aquello que traía porque yo era de los de cinco años y por lo tanto andaba en la frontera entre la fantasía y la idiotez, algo que hoy mismo procuro frecuentar porque es la más emocionan­te zona del mundo. Se trata de un muñeco, me dijo tía En­carnación, pero no sirve para jugar porque si cae al suelo y se rompe no se puede recomponer. Y dicho sea de paso el muñeco, aunque muy bonito, no me gustó mucho, más bien

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me infundió miedo. Parecía uno de los ángeles de la Capilla, pero sus grandes ojos verdes se movían, y aquello no le sen­taba a un ángel según mis juicios elementales. Luego tía En­carnación, que también me había recogido a m í por otras causas según vine a saberlo mediante el mismo y exhaustivo epistolario de la cómoda, desapareció de mi vista. Demoró como una hora en volver, y lo calculé por las veces que bajé y subí saltando la escalera de piedra que daba al jardían del fondo de la casa. Cuando aquella operación de niña solita­ria llegaba hasta la locura del vértigo era que había pasado una determinada medida, así al menos me lo decían, has saltado una hora por esos benditos escalones, basta ya, esto crispa los nervios. Ellos dividían el tiempo de acuerdo a un gran reloj de péndulo que dominaba la casa con lo que yo imaginaba ser su tos de viejo, y también por el carillón de la Capilla, traído por mis tíos o abuelos quién sabría de dónde y quizás para demostrar que todo se puede tener, hasta la condición de la santidad con horas propias. Pero aquello de no llorar, ya que el ángel parecía no saberlo hacer mientras estuvo a mi vista, fue como un anuncio, un toque de silencio hacia el futuro. Porque de pronto la tía Encarnación reapa­reció ante mí, me enjugó el sudor que había provocado la escalera, se puso el dedo índice sobre los labios y dijo como en lo que supe después sería una sesión de hipnotism o: Aquí no llegó ningún muñeco, tú lo has soñado, a veces les sucede eso a las niñas, voy a comprarte uno, el más hermoso que encuentre, para que duermas y despiertes con él en tu cama. Y la era del muñeco artificial se impuso pasionalmen­te. Pero yo usufructuaba de ríh rincón privado de la con­ciencia: el otro tenía ojos verdes, los de éste eran negros, detalle en que mi tía no reparase. Tampoco Eulalia, que volvió de sus andanzas transformada en una criatura nueva como una moneda recién acuñada, supo de mis problemas.

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Y menos aún los que retornaron del Lazareto verde de Las Nubes. Yo seguía saltando los escalones, sólo que con más cuidado, mi muñeco sucedáneo podía caérseme. El niño que nadie había visto, entretanto, era ya para m í lo que hoy es un mito, algo cuyas raíces se ignoran. El mito traspasa los siglos, cierto, ¿pero quién lo inventó, quién lo contó primero?

Así se prologa este extraño y tristísimo relato. Ayer asistí al funeral de un hombre joven, cinco años menor que yo que tengo treinta. He quedado sola en una casa demasía- do grande donde parecen escapar de la realidad más que los muebles de estilo, los cortinados, los cuadros, las alfombras y las porcelanas de subido valor, ciertas sombras supérstites que andan ayudándose unas a otras a contarse entre los vi­vos, los antiguos siervos de mi tía Encarnación, pero no los míos, pues es mi aliento el que respirarán mientras puedan hacerlo. El sacerdote que me oyó contar la historia, el padre Artemio, que era nuevo en el lugar y venía de una misión al otro lado del mundo, tuvo la inmensa bondad de no inte­rrumpirme, aunque en un principio le viera relampaguear cierta duda en sus ojos penetrantes sobre si sería mi lucidez o mi locura la que hablaba. Pero igualmente se encaminó hacia un estante con viejos libros de bautizos y buscó la fecha que yo le daba por aproximación. Pareció encontrar allí algo significativo y dijo: Puede ser éste por el madrinaz- go, Doña Refugio Robles, pero no lo cristianaron como Laurent según tú lo nombras, si fuera efniism o se llamaría Macario. Y añadió: del griego, Dichoso, domingo 15 de enero. Es claro, efectivamente verano en estas latitudes, estaba confundiendo el hemisferio. . .

Un silencio de piedra empezó entonces a plasmar entre el hombre de Dios y yo. El era una hesitación, yo la verdad recién descubierta: Macario, Laurent, dos y uno. Y

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la muerte tan sin doblez, el muchacho bello como un A do­nis que habíamos sepultado nosotros solos y nuestras almas, el cura y yo, porque el desbande en derredor era total. Eulalia casada al fin con todas las honras y fallecida en el primer parto legalmente registrado; mi tía Encarnación es­fumada en alguna nube al cumplir yo los veinte años y Laurent quince; la servidumbre fuera de uso como la misma muerte entretenida en el camino masticando despojos, el uno sordo, la otra con cataratas, el tercero acosado por reu­ma deformante. Y dentro de esos escombros la historia más siniestra, intensa y delicada que podré contar mientras viva, porque saldrá de mis entrañas sensibles que se dupli­caron, tendrá mi sangre y la de Laurent, mi vibración y la de Laurent, su voz asordinada y la de mis propios registros.Y la escalera de piedra, y la oquedad de un sótano. Y el recuerdo del Para Elisa en el piano de mi prima Eulalia, aquella música que era como el bostezo de las siestas y lo seguirá siendo mientras la oiga salir por la ventana de una casa cualquiera. Y los favores de una rejilla de ventilación que descubrí cierto día como otros el peso específico de los cuerpos, la gravedad, el Mar de la Tranquilidad de la Luna.Y algo más grande aún, el secreto de tía Encarnación y con el cual murió como debería ocurrir siempre para todos, cada cual a la tum ba con su dato desconocido. Ese dato que suele serlo para quien lo ha guardado, pero que no siempre le pertenecerá por completo ni siquiera tratándose del pro­pio Dios tan manejado en aquella casa, y a quien le habían descubierto, huroneando en sus cosas íntimas, cierto sépti­mo día de cansancio. %

Porque la verdad fue que en una de las tantas mañanas después de la llegada de la encomienda semoviente, yo escu­ché un ruido extraño en la puerta de hierro forjado que da­ba al fondo con árboles y una inmensa pajarera llena de

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huéspedes multicolores y sin reposo. Era aún muy temprano para que alguien se levantara, pues mi tía afirmaba haber sido agarrada por el insomnio y pedía silencio desde el ama­necer al mediodía: “Las horas que indicaré son mías en ex­clusividad, dijo una vez y para siempre, prohíbo desde maña­na se ande a ciegas y tumbos por la casa moviendo cacha­rros, triturando café, batiendo manteca. El Todopoderoso inventó la noche para dormir, a m í me la quitó desde que imaginé cómo habrían deslizado a mi esposo hacia el mar envuelto en aquella lona blanca con los pies hacia adelante como una proa, y Dios tenga en la gloria al Capitán André Belleau que será un adorno más para su cielo. De manera que hago noche de mi mañana, y eso es todo. Quienquiera que desobedezca no se pone contra mí, se junta con el diablo, el primero en rebelarse, y allá él. . .’’ La orden fue escrita en un gran papel de embalar y pegada en un mueble de la despensa hacia donde el trillo de los pasos era conti­nuo. Yo no sabía leer entonces, pero de allí mismo la resca­té años después como si la voz hubiera quedado adherida a la letra para siempre.

La gente gris de la cocina, el salón, los corredores, las alcobas del piso alto validó aquel mandamiento con carác- ter de irrevocable. Eulalia runruneaba en su cuarto de fino gato blanco entre las pieles de oso del mismo color que lo alfombraban, yo era parte de mi sueño pesado de los cinco años, y creo que hasta los habitantes de la pajarera compren­dieron también, pues nunca más los o í cantar sino cuando la vida había recomenzado ya en aquella bahía del silencio que pasó a ser la casa de tía Encarnación, tan bella de rostro como la imagen del camafeo con que cerraba sus cuellos emballenados, y que en un principio creí que portaba su retrato en piedra rosa y blanca, y al mismo tiempo tan seve­ra como el espíritu de la amenaza. Pero sucedió algo, ese

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pequeño incidente que rompe los esquemas más duros. Y eso fue que yo o í un día chirriar la puerta de hierro a pesar de todo. Apreté entonces el muñeco contra mi pecho, bajé a pie descalzo de la cama y miré hacia afuera entreabriendo la cortina sin mover demasiado los pliegues. Una especie de terror hacia lo insólito me había puesto en guardia. Aquel ruido a tempranas horas contradecía el sistema, era como el del rayo bajando de un cielo claro, un ladrido sin perro, una bofetada sin mano. Y yo estaba ya en completa conformi­dad con el nuevo orden establecido, y aún sin saber por qué entraba en el juego torpe del asentir de abajo a arriba, o sea desde mis pocos centímetros de altura a la cúspide de la pi­rámide donde reinaba, terminada en un rubio moño alto, la tía Encarnación. Hasta ese día, al menos, en que el ruido de los goznes resecos de la puerta rompió lo convenido. Y vi entonces a la mujer bajar por mi escalera con pasos cuidado­sos abrazada a un atado de trapos celestes como yo al mío. Y lo supe en seguida: era su propio muñeco, pero vivo, el ángel de ojos verdes que yo debía tener soñado, no haber visto nunca según su código. Cierta luminosidad difusa que luego de mucho vivir supe era la del alba, derramaba una es­pecie de vapor de leche entre los árboles. La tía Encarna­ción mecía entonces al niño entre sus brazos como si qui­siera ofrecérsela. Luego, y mientras mi corazón se iniciaba en un golpeteo como de maderas sonoras que hasta ese m o­mento no había sentido en mí, vi cómo empezó a colarse un haz débil de sol entre el follaje. Aquello, y recién ahora lo comprendo, tenía la misma oblicuidad del de la Anuncia­ción de Fray Angélico, era como una voluntad dirigida des­de el cielo hacia algo que está sucediendo en plena tierra, pero justamente a ese punto y no a otro, porque allí se halla lo que el sol ha visto, no lo que ven quienes miran al sol que es una operación sin importancia desde la pequeñez a la

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gran magnitud. Entonces la iluminada levantó el fardo ce­leste cuanto pudo y lo ofrendó. No supe qué significaba to­do aquello, no lo descifré hasta hoy que lo cuento: “Toma, eso es el sol que te robamos, te lo daré día a día en peque­ños pedazos de amor prohibido mientras viva. Y así como te alimentaré bajando al antro de ese sótano a media noche por la escalera de caracol disimulada en la leñera, de cada amanecer tendrás tu sol, tus árboles, tu rocío en ías hojas.Un día yo moriré y Dios sabrá de quien recoja todo para ofrecértelo. Mañana haré aceitar esa espantosa puerta. La chusma de las cocinas, tu inocente madre, la niña, el mundo entero deben ignorar que esto sucederá hasta el fin de mis latidos.”

Nunca más desperté a la salida del sol, pues la puerta fue indudablemente suavizada. Pero mientras viví incomu­nicada con el ángel de allá abajo, yo sabía lo que habría de suceder cada mañana sin poder participar en nada. A veces llovía sobre el jardín como ha ocurrido siempre. Y hoy no, le decía a mi muñeco obscuro, el de los ojos verdes que se mueven no sale, paciencia.

No sé cuánto tiempo transcurrió, quizás siete años más todos iguales el uno al otro, cuando un día, luego de saltar por la escalera como un demonio enloquecido que además estaba creciendo, di en descansar en el suelo. Me hallaba dibujando con una varilla de hierro sobre la grava removida cosas de afuera de mi ser y también de adentro, como si mis suburbios recién instaurados pugnaran por ha­cerse presentes, cuando de pronto acerté a mirar hacia la pared trasera de la casa. Y la vi, vi la rejilla de respiración del sótano, algo en lo que nunca había reparado. El material que la adhería estaba carcomido por el tiempo y la intempe­rie, eso era bien claro. Tomé entonces mi palanqueta, me hice sin saberlo la propuesta de alguien muy viejo en este

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mundo sobre puntos de apoyo y sus consecuencias, y la empecé a trabajar lenta, cuidadosamente, por sus cuatro lados. Hasta que de pronto cayó. Y era algo sin precedentes en mi corta docena de años lo que acababa de ocurrir: un soplo de encierro y eternidad salió de adentro del abismo, yo respiraba el aire que estaría exhalando el otro, y éramos entonces uno de cuatro pulmones, uno de dos cabezas, un ser de duplicación como dos estrellas que se ven tan juntas tal si fueran un modelo de réplica.

Por ese día entero y algunos más no volví al jardín, aunque tampoco absorbí nada venido de fuera de mí que era un continente completo. Me fastidiaban con mi maestra y sus aburridas clases, mi Para Elisa en el piano, un instru­mento de los de cola, tan grande que me hacía sentir como un ratón mordiendo teclas sólo por parecerse al queso. Y en­cima mi catequesis en la casa con olor a cera y santos viejos de la Capilla, y mi francés que era como la cereza abrillan­tada sobre el pastel de la educación de las niñas, según imá­genes de mi tía Encarnación. Parecía, pues, que todo lo que el ser oculto no estaba recibiendo tenía que asimilarlo yo, era una sustituía usurpadora, sacarían de mí un mono sabio mientras la ignorancia del ángel dorado fuese en aumento. Entre el uno y el otro lampo de raciocinio que me permitía aquella instrucción difusa, di entonces en calcular su edad, siete años si nos llevábamos cinco de diferencia. Y en ese punto de la más elemental matemática fue cuando empezó mi delirio de integración como algunos han soñado con mundos que no eran el nuestro incendiando bosques frente a inmensos espejos. Eso me lo había contado mi pobre maestra quizás para atraerme un poco viendo que me le iba de las manos. Pero yo quise saber algo más. Ella dudó y luego dijo: sucedió que efectivamente una especie de señal se reflejara en los espejos, pero el hombre. . . Era evidente

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que no quería continuar, cuando yo la sometí a apremio. El hombre se volvió loco, agregó a secas. Y empezó a desgranar de nuevo sus enseñanzas'tan pasadas de moda como sus ves­tidos. Aquello me llevó entonces a mis propios incendios, mis espejos, no importándome nada mi posible locura que sería lo de menos. Pero cómo hacerlo, con un sumergido en el fondo de la tierra si quizás no tuviera él espejo para con­testarme la señal que le envié aprovechando un rayo de sol, ese era mi problema. Bajé entonces cierta noche al jardín, puse el ojo en el agujero libre ya de la rejilla y vi la luz de unas velas, mas el silencio era total, el niño que no había llorado nunca tampoco reiría, y menos aún haría pregun- tas, aunque sin duda hablase con su abuela en un lenguaje transmitido entre el sol de hoy y el que saldrá mañana, entre las comidas, de noche a noche, los juguetes furtivos entrados con impunidad como el “corte” al pabellón de algún recluso con buena suerte. Y fue en uno de esos días de grandes inspiraciones, cada cual su día magno, que lo decidí, enseñar al preso a leer era la única forma de empe­zar a abrir la puerta. Tomé con ese fin un cartón de menor tamaño que el boquete y escribí sin más: Yo Laura, tú Laurent, dibujando un varón y una niña a cada lado de los nombres, él vestido con lo primero que se me ocurrió, un traje marinero, ella con las gruesas trenzas negras que la caracterizaban. Até el mensaje a la punta de un largo palo y lo bajé. Esperé suspendiendo el aliento como lo habría hecho el hombre de los espejos hasta que, al igual que cuan­do el pez ha mordido, vi que el palo se movía. Volví enton­ces a levantarlo y no estaba ya el cartón. Aquello fue una mezcla extraña de alegría y frustración, algo para descifrar sin más ayuda que un corazón decidido a todo, incluso a meterse él mismo por el agujero y decir aquí estoy, tómame, juega conmigo, devórame si ese es tu gusto. Cielos, pero si

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él no sabe lo que he escrito, voy a repetirlo en forma más simple, pensé sintiendo que aquel rayo de sol del lejano pasado venia en dirección a, mí, la nueva iluminada en el turbio asunto. Y empecé a sumergir sólo el Yo, tú con los dibujos, lo que también quedó debajo. Pero el bicho, el ángel, el niño o lo que aquello fuera únicamente engullía, no devolvía nada, tal vez, empecé a razonar, por falta de medios. Bajé entonces un lápiz y varios cartones en blanco junto con el Yo Laura tú Laurent de mi incipiente pedago­gía. Pero debí abandonar la operación, alguien me llamaba y el palo sin respuesta quedó por allí como una rueda al borde del camino, algo que siempre significará lo mismo en el lenguaje de los símbolos, fracaso.

Hasta que un día en que mi cartón se demoró más de lo habitual, di el tirón y vi que venía lo que quizás debiera ser un dibujo. Era el sol lleno de rayos, el espacio que dejan los chicos entre cielo y tierra marcado con dos lineas por no concebir aún el horizonte, y luego, con un pulso analfabeto que me llenó de espanto y misericordia, esto: Yo Laurent tú Laura. Los términos estaban invertidos, allí radicaba mi victoria. Hubiera corrido a los brazos de mi tía Encarnación ¿pero tendría ellas brazos para mí o éstos se le amputaban cada mañana luego de regresar del jardín con el nieto de las tinieblas?

Volví otro día con un gran papel doblado en cuartos donde había dibujado un sol elemental como el de Laurent y escribí con grandes caracteres: Sol que es Laurent. Y el papel vino a m í con algo increíble que por poco da conmigo en tierra echando a perder el inefable diálogo: Sol que es Laura Sol Laurent. El milagro había cuajado. Laurent era yo y yo Laurent, y ambos retornábamos al sol, reinventába- mos el mito de aquel sol que él había visto antes de que los pájaros cantaran por órdenes expresas de doña Encarnación,

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y el cual era siempre el mismo desde el origen de las creen­cias, aunque yo no lo supiera todavía. Porque el conoci­miento de todo parecía originarse así, servido a la supina ignorancia a la que llegará lo esencial disfrazado de inocencia.

Empecé entonces a divagar, a perder el apetito, a des­trozar el Para Elisa como un perro inmaduro jugando con las pantuflas del amo. Y mi mayor placer parecía ser ese, hacerle morisquetas a Beethoven, a sus famosas Elisas, sus Julietas y todo lo que me habían contado de tales mujeres, qué podrían importarme aquellas simples arvejas a mí que era el sol de Laurent. Lo atribuyeron a la edad del desarro­llo, y bendito desarrollo, pensaba yo, que servía para expli­carlo todo. Pero de allí no alcanzó a madurar más el conato de revolución de mi insignificante persona. Sólo que Lau­rent, bastante avisado ya, me devolvía siempre mí papel en el palo con lo que había pergeñado. Era una mezcla de es­critura ideográfica y alfabética increíble, ni en las tumbas antiguas podría encontrarse otra parecida.

Hasta que en cierta ocasión, luego de una fiebre que me tuvo una semana amarrada a la cama, llevé el asunto hacia las cumbres del eterno femenino y escribí sin ambages: Laura ama a Laurent. Esperé más de lo acostumbrado, pero al fin pareció abrirse el cíelo negro del sótano. Laurent ha­bría capturado la letra qu y el verbo ser en tercera persona mediante uno de mis mensajes, porque delineó esto despo­jado de todo signo de entonación, pero evidentemente pre­guntando: que es ama. Tampoco yo lo sabía. Arrancada de mi caso actual, aquel frenesí por el desdichado Laurent de allí abajo, sólo conocía el amor por los títulos grabados de los novelones de mi tía, también prohibidos como todo lo demás, La que pecó por amor, La prisionera del amor, El amor que voló sobre el mar, pero al menos las figuras.me sirvieron de algo, y se lo fui enseñando medíante dibujos de

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seres de nuestra edad, varón y niña, que se abrazaban y be­saban en forma especial y no como lo harían él y su púdica abuela. Yo había adquirido ya una cierta maestría en deli­near cosas, personas, y no por vocación innata alguna sino como instrumento para bajar al abismo. Y un día, a través de mis habilidades, supe que allá en lo hondo había una sed de extravasar lo 'comunicable, algo que existiría siempre mientras la hierba naciera de una semilla, los insectos se contactaran con sus antenas, aunque el estúpido hombre se empeñara en morir como mi tío, como quizás mis descono­cidos padres, rompiendo así una cadena que debería perma­necer entera. Porque Laurent, el Laurent de ocho tiernos años, mandó esto en el palo: Laurent que ama a Laura Soi.

Perdí ya todo control sobre mí. Arrojaba contra la pared tazas con el desayuno servido, rompía vidrios de ven­tanas, destripaba al viejo muñeco tan usado en sus épocas. Y como culminación de mi delirio destructivo abrí una ma­ñana la pajarera adonde, según lo había oído decir, convi­vían ejemplares de todas partes del mundo.

— i Fuera —se me oyó gritar sin dar crédito a lo que se veía— a volar todos sobre el mar como el amor de la novela, cada cual a aquel mundo de donde vino!

Algunos pájaros tomaron las de Villadiego como sí lo estuvieran esperando desde siempre, otros saltaban muy bajo sobre sus atrofiadas patas ensayando vuelos cortos. Pero estaban los que yo sabía que no harían nada con la libertad, pues los había visto perder los ojos en contiendas que se ignoraban o se simulaban ignorar en la vida de sus carceleros.

—Poseída por el demonio —dijo mi tía Encarnación con su voz grave, como sin nada ya que intentar frente a la diàspora multicolor— habría que exorcizarla.

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Estaba yo tratando de ayudar a los pobres ciegos lan­zándolos al aire con las manos una y otra vez mientras aprendieran como suplir ojos con alas, cuando escuché transmitir no sabía a quién, pero sí a alguien que estaba en lo alto, este mensaje obscuro: “Que sus estrellas de allá lejos la iluminen, yo aquí estoy demás, nuestro Dios se haga eargo de los pájaros antes que el Otro se los devore. Y en ese punto no me iba a ser posible abrir ninguna jaula más, siendo que mi propio mundo parecía estar cerrado hasta en aquello, la capacidad de algún entendido en la materia para sacarme el diablo del cuerpo. ¿Y quién sería el Otro?

Mi tía Encarnación empezó desde entonces a eludir- me. Yo seguiría mis rutinas, ella las suyas, y tal giro de las conductas no era nada bueno filtra quien como yo andaba embuchada con el gran secreto de su vida, de modo que resolví cambiar de estrategia, hacer lo mismo que algunos de los desgraciados pájaros que decidieran volver al jaulón co­mo pidiendo mil perdones por su aventura. Hasta que un día, hallándonos a solas y cuando ella creería ya en mi arre­pentimiento como efecto mágico de la difícil edad, le espeté mi profunda razón al régimen anterior de grito pelado y como si la suelta de los cautivos acabara de ocurrir en ese minuto: “ ¡Y que aquello de tantos años antes no era un muñeco m uerto, que iba a serlo, se trataba de un niño vivo, yo lo supe, lo adiviné por el color diferente de los ojos, y está escondido, y sé también por dónde se entra a su cueva y yo lo llamo Laurent porque soy Laura y él es nada más que mío, voy a tirar al aire lo que he descubierto, a la cara de mi maestra con sus incendios de bosques en los espejos, a Beethoven con las que sean, á la mujer del banco de piedra bajo los tilos que espera a no sé quién en el jardín del frente y él no vendrá porque se ha muerto de viejo, a la gente de la Capilla en la misa mayor del domingo y hasta a la Virgen

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que sale del vidrio como si viniera del cielo, ella también tuvo un niño, lo sé por el Catecismo!” Y acto continuo caí al suelo como fulminada por mi arrojo o por la expul­sión del aliento que había guardado vociferando sin respirar.

Se decidió entonces llevarme a Las Nubes por acuerdo con el doctor que me sacara del desmayo a fuerza de sales y cachetes, aunque seguro que sin transmitírsele lo principal, el manifiesto de mi rebelión. Y yo obedecí nuevamente co­mo en aquel trance hipnótico del cambio de muñecos. El Lazareto verde era entonces para mí, no quedaría nadie sin probarlo. Mi Laurent caería enfermo, quizás, esperando las cartas que dejaran de llegar o desenredando luego de por sí la madeja del alfabeto en algunas marcas del vino cuyas botellas quedarían aún allí como santas envueltas en capas viejas. Solamente que para él no contó tal hacienda: mi tía Encarnación habrá hecho de médico honoris causa y el chi­co que no había nacido nunca y tampoco llorado se quedó solo.

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Yo estaba menos sola en cuanto a la indiferenciada gente de color humo con quien compartiría la vida en lo que empecé a o ír llamar como la Casa Grande, aludiendo a que las había chicas diseminadas a lo lejos. La casona de veinte habitaciones distribuidas en una planta rectangular con el gran espacio emparrado en el centro, el aljibe revestido de azulejos sobre un piso de baldosas fojas era algo como para incrustarse con trazos definitivos en la memoria de los ojos.

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Por las mirillas enrejadas del enorme portón de madera se dominaba el campo salpicado con aquellos pequeños refu­gios de los peones, ni siquiera en la categoría de cabañas, más bien como su idea en mínima escala. Y sumado a esa irrealidad de lo real, el ganado que me enviaba sus mugidos o su incesante balar desde lejos sin saberse qué diría cada animal o su conjunto en aquel lamento cifrado, la lluvia y el viento sobre los tejados que Laurent nunca conocería como transmisores del ruido, un árbol gigantesco de cin­cuenta metros de altura con brazos abiertos en varios planos horizontales al que oía llamar como araucaria y que pare­cía también simbolizar algo: mediante ese solo ejemplar en el yermo, su plantador habría cumplido una obligación con el reino verde. Y también fue una experiencia entre dos aguas la misma muerte que se me presentó por pri­mera vez, no sabiendo yo si era algo de recibir o rechazar, pero indudablemente destinada a coagular en los recuerdos. Traían atravesado sobre su caballo el cuerpo fláccido de un peón muerto a coces en uno de los potreros, y sus brazos colgaban moviéndose al paso del animal con las manos abier­tas y los dedos casi a la rastra como queriendo escribir algo de su misterio en el suelo. Era mi primer muerto, o tal vez la vanguardia de ese escuadrón enlutado que nos invadirá luego en el vivir y al que no vemos precisamente por eso, la sombra con que se confunde. Pero todo aquello, el hom­bre de la mirada fija y el cuerpo amoratado, un grito de mujer, la expulsión al día siguiente de los registros activos hacia el pequeño hoyo en que lo dejamos, pasó como un sueño. Lo cubrieron con tierra, echaron unas oraciones y pareció al regreso que nunca hubiera sucedido nada. Luego, mucho tiempo después, supe por qué no era tierra sino are­na lo que yo y no ellos había visto. Arena, un mar de arena, y el viento cálido borrando toda huella de que allí iba a

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haber en adelante sólo un cuerpo hecho harapos que yo misma entré a olvidar.

Parecía que hiciera miles de años que el hombre aquel se hallaba sepultado en mis desiertos interiores, cuando algo llamado deseo, aunque aún sin nombre para mí, empezó a rondarme como un ladrón que primeramente explora a dis­tancia, luego se abalanza. Veía a los sementales aparearse sin ninguna prohibición, o mejor con un beneplácito gene­ral, ciertas veces a los mismos hombres voltear a las mujeres junto a los cobertizos de esquilar, ordeñar u otras faenas, mientras el mundo pegaba el ojo en su siesta. Pero yo era la ignorada en el asunto del amor o lo que aquello fuera. Desde los trece años hasta que alguien dijera basta iría a personi­ficar la intocable sobrina de Doña Encarna, como rebajaban de nombre a mi tía sin quitarse el sucio sombrero, al menos mientras no estuviera presente la mujer de hierro llamada Refugio como hubiera podido decírsele Ojos y Oídos del Rey por mejor nombre. Pero algo tendría que suceder a mi favor entre tanta desgracia. Y es claro que otro piano des­tinado a Eulalia durante su clandestina operación de cam­biar de tamaño como la luna cuando va a llena se me hizo presente con sólo levantar un mantón de los originarios de Manila que lo cubría. Y allí encontré a Mozart abierto en una de sus Sonatas tal cual quise creerlo para mi obsequio, aunque de seguro habrían sido ciertos dolores de mi prima los que impulsaron a abandonarlo todo de golpe. Por al­gún tiempo luché sola con aquel Wolfgang Amadeus,^ pero qué difícil cazar al ave perdiéndose en el bosque. Y máxime cuando se apareció una parte de^ni ser que ni siquiera Mo­zart comprendería, unas flautas de lejanísimas modulacio­nes, principalmente en los adagios, con las que yo silbaba por lo bajo, o que quizás algo o alguien me metía en la oreja para que lás repitiera. Aunque ciertas noches de ininte-

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rrumpida convivencia, Mozart y mis flautas tuvieran sin em­bargo que cortar el diálogo, pues se organizaban estruendo­sos bailes allá afuera que juntaban gente desde los puestos más próximos a los más alejados. Refugio, quizás de la edad deí planeta, no comparecía, pero entraba de tanto en tanto a mi habitación a constatar que no había escapado por las ventanas violentando los barrotes que hicieran colocar a mi llegada o traspasado las paredes mediante algún poder oculto. Yo oía los acordeones incitando las caderas a moverse, las guitarras acompañando, persiguiendo, y a ve­ces quedando solas en una especie de reto a la armonía y todo eso me era negado, no podía repetirse conmigo lo sucedido a la niña Eulalia precisamente en unas vacaciones pasadas allí según lo supe después, aquello era un capítulo imborrable en la novela de Las Nubes. Y en mi desamparo de toda compañía sucedió precisamente lo que se me tenía prohibido, sentir mi cuerpo como algo que me pertenecía y cuyas vibraciones se iban a producir a mi abosluto antojo. Fero había adquirido un aire de espectro triste, los pocos espejos de la casa me devolvían una imagen cada vez más extraña, desde el color de mi piel al pelo negro que no condecía con el de mi prima Eulalia, y del que el Sol de Laurent se burlaría desde sus altas fogatas. ¿Quién era yo al fin, un ser humano real, un enigma? Estaba en esa opera­ción de esclarecer el acertijo, cuando en uno de los tantos días de aburrimiento di en descubrir el mueble donde se guardaban las cartas de la familia en un orden de archivo muy rudimentario, el de llegada, fueran de quien fueran Refugio era por entonces su conservadora de turno pues los habría anteriores: leía poniéndose un par de anteojos sobre otro, daba a conocer lo comunicable sentándose junto al aljibe de azulejos en el patio emparrado que ofi­ciaba de anfiteatro personal, se reservaba el meollo secreto

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y asunto concluido al ingresar los menudos chismes o los grandes aconteceres a la gaveta epistolario que les corres­pondía de acuerdo a la época. Mas al parecer yo iba a inau­gurar otra Refugio más sistemática o con una misión más compleja, engastar cada noticia en el contexto, vaciar aquel depósito de años encontrándole un sentido unitario. Y eso fue cuando supe que el horror se había acumulado allí como en una cueva de alimañas, pero con la virtud de la coherencia para quien la supiera descubrir. Dejé entonces en las gavetas antiguas lo que debía descansar en paz pese a todo, padres, abuelos, vecinos con los mismos lazos de parentesco, que habían vivido en un continuo sobresalto según lo que allí se leía: “Sí, asesinó por cuestiones de intereses, quedarse él solo con las tierras, y no a causa de la “fatal” mujer como luego se dejaron las cosas en la pi­rateada hacienda Los Recuerdos. Y . eso relacionándolo todo con nuestra peona R.R. que no advirtió el haber sido utilizada mediante su embarazo a fin de decorar el crimen con un romance. Aunque para R.R., dueña de su cara y su figura, encontrar quien la cortejara así fuera por razones estratégicas debió ser como recibir la orden real de Victoria, e imagina al bebé con la cinta de ribetes rojo, blanco y rojo en la cofia colocado como espantajo, te estoy oyendo reír a carcajadas desde tan lejos . : .” “Y corren de nuevo rumores de guerra civil, ya sabes lo que es eso, entran al saqueo como nosotros en la anterior, de modo que si puedes hacerlo a medianoche entierra aquellas vasijas con monedas de oro al pie de las higueras rojas de tuna brava adonde ni siquiera los perros se acercan por sus cosas. . “Y luego de la sequía que diezmó el ganado, tam ­bién vivíamos como ustedes ahora con la escopeta al hom­bro en lucha con los cuervos que oscurecían el cielo, sólo que en nuestro caso llegaron al fin a ponerse tan gordos que

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ya no podían volar y se nos ofrecían a ras de tierra ™eIves con <1™ esa centella entró como una serpiente

por la ventana del granero y lo quemó todo. Pues a levan­tar otro granero en el lugar y sobre las ruinas, basta va de trenos de Jeremías, dos veces una centella no hace lo mis­mo ,ra por otras cosas diferentes. . Yo espumaba aquel riso infernal con pánico y al mismo tiempo una sensación

de esplendor, pues las cartas fechadas como correspondía inauguraban series, y esos conglomerados a veces se inte­rrumpían abruptamente o se entrecruzaban con otros he­chos no menos sugerentes, casi todos con referencia a Las Nubes y a cierta hacienda lindera Los Recuerdos, al parecer ambas rivales no alcanzaba a entender yo por qué si eran equivalentes en desastres, crimen en la una, centella incen­diaria en la otra, pero las dos adornadas con aquellos nom­bres tan poéticos como quien cubriera pantanos con bañps

ambrosía. Y alia ustedes, pobres muertos sin esperanza, dije un día emparejando los montones de modo que no se advirtiera mi mano sacrilega. Y volví a empezar donde con­taba por primera vez la firma ensortijada de Encarnación que parecía iniciar el nuevo ciclo de los dramas. Regresaba de sui vi aje de bodas por Europa, pero con un bello marido que demostraba querer más a sus amigos que a ella, princi­palmente si eran franceses como él y ni decir que marinos y subrayaba las tres palabras claves, lo que ni ai confesor se lo d ina por mas asegurada que estuviera la operación de volcar el alma ante el Espíritu Santo. “Y olvídalo, Refugio olvida lo que te he dicho, sólo buscaba desahogarme llega' un momento en que morder |a almohada puede acabar con nuestros anacarados dientes. .

No quise seguir leyendo dado lo obscuro que aquello me resultaba cuando lo que yo pretendía investigar eran materiales transparentes que me llevaran a mí misma. Hasta

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que fechada unos meses después, y comenzando por un {Mi­lagro! escrito en grandes caracteres y adornado con unas abundantes inflorescencias en racimo color liíáceo, se anun­ciaba el nacimiento de Eulalia: MY como milagro la quiero para la Virgen Santísima, “Dulce habla”, del griego, me dijo el sacerdote. Día 12 de febrero. Y porque ya la he ofrecido a nuestro Señor en calidad de esposa, ese deberá ser su esta­do permanente, el de gracia. Yo había leído el nombre en una novela por entregas, y nunca imaginé que ese mismo saldría de mis entrañas atado al cuello de una niña. El día que reciba la alianza que le corresponde por derecho mila­groso será, pues, el de mi mayor regocijo. Vi en Avila el de­do momificado de Santa Teresa con el anillo. Y no imaginas, Refugio, lo que eso significó para mí cuando aún ni soñaba con Eulalia: más importante que las murallas de la antigua ciudad, más que los cañones de Napoleón era un dedo con el anillo de las bodas sagradas. Y lo qüe pienso hacer lo juro por mi nombre. Los nombres que llevamos, al menos tú y yo, Refugio, no caen al azar o son elegidos por capricho, vienen a nosotros por un designio superior, traemos el nom­bre y alguien de este mundo nos lo adjudica en el bautis­mo. . . Encarnación.”

Imaginé a la administradora vitalicia leyéndole a su gente la carta entera como habría omitido la de los amigos franceses. Y también las que se acumulaban luego dando cuenta de las genialidades de la niña, que por supuesto no pasaban de gatear, comer, eructar, desasimilar, echar dien­tes. El historial con olor a leche cuajada y otros efectos apuntaba a no terminarse nunca, otando ai llegar a la adoles­cencia la del habla dulce pareció haber sido agarrada por el trueno. “No la vigilaste, Refugio, nadie ahí supo lo que significaba guardar una virgen. Era mi niña sin malicia, sin recelos, ni ella misma sabe cómo sucedió. La interrogo,

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me mira con sus grandes ojos, azules y no me .entiende. En cuanto el embarazo llegue a lo ostensible» yo en persona la llevaré a Las Nubes. Pero cuidado conmigo, soy la fiera a la que le han arrebatado la inocencia del cachorro, y voy a cultivar mi sed de destruir hasta lo que, pareciendo invulne­rable, me salga al paso, . La carta culminaba en tono ma­yor de melodrama y luego era sepultada por otras» quizás decenas, separadas del resto de la correspondencia medían­te una atadura celeste. Alguien había nacido y era varón, mi querido Laurent. Pero en el intermedio estaba yo, Laura, te había precedido en cinco años, aunque con pocas ampu­losidades en materia postal. Mi madre y mi padre muertos en un famoso naufragio, y yo arrojada a un bote salvavidas como una botella al mar: “La niña es una belleza, pero de otro tipo que Eulalia, con la piel algo olivácea como "habrá sido la de su padre, mira qüé lugar de buscarse un marido mi difunta hermana, el lomo de un camello, .

Y todo eso no lo entendí, o no quise entenderlo: camellos, naufragios, botes, cuántas complicaciones con­migo, podía sin duda enloquecer como aquel hombre de los espejos, la señal que a él le enviaran por sus bosques quemados no tendría entonces caso alguno. Pero con la diferencia de que yo debería continuar estando lúcida, me había sumergido en el mar de las revelaciones y era pre­ciso salir a flote una segunda vez. Y quién sabría cuántas a lo largo de una vida que quizás terminara conmigo en el cajón de la cómoda, y con qué rótulo desconocido.

Hasta que luego de muchos acuses de recibo del di­nero producido mediante el sudor de los esclavos de doña Encarnación,' y que yo pasaba por alto como , esas páginas descriptivas de las novelas cargosas que se demoran en reto­mar el argumento, vi una carta escrita al parecer con pulso débil y que me dejó sin respiro. Un hombre joven» .pues

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daba su edad entre otros datos, se hacía responsable ante mi tía Encarnación, que como siempre tomó a Refugio de depositaría, del suceso de Eulalia: “Acaba de morir mi padre, estoy muy enfermo, soy inmensamente rico en tie­rras y dinero y he pensado en casarme con su hija Eulalia. Fui yo quien la ayudó a saltar por la ventana la noche de aquel baile. Luego supe todo lo demás y su recuerdo no se me borra de la mente. Quiero, por lo tanto, que ella y mi hijo sean quienes lo reciban todo. Si al llegar aquí con lo tradicional y más honesto, sacerdote y juez, yo estuviera agonizando, le ruego, doña Encarnación, mostrar esta carta, y que el matrimonio se realice con las seguridades de mi expresa voluntad y mi perfecto estado mental en el momento de escribirla.”

Firmaba ya débilmente, y por un fugaz momento pude ver la segunda cara de la muerte. El hombre coceado en los potreros y luego sepultado en mi mar de arena apare­cía sorprendido, éste esperaba cortésmente la visita y hasta quería invitarla a sus bodas. Tendría, quizás, los mismos ojos que el niño llegado al jardín aquella mañana, luego también me pertenecía, si era cierto, si no se trataba de un bello sueño que Laurent y yo formábamos uno tal lo había descubierto en lejanos días. Como entonces tuve el impulso de arrojar la carta a los aires, ir hacia las encrucijadas donde Refugio gastaba sus horas y preguntarle qué había sucedido, si el raro casamiento estaba consumado, y qué del Laurent de Laura. Pero de pronto no fue arena lo que vi, sino una viejísima meseta de piedra, y de allí pareció descender a m í la cordura, una abuela de miles** de años enseñándome a hilar el copo sin romper el cáñamo. Y fui entonces por el resto. Debajo de la carta del moribundo, y con la letra llena de recovecos de mi tía, figuraba este post-scriptum: “Refu­gio, si Dios me llevara esta noche o cualquier día antes que

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a ese malvado, te ordeno no mostrar esta carta a nadie. No vendo mi hija- Eulalia a ningún canalla por más arrepentido que esté. El tiene su voluntad, llevarse una niña vuelta a la virginidad como tú sabes por las habilidades de Madáme que la ha cosido, teñido, masajeado, y por los yuyos mági­cos de la vieja Flora Remedios que me la desmemorió antes sobre lo ocurrido. Pero yo también tengo mi propia volun­tad, destruir a ese joven heredero así sea después’ de su muerte. Sé, como tú, que la mentada fortuna se amasó fuera de la ley por su padre y su abuelo, del que no quiero pensar qué recuerdos guardarás porque todo lo que me llegó de oídas tú lo viviste de hecho. Pero, como nuestras haciendas son vecinas poseo mis recursos para unirlas si el plan que he ideado sigue adelante. En cuanto termíne unos trabajos que debo realizar aquí iniciaré juicio de enajena­ción, pues en algunas cosas soy del Antiguo Testamento, ojo por ojo, diente por diente, palabra de Encamación/’

El qué sería aquello tan lleno de posibilidades llamado Antiguo Testamento que iba a aumentar los bienes de mi tía cambiando dientes y ojos, aún me era ajeno. Estuve varios días pensándolo, aunque imposible preguntarlo a nadie, y menos aún a Refugio que descubriría así mi viola­ción. de las cartas. Pero la próxima que leí en otra tanda espaciada, ya que debía tomar precauciones, borró el miste­rio por superposición de nuevas noticias más sugerentes, y que me retornaron a mí pasado ya remoto, la presencia de unos hombres desconocidos que yo recordaba como en otra vida:

“ Ya he traído de la Capital, donde de paso inicié el pleito, mano de obra especializada y materiales de primera calidad. Necesito construir un nuevo cuarto de baño y un rincón de fuego y no me preguntes por qué, sólo imagínalo, pero lo quiero todo como para un rey. Encontré unos catá-

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logos enviados de la ciudad donde se ofrecían importar de Francia no sjplo frentes de hogares de porcelana, sino tam­bién ciertos artefactos que yo había visto allá en París, semejantes a la manufactura de Sèvres con flores y pájaros de gran colorido. Y ya me llegó todo, pues metí prisa a la gente de acá y hasta al mismo Capitán de! barco mercante que, como buen francés, había intimado con mí marido vaya a saberse cuándo y cómo. Junto con este Correo te mando, pues, a mi servidumbre completa a fin de que no interfiera en el asunto. Les dije que hasta Dios había des­cansado el séptimo día después de tantos y diferentes tra­bajos, grandes y chicos. Y como yo era así de fuerte tal el mismo Dios y podría hacer mis vacaciones cuando murie­ra, algo que no le estará permitido nunca al Creador, queda­ron muy conformes con las suyas, de modo que te pido no realicen ahí faenas de las pesadas. Pero tampoco permitas el mucho hacerse servir, ya que esta gente sin cerebro cuando agarra las mañas de la holganza no las suelta más. Mándame, sí, bastante piedra de cal viva, lo que tengo que pintar de blanco es muy grande, tanto como mí padre y el padre de mi padre tuvieran de memoria para recordar el nombre de los vinos de reserva que aún quedan. En cuanto te lo avíse me regresarás a mis criados y muy discretamente toda la ro­pa celeste que' ahí quedó. El niño vendrá después a solas contigo en propias manos. No lo subas en el portón del cas­co para que el cochero no desconfíe, más bien en algún puesto cercano como una buena madrina. Pero recomién­dale, cuando llegue el caso, que los caballos mantengan trote moderado y uniforme, que^el vado aquel tan traicione­ro sea cruzado con buen tiento, trae alimento suficiente pa­ra la criatura en el camino, manteniendo esa leche entre vellones que son lo que sobra ahí a fin de que no se enfríe, pero descubriéndola un poco antes para que tampoco esté

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demasiado caliente, y en ese caso dejas caer unas gotas so­bre tu mano, no la pruebes con tus labios en las botellas y hazme el favor de no ofenderte por esto. Y si el cochero te pregunta algo dile aquello de “Averigüelo, Vargas” con que acostumbro a responder a los de abajo. Cuando me lo avises, yo estaré sola en el jardín frontal sentada en el ban­co de piedra junto a aquella mujer de mármol acodada en el respaldo, y así seremos dos las impenitentes. Es decir no tan sola, sino con la niña que es una inocente y además medio tonta, pues a Eulalia todavía la tiene como pupila en su casa la comadrona, vuelta a su estado original y sin memoria de nada, según me ha dicho, ni siquiera de las siete notas de la escala musical, mira qué maravilla cuando ya iba en Mozart. Y a Doña Flora, por tal proeza, dale algún caballo de monta aunque sea bichoco, porque al regalado no se le mira colmillo, la cosa es salir en ancas de algo a la busca de sus hierbajos lombrigueros, no necesita ni un padre ni un encelador. Puede ser también una vaca de las de orde­ño, lo que ella elija, o ambos animales si se muestra indecisa. Por su obra y su silencio, dile. Y enséñale también a ella lo del “Averigüelo” si alguien la apura sobre el origen de los obsequios: yo siembro esa frase, sirve para poner punto fi­nal, será mi herencia en esta tierra como Isabel la Católica dejara, además, un nuevo mundo. Y cuando Eulalia vuelva de la Capital todo estará en orden: pureza recuperada, tra­bajos terminados, niño en su lugar, pleito en marcha, la vieja Remedios dueña de lo que jamás había soñado poseer riendo de contento con su boca desdentada. Por todo eso hoy me hallo de buen humor y te escribo largo. ¿Pero sabes cómo masticará y luego tragará tanta desastrada gente que por boca tiene un simple agujero? Ya ves, mi mente no des­cansará hasta que Dios me llame a su bienaventurado seno. Por ahora gracias, Refugio. Encarnación.”

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Quedé algo fatigada y confusa con tal retahila de re­velaciones, recomendaciones, detalles increíbles sobre todas lás pequeñas y grandes cosas que podía albergar un ser hu­mano bajo la engañosa piel sonrosada y tersa que como en este caso lo recubría. Pero mientras aquella mujer hablaba de su mente como algo sin reposo, la mía fue proyectada en un largo envión retroactivo que cambió tiempos, rostros, panoramas, como si el mundo se recreara bajo un acto de magia. El muñeco de ojos verdes relucía al sol cuando nos levantamos del banco de la alameda frontal para recibirlo. Mi vida, entretanto, empezaba a transitar ese recodo que precede al destino, pero yo no lo sabía, eso era, y ahora lo comprendo, el mejor don recibido, la ignorancia de lo que vendrá, aunque los que lo tiénen por la contraria también disfruten de un privilegio. Y quizás debido a ambas cosas, el no poseer el futuro y el querer apresarlo, yo seguía hur­gando en las cartas. Algo que vi entonces no era tal, sino una cartulina de lujo doblada al medio y con dos palomas besándose, especie de símbolo cursi del casamiento de Eulalia. En el resto en blanco, escrita como siempre con caracteres de caracolillo, esta posdata de mi tía : “La caso con un pobre diablo que conoció en la Capilla, y mirada tras mirada, porque no se les pueden vendar los ojos a las criaturas, dicen que se enamoraron. Y ya no el tal Vargas de mis dichos, sino yo misma, averigüé que es un plebeyo de origen, ni sombra de pergaminos. Pero estoy con tem or de que ella descubra lo del niño si permanece en esta casa. Lo saco de mañana al jardín del fondo a tom ar el sol y hacer su gimnasia diaria. Y cierta vez con qué me encuen­tro: Eulalia en la cocina bebiendo un vaso de agua cuando no haría ni cinco minutos que yo había vuelto al chico a su lugar. ¿Te das cuenta del horror, imaginas lo que ocurriría si el efecto de los yuyos de aquella bruja hubiera cesado?

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> *'1 caita y caita no contenía variacio-i ,* , ' o n i, morían, se emparejaban a fin de

lo, A veces, por toda novedad, me 'i , n ví reo »s de la Capital o de Europa parai ' n - > > f m* *s. Yo los hojeaba a desgano, pero

yor que la sobrina de Doña Encarna- : lucir con. decoro» Y entonces mar- a conveniente pata los cambios de

• • k -r i ,, i (.«'•<» mando las prendas con ocasiones » - specie de reclusa a régimen excep-

m ! ’ >>* t , ' fuya ropa hubiera podido ser el tmi-(m ’ ^ > J , P ao os íncipalmente aquellos catálogos me

,da estación, mientras el tiempo era , Y \ >t y ” , f no vuelve. Aunque quizás hubiera i-.í ‘ Y1 • ' n i ios equipos ele montar, y no sólo por

> de los mismos en cuanto aprendas, , 1 1 »< » i i" 1 ' '-frailo significara para m í corno regalo

sabía qué en recuerdos'nómades de y , M . i . ;n ivnfY nnuca' dejar de sentir al aban- Y> ' ' > . ! , hcAm o me había adjudicado co-,ii ¡-i- i / > .Y v de humanidad con aparien­

cia de hombre, pero n v «w, atiplada y su absoluto desin­terés en mi persona íj ebeían todo, sin que aún me fueraposible comprenderlo. Mandarme-de cabalgata junto al ina­tacable juvenció, que como la misma Refugio parecía na­cido con el nombre puesto, ya que año a año nada se pro­ducía como fenómeno visible en su ser, no hubiera sido sino un rasgo más de mis extraños celadores. Pero ocurría que mientras él retrogradaba o se detenía yo toda entera crecía, llegando a sobreverterme de dentro a fuera en una forma

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que jamás percibió, o quizás y únicamente una vez, el tramo de mi vida que se llamará para siempre el de las moras. Por­que la verdad es que los'morales ab u n d ab a * ^ P‘in,s pn cierto lugar muy especia!, y el salvaje saboi pequeños frutos, así como el, color -que ésta marca de un pecado, constituían mí so videsobediencia al régimen férreo d h . t .a » ’ ' 'la hacienda, eran la oportunidad d t ¡ ' m * ¿ m > « v las'dem is cosas debían responda , \ . , r t<Por allí hay muchas, dije entono . v». un .< 1 J * H*alcanzarás, eso si lo puedes. Esp k . U' m > , u ndesmonté y me extendí sobre elción con las plantas que-ardían a! ">1 m . a » v 1 1vino.' Pero de qué color creerá juvt n» > *> . , 1 ‘ ala blusa, di en preguntarme. sin f i’> ' v < rt * r u 'piense que mí cara miente, que soy blanco, v -......................la insulsa Eulalia, pero eso- no es así, estoy hhaceite de oliva de arriba a-abajo, y airee1 1 0 hay rosas, sino inoras . jbvrT'bo 1! w - v >pensamiento, sudoroso, uc ’ja.,1 * >< * 1 1 • > -blusa y mí corpiño, tráem m raquí. El se quedó -un in íu io -'jí 1 . 1 • >« > p - .que mi perversidad supo ido..ta. ¡ ' o. « *1 1 * u 1 *concreto, y lo vi luego eia vivir al margen de la 1

primem dH pamb-n, no siendo iu m un...................... , mpues¡. ,1 sumos ei> w j >í ; la navaja que En ia~bría . I r - T u b i oto , v , , m n ilí^ misteriosas cartas, la de losamigos franceses y ?» ¡ - 'diagro eulálico. Al fin yo term i­naba de saberlo to 1 » u, »'gen de-la d • I >'• *Era coa m j. - 1 t v una puerta tras o tra en el largo pasaje » llevara a un absoluto esdareci-iniento b. i d 1 r z meridiana, aunque por fortuna

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nunca me pregunté entonces cuál sería la última claridad, quién tendría ia llave. Pero hay cosas que suelen adquirir el sabor del momento en que fueron reveladas y para mí el de las moras corrió parejo desde allá con la zona intermedia donde los Juvencios practican su extraño juego de equili­brismo. Sólo que por el momento no habría otras experien­cias más que leer cartas hurtadas, montar a caballo, atibo­rrarse de moras. Y observar que Juvencio decidiera en ade­lante mirar hacia otro lado cuando la señorita Laura sacaba su pañuelo. Luego, y mientras yo saboreaba las frutas siem­pre con mi desnudo seno al sol, su especie de rito era desen­sillar y empezar a cepillar los caballos que me regaban con la lluvia de saliva y mucus de sus resuellos. El animál que le habían adjudicado a él era negro y llevaba el obvio y pobre nombre de Azabache. El mío, del que oía decir que era entero, de pura sangre árabe, totalmente blanco, aún an­daba innominado, porque quién sabría bautizar a un ca­ballo sin ofenderlo, ese era mi problema. Pasaba por allí cerca un hilo de agua entre piedras y se oía el cántico per­manente del choque. Yo hubiera querido ir rodando hasta su corriente, soñaba a veces con que Juvencio me empujara haciendo girar sobre el eje mi cuerpo caído. Pero el segundo paso luego del cepillado consistía en llevar los animales a beber. La señorita Laura esperaba entonces el regreso de la nada. Todo en buen orden, Refugio, mi pecho cubierto de nuevo, la infaltable carrera midiendo las cabezas, los medios cuerpos, los caballos de cabo a rabo y en la que no se sabría debido a qué era yo siempre la ganadora, quizás porque lle­vándome adelante mi guardián estaría seguro de que no to ­mara un atajo desapareciendo para siempre. Y íhala, Borah! dije cierto día al influjo de una voz interior, riendo porque las moras, el arroyo, el sol, habían bastado para embriagar a la extraña sobrina de Doña Encarnación que regresaba de

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su cabalgata con las manos vacías, aunque manchadas de sangre color borra de vino, el sombrero sin usar a la espalda y el complejo peinado hecho a diario por una mujer de la casa transformado en un magnífico enredo.

—¿Y por qué y desde cuándo, señorita Laura, se llama algo así como Bora su caballo? —preguntó esa vez Juvencio sin acertar en lo que debía hacer con las riendas luego de desmontar en medio del infierno de ladridos que nos recibía en las caballerizas.

Ni yo misma sabía que lo nombrara así, pero de pron­to, y desde el fondo de mi ser, salió una razón revuelta, turbia y desorejada como ha de ser la de un presidiario con alucinaciones que no puede explicar :

—Ah, sí, Borah, pero terminado en h, ló o í y lo vi es­crito por los aires durante la carrera. ¿Y sabes lo que me de­cía la voz? No te dejes ganar por el cristiano, remátale a su bestia negra. Borah es la mitad caballo y la mitad mujer, y como yo no proyecta sombra al andar al sol, destruye al enemigo color azabache, hazle correr la sangre que le es grata a las dos mitades de la luna. . .

Reí al final del discurso, esta vez sí que como una po­seída tal lo dicho por tía Encarnación el día de la suelta de los pájaros, mi cabeza daba vueltas, y me pareció que hasta los perros veían espantos y enmudecían cuando Juvencio empezó a besar algo que sacó de un colgajo entre pecho y camisa. Por lo visto él tendría también cosas para mostrar en ese sitio, cierta pequeña cruz ordinaria, pero qué más daba, su devoción ponía al medio hombre en grande por primera vez, o al menos así lo aparentaba. Sólo el caballo negro y el blanco permanecían fuera de la cuestión con sus hermosos ojos ácueos llenos de misterio esperando quizás que las dos mitades de la luna se unieran de nuevo como luego supe que habría sucedido.

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Hasta que en una fecha cualquiera de esas que tanto contienen sin que uno lo alcance a presentir mediante algu­na señal, llegó una carta que Refugio no nos leyó desde aquella especie de silla curul pero de materiales bastardos y algo coja. Lo hizo a solas sonriendo de tanto en tanto, porque aunque no lo pareciera ella también había heredado ese don de la especie, la llevó luego al urnario postal hacia donde me arreglé para seguirla, la alisó con la mano y la dejó allí creyendo que a buen recaudo. Y la noche de ese día signado por una gran tormenta de truenos sordos ima­giné lo que sería el fenómeno tan especial llamado sonam­bulismo, y del cual me había hablado una criada parlanchí­na que parecía saberlo todo. Porque con los brazos estirados hacia adelante a fin de no chocar contra ningún obstáculo, y haciéndome así camino de habitación en habitación, lle­gué a aquélla donde parecía fosforecer la cómoda siempre con su imagen religiosa alumbrada por una vela. “Y toda vela encendida atrae a un ánima, me había dicho la mujer, de modo que a las iglesias entran como moscas” , abrí con cuidado de no ahuyentarlas del cajón, saqué el último de­pósito y regresé a mi cama en la misma actitud anterior, pero esta vez con el trofeo de la carta. Y allí, a tinta color violeta casi fresca y no la amarillenta de las de antaño, ase­sinatos, sequías, monedas de oro y tunas bravas, centellas, incendios, leí con mis ojos actualizados: “Sí, Refugio, tu idea de buscar una maestra de piano para Laura como la tuviera Eulalia hasta su desgracia me parece muy buena. Pero esta vez la elegiré yo trasladándome en persona a la Capital en su búsqueda y no mediante la inseguridad de las recomendaciones como en otros tiempos. ¿Pues no habrá sido nefasta para Eulalia la especie de “ cocotte” que nos mandaron envuelta en su marabú y diciendo que además de

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piano sabía francés? Francés básico de puertos» vaya qué alhaja. Y no hay que olvidar que esta criatura, mi sobrina, es una salvaje que nuestro buen Dios trajo al mundo puesto en un grave aprieto, ya que otro dios de quién sabrá qué mala calaña metió las manos en la masa. Y como de rara cruza que es la sangre que le circula por el cuerpo, necesi­tamos domesticarla de acuerdo a nuestras reglas, no sea cuestión que un día u otro nos ponga fuego a la misma fin­ca en uno de sus berrinches. La venganza por la hazaña de Godofredo de Bouillón puede resurgir desde atrás de los siglos por intermedio de cualquier insignificante mal engen­dro por bonita que sea su cara, quizás tú no conozcas lo que fueron aquellas Cruzadas, yo sí sé lo que digo” .

Un poderoso trueno siguiendo a grandes fogonazos lumínicos se hicieron presentes en ese momento tras la ven­tana poniendo al desnudo la habitación, recorriendo los ma­deros de mi cama negra. Dejé por unos minutos de leer bajo el pestañeo de la vela mientras me preguntaba con terror sobre qué ánima estaría convocada, tal vez la de mi descono­cida madre, o la de mi padre ni siquiera perpetuado en un retrato. Ellos eran el rubor oculto de la familia y yo eso, un amasijo hecho por dos dioses como dos panaderos que se ayudasen para apresurar la horneada. Y a cuál le reclamaría por mí, quién era el bueno y quién el malo si toda disyun­tiva se resolvía por una sola opción. Y además cómo sería la venganza con un tal Godofredo de Bou ilion desconocido si lo primero que deba hacerse será saber de la cara del ene­migo. Pero ahí no terminaba todo, pues la carta seguía aún con letra menuda e implacables ^noticias sobre mi futuro.

“ No, Refugio, esta vez no sucederá. La maestra de mú­sica que quiero para Laura será alemana, soltera de naci­miento, es decir que nunca haya conocido hombre a fin de que no transmita la idea del pecado, y también exigente en

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cuanto al rendimiento de sus enseñanzas. Recuerdo a una Fräulein que los alemanes llamarían Streng, severo, y cuyo propio nombre de origen sajón lo garantizaría todo. Veré si se ha mantenido pura, y en ese caso la mandaré a Las Nubes en las mejores condiciones económicas para ella. Pero trata de que no intimen demasiado maestra y alumna, más bien que Laura le tema. Si tengo suerte estará ahí en un par de semanas, promesa de Encarnación” .

Leí, releí, me horroricé, fui feliz, clamé por Mozart, y en ese preciso momento la luz oscilo tanto que se apagó. ¿De modo que eras tú Wolfgang Amadeus? El decidió en­tonces contestarme con voz de agua, la oía chocar contra los cristales de la ventana, resbalar del techo y de la arauca­ria, aquél árbol único en el lugar, caer al charco, todo lo que era insistir en el tema de la sonoridad como obsesión convo­cando a una especie de concierto dislocado. Y en algún mo­mento sentí que al mismo ropero negro, pues todo era de ese color allí, le palpitaban sus entrañas de árbol. Me levanté a oscuras y lo toqué: después de los cien años de estarse quieto y aprisionado en la absurda forma, un diminuto vaso leñoso explotó como una cuerda tensa bajo mi mano abier- ta. Y así, con ese sello de connivencia entre las cosas más disímiles,’ la cera, el agua, la araucaria, la madera, el genio que brotaba música de sus dedos, empecé desde esa noche a esperar a la mujer que nunca hubiese conocido hombre para no contagiar la mala peste. ¿Y cómo sería ella, al fin, una posible hermana de Refugio en fealdad, un perro que ladra­ba sinfonías, un híbrido que mi puro caballo Borah iba a rechazar arrojándolo de la silla?

No acabaría de poner en claro mis sensaciones de aque­llos catorce días de expectativa, cuando justamente al tiempo calculado por Encamación el cuerpo presente de la enviada llegó en cierta luz primaveral con un gran pájaro azul en el

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sombrero, un reloj de oro, de los de cadena, pendiendo so­bre el pecho, aunque tan sobria en lo demás que hubiera •parecido un hombre. Bello, sí, como un templo, pero sin la recoleta femineidad de las simples capillas. Y su grandeza parecía emanar de dos cosas: la estatura exterior y la inte­rior con que nos sobrepasaba a todos, y además el equipaje. Traía el coche lleno de maletas como para una vida entera, quizás pensando que hay que estar preparados en ese último tramo que empieza donde uno lo cree, aunque no sea siem­pre así. Y luego de la operación desembarco me la presen­taron como a la señorita Hildegard. Ella me miró con asom­bro, al fin se guardó su primera impresión, tomó mis manos, las exploró de ambos lados, midió mis dedos con los suyos, los flexionó, dejó caer mis muñecas varias veces y dijo sim­plemente con su acento inconfundible: “No sólo Laura, sí Laura Melodie, Melodie, ja, ja ” , que ella pronunciaba ia, ia.

El pequeño reloj de oro marcaba las 12 del día.Así empezó nuestra componenda amorosa con Wolf-

gang Amadeus sobre las bases de una palabra que cambiaba mí nombre. Yo parecía estar destinada a eso, desde los dio­ses que me habían compartido en su quehacer a mi tía En­carnación pasándome a Refugio, y luego ambas puestas de acuerdo para dejarme con la maestra alemana. Sólo Laurent era mi identidad, pues al no cambiar él yo permanecía en mí que era él mismo. Ibamos en una carrera desigual en eí tiempo, pero nadie nos quitaría lo inmutable, el estar uno dentro del otro aunque simulando dualidad.

De modo que en la larga mesa del comedor contába­mos ya cinco con el invisible conVidado diario de mi pensa­miento, y siendo siempre escasa la conversación. Una Admi­nistradora de tierras que también distribuía el pan, la sal, la limonada con sabor a tortugas del agua del aljibe, fijando asimismo las raciones de guisado, casi siempre de camero

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verde, sin consultar a los estómagos: Y gracias, Refugio, ya es suficiente, ¿pero por qué le dirán verde a este carnero? Un comensal inalterable en su cortesía que, con o sin re­cuerdos de unas moras, lo explica poniendo el énfasis en uno de sus ingredientes; perejil, ajos picados, tocino en tiras finas, pan, yemas de huevo, especias finas, pero al que sólo le interesa un tema: Pues si a la señorita Laura no le parece mal, es decir si no ha cambiado su caballo Borah por un piano, quizás podríamos salir mañana acompañados de Fráulein y Tormenta. Una amazona que nos dejara apabu­llados el día de su estreno del ejemplar más indócil de la hacienda sometiéndolo como bajo un hechizo: No más Tormenta, Sí Zauberei, Magia, allá lejos mi cabalgadura de hace mucho tiempo, y ahora ésta. Y una Laura-Laurent siempre ausente de la discreción elemental que pregunta como quien bebe agua a boca de jarro: ¿Y cómo se llama­ba, Fráulein Hildegard, el lejano lugar de Zauberei y usted? Y la hermética mujer cerrando el diálogo con una mudez de puntos suspensivos bajo la impasible presencia de los cua­dros pintados sobre madera: liebre colgada de eterno gan­cho; perros que no terminan de perseguir conejos sin culpas; frutos que nadie ha probado en Las Nubes pues los árboles que los dan ni mugen ni balan. Y dos faisanes embalsamados bajo vidrio curvo, marcos ovales, y manteniendo intacto todo el lujo de su penacho enhiesto, larga cola, plumaje verde y rojizo.

Luego del carnero verde y el silencio que cae sobre los platos abandonados por los metales, la Capataza se hará su pequeño sueño digestivo en una mecedora hasta que el reloj cucú alborote el aire para que ella despierte en un sobresal­to. Conjuntamente se podrá empezar ya con el asunto del piano en la sala contigua. Pero nunca nada fuera de su hora o su lugar. Las criadas de dudoso color cucaracha con mime-

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tismo de cocina ya levantaron el arsenal de cosas inútiles de la mesa, y así será cada vez, mortal alguno romperá nada con jubiloso estrépito, una piedra que se estrellara contra un vidrio imantaría de cambios a la aburrida atmósfera del siempre así. Pero quién arrojaría piedras a las nubes, quizás nadie por estar éstas demasiado lejos, haciéndose luego las de abajo respetar por su homonimia. Las N ubes: No se. al­canzaría ya a rastrear por ninguna memoria, ni siquiera a través de las cartas de la cómoda, el origen de tal nombre. Desde el principio de los tiempos, y quién sabría surgiendo de qué conciliábulo con nombres ae toda ralea para elegir entre tantos de los que se arrojaran sobre la gran mesa, éste habría impuesto su decadentismo al gusto de cierta mayo­ría. También y desde luego que siempre la misma y enorme mesa de gruesa tapa con las marcas de la herramienta cor­tante en los rebordes indicando el origen rústico de su desbastado.

Y el reloj con el canto del cuclillo, y Fräulein que con­trola el suyo, y Refugio que salta al fin de la mecedora co­mo arrepentida de haber perdido tiempo en el calendarismo vicario de los Cienfuegos. Fräulein Hildegard me toma en­tonces de la mano como a la buena niña que ya no soy ni por edad ni por los malos sueños que me rondan en la cama negra. Y una de esas veces me dice en medio de sus abun­dantes lagunas que yo traduzco según las normas: “Luego del carnero verde se necesita café. Traje unas botellas con agua de azahar, algo que no debe faltar en la vida de nadie. Cuando pidamos un día de éstos que echen un poco al café con bastante azúcar y pongan todo al fuego en dos porcio­nes individuales, tu beberás de esa mezcla cerrando los ojos, paladeándola bien, y luego me dirás lo que sientes, algo como venir desde muy lejos. Yo montada en Zauberei que no tiene nada que ver con esto, tú con tu Borah que sí

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está implicado. Pero nadie que no seamos nosotras dos deberá probarlo. No te he dicho cómo se llamaba el lugar donde Zauberei y yo vivíamos. El café con al-azhar repre­sentará tu arcano. Para el mío trata de recordar este nombre de algo que une el cielo a la tierra: Schwarzwald. Nunca po­dré comunicarte su belleza. No hay palabras para la Schwarzwald que ha quedado allá ni tampoco para el valle. Como el fondo de un cuadro que nadie ha pintado por en­tero. Selva Negra es Hildegard. Pinos de la Selva Negra son Hildegard.

Y resultó que la mujer que no había amado nunca estaba, sin embargo, poseída por Mozart hasta la misma muerte. Viéndola tan apegada a mi propia lucha por con­quistarlo yo también desde el más absoluto de los llanos, le confié un día de buenas a primeras lo de las flautas in­tempestivas en medio de los acordes mozartianos. Vamos a ver, sílbame eso que escuchas, Melodie, dijo y yo te expli­caré de qué se trata. Y al final de mi especie de lamento con un leitmotiv más que triste, como si el viento se condolie­ra por algo que sólo él conocería, vi que Fráulein Hildegard estaba llorando. Mi distancia conservada por las continuas idas y venidas de Refugio a la sala del piano no me permi­tiría una sola expansión afectiva, cuando de pronto, y com­pletamente rehecha como su raza se lo impondría, me con­fió a su vez: Yo oía un cuerno de caza en mis sueños, siem­pre aquel cuerno de caza del que nunca hablé a nadie, pues tenía temor de perderlo. Y eso, Melodie, es lo que se llama Ferne en mi idioma, lejanía en el tuyo. Por la sangre de cada cual anda una Ferne diferente/porque procedemos de seres y lugares insospechados por nosotros mismos: tu lejanía es con flauta, la mía con el sonido de un cuerno de caza. Si yo pudiera llegar al momento, al sitio preciso en que se ori­ginó, sería como el final de un viaje al revés, pero fatalmente

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andamos hacia adelante, y por eso terminamos siendo viejos y hasta cometemos la locura de morir . . .

Mi boca abierta de par en par debió sugerirle el mismo deseo que yo había reprimido momentos antes, estrecharme contra su pecho. Pero estaba prohibida la exteriorizacion emocional, y eso, quizas, fue lo que hizo ganar ventaja a Mozart, el tiempo era en su totalidad para él que se había convertido en amo y señor, y no un ave canora sola sino to ­das las de su bosque debían ser traídas al nuestro. Hasta que también en un día cualquiera de esos sin marca especial alguna, la sonata que Eulalia dejase allí como un diamante perdido salió entera de mis manos, sin una discordancia, sin una pausa que no estuviera indicada, limpia y pura después de tanteos y hasta furores desatados por mi mal carácter contra su corazón huidizo. Y Fräulein Hilde, como yo había empezado a llamarla, me besó por mi primera vez en mi rostro, mis manos. Pero lo que ambas ignorábamos era que detrás de nosotros se había congregado un público, cierta masa de leve fluctuación y color parecidos a los de la niebla,, Refugio en su silla, los demás miembros de la servi- dumSre interna de pie, Juvencio sentado en el suelo y tras­cendiendo su olor a moras sólo para mí. Tal vez, y de acuer­do a la carta de mi tía Encarnación, la profesora y yo ha­bríamos transgredido la norma de no intimar, pero Refugio la pasaría por alto, porque de pronto la vi hacer algo con que inauguraría la primera desobediencia de su vida, aplau­dir sin reservas. Al viejo tronco le había nacido un retoño, y de eso no tendría ella la culpa, sino alguna de las primave­ras de Salzburgo venida desde ja n lejos a reverdecer a un árbol seco. Fräulein Hildegard, rememorando quién sabría qué época insepulta de su vida, ensayó una graciosa reveren­cia, mientras yo y mis irreductibles lejanías hacíamos mutis por el foro.

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Y todo lo que contenían las cartas que seguía leyendo y las cuales sustraía para m í aunque dejando el resto en buen orden, era vida, ruin, mezquina, estrafalaria, pero vida al fin. La última noticia luego de mi robo de la Sonata con­tenía su opuesto: Eulalia muerta en el primer parto registra­do legalmente, tal si eso, dar a luz dentro del orden estable­cido, hubiera sido su error. “ Los ángeles la cuiden, decía Encarnación como haciéndola pasar de mano, Dios me la dio, El me la quitó . . . ” Todos lloraron en el ruego. Fräulein Hildegard me miró buscando ayuda en materia de actitud solidaria, pero no pude alcanzársela. Lo cierto era que Eu­lalia estaba dormida y vuelta a la virginidad aquella mañana en que un testigo de sólo cinco años había descubierto el episodio del jardín con su hijo desconocido. Teníamos, pues, dos historias diferentes, y fue por eso que su triste muerte no me emocionó más allá de lo superficial. Sólo Laurent, separado de mí por leguas de pastizales, sería quien pudiera inundarme en llanto. Yo había creado mis propias leyes en una especie de código sin intromisiones mo­lestas, y en el que lo convencional quedaba fuera: llorarás con el viento si el viento te conmueve, pero que ser alguno intente arrancar lágrimas a tus desiertos, ni siquiera en cali­dad de espejismos. Mis oasis brotarían de su propio capri­cho o su necesidad de surgir, nadie era quién para dictar su agua y su verdor.

IV

t Mientras pasaban los años, y Fräulein, Mozart y yo seguíamos en el amoroso connubio que a veces otros gran­

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des solían interferir con lo suyo, ya que cómo no permitir­les entrada a nuestra logia si eran Ellos, yo me daba a pensar en un lóbrego y secreto sótano de allá lejos, qué poca altura relativa tendría ya según la progresiva de Laurent, qué mue­bles, qué nuevo olor a juventud matando al que había salido por la rejilla quitada. Pero la descripción de la estufa de por­celana y el cuarto de baño como para un rey, aunque según qué rey, me era siempre propicia. Pájaros de colores y flores estampadas, la gran ironía para un presidiario a vida entera, mas al mismo tiempo cuánta belleza ante los ojos de verde inmensidad de Laurent. Pues era extraño que a pesar de ha­berlo dibujado en aquel cartón donde daba cuenta de algu­nas de nuestras diferencias, sólo pensara en sus ojos del primer encuentro. Recordaba, sí, el ridículo traje marinero que yo le había puesto, fuese o no su real vestimenta de niño de ocho años, pero Laurent no era para mí el pequeño navegante varado del dibujo, sino el verdadero mar donde el color de aquella mirada habría sacado sus pigmentos. Es decir que detrás de los ojos había un niño, como otros seres están detrás de sus ofrecidos labios o inmersos en sus pobladas cejas. Y a veces aquel verde revoloteaba entre las sombras, dos mariposas verdes, qué desatino en las orgías del color cuando éste deserta de la generalidad a que adhie­re. Porque se tiene asociado el verde con la hierba, con el mismo mar de las estampas ordinarias, pero las mariposas verdes internándose en la oscuridad quizás no existan, y aquellos ojos que tal vez nunca volviera a ver se aposaban en la flor de mis noches, eran ajjlí, más que en el día, una cantidad constante, mientras los negros del muñeco o los zarcos de mi prima habrían transitado por una variable que diera con ellos en el olvido.

Y la volatilización de Eulalia, que pareció inundar el interior de la cómoda con un aroma que con el tiempo supe

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salía de mis poros, el de la mirra, tuvo una muy pequeña dosis de esencia fijadora. O por lo menos la desvaneció Encarnación con las primeras noticias que enviaba a Refu­gio sobre las instancias de la querella de enajenación post­mortem : . . Pues según mis asesores de la Capital, la pres­cripción treintenaria ya se había operado, según tú lo sa­brás más que yo, en vida del abuelo del infame burlador, y éste, manteniendo el usufructo en manos tan sucias como las de aquél que asesinó al aparcero para quedar solo en el asunto, haciendo aparecer luego el crimen como pasional, y no tiembles, Refugio, nadie va a ventilar esta triste histo­ria, sí, el nieto de ese mismo personaje estaba en pleno de­recho posesorio por pago al día de tributos de generación en generación. Pero ocurrió que quizás esperando el matri­monio in artículo mortis con mi hija se apagó como una vela cuando el diablo la sopla, es claro que hallándose aún intes­tado, y a estas alturas por lo menos los campos vuelven a su primitiva condición de bienes mostrencos, y sólo Dios sa­be qué será de los mismos. De modo que te autorizo a hacer quitar las alambradas del deslinde, en adelante todo pertene­cerá a Las Nubes, que por suerte va a quedar con buenas aguadas para el ganado. No sé, Refugio, si esto me resarce o no de lo que he sufrido, pues Eulalia no tenía precio para mí, pero por aquello de quien roba a otro ladrón, siento que moriré en paz habiendo vengado la pérdida de la pureza de mi niña con otro despojo, menor pero despojo al fin. Y aparte de lo que te tengo reservado como sorpresa, y por las dudas que nadie se acerque a cortar un macizo de higue­ras de tuna brava, pues dejo un plano con el punto preciso de algo que es para ti, y desde luego que en un futuro des­tinado a Juvencio que bien sé lo que te significa, todo lo demás pasará a Laura que tiene sus apellidos en regla, pues el matrimonio de mi hermana en el otro lado del mundo

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fue declarado válido. Y por supuesto en partes iguales para el niño, tu ahijado, a guien inscribí legalmente con una trampa porque el dinero lo arregla todo si la estirpe así lo requiere. Siento, a veces, que estoy cansada de luchar, y que el muchacho, ya con quince años y un aire principesco que enamora, sí, no te asustes, Refugio, enamora y me enamora, ha sido el fruto mejor logrado de mi árbol genea­lógico donde lo he agregado con todas las de la ley, como ya he dicho, dejando a Eulalia libre de sospechas. Ruego a Dios que proteja a este vástago dándome la vida que él necesite, pero siento miedo y reza por mí. Y remarca el ganado del canalla con nuestro hierro. De nuevo reza por mí. Y si su administrador que es un viejo caduco te pre­gunta algo, dile aquello que tú sabes de Vargas. Pero págale a todo el mundo lo que ganaba antes o más, sólo que no olvidando llevar la contabilidad como cosa nuestra en los remates ferias, las rentas deben ser duplicadas en breve pla­zo, tengo unas inversiones que hacer en la casa de la Capi­lla, el cura dice que se le cuela la lluvia por el techo, que las ventanas o no cierran o se abren solas, toda una letanía que termina en dinero, por lo visto no es de los que miran los lirios del campo . . . Reza noche y día por mí. Encarnación.”

La actividad de Refugio comenzó desde entonces a ser algo así como la de un centenar de hombres agregados a los ya existentes en la hacienda. Salía de madrugada con su caballo, sus perros, su escopeta, y volvía al anochecer a curarse las manos ensangrentadas en la quita de las cercas y todo aquello que debía hacer del deslinde un antiguo asunto terminado. Fräulein Hilóle y yo, entretanto, como verdaderos muérdagos parasitarios de aquel inmenso roble, inventamos el juego desentendido de competir por nuestro Mozart. Nos festejábamos las ventajas, nos criticábamos las flaquezas, y a veces percibíamos con una especie de oído

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común que los vidrios de las ventanas vibraban al compás pareciendo que irían a hacerse añicos. Y en alguna ocasión hasta dialogamos sin comprometer mucho nuestro misterio:

— Melodie, ya no lo concebiría a él sin ti.— Fráulein Hilde, yo sólo la abandonaría por una

Feme que está por medio, son dos poderosas lejanías que me tironean igualmente, la de las flautas y ésta que no pue­do revelar. Pero dígame, se lo ruego, ¿cómo nos aparece­ríamos ante un amor que no nos conoce, de acuerdo a lo que se es o a lo que él imagina?

La mujer con quien me había consubstanciado desde el estudio que hiciera de mis manos, me tomó entonces del mentón, pareció remontarse hacia el más allá de mi ser y dijo:

— Ya vuelvo, no te muevas de la posición en que te he dejado.

Minutos después retornó con un delicado manto de encaje negro, que luego supe era el famoso de Brujas, me envolvió la cabeza con un extremo, pasando el resto sobre mi nariz y sujetando la otra punta bajo el tenso y primer vendaje, de modo que sólo mis ojos quedaran visibles. A continuación me puso delante un bello espejo de los de mango montado en plata labrada, y me dio así a mirar mi cara donde sólo dominaban aquellos ojos que yo no cono­cía, pues el ropero monacal de mi cuarto ni siquiera tenía cristal azogado, era su negrura funeraria lo que veía desde la cama de alto respaldo también oscuro que se me había adjudicado. Por un momento creí que recién naciera o vol­viera desde algo, desde alguien que estaba fuera de mí, pero que al mismo tiempo era yo misma. Y aquello parecía que iba a seccionar mi vida en dos mitades diferentes, cuando ella me desanudó el velo y dijo con su acento inconfundible:

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— Te regalo el espejo y el velo para tu bolso, el momen­to de usar las cosas lo decide la vida. Cuando yo compré en un viaje el pájaro azul del sombrero con que te conocí no sabía que era para volar tan lejos a juntar a Melodie- Mozart-Hilde como así sucedió, todo es un gran misterio.

Aquello de que todo era un gran misterio guardaría quizás en sí algo más que lo previsto en un simple enuncia­do, pues otro día de esos sin muestra alguna de excepciona- lidad, apareció en los campos muy de madrugada y como si hubiera cabalgado toda la noche sin parar, un comeleguas sediento, acezando y casi devorado por los perros, con la segunda y última, al menos para mí, carta ribeteada de ne­gro: Doña Encarnación de Cienfuegos, viuda del Capitán de Navio André Belleau, había volado al cielo mientras dormía, Dios la tuviera en su seno, santa mujer virtuosa. . . Y firmaba un alguacil cualquiera, sin duda con los lentes ya montados sobre la punta de la nariz para comenzar el inventario.

Mi forma de reaccionar ante la noticia fue más que anormal a la vista de todos. Yo pervivía allí en calidad de desterrada por la voluntad de mi despótica tía y sin em­bargo era la única persona capaz de mostrar una angustia, un nerviosismo que rayaba casi en la histeria.

— Me voy para allá ahora mismo —dije— que en­ganchen los caballos mientras preparo mis cosas, pero pronto o seré capaz de salir corriendo como una exhala­ción a campo traviesa.

Fui a mi cuarto, acomodé en una maleta las perte­nencias más necesarias para cuatro estaciones, incluyendo, desde luego, las cartas hurtadas al historial y mis libros de música, y reaparecí en el patio emparrado cuyas uvas colgaban tocando casi las cabezas. Me había puesto un

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vestido de gasa roja y un sombrero del mismo color, algo que realice en- cierta extraña forma automática, como obe­deciendo a una voluntad que no era la mía. Todos me mi­raban con cara de estar viéndome en sueños, hasta que Re- ugio, sentada ella sola como correspondía a su rango

logr° interpretar el sentimiento colectivo: ’, “ Nuestro Di°s la comprenda, acaban de enterrar a su

tía y va a aparecer vestida de rojo, qué dirá la servidumbre ante tal escándalo.

- Rojo, sí, y qué hay de maléfico en un simple color“ alegue yo a mi vez haciendo subir el tono hasta las mismas uvas.

Mi mente estaba puesta sólo en Laurent, quizás él mismo me habría elegido aquel atuendo, yo era un instru­mento bajo su poderosa dirección, mientras lo veía allá en^ / ° Í an? ? n, el ?err° j° echado Por fuera y apenas el aire nitrado desde la rejilla.

— ¿Y por qué tanta prisa?- S o y la única heredera ¿no? -d ije siempre de mal

talante y mi deber es tom ar providencias -agregué mos­trando una rebelión inédita que dejó a todos sin habla, me­nos a la telúrica y barbada mujer que recibía la corres­pondencia, unificaba haciendas, gobernaba los cuerpos y sus almas. 7

~ No tan única heredera, niña, tú no lo sabes todo mascullo creyendo que iba a demorar mi partida con su

aire de esfinge rústica.Fräulein Hildegard, por su parte, desafiante con su

be leza de contraste como una Walkiria dentro del grupo color ceniza, mostraba a flor de labios una pregunta rete- mda. Se deshacía el triángulo con Mozart, pero por qué si nunca hablamos hablado de mí, es decir si yo no tenía eso que se llamaba caminos recorridos en cuanto a vida propia.

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Sólo que ella tampoco, y tal coincidencia en la omisión que nos dejaba en pie de igualdad era su especie de tapaboca, la mantenía en una actitud estatuaria de mudez que la hacía aún más sugestiva. En tanto yo, ataviada de rojo como el mismo diablo de la imaginería popular, acerté con las pala­bras que quizás le dolieran menos:

— Y adiós también a la querida Fräulein Hilde, le he robado a su amante, pero usted será mi Ferne desde hoy, yo se lo transmitiré todo alguna vez de una manera u otra aun­que pasen los años. Su Melodie tiene un importante queha­cer, las cosas no son tan cándidas aquí como pudieran ha­berle parecido al llegar aquel día primaveral con su pájaro azul a horcajadas del sombrero.

Veía a Refugio moverse en la silla coja tal si la picasen los alacranes. En los últimos tiempos había adoptado para andar su especie de vara de Moisés, una escopeta descargada, algo le flaquearían las nudosas rodillas, la desgastada cadera. Pero la mente lúcida era su baluarte y desde allí apuntaba en mi dirección exclusiva:

— ¿Y qué podrías decir, ingrata criatura, de este santo cobijo en que además se te ha dado de comer, de vestir, se te han encargado a las Europas tus trajes de m ontar como si fueras una reina, y hasta se te ha perdonado tu. . . a ti y a tu propio caballo de maldita sangre. . .

No terminó la frase, pareciendo faltarle palabras para tanto contenido.

— Habla de mis lejanías, Fräulein Hilde, ella no las tiene, está muy cerca de todo aún, salió como las lombrices de esta tierra de los mugidos y% eso la llena de soberbia.

A todas esas yo miraba de soslayo el caño que iba y no iba a entrar en acción contundente, quién podría saberlo. Pero de pronto la mujer cayó en un estado casi místico para decir a su pobre corte aquello tan manido del cría cuervos,

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lo que pareció impresionar a algunas embarazadas llevándo­las a defender sus vientres con las manos.

— ¿Y Eulalia era un cuervo, acaso? —grité ya con fu­ror—. No, era una pobre y estúpida paloma escondida aquí para empollar, cuando las palomas de verdad no se ocultan y el macho las asiste noche y día, lo he visto con mis ojos en el alero. ¿Y yo era un cuervo? No, me trajeron aquí para mantenerme lejos de un secreto que paraliza el corazón, me enrejaron las ventanas por donde la otra escapó hacia el amor, mantuvieron vigilado por perros feroces el portón del casco, me mandaban con Juvencio de cabalgata, siempre el mismo e inofensivo Juvencio.

— ¡Basta ya, o utilizo esta cosa como corresponde, nadie va a criticar la disciplina con que he mantenido en pie a Las Nubes en cincuenta años!

— Sí, señora, voy a callar, pero al debido tiempo, por­que todo el que entra en este falso paraíso es por algo si­niestro. Y hasta usted, mi querida Fráulein, cayó en el cepo de la hacienda del miedo, la fueron a buscar para domarme con la música como a un potro de los de aquí con otras ar­tes. Pero ignoraban que usted y yo íbamos a compartir a Wolfgang Amadeus, que del piano pasaba a nuestras camas cuando todos dormían y sabía de ese modo cómo eran nuestros cuerpos.

— ¡Fuera, hija de Satán, de qué hombre, de qué camas, de qué cuerpos estás hablando!

— Pregúnteselo a Juvencio —alcancé a decir ya sin aliento— él sabe cómo era el lugar de donde sacaba yo el pañuelo para las moras.

Y esta vez, cuando casi llegó a alcanzarme la falsa vara que debí esquivar a fuerza de reflejos, me encontré por fin a mí misma tal cual yo lo merecía y lo deseaba, expulsada de Las Nubes como la lluvia cuando las otras están a punto.

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La hacienda volvería a esperar o a cobrar una nueva víctima hasta la consumación de los tiempos. Pero logré salir por mis fueros, la muerte ponía las cosas en su lugar, era la arregla pleitos, la componedora de los finales más justos.

V

Me llevaban en un coche tirado por caballos hostigados al máximo, y a fuerza de tanto látigo se me voló el sombre­ro. Lo vi por un momento posarse sobre unas praderas de pastoreo y allí quedó como una amapola sin sentido en el verde ondulado. Y en adelante, con mi pelo suelto al viento, no contó sino Laurent. Laurent esperaría el sol matinal y no habría más sol sino su nariz pegada al techo; necesitaría alimentos y nadie se los llevaría ya, porque de la ignorancia contumaz sobre el asunto a la chochez de los de arriba de su cabeza todo sería lo mismo, una extinción de la capaci­dad de socorro. Y la puerta del sótano no podría abrirse desde adentro, ese había sido el maniqueo amor de tía En­carnación, para el bien y para el mal su grandeza no tenía límites. Y la rejilla colocada de nuevo disminuyendo a la mitad la entrada del aire. Laurent se hallaba entonces con­denado a muerte a pesar de no haber nacido nunca. De ahí mi desesperada carrera que nadie, a no ser la cómplice Re­fugio, hubiera comprendido enSLas Nubes. Pero ella sólo compilaba cartas, ordenaba faenas, recaudaba ganancias de esquilas y de remates ferias, pagaba o malpagaba a gentes engrilladas a cadenas invisibles. Era, como su nombre lo decía, un refugio, aunque de desertores de la vida, pensaba

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la agridulce Melodie de Fräulein Hildegard mientras oía el ruido de los cascos, del esqueleto casi desarmándosele el ca­rruaje. Influida por años de Encarnación y sus futuros amenazantes, di de pronto en imaginar que adonde me lle­vaban era al infierno. Sí, estaría muerta y la operación de­bería ser rápida, se contarían por millones los aspirantes al transporte y una sola barca, y al fin nos iban a largar al voleo como semillas al azar de la tierra. Pero meditándolo bien mi difunta tía no había sido sólo eso, una potestad transmisora del terror al juicio final, tenía también su gra­cejo muy de este mundo, y a veces lo empleaba con la gente ignara que estaba bajo su férula sin dar explicaciones. Recor­dé con cierta sonrisa fuera de lugar para el cochero aquello con que popía freno a sus sirvientes ahorrándose palabras. Vargas, me aclaró un día, era el Alcalde de Corte de Isabel la Católica, y eso constituía el encargo permanente de la reina. Yo lo hago también con ellos, y cada cual sabe que no tiene que preguntar más, de lo contrario se me mellaría el alma haciéndoles entrar cosas al masacote de sus cabezas.En ese momento de la expansión evocativa el hombre se interesó en saber si me sentía bien, si no debería dar menos lonja. Pues por qué tendría yo tanta prisa en lugar de mi­rarme al espejo. ¿O no trajo su espejo la hermosa señorita Laura? Palpé el regalo de Fräulein Hilde dentro del bolso donde también se hallaba el velo, pero todo eso era sólo mío, algo de cuando la vida lo quisiera y de nadie más, según ella. Averigüelo, Vargas, le dije entre carcajadas. Y un escándalo más después del vestido rojo, reír así sobre el cuerpo caído de espaldas de una tía. Fue en ese momento cuando entré de golpe a descubrir que Encarnación estaba realmente muerta, yo sólo había recibido la vaguedad de una noticia, pero sin calcular las distancias interponiéndose entre ella y mi noción de los espacios. Como cuando se mira

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palurdamente un cielo estrellado en absoluta prescindencia de la infinitud. Y sensación extraña, el camafeo para mante­ner en alto los duros cuellos fue desde ese momento su ima­gen sobreviviente, la cabeza en rosa y blanco de una mujer de rasgos finos, pero en cuyo cuerpo cortado y su espíritu no visible había más fuerza que en un simún.

Pese a estgs analogías entre un ser humano y un cama­feo, dos o tres veces debimos detenernos “para mirar el panorama” , según los eufemismos del hombre. Y daba la casualidad que yo prefiriera los paisajes de arbustos achapa­rrados y él los caminos de grandes árboles. Nuestras anato­mías diferentes y con las mismas exigencias, qué desparpa­jo el evidenciarlas para Refugio o Encarnación, pero qué nueva gracia después de lo de Vargas, el viaje era un retorno a la primitiva libertad de conjugar de hecho todos los ver­bos, o casi todos, pues yo hubiera defendido a sangre y fuego lo despreciado por Juvencio, era el racimo de las m o­ras que nadie sino yo debía haber tocado, o lo que se guarda con tanto celo a veces sin saber para quién.

Hasta que al fin, después de largas horas, y con lo que se piensa que la tierra es más grande de lo que pareciera, llegamos a la mansión tal como lo había hecho Laurent re­cién nacido quince años antes para un asombroso transitar del tiempo. Despedí entonces al inquieto Vargas que se quedaría sin averiguar nada durante su insomnio lleno de preguntas en algún hostal del lugar y me entregué a lo mío. La misma alameda central del frente, los mismos arboles en la estación floral y cuyo nombre me era conocido, el inamo­vible banco de piedra con la mujer de mármol apoyada en su costado como esperando a alguien que nunca vino. Por haberla nombrado Encarnación en una de sus cartas mas explícitas me detuve unos segundos ante ella esa primera vez en que uno mira las cosas que retiene la memoria. Qué

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se habría propuesto simbolizar el desconocido que la escul­piera, si la legión del sexo femenino en su expectativa sin fin, si sólo una unidad que él quería defender de la destruc­ción, eso nunca se sabría. Pero de todos modos ella seguía allí recatadamente vestida, con el codo en el extremo del respaldo, la mano en el mentón y nadie para decir un día se acabó todo, este inmóvil infierno tiene un límite, o te destruyo o tú misma lo haces, el polvo anda, la forma fija echa raíces negras. Y la muerte sí bien que real adueñada del entorno de la mujer en una especie de mudo avatar, un to ­que de queda tan imperioso como inaudible. Y mis pasos reemprendidos sobre la grava del camino sonando a desaca­to, aunque también a un pie tan gobernado por el alma co­mo si ambos formaran una sola entidad en la desobediencia. Imaginé de pronto a Encarnación saliendo por última vez como ella lo había dicho de su marido, con los pies en la proa, cuando pedía silencio por las mañanas. Y al fin ese si­lencio ya no tendría término, estaba apuntando a la eter­nidad, y ni mis flautas interiores podrían quebrarlo, ni el ruido de mis suelas avanzando hacia una escalinata que co­rrespondería en cantidad de peldaños a la del fondo, aun­que de materiales más nobles y en sentido contrario. Y al encuentro de una puerta que no me pareció la misma, no sólo por el crespón que había enlutado la aldaba para el nunca más de la corona de muérdago, no sólo también por el grueso velón de cera encendido en el farol, sino hasta por su altura, esta vez menor en cuanto yo venía con la cabeza más a lo alto.

Un inextinguible olor a infancia me recibió cuando traspuse el umbral entre los jarrones chinos, las alfombras persas, los cortinados de París, el Para Elisa del piano ale­mán de Eulialia. Y aspiré sin amor aquel vaho de lujo cos­mopolita y moho local que quería impresionarme, mientras

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iba adelantándome hacia el lugar que yo conocía desde los tiempos de mi levantamiento. Dejé la maleta en el suelo, me quité a continuación los zapatos. Avanzar hacia un secreto era algo que requería la ingravidez apenas si quebrantada por el peso de mi delgado cuerpo, y asimismo el silencio. Por segunda vez en la vida luego de aquel descubrimiento de los cinco años tras la cortina, el golpeteo de mi pecho pareció querer traicionarme. Pero lo dominé extendiendo los brazos como en mi primera sesión de sonambulismo yen­do en busca de la carta. El reloj de campana empezó enton­ces a sublevar el aire del salón con su sonido de bronces consagrados. Y ese fue mi mejor punto de referencia en aquella travesía sin mapa: el viejo tose ahí, sé ya por dónde voy, adelante cosas reencontradas, que ninguna se inter­ponga, me punce, me golpee, soy la pequeña Laura color oliva que rompía vidrios, liberaba pájaros y hoy se ha vuelto ella misma a la jaula. No chocaría así con nada, ni siquiera mi propio corazón queriendo volarse. Puertas y muebles sorteados a luz de instinto, vericuetos que aparecían de sorpresa, pero que yo iba eludiendo a fuerza de conocer mi propia disposición interior como si se diera una simpatía en la sinuosidad de adentro con la de afuera. Y no necesité el espejo de Fräulein Hilde en la plena oscuridad, pero pude sí colocarme el velo como ella me lo había enseñado, cabeza y cara cubiertas, sólo mis ojos libres, algo que parecía obe­decerla un remoto mandamiento mucho más imperioso de lo que se pudiera suponer. Y luego lo demás, el sacramental sigilo transmitido por mi antecesora para maniobrar en la entrada secreta de la leñera tal como yo lo sabía de antema­no, con el cerrojo vedado hacia Adentro, el escuchar su chi­rrido de maderos reviejos, el instalarse en la otra conciencia que acabaría de percibirlo como si saltara el sello de su even­tual sepulcro. Y al fin empezar a hallar la sombría escalera

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de caracol con el pie que adivina un primer espacio, el otro pie que recibe la medida y ambos que se traspasan luego la advertencia de las siniestras curvas sorpresivas donde los puntos de apoyo se reducen y el pasamanos aferrado salva la vida. Pero por debajo de todo ese tránsito mortal hay algo peor aún, el escamado monstruo de las miles de huellas anteriores que quiere prevalecer, lo que dará la multiplica­ción de trescientos sesenta y cinco por dos, y luego por quince, más los adicionales de la ansiedad o los malos sue­ños que llevarán a bajar y subir fuera de la cuenta. Y el sa­ber y el no saber últimamente quién vivirá, pues por algo será él quién vive del centinela. Y el no querer ya nada más que no constituya el objeto, y allí encontrarlo.

VI

Sí, Laurent. El mismo del arribo al jardín frontal de quince años antes. El sumergido. El recobrado mediante una especie de caña de pescar con la carnada de las cartas. El abandonado por su correo durante siete veranos con sus inviernos. El pasajero de los sueños en la absoluta noche. Y al fin el Laurent real, alumbrado por las velas de un cande­labro de plata, que estaba sentado allí en cierto sillón vienés leyendo un libro, su largo pelo rubio de pequeñas ondas casi sobre los hombros, y un aire de no ser él de este mundo, o más bien de pertenecerle en calidad de rehén, de príncipe maldito. Un acné juvenil le había diseminado su pasajera semilla sobre la también dorada piel del rostro, y

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bajo el ajustado pantalón blanco y la camisa entreabierta del mismo color se vislumbraba un cuerpo firme y tenso como el de un gato montés en el momento de lanzarse. Era alto, sus huesos largos lo denotaban aun no estando de pie, y se veían por allí cosas que lo explicaban todo, manubrios, pesas, clavas, tensores, un banco acojinado sobre el que estaba abierto como la expresión más acabada de la locura o de su opuesto, cierto manual al parecer de natación por sus ilustraciones. Sí, mi tía Encarnación, además de sol fur­tivo, lo había pensado todo excepto su probable muerte y la no menos segura condena de Laurent en su total depen­dencia. Yo esperaba, entretanto, lo que él haría dentro de aquella atmósfera sin impaciencias, sin el vértigo de los que veníamos de afuera. Y de ese modo me dejaba envolver por su curiosa, su profunda mirada de esmeralda sin fondo que parecía invitarme al mismo tiempo a investigar todo lo su­yo: paredes enjahelgadas de apenas una década y media, y que habían perdido el olor de la cava originaria, aunque se veían, alternando con libros, estantes con botellas, una an­tigua cama de dosel bajo palio, muebles vueltos a reeditar historias perdidas. Cuando de pronto el huésped de aquella especie de composición de utilería, sin sonreír siquiera, siri mostrar emoción alguna, dejó deslizar el libro y me tendió ambas manos, finas, áureas como todo su ser y con un gran anillo de rubí, o quizás una brasa, mandando su relampa­gueo a contraluz de las velas. Yo tiré entonces hacia adelan­te y él saltó de su asiento como si un resorte oculto lo im­pulsara. Luego me quitó el velé lentamente mostrando la pericia de quien lo hubiera hecho en cien vidas anteriores, me miró con asombro y volvió a tomarme.

— Ella ha muerto —dije casi sin hálito, y sintiendo que mi voz era una materialización hiriente, que sólo el período

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de las epístolas habría constituido una vez y para siempre nuestra edad de oro.

— ¿Y qué es morir?Su voz de gallo quedó por un momento como colgada

entre mi oído y el alma que lo habita. Tenía una dulzura de panal secreto, era el timbre de aquel que no había gritado nunca, su reino participaba de los murmullos, del desliz sobre carriles monocordes que yo no recordaba haber fre­cuentado. Pero ante aquella pregunta así de esencial en el clima enrarecido del subsuelo, sentí que mi intuitivo magis­terio infantil para explicar el amor mediante figuras iba a venirse abajo. Desde luego que él sabía lo que era morir la nocion estaba en su conocimiento más que en su experien­cia de ver la muerte a la cara. Sólo que había querido reme­morar aquél qué es ama de tantos años antes. Mas ni aun pa­ra simular que creía en su actual desinformación podía con­testarle. El morir se adentraba en un sistema de signos de alto vuelo y sombrío linaje. Y yo ni siquiera por com­partir el juego iba a internar a Laurent, después de quince anos de ostracismo, en aquel laberinto metafísico, en lo que hoy y no entonces que era tan ciega como él llamaría la apertura del libro de Toth, también un ser subterráneo como este otro habitante de los túneles con treinta mil años menos y la cabeza de un ángel adolescente, no la de un ibis.

- Voy a traer tu comida, ella no vendrá más, eso es todo -d ije respirando de pleno un aliento limpio y joven que en nada condecía con el vaho del sótano.

Lanrent desprendió entonces de la mía su mano del amno y me señaló un viejísimo arcón. Yo quité la otra de la suya lo más suavemente que pude, como si desasimos de nuevo fuera un nesgo de volver a quedar solos, me encaminé hacia el mueble que rechinó luego al abrirse y vi nuestros cartones, nuestros papeles doblados. Tenían olor a tiempo,

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eran nosotros mismos en una forma de andar rezagados. Por un momento él y yo debimos marchar a idéntico ritmo ha­cia los adentros, escuchar acordes a dúo. En cada uno de los papeles se daba un don de repercusión como el del eco, se nos venía encima un pretérito histórico, y eso, lo percibí, había sido la fuerza para resistir, yo el régimen sin alterna­tivas de la hacienda, él la condena al amor insano de la ma-triarca muerta.

De pronto Laurent volvió a hablar, y su voz parecía haberse recompuesto cuando dijo como si todo hubiese pasado ayer día, como si los siete años transcurridos no nos incumbieran:

— Creyó que había aprendido por milagro cuando me oyó, siendo niño, leer el nombre de un juguete en la etique­ta de su caja. Pero yo sólo sé de milagros que Laurent ama a Laura, que el sol amó a Laurent todas las mañanas y queLaura es el sol.

Nos abrazamos frenéticamente tal si fuéramos a des­truirnos. Eramos el uno tan ignorante como el o tro en ma­teria de amor consumado. Yo traía de afuera las represio­nes estampadas a sangre y fuego por mi tía Encarnación, por Refugio, los esclavos y los perros bien mandados de la hacienda. Y Laurent, recién despierto a una inquietud que medraba en su cuerpo dejándolo al desnudo aun con la ce­ñida ropa encima, parecía querer interrogar no ya sobre la muerte como en su primer intento de confundirme, sino en cuanto a aquella ingobernable fuerza que lo empujaba de ser a ser, .que lo impelía en una fuga descontrolada de sí mismo hacia un vórtice desconocido. Y todo ocurrió en fo r­ma esplendorosa, total, repetitiva, como el riego de un cielo recién inaugurado sobre la tierra macilenta. Hablamos con­vocado al ojo del ciclón escondido desde la infancia del mun­do precisamente porque aun éramos eso, la misma infancia

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p" hs“ Punto cumbre, no el declive terrorífico donde va se es hombre y mujer que se demuelen cada día El corazón He la antigua cava nos seguía recibiendo con sus rem iníscenci- de vino derramado cuando de pronto v „1 c h 'mscericlas cansancio amoroso de una vida escuchó 1 Cabordel Pnm er abandonar su « S r i S f ^ 3 U ureM SÍn

cartas e n ^ “ í * f 6 mil y una noches- mi correo de las como lo hfciste a'me h “ ' Ímaginé descendiendo asídesde ahora de c a r a e o ^ * eSCa'erÍlla ma¡ Uamadaiba transfornmndo en serpiente *v W P° kde flauta encantándola, cuánto debí esperarte'pero ^Spe” e

t t r r ddo> porqr yo io sé tod°- a r :

Quedé por un instante suspendida e n a n n ^ i io c « i u tan antiguas salidas de tirio aquellas palabras_ iguas salidas de una boca que acababa de besarme en

“ b:° (S r to ■»da cuál er, s T funcI,onaba esa memoria antes de mi Uega-

Se percibía a u e ° ó l prCgUntard e lo e rf f no manejaba las respuestas rápidas¡£ñutos, cuando lo o í contestar *eg“ndos' SUS mi'

vez lo s,ml‘V-nar -des^e ?iemPre <lue vendrías, aunque esta brero cRn?'" mM “ máS aI punto en <iue ¿ voló el som

p S r r r . i ? “ ” ' - » «■ ° - - r - s

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— ¿Y la ausencia definitiva de Encarnación la tuviste también como lo de mi sombrero?

Me miró largamente. Yo estaba entrando ya en su rit­mo y nunca más, lo prometí, esperaría con mi tempera­mento propio. En adelante sólo él gobernando los relojes, yo aprendiendo a superar mi forma tan mundana de arreme­ter contra el pensamiento del otro prescindiendo de su tipo de transcurrencia. Hasta que él habló tal un convencido:

— A la bella señora la vi irse como de viaje, me enviaba su adiós con un pañuelo rojo, al menos mi anillo lo recogía en rojo. Pero recién desde que me has amado sé lo que es morir, yo he muerto en ti y de ti esta noche mortal, y qui­siera seguir siempre muriendo. No me dejes ya vivir sin mo­rir así todos los días que nos queden, no te me desvanezcas más mi desierto florecido.

Aquella imagen aparentemente poética de florecer en el desierto me trasladó de un solo golpe a un mundo de re­velaciones. Yo no era ya mi propio enigma con sus estrellas de allá lejos la iluminen de mi tía Encarnación, entonces algo tan obscuro para mí, el lomo del camello donde mi ma­dre queriendo conocer el mundo había encontrado el amor según la carta que me atañía, la arena que me pareció ver cubrir ai muerto de la hacienda, las flautas que alguien había llamado mis lejanías. Todo eso estaba prefigurado, al pare­cer, en la mente de Laurent, yo emergía entonces como hija de su cerebro luminoso, irradiaba sus fosforescencias. Pero un respeto atávico a todo lo que brilla sin más explicaciones, sol, cometas, otros mundos, me sumergió también de súbito en la certidumbre del destino, algo en lo que nunca había meditado, ni siquiera durante las noches de Las Nubes cuan­do los silbidos de los que arreaban tropa o los ladridos a la luna me llenaban el alma de presagios. Intenté preguntárselo:

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e Y que sabes, qué adivinas de nosotros? O m eio r nn

conocerlo.35' 65 ^ de V° lver a Separa™ s ya no quL™

. -Ml escandaloso vestido rojo según Refugio andaba he­cho jirones por el suelo, cuando o í decir a L aurenf rcm

chos:rePet‘r Palabra 3 Palabra P° r SU forma de ser¡ar los'he-

H„ mk~ Se 9ue ?n u" día ™ás hubiera roto esa puerta con el hombro para ir a buscarte donde estuvieras v n o en or lugar ataviada de ese color y no de uno cualquiera S é CZ ‘‘egr 8 ™ J° ’ ? ue mi tiempo está marcado antes que el tuyo. Pero se también que nunca te diré adiós con n ü ú n

fo zz°™á trXdeq jfe yotí r ss ¿ re y " ^ " 4 5

Padre Artemio

Y también, padre Artemio, le hice saber lo que era h noche de jardín, algo que ella no le había mostrado nunci y que incluía lo que ese momento es en sí como misterio ó como el lado oculto por detrás de la vida que conocemos

ajo el sol. Y tal cual se la presenté: “ Esta es la dama ves tida de negro, Laurent, yo la frecuenté allá en Las N u b e ? y desgraciadamente casi siempre relacionada con la muerte bamos por lo general a caballo o en algún destechado bb

guardar* m s ^ a ' T “ *“ Ch° ZaS’ ^ aíl* ‘° d° empoco se ? J Í v f , vá aUnqUe m kntras se estal>a vivo poco valia. Y tales salidas o regresos a plena noche en la

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que a veces flotaban vagarosos aparecidos de niebla como presencias de almas en pena me enseñaban a verla de acuer­do a algo que no tiene comparación. Nada se parece a la noche, si acaso sólo eso que he dicho, el lado que no vemos del vivir. . .’’ La insólita luna solitaria y las estrellas por mi­ríadas habían trasladado a Laurent a una especie de éxtasis del que creí no iba a salir hasta el alba, como en cierta me­dida sucedió. Cuando de pronto, sin abandonar su contem­plación, dijo esto que hubiera podido traducir a un niño, a un delirante y antiguo escrutador celeste: “Los libros que le pedía, porque uno trae al otro, se forman en cadena, y alternan hoy en los estantes con las reservas de ciertos vi­nos, hablaban de algo llamado el infinito y hasta lo repre­sentaban con un signo. Pero yo no podía referir el tal infi­nito a nada conocido por mí, y tampoco te tenía ya para que me enviaras los cartones. . .” “Entonces, le dije, eras un ignorante de infinito como otros son de lo finito, nunca creí que eso pudiera sucederle a nadie si lo único claro que tiene el infinito es que se muestra a todos. . .” “Y sin embar­go no es así, Laura de Laurent, negó él llevando el tema a alturas que sobrepasaban mi capacidad: el infinito existe sólo para los que se atormentan por su causa, debe haber gente sin ese pensamiento carcomiéndolos y por consiguien­te sin infinito. . .” “ ¿Y cómo lo hubieras dibujado tú en los cartones de ser yo la encerrada en el sótano?”

Lo esperé sin impaciencias largo rato. En nuestras charlas más íntimas sobre el mutuo conocimiento, Laurent decía que yo era un peligro que atacaba con preguntas de la inocencia el lado flaco de la sabiduría. Estábamos entonces sentados en el suelo, la mejor forma de entrar como neófitos a la inmensidad que se desplegaba arriba, cuando le o í decir algo que tanto se adaptaba a mi pregunta: “ ¿Que cómo lo hubiera dibujado? Pues con lo que ahora pienso, que esa

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luna que no es nadie, porque ni siquiera figura en dueña de

eouzo r , í r TT sent r f forma y desvai°r ei. De la luna hacia alia ha de empezar el otro, el que no acaba, al menos asi te lo representaría yo si fueras tú la pequeña araña del sótano. ¿Me creerías capaz de hacerlosin perder las proporciones. . .?» “ ¿Y quién te ha dicho que el cero no vale nada? retruqué como en un rápido juego del f r a r ^ ” alguien al que te he visto leer opina lo con-

La respuesta a esa primera indagación en la nadidad, palabra que inventamos por necesaria, fue un celo delirante a firmamento abierto, aquel recién inaugurado campo astral

la virginidad de una conciencia. Medirse con lo inmedible en un jardín abandonado cubierto de hierbas urticantes pequeños guijarros, insectos que vivían lo suyo bajo miles

e ormas de la seducción, abrió en nuestras vidas un nuevo capitulo de la extraña historia que veníamos protagonizan- do sin saberlo, desde los envíos en el palo hasta el horror de nuestros respectivos destierros, desde la aclaración de mis

aJ ° S, * 7 °* que, le,.íx P1Í£3ué según datos puestos en rden, desde la lectura de libros y más libros que yo traería e afuera para seguir eslabonando lo que él llamara la cade­

na, a nuestra pasión que hubiera podido aniquilarnos de no ser tan jovenes y audaces para desafiarla. Aunque a usted padre Artemio deba quitarle la descripción del fruto que luego podría codiciar.

Encarnación

,■ rt í riqUf asl.,fue’ Encamación volada al cielo según la carta del alguacil, aunque no quiera creerlo u oírlo desde

tan en lo alto. Y si su refinado esposo tenía aquellos

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amigos que usted no se animara a presentar ni bajo el secre­to de la confesión, y si había ofrecido luego el milagro de Eulalia para llevar el anillo de la Santa de Avila, cómo iba a comprender, de haberlo visto todo, la forma de besar de su omitido nieto. Pues si el beso es sólo algo de labio a labio como yo se lo había dibujado en unos cartones que usted no conoció, hoy ya no lo sé. Lo que sí sabré hasta morir y aun después es que él buscaba adentro de mi boca desde un primer y caricioso andar de superficie a una especie de hambre de mucosas dejándolas marcadas con sus dientes casi vampíricos en la ansiedad, pero que conocían el arte de tocar la sangre sin hacerla visible, porque lo suyo no era sed de sangre sino de la emoción que esa sangre promueve. Co­mo también el de transmigrar de la forma, reviniéndola. Quisiera darme vuelta el cuerpo y el espíritu que lo gobier­na poniéndolos del revés y amarte con los huesos, la carne y sus vibraciones hacia adentro, me dijo cierta vez. Y de re­pente fue capaz de hacerlo, su elástica osamenta de gimnasta del jardín soleado comenzaba a transformarse en fémur, en costillas, en columna dorsal, sin vestigios de músculos visi­bles. Y el lecho antiguo que usted conoce era un pequeño estadio donde aquel discóbolo nacido para la competencia carecía de espacio. Extendíamos entonces sobre el suelo la manta de peluche de sus antepasados, y todo el árbol de la estirpe de usted, ese del que hablara en su última carta, quedaba menoscabado por nuestras bodas. Era el antiguo contenido de aquella cava lo que había resurgido para em­briagarnos, masticábamos las uvas del pasado remoto, bebíamos riéndonos del pobre% bol genealógico y su som­bra mortal los cientos de años del añejamiento donde se instaura el preciso sabor, no la edad acidulada de los conser­vadores del vino. Y eso sucedía antes, durante y después del amor consumado, pues el hechizo de los preludios y el arru-

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ocho tentáculos cambiantes u n / f ^

X £ í t bS ‘,V ” p 1'’ ~■ ‘ S 3 5 S

” X r , 2 “ ¿ r x “i í i i? 3 “r;;se también que con lo dicho le he acercado el ráliJ ;

Tin SCteT SCTu-el néCtar nunca Probado. Pero potqué3

« b . „ „ „ , . L r r s s E »£ x sed !™nd° f„ Se, smtegro como víctima de una durahulosa hérenda Y m lT ’ qUC me dejara junto con * &' nozco trozos de su vida auT T Cuando sé> cuando co­mente: “Ella bebía síemm-e ”* r° n C°aUd°S ÍnOCeilte'i « « y ™ ¿ m “ ; r i r , t T ™ ° ~j . ~ . P«.b6 * » „ „ „

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para servirme. Pero aquí lo que cuenta fue lo que un día, casi al final de su vida, me dijo con misterio: “ La verdad es el vino porque está adentro y luego se nos instala también adentro haciéndonos flaquear. La mentira es la botella por­que está por fuera y queda afuera. . .” Y a continuación me besó como nunca, casi ahogándome. Luego me dijo que yo era un retrato que ella había hecho del Capitán Belleau, pe­ro poniendo más cuidado que Dios. Aunque también, En­camación, pregunto a títu lo de qué la someto ahora a esta tortura, a este voraz descamamiento. Quizás debido a que más de un lustro allá en Las Nubes bajo el ojo polifacetado de Refugio y sus Juvencios con sabor a moras fue mucho tiempo. Yo, y luego mediante Laurent me lo expliqué todo, no tenía mis espejismos porque sí, mi romántica madre me hubiera comprendido de haberse salvado en el naufragio. ¿Pero por qué, Encarnación, si aquel Dios de la mezcolanza era el villano pude nacer yo con el amor adentro para que alguien de su prosapia lo conociera? ¿No poseerá cada ima­gen de Dios su manga ancha en el asunto de entregarnos a la única felicidad que a El no le será dada en su unicidad sin salida? Y además quisiera saber por qué no habrá sido tam ­bién la pequeña Laura sin importancia quien frecuentara aquellos álbumes de daguerrotipos y fotografías como lo hiciera su nieto cuando niño. Pues allí me mostró él son­riendo con aguda inteligencia al tío abuelo que cazaba tigres eri Africa hasta que cierto día, y exagerándose la capacidad estomacal de la fiera, un congénere vengador se lo devoró sin dejar rastros. Y al otro que escalaba montañas en Asia, y qué raro no se lo hiciera desaparecer en el abismo, quizás porque dos fracasos así en la rama masculina hubieran podi­do comprometer el prestigio del escudo que usted, bajando un poco la guardia, había colocado en la chimenea del só­tano: Armas de Cienfuegos, trae de gules con cinco llamas

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por aquellos descendientes de García de Quirós y el asunrn

m oros1' Y í ; “ 7 leendid“ <1- - p u i r a en fug™ moros. Y la nina enferma siempre vestida de blanco oneúnicamente q u erú jugar con ratones blancos, porque decíaque los demas colores la manchaban, hasta que cierta mañana al despertar encontrara que un ejército de p e q u e ñ o ^ i -nos recien nacidos salían de su cama y la a r r a s t r a n h

loS d !ntHirOS d d 1rgar d° nde se aho«°- Y el famoso Cuader* no Bitácora chamuscado que le entregaron iunmotros recuerdos de su m aridom uerto^por a s S i i enincendio de altamar, mientras hasta el aqrrihíera■ " " a s t a el ultimo momento es­cribiera. Todos a salvo ya, solo quedamos aquí Dios v vopara quien venga o no a rescatar mi cuerpo que fuera partede este buque o nada y arrojarme envuelto en una TonaManca a la profundidad.” Sé que esas historias de familia

' de Um eíi man°r SC re ataBan en exclusividad junto al fuegode aquella estufa con frente de porcelana Pero « i ™ imensa soledad final del C ap itán^d leau ¿no le p te c emninvención? y 6™ 51 trueulentas en los capítubs de su úlrimo - embargo gracias, señora, por estos diezúltimos anos que terminaron con nuestro amante muertod / J i ,! ¡ n ! muJeres. “ gún dicen, en los lugaresdonde duerme el vino. Creo que usted y yo ¡o violfmostodo solo que en materia de mujeres no hubo plural querenlíiH cuenta vinimos a ser la sola mujer en el biénen- tendido de la perfecta unidad, ya que lo suyo y lo mío a dos claves secretas diferentes, fue nuestro impublicable amor, el vino cuyo nombre se ha perdido en ios siglos de la cava y queda destinado al paladar de Dios

al p i / d e t t ^ S £ la S l ~ l

eStarem° S ^

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Fräulein Hildegard

Y la verdad que aún queda por revelar, mí inolvidable Fräulein Hilde, es lo que no pude decirle aquella mañana en el ruedo de despedida de Las Nubes cuando me expulsaron escopeta en mano. Y o mantenía oculto mi lacerante amor en una casa que acababa de ser visitada por la muerte. Y hacia allá fue que casi volé con aquel traje rojo tan mal visto que pareció cubrirme de oprobio.

Mediante unas cartas que leía entonces furtivamente en la hacienda hice mi formación epistolar de ley, al punto de que hoy sería capaz de mantener correspondencia con el doble etérico de alguien aunque de materializarse de nue­vo resultara analfabeto. Por eso es que largo así al aíre estos papeles: “ A Fräulein Hildegard, dondequiera que esté” , tal vez un tanto fuera de tiempo cuando diez años nos separan. Porque lo cierto es que la tan ostentosa como siniestra man­sión, a la que llegué luego de un trotar de caballos sin más descanso que para mirar discretamente ciertos panoramas que no existían, era como una de esas ensenadas donde han quedado restos de embarcaciones que se mecen con un cru­jido lúgubre de osamentas cansinas: mi tía Encarnación he­cha un humo azul quién sabría dónde, su servidumbre con­vertida en un hato de fantasmas, sordos, ciegos, semitullidos que ella se había esforzado en conservar por convenirle a su misteriosa doble vida. Pero allí, muy en lo hondo de la arquitectura, un subsuelo que fuera el depósito antiguo de los vinos convertido en vivienda de un ser humano desde quince años antes. No un leproso, no un loco, no el infalta- ble tísico que es como el blasón ^oculto de las grandes fami­lias, sino un sol adolescente al que yo, únicamente yo, había llamado Laurent en mi infancia sacando ese nombre del mío y de mis libros de un mal aprendido francés de entonces. Y a quien, también sólo y0 entregara los primeros rudimentos

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de un largo palo y nasádas po rT n “ •anadas en ia P«nta mi propia ansiedad me condenó- u^b u en d i " la ,pared' Pero todo como un vómito tipo proyectd e rita íln “ hasta amenazar con revelarlo al m u n d o m qUe Sabla ? - i d a por el demonio, y 7 sí £ ¡Tcon m. color de piel que usted advtóó an i “ ™ 1 ? aquel pajaro azul que hoy casi se me a Jlegf r en alas decuerdo. Y allí comenzó nú segundo o rercero o T f ^ pitulo de novela delirante • salir del viVntr Á ° ca"cristiana enamorada del súbdito de u m d i v L i d J “ mT - r eional en su ascendencia salvar™ ? vmidad no tradi- dando huérfana 3e p ^ e J T a ^ r e T *protección de una tía católica verme» > J° la dura tracción que debía I ' 2 J e " " l *elemental idioma« . ’ rell^lon> enseñanzatrece años. Y finalmente la’hacienda ™ gue“ i ^ j ° S donde me entregara a Mozart vaya a saberse e!f co,nocí V~ S C s z s ^ j f c ^ p i i s r .

c . p » , s u s s s ~ affiJgg ■ .yy * ’ ¿ ¿ S £ Z £ Ssía la preciosa botelL de k vid»" c o°nv,ene a8itar en dema- usted algunos puntosobs^ros eso° ? iluminar paradestruida por ateuna otra m ’i ? n?1 lmagen no fue yanos lineal, que ha^a conocido V e'6 mas, accidcntada, me- sisten en que seguí apunta lando “ co cim ien tos con­juventud a los pobres JpedMos'de la ' c Ü m o d o ^ “11“ “ lo menos me acompañaran con s u s s o lL ?.ue porel fuego del hogar nara sm l S ' t sombras, que alimenté

gar para 5,18 c°midas frugales como de pájaros

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encendí y apagué lámparas, abrí y cerré ventanas, quité al polvo su vocación de amortajarnos, hice el mercado, di la cara al misterio de los que nos miran allá afuera pugnando por encontrar la explicación que no se les ofrece. Y que de­safié la tristeza de los domingos de que sufre tan ta gente. Y todo eso porque conocí el amor más grande que puede ca­ber en una tan limitada vida como la que nos dieron, ya que precisamente ese amor estaba en el fondo incontaminado de la tierra, aquel hoyo con un fuego de consumación total como el del magma y no la tibia luz de los equinoccios donde fluctúa la mediana gente que anda en la superficie. Y que seguí entretanto interceptada por mis flautas, y si no por los cuernos de caza que eran su lejanía propia, al menos la tuve siempre conmigo al ejecutar aquel solo en que a us­ted se le aparecían, el de un sueño repetido.

Sí, en la casa me reencontré con el fabuloso piano de concierto cuyo sonido debe llegar al cielo, de eso estoy se­gura, ya que tantas veces he visto entreabrirse el techo, y tal fenómeno únicamente puede darse más allá de la posibi­lidad de un instrumento común, se ha de tratar de un espíri­tu retenido entre la madera y el cordaje rechazando a la devastadora muerte de los fabricantes en serie. Yo creo en esas cosas cada vez más en tanto se nos sirven de por sí en el plato de cada día.

Y también para sus inevitables preguntas sobre el al­go que quede, me propongo decirle que seguí viviendo sola por encima del techo de Laurent en el terrible viellissement de la mansión. Y que esto no fqe por mi voluntad sino por la de él mismo: “ No quiero conocer otro mundo por más alto que esté respecto a mí, ni aun el cielo, sería como traicionarte y traicionarme. Mándame, si acaso, algún men­saje en las horas que sólo me sea posible pensarte. . .” Enrollé entonces la alfombra persa, y vete con tus mirzas,

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noble criatura, puse así al desnudo el madera™«, r conductor del piso, y nuestro Mozart cayó p o r n r i Z ? en un corazón virgen aún de música. Se ío envié en ^ ! ^ sion y otras en cascadas mediante sus me o r T s l l T Z ° 7 el piano se apropia de la composición hasta sentir n aquel Andante Cantábile de cierto que enpor su poesía y su patetismo, yo no pasabfyaT o 'r m ' " “ ’como antes allá en Las Nubes el rl/* J li / P Mozart él pasaba por mí, pue“ e m p a m 1 * a r a f e ' ” ^ Laurent» y eso sólo podía hacer«* mif mo tiempo en directa transferencia a ^ a ^ o d e r^ Udel que luego supimos mi amante y yo encamos v h^- en materia de costumbres íntimas. eneantos Y horrores

Laurem 'abrazado T u ^ lib ro ^ n T e r lo T d° S’ en,Contré aconocido. Y así, con la « S t a d e q u i e ^ T e ° f í &los plácemes, el buen apetito me hizo f f do>vuelta de hoja: ’ a confesion sin

primeTa ve""' “ ^ ^ de tU música. * «orado por- ¿Y qué es llorar?

“larvo” m aC‘a SeCTeta dC CSa pre^unta pertenece a todo un

” s / s ü .r ;; rQí 5 ;Laurent murió y fue sepultado aver t w • •

cíente a fin de contestar la cuarta t o o L Z T ^ r l

d o T ia 3G ra ^ P ^ u s ^ s r ta lX p r un sig n ? de ^ bsigue ahí habiendo música, de lo contrario el s o r d T w

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tal no la hubiera oído jamás en su mundo interior. Con Laurent vivo cultivábamos también nuestros silencios, por­que sabíamos que en tales lapsos el corazón continuaba palpitando tras su objeto. Hoy, sin embargo, la Gran Pausa mayor no contiene más muerte, porque del hombre que me amó he heredado la vida que me reste. Melodie.

Padre Artemió

Y todo lo que he contado, no en confesión sino en simple coloquio, leído, arrancado de mí para usted e invo­cando a otros que no eran usted pero que integraban la tra­ma, sucedió, Padre Artemio, y nunca podré trasmitirlo tal cual fue ni siquiera a quien sabe escuchar así, absorbiendo en cada palabra su significado real y también su sentido oculto como lo he visto hacerlo. Pero ocurre que lo dicho fue sólo y únicamente mi versión de su Edén, su huerto de­licioso al fin recuperado en el que el Dios de usted guiñó el ojo, y la Serpiente del Libro de usted, viendo que nada te­nía entonces que hacer allí, se puso a hibernar en el pleno verano recién creado.

Dios te salve, María, llena eres de gracia . . .La voz del sacerdote empezó a sonar a música haciendo

vibrar los pequeños vitrales azules de la Capilla. Ya lo había advertido el día antes en la íntima misa para tres y desde la belleza del Introinto, Réquiem aetérnum dona eis, Dómine: et lux pérpetua lúceat eis, Laurent en su marmórea horizon­talidad con el rubí hecho llam aren la mano puesta en cruz sobre la otra mano, el hombre de Dios en su Réquiem, yo en el órgano.

Porque ahora, Padre Artemio, viene la duda ante dos supremos jueces diferentes sobre lo que fuera o no mi pe­

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cado mortal, la posible causa de mi condena: si el haberle dado a Laurent solamente su porción paradisíaca, si el es­camotearle el infierno que está ahí fuera, destruyó o no ío que su Credo y el mío propio tendrán previsto en el esque-ma de contrastes a cargo de los duros profetas.

El Señor es contigo . . .Pues así fue, volví todos los días de esos diez años a

amar, en la absoluta unidad del ser, cuerpo y alma de ^aurent, el Macario, el Dichoso de sus registros de bautis­

mo. Lo que fue pasearlo por mi propio jardín, no sólo en boca del locuaz, del fascinante Mahoma montado en su extraño caballo Borah y con aquellas lunas inefables en­trándose, saliéndose por las mangas, el cuello, sino en otro jardín ya dado en el aquí y este momento de cada sol y cada luna reales, cuando nadie con ojos mancillados de este mundo nos espiara, el jardín de Alah de cada cual, nunca parecido al otro que deberá florecer en futuras etapas de promiscua lascivia.

Bendita eres entre todas las mujeresCon lo que fui más fuerte aún que quien entregara

y * ^ mUmC' ^ de k ha-Y bendito es el fru to de tu vientre, Jesús¿Pues es que yo debía regalarlo por debilidad, es que

yo estaba obligada a ventilar aquella noticia inverosímil para las vulgarmente pilosas orejas siempre esperando una revela­ción mas, y luego decir como en el circo, he aquí la rara avts m terns, el hombre que no nació y sin embargo vivé y que es mejor que todos ustedes, los simplemente nacidos?

Santa Mana, madre de DiosY si se le aceptaba al fin tai el uno más o el uno di­

ferente ecomo ofrecerlo u ofrendarse él mismo y a qu, ¿ y a que época? cEse fenómeno que transcurre, me preguntó

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cierta vez, la tan mentada historia, existe o es la imagen en un espejo de algo que se está destruyendo siempre a símismo? Desplegamos .entonces el mapa histórico y vimos que norte y sur, este y oeste no habían sido nunca, y pa­recían no serlo ya jamás, inocuos puntos cardinales sino referencias para el enfrentamiento.

Ruega por nosotros pecadores. . .Y ahí está el Occidente cristiano, continuó, contra

el Oriente musulmán, lo que algún día podrá ser también a la inversa, y al grito de Dios lo quiere en las Cruzadas, y vaya a saberse cuál del otro lado de aquí a cien años. . . Yo me detuve en Godofredo de Bouillón, mi descubrimien­to en aquella carta la noche del simulacro de sonambulis­mo-. ¡Pero si lo conocía, exclamé casi al límite de la estul­ticia de mis memorables cinco años, si había venido a mí como un desconocido mientras se me buscaba, tantos siglos después, una maestra alemana! Y el perro contra el gato, padre Artemio, y el gato, en su venganza, no contra el perro, sino y para siempre en pos del mísero ratón libre de entre­dichos con el perro. Y el pelotón de fusilamiento pronto a disparar sobre un solo hombre con los ojos vendados, tam ­bién de norte a sur y de este a oeste, algo que había qui­tado el sueño a Lurent después de saberlo, instalándose para siempre en sus pesadillas.

El silenciado Avemaria no estaba muerto, era, por el contrario, un ejercicio de multiplicación de aquel ruega por nosotros, la imploración muda del favor habría cobra­do su más alto y al mismo tiempo más humilde tono mendi­cante en el reconocimiento de t ó culpas.

Y es por eso que no he llorado a muerto como sus campanas, sólo he tañido a vida en el racconto de este amor, la vida en rebeldía sin concesiones ni a su Libro ni al mío, su Biblia y mi Alcorán, la vida cuyo término Laurent

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Pues si la Divinidad ™ , J L te™unos de absoluto,los desiertos eon la ^ Zmos talLaurent, brillará en lo que toroem eral h °i j '1' 8*’ é1, ^ p a r á f r a s i s de Al-üah, que vino a ser m f m e d f p ^ e T

señal Ysu ™z' naqT e i r v r 7 s ie T p dre° ( « 1 pr° metida surgiendo desde atrás de un crista? dé la nave U ™ t,e™a'ra, soy Lauren t. . . E1 sacerdote p ^ ec ó ñ o 0 ^ 7 ^ ’Oír nada. El estaba en lo suvo ri m l T qUererhacia U1 mujer siempre en vuelo y en el nusmo°lu“ nable

hora y en la hora de nuestra muerte, amén.

hizo con los demás, y por e s c T ^ CSt° S P,apeles’ nunca lo que ya andará por el tercer n a / d í * envi.arselos. Supongo pues bien, mónteselos y lea líe la .anteoJos superpuestos,de la cómoda donde brilla la luz d i t * CUarta Saveta gen de no recuerdo qué'santi n í h WÍ* JUnt0 a Uantiguas: aquellas sobre el crimen y cuánto ^ Sm° ^ saber de eso, las de la Cuervo r ' m cuanto venia usted anedas de oro, luego el miedo a p e r f e r i a s 'T “ « 6 m° 'SU ocultamíento baio la« i-,,™. • , en otra guerra ycadáveres de reses d u ran te“a “ a u T ’e ° S '" T " 05 S° bre los tella y demás atrocidades Í l T c L Í l Z l ‘° h T U 'CCn' que no se trataba de una sola por asento s i „ í ? ” P° r‘ Durante ce rto tiempo ,a h a c ie ra ^ r e e / a ^ t u Z

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de esos capítulos de barbarie, suyos o del vecino, y lo res­tante sólo un asentam iento: campos y campos donde los animales mugían, se- encelaban, reproducían, cruzaban, eran vendidos y comprados, y nunca supe para qué se ven­día si luego se iba a comprar. Pero el corazón del estable­cimiento estaba ocupado por lo que aquellas cartas conte­nían, y esas se hallan en buen orden. Las demás, desde el viaje de bodas de Encarnación, las robé y se encuentran a mi cuidado. Sólo las conocieron, siempre por separado, su ahijado Macario y el cura dei lugar, no dando crédito a veces a lo que oían y pidiéndomelas para comprobarlo con sus ojos. A fin de disimular la quita puse debajo del montón unos libros pertenecientes a mi madre y a mi tía , novelones encuadernados en fino cuero de Rusia y con títulos dorados a la hoja. No los saque, en realidad en ese sitio todo deberá ser lo mismo, novela, porque tales cosas nadie las inventa, se van tejiendo solas.

Y ahora, para que la nuestra se vaya integrando, voy a hablar de lo que descubrí hace años yendo a la Capital a pedido del notario de Encarnación, las partidas de naci­miento mía y de su ahijado, y algo más. Yo soy Laura Ka- disja Hassan y Cienfuegos: Laura, quizás lo soñado por mi madre; Kadisja, primera mujer del Profeta, por el nombre de mi abuela paterna que lo llevaría a mucha honra, siendo mi abuelo y mi padre, ambos, Mohamed Hassan. La docu­mentación se legalizó en la ciudad árabe de Medina donde en una hermosa mezquita se halla el sepulcro de Mahoma por haber muerto allí luego de Vu fuga de la Meca, en lo que se llamó La Hégira. Pero yo, Laura Kadisja inscripta en ese lugar, nací en realidad bajo una tienda en el desierto de donde fui trasladada por mis padres a Medina, como consta en el documento en caracteres arábigos mandado a traducir por Encarnación a una Universidad española.

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p o d e / d d n o ^ o t K * Í S " “ ', *coP,a con mi mano para llevársela A n trJ ; ' ° !“ unaEncarnación y el CaPpit á n £ cuando é s « ™ varios anos de muerto í upan *■ • , ^ llevabarechos sucesorios] volví a la u s a v T 2 ? ' " T " 0* de’ que dos personas desconocidas atestiguaban n 'h Pt P d “ diante sus firmas sin duda muradas f K CCh° me‘•eyó junto al fuego de l a t t u T d e po rceL " £ T '° ted oyó hablar, estuvo un rato en S i ,qUe “f silencio del que yo hubiera querido s o p T tta T f L T

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3 'Sr5 w ^ £ r 3

En adelante, pues, la hacienda será cóln Encarnación testó con una cláusula de sustitución ’ ^ qUC reservo el derecho de hacer de Las hf»h* ftltuclones> 7 me Y con esto digo que incluso um u T & l o ? ueLme Plazca, limites harto ampSos destinada a e n T ^cía a quienes les da por escribir poesías nn v X apanen' paraísos sociales que nunca van a Uegar a vcTsC D o M r” 3]

nubesral^donosasCd^e^ríbáeS' Venfi medida Ojalá las de abajo mientras mis orates ru^ierTsus fontasíasb<Y ^ U es posito: s, ya desenterró el oro, haga c o r ¿ r t W g L ^ d e '

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tuna roja para que mi gente paste en paz, o los furiosos, que también los hay, la emprendan contra mí en área despejada.

En cuanto a las cartas que tengo en mi poder las re­tornaré a la gaveta que les corresponda en la cómoda, esté usted viva o muerta cuando tome posesión de la hacienda a fin de hacer lo que tengo pensado. Alguno de ellos las recibirá para armar la gran historia de Las Nubes. Estos extraños seres relatores por nacimiento saben ordenar los datos, llenar lagunas a fuerza de imaginación, mantener a la gente en vilo con los posibles finales, porque todos queremos eso, saber cómo termina algo que muy bien sería lo de no acabar.

Juvencio podrá quedarse ahí o en su propia hacienda, siempre me recordará a unas moras, pero ese capítulo es sólo nuestro, no se inserta en las cartas y por lo tanto no será registrado sino en mi inofensiva memoria. Muy al final de nuestra existencia compartida supuse que él era su hijo, algo desconocido por todos ahí. Que ocupara usted una cabecera de la gran mesa del comedor y él la otra, quedando Fráuilein Hildegard y yo en los laterales, que aquel día de mi solo de piano él estuviera sentado en el suelo mientras la servidumbre se hallaba de pie, podía haberme abierto los ojos. Pero no fue así, vine a saberlo casi con seguridad me­diante la última carta de Encarnación respecto a su legado. Y qu é inquietante fenómeno, hasta hoy me pregunto cómo de una mujer con un hombre adentro pudo nacer un caso a la inversa, o ni siquiera eso, y a quién recurrir por explica­ciones si todo es silencio al respfeeto. Pero al menos a usted no la desmemoriaron, no le arrancaron lo que era suyo co­mo a Eulalia, aunque sí fuera obligada a remar en las galeras reales tanto como ella y yo. La hacienda tenía, pues, algo más, y qué será lo que habrá ocurrido en estos últimos diez

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p ro v e c h o Z I Z ? , ? ° dihP¡d^ s en nuestro

„■>. ™ L " Z ^ r ü í i ' 7 ,|!" jo V“ T d'. n i . « , . . . . ¿ £ ^ ¿ & J g Ü Z ¿rede en las novelescas y abultadas ra m p t« a i

Cienfuegos, es claro, cuando usted todfvía eraToven Luelopagan con lo que ellos llamarían la confianza y finalmente

unas vasijas de oro robado Pem la X analmentevirtuosa L a9 J V ? a mm%m ^ servidora* 5 * S Sz :: íz'z ZZ¿zzzvzzs“zMrcolindante debía pasar a manos de Juvencfo As/ lo ’ha hoy: desde la muerte del padre de M ^ c a l a n u n c i a ñor el mismo hace tantos años en la cana que usted guardara

la p res cid d dó n° r r ? “ ^ j f 0 d tÍemp° de ^ v e n c ió para a prescripción trem tenana de un bien vuelto entonces a

T e c u Z o F°m° “ tÍemP° S anteriores> «a hacienda Los Recuerdos hs que yo me gu/o por las leyes de un SagradoLibro donde se lee además de otras sentencias: “Junrnráentre nosotros nuestro Señor; luego fallará PntrP con la verdad. Y é, es el f a l la d o ? ^ ^ ' E le

tula Saba por asi llamarse una floreciente ciudad destruí-

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da en el desbordamiento de una presa como castigo a susculpas, vea las cosas que vino a saber aquella joven vestida de rojo que usted amenazara con el caño de la escopeta el día de la despedida. Pero juro que quien escriba la historia de Las Nubes la va a realizar completa, esa será la presa que yo haga desbordar en nombre de mi Divinidad y que así conste.

Entre la primera y segunda gaveta de la cómoda se halla algo que usted no conoció, pues pertenecía al com­promiso secreto del Capataz que fuera su antecesor, y lo que se lee allí, siempre referido a las iniciales R.R., es su historia, Refugio. En aquel tiempo me pasó inadvertida, pues yo buscaba otras cosas, la mía propia, y además no conocía su apellido. Hoy veo todo aquello como una espe­cie de juego de palabras, el fuego cruzado de los Cienfue- gos. De la casa donde hemos vivido Macario y yo a la ha­cienda se alimentó durante un largo tiempo la siniestra bola incandescente que iba y venía, y en el corazón derretido a millones de grados usted, la inocencia que cruza la cerca en busca de un borrego perdido, el amo y señor que se le aba­lanza, la lleva a un mísero cobertizo y la posee por la fuer­za. Luego el mismo hombre de sangre caliente que asesina a su socio en el usufructo del bien en tierras para quedar solo, y usted apareciendo como móvil del “ crimen pasio­nal” , pues según se ventila en el juicio ambos la codiciaban, interviniendo luego como atenuante la defensa propia en un episodio de reyerta. Y todo eso mientras su hijo se gesta. Se lee también allí que los Cienfuegos la adiestraron en la men­tira durante el proceso, y entre burlas sobre su estado se de­cía que una de las veces en que usted fue llamada a compa­recer lloró durante el interrogatorio poniendo sus manos sobre el abultado vientre, por lo cual se suspendió la sesión como acto de humanidad. Pero lo que hubo por allá adentro

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en ,os ,aberintos de la Justicia fueron promesas y amenazas y eso constituyo la clave de la absolución del cu lp ó le No destruya, pues, ese miserable memorial, puede sertu a i!, venció en su alegato por Los Recuerdos como bien heredT ano, y yo se a qué legajos integrarlo.

Usted h°y dl'a « ta rá ya muy vieja, porque sobre Maca-fpF ^'A°a eSt° S d ez años fueron un fulgurante minuto de lafelicidad, aunque cuidado con quienes ya t u v k 7 ^ n t o n c l l

goLCX ° e SsaaT c ld OS’ k PreSb¡CÍa Cn aum ento- 1* ‘adera des-gonzada, esa decada pesara como un siglo. Pero vo sé n.,rr o h íd “ r° bie dC SU nombre> y no uno sino muchos un robledo, y por eso le escribo sin rodeos el árbol deperennes, bellotas amargas y dura madera no puede caer*solo muere cuando lo abaten a hachazos, y tal cosa será oúnico que yo no haga ahí, vengarme de usted q u e tn cierto

m aestra'alem am f'p" ^ Wf gang ^ d e u s V d i a n t e la aiemana- Pero que nadie ose tampoco, y ya que dede W osScomnta ’ d m ibar h araUCaria gigante, eb o V eria lejos como si me esperase en exclusivdad ese ejemplar

teC esTadUV v raCdrt0 ***“ " ° che i^ v id a b k d ”ampoco sustftuh e l n0ttCI'S reSpeCt° a mi persona' Como mpoco sustituir con ningún otro sistema de provisión de

agua interna el al-yübb de los ayuleinc u • p : s on ae sente hasta en mis sueños J ’ '° Slg0 t“ ‘,endo Pre'am„ Y no’ " ° he, quedado sola en este mundo conocí el amor y eso viene de Aíah. ” conoci el

Yo, Laura Kadisja.

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Laura Kadisja Hassan

El viaje nocturno (*)

• . .Y que con las artes escénicas que me propuse apli­car, ya que toda mi vida parecía haber sido un teatro en función continua, logré sacar a Laurent en un carruaje alqui­lado para llevarlo a conocer el mar, su mar como él lo llama­ba a menudo en la duermevela sin recordar después lo que había dicho. Y esto, Dios de las estrellas de allá lejos según mi tía Encarnación refiriéndose al mío, y para quien el suyo debería tenerlas más a mano, fue tal vez la manera de ganar la indulgencia plenaria a mis montañas de pecados, algo que ni uno mismo reconoce cuando lo recibe. Laurent, en tanto, entusiasmado como un niño en la aventura de cambiar de aspecto y salir a un mundo desconocido para él, decidió vestir con un impecable uniforme marino blanco de gala, la sugestiva gorra y el complemento de un bastón de mando de caña de la India, fuera o no para el caso, según dijo ensayán­dolo ante el espejo, todo de mi fenecido tío, en realidad su exquisito abuelo. Y yo apelé al gran ropero estilo Luis XV de Encarnación que me dejó sin hálito al abrirlo, no sólo a causa de la inmensidad de su contenido sino por el perfume, desde luego francés, que había quedado retenido allí en tes­timonio de los gustos maritales para obsequiarlo. De modo que luego de recobrar el sentido y poder así pasar mi mano sobre aquella exposición de tactos y colores llevados a una especie de delirio, seleccioné un^vestido de terciopelo car­mesí y una sombrilla del mismo tono bordeada de encajes superpuestos. La robe de alta costura se me adaptó sin el menor esfuerzo, y cuánto, sin embargo, de misteriosa pre-

(*) Al-Asra (El viaje nocturno), Koran, Azora XVII.

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destinación en todo aquello a pesar de su inocente desafío lü camafeo que aún estaba prendido al cuello del flamígerotraje y mi moño en lo alto de la cabeza me transformaron de pronto en una Encamación pigmentariamente distinta pero en la que creí descubrir nuestras raíces comunes, un voluntarioso gesto de los cristianos Cienfuegos ante el avan­ce hacia Occidente de un Islam combativo. Y cuál nuestro Carlos Martel si estábamos la una dentro de la otra y Lau- rent al medio. Habíamos peleado por Laurent en Poitiers, de eso la historia no sabía nada, aunque el grito victorioso parecía estar de mi lado si era yo quien había sobrevivido (. • *) Los transformistas quedamos por unos minutos sin hablar ante el espejo del impresionante mueble blanco y dorado en el que se repetían, entre diversas molduras, unos pájaros en vuelo que hubieran podido quitarse del lugar manteniendo su volumen corpóreo. Todo era refinamiento allí, pues, el contenido, el continente. Aunque también parecía que las cosas se nos ofrecieran o nos cayeran como manejadas por un pensamiento de futuro en el acto en que habían sido sólo presente.

- Te has convertido en tu abuelo a la exacta medida física y lo que debió ser su apostura -d ije al fin frente a nuestras im ágenes- no sobra ni falta un ápice en las medidas de ese traje, me explico ahora muchas cosas, y una es cierta expresión aparentemente desmedida de mi tía sobre el Capí- tán Belleau y quien lo recibiera en el más allá, un adorno para su cielo.

Gi acias, mi Balkis de Saba, por lo que me toca como halago. Pero yo he tratado también de interpretarlo en todo lo demas- Leyendo y releyendo aquel Cuaderno de Bitácora con tanto olor a humo y tanto amor a un buque del que de­cía formar parte, y luego las cartas que me dejaste a mano como también se puede hurgar en las fotografías cuando se

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sabe mirarlas, decidí un día, mientras alimentabas a tus invá­lidos de acá arriba, conversar de hombre a hombre y se lo pregunté todo. Sólo que para que me atendiera tuve que agazaparme en él mismo, pues lo importante de la respuesta somos nosotros instalados en el otro, asumiendo totalmente hasta sus más filosas aristas.

— ¿Y qué surgió de ese extraño diálogo de dos en uno?— Que lo comprendí. Y o, el amante sin fallas, como así

quiero creerlo, de la mujer ensueño, de lo que estoy seguro, vine a saber que eran los demás quienes quedaban enajena­dos de su sexo ante él. La perdición provenía de su atracti­vo, cierto, pero él no llevaba ese timón como el de la nave, los de afuera se debilitaban en su presencia tal cual le habrá ocurrido a mi abuela para que naciera mi madre de aquel supuesto milagro.

— ¿De modo que lo justificas, nada menos que tú?— Sí, porque en él debió jugar algo más, un trágico

poder de fascinación involuntario. Y cuando escribió en la bitácora junto a la brújula que es casi un ser viviente, y en­vuelta ya la sala de derrota por el irrespirable humo negro, aquí solos Dios y yo, sabría ya del rescate del cadáver para ser arrojado al mar amortajado en la lona blanca como lo pidiera. Porque no es exagerado pensar que hasta Dios mis­mo, en fin. . .

Reímos a carcajadas ante tan atrevida sospecha llevada a los extremos de la herejía, condigna, por otra parte, de nuestra metamorfosis. Y bajábamos ya por la artesonada escalera de madera y bronce en medio de la profusión de luces que yo había encendido antes como para unos espon­sales, cuando de pronto se vio, se oyó algo de la naturaleza de lo insólito: desde una masa informe de criaturas al pare­cer humanas que se sostenían unas a otras junto al último

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rellano y por detrás del barandal una voz aguda gritando como desde el otro mundo:

— ¡El Capitán, el Capitán que ha vuelto, Dios sea loado!

Percibí en el brazo del que iba tomada la vacilación de quien quiere suspender la marcha quedando al medio de un circulo mágico donde de pronto se hubiera concen­trado algún poder ajeno a nosotros. Pero yo no iba a permi- tirlo, mi decisión de marchar hacia adelante era absoluta.

Prosigue, Laurent, sen ellos, los precipitaríamos a un abismo si les dijéramos que eso no es así -m urm uré entre d ien tes- no vacilemos en continuar adelantando.

Atraídos por la luminosidad del salón tantos años en un claroscuro de ausencias, y además por nuestras risas en cierto modo lo único vivo que parecía flotar sobre los es­combros del pasado, el submundo de la casa Cienfuegos se había arreglado para llegar hasta el lugar de los aconteci­mientos luego de tanto silencio y tanta muerte, y componía su leyenda. Laurent Belleau acababa de regalarles la fantás­tica reaparición del amo, y quién podría quitársela en ade­lante si quizas el único que mantenía aún la vista había transmitido el mensaje. Estremecidos, pues, por aquello en lo que a veces se interviene sin saberse actores, salimos entonces siempre tomados del brazo al jardín frontal de la arrumada pero lujosa mansión cienfueguina, donde la mujer del banco permanecía al firme esperando. Era aquella una noche muy sugestivamente lunar por la proximidad del planeta Venus como sucede en cierto régimen de conjun- ao n especial para los de acá abajo, un mundo tan ferozmen- te regido desde arriba. Pero Laurent pareció no advertir o no querer hacerlo, el fenómeno celeste, la luna simulando

rp7 ^ arSe ki P nCta Verde’ pues ^ de Pronto sin ningúnrecelo visible mientras subía al carruaje que nos aguardaba y

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para tenderme la mano, al tiempo que nuestro hombre se hacía cargo de una canastilla con alimentos que yo había dejado sobre el asiento de piedra horas antes:

— Mañana comienza el sol como amo del día, será do­mingo y yo veré mi mar. Y no creo que ese mar pueda vol­ver a repetirse, se nace a algo así como se muere, una sola vez.

— Entonces hoy, todavía sábado, estaremos en Saturno —agregué yo talenteando o pretendiendo disimular algún mal presagio, y ello también porque Luarent, disfrazado de Capitán Belleau, infundía cierta sensación de distancia debi­do a otras causas aun irradiando desaprensiva juventud.

— Soy Solario, no lo olvide usted nunca. — ¡A soltar amarras, mayoral, adelante con lo que es suyo!— Y mi abue­la se equivocó al dejarme el rubí de su antepasado, mi pie­dra es el crisólito.

Aquello, mezclado con la broma del atuendo y la voz engolada que salía artificialmente de una tan dulce garganta, fue una novedad para mí, mas la acepté sin discusión. Lau- rent no tocaba nunca el fin de las noticias, sus datos de re­serva parecían agregar a cada instante algo nuevo.

— Y yo no tengo ni anillo ni bisabuelos conocidos, ni sé del planeta que me rige, qué gran ventaja os llevo, Señor del Crisólito, la profunda ignorancia.

— Usted es de Venus, Madame, su día fue ayer viernes, y yo lo recordaré siempre, subyugante criatura de las unio­nes libres en la cala del barco anclado. Y ni decir en el cuar­to de baño para un rey, ¿pero qué de la reina de Saba y su visita a Salomón, tendría éste ufo cuarto de baño como de quien era, un rey de verdad?, pues yo no lo creo.

Nuestras fuertes risas debieron sobresaltar al hombre del asiento delantero, el corcovo de los caballos indicó de pronto un látigo manejado con mal pulso.

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de c h ^ l i v i a t qUé am° d d ^ SCTá? ~ d‘je Cn t0 n ° m enorLaurent pensó un momento. No, no iba a adivinar, sólo

M i z ? que alcanzara en cuaT a «piieaeión se vería resba­ladizo y raro como un pez de hondura de su desconocidomar.

- Simulan llevar las simples riendas, pero lo cierto es que se hallan decretando destinos, señora, son semidioses rústicos, cuidado con su tipo. Eso si no eskn alíd o s ade­mas, con nuestra conciencia, porque la conciencia va dondep lazarnos ^ ™ ° cuallJuiera sea el sistema de des-

secruir *7 “ ^ ’i S‘ Ze Venus? ~ P reg™ té aún paratro heraldo h-1 0 T puntiagudas orejas de nues­tro heraldo de la noche, que parecía ser eso y no otra cosaalgu.cn que hendía la oscuridad resquebrajándola con k oscilante luz de los faroles, el ruido peculiaí de la marcha mas que nada un concierto de varios que mi oído formadZ

m is y r ¿ 1C„ochae reCOglend°- Per° ^ ^ " a- Su color siempre el rojo de aquel vestido y también

el de este, he guardado los pedazos del primero en el arcón de las cartas y algún día vendrá quien pregunte lo que todo aquello Signifique, pero sin que nadie pueda explicarlo El no haberse entregado como misterio a descifrar eso debió haber hecho mi abuelo francés, pero parece que se dejó des­mantelar. Las cartas y los recuerdos en tela ro k se án mi aparejo completo, madame. mi

Quizás proviniera del carácter nocturno y furtivo de nuestro v,aje lo que me llevase a posar de niña tonta In la? preguntas como quien silba en la obscuridad pretendiendo hacerle frente Pero lo cierto era que todo se percibía como inquietante, rafagas de eternidad pasaban por mi cerebro!

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llegaban a la gran meseta pétrea de mis ancestros, volvían a golpearme el rostro aunque pretendiendo acariciar. Sabía, por otra parte, que Laurent estaba en espera de más diálogo, cuando ya con cierto amago de temor al ridículo lo interro­gué sobre mi perfume.

— Mirra —dijo sin vacilar— aunque según mis pesquisas debería ser la canela, pues Venus-canela-verbena forman la trilogía. Pero eso no cuenta, fue mirra lo que yo olí desde el primer momento de una aparición en la escalerilla al só­tano de diez años atrás. Descendía a raudales de la piel, de la cabellera suelta, algo en que no acerté, recordemos que yo había conocido con trenzas a la niña de los autorretratos enganchados al palo. Y tampoco adiviné el esplendor de los ojos, ya que el fuego negro y en llamas oblicuas no estaba en los dibujos. Qué pobres los esperpentos de la criatura, pero cuánto me supieron decir. . .

Aquello, tan lejano y tan próximo, tal vez más próxi­mo cuanto más lejano, volvió a llenarme de aprensiones. El tiempo marcado por el gran reloj de péndulo del salón, por el carillón de la Capilla, parecía tenerme bajo un hechizo, todo lo que contuviera eso, tiempo, me provocaba esca­lofríos.

— Debemos dormitar —sugerí entonces— los esperpen­tos también tienen sueño y el viaje será largo, señor del cri­sólito. Pero mañana cerca del mediodía estaremos en su mar, Capitán. . .

— Recíteme antes, pues, alguna aleya de sus Azoras —dijo— o mejor lo hago yo, casualmente la que recuerdo es la de El viaje nocturno, nunca%lpensé que lo viviría: La loanza a Aquel que hizo viajar a su siervo de noche, desde la mezquita la vedada hasta la mezquita la remota, que ben­dijimos sus contornos, para mostrar nuestras señales. . . Laura, lo cierto es que te amo definitivamente, no lo olvi-

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des nunca -susurró en mi oído dejándome erizada con su al!ento" aunque me olvides a mí. El amor v el aue

ama sostienen cada cual su vida propia, además de pertene­cer a la misma rama. F

El hombre alcanzó una manta muy bien doblada lo

sin'entenderl qUe ‘l í ^ * ° <d° t0d° ^ aunsin entenderlo pero dormir era una operación que incluíael abrigarse el cuerpo, y él un servidor incondicional El abrazo de Laurent ofreciendo su pecho como almohada me envolvió desde entonces en una forma que cierto Juvencio de unas ya sepultadas cabalgatas de adolescencia no hubiera podido jamás emular. Eso pensé sin saber por qué sombría asociación de ideas cuando las vejeces ya derrumbadas pre­tenden levantar su fantasma de entre ruinas. Pero es inevita­ble el resultado de un simple roce evocativo antes de empu­jamos al abismo del sueño. Y me encontré allí con él v no con Laurent cuyo corazón latía bajo mi oreja. Y mi caballo de aquel tiempo se apareaba con el suyo en una extraña coin­cidencia vientre a vientre y apenas si moviendo ambos los cascos, o mejor haciéndolo sin tocar el suelo. Ibamos atrave­sando morales cargados de pequeños frutos y mis pañuelos no daban abasto, mas moras en el aire, más pañuelos para ponerlas, mas tuigencias de senos desnudos al sol de quien debiera ser la encorsetada sobrina del ama omnipresente Pero el eunucoide Juvencio ya no miraba hacia otro lado como entonces, sus ojos se me prendían como abejas liban­do el noseque, quizas la leche de mi canela nombrada por Laurent en su afan perfeccionista sobre las preferencias de los astros, a pesar de que fuese la mirra mi propiedad. Y vi de pronto a la prima Eulalia, tan en huesos ya, al regresar tostada artificialmente por mi canela para hacerla aparecer como venida de la cabaña del balneario y no de un parto a escondidas en la hacienda. Sí, era la madre de Laurent ro-

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bándome mi color de piel como yo le escamotearía alguna vez al hijo que nunca le dejaran ver ni siquiera recordar. Pero en realidad sí se trataba de mirra lo que yo olía en la gaveta de las cartas coleccionadas por la vieja administradora Refugio, aroma, ineficaz Juvenció, que luego trasudaba en mi cama de las fantasías nocturnas, y que aspiraba sacándola de las partes gratificantes de mi cuerpo en llamas.

Y Laurent, respetable Profeta de la Luna a quien invo­co por vuestro corazón exprimido para vaciar en gotas de sangre negra el pecado original, el mismo Laurent sobre cuyo pecho había dormido una noche entera soñando con un pobre cancerbero sin sexo, me despertó tiernamente aquel domingo, me besó como sólo él podía conseguirlo, y luego me ayudó a descender del coche, mi sombrilla roja plegada rivalizando con su bastón, en el solitario camino de terreno firme que nos llevaría luego a pie hasta la playa.

— Este es el primer sol de otoño, Laurent, todavía está cálido, pero la gente ha huido por un prejuicio llamado al- tnanáj, es decir que se mira esa cosa dividida en meses y se corre hacia las cuevas. Y así el sol queda solo como un men­digo que tendría tanto para dar.

Laurent se detuvo de golpe, me abrazó hasta dolerme y luego dijo: ,

— Has amontonado tantas verdades en dos frases que ni tú misma serías capaz de desentrañarlas. De repente he vuel­to a recordar a mi abuela Encarnación, tendría no más de cincuenta y cinco años cuando murió y cuánto guardaría aún en sus entrañas, era como un verano a la tarde, lo llegué a sentir últimamente en sus abrazas. ¿Pero es que alguna vez las mujeres se apagan?

— Creo que no.— Entonces el que queda solo es el fuego, todo por cul­

pa de tu al-manaj. Y el hombre de los destinos que se man-

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l o o

tenga también en lo que sea donde lo dejamos y coma de la canastilla lo que le apetezca, el ayuno de tu Ramadán no es para cualquiera.

- Nos alcanzó la manta, además de conocer su oficio en os oscuros caminos debe tener un alma tierna. ¿Pero hablo contigo mientras yo dormía a plomo?

- Sí, y siempre me dio el trato de Capitán, ios oros de mis entorchados y alamares lo tenían deslumbrado. Y no me quedo otra salida que recurrir al contenido de aquel Cuader­no, no sabiendo si el hombre hubiera querido que yo mu- riera P ^ a mejor redondear el asunto como así lo fue, aun­que a la vista estaba que me habían recogido con vida en la operación de salvataje mientras aún respiraba, según le dije. Hacia la salida del sol, y cuando por primera vez lo vi surgir desde tan bajo, se detuvo en una posta a enganchar caballos de refresco. Yo coloque tu cabeza en el respaldo y bajé con

¿ Y qué viste, insigne navegante, en la mísera tierra?- Vi mundo, respiré, olí mundo. Y principalmente eso,

\ oior’ me trastorno llevándome a aspirarlo con ansiedad evorante. Era una mezcla de hombre, animal, pienso, café,

pan recien horneado y uno dudoso que luego supe se trataba de orines pasados de tiempo. Recordé que un día se me ha­

la caído alia una botella aneja de no sé qué cosecha deján­dolo todo perfumado por fuera. Pero el olor a mundo era diterente, un compuesto o una combinación, no lo sé que lo hacia sentir a uno parte del todo.

Ibamos acercándonos a la cabaña costera, aleo que constituía otra obsesión, y no menor, de Laurent, estába­mos ya en su puerta hecha con troncos. La gran llave de hierro colocada exteriormente como diciendo aqu í los Cienfuegos y nadie más, le causó mucha gracia. Pero observé su emoción al hacerla girar con dificultad y o ír su chirrido

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Y ese mismo e irreprimible sentimiento adentro de la estan­cia abandonada. Laurent lo abarcó todo a un solo golpe de su visión globalizadora y circunscripta al mismo tiempo» algo parecido a la de aquella mi primera invasión de su reino en el sótano.

— De modo que el Capitán Belleau había recalado tam­bién aquí, y con qué imaginación en el proyecto náutico —dijo como para sí— ojos de buey por ventanas en los mu­ros, un timón en la chimenea, sextantes, largavistas, un par de mandíbulas al parecer de tiburón, mira sus tres filas de dientes. Y el infaltable velero en la botella, nunca había visto uno sino en figuras, la señora me lo tenía prometido, quizás fuera éste. Y mira, toca con tus propias manos, una colección de pipas, a través de ellas puedo ver ya a mi abue­lo inclinado sobre su diario de a bordo fumándose la inmen­sidad como si nada fuera.

— Y literas superpuestas muy incómodas para el amor, por cierto.

— Y un amor que no irá a reparar en literas, pero que si provocara hambre nos llevaría como lobos a recoger los so­brantes del mayoral.

Al tiempo que nuestra risa llenaba de vida aquel simu­lacro de barco anclado en la soledad, Laurent me estrechó en un abrazo de los suyos, esos que terminaban siempre con un pedido de aire de mi parte. Pero yo sentía fluir, tal él lo había dicho en una lejana ocasión, más allá de los cuerpos, en una especie de minuto neutro, de pausa irrepetible, algo como un destello, una reverberación.

— Laurent —dije sombríamente entre escalofríos— he visto el resplandor, pero con cierto signo amenazante y no sé por qué cuando en aquella primera vez de nuestro en­cuentro todo fue promisorio.

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El me tomó de la mano y nos encaminamos así a bus­car asiento en una de las literas cuyo techo tocaba su cabeza obligándolo a doblarse. cza

- Y yo oigo golpear afuera a mi soñado mar que toda­vía no he mirado de pleno, ese es mi resplandor T a u k ls debería sentir algo de la advertencia. Sin embargo no es así vuelvo hacia atras de nuestras vidas y te veo siempre esa sera la formula para el cualquier día menos pensado La in­vertirás y me tendrás, te lo prometo nuevamente como si nos despidiéramos junto a un tren que no vuelve, lo único que no alcance a conocer, mira qué poco me faltó del ati­borrado mundo, un bello monstruo de esos. El hombre que

jc 7 sin duda" trCn Sería mÍ marCa ^ k feria’ Una~ Por Alah, no hables de marcas aquí ni en ningún

ado estando yo presente. Un día allá en Las Nubes me lleva ron a una yerra faena terrorífica que siempre y no sé por que termina en fiesta, y yo eaí enferma. Recuerdo que co-felfc’id a d í “ “Y 1 ammal\ gritando como embriagados de felicidad o para enloquecer al perseguido, lo volteaban, ma-m¡nland yi r eStamp ,an en esa condición indefensa la igno- mi ía del hierro candente. Todo era rápido, vertiginosoincluso la carrera que emprendía después la víctima lL radácomo no queriendo saber ya nada más del hombre que 7ohabía fogueado mientras vería girar el cielo, el campo yc°mo palpitarían sus inocentes entrañas. ’

clavos" Teng° entendid° que así fue también con los es-

- Pero con la diferencia de que el esclavo podía lueeo odiar mirándose la marca, mientras el animal quedaba sin saber que la llevaba encima. ¿Mas por qué recuerdo todo eso precisamente hoy, el día de tu mar?

~~ Besame, Laura, y con marca.

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Pero quien besó fue él, mis labios estaban fríos, dete­nidos, asépticos luego de un tan largo y casi feroz tras vasa- miento de salivas en toda nuestra vida, flora microbiana propia de cada cual, dientes con el sabor que deja la noche.

— Laurent, te amo, y perdóname lo de este beso que no fue.

— Yo también te amo y no tengo nada que perdonarte. Pero déjame mirar esta cabaña una vez más, cosa por cosa como inventariaran tus alguaciles de aquel tiempo a la muer­te de mi abuela. Con la diferencia de que en cada pequeñez de éstas sin ningún valor hay una marca, pero no infamante como la de tus hierras, porque es un aura. Tú has visto hoy el resplandor y yo el aura de las cosas, estamos de mano a mano, sin pérdidas ni ganancias.

Y así tornamos al aire libre de afuera bajo una especie de alivio de nuestras ardidas mentes, yo y mis brutales mar­cas al rojo sacadas de lo hondo, Laurent y los descubri­mientos en serie por los que su avaro mundo había crecido en corto lapso, mostrándose dadivoso no bien se le supiera tocar la joroba para la buena suerte. El aire, entretanto, em­pezaba ya a cambiar de estilo, el olor descubierto en la posta del camino iba a ser barrido, lavado, sustituido fieramente. Yo recordaba el mar desde pequeña, Encarnación me había enviado con su séquito a pasar una semana que se me desva­necía en la memoria, aunque dejando intacta la ubicación y el aspecto exterior de la cabaña.

— ¿Y ahora qué? —dije virando hacia el envés de mi vida con el terror de recaer en aquel desértico paisaje sin Laurent, algo que le om ití porqpe era largo y difícil de con­tar, malograba el presente como una visita inoportuna al minuto cumbre del amor.

— Ahora únicamente de nosotros este mar, la heredad de mi abuelo. Pero si los poetas y los pintores, siempre tra-

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rando de reducir a síntesis lo irreductible, no me lo habían contado asi, si el verdadero mar era inenarrable, si se trataba

0 un cielo en movimiento, cómo representarlo en la pince­

larse q u í te 6 ^ OU qUe eStalU “ ° bl« ada a es'Quedó detenido unos minutos en la especie de éxtasis

de un ciego que cobra el universo como una e x p lo s io n e

d t a s t ó enS Ur P° r ° traS' Lu^ a4 ó a° aireh n ,W n ’ Chaqueta' la Sorra, * descalzó invitándome a imitarlo y empezamos a cammar hacia una enorme piedra negra de forma piramidal que sobresalía del esquema rocoso del lugar. Me tomó al fin de la mano y dijo ya con su reco brado tono sencillo y no el solemne del viaje para despiste del cochero: “Laura que fue toda la vida el sol de Laurent y desde ahora el mar de Laurent, qué fabulosamente antigua esta piedra y cuanto.calor retendrá por los millones de años que el sol la cubre. Con cuatro cosas así, Laura, sol piedrala vdda ana ^ y podría romPerse la finé red dé

Siempre lo dicho por Laurent tendría algo de profecía para mi, y no hay profecía sin miedo. Y ese miedo emanaba también de la soledad, el desconocido a lo lejos viéndose su coche como un punto, los pájaros marinos quizás avizorán-

onos como futuras presas, el mar en su lujuria avasallante allí tan cerca, y mas próxima aún la voz sin distancia de Laurent hablando de una posible quiebra de la existencia.

- tY que haremos desde ahora? —pregunté volviendo a descubrir fragilidades interiores que no hubiera debido mostrar. u

Por un momento pude percibir que mis desiertos se avergonzaban de mi, yo era menos aún que un grano de su arena, la cruza quedando mal balanceada después de todo Un detrito del propio azar, eso habría llegado a la playa

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desde tan lejos, el lugar de donde viene el padre atravesando siglos. Laurent me miró con sus ojos verdemar que acababan de cobrar la plenitud del color y dijo eufóricamente:

— Haremos muchas cosas. Pero lo primero, luego de orinar al aire libre y a favor del viento, placer que nunca tuve, será correr hasta las otras piedras negras gritando aque­llo de ¡Thalassa, Thalassa! de los diez mil griegos. ¡El mar, el mar!, uno puede estar siempre virgen de algo, y ese grito retenido era mi virginidad, Capitán Belleau padre de mi ma­dre. Y además quiero ver las huellas diferentes de nuestros pies cuando volvamos.

— ¿Tan sólo eso?Y besar las tuyas aunque se me llene la boca de are­

na, y tragar después esa arena sin remilgos. Thalassa y Laura, gracias por estar ambos contenidos en el mismo argumento, mi vida al lado tuyo fue un relato sin fin, no dejes de conti­nuarlo tal aquella que tú conoces más que yo, te vuelvo a prometer, como ya lo hice cierta vez, hacerme presente des­de donde me halle después de esta vida si sigues relatando, ante Dios o quien sea, aun ante nadie.

Volvimos de la carrera sudorosos, jadeantes, traspasa­dos de todo lo que el mar contagia al aire, incluyendo los chillidos de las gaviotas mal templadas como él las llamó, aunque sintiéndolas superiores, según dijo, por la falta de límites a su libertad. Mi sombrilla roja que había quedado junto a la roca voló en ese momento abriéndose de por sí, exhibió las mil piruetas que ensaya el alma perversa de las cosas y se internó en la rompiente como cierto lejano día lo hiciera también un sombrero dehese color en una huida de su dueña por los campos.

— Y rescatar la sombrilla de la mujer amada, una quin­ta admisión del algo más, iré por ella, mira, Balkís, cómo me provoca abriéndose y cerrándose sensualmente.

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Y Laurent empezó a encaminarse hacia la costa, bello tal un antiguo dios de oro, con los brazos abiertos para abar-

Tforlmerr™ ^ ÍnfínÍt° ^ "° haWa ¡ n c l u i ' d o ™la primera noche del cielo.- ¡No, Laurent, tú no sabes, nunca lo has hecho no

me dqes sola aquí presenciando tu muerte, regresa!Era algo insólito escucharme a mí misma vociferar asi

Diez anos entre susurros al lado de un hombre por la más extraña unión que pudiera concebirse habían deshabituadoraXufer"1* a V,ol‘f ela’ el cordaie su“ l. aunque apto paracualquier momento de excepción, se encontraba adormeci-j ’ - adt¡mas era de contarse el mar, aquello tan de pleno eterno. Pr° P'° rUÍd° ’ SUS paUSaS ^ furores a ^ m e n, ,“ , ¿Y, el manual de natación, y el banco acojinadodonde hacia mis ejercicios de vida acuática desde los sieteanos en el sotano? -gritó ya en la orilla enviándome un beso al aire con la mano. w

a i n t ™ T a “ ntinuación ha<áa el oleaje comenzando a internarse de mas en mas con la elegancia de un delfínsus practicas en seco se complementaban al parecer con lavocación de un fauno extravagante entre animal y vegetafquizas sonado por un pez, tal vez él mismo cierto ejemplarsin nombre en las clasificaciones retenido en el acuario deveinticinco"^ Subterraneo Por dos Y media décadas. Sí, r i ‘ "°S Una COnsecutiva l° cura de insano amorde dos mujeres, mientras también dos divinidades diferen­te^ compartirían el secreto vertiendo sangre en un eterno

v e r d ín Senté / nt0nces ,a esPerar junto a la roca negra. En verdad que venía a ser el sol de sus millones de años lo auetraspasaba mis vertebras, aunque resultara algo terrible pen­sar as, siempre en grande al modo de Laurent y „o inferir

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como todo el mundo la calidad de bello al mar, furiosa a la ola, caliente a la piedra con desgastados adjetivos comunes. Porque lo cierto era que todo aquello adquiría al pasar por su alma un tono hermético y no el pobre de nosotros los demás, tartajosos transparentes que de tan claros en el men­saje como relojes de repetición causábamos risa. Y en aquel tiempo que yo no podía medir, pero que representó una es­pecie de minuto alucinante, me di a recorrer entonces la vida del nadador tal si mi propia biografía no estuviese im­plicada en lo que empecé a ver como un proceso de licue­facción en etapas de más en más definitivas. Laurent en el semen del infame burlador según lo había llamado mi tía mientras proyectaba robarle su hacienda en un acto de pira­tería post-mortem, Laurent en el vientre de Eulalia flotando con la misma felicidad de su más próximo hoy día, Laurent en la leche escondida que su abuela hubiera querido darle de la propia fuente, y quizás lo intentara sin verla fluir, pero extrayendo el placer interdicto que ninguna amamantadora confiesa. Luego Laurent en los ríos espermáticos que nues­tro amor había hecho correr sin pedirle nada al factor ocul­to, despreciando la siniestra misión hereditaria. Y al fin el mismo Laurent en su recién descubierto elemento salobre, pero donde sí su antepasado trotamares había intervenido. Y entonces comprendí que realmente estaba terminado el ciclo, que aunque yo debiera quedarme sin mi propia vida Laurent ya no me pertenecería. Gritar, aullar, imprecar, implorar, todos los infinitivos desesperados de la precaria garganta serían en vano, él parecía retornado al agua amnió- tica y allí se había disuelto. %

Cerca de media hora después, cuando el ornamental cetáceo tendría agotadas ya todas las posibilidades de su danza, el hombre que lo encarnaba volvió a la arena triunfal­mente con mi sombrilla en alto. Venía transfigurado en algo

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resbaladizo, sus escasas ropas adheridas como escamas alatlético cuerpo de anchos hombros que me había entregadotantas veces Yo me puse de píe, él me abrazó tal si quisieraestampar su figura chorreante en mi vestido seco, me invitóa rodear la piedra tomados de la mano recogiendo su últimocalor y dijo esto antes de caer de espaldas arrastrándomeingrávidamente como en un sueño: “No me ha matado elmar, jamás lo creas así, muero de mi propio minuto delmorir alia en el carillón debe estarse escuchando el medio­día. . ., , y aquello fue el derrumbe de la montaña que nadiehabría imaginado sino de pie, del árbol enajenado de su des­tino vertical, la contradicción entre el desastre y la armonía. Intente resucitar al amor que se marchaba adonde lo llevara el viento metañsico ofreciéndole mi propio resto de vida por un lampo de la suya. Calentaba mi mano en el sol de la piedra y la ponía en su rostro, su pecho sin latido ya el sexo ausente de respuesta por primera vez como un molusco asfixiado por su concha. Y en esa operación insensata de competir con quien lo dispondría todo me estaba destru­yendo como en un holocausto, cuando di en mirar los ojos de Laurent fijos en dirección a un punto imposible de loca­lizar, nombrar, adjetivar. Una sonrisa cada vez más esfuma­

b a lo iba separando de mí, él parecía enviármela desde otra inmensidad paralela a su mar donde mi pequeñez, paradóji­camente, no tendría cabida, Profeta de las Lunas a quien vuelvo porque en nuestro Libro revelado estaba escrito •

luegoma El volveréis ° °* ^ ^ *Todo lo demás que cuente en esta vida desde aquí

saidra de mis veneros fatalmente agostados, de un alma abandonando su piel de paraíso.

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SEGUNDA PARTE

HILDEGARD PAPELES DEL ADIOS

De hoy -

Yo, Hildegard, nunca escribo. Hoy empiezo. Lo hagoen corto. No en los grandes párrafos de aquí. Los hispanos de esta parte. Igual que allá en sus raíces. Dicen poco en mu­cho. Cuando es mejor mucho en poco. Lo mucho para el Diccionario. Libro aburrido. Grande y útil. Pero sin espíritu continuo. Sin novela. Muy explicativo. Pero leído junto remedio para insomnio. Mejor que contar,ovejas. Luego un día, de hoy en años, ella vuelve a Las Nubes. Siempre se vuelve de algún modo. O casi siempre. Yo jamás soy de cuerpo presente. Y lee. Y corrige. Y adorna. Y ríe o llora. Entonces los papeles entran a la vida. Nacen. Los junto con o sin fecha. No importan fechas aquí. Fechas para Notiz- buch. Lugar para dejarlos su cuarto negro. Y sin espejos. Ella rebusca y encuentra el depósito. Buena sorpresa. Fráu- lein Hilde olvida papeles, dice. Pero no olvido, hago pedazos de mí. Es mi Spaltung, niña. Y sin espejos mejor. Cuando llevo papeles no veo mi cara. No cambio papeles por cara. La sé de memoria como a Mozart. Ella tiene mi espejo de plata en su bolsa. Y se va hablando de un terrible secreto. También huye del bastón de Refugio. Su vestido rojo es una flama entre campo y cielo. Oh, Mozart, por ti se me escapa el estilo. Es tu estilo musical el que ejercito. Vestirme con palabras no puedo. Eso para Goethe, el otro Wolfgang de mi vida. Pero á veces qué desnuda. Sin palabras hermosas o

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bien puestas. Un ave sin plumas. El ave despojada qué tristeza. También el cordero sin vellón. Luego lo visten para el jestin de los estómagos. De vercje aquí en Las Nubes. Melodie II pregunta por qué carnero verde. El joven-viejo Juvencio da la fórmula. La recojo en mi libro de viajes bolo para mi. Fechas, pueblos, gentes, comidas. Siempre lo mucho en lo poco. Pero desde hoy, querida criatura, Fráu-

“ lIde Promete plumas. Jura vestir de plumas. En orden en color, en calor. Tiene que saber contar. Otros lo pueden’ Todas las noches al ensayo de frases esbeltas. Ensayo co­mo alia en la Orquesta de lejanos días. No así como ahora a }° aIemanes de la Selva Negra. Vuelvo a Goethe, está en mi maleta Asfixiado como yo en aquel baúl. Más adelante lo del baúl, gran historia. Voy ahora de la mano de Goethe como el de la de Carlos Augusto. O al revés. Carlos Augusto de su mano. Melodie II, mi duque de Weimar. Quién llevaa quien. Tú o yo. Eso nunca se sabe en viaje de dos Hasta manana. '

c j c r n u n u n u

Es luego de tu “estampida", palabra pintoresca de acá. Refugio queda muda en su silla contrahecha. Parece contar hasta diez, hasta cien. Al fin dice con voz de hombre- “Des­pejen, quiero libre el patio.” Apoya el mentón en caño de escopeta. Parece de piedra. Su pelo gris tallado fino. Yo sé mucho de eso. En aquel tiempo de Rudi y sus ruiseñoresn L /J v U pKj n : as llbres de la granja son paraSrfím ó y° , i 1 ? berramientas y amor. La piedra escon-vkih ^ L qUe Cf Ulpe libera esa al™a. La hace

Todas Ias Podras un alma distinta. También hay lee-

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ciones de su mal francés de Alta Alemania. Porque si ellos vienen hay que matarlos en su idioma. Entonces: je meurs, tu meurs, vous mourez. lis meurentl Y Refugio de piedra siempre sentada. Una hora, dos horas. Mi reloj de cadena marca ciento veinte minutos. Regalo del padre de Pierre. No se lo doy a Melodie II junto con velo y espejo. Pues luego en la noche cómo saber lo que falta para el día. Aquí no cantan pájaros de allá. Los tiempos idos tiempos de pájaros distin­tos. Y un día el ruiseñor. Rudi me dice: “Silencio, es él, todo el bosque hace oídos” . Aquellos primeros pájaros de tu Hilde. Cajas de música con alas. Porque de todo siempre hay algo o alguien primero. Y ya ves, Wolfgang Goethe, cómo hilvano palabras. Me sale pluma en la cabeza. Y cuan­do Refugio dice i despejen! me encamino a la sala de músi­ca. Por primera vez sin Melodie, sin ruiseñor. Un bosque quemado es así. Bosque y no bosque. Y soy allí la hora de la Capataza. Y la o tra hora. Ejecuto pianísimos. Sé que la mujer de piedra gris o viene o muere. La atraigo a fuerza mental según el padre de Pierre. Su fuerza mental me lleva a él desde Alemania, dice. Oh, Pierre, qué niño bello allá en París. Un Mozart repetido. Pero más íntimo, menos cor­tesano. Y sucede. Oigo de pronto la escopeta bastón en piso de maderas viejas, resecas. Yo mantengo lo mío, los pianísimos. Y ella dice: “Usted renovada por un año más. Aquí se necesita mover el aire aunque sea con eso” . Dejo los dedos quietos. Las Melodien dormidas sobre el teclado. Ataco luego un Forte. Después vuelvo al Pianísimo. Ella se va clopin-clopant desvaneciendo. Suerte de la escopeta des­cargada. Nadie muere en esta guerra como en aquella. . .

Quizás mañana sé ya contar mi vida. No siempre todo bueno. No es dar los buenos días aunque llueva. Lo bueno viene y va. Lo rompen, lo deshacen. Tengo mis cicatrices por adentro. La mujer del pájaro azul en el sombrero no es

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azul. Cada uno su negro halcón. Infierno y paraíso. Mi bre­ve paraíso queda en Sáckingen, allá lejos, al Sur. Luego, tantos años después, otros breves, chez Fierre y Las Nubes. Tú gritas que se oculta aquí un infierno. Y así siempre. Ca­da paraíso un infierno. Por detrás o después. Todo paraíso revés de un infierno. Los dejo así en mi idioma: Paradies und Hollé. Y basta ya por hoy. Duele el alma de la piedra. La piedra sufre cuando mi padre saca el alma. Antes, aden­tro, quieta e inocente. El nombre de mi padre: Sigfrido. Su epopeya preferida para contar: Nibelungen. El nombre de mi madre no lo digo aún. La granja un paraíso. Muchas granjas más. Pequeñas. No puede ser y no lo es. Estalla la Guerra del 70. Tengo cuarenta y cinco años cuando llego a Las Nubes. Sólo quince allá en Sáckingen. Mucha vida en el medio.

Y ahora frases ensayadas en voz alta. Por las noches, es claro. El cuarto es al final. Puedo gritar Auxilio, Muerte. Y nadie escucha. Y nadie viene. Quizás porque los muertos son callados. Sólo saben que son muertos. Yo escribo algo allá en la tumba de mi Rudi. Y la inscripción en piedra es letra eterna. Pero el padre de Pierre, años después, filósofo y vidente. Mira adentro de mis ojos, palma de manos, y dice: “Veo campos y vacas. Cbamps et vaches, et toi. ” Y enton­ces yo salgo de abajo de la lápida de Rudi. Varias vidas en cada vida. Y varias muertes. Mi primera muerte se llama Zauberei. La segunda un cabrito sin nombre. Y luego mu­chas más. Tantas como ellos quieren: Napoleón III, Bis- marck. Y acaso Dios. . .

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De Zauberei

Desde que es una potranca indomable que la tengo. Mi padre la juzga mala. Peligro, dice. Yo veo color de oro en pelo, ojos, pestañas. Y converso con ella. Al fondo de los ojos, magia. Nadie lo sabe. Ella y yo solamente. Voltea hom­bres, mujeres, niños. Y toda clase de cargas. No sirve para arado ni carreta. Pero comiendo de mi azúcar es diferente. Parto yo el terrón de azúcar y mitad a mitad. Y las manza­nas a mordisco y mordisco. Me lleva hacia lugares de donde proviene. Y yo no sé que existen. Yo quiero paso y ella paso. Yo trote y ella trote. Yo galope, primero, segundo, tercero, y ella lo mismo. Un día se desata una torm enta de viento y nieve. El ciclón viste de blanco, pienso. Y el fantas­ma ciclón va a arrollarnos. Estamos lejos de la casa y nadie a quien recurrir. Volver o continuar es lo mismo. Pero Zauberei lo sabe todo. Sólo aprieto talones a sus flancos do­rados. Y ella me transporta a un lugar extraño. Quizás mina abandonada. El hueco, una especie de caverna, se abre allí.Y entonces como a nuestro mundo. Murciélagos y telarañas. Pero mejor que afuera donde todo se descuaja. Arboles que vuelan, cabañas hechas pobres palos. Y hasta animales de cuatro patas por los aires. Afuera aullidos de viento. El fantasma blanco que sufre por algo. Adentro todo silencio. Mi primera tentación al liberar al animal de su montura: gritar el nombre, Zauberei. Y el eco nos golpea en la cara. Zauberei da un relincho de gozo. Y el relincho también vuelve a las caras. Entonces sucede lo que nunca. La yegua que sonríe. Sí, veo su belfo adelantado, sus dientes nuevos.Y luego otro Zauberei y su eco. Y otro relincho y el eco. Y otra sonrisa. Jugamos al eco y la sonrisa. Mientras el mundo se deshace afuera. Pero yo pienso en otro fantasma. No blanco, sí morado. El frío. Traspasada carne débil. Llega al

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hueso. Puede congelarnos si cae allí la noche. Vislumbro entonces unos leños a medio quemar. Y paja seca. Algún pernoctador que estuvo allí. Siempre alguien primero, sin duda. Vivir es venir después. Y qué triste el primer hombre. Sin nada de uno anterior. Pero y ahora qué con leños apa­gados, digo. Cuando de pronto lo recuerdo. Mi padre saca chispas de sus queridas piedras. Y me dice en su francés alemanado: Voulez-vous, madame? iO las mujeres no pue­den sacar chispas ni en la Francia de ellos ni en la Alemania de los Hohenzollern? Entonces yo saco chispas para quemar franceses algún día. Y así lo hago en la caverna. Y mientras empiezo a conseguirlo, Zauberei se echa al suelo. Y espera de mí cualquier milagro. Ella sabe que algo va a suceder. Y así siempre si confían en uno. Los leños a medio carboni­zar arden con la paja. Y desde ese momento la oquedad de los murciélagos que chillan pasa a ser nuestra. Porque el fuego es así si está dominado. Ofrece cosas. Morir debe ser un ver, un sentir apagarse el fuego. Perdón, mi dulce Meló- die, sólo ensayo de frases.

Hacia la medianoche todo parece calmo afuera. Viento que se esconde en algún lugar que él conoce. Dónde está. Cómo encuentra refugio sin que el mundo lo vea. Pero em­pezamos a escuchar fuertes gritos. Las familias que nos bus­can. Asomo a la boca de la cueva y veo antorchas sobre la nieve. Y oigo mi nombre repetido a distintas voces. Zaube­rei, con qué poco sobrevivimos aquellas horas. Yo con mi cabeza sobre tu vientre. Oyendo ruidos, latidos, robando calor. Y nada más. Pero cuánto traen ellos. Mantas, comida, tragos fuertes de alcohol. Y empiezan a tomar nuestro reino como cosa suya. De pronto Zauberei que se para y ensaya su relincho. Quiere regalarles el eco. Y lo que viene después lo creen porque lo ven. El animal, luego de rociarlos con saliva, sonríe como humano. Aquello les parece demoníaco.

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Y empiezan a castigar. Algunos hasta con palos de antorchas encendidas. Yo me abalanzo para quitarlas. Zauberei hace algo mejor. Darles poderosas coces. Varios caen malheridos. Entonces un bruto minero apunta a la cabeza del animal con su rifle. Y el estampido también resuena al fondo de la caverna. Yo caigo desmayada. Me encuentro en la cama de mi casa al despertar siguiente. Pienso en un sueño malo. El puerco da sueños malos, dice mi madre. Es su venganza de ajusticiado. Pero no he comido nada. De la caverna a la cama. Y de ahí a la pesadilla. Gorro descalza como estoy hacia el establo. Y Zauberei no es allí. Sólo un perro que llora. Lentamente comprendo la muerte. Un ya no ser jamás donde se es. De Zauberei un polvo de oro en el recuerdo. A veces acá en Las Nubes tu Borah y mi Zauberei vienen a mí. Cómo pienso en sus hijos, yegua dorada y caballo nie­ve. Te veo sonreir, Melodie II. Se forman dos hoyuelos en piel aceitunada de mejillas. Dientes anacarados. Pelo negro noche. Y ellos allí en su mundo. Der Paradies para dos caballos que se aman. Arriba, al costado, abajo sólo Dios.

De sangre y ruiseñores

Un día llega la noticia. Es como el relámpago, prime­ro que el trueno. Los franceses invaden. Ya cruzan la fron­tera. Locos. Pocos hombres y pocos caballos. Y sin adies­trar. Y dicen que con pantalones rojos. Para mejor ser vis­tos! Nosotros, entre guarniciones y tropas, según el tío de Rudi, Coronel del ejército alemán, un millón de hombres y doscientos mil caballos. Y el Mariscal Conde de Moltke como Jefe del Estado Mayor. Un genio de la guerra. Alguien nacido para lo que se va a ser. No para lo que pretende, dice

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mi padre. Y parte piedras grandes en trozos chicos. No se sabe destinadas a qué.

Por lo que oigo todo tiende desde un principio a la toma de París. Parece que Francia da a su Capital mayor importancia que otros países. Pero el Jefe y el Rey coin­ciden en algo más. Rechazarlos de los Estados del Sur, empujarlos hacia territorios interiores del Norte. Mi padre tiene defecto de cadera. No es en la Reserva ni aspirante a la leva. Pero rebosa entusiasmo como un niño. Dibuja eptonces en la mesa, a punta de punzón, el mapa de Ale­mania. Y luego mueve piedras pequeñas hacia la frontera. Muchas piedras pequeñas. Y las acumula en el Rhin. Y las hace cruzar el río. Y dibuja vía férrea. Y detiene el ferro­carril, que es varias cajas con piedras, en el Rhin. Y des­pués las empuja a pie. Pobres piedras, digo yo. Influida por sus teorías animistas veo piedras que sufren. Pero son piedras alemanas, explica él. No cada guijarro un fantoche con pantalones de aquel color. Según la inocencia de Na­poleón III o quien es su mariscal. Y así la noche se acorta y la guerra se hace entretenida.

Luego, de día, viene la operación de almacenar cosas en el granero. Algunos sacos y canastos son pesos muertos. Las patatas, la harina, las semillas. Otros se mueven, protes­tan: cerdos recién nacidos, gallinas, pavos. Mi madre hornea varias veces. Si hay pan, dice, mientras sopla las hogazas, qué importa la guerra. Después viene el abrir el piso donde está la boca del Keller para llevar los quesos, los jamones. Y si hay queso y jamón, agrega. Yo voy como el rayo a lan­zarme detrás para esconder mis cuadernos de música. Y si hay música, digo. Cuadernos suyos. O tal vez de su madre o de su abuela. Nombres con bellas letras góticas. Todos sa­cados de leyendas. Las Brunildas, las Krimhildas que se repiten. Y también llevo muñecas de mi época tonta. Pues

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todo el mundo su momento tonto para recordar. Nadie sabe bien, entretanto, lo que ocurre. ¿Guerra de un día, un mes, cien años?

Lo comprendemos después. Rudi es nuestra fuente Su tío Coronel manda cartas. Todos muestran cartas que se reciben al principio. Como ir de cacería y enviar trofeos. Y al fin basta ya de noticias. La guerra total como es. Un monstruo sobre ruedas. Cascos de caballos. Hombres empu­jados a tambor, a voces de mando. “Horror” . Es la sola palabra que el tío de Rudi escribe desde uno de los frentes de allá. Un allá lejos que algunos sacan del mapa de la Fran­cia. Y que otros imaginamos como el fin del mundo. Sangre, humo, cielo rojo, explosión. Muerte en el barro. Eso es el allá lejos que veo yo.

Nos encontramos ese día con Rudi en el mejor lugar. La entrada del bosque. Hay que despedirse, dice. El Hombre de Hierro los correrá hasta la rendición. Y eso cuesta sangre ¿Y un hombre solo contra todos? No él solo, con el brazo derecho del Mariscal. Los tiene en sus manos, ya no resisten más. Se caen en pedazos y siguen luchando. Pelean a muerte por lo suyo. Pero yo debo irme. ¿Irte a hacer qué? Me con­vocan ahora como recluta. ¿Y qué es irse, qué es convocar? Imagino en ese momento a un hombre forjado en hierro Algo así como una de aquellas armaduras de los libros an­tiguos. Y el hombre todo de hierro castiga también a hierro a otros pobres de carne y hueso. Y los mortales quedan des­pedazados. Yo tengo quince años, Rudi dieciocho. De repente, y mientrs nos internamos con temor de ser descu biertos, oímos una música. Silencio, es él, el ruiseñor Mira, ningún árbol se mueve . . . Pero yo soy en el irse, el convocar. Seguimos luego en camino hacia adentro. Y es lo último que quiero saber, continúa. ¿Saber qué? Si algún día se le encuentra el corazón a éste. ¿A quién? Al bosque

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¿Y por qué? Porque cuanto más se adelanta más se aleja uno. ¿Y de qué? De lo que debe ser en el medio. Como la miga del pan. ¿Y qué sucede con encontrar la Brotkrume, que a mí no me gusta? Que allí quiero decirte lo que te amo. Pero si ya lo sé. No, no es lo mismo en la mitad. Donde será la semilla. ¿Y por qué hoy? Porque debe gustar diferente. Porque hay que irse. Explica lo del irse, el con­vocar. Convocar, dice mientras se detiene para abrazarme, es que puedo morir. De la frontera hacia allá, hacia acá. En cualquier lado siempre es morir. ¡No, Rudi, no! Se nos caen los brazos. Si no hay muerte, digo. Pero ahora hay muerte, rayos. ¿No entiendes que eso de correr la sangre es muerte? Seguimos avanzando sobre el suelo mullido. Herimos la espalda del que parece ser acostado allí. Boca abajo. Y el único corazón es siempre el nuestro. Se nos sale de su jaula. Cae a tierra. Lo pisamos entre las hojas. El bos­que artificial es de hayas. Y dice mi padre: su fruto hoy por hoy lo comen los animales de cerda. Pero quién sabe si alguna vez alimentará ejércitos. Porque siempre habrá guerras. El tesoro de los Nibelungos las producen . . . Eso explica una noche en la gran cocina. Mientras graba y graba en piedra. Le pregunto si también sale el alma. No, el alma está más adentro. Esto es solo sonrisa de la piedra por el cosquilleo. Y en tanto Rudi y yo seguimos cami­nando en silencio, pienso en nuestra cocina, nuestro grane­ro. La cocina, centro de la casa. Fuego en horno de hierro. Aquí en la hacienda uno igual. Lo llaman prusiano porque es traído de allá. Mesa larga, chimenea, piano. Mueble con porcelanas de Baviera. Piso de tablas sobre el Keller con argolla para levantar la tapa. Y un oso que el padre talla en cierto tronco. Parado de manos. Los brazos son dos ramas verticales. El lo llama el Oso de los suizos. Y no quiere que nadie lo use como perchero. Pero no sabe que el Oso y yo

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nos transmitimos cosas. El mundo verdadero es la cocina. Escalera hacia todo lo demás. Los mundos chicos de arriba. Techos que se tocan con las manos. Vigas de madera. Ven­tanas inclinadas. Cielo detrás. Rudi, que estudia junto al viejo médico del lugar . . . Y ahora comprendo por que lo convocan . . . ¡No, grito, no! El dice que sí, que a los viejos no los llevan . . . Rudi, hijo de nuestros vecinos de granja, nos saluda esa noche del fruto de las hayas y se marcha. Disimulamos bien lo nuestro. Nadie conoce lo que escon­demos. Los mejores besos son los del granero. Tienen olor a todo lo que hay en el lugar. Pero debemos ser rápidos en el besar, el tocar. Demorar en el granero puede llamar la atención. Entonces él me dice lo que ahora desmiente. Que nunca vamos a morir. Morir es descuidarse. Se mueren los abuelos por chochear. Pero no nosotros. Y yo ni lo veo en Zauberei. Por perder el sentido cuando la asesinan. Morir, sí, asunto de un cabrito de pocos días. Patas muy largas’ Enfermo. Y se nos queda duro sobre la paja. Lloro junto al cabrito. Y como eso es en el granero Rudi me besa en los ojos. No se llora por un cabrito, dice. Se llora por la madre. Y si acaso no nos golpea mucho, por el padre. ¿Y tú, Rudi, qué eres para m í si no la madre, el padre? Yo soy el ’que te ama. Y ya ves, eso que empieza a marcarse bajo tu blusa son los pezones. No asi antes de besarte. Y a mi también me suceden fenómenos. . . Pero hay que dejar el granero. Salimos de allí dentro con caras de inocentes. Rudi lleva el cabrito en brazos. Y las patas van de aca para allá. Lo enterramos al pie del gran cerezo frente a la casa. Así digo, tiene flores cuandoScorresponde. Y todos los frutos que quiere. Y lugar para triscar. Según mi padre este cerezo es aquí desde antes que él. Y por eso el tronco se ve tan viejo y retorcido.

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Y entonces esto del bosque. Y nosotros en pos de lo inhallable, el meollo. De pronto Rudi dice: somos haciendo de mudos y de tontos. Me han de convocar y siempre hay más bosque por delante. Tu padre y tu madre van hoy a llevar sacos de granos al molino. Acabo de verlos en la carreta. Y eso necesita tiempo. Y yo debo hacer el Strudel con bastante canela y pasas de uva. Eso no importa. Nunca es tarde para un Strudel, afirma él. Y allí queda inspirado como por una idea súbita. Se detiene de golpe, se quita la chaqueta, la dobla. Es para tu cabeza de oro, dice. Y aquí quiero abrazarte con todo el cuerpo. Pero no lastimarte. ¿Y por qué lastimar? Porque creo que es así. Aunque a los hombres no les pasa nada . . . Es misterioso en todo. Morir, convocar, lastimar. Nos tendemos juntos. Y yo río. Y él ríe. Silencio, vuelve a decir, es él de nuevo. Me tapo los oídos al rugir de los cañones allá en el frente. Y lo escucho. Quiero llevarme un ruiseñor en cada oreja. En la parte de adentro. Donde está la memoria. Y allí nos abrazamos bajo el trino más dulce de este mundo. Sí, casi como un Mozart. Mi madre habla siempre de cierto inolvidable con­cierto en La Mayor con clarinete que oyó en Viena. Yo es­toy ya en Mozart hace tiempo. Ella una gran maestra para todo. La mejor letra gótica alemana. El mejor Strudel vie- nés. La mejor música. El mejor Kreuzstich con la aguja. Rudi me desprende entonces la blusa. Y es cierto. Hay dos carozos debajo, casi revientan ya. Dios, digo, el mejor Dios de mi madre, quiero saber qué es eso del doler. No y sí. Sí y no. El es el del no. Yo la del sí. Pataleo el suelo mien­tras lo digo. Y al final lo sé. Mi alarido de bestia joven debe conmover el corazón del bosque. Porque me manda el eco como en la cueva de Zauberei. El grito es uno solo. Pero el bosque lo repite hasta acabar en un hilo. Y luego quedamos como muertos. Esto, dice Rudi entre risa y llanto, es la miga

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del monstruo. En cualquier lugar que dos se aman así debeser el corazón en punto.

Nos levantamos como podemos. Parecemos borrachos. Yo conozco borrachos desde una fiesta campestre. Casa­miento de un primo. Algunos cerveza. Y hasta que el aro­ma del lúpulo les anda de la nariz a la sangre. Pero también muchos de lo otro. Litros y litros del buen Wein del Valle. Todo el jugo de las venas de Deutschland cuando no pelea con Frankreich. Y los borrachos se ayudan unos a otros. Aunque se caen igualmente. Y lo principal es que cantan. Nosotros no podemos. Debes lavar tu ropa antes de su regre­so Antes del Strudel Y yo también la mía. Mira lo que me dejas de ti, una rote Biume. Un día de estos yo muero allá. Traen mi cuerpo. Y tú depositas una sola flor. Es roja. Y nadie sabe por qué. Unicamente yo. (*)

De las voces

Todo empieza a acabar en un triste día de enero. Pare­ce que hace tiempo traen prisioneros, muchos prisioneros de la Francia. Es extraño oír decir eso. Que Alemania sea una cárcel. Que botas francesas pisen nuestros campos. Y que los custodias están cansados, muy cansados. Y que todo puede suceder. Y que sucede. Asaltado nuestro grane­ro por soldados fugitivos, mi padre que lo incendia con todo

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(*) “Una mujer soltera de nacimiento, es decir que nunca baya conocido hombre, para que no transmita la idea del pecado. ” (Carta de Encamación a Refugio. Nota de L.K.H.)

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lo que queda. Para borrar huellas de pies franceses, lo oyen decir como enloquecido. Luego se ahorca en el cerezo sin saber que ya casi ganamos la guerra. Que vamos hacia la proclamación de Versalles. La unidad de la Nación Alema­na bajo Guillermo 1 Emperador. Mi madre levanta la tapa del Keller al que me lanza el ver llegar a otros hombres. Escapados del control alemán, según se dice. Y de donde me saca ahora por lo del padre. Oh, un ahorcado no se concibe si no se lo tiene ante los ojos. No queda inmóvil. La brisa lo columpia. Los pies se ven más grandes desde abajo. Y parece jugar, burlarse del mundo que nos deja. Allá ustedes. Aquí yo, el que cuelga del cuello . . . Padre y madre de Rudi invocados a gritos y ladridos vienen a cortar la infame cuerda. Pero él ya no respira, no palpita. Sólo mira sin ver. Mientras a sus espaldas arde el mundo del granero. Y más soldados con hambre hacía la cocina. Y yo empujada por mi madre a introducirme en un baúl lleno de trapos. Restos que quedan de los vestidos hechos en casa. Y para qué se guardan. Pero sí se cultivan como recuerdos. Ya no sirven de nada. Y sin embargo nos persiguen. Y al poco tiempo siento que me asfixio. Y entreabro la tapa. Y la tapa chi­rria. Y uno de aquellos hombres, Lumpen, K o t por donde se lo mire, la levanta. A punta de bota, es claro. Voilà la fem m e!, exclama. Y yo salto como aquellos muñecos de las cajas. Otro andrajo enlodado, bellas caras con barbas, agrega: La muchacha de oro salida de un baúl, viva la gue­rra! Yo entiendo su francés aun con no ser el de mi padre.Y le sonrío. Luego de tanta pólvora, sangre, derrota y miedo él se sienta al piano. Y empieza a ejecutar música de nuestro Liederbuch más amado. Me le acerco. Tiene olor a caballo, estiércol, cuero. Y rectifico un acorde disonante. Los demás aplauden. Y me invitan por señas a ejecutar a cuatro manos.Y lo hago, Dios del Sur de Alemania, no el del Norte. Quizás

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es un Dios que sabe cosas tan secretas de mí como las sabe el Oso. Y uno de los hombres ha caído al suelo. Se le ye la inocente carne. Sus ropas destrozadas por las peñas. Oü est la Sum e dice desde allí casi sin voz. Y lo repite como un enajenado moribundo. Entonces yo comprendo lo que bus­can. Ayudo a levantar al caído y salgo con ellos. Y les indico el viejo puente de madera que cruza el Rhin y lleva a Stein. Y mi madre, que cocina para el enemigo el mismo día del ahorcado, es enferma cuando vuelvo. El mal empieza por la mudez. Ni la vida ni yo valemos su palabra. Luego sigue por no abrir los azules ojos. La vida y yo no merecemos mirar­nos a la cara. Y al fin por no comer lo que le doy con la cuchara. Y así muere como voluntaria contra Napoleón 111 y su Mariscal Bazaine. Y quien es d je fe Freycinet. Guiller­mo 1 y su Bismarck. Sólo nombres que le suenan en la vida. Yo represento algo más. Soy la Traición. Los buenos padres de Rudi, muerto también y enterrado ya, vienen a ayudar en este otro menester. La madre muerta es como un pajaro. Las nubes se la llevan quién sabe adonde. Yo sólo sé que el mundo cae de rodillas ese día. Que luego sólo se levanta a medias. Y dejo para el final de mis papeles lo de Rudi. Sobre papel con lágrimas no se puede escribir.

Un día vendo a esos vecinos la granja de los difuntos. Qué otro remedio queda. Demasiados muertos para una sola alma llena de miedo. Tristes voces de ultratumba me persi­guen. Yo oigo durante cinco largos años esas voces. Lejanas y cercanas al mismo tiempo. En nieblas de pantanos se le­vantan. Mientras caen copos de nieve. En entradas de minas. En el bosque de Rudi y mi perdi<Ja Bluttte. No se que quie ren de mí, si alejar o atraer. Si dicen quedas ahí para siem­pre Si debes irte para el nunca más. Y hasta hoy sin explicar todo aquello. Voces. Nada de locura. Ni tampoco de maldad con palabras. Más bien sonidos lastimeros y armoniosos. Mi

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madre con su voz de caramillo que repite canción de los soldados el día aquél en la cocina. Es como maldecir sin maldición. Acariciar sin mano. Llorar sin lágrimas. Rudi que tampoco perdona no asistir a su entierro con flor roja. Y sil­ba ruiseñores, muchos ruiseñores en mi oreja. Cada noche mi piano intenta recoger misterio de las voces. Pero un pia­no no es acordeón, ni flauta. El rumor siempre escapa de mis manos que son ásperas de recoger cosechas. Y anda fue­ra de mí. Y yo tapo los oídos y lo mismo crece adentro. De día trabajo en la granja con los hombres. Ellos dicen die Mann, la Hombre. Y saludan, respetan, ayudan en lo pesado. Le evitan el terror de la lenta degollación del cerdo enlo­quecido. La rápida decapitación del pavo. No saben de las voces. Las voces vienen sólo a mí. Pasan de largo junto a ellos. Hasta que ya no puedo soportarlo más. El padre y el cabrito florecen dos veces un año en el cerezo. Todos vie­nen a ver. Y me consuelan porque lloro a gritos. Y no com­prenden por qué se llora. En lugar de sonreir por dos veces primavera.

Entonces ese día digo: Trapos fuera de baúl y al vien­to. Libros de música, escoplo y m artillo,; peine y espejo a la bolsa. También pañuelos, alguna ropa de estación, vestido de danza regional. Unas viejas guías de viajes. Y todo eso, tan poca cosa, al hombro. No más Alemania. No más madre, padre, amor de quince años. Paso junto al Oso de la cocina y beso su inocente fealdad. Paso por la morada de Rudi bajo piedra y grabo algo. Paso por la morada bajo piedra de linda madre muerta y repito canción de los soldados fugitivos. Nadie canta en tumbas sino himnos religiosos. Yo canto a todo cuello alegres cosas. De Zauberei, que no sé dónde es­tá, silencio. El buen silencio de caballos muertos. Ella sabe de voces y me manda silencio.

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Los verdaderos hombres acompañan ahora a la Hombre a la frontera. El mismo puente medieval de orilla a orilla de nuestro río que enseñé a los soldados. Como entre sueño y sueño, aquél y éste, escucho trazar en el aire cierto itinera­rio, meterlo en mis orejas. Los ruiseñores que se lleva Rudi son en el momento Stein, Basilea. Pero de lo que no me ha­blan es de algo que me espera. No lo saben decir. Ni yo a ti tampoco. Porque se llama con contrarios. La belleza terri­ble. Dios sonríe y blasfema contra sí mientras amasa piedra con nieve y agua de torrentes para hacer a la Suiza. Luego mira su obra en los lagos azules y dice: Ahí está, el que me ama la habita. Al que la sueña se la doy. Eso creo que dice mientras siento algo como lo de aquellas voces. El Oso de los suizos del padre me acompaña. El padre: alguien que no sabe vencer a sus propios demonios. El Oso: una cosa tibia que me busca asilo. Empuja diligencias. Hace trotar caba líos sin que se despeñen. Y yo no sé nada más de mis amigos de la heredad, de mí. No sé nada de lo que hago quizás por­que no lo hago. Gentes sonrosadas y amables me abren paso. Me reciben de noche. Me despiden al sol entre vahos de leche. Y un buen día el Oso sabio que desaparece. Es como quien dice hasta aquí. Y yo soy en Mulhausen.

Y sin nadie más que Hildegard con Hildegard yo soy ahora aquí. Sentada en una plaza de algo nunca imaginado. Se llama París. A la plaza la elijo desde el carruaje por su nombre, des Vosges. Y digo aquí se empieza. Y luego hacia donde es una cosa difusa que se llama destino. El padre de quien desde ya es mi Pierre busca una maestra alemana de piano. Y que sabe algo de f r a n c é s . El periódico, la bro chute de la ciudad y su banlieue que compro tienen olor a papel nuevo. El que alguna lejana vez piensa esa plaza abriga la esperanza de persistir. Burlar al tiempo. Y lo consigue. Y o no sé nada aún del tiempo. El periódico, el diccionario, el

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folleto huelen a nuevo. Pero mi propio olor a nuevo no lo percibo. Hoy sólo lo pienso como entonces posible. En aquel momento lo que vivo es la plaza. Y anoto su nombre para siempre. Detengo luego un pintoresco cabriolet. Y me dirijo a la misteriosa calle. Al siempre misterioso número de una calle. Mis ojos no dan abasto. Mis oídos menos aún. Le pido al cochero que me hable dulcemente, pues soy alema­na. Y en ese punto casi soy arrojada del vehículo. Pero lo conmuevo en media lengua con la historia de mi vida. Huér­fana. Y sin fiancé, muerto en combate. El hombre llora lo suyo, un hijo. Y al final borramos la historia. Cada cual con sus lágrimas.

En las guías de viajes de mi bolsa los italianos dueños de lujosas villas. Los franceses de hoy día tras muros ruino­sos. Así los deja la insensata guerra con nosotros. El cochero decide entonces adoptar ritmo lento de marcha. Como de paseo. Y mostrar lo que hemos hecho. Yo sé que lo hicimos entre ambos. Pero ya no cabe discutir. Sólo miro y pienso. Jamás de nuevo, Dios, no lo permitas. Y así, con el caballo al paso, llegamos al destino. Dejo ahora al hombre hablar como en cascada. Parece decirme hasta por señas que des­confíe. Que me cuide del mal. La palabra jeunesse es como un ritornelo. Miro el diccionario y comprendo. El me besa entonces en ambas mejillas. El cosquilleo de su bigote a la moda de Napoleón III me causa risa. No quiere aceptar mis monedas. Y así desciendo en el portal del Quién Sabe La arruinada mansión tiene un jardín frontal con árboles que no conozco. Sus hojas secas en el suelo me reciben. Las piso con amoroso tiento. Qué lejos aquel bosque de las ha­yas. Y las voces que no me han seguido. Pero necesito mirar de nuevo el diccionario. La palabra equivalente a lo que siento allí es mélancolie. Y cómo la repite la casa en los dos idiomas. Podría llamarse así, La Gasa d é la Melancolía. Pero

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por dentro fuego de chimenea. Pisos que brillan. Piano lleno de retratos. Los muertos hacia los vivos con mirada fija. Los vivos a los muertos como en su mismo mundo. Y nos hablan de cada cual en tiempo presente. Quieren creer y creen que el del retrato es vivo. Y que quizás nos diceenchanté, Madame.

Monsieur es rubio ceniza. Tiene una barba dulce como de profeta. Ojos penetrantes. Y viste una larga y elegante bata color gris. Por un momento mis ojos quedan prendidos como abejas en la fina tela. Vengo de un mundo rústico. Deseo conocer al tacto aquello que parece tan suave. Pero debajo hay un hombre. Y yo recuerdo las señales desespera­das del cochero. Es seguro, sin embargo, que el caballero de la bata gris quiere romper el hielo. Y me pregunta en qué grado estoy del conocimiento de su idioma. Lo primero que salta a mi mente es el verbo mourir del padre allá en el Sur. Pero me contengo. Entonces, y como en las novelas que no sé escribir, hablamos así :

Yo: —Jeunesse et mélancolie, monsieur.El: —Moi aussi, ¿madame?Yo: —Hildegard.El: —Moi aussi, madame Hildegard.Yo: —¿Jeunesse et mélancolie?El: —Oui, mais déjà sans la jeunesse, hélas. . .Y me besa la mano. Mientras, se presenta con la partí­

cula de en su ilustre apellido, de Hautbourg. Yo no frecuen­to aún la costumbre del besamanos. Ese día el me enseña a dejar el brazo flojo y en su sitio. No levantar, parece decir. Permitir que el caballero lo haga 4e por sí. Me siento ridicu­la. Soy la Hombre en su primera lección al revés. Porque de pronto me doy cuenta de que soy allí para algo que no es aprender. Sino lo contrario. Me quito entonces el viejo som­brero de mi madre. Quizás de su casamiento con el padre. Y

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el pelo sostenido al sombrero con horquillas cae en desorden sobre mi espalda, pero ya un ser humano casi sin peso surgi­do de un rincón se lleva mi pobre sombrero. Tengo necesi­dad de llorar por mí. Por todos los que intentan cambiar de mundo. Allí en el suelo es como una vergüenza la llevada y traída bolsa. Sólo cuestión de rescatarla y ganar la puerta. Pero sucede algo. El hombre de la robe de chambre gris también adivino. Se agacha, tom a la bolsa. Se la entrega al casi invisible. Y así, como quien se adueña de mi vida, me encamina hacia el piano. Que sigue allí con los retratos. Me acerca la banqueta. Me maneja a su voluntad. Importa que soy de Alemania, pienso. Esta vez es el francés el que domi­na. Yo recorro el teclado con dedos endurecidos. Y de pron­to el teclado que me reconoce como de los suyos. Me invita a algo que es entre nosotros. Y lo que empieza a surgir tú lo imaginas. Aquella Sonata de aquí en la hacienda el d ía del aplauso. Nunca tan pura. Como si Wolfgang Amadeus tam­bién fuera allí. Aparece un niño desde atrás de una puerta. La araña filarmónica, digo por dentro. Soy la mosca en la tela. Pero también la reina decapitada que vuelve al salón. Oh, Dios, al fin vengo a verte la cara. Antes solamente una creencia vaga. Un acompañante sin cuerpo como el Oso de los suizos. O tal vez algún retrato de aquéllos que me mira fijo. Que ma atrae hacia su corazón volcado. . . Y de allí a la mudez de Fráulein Hildegard. Contar ahora no puede. Vivirlo entonces sí. Magia de los espejos fabulosos. Peso leve y calor de los edredones de pluma. Comidas nunca probadas que saben al asco y la delicia. La perdiz pasada de tiempo. Los victimados caracoles. El paté de hígado de pavo. No puedo decir que no en un principio. De allá lejos me tironean los recuerdos de la cocina de mi madre. Y un día ya no más. Los faisanes embalsamados de aquí en Las Nubes allá son devorados al natural con exquisitas sauces.

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Y no el carnero verde. Vueltas que el mundo da cuando parece que no se mueve. Lástima el no saber contar. Soy en deuda contigo.

Pierre et son père. El niño musical de tan solo diez años. El padre viudo. Yo hermosa, joven. Ya sin la Blume, cierto. Pero encontrar ahora el corazón del bosque es dife­rente. Y con caricias previas de hombre sabio. Yo hablo mucho de un bosque legendario. Por entonces digo la foret. Trouver son coeur à la foret. Ya no se grita a lo animal he­rido. Se inspira, se aspira, se murmura en clave. Y el cuerpo agradecido siempre quiere más. Es que el corazón del bos­que se halla allí cada vez. La semilla del monstruo verde de mi Rudi preexistía. Pero ayudarse a encontrarla, el gran se­creto. Cierto día me muestran la Fôret de Fontainebleau desde un tren. Sobre un árbol amarillo del otoño un rayo de sol. Escapado de nubes negras. Nunca olvidar ese árbol, es­cribo en mi Notizbuch. Y aquí lo dejo para Mélodie II. Por si ella sabe cómo eternizar las cosas. En el castillo abdica Napoleón I en 1814, dice el padre de Pierre. ¿Querrías visi­tarlo al retornar? Respondo que no. Que es la selva lo que llevo adentro. No a los mortales hombres. Y él comprende aun sin investigar historias perdidas. El es sólo amor. Pierre y el piano dormidos. Y las noches todas nuestras. Aprendo así el mejor idioma. Porque el padre de Pierre lo hace todo en arrullo. Con palabras al caso. Como las palomas de acá en el alero de Las Nubes. Tú hablas de esas palomas el día de tu huida. Lo recuerdo. . .

Nuestros paseos por la banlieue parisienne, Bois de Boulogne, mi preferencia. La mi£àd de los árboles talados por nosotros mismos, dice Monsieur de H. tristemente. Si un día tu Mariscal de Moltke escribe memorias dirá que hi­cimos esto. Y lo de la fábrica de Sèvres. Y aquel castillo que es hoy nuestro fantasma. . . Siempre visto de blanco

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para esos paseos. La robe, le chapeau, Vombrelie. Soy más alta que un francés medio. El ríe por eso. Pierre mira hacia arriba y aplaude. Como se saluda a la bandera, dice. La gen­te olvida cierta espantosa guerra. También la Krisis econó­mica que sobreviene. Y retoma la sonrisa ante nosotros, la familia dichosa. . . Y ahora te preguntas por qué no Fräu­lein Hilde y el padre de Pierre. Por qué no para siempre. Pero destinos falsos, provisorios, no son destinos. Más bien burla al gran destino. Que es uno solo.

Y el padre de mi Pierre, ya lo he dicho, clarividente. Bebemos esa noche el buen licor Frá Angelique junto al hogar. Siempre licor después de amor, acostumbra a decir. Porque antes el mismo amor es el licor. Cuando él da su extraña profecía: Dos veces más avant VApocalypse los tuyos y los míos otras guerras. Pero Alsacia y Lorena de nuevo a nuestras manos. ¿Y por qué siempre guerras? El abreva en las fuentes del humor. Besa mis dos mejillas y contesta: Porque los alemanes gustan de nuestros vinos, y las francesas de los alemanes. Y lo que agrega después no corresponde. Rompe, Melodie II, el papel donde lo escribo. Una musa llamada Clío, a cuya casa quiero ir ahora, busca a Monsieur de H para castigarlo por esto: “Y porque si un francés hace la resistencia debajo de la cama, una francesa arriba con el alemán negocia paz. Pero en cuanto el alemán pida su vino, el francés que sale como un león a defender la patria. . .” Reímos hasta casi despertar a Pierre en la otra ala de la casa. Y eso en ningún francés. Todos mal carácter. Cejijuntos. Gritan por cualquier cosa. Sólo Francia sonríe como la bella dama monárquica que fue. O la rosa en la mano de María Antonieta. En aquel retrato creo que pinta­do por una mujer.

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De un grueso cuaderno

Pero el padre de Fierre, además, ex Oficial del ejército francés. Lleno de cicatrices. Dado por muerto en un hospital de sangre. Salvado por milagro. Y no hecho prisionero por los favores de una enfermera que lo oculta en su casa. Y sabe entonces la historia entera. Y esa noche y otras noches suelta la lengua. Decide contarle todo a la alemana. Y es el “horror” del tío de Rudi lo que ella ignora. No las pequeñas piedras que el padre empuja en la cocina sobre el mapa. Sino sangre sobre la sangre. Desde Weissenburgo a Sedán, todo un agosto caliente de combates. Se me borran ahora los lugares que él enhebra en collar con su puro acento galo. Bellos, sonoros puntos de Francia. Pero no así la sucesión de los días enrojecidos. Ni tampoco algunos nombres personales. Gambetta, ministro de la guerra, Freycinet, especie de Jefe del Estado Mayor General. Y sí, digo, el tío de mi Rudi, Oberst del ejército alemán, envía cartas desde allá. ¿Y quién es ese Rudi, perro maldito, que yo sepa? Y yo contesto: Alguien como esa Rosina de tu gros cabier ¿no es asi? Y Monsieur de H sonríe entonces como él solo lo hace. Porque sabe que yo ordeno su mesa de trabajo. Y veo ese cuaderno de memorias: “París en enero. Carta desde seis infiernos: Monte Valeriano, ísy, Vanves, Montrouge, Villejuif, Recinto principal.” Para Rosina, mi ángel en la muerte. (*)

(*) Un momento, ha dicho uko de mis locos memoriosos de Las Nubes mirando estos papeles. Si Rosina Bernard vmo a ser el verdadero nombre de Sara Bernhardt. Tema enton­ces unos veintiséis años, pues nació en 1844. Bien pudo hacer de enfermera. . . (L.K.H.)

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. . .Hasta llegar a Sedan, inoubliable, inique, continúa, primero de setiembre. Ustedes pierden cuatrocientos sesenta oficiales y ocho mil quinientos soldados. Pero nosotros die­cisiete mil hombres! Y veintiún mil prisioneros! La palabra prisioneros me sacude. Y qué se hace con esos prisioneros, pregunto. Gran problema de transporte, víveres, custodia. Van de acá para allá. Al final se encarga de ellos el ejército que sitia a Metz. Para después enviarlos a plazas alemanas. . . Entonces yo recuerdo a los fugitivos en la cocina. El vacia­miento e incendio del granero. El ahorcado y su movimiento de péndulo en el cerezo. Pero mi amigo, mi amor, está en su guerra. Su Napoleón III. Y parece lamentarse por eso últi­mo. Porque los franceses son así, mandan al cadalso a María Antonieta, arriba la República. Y luego la lloran toda la vida. Y en tanto se conduele por un Napoleón III que los arroja al abismo, saca de un archivo la reproducción de la carta a nuestro rey después de Sedán. Y no lee, más bien recita con voz de actor: “Señor y hermano: No habiendo podido morir en medio de mis tropas, sólo me resta entregar mi espada en manos de V.M. Soy de V.M. su buen hermano: Napoleón. Sedán, lo . de setiembre de 1870.” La traduzco al alemán en mi Notizbuch y de ahí la extraigo hoy. Tantos años después. La carta, un reflejo en el agua. Es y no es lo real. Como el tiempo. Que no se puede tomar con la mano. Pero que está en uno fieramente.

. . .Y luego vuestro tercer ejército y el ejército del Mosa marchando sobre París. Y el sitio de París. Y la tom a de Toul. Y la furiosa embestida vuestra por la toma de Estras­burgo en un setiembre que viene a ser otro agosto. Como cabeza que es del puente sobre el Rhin, esta poderosa plaza fuerte amenaza a Alemania del Sur. Y hay que abatirla a todo costo. Luego de un sitio de treinta días. Cuando pone­mos la bandera blanca en la torre de la Catedral, toda Fran­

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cia llora. De madrugada se firma otra capitulación como la de Sedán, pero en Konisshofen. Mon Dieu, devolvemos a Alemania la antigua ciudad imperial tomada doscientos años antes. Casas destruidas. Miles de habitantes sin hogar. Miles de muertos y heridos. El Museo, la Galería de Arte, el Tea­tro, el Ayuntamiento, la Biblioteca de doscientos mil volú­menes, todo en llamas. . .

¿Y entretanto París? Monsieur de H vuelve a su sitio la copia de la carta. El mueble es de hierro y su puerta rechi­na. Y el hijo de Luis Bonaparte y Hortensia Beauharnais queda allí. Sin poder evadirse como del fuerte de Ham. El padre de Pierre viene entonces a mí para abrazarme. Mucha guerra, dice, basta ya. . . Recuerdo aquella noche porque, a mi pedido, la historia prosigue en la obscuridad. Sólo el res­coldo del hogar. Y unas velas junto a los retratos del piano.

. . .En París estamos como tú y yo ahora, presos uno en el otro. El gobierno no puede evadirse del cerco ni para hacer ejecutar sus órdenes. Nuestro activo Gambetta debe salir en globo. Thiers anda en las cortes europeas pidiendo por Francia lo que no consigue. Y octubre es como fueron agosto y septiembre. Asalto tras asalto. Revés tras revés. Los alemanes matan mil caballos por día para alimentarse. Y todo conduce a nuestra nueva derrota, Metz, luego de seten­ta días de sitio. Enorme cantidad de prisioneros y enfermos.Y tu bandera ondeando en los muros. Siempre tu bandera...Y sin embargo yo te amo. París está bloqueado. París en octubre, noviembre, diciembre. Y no quiero llenar tu cabe­za con batallas. Ni con el ruid^ de nuestro cañoneo conti­nuo que ustedes ya ni escuchan. Hasta el infierno, el París en enero de mon gros cahier. Les bavarois n'existent plus, había dicho nuestro Gambetta. Pero sí que existían. El 18 de enero se proclama en Versalles la unidad de la República Alemana bajo tu Emperador Guillermo I. El Armisticio está

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en puerta. Tu Mariscal de Moltke no es un hombre. Es un demonio de la guerra. Lo hemos perdido todo por nada. Aquella maldita sucesión española al trono. El ejército ale­mán se permite ahora su máxima gloria: entrar en París.Y permanecer aquí hasta la ratificación del Tratado de Francfort. En tal punto, a pesar de las obligaciones que he­mos contraído, es como volver a respirar. Y Monsieur de H parece llenar sus pulmones de nuevo como entonces. Pero yo sé que hay algo más, y lo digo. La guerra es de am­bos lados,- un monstruo de dos cabezas. El me mira con ternura. Sí, hay muchas cosas más, musita como el que quie­re y no quiere recordar. Mis padres tienen desde siempre una granja en Champlieu. Con sus cincuenta o sesenta fane­gas de tierra de labradío afuera y su pretenciosa sala con sillones de peluche adentro, que vienen de otros y otros Hautbourg, son felices. Cada noche me siento el Alcalde del burgo alto en mi silla, dice él. Y el humo de su pipa le pro­voca sueños de grandeza recuperada. Y allí mismo tus hu­íanos lo asaltan, le roban su granero, y luego lo cuelgan co­mo a un pelele mientras le beben su mejor cosecha. . . Y yo, la Hildegard del otro lado, pienso en mi padre con la misma muerte, pero por su propia mano. Es la historia del envés de la trama, digo entre dientes en alemán. Y él no entiende, es claro. Y mi madre, continúa, muere de un síncope en su mecedora, y allí queda. Y también allí la encuentro cuando corro en su busca después de la derrota. El frío los conserva a ambos en medio de la nieve. Sólo que a mi padre le faltan pedazos, los cuervos lo han descubierto primero que yo.Y Rosina me sostiene cuando voy ya a caer. Venimos de desafiar a la Commandatur de acá. Creemos que sus sablazos de plano y sus culatazos sobre la pobre gente que intenta dar explicaciones son lo peor. Que sus burlas ante un idioma francés que no entienden y toman como un parloteo de

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■hrrmauet son lo peor. Que sus frías sonrisas de vencedores son también lo peor. Y sin embargo hay «empre algo mas. A llí en Chamolieu están nuestros espectros fami a P rándonos M ipadre colgado en la polea del pozo entre as íuinas de su heredad quemada. Mi madre tiesa y azul verdosa en su sillón al medio del desorden de la sala des­truida Su eran retrato de juventud, parecido a esa porcelanade la consola, la Venus pélerine, yace pisoteado en el suecn de la consola t así s610 se paga con

de miscrict ' X Tlos ajenos a esa culpa mayor. Y en ninguna guerra lo habra. F l 0rimer día derrumban ese puente. Antes que a los otros ¿Y cómo se alimentaban entonces, si todo fue tan grave^ No debo preguntarlo, quizás. Mi amor tiene un amago de

/ te he dicho que ellos mataban a sus caballos, yhasta ahT se puede Noratros aquí, en el París sitiado: pe­rros gatos nuestros queridos gatos. Luego » t £ Y-¿X mal ios animaks del zoológico, algunos con un sabor atroz. . .

Ya lo sé casi todo. Allá la Hombre trabaja en la granja Ya lo se casi maestra de música elige ahora

^ = T s 3 £ - S t S r ¿seda, hace comí , brillar. Ella alimenta su libro debrillos a to o o que Cuanj 0 pierre ejercita él solo para notas en horas hb . j p j e pjerre escribe lasluego deslumbrar. u“ ° ¡én esa Rosina para ser un

ángel°en la im íe rte . Para q u e ^Los que escriben memorias no q“ j es silencio. Esorir. Las memoriasson * d cortinas a la mañana.

gas a. anochecer. En ese

tiempo aún-no lo comprendo. Hoy si.

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Cierta noche, luego de los encuentros del amor, yoacaricio cicatrices con mis dedos. Beso cicatrices. Recorro con lengua dulce cicatrices. Deseo que me llame su ángel en la vida. Y no en la muerte como a Rosina. Entonces él toma mi cabeza. Mira al fondo de mis ojos y dice esto tan extra­ño: Et malgré tout chatnps et vaches, vacbes et champs. Me parece que mi amor está algo loco. Que aquella aplastante guerra ha dañado su mente. Que habrá que pedir tregua a los recuerdos de Rosina. Pero al día siguiente, mientras Pierre, quince años ya, suave bozo, voz de gallo, me asombra con su más pura versión mozartiana, empiezo a soñar con América. La hispana, es claro. Que mantiene su hechizo de descu­brimiento. -

Pierre et son pére, qué hermosos los retazos del recuer­do. Aquel baúl en la cocina de Sáckingen tenía un sentido oculto. No sirven para nada. Pero qué buenos a la salud del alma. El cuaderno grueso de cada cual. Cinco años, cinco felices años. Y sirven para una vida entera. Persistir en ade­lante es fácil. Como transportarse sobre un colchón de luces. Los años del después no se cuentan. Sólo el reloj camina. Tú lo conoces. Oro y diamantes. Cadeau del padre de Pierre al partir. Dónde otro árbol amarillo, otra Fóret de Fontaine- bleau. Sus siluetas de sueños no se borran jamás. Porque participan de interpretaciones.. El me deja una breve carta doblada en pequeño dentro del estuche del reloj. A a u íla deposito en su letra original, en su papel venido a amarillo. Tu tía Encamación te testa una gran hacienda. Pero no ol vida que hay que saber el idioma universal. Mi reverencia a Madame Belleau:

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E t à présent tout s'achève. Je serai le mendiant que nul ne comprend. Où trouver un pam que ne soit tes fess à croauer On me donnera le pain que mangent les gens et 1 ’o tfs e demandera pourquoi je le recrache. Les fbrets non foulées par ton pas, non nommées par tôt, se dessécheront. A travers les lézards de ma Maison de Mélancolie, comme tu te plaisais à l'appeler, une mélancolie plus grande enco s ’infiltrera Diablesse de femm e. Tout ce que j ai d homm V n t o Î Z peu à peu se démantelant. Je femmes et dirai c ’est répugnant, retire de la cette cnosp insipide Ton être, à l ’endroit et à Tenvers, sentait le chèvre­feuille Jamais je n ’ai bu ni jamais je ne boirai unvprtom pa- rable à ceT u îd l toutes tes bouches. Peut-être parce que tues une fille du Rhin. Peut-être parce que je sms aussi assoiffé de sam allemand q u ’un vampire de m inuit dégringolant d ’une largouille de Notre Dame. Garde-moi en chaque mi- „2 quHndiquera cette montre. E t sots a ,amats monHildegard.

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De ios m isterio^ Úna anterior M elódie

P r im e r a m e n t e España. y ¿ s o por haber leído en unrl‘ario francés- “Familia española busca institutriz alemana diario francés J a m ÍP „ entonces Fraul

Hilde un nuevo diccjarSrio bilingüe. Y con él como escudo t o a a un pequeño pueblo del noroeste español. Donde demore hay U )Z . Todo en la lluvia. nacimientos, casa- miemos muertes. El señor Cura corre bajo paraguas a ¿d minStrarlía^extremaunción. Finalmente se conversa con a U uvia^áele dan los buenos días, las buenas noches. \ hasta W a g r a d e c e ser sólo eso. Y no fuego, o ceniza, o piedra \

x S cán d S o de las sencillas gentes. Se corre descalza bajo c agua por el espigón. Se vive aquella lluvia. Que pone la pie^íilobrc el 3rlm«i en floi8« u j

Aprendo ahora algunos verbos en sus »tempos funda­mentales Ni pienso aún en dominar los demas. Locura o "os tiempos verbales diferentes en la maligna tone ,¡e Babel, n io s s í^ u e supo lo que hacía a los hijos de Noe. Y ya no hay padre de Pierre para enseñar a dominarlos en su c u cesistema.

La familia, según lo que observo, es c o m p u ta por P«- sonas y cosas. Emb;^-aciones p ^ q u e r a ^ u n i ^

fu n c io n a ra ^ d e p o r^ Y las personas y las cosas viven abraza- dlc Si se au ita una mueren las demás. El dueño de los Pes- ouero dé la mujer, de la niña y del piano: parco para reci-

‘T PT a ^ ? 3 S S Yb m la I r a aún0 " « d é d o s . m r n oY a " T i A n t e s de empezar con las escalas yo caliento sus" m to f tr a c L to m i j e s . Las pongo sobre mi corazón y

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les doy latidos. Esto se llama ritmo, digo para disimular. Pero aquellos diez dedos romos no quieren teclas. Más bien cuchillo de escamar pescado. Al fin ella aprende buen ale­mán. Y yo el mal español que aún le debo. Y en su idioma que ya capto la madre que me dice: “Conserva tu virginidad, niña. Aquí' en España si no se es honrada no se camina.” “ ¿ Y caminar hacia dónde?” “Hacia el matrimonio, mujer de Dios. . .”

Un día de gran fiesta popular al aire libre saco de mi maleta el traje típico alemán. Y a fuerza de ver y oír bai­lo muñeira sobre la gran mesa. No hay techo allí, sólo cielo. Las dos gaitas y el pandeiro que me acompañan se enarde­cen. El redoblante me hace vibrar los huesos. No rompo techos. Pero siento que rompo cielos. Unos vasos y unas botellas se quiebran. Y yo grito golpeando las manos: “ ¡No vidrios, sí cielos hechos añicos! ” Olé, dicen ellos a coro. Y descubro que no hay pueblos diferentes. Todos lo mismo cuando danzan. Pequeñas variaciones. Pero aquí algo indi­vidual, el calor de la sangre. Un hombre mata a otro por mi causa. Los dos me ayudan a bajar de la mesa. Y ya son ri­vales. Y eso no en Alemania, no en Francia. Pero por dar muerte se castiga en todos lados. Asistimos a una ¿specie de juicio rústico en la casa del Alcalde. El hombre, casi un enano para mí, niega. Los testigos, también de pequeña figura, acusan. El ya no tiene salida. Entonces confiesa así: “Yo no he matao, Usía, sólo he sacao por ella tres claveles rojos en la punta del cuchillo...” El cuchillo, el clavel allá en el bosque de las hayas... Empiezo a sentir mal de corazón cuando animo los dedos de la niña. La madre cree que es amor por su marido. Y me mira con ojos de odio. Y de sos­pecha. Puede asesinarme mientras duermo. Son tan peligro­sos como cálidos. Ponen sábana en el balcón al día siguiente de la boda. Los abandono por una Blume perdida.

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Y así me dirijo a América, la hispana. Vienen muchos ibéricos en el mismo barco. Pero no en mi primera clase. Y también gitanos en la tercera. A veces bajo hasta allá con disfraz de campesina viuda. Pañuelo negro en la cabeza. Ropas sencillas de la granja. Ellos cantan y danzan lo suyo. Fuerza de cuerpo y alma. Y saben cosas del destino. Pero la extranjera no quiere la buenaventura. Ya la conoce. Dos ve­ces no se sabe lo mismo. Si realmente hay verdad es una sola. Todo lo demás dudoso.

Y aquí elijo una capital por su nombre. Como aquella plaza de los Vosgos. Siempre los nombres son mi magia. Y en esa Capital decido ser Fraulein Hildegard sin historias para contar. Mujer dura. Mujer fría. Sajona, dicen. Si acaso amores escondidos. Tan secretos como partes de guerra. Pe­ro sólo de piel, no de alma. Ellos no descubren la trampa. El alma de la piedra allá en Sáckingen. Mi bosque de las hayas siempre vivo. Mi Foret con árbol iluminado. Porque el padre de Pierre me hace ver la selva entera del amor. Oh, mi Rudi, pardon, excusez-moi. Aunque lo mismo gracias por despertar de primavera. Y tu tía Encarnación tampoco des­cubre el cepo. Conocida en sala de Concierto como la bella dama rubia del palco avant-scène. Ahora sola. Antes con elegante Capitán. Y cae en el engaño de la fría alemana. Soy pianista de primera categoría en la Capital. Gran solista cuando es preciso. La Orquesta no quiere perderme. Pero Madame Belleau ofrece mucho dinero. Y además habla de cierta enorme hacienda. Mis campos y mis vacas. Y de una criatura extraña. Mitad cristiana, mitad musulmana. Que no sabe quién es. Que ignora qué taala mezcla lleva. Que es capaz de incendiar la finca. Que hay que domarla. Yo re­cuerdo a mi Zauberei, mi azúcar, mis manzanas. Yo sé do­mar una potranca. Y para ésta unas botellas de agua de azahar. De al-azbár, según sus orígenes. Y entonces así, sin

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llorar, dura como, creen que soy, dejo : v i d a l a s w a , • in d e s c o n o c id o de una profecía., Viajo días, paraU e i r P o r a t o el lugar se llama Las Nubes. Me voy h aca i i Y A\aa entretanto Como monsieur Gambetta y su saHda*en globo de aquel París en lla m a s e n

r t Ya T t s f e á Y ^ t a r i r ' c ’o m rÚ n i r Z que nunca he Extraña y triste. ¥ sont* «lanas La potrancavisto. Un gigantesco ejemplar d e P ma.indomable: se para mí. Ynos. to rno tn “ P J q me lo presentan como Araucaria.ella acepta. Y ai árbol _ I Negra. En París los casta-

“ y “ eperdidos. á fr ica hacienda. Sueño con el

Quizas v«n te? ACanC1 ^ ^ ^ Fráuiein y Monsreurvaches. Y luego recut vulgar perode H en un muro junto al Sena. Y ese ver ^ ^ ^ ^

que canta en cada b° E A cribo aquí para los ojos de laOtro p a r a antar Y q u - ^ ^ m ur0 gris. Yo una

tetra el p a d r e de Herre otra letra. Un pequeño- pedazo£letra, P • niño que juega solo a hacerseñora, otio el señor ^ ^ c ío c h a r d y agrega: Esorodar un aro. Y pasa p aueda vino. Y pasamuy bueno m,u^ U aC nscrIpción entera. Saca la len- luego una clocharde Mi a ,ah:os sucios. Ejja y él ríen en-gua del pecado y m°Ja s desconocida se agrega al sue-tonces a carcajadas. Y ■ señal de silenciofio. Alas de ángel sobre el puen. . ^ sangre De donde con dedo índice. Como en el hospital cíe sa* b ■

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se roba el falso m uerto. Y lo escrito queda allí. El francés y la alemana firman acuerdo en muro de París. Con verbo capaz de sustituir al pan, al vino. Y cuatro testigos raros: un niño analfabeto, dos harapos humanos. ¿Y acaso una enfermera voluntaria que invita a callar?

Y ahora hablo de aquella comunicación al final de la espantosa guerra. “Recluta Rudolf Johann Oldenburg muerto en combate, División Wutenburguesa. Ejército ale­mán envía pertenencias. Y luego va cuerpo. Hay carta sin destinatario hallada en bolsillo interior de su chaqueta. Viva la Gran Alemania! Viva Guillermo I Emperador!” .

Cada cual, madre y padre de Rudi, otros vecinos, correo ocasional, se abalanzan sobre cosas distintas. La carta, en tanto, al suelo. Manchada de algo así como sangre seca. Y mucho borrado. Pero yo leo con mis ojos bien abiertos: “Viene en dirección a mí, lo presiento. Porque de pronto, al tapar mis oídos, escucho al ruiseñor. Sin embargo esta vez yo no caigo. Son los otros. Pero el que es adentro de mi oreja sigue allí. Robado a nuestro bosque. Hasta el próximo estampido, el mortal.”

Doy un grito seco. Más bien reproduzco alarido de otra vez. Aquella de sangre y ruiseñores. No se llora por un cabrito, alguien repite en mí. Y salgo a toda carrera hacia la piedad de los hayales. Los oigo pronunciar mi nombre, mi verdadero nombre. Que nunca digo. Que no revelo a nadie. Ni siquiera al padre de Fierre. Porque Hildegard es el de mi madre. Y yo lo adopto luego de su triste muerte contra mí. Tantos años hoy de todo aquella La bruma gris lo cubre. El tío de Rudi, pieza importante del ejército alemán, con grado ya de General y medallas, trae el cuerpo. Dicen que envuelto en la bandera. Y sé que lo sepultan con sollozos y engañifas de gloria. Tiempo después, cuando dejo el Sur, veo el lugar, leo la lápida: Rudolf Johann Oldenburg, muerto en comba-

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te, guerra franco-prusiana. 1870-71. Saco de la flaca bolsa de viaje el escoplo de cantería y el pequeño martillo del padre. Que todavía hoy son conmigo. Y grabo: “Melodie también aquí” . Porque mi nombre familiar es Melodie. Me lo dice mi padre mientras ejecuto en el piano algo que lo atrae, fragmentos del italiano Muzio Clementi. Los otros que llevo encima, los verdaderos, Brunilda y Krimhilda de las leyendas de que salgo, qué importan ya. Cuando nos hemos llamado como Hildegard en un intento de borrar la muerte de la madre. La muerte que le damos sin saber, sin querer. Toda hija mata a su madre si la ve morir. Y no arranca a pedazos la piel reseca de la muerte. Los ojos amarillos de la muerte. Y la deja irse así. Llevándola como cosa suya hacia los antros del nunca más. Yo, Brunilda Krimhilda, brotada dé los enanos Nibelungos, pido perdón a mi querida madre Hildegard. Beso sus manos mojadas en la cocina. Lloro sobre su delantal de pequeños cuadros azules. Que suben hasta los ojos del mismo color.

Te amé mucho, Melodie II. Ade, Adieu de mis dos vidas. Y si no aprendo a decir Adiós de esta tercera en el griego que será mi última es para no morir en una palabra de mal agüero. Nunca un Finale de Opera entre las Melo- dien. Siempre una Entrata, un preludio, mi inolvidable Laura Kadisja Hassan. Y de los cien fuegos. Y de la arauca­ria vertical y horizontal. Pero longeva. Y no como nosotros que morimos del simple vivir.

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EPILOGO

No, el ciclo no se había cerrado aún. Un lejano día recibo cierto maltrecho sobre que llega a Las Nubes luego de hacer caminos por mar y tierra, con esa persistencia que anima a las piedras dicen que para volverse a juntar. Mis fantásticos huéspedes se hallan cada uno en lo suyo, el to ­que de locura necesario a fin de que el mundo no desapa­rezca en la uniforme mediocridad. Abro y veo algo escrito en caracteres griegos. No entiendo aún, debo traducir me­diante aquel espíritu metódico con que mi tía Encarnación llevara los papeles árabes a la Universidad española. Pero algo me dice que allí viene un último mensaje. Saco enton­ces miserables cuentas al año que corre. Fräulein Hildegard tiene ya sesenta y cinco. Mi piel se eriza. Consulto el diccionario francés-griego que me ha dejado y compongo esto: Bésame y dame la mano. Lo hago larga, fuertemente, sabiendo que todo llega a través de Al-ilá. . .

L.K.H.

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INDICE

PRIMERA PARTE I ..................................... 11I I ......................... 25III . . . . . ............................................................................38I V ......................................................................................... 50 V ................................................................. 59VI . . . ...................................................................... 64Padre A rtem io . .................. 70E ncam ación ...................................................... . ..............7 2

Fräulein Hildegard. ......... ................................ .. . . 7 7

Padre A r tem io .................. .81Refugio .............................. 84Laura Kadisja Hassan. . ......................... 91

SEGUNDA PARTEHildegard, papeles del adiósDe h o y ......................... 109De esem a fia n a ................................ 110De Zauberei. .................................................... 113De sangre y ruiseñores. ..................... .. . .115De las voces. ..................................................... 121De un grueso cuaderno ................. 131De los misterios: una anterior M e lo d ie ......................138

EPILOGO 145

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Esta edición de “Viaje al corazón del d ía” se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Area Editorial S.R.L., Andes 1118, Montevideo, en el mes de julio de 1986*

Depósito Legal No. 215.054/86

Comisión del Papel - Edición amparada al Art. 79 de la Ley No. 13.349

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Esta nueva novela de la ya legendaria Armonía Somers confirma las peculiaridades narrativas de su vasta obra, elaborada durante más de tres décadas e integrada por títulos tan contundentes como “La mujer desnuda”, “El derrumbamiento” y “Muerte por alacrán”.

Ahora se suma “Viaje al corazón del día”, historia feroz y conmovedora de amores secretos y prohibidos, de indomables vivencias en una genealogía alucinante, construida en la frontera de una portentosa imaginación y una memoria que no olvida. Compleja, laberíntica, demoledora de prejuicios y convencionalis­mos, su escritura ordena y codifica el esplen­dente caos de un mundo implacable, cuyos vericuetos son recorridos furtivamente hasta alcanzar los tramos más insondables de la ex­periencia humana.