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Ramón Reig
¡Y TODO PARA ESTO! EL POETA UTÓPICO Y CADUCO RETORNA A CASA Y ADVIERTE QUE LE HAN HURTADO LOS PENATES
1989-2013
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Contenido
I. Bobadas II. La felicidad, ja, ja, ja, ja III. El génesis IV. La posesión V. Raíles VI. Benialba VII. El narrador VIII. Oración de la tercera vía IX. Lo que no tiene es remedio X. La mujer en el jardín XI. Por una mirada un mundo XII. Viaje inmóvil XIII La viuda abuela XIV. La madre XV. Un anochecer en Cóbreces XVI. El sujeto claro del deseo XVII. Las tenazas del tiempo XVIII. El destierro XIX. La referencia XX. Una de peluquería XXI. Por tabaco XXII. El ombligo del Cosmos XXIII. Correr XXIV. El poeta ataca de nuevo con otros versitos XXV. En corto y por derecho XXVI. Una mujer alegra y aflige el alma, otra arruga y consume el cuerpo XXVII. La medicina XXVIII. El poeta piensa de nuevo en la utilidad inútil de escribir y de hacer XXIX. Evocación en diciembre XXX. Otro recuerdo para Ilema XXXI. Misa de Gallina XXXII. Metamorfosis gineceica XXXIII. Historia de Arborto XXXIV. El poeta le habla a su hija Sara XXXV. El poeta utópico y caduco recibe carta de su amigo Miguel Ángel
Villar sobre el paso del tiempo
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XXXVI. El poeta dedica un salmo a la profesora Fontcuberta y la deviene en penate XXXVII. Homilía primera (Capítulo que el poeta utópico y caduco dedica al buen ciudadano) XXXVIII. En el principio la soledad XXXIX. Eucaliptos XL. Historia de unas adelfas XLI XLII. Reinicio XLIII. La ventana XLIV. El poeta utópico y caduco vuelve a darse cabezazos contra el muro de sus lamentaciones porque se ha caído el muro de sus ilusiones XLV. Escena o acto del epitafio que tiene lugar en el Palacio de Invierno la Nochebuena de año 1991 después de Cristo o en el año 37 después del nacimiento del poeta utópico y caduco (resumen) XLVI. La monomultitud XLVII. El poeta utópico y caduco vuelve a pensar en lo de siempre, esta vez recordando a Toro Sentado y a Caballo Loco XLVIII. Fieramente humano (y ufano) XLIX. El hijo de la nieve L. La recaída LI. Palabras para Laura LII. El Tío Segis LIII. El cura LIV. Casi epílogo LV. Se acabó LVI. Una rosa en el desierto LVII. Cuánto penar para morirse uno LVIII. Aurelia y Josefa LIX. Anita LX. Una extraña energía
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I. BOBADAS
“El mundo se ha enfundado una escafandra y ha guardado el aire en las
bodegas, donde enormes tinas de roble encierran vinagre que fue vino.
Las cepas se queman bajo el sol.
En los silos el trigo se pudre lentamente.
La leche se acumula en las ubres de las vacas hasta hacerlas reventar.
Ya no hay tiempo para mirar una amapola.
Debajo de las baldosas están los grandes sueños.
La única verdad, la única verdad de veras, son las partes bajas.
Lamentablemente, no hay nada que hacer aquí y, sin embargo, no hay otra
cosa mejor que hacer que estar aquí, esperando la clausura del ciclo”.
Llegó a su casa el poeta utópico y caduco pensando así. De nuevo se le había
cerrado el cerebro, todo el peso de la atmósfera se hallaba en su cabeza. Una
indisposición depresiva, sin duda, provisional estado que con toda seguridad
desembocaría en una explosión de hambre y sed de justicia, es decir, el suero
necesario para evitar la oscuridad eterna en podredura.
Pensó entonces que debía escribir, pero para qué escribir, si todo está dicho,
después de miles de años de escritura todo está dicho; para qué escribir si no
tiene lectores; para qué escribir y, es más, para qué escribir esto, por qué
constatar esta basura que nadie querrá editar, esta majada que no es más que
descarga psicológica, ejercicio aligerante como un diario adolescente.
He aquí un rosario de suspiros y los suspiros están ya muy vistos en el mundo.
Un suspiro es gratis. No es una casa adosada ni un chalé ni una participación
en bolsa, ni siquiera un boleto, un simple boleto de papel para un sorteo
millonario.
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Estos pensares son pesares personales e intransferibles. No se venden, no
tienen valor mercantil. Porque son de un poeta cualquiera, de un poeta utópico
y caduco.
El poeta utópico y caduco está sentado junto a una pequeña fuente en el patio
de su casa. El surtidor está apagado y el agua descansa. Está mirando pero no
ve. O, mejor dicho, está observando el alma. Oye el canto de un grillo que no
escucha, escucha las palabras latirle dentro. Y para qué sacarlas de la estancia
si ya lo han hecho otros, muchos otros, y lo han hecho mejor, bastante mejor
de lo que él pudiera hacerlo.
Se conciencia el poeta de su miseria, reconoce el hecho evidente y decide
permanecer sentado, viendo el reflejo de las estrellas sobre el agua, esperando
el fin de la procesión depresiva que por su cerebro transita.
Sabe que, acaso en unos días, se convenza más claramente de las bobadas
que una noche estuvo a punto de escribir.
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II. LA FELICIDAD, JA, JA, JA, JA
Y piensa el poeta: “Yo debería ser feliz, absolutamente feliz.
Yo solo, yoyoyo, me he hecho a mí mismo, mimimí.
Poseo un trabajo administrativo teóricamente inmune a los vaivenes
macroeconómicos, ya lo hubiera querido para sí Cernuda. Me pagan unos días
antes de que el mes se muera, voy al cajero automático del banco y le meto la
tarjeta en la rajita y el cajero habla conmigo cuando le toco las teclas y al poco
rato me saca la lengua que no es la lengua según me doy cuenta cuando me
fijo sino una comunicación en la que me dice los encantos que están en mi
alcancía. Y ya está en ellos la pasta de mi trabajo administrativo, nunca tengo
que pedir ni que llorarle a un directivo. Mi dinero está allí dentro, en el útero de
la rajita y si toco otra vez las teclas la máquina runrunea, abre su vagina y da a
luz billetes y billetes, dentro de un orden.
Yo debería ser feliz porque tengo una compañera que hace lo que puede por
sobrellevarme y me cose los botones cuando se acuerda y me hace tortillas a
la francesa por las noches y gazpacho a veces al mediodía y todo eso a pesar
de que curra como yo. Porque yo no sé hacer nada de esas cosas, que me
criaron para hombre y no tengo tiempo ya a mis años de aprender nada,
habiéndoseme echado encima la revolución tecnológica, los idiomas y el
reciclaje todo entero. De todas formas me alegro de que ese hombre que
quisieron hacer de mí ya esté en fase de extinción aunque nunca se sabe. Yo
me quedo con el hombre que he inventado para mí. Mimimí. Mí.
Yo debería ser feliz porque tengo una criatura enana con la que ya converso y
sin embargo aún no ha conseguido que me deje de sentir joven. Con ella me
cabreo y por ella me río y me parece que la cara se me embobece de cuando
en cuando al oírle preguntarme supuestas agudezas.
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Debería sentirme feliz porque mi compañera la alimenta también y la aguanta
hasta si me da por escribir alguna chuminá de ésas que escribo.
Yo tendría que ser feliz porque poseo eso que ahora llaman asistenta, que
friega los platos de la cocina y plancha la ropa y custodia a mi criatura y le da
de merendar y la baña y me da y me recuerda los recados.
Y tengo coche y no soy feo y me prestan una casa en el campo para pasar los
fines de semana y noto que no disgusto a algunas mozas prisioneras de su
propia idiosincrasia por más que disimulen.
Ah, y tengo unos papeles que dicen que mi piso es mío aunque yo sostengo
que es del banco por ahora igual que mi coche, mi PC y mi impresora. Pero
bueno en los papeles dice que todo es mío y que yo soy el propietario.
Miyomiyomiyo.
Con todas estas elementalidades en mi poder yo debería ser feliz (¿o se dice
“debiera ser feliz”?). No podré nunca con la gramática o con la sintaxis o con
como se llame esto de escribir como Dios manda porque Dios sabe escribir. La
Biblia se la escribieron al dictado sus secretarios, pero Él (con mayúscula,
como Dios manda), escribió de su rayo y letra el texto de los Diez
Mandamientos (¿o fueron cuarenta y dos?). Sean los que sean, fueran los que
fueran, diez son los que se conservan en las Tablas y ninguno en la práctica de
los hombres, que el tiempo no pasa en balde.
Bueno pues yo debería ser feliz porque tengo lo que tengo y con los billetes del
parto de la máquina puedo ir a comprar más asuntos, variados asuntos de las
variadas tiendas que ofrecen sonrientes los asuntos.
Y no soy feliz sin embargo. Tal vez es que me he equivocado de planeta o es
que no puedo soportar este contrasentido. No aguanto la felicidad de mi
infelicidad porque deseo ser felizmente feliz. O quizá sea que no he superado
mi evidente impotencia para dominar la lingüística”
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III. EL GÉNESIS
El triste poeta utópico y caduco está triste. Y sigue mirando en actitud pasiva y
catatónica a una estrella que se refleja en el agua.
Se quiere demasiado este poeta y no se conforma con quererse: anhela que
todos le quieran y lean sus versos y piensen que es el mejor, como él piensa.
Su aspiración es elevar esto a imperativo universal. Como nunca lo consigue,
ha entristecido.
Y así, como este poeta, hay quinientas docenas de millones de poetas en el
orbe terráqueo. Todos en actitud eterna de autocontemplación, en un continuo
ejercicio de introversión obsesiva que acaba siempre despejando la densa
colina que envuelve al misterio de la Santísima Trinidad.
Porque el poeta es como Dios: se ama tanto que termina por quedarse encinto
de sí mismo. Y de sí mismo brota él mismo que vuelve a unirse con él en santo
matrimonio del que nace otra vez él mismo.
Resultan así configuradas tres personas y un solo poeta verdadero. Tres
personas distintas que hablan entre ellas y jamás discuten ni se alteran porque
son tres ramas de una misma raíz-poeta. La sagrada familia que no come ni
suda ni se resfría ni tiene gases ni siente ni padece, y está unida bajo el
bendito maná del verso.
Del amor del Padre-Poeta por sí mismo surge el Hijo-Poeta. Y de la absoluta
compenetración entre los dos brota el Espíritu Santo-Poeta. Pero los tres son la
misma Persona-Poeta que nacen para evitar la soledad y poder dialogar
“consigos mismos” y narrarse pausadamente todas las virtudes que guardan en
su sagrado Tabernáculo y mostrarse los versos que con plumas de sándalo
han escrito sobre las más hermosas vitelas.
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En resumen, el YoYoYo origina el TúTúTú y ambos engendran el ÉlÉlÉl. Mas
los tres son el YoYoYo. Es todo cuanto puedo decir sobre algo que, a fin de
cuentas, es un misterio y la verdad es que cualquier idioma carece de vocablos
exactos para explicarlo. No se olvide que estamos tratando un tema
sobrenatural, que nos encontramos en el Parnaso (algunos paganos de hoy
despachan este sin par fonema con la expresión “agujero negro”).
Y sin embargo no basta con este autoamor a pesar de su estratosférica
solemnidad. Todos los poetas, y nuestro poeta utópico y caduco es, a fin de
cuentas, un poeta, opinan, como cualquier madre de damiselita enamorada de
mozo sin posición erguida, que es erróneo el viejo dicho, “contigo, pan y
cebolla”.
El autoamor no es suficiente para el poeta. El autoamor no hace la felicidad, ni
siquiera el “extroamor”, ese amor que el poeta pueda sentir por alguien, si es
que fuera posible tal circunstancia.
El autoamor, el amor no hace la felicidad. Ni el dinero. La felicidad llega con la
Gloria, con la Vida Eterna, con la Inmortalidad.
No se ignore que el poeta es Dios y que Dios es un Espíritu Puro que habita en
una mansión inasible e inconmensurable llamada Gloria, y en Ella estará por
los siglos de los siglos (no digo Amén porque es Amén, en efecto, y equivaldría
a apuntar una pretensión innecesaria por obvia).
No olvidemos la Deidad del poeta. Dios, un día que nadie puede precisar
porque nadie era, decidió, por su Divina Voluntad, crear a alguien que lo
alabara y rindiera culto a su Hacer y a su Palabra. Así lo decidió, por motivos
que nadie sabe, de acuerdo con TúTúTú y ÉlÉlÉl que son YoYoYo como se ha
intentado explicar más arriba. Unos dicen que fue un acto de bondad, otros
afirman lo contrario, porque cada cual cuenta la verbena como le va o le ha ido
en este mundo, ignorando que si les va bien o mal no ha sido gracias o por
culpa de Dios sino de ellos mismos que gozan del libre albedrío otorgado por
Dios.
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Existen por último otros que hablan del cansancio de Dios, del aburrimiento de
Dios, factores que le indujeron a crear al hombre que a su vez se aburrió y para
matar su aburrimiento mata a otros hombres o ve la televisión y los
videojuegos. Y chatea.
De tal imagen tal semejanza, aquellos genes devinieron en estos lodos. El
hombre por tanto es Dios pasado por el agua de los tiempos. Dios es así el
polvo del Universo, es el Universo. El Universo es polvo y es agua que se
mezclan y se hacen hombre y se hacen flor o cebra o cabra o lepidóptero o
plantígrado o dolomita o CO2CA, etc.
Todos los hombres alaban a Dios cumpliendo así la misión que les
corresponde. Pero el poeta es quien mejor la hace y quien más se asemeja a
su progenitor. El Dios del Universo, el YoYoYo, ha creado al dios del planeta
Tierra, al yoyoyo. No sé decir ahora si el dios terráqueo se quiere más a sí
mismo o quiere más a su Creador. Lo que sí es cierto es que ambos precisan
de la plebe, de los gentiles, de la chusma.
Dios hizo al hombre para su espiritual orgullo. Y al poeta lo hizo de entre los
hombres porque Dios no sabe escribir versos y alguien tenía que cantarle a Él
y a todas sus maravillas creadas.
Mas, igual que a Dios el Creador le sucede a dios-poeta el creador: necesitan
del hombre para confirmarse y sentirse vivos. Necesitan del fresador, del
analista de sistemas, del piloto de pruebas, del oficinista, del cosmonauta, de la
secretaria, del ingeniero de software, de la asistenta, del minero, de la azafata,
de la ginecóloga, del topógrafo o del anatomopatólogo.
Y sin embargo, oh desdicha, cada uno está en sus asuntos. Cuando Dios se
hallaba descansando en el Séptimo Día contemplando lo que había creado y
vio al hombre comiendo bellotas de una encina comprendió su fracaso.
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Como aventajado discípulo del Maestro, también el poeta ha aprehendido el
accidente. Y ahora está pensando triste el poeta, en una noche de estío,
mientras mira a una estrella arrugándose en el agua. A veces eleva al cielo sus
ojos y cree ver a Dios que viaja pensativo sentado sobre la superficie de
Ganímedes, dirigiendo hacia la Tierra una melancólica mirada.
He aquí la tragedia silenciosa que la mayoría ignora pero que está ocurriendo
mientras hay quien se tuesta los pechos gracias al sol que un día Dios creara y
que el poeta glorifica, y mientras otros juegan a la petanca sobre la piel de un
planeta que no merecen.
Hubo un tiempo en el que Dios, en su inmensa soledad autoamorosa, ni
gozaba ni sufría. Pero creó al hombre y todo empezó a alterarse. Ya el hombre
no es hombre sino hato sin entrañas. La excepción de esta neuralgia se llama
poeta. El poeta es la esencia de Dios en la Tierra.
Dios y poeta se consuelan mutuamente. Ambos calman su dolor ingiriendo a
diario una aspirina, producto que inventó la chusma por voluntad de Dios para
su alivio y el del poeta.
Para el poeta sus congéneres son ya insoportables como las moscas en
septiembre. Dios se sacude los neutrinos que se le enredan en la barba
incomodándole casi tanto como la chusma incomoda a los poetas. Aquel que la
engendró accidentalmente lleva en el pecado la penitencia.
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IV. LA POSESIÓN
Ensimismado va el poeta por los senderos; tanto, que no ve a otros poetas ni
siquiera se ve a sí mismo sino únicamente su esencia e incluso la esencia de la
esencia de su distinguida índole.
Por ello tropieza con los cercados y con los postes de alto voltaje y con las
papeleras y con las marquesinas de la rúa y con los semáforos y con las piaras
de cabras que al atardecer van a acostarse moviendo las ubres como si fueran
los péndulos del ocaso.
Va en levitación el poeta en busca de la palabra exacta, e-xac-ta, perfecta, la
imprescindible materia prima de su partitura. Con sus manos de terciopelo
toma el poeta su agenda de piel de vítulo y busca ansioso el teléfono de la
Palabra. Marca el número y pregunta por ella.
En el Palacio de la Ciudad Prohibida de la Palabra atienden en centralita la
llamada anhelante del poeta, que es trasladada a las dependencias privadas de
la Gran Señora y pasa por varias voces hasta llegar a la Secretaría de
Dirección de la Palabra.
A veces está reunida la Palabra, o está hablando a través de su
microordenador con otro poeta, o simplemente ha salido a tomar café, si bien
esto último se sabe of the record puesto que nunca será dicho así por la
Secretaria.
Sabe el poeta que la Gloria bien vale una espera o veintidós o diez mil
instancias. Y al final un loado día la escucha: “Oui, c’est moi”.
Trata de controlarse el poeta, procura que no trascienda su inquietud y la invita
a un recital poético de alguien de quien sabe ha sido bendecido/a ya por la
propia Palabra. Casualmente el poeta ha tenido la fortuna de ser el primero en
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invitarla, aunque ya en la centralita otras llamadas se agolpaban con el mismo
fin.
La palabra acepta y el poeta, en puro éxtasis de aturdimiento y de placer, se
apresta a buscar sus mejores ropas y se adecenta y se ducha y se aplica un
desodorante que sea testigo mudo e invisible de su encuentro con la Palabra,
la Palabra, la Palabra de Dios, te alabamos, Señor.
No soy yo, torpe narrador, el más adecuado para describiros a la Palabra.
Sabed sólo que es Bella y Precisa. Bella es, muy Bella, y que cada cual la
imagine como quiera porque yo no sé retratarla. Y es Precisa. Mas, en su
necesidad, lleva el veneno. La Palabra puede matar al poeta si éste no sabe
cortejarla con tino. Pero a cortejarla se ve obligado pues sin ella moriría.
La Palabra es una flor y el poeta una abeja que la liba. Con ella fabrica la miel
del verso en la hexagonal estancia de su posada. Es una flor de pétalos
finísimos como el alma de un cristal. De ahí que la más leve brisa que cimbree
su prestancia pueda despertar el instinto corporal –oh fatalidad- del poeta, y
éste, engañado por el viento, trate de defender a su Señora y arroje su aguijón
sobre Eolo. Morirá entonces el poeta como muere la abeja cuando pica. No
muerte de amor por la Palabra tan sólo. Es, en profundidad, suicidio, muerte
por autoamor, inmolación por sí mismo en el altar de la Palabra.
Y la abeja cae al suelo, moribunda. Y resta sola la flor mecida por el viento a la
espera de que otra abeja aflorice.
Os diré pues en idioma vulgo que muchos poetas son los llamados y pocos los
escogidos y que la Palabra es pensada como copla inmortal por el poeta, a
saber:
“Ni contigo ni sin ti
tienen mis males remedio.
Contigo porque me matas
y sin ti porque me muero”.
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Extráiganse del contexto las excepciones líricas pertinentes.
Sabedor de todo, el poeta acude a la cita con la Palabra. Ha adelantado unos
minutos el sublime encuentro porque le tiene reservada una buena nueva: el
poeta conduce a la Dama a una boutique y allí la engalana con cuanto desee
aunque le vaya en ello el sueldo y el saldo financiero. Qué son las cosas
mundanas si a la Gloria las equiparamos...
La Palabra está contenta con los presentes y con ellos acude a escucharse a sí
misma de labios de otro poeta al que ya tiene poseído. Se hincha la Palabra de
sí misma y si no eructa es por modales y porque de la Belleza sólo Belleza
puede emanar y no gases. En el acto todos miran con admiración y envidia al
poeta que lleva tan singular compañera a la que incluso ya ha rozado
intencionadamente para empezar a recibir el jubileo eterno.
Después llegará esa copa de nenúfares, ese cóctel de ingles y ababoles en el
mejor pub de la ciudad, y la cena íntima en el más ponderado restaurante. El
menú será: “Sopa de letras a la veneciana”, “Ala de ángel en balsa de
clepsidra” y café con leche con mucha azúcar.
Acaece por último el definitivo instante. La Palabra y el poeta, solos en una
suite residencial. Le mesa el poeta los cabellos despaciosamente, la besa en la
frente, en la cara, ojos, labios y resto de su divino Ser, delicadamente. La
desnuda aún más para contemplarla en toda su pureza; la tiende sobre el
tálamo y la posee lentamEnte e in crescendo... Hasta que la palabra exhala un
suspiro intenso pero justo, sin estridencias ni sordina. Ente.
Orgasmea la Palabra y de ella comienzan a brotar palabras y palabras que el
poeta recoge apresuradamEnte depositándolas en los cajones de su memoria.
Ha cerrado antes de la ceremonia puertas y ventanas para ser él sólo
propietario de aquella amanecida.
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El poeta ha sido poseedor y poseído. Concluido el acto, la Palabra se viste con
sus trazos de terciopelo (no se ducha pues es puro hálito), abre un balcón de la
estancia y vuela a su Palacio. Con lágrimas la sigue el poeta en su viaje. Son
lágrimas de dicha pues ha conseguido lo que ansiaba y no ha sido engañado
por el viento. Luego enciende un cigarrillo, como es norma –clásica y bohemia-
después del acto, y aspira y expira profundamente el humo. Qué amainado se
advierte, incluso podría levitar.
Nuestro poeta utópico y caduco trató un día de salir de su catarsis. Marchó a la
calle, miró a las gentes y las dibujó con versos que luego ofreció. Pero la gente
andaba inquieta buscando bellotas por las encinas, eran presas del hambre y
no dieron relevancia a la ofrenda.
Regresó a casa el poeta utópico y caduco. Se negó a llamar a la Palabra
porque tiene eyaculación no precoz pero sí madrugadora. Sus versos dormitan
ahora en las dependencias del secreter.
El poeta utópico y caduco mira a una estrella, que a su vez se contempla en el
agua, y no desea escribir. Prefiere dejar la tarea a quienes son capaces de
satisfacer a la Palabra. Lloviznea.
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V. RAÍLES
El agua inmóvil como las pupilas del poeta utópico y caduco que mira el reflejo
de una estrella. El agua oscura, como si se hubiera tragado a la noche, como si
no deseara distraer a nuestro poeta que junto a ella ha querido anclar la
tristeza de su cuerpo.
Sólo el silbido del tren –no demasiado lejano- ha conseguido alterar la dolorosa
placidez que le absorbe. Con el tren se va el poeta, con ese tren que en arcana
travesía acogió a su padre un día de invierno para no regresar jamás.
Piensa el poeta y parece observarse en imagen lejana de su ya lejana niñez; su
padre reía, a carcajadas reía junto a su madre, en aquel compartimento
estrecho de un tren en una noche plena de otoño. Se había detenido el tren un
rato antes y de la estación de una de aquellas localidades de la serranía había
subido el típico viajante de entonces: aspecto curtido y bonachón, jornalero o
campesino apacible, sabio sin saberlo, de un pueblo ingenuamente,
intuitivamente sabio; escéptico, que oculta su pesar con el ingenio. Aquel
hombre llevaba una caja de cartón grandota, con agujeros para que respiraran
los dos o tres pollos o gallinas que encerraba dentro. Cargaba otros bártulos
pero el poeta recuerda especialmente la caja y esas aves de corral que no
cesaban de armar escándalo porque estaban evidentemente en corral ajeno y
porque la movida del tren era el polo opuesto al sosiego que precisaban.
Con tal algarabía llegó el hombre al compartimiento donde dormitaban más mal
que bien los viajeros. A partir de entonces recuerda el poeta que fue inútil tratar
de dormir y además no hizo falta porque al indignado cacareo de las aves se
unió una retahíla interminable de anécdotas y chascarrillos que nuestro hombre
lanzó a los pasajeros.
Y así fue como a las tantas de la noche-madrugada de aquel otoño el poeta
utópico y caduco vio reír y reír a sus padres. Recuerda todavía el sonido de las
carcajadas de su madre, que tenía ya la cara congestionada, y recuerda la
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placidez de la risa de su padre, que a lo mejor ahora está riendo en un hábitat
como aquél mientras su hijo permanece en su catarsis mirando el reflejo de
una estrella en el agua.
El silbido del tren y el agua. Vuelve a recordar el poeta: adolescente, desde la
ventanilla de un tren que cansinamente rodaba, gozaba con el agua del mar
que casi llegaba a los raíles. Junto a él una muchacha de su edad parecía
aletargada con aquella visión litoral. Ya no recuerda su cara, ni el color de su
pelo, ni el sonido de su voz, sólo la frase que salió de sus labios un instante:
“Ojalá el tren se estropeara ahora y nos dejara siempre aquí”. Nuestro poeta
supone que fue a partir de aquel momento cuando empezó a contemplar el mar
especialmente, pues él no ha nacido junto al mar y siempre hay alguien o algo
que enseña a estas gentes a quererlo.
Desde la mansión donde el poeta utópico y caduco oculta su melancolía es
cada vez más frecuente oír el saludo del tren que avanza. El poeta alza
levemente su cabeza y escucha la voz del tren y la voz del viento, que es más
intensa cuando el tren discurre.
Las escucha allí detrás de aquellos eucaliptos que parecen balancearse
voluntariamente cada vez que el poeta los ve, como si pretendieran saludarlo.
En el crepúsculo son como montañas móviles en la penumbra, como los
bronquios de todo aquel paraje. A veces los corona la luna plena o se oculta
vergonzosa entre sus ramas.
Siente otra vez el poeta los recuerdos y a la imaginación siente. Le gustaría
escribir pero desiste. Está cansado en exceso. En qué estación se hallará
ahora el tren ineludible que se llevó a su padre...
Porque es forzoso que el padre del poeta esté haciendo en tren su travesía a
ninguna parte. Siempre estuvo por el tren seducido. Al atardecer, cuando la
fábrica quedaba sola y era el fin de la faena diaria, el padre de nuestro poeta y
el bueno de su amigo Barranca iban a la estación simplemente a ver los trenes.
Era casi un ritual: la estación, la gran basílica, el templo, el Olimpo donde
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enormes dioses horizontales rugían o yacían en silencio. Allí iban los dos, tal
vez porque el ser humano esté esperando siempre el tren que a un lugar con
otro aire le conduzca. Luego un par de cañas con caracoles y a descansar
hasta la jornada siguiente de aquellos estíos abrasadores. El trabajo, el tren, la
cerveza...
En un tren de olivares y montes, de gargantas y peñas, transita ahora y no
sabe el poeta qué oxigeno respira. Barranca reclina su vejez prematura en
Benialba. La vejez del padre del poeta la hurtó ese tren con su veloz carrera.
Con ella y con él se fue a Benialba.
El poeta se observa a sí mismo en su niñez cuando era como una ramita de
genista. Su padre, junto a él, le muestra muy de cerca la primera locomotora
que el poeta vio y sintió de esa forma. Se advirtió diminuto junto a su cuerpo de
ogro roncador; le pareció una caldera ígnea a punto de reventar. Y se hubiera
alarmado de no ser por la presencia de su padre. Aún así recordará siempre
aquel armazón de hierro que parecía estar recogiendo aire y respiraba
ensordecedoramente, a punto de iniciar su itinerario.
En la estación observa nuestro poeta que, medio dormido, está sentado en la
espera Gustavo Adolfo Bécquer, que nuevamente va camino de Veruela. Esta
vez será en el tren y no en la diligencia donde Gustavo Adolfo se tope con la
mujer hermosa a la que no dejará de mirar en todo el trayecto.
Un grupo de músicos, Pekenikes se dicen, espera el tren transoceánico a
Bucaramanga; un joven llamado Andrés Do Barro le narra al poeta que el tren
le conduce asiduamente a su casa por la ribera del Miño. Otro joven que afirma
llamarse Manolo Díaz le enseña una canción cuya letra cuenta que el tren ha
partido levantando el ladrido de miles de perros. Otro más le dice que se llama
Luis Cernuda y que espera un tren para marcharse de su ciudad y no regresar
jamás. Lo asfixia. La ama y la odia. Y ve el poeta a su prima Aurelia, quien le
puso un libro de poemas en las manos por vez primera y lo estimuló a escuchar
música clásica, esperando al lado de su anciano padre, el padrino del poeta, el
tren que los conduzca al balneario de siempre.
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Deambula así el poeta por la estación hasta que va a sentarse en un banco
que en el andén reposa. Nuestro poeta se ha sentado junto a una joven de
mirada anhelante y junto a un anciano que espera también, con un sombrero
en la cabeza y apoyadas en un bastón las manos. Los tres saben que los tres
están esperando algo o alguien pero no se hacen partícipes de lo que
aguardan.
Este modesto narrador lo ha podido conocer porque es como una parte del
alma de nuestro poeta. Penélope se llamaba la joven y esperaba la llegada de
un amante que lo hizo demasiado tarde. Podrá imaginarse que el poeta de
quien les estoy hablando anhelaba la llegada de ese tren que con su padre
partió a ninguna parte. Y el anciano del sombrero tenía por nombre Antonio y
por apellido Machado. Desde hace tiempo ansiaba la venida de un tren al que
subir pudiera para que sus cansados ojos se saciaran al fin con la
contemplación de unos días azules y un sol de su infancia.
Pensando e imaginando todos estos lares permanecía nuestro poeta, sentado
junto al agua inmóvil, mientras veía el reflejo de una estrella y oía el silbido del
tren, no demasiado lejos, tras aquellos eucaliptos que parecían saludarle.
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VI. BENIALBA
Benialba. En su terraza reposa pensativo un hombre de azules pupilas, escaso
pelo, apacible mirada. Está solo, momentáneamente solo, en su casa, que
hubo de abandonar durante treinta estíos para hallar alimento.
Ahora reflexiona, o mejor, deja pasar el tiempo con una mirada perdida
mientras se hurga en las muelas con un palillo de dientes. La gran peña gris le
contempla, la gran peña que asierra el cielo y que brotó del mar un lejanísimo
día. La campana de Benialba habla espaciadamente para decir la hora. Y sobre
las tejas de Benialba llueve el tiempo imperceptible en su apariencia.
El hombre, solo, siente ya el colofón de su periplo. Sus precisas escapadas
estivales son ya recuerdos que a pesar de sus garfios y sus nieblas le parecen
hermosos. Y es recuerdo la fábrica que evitó su espiral emigratoria porque
cerró sus puertas un día obligada por los vaivenes del mercado. Jubilado
forzosamente, al menos conserva el trozo de tierra donde consume sus
energías y la casa donde parece que medita. A otros no les restan más que los
recuerdos y unas fuerzas sin domeñar. En los campos del Sur han muerto y se
van muriendo muchas bocas con los ojos abiertos y los brazos extendidos.
Se ha casado ya la hija de nuestro hombre y su mujer labora en cocinas y
campamentos. Él está solo en su terraza; vuela su pensamiento buscando el
ayer junto a la rivera de Benialba, a la sombra de cuevas y gargantas, en un
lugar donde allá arriba, en lo alto, un saliente pétreo en forma de cuerpo
humano nos dice que aquello fue una mujer que se asomó al paraje y al verlo
tan hermoso se encantó y se convirtió en roca eterna para no dejar de mirarlo.
Corre su pensamiento al encuentro de aquellos que murieron y a los que quiso,
como el padre de nuestro poeta utópico y caduco, su hermano de sangre, de
nostalgia y de mirada, que tomó un tren sin retorno; huye al pasado su
pensamiento y encuentra las cordás de fuego de su niñez y los caminos junto a
21
su padre y el jumento. Y los campos de Benialba. Y a Barranca que dormita en
su casa, entre risas y recuerdos.
Todo, todo fue quemante mas a él le parece hermoso.
Dentro de poco saldrá a la calle. Le aguarda alguna fontana -hija de la piedra-
de la que beberá nuevamente, como poseyéndola, como muestra de abrazo
universal a lo que es parte de sí mismo. Le aguarda la plaza de la iglesia, a la
que llega incansable el aire que baja desde la blanca ermita, donde está oculto
el Cristo del que todo se espera, custodiado por una cohorte de cipreses en
perenne formación.
En este nuevo estío, qué intensa vuelve a estar la luna sobre el cielo
montañoso de Benialba. Cómo es faro de la enorme peña gris que la
contempla, cuya presencia se advierte incluso cuando la luz se retira en lo
profundo.
No le ha abandonado del todo la felicidad a nuestro hombre. Igual que nuestro
poeta utópico y caduco, acepta sin remedio la fatal realidad de su especie.
Estoy observando al poeta imaginar toda esta escena, todo este ámbito.
Entiendo lo que está lamentando nuevamente: detrás está la vida, punzante o
no pero la vida; ahora está la vida; delante está la muerte, sólo la muerte, en
una estrada orillada de zarzas y hojarasca. Así le habla todo y ahora ha vuelto
a recordárselo aquel hombre de ojos azules que miraba a ninguna parte
mientras la campana de Benialba recitaba horas con su lacónico tañido.
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VII. EL NARRADOR
Tendido junto a él sobre un bloc con páginas en blanco, observo al poeta
utópico y caduco al que tantas horas estuve unido. He sido la voz de sus labios
y la concreción de su pensamiento. He sido analgésico cuando toda la presión
de los cielos se introducía en su cabeza. He sido una inmensa lágrima sin
cuerpo incluso cuando me hacía reír. He sido sedación para sus ansias,
marcapasos para su pecho, reflejo gráfico de las constantes de su corazón y de
su mente, he sido la visualización de su aire y de su entraña.
Yo soy y he sido el bastón de este poeta que no es viejo sin embargo, sólo está
provisionalmente cansado. Me he dado cuenta por la forma de tomarme al
llegar a casa. Lo ha hecho suavemente, despacio; ha acudido a mí despacio y
me ha llevado con él sin apenas fuerzas, sin estar seguro de poder utilizarme.
Y así, me ha sucedido como a ese cigarro que se consume en lentitud sobre el
cenicero, olvidado por quien le dio lumbre en un instante.
Angustiado, con despecho, llegó el poeta desde la calle. Y me tomó porque
precisaba mis servicios para que en el papel se concretara su llanto. Desistió y
nos depositó a ambos cuidadosamente sobre una mesa, junto a la pequeña
fuente del jardín. El poeta comenzó a mirar el agua y fue llegando la noche. En
el agua las estrellas le mostraron su presencia y el poeta las mira unas veces o
elige cualquiera de ellas en otro instante.
Piensa el poeta mientras las mira sin verlas. A veces sonríe, pero yo sé que
sonríe en el llanto y que piensa desde el llanto. Sé que desde el llanto ríe,
canta y llora.
Poco importa que haya decidido dejarme. Ya sé todo aquello que pensaba
escribir porque sé todos sus misereres y todos sus amargos divertimentos. Los
he dibujado yo que soy como una de esas históricas tatas, sabedoras al detalle
de los pesares y los regocijos de una familia.
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A fin de cuentas, ya conocéis que la mayoría de la especie poética se pasa la
existencia entonando variaciones sobre una misma sinfonía vital.
No necesito pues que el poeta decida asirme para descifrar y glosar su
pensamiento. Me basta con observar su semblante, el movimiento de sus
manos, la brillantez de sus ojos o su opacidad, el rictus de sus labios o el tono
de sus fijaciones.
Eso sí, mi manera de narraros cuanto veo no es mía sino suya, pues no
conozco otra que la que él me ha mostrado. Y he de deciros quedamente que
lo quiero, que también yo lo necesito y que deseo, como él desea, que no
muera nunca aunque deba morir yo.
Y ahora os ruego que excuséis este atrevimiento por mi parte al abandonar mi
tarea interpretativa y narradora para hablaros de mí mismo. Pero quería que
me conocierais antes de que se me acabe del todo la sangre que me hace ser.
Durante años el poeta ha ido advirtiendo cómo, uno a uno, le hurtaban sus
penates y su propia desolación ha paralizado su palabra. Permitid que yo la
tome para que no se apague la poca o mucha luz que encierre. Las palabras
son tan intrascendentes para unos como decisivas para otros.
En este corto recorrido que hemos andado ya habéis escuchado algunos
sones. Procuraré que sepáis de otros o que os llegue claro, todo lo claro que es
ahora, el pensar de este poeta utópico y caduco que un día creyó divisar tierra
en su itinerario y resultó ser el efecto de un deseo al que, a pesar de todo, aún
quisiera convertir en realidad. Simplemente para no ser sólo orquídea, o
camelia, o jazmín, o amatista.
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VIII. ORACIÓN DE LA TERCERA VÍA
A veces el poeta llora a carcajadas. El poeta es cambiante como un mapa
meteorológico. Es un ciclotímico. Se sabe molécula en océano de galernas, se
sabe plancton, se sabe una pizca de confeti en el viento.
Sé que cuando más feliz se siente este poeta es cuando percibe que su
inmediatez merece la más sonora de las carcajadas. El poeta ríe y es su risa
como un pañuelo que envuelve al llanto. Ríe el poeta contemplando la
tragicomedia que le asfixia y que le otorga vida. Porque si el poeta vive es
gracias a su curiosidad.
Nuestro hombre ha abierto los ojos, ha mirado a su alrededor, ha creído
comprender el significado del paisaje y en un concreto instante dará a conocer
sus conclusiones, como el abogado en un juicio, sólo que el poeta es abogado
defensor y fiscal de sí mismo y pronunciará sus deducciones como obligada
misión de supervivencia. Ni aún después estará listo para morir. El poeta del
que os hablo quiere ser eterno en cuerpo y alma y no desea ni siquiera
ascender a los cielos para no introducirse sin querer en algún agujero negro.
Cuando el viejo Simeón conoció al pequeño Jesús de Nazaret elevó sus ojos al
cielo y dijo: “Dios mío, ya podéis llevaros a este servidor de la tierra”. Y su
pretensión fue inmediatamente oída.
Nuestro poeta no desea eso. Al contrario, ahora que cree haber hallado los
compases elementales del Réquiem Terráqueo desea concretarlo
solemnemente, con sus coros, su orquesta sinfónica y un terrible y
gloriosamente estruendoso Dies Irae. Brahms, Mozart y Verdi y hasta Purcell y
Frescobaldi acudirán a escucharle. Fauré también, pero le indicará que
prescinda del Dies Irae.
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Y desea el poeta quedarse después a recibir los aplausos y los abucheos y los
pateos y las albricias, que no hay cosa mejor para el creativo que convertirse
en noticia por lo que fuere.
Así es que no, Dios Todopoderoso, no te lleves ahora a este tu siervo aunque
sea utópico y caduco y aunque no te cante alabanzas o escriba sobre las
partes bajas de tus ángeles. Ahora que se sabe la canción deja que cante,
ahora que desea llorar a carcajadas permítele el gusto.
Escucha pues este clamor y esta historia que el poeta te cuenta en adelante
muy brevemente para no quitarte tiempo, que ya sabemos cómo está el Cielo
de expedientes: había una vez una esclavina blanca a una túnica blanca
adherida que se ondulaba con el aire y decía que la verdad estaba en el
término medio. Pero nunca llegó a contarnos en qué consistía ese término tan
justo y necesario.
Había una vez un birrete que nos dijo que la utopía había fenecido y que las
ideas también se habían muerto, que todo era inútil y podredumbre y óxido
ferroso. Pero no nos dio otras utopías para vivir –lo cual era congruente-.
Salimos a buscar la utopía y cada uno narró la búsqueda tal y como le fue.
Algunos la encontraron pero el poeta utópico y caduco se hizo discípulo del
birrete. No halló la utopía y eso que fue a las salas de bingo y a las pláticas de
las misas y a los mítines electorales y a las secciones crediticias de los bancos
y a las sociedades inmobiliarias y a la academia sueca y hasta a las
organizaciones no gubernamentales e incluso a una comuna budista. Ahora se
ha convertido en un ser utópicamente utópico. Sólo le queda bucear muy
detenidamente en las neuronas de la especie humana.
Había una vez un señor muy enfadado que molestaba al viento con el brusco
vaivén de sus brazos, su cabeza y sus galipillos, y que chillaba y chillaba desde
un atril hablando de una tercera vía para conseguir la felicidad o el mayor
porcentaje de felicidad terráquea. Mas nunca supo explicar dónde estaba esa
dichosa tercera vía. Por lo tanto cada uno continuamos por la nuestra en este
caminar que no es más que un complejísimo nudo ferroviario donde cada cual
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se busca los chícharos como ha podido poder. La gente no es malvada ni
bondadosa, ni se llama Eustolia o Crescencio, sino que se llama Conjunto de C
+ T1, Conjunto de C + T2, etc., o sea, conjunto de Células más Tiempo Uno,
Conjunto de Células más Tiempo Dos, y así sucesivamente.
Por lo tanto hubo una vez todo esto o sea nada. Pero hubo un verano en que
llegó desde China la noticia: habían descubierto un fármaco eficaz contra la
eyaculación a priori. Y nuestro poeta se apresuró a hacerse adicto al producto -
que se llamaba Zhaoshi Lingshijin- porque en una noche de amor una mujer le
exclamó con asombro y desprecio: “¿¡Yaaaa!?”, y desde entonces ese
prolongado YA no deja de torturarle habiendo llegado al fin el momento del
desquite y el desagravio.
Ríe el poeta, llora a carcajadas y le parece que una estrella a la que está
mirando le ha sacado la lengua y se ha inundado de agua.
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IX. LO QUE NO TIENE ES REMEDIO
La verdad es que finalmente el pasado es lo más hermoso. Por eso hay que
cuidarlo como a una vida. Porque es la vida. Con más o menos esplendor,
detrás siempre brillan alboradas. Delante, aquí y allí, allí, allí más lejos, hay
demasiados ocasos, demasiados césares y demasiados tabernáculos
desplomándose.
Quien no tuvo un pasado de cármenes y allegros lo edifica para gozarlo en su
presente y hasta el término de su estrada. Nunca las nubes nos exponen su
trastienda y aún no sabemos ciertamente qué hay en las esquinas del
Universo, ni siquiera si hay esquinas allí donde un instante nacimos. Nos queda
lo inmediato, lo cotidiano, en esta pavesa minúscula que somos. Y antes de
apagarnos por siempre procuramos conservar todo lo posible el calor fugaz de
nuestra presencia.
Así pensaba el poeta utópico y caduco mientras, sentado junto a la pequeña
fuente de su jardín, miraba a una estrella inmutable en el agua. Desearía ver
más allá de sí mismo pero no puede evitar estar sumido en su cuerpo. Tal vez
es un claro latido de su tiempo y tiene su tiempo demasiados alfanjes. Deduce
entonces que al final sólo queda el pasado: un juego en la glorieta del parque,
un tren eléctrico eternamente ovalado, creencias de gladiolos y capítulos, una
mirada y una sonrisa de su padre que un día viajó desde el Sur hacia la Nada.
El ayer ingenuo, mentiroso, frente a estas horas actuales, quemantes,
tremendamente vivas también, vida concreta frente a ficticia vida, realidad que
escuece y que hiere y que mata; el hoy abrasador y a veces risueño al que
adornamos, para subsistir, con ironías, con un preludio de Wagner, con una
corbata o un traje, con una casa en el campo, con una huída a la que viaje o
turismo denominamos.
El poeta utópico y caduco percibe el quemar de su entorno. Como lenitivo usa
historias que recuerda, que imagina, que precisa y siente.
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Un domingo de otoño llovía y llovía. Y la lluvia llevó hasta la entraña del poeta
un sosiego que hacía tiempo no le visitaba. Fue la lluvia como un centinela que
lo custodió y le apartaba molestias. Fue la lluvia un monótono acorde que la
ventana ofrecía como un monitor del tiempo.
Amagado en su reducido salón veía los perfiles concretísimos del paisaje.
Brillaban en el patio las hojas de los ficus. La pequeña Sara dibujaba figuras de
prolongadas piernas. Por unos instantes se miraron los dos y fue la vez primera
que el poeta creyó contemplarse a sí mismo en otro tiempo. La primera vez que
la muerte le dio miedo en lugar de terror.
Al fondo de la estancia oía el deambular de Ilema. Creía no estar en el mundo,
acaso toda la ansiedad laboral de la semana había sido una vasta pesadilla,
acaso todo estaba en paz como lo estaba él ahora. Pero un legajo de
periódicos sobre la camilla le decía lo contrario, salpicaba de sangre las
baldosas y de confusión la mente de la especie humana.
El poeta allí resguardado de la lluvia, con dos peanas para su talle, y la gente
muriendo en otro horizonte, entre la metralla, entre el hambre, entre la soledad.
Nada podía hacer, únicamente pensar y llorar sin lágrimas viendo destrozarse
a la lluvia sobre el suelo...
Atravesó el pasillo de la casa y se ocultó en su estudio. Allí estaban los libros
que no quiso abrir. Era temor a que le confirmaran su pensamiento. Por eso
cogió unos folios y escribió palabras semejantes a las que ahora os narro. El
papel es un cráter sin fondo, un pañuelo extendido. El papel es un diván y un
ansiolítico inagotable.
Pero nunca es total el sosiego del poeta. Quizás por ello aparezcan rostros y
cuerpos en su interior. Fue así su llegada. De nuevo el poeta estuvo
recordándola. En torno a la mesa cenaban. Levantó los ojos y ella estaba
mirándole. Al advertirlo el poeta ella desterró su acto. Ningún otro comensal se
dio cuenta de la escena que se repetía.
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Sobre el laberinto de azoteas blancas le acarició una tarde el pelo. Pero ella es
inalcanzable como un dardo. Le habló, rozó sus mejillas con los labios, sonó
una música sedante. Y de nuevo esa mirada que el poeta no sabe definir ni
interpretar puede.
Por qué entristece aún más nuestro poeta al verla, al cambiarle palabras, al
sentirla misteriosa, silente como un pensamiento. Por qué aparece en sus
adentros cuando escucha la voz de unas canciones: “de vez en cuando la vida
afina con el pincel, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Un día en la sobremesa escuchó estos versos y su cuerpo estaba cerca. Ahora
todo es inseparable. A veces, como un adolescente, su corazón salta al creerla
ver desde el coche o al otro lado de una calle. Es un mito, un penate que intuye
perdido. Cuando siente frío la abriga casi como si consigo mismo lo hiciera. Y
un sueño la prolonga más allá del sueño, la lleva a la consciencia y la coloca
frente a él y él se la guarda en el bolsillo o la supone vital en el parabrisas del
automóvil.
Anhela por supuesto el placer que su cuerpo encierra. No le gustan las diosas
invulnerables a nuestro poeta utópico y caduco. Es algo que le imanta como
cualquier deseo; es una puerta cerrada en el enorme castillo de su entorno.
Sin embargo, sospecha que no es eso a lo que amor llaman. Es una inclinación
para no morir nunca, una marcha en retroceso para buscar aquello que fue
hermoso y se marchó sin poder remediarlo. Es de nuevo el ayer lo que el poeta
ve en sus ojos juveniles. Intuye que ella es una búsqueda de viejas pisadas, de
caminos ya en cenizas a los que reverdecer quisiera para no estar en un
presente al que ama tanto como repudia.
En otros días fue la esperanza y hasta amor y amistad eran atmósfera y no
vocablos para el estudio. Hoy queda el rechazo y allí donde el rechazo no
triunfa está la duda. Y no obstante el rechazo es bello y es hermosa la duda
porque son tan humanos como aquellas perdidas tardes del tiempo que murió.
Los aires son ya otros.
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Aún más hermosos serían si al final del ciclo no estuviera ese tul sombrío de
negras formas. Por temor a él el poeta se aferra a una mirada interrogante y
esotérica, a un cuerpo y a unas palabras que apenas algo le aportan.
Otras horas, un domingo lluvioso de otoño, un cuerpo y una presencia
seductora, el desaliento y en el centro una chispa de esperanza, he aquí lo que
estaba pensando el poeta utópico y caduco mientras veía a una estrella
coquetear en el agua de la fuente de su jardín. Imágenes benefactoras con que
le obsequia su estrella, esa ventana que siempre muestra la luz interna de los
cielos. (¿Verdad que es así una estrella, denostado y vital, imprescindible León
Felipe?).
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X. LA MUJER EN EL JARDÍN
Un sábado de primavera, poco después de la alborada, el poeta utópico y
caduco se levantó escuchando voces de gorriones en el patio. En el cuarto de
baño comenzó a mirarse al espejo. Otra vez consigo frente a frente. Pero
aquella mañana de primavera el recuerdo le inundaba de lágrimas los ojos y le
erizaba el cuerpo.
Miró su pelo desordenado, su barba salpicada ya de cabellos blancos; dos
lágrimas descendían hasta perderse entre la barba. Y comenzó a llorar
mientras el grifo manaba y manaba. Con el peine en la mano se sentó en un
pequeño banco de madera y se esforzó para que su llanto no se oyera y
despertara a Ilema y a Sara.
Se levantó el poeta y volvió a mirarse al espejo. Por sus pupilas tristes pasaba
un trozo de su existencia. Sus pestañas ya no eran abundantes y oscuras. Vio
a una mujer de negro. Murió su marido y ella quedó sola en casa. Algunas
veces creía verlo y oírlo. Y por la noche la cama era un desierto helado. Así
llevaba ya cuatro años. Tenía miedo.
Cada dos domingos iba al cementerio, limpiaba la lápida, cambiaba las
clavellinas del jarrón, rociaba un cubito de agua y después se quedaba fija. Se
le escapaban también lágrimas, se santiguaba dos, tres veces y luego se iba
despacio entre cipreses y cruces albas.
Un domingo cualquiera, al cabo de los tres años, amplió sus costumbres.
Cuando no iba al cementerio o después de llegar del cementerio y escuchar la
misa de la una, caminaba sola por el centro de la ciudad hasta llegar a un
jardín envejecido en el que hay unos versos de Aleixandre grabados en un
azulejo.
Allí se sentaba en un banco y permanecía en silencio. Allí estaban los tres
seres a los que más ama: ella misma con su recuerdo sangrante; su hijo único,
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a quien parece estar viendo, pequeño aún, paseando en un triciclo viejo entre
árboles viejos; y su marido, al que allí esperaba también los domingos hasta
finalizar el partido de fútbol.
En el banco de aquel jardín la mujer de negro encontraba la vida. Porque el
pasado era más vida que el presente. Luego regresaba a casa, preparaba su
comida, la consumía y se sentaba en su hamaca a balancearse lentamente.
Junto a ella la otra hamaca. Vacía. Su hijo ya estaba lejos del hogar.
Viéndose a sí mismo observaba el poeta utópico y caduco esta historia. El día
antes había oído en la radio una copla de Gracia Montes que se llama Poema
de mi soledad. Aún no le había abandonado su tonada melancólica. Aquella
copla le había desencadenado sus recuerdos.
Ante el espejo su cerebro pronunció unas palabras: nos han engañado,
¿verdad mamá? A ti te dijeron que Carlos Marx era Lucifer y resultó ser
Jesucristo con la barba más amplia y la cabeza más gorda: los dos hablaron de
encender hogueras, no de apagarlas. Los dos hablaron de paz. A mí me dijeron
que doña Concha Piquer y Gracia Montes eran basura y en realidad son
novelistas, filósofas, dos poetas utópicas y caducas como yo. Y como Jesús de
Nazaret. Y como Carlos Marx. Pero no te preocupes, no permitiré que la
Naturaleza me seleccione como a un torpe dinosaurio mientras tenga el
pensamiento y la palabra. Recibe de mi parte un beso en tu oscuridad.
Sucedió un sábado de primavera, algo después de la alborada. Poco a poco
fueron retirándose sus lágrimas. Yo le esbocé como pude el episodio (no sé si
la parrafada de su pensamiento último fue exactamente como habéis leído pero
os aseguro que en esencia no me he olvidado de nada).
El poeta leyó mi historia y asentó. Ahora lo veo más sosegado. Sentado frente
a su ordenador prosigue con el ensayo que le ocupa. Fuera de su estudio oye
la risa de Sara, que ya ha despertado, y su voz insistente que le dice papá. Se
ha levantado. Va un momento a ver qué quiere. Qué mimosa se ha puesto la
niña...
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XI. POR UNA MIRADA UN MUNDO
El poeta desea contar una historia de amor que sucedió en los espacios de eso
que llaman el poder político. Os transcribo su pensamiento.
He de deciros antes que el poeta utópico y caduco no cree ya en el amor ni en
la amistad. Cuando un día llegó a casa comprobó que se los había llevado un
golpe de lucidez. Ahora está esperando que vuelvan pero está seguro de que,
si eso sucediera, él ya no estaría en el mundo para verlo y sentirlo.
Amor y amistad son dos productos más que el hipermercado del mundo nos
muestra. Son dos autoservicios y no dos altroservicios, tal y como le enseñaron
un día a nuestro poeta. El amor y la amistad son las supremas expresiones del
egoísmo y los mejores lenitivos de la soledad y el despecho. Nadia ama o
quiere a otro sino desde su propio provecho y perspectiva. El amor es un acto
de monosucción o de bisucción recíproca entre dos personas. Cada una trata
de servirse a sí misma. Las migajas de este acto son beneficiosas tal vez.
Es algo parecido a la filosofía liberal. Dejad al mercado que actúe y él os hará
prósperos y libres. Luego la realidad es clara: sólo funciona a menos de a
medias, es decir, no funciona, en profundidad, no funciona. El ser humano es
solitario y único. Pero está condenado a entenderse consigo mismo y con sus
semejantes. Hasta ahora no lo ha conseguido.
Ya veis, pensar, intelectualizar lo común es privarle de su encantamiento.
Dejémoslo pues y volvamos a considerar que el amor existe como lo
imaginamos generalmente. Y lleguemos así a nuestra pequeña historia de
amor.
Fue, supongo, una mirada en alguna de las reuniones del Consejo Ejecutivo.
Aquella directora general, Paula, tenía una mirada introspectiva y suave.
Llevaba poco en el cargo y hacía un año que se había separado quedándose
con sus dos hijos.
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Alrededor de una mesa un día cualquiera Paula y Julio se miraron un instante.
Fue el lógico acto espontáneo, la curiosidad sobre alguien que, acaso para
Julio, rompiera monótonas reuniones en las que él ya había estado bastante,
pues al contrario que Paula, era veterano en el ministerio. Año tras año
escuchando palabras similares y comprobando su inutilidad en la práctica. El
ministro colocaba los asuntos sobre la mesa, cada uno desarrollaba los suyos y
se tomaban acuerdos. Nada más.
Julio estaba casado. No sabe ya cuántas veces se había preguntado qué es lo
que estaba haciendo allí. Si el ciudadano supiera de verdad cómo funciona la
Historia, tal vez se volviera realmente ciudadano y no humanoide como de
hecho ya estaba sucediendo.
Quizá todo esto lo llevó hacia Paula. Todo empezó por culpa de un coche, el de
Julio, que no arrancaba. Paula se ofreció a llevarlo. La avería se prolongó una
semana y así, en los trayectos desde el ministerio hasta la casa de Julio,
charlaron de algo más que de política.
No es que Julio no quisiera a su esposa, lo que sí comenzó con el tiempo es a
sentir que las cosas no transcurrían como antes, que cada vez recordaba más
a Paula y que la “maldita” Paula había entrado en su plácida existencia para
turbarla. Era a la vez un aire fresco pero demasiado fuerte.
Se veían cada vez con más frecuencia. Un acto público fuera de la ciudad
donde trabajaban era excusa y motivo perfecto para estar juntos.
Nada de este romance trascendió al gran público. Pero sí lo sabían no pocos
periodistas evidentemente “de relieve”, y sus propios ecos habían llegado hasta
otros ministerios y hasta la propia Presidencia.
Una de las tareas de Paula y de Julio era tratar asuntos con la clase
empresarial y, sobre todo, con sus organizaciones. Puede que aquellos
dirigentes patronales se sintieran incómodos sentados frente a los cuerpos del
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delito. Las apariencias tienen un valor y un significado, todas las sociedades
funcionan con apariencias y con signos externos. Si desaparecieran se entraría
posiblemente en un período de mutua fagocitación. Ya se sabe: la absoluta
transparencia socio-individual conduce a la autodestrucción. Por eso han
fracasado muchos intentos utópicos y son utópicos (por ahora) por eso.
A su descontento de años vino a añadirse la nueva situación. Y Julio, que
había notado algo extraño al ministro, presentó su renuncia. Como suele
suceder, la versión pública hablaba de “motivos estrictamente personales”. Y
es cierto, todo es estrictamente personal, hasta cuado te arrojan por un
acantilado se cae uno personalmente. La pantalla de un cajero bancario te dice
en alguna ocasión: “Pulse la tecla ‘cancelar’”. Y uno obedece. Entonces
aparece otro letrero: “Operación cancelada a petición suya”. En efecto, ha sido
otro acto personal y al mismo tiempo un maravilloso sofisma post-industrial,
una maniobra de reversión porque la máquina (y sus dueños) saben latín
(perdón, inglés).
Paula fue cesada en un reajuste lógico de equipo. Ambos terminaron en la
esfera privada que se dice ahora. Con el tiempo, Julio dejó su hogar con su
esposa y sus tres hijos dentro. Recordaba demasiado a Paula y ansiaba estar
con ella.
Pero no fue a su encuentro. En el ministerio incluso se veían con mayor
asiduidad que ahora. Julio alquiló un apartamento. Allí luchaba con su
independencia, con su complejo de culpabilidad en forma de abandono
hogareño. Pero tenía que ser así, no deseaba vivir entre la realidad y el deseo.
Su mujer lo llamaba para “empezar de nuevo”. Paula esperaba y Julio vivía
entre un querer y un no poder. Y deseaba que los días pasaran deprisa.
En su apartamento alquilado Julio se pregunta por qué suceden estas cosas al
tiempo que escribe versos para una tal Paula que un día se ofreció a llevarlo en
automóvil. En sus respectivas mesas de trabajo hay un asunto que no
prospera, que está claro en las palabras y en los papeles pero que no avanza
casi nada en la cotidiana realidad.
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XII. VIAJE INMÓVIL
El poeta no se ha movido jamás de su lugar de origen. No se halla ni en lo que
puede ser la mitad de una existencia. Y sin embargo está cansado, siente su
vida como un viaje inmóvil y cree que ha nacido hace cincuenta años. Lo que
rodea al poeta no es cierto. La verdad está detrás de todo y él lo sabe. Se
siente orgulloso de su condición, celebra haber comprendido cómo se elabora
el mosaico. Pero no le ha gustado su oficio ni el taller donde trabaja.
Le agradaría al poeta que la realidad no existiera y que fuera cierto aquello que
le dicen que es lo cierto. Porque la realidad tiene lágrimas y es sangrante. Mas
no desea este poeta ocultar la grandeza de su descubrimiento y de su índole.
La Historia está hecha con sangre y si algún día llega el sosiego lo hará a
través del camino de la sangre.
Esta vasta herida que sangra y llora, que ríe, es la voz del Espíritu que anda, la
Razón Evolutiva en parlamento. No sabe el poeta ahora dónde acabará su
camino, no sabe cuál será la roca del sendero a la que confiará su descanso.
El poeta, amigos, ha viajado inmóvilmente entre la Materia. En su mínimo viaje
por su indefinible cuerpo ha visto paisajes tan tenebrosos como fulgentes.
Algo está caminando con exasperante lentitud. Y ello es la vida y lo que la
colma de adicción. El poeta lo sabe y viaja y viaja, y contempla júpiters y
penates desplomándose y percibe el nacimiento de un nuevo penate
anunciando tal vez la existencia de otro Olimpo. El poeta lo ve y sonríe y se
cansa y él mismo se desploma en no pocas ocasiones, como ahora, cuando ha
llegado a casa y se ha quedado mirando el reflejo de una estrella en el agua.
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XIII. LA VIUDA ABUELA
Cree el poeta que se engalana demasiado. Cuando no lo hace emerge una
belleza enterrada en maquillajes, vestidos casi solemnes, joyas. Murió su
marido hace ya algún tiempo. Todavía no comprende por qué. Parecía estar
todo bajo control facultativo...
Llegó la soledad y decidió tomar en herencia su tarea. Sobre la mesa del
despacho, en las estanterías y en los cajones, halló objetos que eran a un
tiempo dardos y caricias. Con dos lagunas en sus ojos revolvía y organizaba
todo aquella viuda, todavía joven, de calmada voz y quehacer formal.
Llegó el estío que esperaba con temor. Con él partía habitualmente a tierras
norteñas, donde ella nació, entre montañas, entre la mies, el mar y los
acantilados. Allí paseaba de su brazo por oscuros caminos, allí lo mimaba y
vigilaba su sueño, allí se acomodaba a sus “rarezas” porque les pertenecían ya
a los dos.
Y marchó y a veces creyó verlo en el pedrero con la mirada perdida y un trozo
de pan con chorizo entre las manos; y a veces creía verlo en la arena a su lado
mientras rugía el mar muy cerca; y a veces creía verlo, claro, así suele
suceder, en la habitación donde se amaron y donde hablaron con los sueños.
Pasaban las horas, morían los calendarios.
Volvió poco a poco a cubrirse su cuerpo con aquel exorno acaso elevado que
no gusta a nuestro poeta. Entre tareas fue pasando el tiempo y el propio tiempo
la transmutó en abuela.
Otro verano arribó nuevamente. Más lejana su presencia, por senderos del
norte pasea un nido infantil en sosiego. Se detiene en ocasiones y mira a lo
azul y luego mira a su nieto porque ella necesita creer que los está observando
y que todo marcha con la normalidad que nunca debió truncarse.
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No son las mismas aguas pero es el mismo piélago de hace años el que
embiste contra el roquedal.
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XIV. LA MADRE
La educaron para ser esposa. Y se casó. Ocho hijos y cuatro abortos
involuntarios visitaron su vientre. Su marido fue un ser elocuentemente
silencioso que trabajaba desde los catorce años más o menos. Tuvo un padre
enérgico y autoritario y había vivido una guerra y asistido a la victoria de un
general de brazo y mano erguidos. Nunca deseaba recordar su pasado.
Entre silencios y sombras crecieron sus hijos. Fueron muchos los años de
pañales y desvelos, de ser madre y hasta padre. La ropa lavada para la
ocasión, la mesa y la comida listas en la hora exacta. La habían educado para
ser esposa...
Aquellas tardes en la playa con los ojos vigilantes para que ninguno
desapareciera; aquellos ciclos de niñez, de adolescencia, de juventud, ajenos a
ella, a su tiempo, que no entendía, que hubo de sufrir y de afrontar con la única
arma del arrojo...
La habían educado para ser esposa..., y fue madre y padre y sirvienta y casi
psicóloga. Y compañera.
Ahora, aún activa, sonríe, suele sonreír siempre. Descubrió hace tiempo que,
efectivamente, era preciso adaptarse al medio para sobrevivir. Quizás por esto
haya conservado la juventud. A sus muchos títulos añade ya el de diplomática,
con más o menos fortuna. No es fácil el oficio.
Su varonil marido sigue absorto en el silencio. Ella está segura: ha hecho
cuanto ha podido y ha cumplido su misión. Su varonil marido la mira, la admira
y se deja guiar sin poder evitarlo. Aún trabaja y no le abandona el recuerdo de
un ayer que le robó las palabras y quizá la mente.
El poeta utópico y caduco ha recordado esta historia. Y desea que sepáis que
en ella, como en casi toda la existencia, no hay maldad ni bondad; no hay
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malévolos ni bondadosos, no existen valerosos ni cobardes. Sólo, únicamente,
han hablado y se han dejado ver las circunstancias.
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XV. UN ANOCHECER EN CÓBRECES
La noche siempre avisa para que puedas ocultarte de sus imprevistos o salir a
buscarlos. La noche que un atardecer vio llegar el poeta caminaba
espaciadamente, envuelta en bruma. Su luna era menguante y anaranjada.
Allá, sobre el punto más alto de la mies, el pueblo quedaba algo lejano. Al
advertir que la noche entraba, Cóbreces, ese lugar adonde el poeta huía desde
el Sur, se llenó de estáticas antorchas, formaciones semianárquicas de luces
que señalaban trochas y carreteras. Los coches se dejaban sentir levemente.
El poeta escuchaba un sonido monótono y agudo que brotaba de la mies y los
maizales. Eran los juglares de la noche que cantaban su presencia para que no
sintiera soledad ante la retirada casi total de los humanos.
Se marchan los humanos al sentirse especialmente diminutos. El poeta recordó
que entonces todos los desfiladeros que conoció durante el día estarían
oscuros, que aquellos lagos nivales sobre las montañas permanecerían
estáticos, invisibles, escuchando tal vez imaginarias voces, advirtiendo cómo
brotaba el agua del fondo. Se mutó insignificante. Y tuvo miedo.
Pronto escuchó los primeros tañidos de la noche. Diez latidos de metal lejanos,
uniformes. Poco antes, el fraile cisterciense de la abadía le hizo decir a su
campana que el canto de la Salve había concluido. Por los ventanales de la
cúpula voló su tonada para darle sosiego al nocturno.
Las campanas de Cóbreces, como las de Benialba, como muchas campanadas
en la noche, son como sílabas que hay que ir pronunciando, mensajes
inconfundibles, faros que avisan a las navegaciones de las mentes. La voz de
una campana en la noche es la palabra más diáfana, más justa, es la
protagonista única que recita tras un telón sombrío e inasible.
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Le vienen estos recuerdos al poeta cuando en su jardín mira fijamente el reflejo
de una estrella en el agua. Desde su atalaya sobre la mies de Cóbreces
comprendió el valor de una anochecida que le hablaba y que le hacía
conversar consigo mismo. Detrás sabía que estaba el mar al fondo del
acantilado. Lo presentía sin oírlo siquiera.
Volvió a sentir cierto temor y mucha incertidumbre. Por eso bajó hasta su
estancia, tomó algún alimento y después se encerró en su habitación para
dejarse arropar por el cuerpo y el susurro de aquel nocturno en Cóbreces,
como un zagal desamparado.
Ahora descubre su memoria y yo la fijo a este papel lo mejor que puedo.
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XVI. EL SUJETO CLARO DEL DESEO
Lo veía pasar o él mismo con frecuencia se acercaba a su mesa. No trabajaban
demasiado lejos uno del otro. El poeta aquí no es capaz siguiera de
aproximarse al latido de su corazón. Supone que le gustaría la decisión de sus
ojos, su cuerpo alto, protector y firme.
El poeta utópico y caduco era testigo de aquella historia que sucedía en la
clandestinidad del alma. La más pueril cuestión era motivo para una charla,
para construir un hilo finísimo de relación que ilusionara aunque fuera una
noche su deseo.
El poeta no era ajeno a la atribulada voz de sus ojos, ni a la sonrisa burlona del
sujeto inútilmente deseado. Sabía lo imposible de un final dichoso en esta
película que le mostraba su entorno habitual.
Con la mujer nunca fallece la esperanza. Pero en este caso nuestro varón
aparente había comprobado la imposibilidad de la empresa.
Algunas noches, al hacer el amor con un muchacho, marchaba su memoria a
buscar escenarios que le habían envuelto horas antes. Y cuando decidía
amarse a sí mismo lo hacía en realidad con su estéril deseo, pronunciando su
nombre.
El poeta utópico y caduco imagina (sólo puede imaginar) el flagelante estado
de aquella entraña. Casi se ha acostumbrado al hecho y a la risa o a la broma-
caparazón que usa nuestro varón aparente.
Ambos, protagonista y poeta, saben que es una falsa broma, un mirar
esporádico, el final de aquel claro deseo, de aquella historia clandestina del
alma que casi inadvertida acontece.
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Qué despistes sufre la Madre Naturaleza. Su hijo mayor los corrige mejor cada
día. Pero entretanto brotan lágrimas, angustias. Y demasiadas veces no es fácil
o es muy tarde para encauzar el rumbo.
Cómo aturde este acontecer que no debería darse. Pues pronto llega la hora
del adiós y es tan corta la vida y su consciencia...
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XVII. LAS TENAZAS DEL TIEMPO
Ana se guapea diariamente para ir a la oficina. Gabriel, uno de los técnicos, no
tiene compromiso, como ella, y además despide una voz melosa y calmada.
Ana procura charlar con él de cualquier cosa, y así descubre que le gusta más
el azul que el verde o el pelo largo sobre el corto o la falda antes que el
pantalón desenfadado.
Ana viste de azul y se suelta el pelo y adquiere una falda lacia, suelta y
alargada. Su corazón salta cuando Gabriel la invita a desayunar o cuando la
llama para que le transcriba a máquina cualquier cosa porque sabe que
entonces ella puede aprovechar el encuentro para averiguar nuevos gustos de
su señor.
Pero su hombre es algo intelectual. Ana hace lo que puede pero es entonces
cuando más enseña sus carencias y sus miserias.
Un viernes cualquiera del año, Ana oye cómo Gabriel telefonea a alguien a
quien invita el fin de semana. Por el tono comprende que es una mujer.
Desde entonces, Ana procura seguir llevando alguna prenda azul, el pelo más
largo que recogido, una falda no demasiado corta, porque es más bien
entradita en carnes, y lee Geografía, Historia, novelas, por si pudiera provocar
el milagro. Cuando Gabriel la invita a desayunar su corazón sigue brincando
con fuerza adolescente.
Laura y Rosa viven en un pueblo. Sus habitantes las tienen como casos
perdidos. Acuden a un esteticista de una localidad cercana, a unos veinte
kilómetros, y allí procuran detener el tiempo. En las fiestas deambulan casi
como sonámbulas buscando al príncipe que les repare el zapato que perdieron
hace lustros. Pero el príncipe está en la costa con la gente guapa, o retirado en
su palacio, víctima de una depresión, o en la consulta de un podólogo porque le
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huelen los pies, o ultimando negocios especulativos, o estudiando oposiciones,
o declarando ante un juez acusado de blanquear dinero ennegrecido.
Así que todo acaba siempre de la misma manera. Laura adecenta como puede
la lujosa mansión de uno de los poderosos del pueblo (en la que tampoco hay
príncipes) y Rosa cuida de los niños de la colonia veraniega y enseña a los del
pueblo a danzar para que la tradición no se pierda. En la romería anual pueden
verse sus esfuerzos y ella aparenta moderación en ese día que la convierte en
señora y centro de miradas.
Ana, Laura y Rosa se han conocido en un viaje colectivo por un archipiélago. Y
han decidido de común acuerdo comprarle a San Antonio un sonotone, y dos
túnicas, una para San Pantaleón y otra para San Judas Tadeo, en la planta de
oportunidades de los grandes almacenes “Las Tenazas del Tiempo”.
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XVIII. EL DESTIERRO
José está mirando al Sur. Tal vez desde un balcón, en su destierro, con sus
ojos de ocaso, con su piel jornalera, José mira al Sur como un anónimo
Boabdil, como un Almutamid que jamás tuvo nombre.
En su pequeño pueblo de una sierra del Sur rugían con fuerza tormentas de
amenazas. Era mucha la riqueza y pocos los enriquecidos. Tomó la senda del
destierro hacia el Norte: su joven compañera, los pequeños, el equipaje escaso
en maleta enmaderada...
En el Norte –mano de obra barata- lo desconocido, el rugir de la ciudad y sus
industrias, agua de raíces ajenas, y una música del Sur, la eterna nuba
sangrante, el Sur, el fustigado Sur.
La Historia es ya por desgracia demasiado vieja. Dejad que os la repita para no
olvidarla. Sus hijos crecieron, con su compañera José alcanzó la madurez y
ahora está en el pórtico de la ancianidad. Llegaron los nietos a quienes nada o
muy poco une al Sur.
Pero él hacia el Sur sigue mirando. Se marcharía gustoso a la casa que
abandonó, como un viejo elefante herido de muerte.
Y, sin embargo, qué hacer con todo lo edificado, qué hacer con el fruto
agridulce de su destierro, cómo llevarse al Sur ese vientecillo estimulante de su
Norte adoptivo...
Es aún más poderoso su profundo origen que el rostro de su nieto o de su
esposa. Nadie de su prole siente el Sur tan intensamente como él. Mas, allá
abajo, en el Sur, resultará la soledad tan destructora como lenitivo.
José pasa los días en la duda, con la duda fenecerán sus días; y unos montes
de un pequeño pueblo del Sur quedarán para siempre con la imagen del mozo
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jornalero que partió lentamente con los suyos y un limitado equipaje de
madera.
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XIX. LA REFERENCIA
El poeta utópico y caduco ha observado en uno de sus anaqueles el retrato de
su padre. Y ha estado contando de nuevo los años transcurridos ya desde su
muerte. Cómo va limitando el tiempo la profundidad de la herida. Aunque no se
desee.
Porque hay ocasiones en que nuestro poeta sufre un repentino asalto de aquel
momento. Pero en otras le da la impresión de que aquella imagen de la
fotografía es un anhelo de huir a otro espacio. El presente quema.
Cuando el poeta por la mañana temprano o de madrugada deambula solo por
la casa, entrando en la cocina o buscando datos en alguno de sus libros, sabe
que su hija duerme segura y confiada en él.
Sucede a veces que no puede impedir un retroceso de su memoria. Evoca el
poeta, mientras actúa, que aún no hace mucho era su padre quien se movía
calladamente. Y el poeta quiere ser él mismo y quiere ser su hija.
No gustarían al poeta complejas reflexiones psiquiátricas sobre el hecho. Ya
las conoce y son inútiles, creedle. Cuando arriban años de persistentes
nevadas nunca cobija lo suficiente la lumbre más despierta. Y uno llega a
preguntarse, en efecto, si será verdad que otras jornadas gozaron de un azul
más intenso y de un sol más sublime, si en el principio se vive y después
únicamente se sobrevive. Y uno cree que sí y uno cree que no y uno duda
porque a fin de cuentas uno es menos que una pizca de ceniza en todo este
desenvolvimiento.
El poeta duda y la duda es nieve y la nieve frío y el frío una cama con un niño
dentro, mientras la ventana muestra copos blancos descendiendo y mientras
un padre (y una madre) se dejan sentir en casa sembrando pequeños ruidos.
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XX. UNA DE PELUQUERÍA
El poeta desea narraros en este momento la vinculación última y futura entre
Historia y cabello o Sub-Historia capilar.
La dinámica histórico-cultural contemporánea ha estado y estará unida al pelo
de la zona cumbre –por situación geográfica más que nada- del ser humano.
La gran mayoría o masa utiliza un peinado sin significado alguno. Igual que
para vivir no precisa sino unas cuantas tiendas donde adquirir mercancías,
para peinarse le basta con un peine y algo de agua.
Empero, una minoría o, mejor dicho, dos minorías revoltosas, enredan
grandemente la cuestión esteticista capilar cuando tan simple parece. Y lo
grave es que tales minucias del magma comunitario son quienes deciden y
reparten.
Así, compruébese la existencia de jóvenes a quienes se bautizó con la
expresión “cabezas rapadas”. A la postre el mundo acaba siendo de ellos
coyunturalmente, puesto que sus ideas, ya se sabe, son cortas, como sus
pelos, y a la masa siempre le ha gustado la ligereza o, mejor dicho,
generalmente ni siquiera le dan oportunidad de que sepa si el seso le sirve de
algo o tiene una función similar al apéndice intestinal, al Defensor del Pueblo, al
defensor periodístico de los receptores o a la ONU.
Mas los “cabezas rapadas” no están solos. Aunque aparentemente actúan cual
islas en el océano de las multitudes, en las alturas del Horeb social laboran
quedamente los “cabezas gomina”, de aseado aspecto y modales modosos,
amplia sonrisa y cuentas corrientes, en contraste con los anteriores.
Los cabezas gomina son quienes maquillan las cortas ideas de los cabezas
rapadas, les ponen brillantina, y las presentan a la plebe que las aclama porque
la plebe tenía miedo y/o hambre. Y si hacen esto es porque, en esencia,
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estamos ante la realidad y el deseo, entre el corazón y el cerebro. Los gomina
siempre esconden algo bajo su pelaje.
Los cabezas rapadas son como una tirada de libelos en formato rústico. La
gomina eleva la categoría de la tirada a la de piel con hojas bíblicas. Son la
misma obra, el mismo contenido, pero en una estantería no los observaréis
mezclados ni en una librería tampoco.
Es entonces, tras la aclamación de la plebe, cuando se produce una relativa
unión visible entre ambos colectivos. Y la Era de la Gomina comienza.
Es una Era de esplendor que suele declinar poco a poco y acabar en desdicha.
La plebe entonces se deprime y brama (no muy alto). Pueden en este caso
suceder dos circunstancias:
a) Metamorfosis. Los gomina bajan instantáneamente el telón de la obra que
representan y se retiran a sus camerinos. Entreacto. Al poco, oh (admiración),
se abre el telón y el cabello está suelto y suave, como tratado por un champú
que se puede usar todos los días sin merma cualitativa ni cuantitativa capilar. Y
no parecen ni ellos. Ahora ya sabéis lo que escondían bajo aquella compacta
maleza: champú. Algunos –viejos cabezas rapadas probablemente- gritarán:
“¡Traición!”. Mas la generación de la nueva imagen responderá aquello de
“estos jóvenes, cosas de juventud”. Y la plebe aplaudirá y asentará
enfervorecida.
Se abre así la Era Cabello Suelto dentro de un Orden (ECASUOR), a la que
serán invitados como damitas de compañía o como fregonas de lujo
(Ingenieros del Esplendor pasarán a llamarse ahora) elementos sociales que
en la Era Gomina fueron indeseables y pervertidos, agentes de Lucifer y de sus
Pompas. No pocos de estos elementos llegarán incluso a instalarse
cómodamente en la ECASUOR y hasta creerán que, en efecto, mandan,
cuando en realidad no son más que mayordomos.
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b) Macromovida. Se produce cuando sujetos/as alérgicos a la gomina logran
actuar antes de que los personajes engominados lleguen al camerino. Es como
evitar que Drácula pueda alcanzar el sótano de su castillo para yacer en su
ataúd una vez que percibe que el sol se le ha echado encima.
Estamos ante la segunda minoría a la que antes se aludió. Una minoría
profética, desmelenada a veces, barbuda, algo desaliñada pero elegante a su
manera.
La macromovida lleva consigo riesgos graves. El principal es lograr que la
plebe, aclamadora también es este caso, posea todos los establecimientos que
exige para adquirir bagatelas. Acaso las macromovidas se producen porque se
producen y no porque deban producirse. Pero c’est la vie y la vie c’est ansi.
Si la plebe no posee suficientes tiendas y otras distracciones, enfurecerá.
Parece como si lo deseara todo para ella pero sin ella misma. Y parece –todo
hay que decirlo- como si se produjera el fenómeno del peinado de gomina
agominado, lo que equivaldría a decir la fijeza del cabello mediante la grasa,
fruto del descuido en el aseo.
Sea como fuere –que dicen los periodistas- lo cierto es que también aquí
asistimos a un período de ilusión pasajera. A su fin, la Era Grasienta declina
entre voces y petardos. Y un buen día realiza su entrada triunfal una cabalgata
de seres metamorfoseados de esos que llevaban champú debajo de la gomina
(o de la grasa). Se bajan de sus camellos, caballos, aviones y elefantes y
despliegan tenderetes. Empieza el comercio y todos ríen felices.
Los cabellos sueltos han descubierto una máxima: “La libertad nos hace libres
a nosotros y sus migajas esclavos a ellos que encima se creen libres”. He aquí
la teoría política, social y económica más avanzada al menos hasta que esto se
escribe.
La Historia que os narra el poeta utópico y caduco ha entrado de nuevo en su
fase ECASUOR. Y en ella está.
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Ah, los sujetos que lograron titánicamente detener a Drácula son como el
payaso de las bofetadas, muy religiosos, receptores de golpes históricos en
última instancia y no demasiado emisores. Pero cuando los emiten son
atronadores. Son además muy acomodaticios e incluso podría decirse que
actúan contra natura (en el momento actual de nuestra experiencia y
conocimientos).
Oíd lo que piensa en verdad y a su pesar el poeta: es hora de emitir con fuerza,
de usar otro champú distinto al de los cabezas gomina. Porque ni es útil la
gomina ni la Era del Cabello Suelto dentro de un Orden. Lo que en realidad es
conveniente se concreta en lavarse detenidamente el cabello siete veces por
semana, con un elemento vitamínico y estimulante a concretar y convenir.
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XXI. POR TABACO
Tal vez fuera sábado y por la tarde. El poeta utópico y caduco llegó a la iglesia
para escuchar misa. Preguntó por Dios y le dijeron que había salido a comprar
tabaco. El poeta se sentó en la escalinata que estaba a los pies del amplio
portalón. Allí esperó no sabe cuánto tiempo. Pero Dios no regresaba y el poeta
decidió marcharse.
Desde entonces, cada vez que debe entrar en una iglesia para hacer turismo o
asistir cortésmente, solidariamente, a un oficio religioso, el poeta sonríe porque
ve a respetables ciudadanos orar con imágenes, con paredes, con retablos,
con velas, con ventiladores... Pero no con Dios. Allí no está Dios. Porque Dios
salió a comprar tabaco y aún no ha regresado. El poeta llora además pero
nadie lo nota.
No es agradable llorar por soledad aunque aligere el alma. Por eso el poeta
tuvo que buscarse otro Dios con el que desarrollar su monólogo. Un Dios que
habitara entre prados y nubes y entre arroyuelos y fontanas. El poeta
imaginaba a Dios como un generoso Patriarca de blanca barba y blanco pelo.
Así le habían dicho que era. Después él puso el resto.
El Patriarca estaba sobre una especie de colina de nubes de algodón. A sus
pies, un inextinguible prado verde donde miles de millones de criaturas vivían
sosegadamente, sin apreturas ni la más mínima tensión. Y así por siempre. El
poeta tenía claro –aunque le parecía mucha beldad- que cuando falleciera, y tal
vez pasada una penitencia en el Purgatorio, habitaría a la sombra de un
castaño o de un sauce (bueno, no sabe exactamente qué árbol porque no
entiende de botánica, si bien da por hecho que los árboles van al cielo a veces
tras sufrir tormento), al lado de una ribera transparente, charlando de no sabe
qué con no sabe quién.
A pesar de que no se le viera o se le pudiera observar desde lejos, la certeza
de que el Patriarca estaba allí siempre, otorgaría la correspondiente
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tranquilidad de espíritu. En las zonas bajas de aquel Olimpo que el poeta
lógicamente imaginaba en las alturas, existirían dos estratos con menos y más
penumbra respectivamente: el Purgatorio –estrato intermedio- y el Infierno,
estrato ghetto catacumbal. Respecto al Limbo, nunca consiguió el poeta
componer su aspecto.
Cree recordar el poeta, cuando me dice que repase estas líneas, que ya el
Limbo no existe oficialmente y sobre el Purgatorio tiene dudas, cómo va a
adquirir el poeta coherencia consigo mismo en el seno de semejante
movimiento ultramundano; el purgatorio –dice el poeta- es soportar estos
cambios que le transmutan todos los esquemas.
Puesto que Dios no regresaba del estanco, era vital sustituirle, creer en otro y
crear otro, pero ya jamás sería lo mismo, era demasiado tarde, demasiado viejo
este poeta para edificarse una peana sólida en la que encumbrarse; siempre
había sido alguien el conductor de sus pasos, el poeta no era él,
evidentemente, había vivido durante miles de años dentro y fuera de sí, pero
más tiempo en el exterior que en diálogo consigo mismo.
Le habían enseñado los colores, el lenguaje, los accidentes geográficos, el
valor de π, la composición del agua, la forma de vestirse y de comer y hasta de
amar, el software y la lotería primitiva. Y le habían enseñado a Dios. Antes,
primero que nada, incluso antes de decirle cómo se hacía pis, le habían
enseñado a un Dios bondadoso y perverso a la vez: bueno con los buenos,
malo con los malos. En este último aspecto apenas tuvo problemas el poeta
pues él creía que, en líneas generales, él, el poeta, era bueno.
Por consiguiente el Dios de nuestro poeta era el bueno. Mas cómo edificar otro
Dios así. De ninguna forma. Fue ésta la causa que dejó solo al poeta con él
mismo. Y en esta soledad, sobre la base de una supuesta Palabra de Dios que
también le habían enseñado unos que eran sordos y mudos, conoció el poeta a
un señor gordete de blanco pelo y blanca barba. Era el tío Carlos.
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El tío Carlos vivía en la cabeza del poeta pero no conocía el poeta su aspecto
físico. Hasta que el azar quiso que lo conociera. La Palabra de Dios tenía una
música solemne y exquisita. El tío Carlos decía cosas parecidas a las que
decía Dios pero sin música y sin colinas de nubes. El poeta sospecha ahora
que el tío Carlos es el estanquero que le vende los cigarros a Dios. Y cree que
Dios y el tío Carlos están en un estanco desconocido, charlando en calma y
fumándose un cigarro o un puro. Ya han dicho cuanto tenían que decir. Ahora
descansan.
Un día, el tío Carlos le presentó al poeta al tío Vladimir. Éste era calvo y con
perilla. A través del tío Vladimir el poeta supo que tenía otros familiares como la
prima Rosa, el tío José (que es el payaso de las bofetadas que más bofetadas
ha dado), y supo incluso que hasta tenía un tío en China: el tito Mao. Todos
cargaban a sus espaldas con historias larguísimas, vidas de heroicidades,
persecuciones y crueldades, de todo oyó hablar más tarde el poeta, hasta que
descubrió por sí mismo que, simplemente y complejamente, fueron seres
humanos que hicieron lo que pudieron, no homínidos ni humanoides tal y como
el poeta ve a la mayoría de los que afirman ser seres humanos.
Un caso parecido le ocurrió al poeta oyendo hablar de un tal Adam Smith,
Adolfo Hitler, Benito no sé qué o Francisco no sé cuánto; también aquí, aunque
no le gustaran nada los tres últimos sujetos, el poeta ve a seres humanos con
sus circunstancias aunque mejor es decir ahora a circunstancias y seres
humanos. Lo contrario es la sabiduría. Claro que esto no quita para que uno
rechace ciertas realidades. La vida es así, no la ha inventado nuestro vate.
Los seres humanos actúan, piensan, escriben, matan y mueren. El poeta cree
que tal vez salga algo claro de todo esto. Él ve más claridad en el seno de su
familia a pesar de que en su familia también se discuta y mucho.
De todas formas nada ha sido igual desde que Dios fue a comprar tabaco. El
poeta sueña con el día en que divise en una calle esotérica la silueta de un
estanco; se dirija hacia él, abra la puerta y pase y, entre humos, vea sentados
alrededor de una camilla con ropa al tío Carlos, al tío Vladimir, al tito Mao y a la
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prima Rosa (también estaba el tito León que se creía muy guapo y se fue a
hacer las Américas porque se llevaba muy mal con el tío José, el bruto de las
bofetadas, que era su hermano o tal vez su hermanastro, aquí el poeta se
pierde). De entre aquella reunión pacífica le gustaría al poeta que brotara una
voz diciendo: “¿Quién me da lumbre?” Es la voz de Dios que solicita el fuego
tibio del cobijo y la calma, la voz de ese Patriarca que, acaso un sábado y por
la tarde, saliera de su iglesia para comprar tabaco, dejando al poeta sentado
sobre la escalinata del templo y sentado ahora melancólico, en su jardín,
mirando estático el reflejo de una estrella en el agua.
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XXII. EL OMBLIGO DEL COSMOS
El hombre ha deseado ser siempre el obligo del cosmos, el hijo único de Dios.
El Gran Padre debería mimarle, nada tan grandioso como el hombre, excepto
Dios.
Mas de inmediato apareció la sabiduría. Con su propia consciencia, el hombre
puede entrar en sí mismo y alcanzar conclusiones que después proyecta al
exterior. Para la inmensa mayoría, los sabios son tan precisos como
repugnantes.
El hombre estaba dormido, practicaba el que hubiera anhelado eterno nirvana
de la autocontemplación. Y Demócrito y Leucipo y Sócrates lo zarandearon; y
Copérnico y Servet y Newton y Einstein lo obligaron a alzarse de su levitar;
Marx le dijo a Hegel que cesara en su hermoso delirio; Nietzsche quiso que los
seres humanos contemplaran su propio rostro; y Darwin y Freud y Skinner y
Dawkins y Ochoa y Senovilla y Pérez Mercader y todos los del genoma
terminaron por destrozar el sueño.
Estos son los Hombres, que tal vez lloraron a la vez que respiraban dichosos
con sus hallazgos. Porque, en realidad, no era el hombre el hijo único que todo
lo podía, tenía y merecía. No era dueño de nada. No controla a su entorno sino
que es ese entorno el que lo controla a él. No es él y sus circunstancias sino
sus circunstancias y él.
Así sucede hasta el momento. Cuando alguien alza la voz para decirlo, el
hombre, ese atemorizado y cobarde hijo único imaginario, corre despavorido,
entierra su cerebro, enciende una vela y reza.
Entonces los sabios ríen a sabiendas de que han sido algo más que
lepidópteros o butomáceas o sulfitos u hombres. Devenir a Persona es mucho
más difícil de lo que la televisión afirma.
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XXIII. CORRER
El poeta ha pensado unos versos y le gustaría escribirlos. Lo hago yo por él.
Éste ha sido su pensamiento, fugaz pero sólido y quemante, idea y pus.
Yo siempre voy corriendo.
Si no corren mis piernas
corre mi mente.
Si veloces son mis pies
más veloz es mi cerebro.
Siempre voy corriendo.
Y no sé adónde.
Ahora está indispuesto y se ha sentado a mirar el agua y las estrellas que el
agua ha retratado. Dejadle descansar. Se acuerda de Kitaro y le agradaría
mucho escuchar a Rachmaninov: Concierto para piano Nº 2 en do menor, Op.
18. Dieciocho, tenía que ser dieciocho, su número predilecto. Dedicado a
ustedes y al doctor Nikolai Dahl.
(Por cierto, piensa que sus versos son asquerosos y creo que con razón. Oh,
perdonen mi licencia).
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XXIV. EL POETA ATACA DE NUEVO CON OTROS VERSITOS
Quisiera pediros disculpas el poeta pues de nuevo desea, aunque no lo diga,
que consten en el acta de su vida unos versos. Él cree que el mundo precisa
trigo antes que versos. Los versos no se comen, al contrario, se vomitan, se
escupen o se dispersan cual semilla (otra cosa es que den fruto).
Imaginad por tanto que éstos no son versos sino semillas. Mientras se
desenvuelven y llega el almuerzo leedlos si sois tan amables. Como si fueran
canapés, tentempiés, picoslabis.
Ese sol que más calienta no es mi sol.
Como no es mi sol el que al Sur se asoma.
Al melancólico Sur le han puesto un sol
enorme, abrasador, luminoso,
para que sus gentes puedan ver mejor sus paisajes.
Pero la gente del Sur ha huido
y se ha ocultado bajo sus parras, sus higueras, sus cañales.
Ha cantado canciones tristes y tristemente alegres,
porque el sol ha quemado sus consciencias
y les ha mostrado sus arrugas.
El sol que más calienta no es mi sol.
Prefiero un tibio calor cada día
o un frío al que una lumbre pueda oponerle.
Prefiero abrigarme yo mismo con la ropa
que me otorga el dinero de metal y de sosiego
que consigo todas mis jornadas.
Es todo por el momento. El poeta ha dicho... lo que ya se ha dicho. Pero lo ha
dicho él. Hay poco por decir. Por hacer, mucho. Incluso esto también está
dicho. Por eso descansa en la mazmorra de su depresión coyuntural.
Deprimirse empieza a ser una vulgaridad. Se hace demasiado. Todo se ha
dicho, todo se ha hecho. Pero mal, rematadamente mal. ¿Es ésta la mejor
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forma de desarrollar nuestra actuación? Lo pensará. Ponedle mientras tanto un
mosto del Aljarafe.
(Los versos mejoran sólo algo, cree. Yo los sigo viendo horribles, propios de
una cabeza sin aliñar. Dispensen de nuevo).
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XXV. EN CORTO Y POR DERECHO
Está nuestro poeta muy atareado. Aunque ahora se encuentre en estado de
recesión provisional, su cabeza es como un guiso de caracoles, bullen sus
pensamientos y hablan. Yo los escucho y por eso podéis vosotros conocerlos.
Cuando le haga efecto su invisible autopsicoterapia, los diez miligramos de
Tranxilium y los cinco de Diazepán que se ha engullido (parches) para intentar
cubrir su déficit de serotonina y catecolamina, saltará de su sillón como una
langosta y dirá: “A ver, dónde está la realidad cruda, que además de cruda le
falta sal y yo voy a sazonarla”.
Entonces el poeta se enfrentará de nuevo, con diversas armas, a la sociedad
democrática, de iniciativa privada y libre mercado, que le dicen. Pero, oíd, el
poeta utópico y caduco tiene la impresión de estar batallando por nada, para
nadie, tiene la impresión de no creer en nada, es un francotirador en la más
absoluta de las paranoias. Si no fuera así, ¿cómo podría ser entonces utópico y
encima caduco?
Ahora, el poeta del que os vengo hablando va contracorriente, todos van en
dirección prohibida menos él, todos circulan por el mal sendero menos él: es un
resentido. Se deprime, está nervioso pero en el fondo, fondo, fondo (tan en el
fondo que él no lo ve ni lo nota) se encuentra tranquilo. Nuestro poeta es
utópico y caduco por necesidad, por obviedad reflexiva intransferible, pero no
por propio gusto. A él le colmaría de dicha tener los penates de antaño, esos
que le fueron ofreciendo y que placenteramente adoptó. Pero es que ya no
están en su casa. Se los han robado y se los ha robado.
Sin embargo el poeta trabaja, activa o pasivamente, trabaja. Cae y vuelve a
alzarse, nunca se ha desvanecido su cuerpo, sólo sus rodillas han tropezado
con la tierra. Y siempre hay algo que le azota y se levanta y sigue. Hasta no
sabe cuándo.
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A veces sus neuronas le exigen goce carnal. Pero el poeta no tiene tiempo
para salir de conquista, nuestro poeta es un científico y un creador, no es Juan
de Mañara ni Pedro I llamado “El Cruel”, no puede estar acechando a mujeres
que se creen pavas reales o mantis. Así es que como las meretrices ni son de
fiar ni es exactamente lo que desea, el poeta se aparea consigo mismo y
después borra las huellas del pecado como si fuera la sangre de un hediondo
crimen. El poeta se quiere tanto que este amor le llevará a la absoluta locura
pero es esencialmente imprescindible para que vosotros disfrutéis en este
banquete de las migajas residuales, amplias y orondas migajas, solemnes,
apacibles, iracundas.
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XXVI. UNA MUJER ALEGRA Y AFLIGE EL ALMA,
OTRA ARRUGA Y CONSUME EL CUERPO
Al poeta lo seduce cada minuto la existencia. Con ella se aparea
continuamente en un retozar apasionante y angustioso. Es un coito sin
culminación, sin orgasmo final. Tal vez algún día las neuronas del poeta sean
tan débiles que al sosiego le conduzcan. No será eyaculación relajadora sino
tiempo. Y la vida, insatisfecha aún, abandonará al poeta para buscar otro
amante.
Aquella mujer esotérica que alegraba y afligía su alma dejará solo a nuestro
poeta en manos ya para siempre de otra mujer que será implacable: arrugará
su cuerpo hasta consumirlo y hacerlo desaparecer. El problema por tanto
esencial del poeta y al poeta es el problema de todo ser humano: no sabe
cómo conservar el regalo de la vida.
No recuerda cuándo pero, en un concreto instante, el poeta comprendió que
algo le había regalado la vida aunque se trataba de un objeto perecedero como
un yogur o como un filete. En el fondo, todo humano es un complejo carnal que
busca –y hallará- el congelador donde conservarse eternamente. El asunto es
una cuestión electrodoméstica y ya está bastante avanzada la búsqueda.
Pero el poeta supone que aún no hay a su alcance nevera que lo consuele.
Aunque no se resigna a su destino, tiene ya pensados algunos extremos para
cuando el momento llegue. No desea incineración porque estima que ningún
mandado de Dios, por muchas órdenes que reciba, se va a tomar la molestia
de buscar y reunir una a una sus pizcas de ceniza para ser resucitado en el
Juicio Final, donde contará con un buen abogado: Ferdinando Petruccelli della
Gattina, que en el Infierno esté.
En su tumba deberá rezar el siguiente epitafio: “Aquí yace el poeta utópico y
caduco, que no sabía inglés”.
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Pero antes de reposar en el húmedo y oscuro lecho, el poeta será transportado
en un sencillo ataúd de olivo por cuatro conocidos. Detrás puede ir quien
desee, pero, sobre todo, que no falten de cuarenta a cincuenta mujeres de toda
edad y condición llorando, sinceramente llorando, trabajando espiritualmente
por cuenta propia, ajenas a cualquier faena mercenaria, que entre moqueos
hablen de las virtudes y, livianamente, de los pocos defectos que el poeta
tenía, al tiempo que se susurren la nostalgia del hijo que nunca pudieron
obtener de tan insigne y anacrónico vate.
Mas, oh -admiración otra vez-, el poeta habrá dejado en un banco una
semental cuenta corriente de la que todas se podrán servir a voluntad. Y así, si
hay suerte, y si alguien ha introducido en una nevera sus sesos envueltos en
papel aluminio, el poeta resucitará y vivirá siempre. Mientras tanto, que un
reportero filme todo esto y remita el trabajo a los chalets adosados del Averno,
donde nuestro poeta utópico y caduco estará charlando con su abogado
Petruccelli della Gattina, que evidentemente no salvó al poeta y perdió un
nuevo caso, en cuya compañía orinará cada noche de tanto jugar con fuego.
Amén.
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XXVII. LA MEDICINA
No hay alternativa, según parece. En su postrada situación, el poeta ha echado
mano de una medicina de fresco y agradable sabor, lo dice el prospecto, para
intentar que su debilidad se mitigue.
Arroja en un vaso de agua fresca una tableta que empieza a deshacerse, a
tener una especie de muerte atroz despidiendo burbujas mientras se
convulsiona vagando caóticamente por el líquido que la asesina. Como
queriendo escapar.
El poeta ha apartado su vista de la estrella y observa ahora esta alucinante
evolución. Agua, de nuevo agua, oxígeno, hidrógeno.
Junto al vaso donde la inmolación se desarrolla está el recipiente metálico que
guardaba la moderna pócima. Rutinariamente el poeta lee lo que en él está
impreso: retinol, tiamina, riboflavina, nocitinamida, pirodixina, pantotenato de
calcio, biotina, cianocobalamina, ácido escórbico, ergocalciferol, acetato de DL
tocoferilo; un poco más abajo: calcio, hierro, magnesio, manganeso, fósforo; y
después, por fin: cobre, zinc, molibdeno.
Antes de desembocar en el colofón de la lista, sacarina sódica y azúcar, el
poeta siente que una clara turbación lo recorre. He aquí una prueba de lo que
fatalmente sospechaba.
El poeta siente de veras deciros que el ser humano es una mezcla de
sustancias y tiempo. El poeta nunca ha visto a Dios, sólo al miedo y la
neurosis. Si el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, entonces
Dios no es espíritu, sino ácido ascórbico y retinol. Eso es lo que sabe de cierto
el poeta. El poeta es consciente de que una cápsula de fluoxetina y derivados
es mucho más efectiva que una oración al Altísimo. Qué le vamos a hacer,
resignación cristiana, hermanos.
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Proclaman las indicaciones medicinales del producto que el poeta traga: fatiga
psíquica. Oh, Dios mío, el alma se desfatiga con ácido ascórbico, con el
acetato ése tocoferilo; el domeñado espíritu se estimula con manganeso o
fósforo, se glorifica con zinc o con molibdeno...
No era esto, no era esto. ¿Dónde han quedado Las Moradas, el Concilio de
Nicea, el nirvana lírico de San Juan de la Cruz o de los poetas serenos y
catecúmenos del XIX y el XX? ¿Ni siquiera puede el alma saciarse con el
pagano Tagore, con el engañado Almotamid, con el velo de Dante, con un pelo
de la barba de Whitman, o al menos con la armonía de Scarlatti o de los poetas
laquistas?
Lamenta el poeta su condición hidráulica y medicinal. Lo venía sospechando
durante años pero no logra por el momento digerirlo. Se ha bebido el vaso
sanador y vuelve ahora a mirarse a sí mismo en el agua donde también se
miran las estrellas, vitaminas igualmente de su cuerpo que es su alma.
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XXVIII. EL POETA PIENSA DE NUEVO EN LA UTILIDAD INÚ TIL
DE ESCRIBIR Y DE HACER
“Podría morir tranquilo ya:
Porque los cuadros que me hubiera gustado pintar los ha pintado El
Bosco; porque los versos y poemas que podría haber escrito (de ser capaz) ya
los escribieron Neruda, León Felipe, Don Antonio, Montesinos, Goethe y
Whitman; porque las novelas que debí crear (de saber cómo) ya las han creado
Cervantes, García Márquez y Eco.
Porque ya Torrigiano esculpió a San Jerónimo concretando así mi
anhelo irrealizable.
Porque la música que guardo en la mente-alma existe en el papel y en el
viento: el adagio de la Tercera de Malher, el gran Rachmaninov y casi todo lo
de Pink Floyd, de Kitaro y de Klaus Schulze.
Porque la Historia y el color y la subsistencia y la religión y el mensaje,
tienen vida gracias a aquella mano sin cuerpo y sin nombre que glorificó la
cueva calcárea de Altamira (entre otras).
Por todo ello (y obviamente por bastante más), ya podría morir con total
placidez.
Sin embargo, no me es suficiente lo anterior. Ya sé que esos geniales griegos
jónicos dijeron y pensaron sobre todas las cosas. Conozco a Descartes, Kant,
Hegel, Marx y Nietzche. Y a Dawkins y a Crisolía y a Oró y a Rodríguez
Delgado y a Senovilla y a Laszlo y a Gell-Mann...
Pero aún me resta concluir la destemplada canción lírica que como puedo voy
cantando. Sé que no es precisa pero es mía y yo soy otra unidad humana con
otros deseos y ansias, que en el fondo son los mismos de siempre bajo distinta
tonada más o menos personal.
Aún me resta ofreceros mis conclusiones provisionalmente definitivas,
heterodoxas unas, ortodoxas otras (quizás porque un mínimo de ortodoxia es
69
connatural para vivir aunque sea con máscara) acerca de lo que aquí he
sentido y he observado. Soy consciente de que tal vez cuanto os diga también
estará escrito. Mas ésa será mi palabra, mi voz, con mi acento y mi timbre.
Porque soy humano, según me dicen y creo, y he llegado en mayor o menor
medida a salir de mí mismo, a ser lúcido en que soy, a introspeccionarme y a
otear paisajes y horizontes.
Por último, me falta también seguir leyendo a cuantos os he mentado y a
muchos otros; seguir asombrándome con la pintura, con el San Jerónimo;
continuar sosegándome, elevándome, estimulándome, con Kitaro, Schulze y
con el adagio de Malher y con ese cisne de Sain-Saënts que nunca muere, y
con un canto de pájaros que nos legó Casals (por si algún día desaparecieran
los pájaros) y con un pescador de perlas al que Bizet le hizo exclamar una
canción para que nos advirtamos vivos; aún me queda pensar y sentir todo lo
que os vengo diciendo; y practicar el amor mientras pueda y comer paella y
gazpacho y berenjenas aliñadas, muy bien aliñadas.
Me queda la vida, esta vida, ésta, que es lo más hermoso, lo más detestable, lo
más apasionante que tengo, lo único que es mío en verdad, aunque no pocas
veces traten otros que la viva según sus intenciones y no las mías”.
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XXIX. EVOCACIÓN EN DICIEMBRE
El poeta ha mirado mi cuerpo tendido, inerte, y ha dicho: “Ya ves, con todos los
versos, con todos los poemas que le he escrito ya, y todavía no le olvido y me
gusta no olvidarlo y es, en cierta forma, placentero este recuerdo”.
Él, que apenas se dejaba notar, que a un desaire oponía una sonrisa, y resulta
que era como el oxígeno, como una entraña vital cuya presencia, de tan
precisa, es ignorada.
Yo lo veo en las calles de esta ciudad, en la cara de mi hija, en la Historia y en
la historia, en una caña de cerveza, en un polvorón o un trago de aguardiente,
en el frío otoñal de Benialba, en los ojos azules del tío Viçent, en el semblante
dulce y torturado del Cristo de los Afligidos, en una tapa de caracoles; lo veo
con sus gafas marrones de vista cansada, humedeciéndose el dedo para pasar
las hojas del periódico, lo veo preguntándome sus dudas sobre política,
reprimiéndome mis caprichos, ignorando mis escritos, lo veo llorar a los sones
de una marcha árabe levantina o de un pasodoble que una banda municipal
entona, lo veo en su agonía y en su muerte...
Ya ves, y parecía una gota de lluvia en primavera, una solitaria gota entre
millones de gotas de lluvias primaverales; y parecía una hoja entre miles de
hojas yacentes en otoño; y semejaba un mirabel en un punto cualquiera de un
campo lleno de mirabeles.
Pero resultó ser el agua misma y el viento y la lumbre y el sol.
Para entendernos, podría decirte que lo quiero. Sin embargo es mucho más
profunda la cuestión. Porque me quiero tanto, porque tanto amo la vida, lo
tengo y lo tendré tan conmigo. Porque me quiero te quiero y te recuerdo ahora
de esta manera, papá. Te doy permiso para que acompañes a Dios. En el
fondo te necesita más que yo mismo. Feliz Navidad y Feliz Año”.
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XXX. OTRO RECUERDO PARA ILEMA
El corazón de la noche es su silencio. Las estrellas en el agua. El poeta utópico
y caduco piensa de nuevo en Ilema: “Ya sé que no pocas veces nos es
imposible conocer esos sentires, ese pensar que como sangre vital nos bulle
por el cerebro. Y sé que crees que para mí es crear y saber lo decisivo. Y yo,
por mi parte, estimo, convencido, que hay otras almas delante de la mía en tus
prioridades.
Y tú oteas sombras que son huída, evasión, estéticas adicionales. Sé y
comprendo que, en ocasiones, un poema no sirve para nada.
Qué lamentable la vida del hombre, buscando siempre otra madre con quien
sustituir a la primera; qué vulnerable la mujer, anhelando el complemento que
cree imprescindible. ¿Marchamos acaso por una senda previamente
establecida pero que tenemos por nuestra? Desde su, al parecer, innata
soledad, el ser humano inquiere compaña. Ningún ser, vivo o inerte, se siente
completo consigo mismo. Hacia la asociación lo empuja la necesidad.
Y tú, Ilema, estás sola pero no lo estás. Y yo solo estoy sin estarlo. ¿Crees
quizás que yo podría escribir esto y lo otro sin tu existir? ¿Crees que no veo,
cuando no te veo, tu presencia, y esa mirada abatida, frágil como tu entraña,
autista, a la que tanto me inclino?
Levanto la voz, me vuelvo a menudo irascible. Me escupo y le escupo al mundo
porque me trae más azotes que sonrisas. Esto es lo que percibes hoy en mí
(además de mis bufonadas, mis ironías, mis vacunas en fin). No sé lo que con
mi persona hará el mañana. Pero ahora, pensando en ti, Ilema sometida a mis
vaivenes psicológicos y a los tuyos, Ilema por fortuna inacabada y permeable,
he tomado aquella manzana que un lejano día tu acuarela pintó para
obsequiarme.
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Aquella manzana no se ha apagado todavía. Conserva su savia y su color. Yo
le he puesto un marco para detener el tiempo, para que ambos estemos, aun
dentro de nuestras marejadas, intentando seducirnos todos los años que nos
sea posible”.
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XXXI. MISA DE GALLINA
He visto al poeta sonreír y le he preguntado el motivo. Recordaba una pequeña
historia.
Don Anselmo, el párroco de la feligresía de San Luciano, y don Hilario, su
hermano y cura también, son cojos y bien entrados en años. Aún llevan sotana
rigurosamente negra. Y morirán con ella. Es decir, son curas, curas, siempre
con su uniforme de curas, nada de disimulos ni de camuflajes.
Pero don Anselmo es cojo de la pierna izquierda y don Hilario cojea de la
extremidad inferior derecha. Con frecuencia van juntos pero deben situarse
razonablemente para que las cojeras no los lleven a repetidas colisiones. Así,
don Anselmo se sitúa a la izquierda y su hermano a la diestra y ello si se les
mirara por detrás, lo cual viene a significar que si la observación de tan piadosa
pareja se realiza de frente las coordenadas serían las contrarias.
El caso es que, lógicamente colocados, don Anselmo y don Hilario se arriman y
se distancian mientras caminan, bastón en mano, con una frecuencia temporal
casi exacta, a la manera (y con perdón) de esas piezas de precisión que hoy
pululan por las cadenas industriales de montaje. Además, con el va y viene de
sus negras figuras parecen describir el signo de la victoria, ese signo al que se
abonó la Iglesia desde sus albores, pues quien maneja abstracciones rosas o
celestes y no ideas con cuerpo y alma, siempre resulta victorioso.
La cuestión es que arribó la Nochebuena y, como se sabe, es norma
consuetudinaria decir la Misa del Gallo a las doce de la noche como
conmemoración del nacimiento del Niño Dios.
Mas unos días antes, don Anselmo, consciente de no estar ya para trotes,
anunció a sus pocos feligreses, o mejor decir feligresas (la mayoría viudas y
pensionistas), que la misa de la Buena Nueva sería a las ocho de la tarde y no
a las doce, puesto que allí nadie era ya mozo ni moza para aguantar veladas,
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relentes o posibles delincuencias ciudadanas, más probables a media noche
porque ya no respetan ni fechas tan religiosamente notorias.
Nadie protestó, al contrario, bueno iba a ser cumplir con el Altísimo a una hora
prudente y luego dar gusto a la otra tradición del pavo, el cordero, el alfajor y
los anises, todo en la medida de las posibilidades financieras y somáticas de
cada uno o una. Bien pensado, por mucha sesera de que disponga el
Todopoderoso, no estuvo muy avisado permitiendo que su Hijo viniera al
mundo a unas horas que no son para todos los públicos.
Hízose la ceremonia en el crono convenido pero como nuestro poeta se
autoflagela en el ejercicio de buscar otras explicaciones o sentidos a todo, cayó
en la cuenta de que aquí no hubo Misa de Gallo sino de Gallina, más que nada
por la tempranera hora, y que acaso lo que en verdad se conmemoró a las
ocho fueron los primeros dolores considerables de la Sin Mancha, así como la
rotura de aguas posterior, proceso que se vería felizmente culminado a las cero
horas con el alumbramiento del Niño, que, como se sabe, salió del vientre de la
madre, “como luz que atraviesa el cristal”, si bien llegado a este punto, el poeta
es incapaz de unificar Tocología con Teología puesto que con el Misterio ha
topado.
Y ahí dejo por tanto a mi jefe cavilando un asunto que ya creía haber resuelto.
Sonreía, pero de repente se ha hundido con placidez en su hamaca y ha
cerrado los ojos. Seguro que imagina la negra uve victoriosa que describen don
Anselmo y don Hilario cuando van a la faena al templo de San Luciano o
cuando vuelven cansinos, despacio y con buena letra, a que alguno de la
familia les sirva la gallofa con la que seguir tirando.
Son las estrellas, reflejadas en el agua, las que ahora observan el descanso del
poeta. El Misterio otra vez
75
XXXII. METAMORFOSIS GINECEICA
“Era tan de sacarina, tan expresiva la mirada de aquella mujer, que a uno le
pareció sentirse amado. Yo creía que algo muy importante estaba ofreciendo
aquella mujer que sonreía con los ojos, con toda la expresión de sus ojos.
Cada vez que me miraba sentía que me estaba diciendo gracias, gracias, sabio
mío, por tus palabras doctas, perfectamente delimitadas, sin aristas. Era como
esas hijas de los millonarios americanos que ponen rostro de girasol para
agradecerle al padre que le ha regalado un caballo pura sangre en su
cumpleaños.
Mas llegó la hora de la suprema suerte. Nos desnudamos los dos y empezaron
las caricias, etcétera, etcétera. Aquella mujer rubia de mirada diabética me
montó como si yo fuera el pura sangre que su padre le había comprado, y
empezó a contornearse; sus ojos ya no me miraban, estaban cerrados y
cuando los abría miraban al techo de la habitación porque tenía el cuello
ligeramente curvado hacia atrás.
Sacaba un poquitín la lengua y suspiraba, inspiraba y expiraba
placenteramente. Se había acabado el encanto, ya no pensaba en mí como yo
creía cuando me recorrían sus pupilas. Sólo pensaba en ella y en ella y en
ella... Y yo, tan necesitado de cariño y tan ansioso, observaba aquel rito de
apareamiento hasta tal punto que, finalmente, terminé por sentir un cus cus en
mi péndulo y, al instante, como aquel cursi que fue cierto día a una casa de
citas, hube de exclamar: “¡Cese el rodeo! ¡La Naturaleza, ha obrado!”
Lo que el espíritu unía la carne separó. Razón tiene el poeta ése que sostiene
con firmeza que el amor acaba cuando empieza el bidé. Pero no. Acaba antes,
mucho antes, cuando uno huele a pantis y a vagina y se da cuenta de que no
sois un ángel ni ella ni tú. En verdad en verdad constato que la adopción del
elemento carnívoro nos ha perdido. Desde que el ser humano instauró el filete
como signo de poder y prestigio toda su acción se encamina a conseguirlo.
Para ello, a veces, se cuelga un petisú de la mirada”.
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XXXIII. HISTORIA DE ARBORTO
El poeta utópico y caduco desea que os narre brevemente la historia de su hijo
Arborto.
Todo se inició el 12 de Mayo de 1990 para concluir el 13, Día de la Virgen de
Fátima. Encinta estaba desde hacía casi tres meses la mujer del poeta, el cual
se alegró también pero también se sorprendió al mismo tiempo pues había
leído, y no una sola vez, que la ansiedad neurótica producía esterilidad. Creía
el poeta que sus espermatozoides debían estar tan abúlicos como él y por eso
le hubiese gustado conversar y estrechar la mano de aquel que, tras
encarnizada lucha, había irrumpido en esa señora tan creída y estática, que no
tiene sentimientos puesto que asiste pasiva a la batalla, llamada Óvulo.
El caso es que casi tres meses después de aquella escena invisible,
clandestina, la mujer de nuestro poeta se señaló. Cuando alguien se señala, se
desvía del cauce, millones de dedos le acusan y millones de bocas le escupen.
Porque los cauces están para algo, concretamente para que los líquidos no se
derramen y todas las moléculas que los conforman puedan coexistir, más o
menos.
Era tan persistente el señalamiento de la señora esposa del poeta que éste
hubo de tomar medidas. Preparó el coche, introdujo en él a la contestataria
dama y la llevó/acompañó al Hospital Maternal. El pensamiento débil y
postmoderno –que se la agarra con papel de fumar- ha rebautizado a este
centro como Hospital de la Mujer. El mismo pensamiento desaconseja que
exista un Hospital del Hombre pero dejémonos de politiquería.
Confiaba el poeta que allí las cosas volverían a su cauce pero la rebelión
seguía y seguía. Sin duda, doña Óvulo y don Espermatozoide había resultado
un matrimonio mal avenido, a pesar del corto período cronológico que el linaje
poseía, y deseaban el divorcio. Un matrimonio de conveniencias, pensó el
poeta, un error de la Naturaleza que ya, con tanta contaminación, no sabe ni
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dónde tiene las leyes positivas y va como loca y aplica cualquier comando; tal
vez una unión cansina y rutinaria, como sospechaba el poeta acerca de su
fertilidad.
Quizás si el poeta pudiera hablar con los cónyuges algo se arreglaría. Pero
además de la imposibilidad física de tal encuentro (cuestión solucionable
empero), pesó enormemente sobre la consciencia del poeta el hecho
irreversible de estas cuestiones así como la prudencia de no inmiscuirse en
disputas conyugales.
Sin embargo, todo aquello no le era fútil al poeta. Aquel matrimonio que daba
innegables síntomas de ruptura era su hijo. Qué impotencia mental: los
médicos, ociosos impotentes mentales, dejando hacer a la Naturaleza y a la
Burocracia del mal consuelo (que todo hay que decirlo); el poeta, impotente
mental. Ni siquiera un verso sublime, jamás escrito, serviría para algo.
No restaba más opción que esperar. Era 13 de Mayo, ya lo dije. El poeta
decidió enviarle un e-mail a la Virgen de Fátima ([email protected]).
El e-mail fue rechazado por el servidor Aeternum por sobrecarga en la memoria
de la destinataria. La Virgen no gustaba de redes sociales ya que, aunque
posea todo el tiempo del ultramundo, pues es eterna, era consciente de que
esto de la informática sólo resultaba ser el juego de unos mil quinientos
millones de seres humanos y casi todos pijos y acomodados, el resto seguía
inmerso en la miseria y no digamos otros habitantes de otros planetas que aún
estaban en la Edad de Piedra. Quedaba otra opción: el fax: “Excelsa Señora, le
imploro que me señale el sendero para que mi señora deje de señalarse.
Espero esperanzado un milagro, una respuesta. Y, por favor, acuérdese de que
le aumenten de memoria de su ciberbuzón”.
Este fue el texto exacto del fax (y del e-mail) que nuestro poeta envió al Cielo.
Pero el envío costó su esfuerzo pues el número de fax del Cielo comunicaba
continuamente y, cuando el poeta lograba línea, se cortaba la transmisión; en
su fax aparecía un papelito, como si el fax se señalara también, que decía:
“Transmisión incorrecta. Pruebe a transmitir de nuevo”.
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Era comprensible, dijo el poeta. Tal y como está el mundo es lógica esta
demanda de favores. ¡Si tuviera el móvil de la Virgen…, pero eso sería como
estar en otra dimensión! Al fin partió el mensaje a través de las ondas,
invisiblemente, y se hizo papel de nuevo en el Cielo, supongo.
Dos horas y cincuenta y tres minutos hubo de esperar respuesta el poeta.
Finalmente, la respuesta llegó: “Sentimos no poder atenderle. La Virgen de
Fátima está terminando de convertir a Rusia y ha dicho que no se la moleste.
Que sea lo que Dios quiera. Amén. Firmado: Laurita Vicuña”.
¡Santo Cielo! ¡Laurita Vicuña! Pero si ésta y su amigo Santo Dominguito Sabio
siempre me tuvieron manía por no ser ni la mitad de puro que ellos cuando era
pequeño y estudiaba con las Salesianas. ¡Ya estábamos con los intermediarios
aduladores que pueden más que los propios jefes!
¡Qué absoluta desesperación! ¿Qué será lo que quiera Dios que sea? Por el
cerebro del poeta pasó la intención de dirigirse a Dios directamente. Hasta en
el Cielo son engorrosos los intermediarios. Mas no hubo lugar. En el hospital,
mientras en ésas estaba, le comunicaron que el divorcio se había consumado.
Subió a ver a su señora esposa, en cuya casa habían sucedido las discusiones
del micromatrimonio, para que le pusiera al tanto de lo acaecido. El
micromatrimonio, el hijo interruptus de nuestro poeta, había salido dando un
portazo. Testigos del divorcio, la esposa del poeta utópico y caduco y el médico
de guardia, quien tomó aquel fracaso y lo encerró, en castigo, en un bote de
laboratorio con una etiqueta en la que había una leyenda: “Todo está escrito”.
Mientras el poeta oía este relato de su mujer, otra de una cama adjunta
preguntó con acentuada habla andaluza: “Qué t’ha pasao, ¿qu’has tenío un
arborto? Había llegado la musa. Justamente, Arborto se llamaría y se llamará
siempre aquel matrimonio díscolo que reposa en un bote de laboratorio, y que
nunca podrán ya besar ni nuestro poeta ni su mujer que, no obstante, sonreía
para olvidar y tratar que su marido espantara el pesar que lo invadía, aunque
fuera, al menos, cien mil veces menor que el suyo.
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XXXIV. EL POETA LE HABLA A SU HIJA SARA
“Sara, recuerdo una de tantas mañanas, de pie en el patio vecinal de nuestro
piso, con la maleta en la mano, saludándote, y tú haciendo lo mismo y
lanzándome besos desde el balcón, detrás del cristal que te mostraba.
Yo marchaba al trabajo, ese lugar que, mirado por encima, resulta detestable,
lleno de oficinistas que sólo piensan en sí mismos, en que les toque la lotería
para no trabajar más, y se creen poco menos que júpiters porque tienen cuellos
blancos y una tarea en la Administración.
Después, a mi regreso, la casa estaba sola. Tú en el colegio, mamá también en
su faena, en otra oficina que más parece galera porque a los seres humanos,
en el fondo, otros seres humanos, muy pocos, los tratan como si fueran
bodoques, como si fueran robots, y ya verás cómo, con el tiempo, los
sustituirán por humanoides a pesar de que ya sean humanoides los humanos
de Occidente (pero pueden despertar)
Pensé en aquel instante del patio y lo imaginé como la escena de una película.
Imaginé que al cabo de años, tú, ya mujer, llegarías una jornada a casa y yo no
estaría ya ni volvería nunca. Con la mirada recorrerías sus paredes, sus
papeles, sus libros y, al llegar al cristal del balcón, te asomarías al patio y te
verías a ti de niña besándome en la pequeña distancia, y a mí, abajo,
diciéndote hasta luego con gesto leve de una mano, la gabardina y la bufanda
bien puestas, y la maleta de trabajo en la otra mano.
Tal vez se te escapara una lágrima (hay veces en las que el alma se pone
tontona y la nostalgia es hermosa, placentera) y añoraras aquel tiempo ido.
Entonces, hija, toma, lee estas palabras, aquí tienes un pedacito de lo que fui
aunque sea en letras y en tinta, que nunca hemos mirado las letras y las tintas
al microscopio para saber lo que llevan dentro.
Y gracias por tu recuerdo y por tu lágrima porque en ellos vivo yo también”.
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XXXV. EL POETA UTÓPICO Y CADUCO RECIBE CARTA DE SU AMIGO
MIGUEL ÁNGEL VILLAR SOBRE EL PASO DEL TIEMPO
El poeta utópico y caduco ha recibido en su computadora una carta de su
amigo Miguel Ángel Villar donde le responde a otra en el que nuestro poeta le
hacía saber el inmenso dolor que le infringe el paso del tiempo. Nada del otro
mundo, piensa el poeta. Cosas propias de la edad, vulgares, que a nadie
importan. Pero escribirlas es una terapia. Miguel Ángel le ahorra el trabajo a
este copista de los sentimientos del poeta. Dice:
“El poeta utópico y caduco se sentó una noche, como tantas otras, a
contemplar las estrellas, fugaces y lejanos puntos brillando en el tapete negro e
intangible. Intentó tocar con sus dedos aquellos juguetones destellos que se
escapaban y trasformaban. Quiso por un instante dominarlos y manejarlos
según su antojo, pero se les escapaban, cuando fijaba su vista en uno al
momento había cambiado de posición.
Y el poeta utópico y caduco recordó cómo el tiempo se le hace en el alma igual
de caprichoso y le vinieron a la memoria acontecimientos pasados, batallas
libradas junto a compañeros queridos en pos de la libertad y se apenó porque
la imagen que se reflejaba en la fuente ya no era la misma. ¿Era él mismo? Su
pelo había menguado, sus ojos cubiertos por lentes más gruesas, la barriga
más abultada y alguna que otra arruga difícil de disimular, pero en el fondo,
sentía que seguía siendo él, porque aún pensaba, aún se enfadaba ante lo que
no creía justo, aún su, ya arrugada piel, se erizaba ante un sentimiento de amor
o de frustración.
Esto acaecía mientras sorbía una tónica frente a una mesa, a un bastón blanco
plegado, tal vez en signo de sumisión, y rodeado de amigos e invadido de
recuerdos aunque sus ojos lo llevaran más allá y le presentaran paisajes
verdes y horribles despeñaderos, en un evidente desdoble de dos de sus “yos”.
Al volver a su fuente y cubrirse de sus cotidianas estrellas pensó: “¿Son estas
las estrellas que miro cada día? ¿O tal vez mis ojos me enseñan algo que no
explican?” Concluyó que podría mirar siempre sus estrellas, pero su corazón le
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encaminaría siempre a un mundo nuevo que sería el reflejo del viejo y que tal
vez ese reflejo es lo esencial porque el espejo siempre muestra el resultado de
cambiantes corporeidades. Cada cual elige su momento, momentos distintos,
estrellas distintas que se miran con los ojos y se acunan con la mente y el
espíritu.
El poeta utópico y caduco seguirá siempre siendo poeta puesto que se rebela,
no se conforma y siempre descubre una nueva estrella, quizás algún día la
atrape”.
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XXXVI. EL POETA DEDICA UN SALMO A LA PROFESORA
FONTCUBERTA Y LA DEVIENE EN PENATE
Font cuberta per la mar,
agua en sal que tirita,
alba esporádica que permanece
y se recuerda.
Mar Fontcuberta,
tú en el pretil de mi ventana
y un aliento de sol conservándote.
Cuberta per la mar la font
que, sin embargo, emerge
y con su agua salpica y pica
el agua marina,
tú Mar Fontcuberta,
tú Font,
en el pretil de mi ventana
con un aliento de sol que te mantiene,
que te mantiene,
Mar de Font Cuberta.
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XXXVII. HOMILÍA PRIMERA
(Capítulo que el poeta utópico y caduco dedica al b uen
ciudadano)
“Hermanos:
Que vuestro goce no os deje ciegos ante el dolor del prójimo. Cuando vayáis
ufanos en vuestros vehículos, pensad en aquel que en mohoso carro recoge
cartones y otros desechos de las urbes.
Cuando le digáis a vuestra secretaria “póngame con Fulano de Tal”, acordaos
de aquel que en la cola del paro está exento de llamadas telefónicas. Y vigilad
de paso para que el estrés no os domine, que luego llegan las úlceras y las
depresiones... y la eyaculación prematura y el gatillazo, entre otros azotes.
Cuando os toque la lotería no olvidéis que la mayoría de los de vuestra especie
son perdedores.
Cuando estéis en casa agasajados por la presencia de vuestra fiel compañera
y vuestros lindos retoños, cuando todo sea atmósfera familiar, que vuele
vuestra memoria hasta una chabola cualquiera.
Cuando os sintáis amagados bajo las cálidas mantas de vuestra cama, caed en
la cuenta de que en la puerta de un banco o sobre un banco duerme entre
mantas sucias y cartones uno de vuestros semejantes.
Cuando miréis extasiados las excelsitudes que vuestro televisor os ofrece,
sentid piedad y compasión por toda esa multitud que en ese preciso instante
está ocupada en la misma tarea que vosotros y rezad para que todos aquellos
que carecen de televisor y computadora los consigan pronto, y orad por que
quienes los ignoran y prefieren leer abandonen de súbito tal vicio.
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Cuando tecleéis con entusiasmo en vuestro ordenador tened presente que
despide radiaciones y os puede dejar estériles, con lo cual el mandato del
Señor, “Creced y multiplicaos”, sólo podréis hacerlo con dígitos.
Cuando estéis haciendo el amor elevad una oración por los impotentes y
eunucos. Y por los que sufren de fimosis, verdaderos guardianes de sus
bálanos, a su pesar. Cuando una mujer os alabe, meditad sobre todos aquellos
que tengan angosta la espalda, o les abandone el desodorante, o les brote
caspa inoportunamente. Rezad por sus incorrectas existencias.
Y a vosotras, hijas, mujeres todas, os digo: sed vosotras mismas o, en vuestro
defecto, por lo menos, semejaos a Vanesa Redgrave o Dominique Sanda que
ya no sé ni dónde se hallan. Si estáis preocupadas porque aún no habéis
conquistado pareja, perseverad en el empeño pues nunca superaréis el
trauma, sólo con los años os dará la impresión de que no existe (pero es
resignación psicofísica en realidad). No creáis que el feminismo es ninguna
revolución, sencillamente es una moda. La mujer que sabe que es mujer y
persona no necesita cuotas ni favores. Actúa. No os fiéis de quienes os adulan;
ante todo, buscan vuestro consumo y vuestro voto.
Cuando comáis bien no paséis por alto los estómagos vacíos o escasamente
alimentados de vuestros congéneres.
Cuando adquiráis gangas no paséis por alto elevar un rezo por los que las han
fabricado en otro extremo del mundo, trabajando como negros, con la paciencia
de un chino y la vigilancia de un blanco, como vosotros.
Cuando malas sean vuestras viandas sabed de cierto que siempre las habrá
peores. Vuestras desgracias siempre tendrán a otras por encima que las
mermarán en sus magnitudes.
Hermanos:
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Cuando alegres respiréis nuestro aire de libertad y de democracia, no olvidéis
que otros pueblos callan pisoteados por la tiranía, el ateísmo o el falso teísmo.
Finalmente, feligreses todos, cuando tengáis a mano un arma cualquiera (pero
que sea de efecto rápido, por favor), asesinad con ella a este poeta utópico y
caduco, que está coyunturalmente derrumbado en su hamaca mirando cómo
en el agua de su jardín se reflejan las estrellas.
Así alcanzaréis la Felicidad.
Amén”.
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XXXVIII. EN EL PRINCIPIO, LA SOLEDAD
“En el principio fuel el hombre, el hombre solo. Abrió los ojos y encontró un
paisaje de tormenta, de convulsiones, de enigmas. El hombre debió entonces
construirse refugios para su alma y para su cuerpo.
Esos refugios le obligaron a buscar compañía en otros hombres. Pero él quería
estar solo. Mejor dicho, la verdad es que quería estar solo pero quería también
compañía.
Pronto comprobó que no lograba entenderse con sus semejantes. Mas no tenía
otra salida que unirse a ellos. El gran drama del hombre es que no puede estar
solo y debe sonreírle a la adversidad.
Esto es públicamente sabido y comprendido. O al menos debería o debiera
serlo. Desde el principio, el hombre busca la manera de comprender a su
vecino, de estar con su vecino sin herirlo, sin pisarlo, sin abatirlo. Es la pugna
entre lo que es y lo que desearía ser. Y no sabe si el deseo será realidad
alguna amanecida.
También estas palabras las han pronunciado muchos y yo mismo las he dejado
fijadas en algún libro. Sin embargo, nunca os he narrado la historia de las
manzanas.
Resultó que en una gruta cualquiera, o en un palafito, o en un peristilo, o en
una masada cualquiera, habitaban varios seres humanos. Habitaban varios
seres humanos, sí... Pero, ¿qué ocurrió?...
No recuerdo ahora la historia de las manzanas y la tenía en la punta del lóbulo
izquierdo. Y no me apetece esforzarme en recordarla. Al fin y al cabo ya alguno
la habrá escrito.
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Os ruego mis más sinceras disculpas. Encended el televisor, enredaos en las
redes sociales o leed las últimas simplezas que los periódicos desean que
penséis.
Yo quiero estar solo y las manzanas son símbolo de compañías, de malas
compañías”.
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XXXIX. EUCALIPTOS
“Me acuerdo de unos eucaliptos que habitaban en una ciudad. Junto a un
puente. Las máquinas los arrasaron a causa de las ordenaciones urbanísticas.
Pasaba a diario por ese puente para acudir al trabajo. Casi de repente, unos
gigantescos cuerpos verde omeya aparecían ante mi consciencia. No
inspiraban temor ni desconfianza a pesar de su magnitud. Eran dóciles, nobles,
en el sentido doble del concepto: ilustres y generosos.
Ilustres por su presencia, por su existencia ancestral, por sus hondas raíces.
Generosos porque cualquiera podía ser obsequiado con un trozo de sombra y
de frescor no más quisiera unirse momentáneamente a la comunidad que
formaban. Ahora, sin sus corpulencias, puedo ver el resplandor del sol que
llega desde el Mediterráneo. Y, sin embargo, yo prefería la sorpresa, lo
semioculto.
Porque aquellos eucaliptos te dejaban saber que tras ellos estaba el sol. Más o
menos intenso, poderoso, allí detrás estaba el sol. Y una vez que a su vera
pasaba a poco de amanecer y quedaban a mi izquierda, el sol se mostraba ya
sin esa cortina vegetal. Eran entonces su rostro y sus destellos, por lo general,
de un tono ámbar claro que abrazaba las partes superiores de los bloques de
oficinas y de pisos.
Yo pensaba que aquella visión justificaba haberse levantado para vivir y faenar.
¿Por qué costará tanto esfuerzo aceptar el fin de las cosas? Supongo que por
pura inseguridad del ámbito en que vivimos. Yo, como me han ido hurtando mis
penates, preciso puntos, referencias mundanas con las que guiar mis pasos
aquí en el ser cotidiano.
Por eso cada día me supone mayor angustia interrumpir un proceso natural,
positivo para mi propia existencia. Le tengo dicho a mi hija Sara que no corte
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flores para regalármelas cuando vamos al campo. Deseo que nazcan y mueran
por ellas mismas, que nadie trunque su camino.
Al desaparecer una persona o un objeto que conocí siento un latigazo dentro.
Es la publicidad atosigante de mi muerte. Aunque sea sin penates yo quiero
vivir porque mi supremo penate es ahora saber que no hay dios alguno; ser
consciente de que soy, ése es el máximo Dios, que me fustiga y me eleva, y
me lleva junto a él y me hace Dios.
Un día lejano mi amigo el pintor Amalio, que vivía entonces junto al eucaliptal
derruido, me plasmó en uno de sus óleos. A través de la ventana de la
habitación donde posé se observaban los eucaliptos. Amalio los pintó para
darle profundidad al cuadro.
Ambos sabemos que, en realidad, no soy yo el protagonista de la obra, sino
ellos. Y más ahora que nunca cuando se ha ido para siempre la gotita de
frescor que a la ciudad regalaban”.
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XL. HISTORIA DE UNAS ADELFAS
Cuando era niño, al poeta utópico y caduco le obsequiaron con un ramal de
adelfas. Qué color, vigoroso y cálido a la vez, tenían aquellas flores, pensó el
poeta.
Le dijeron que el mundo podía estar lleno de adelfas porque la tierra del mundo
era propicia. Y le regalaron semillas de adelfa para, con la ayuda de su
propietario -le aseguraron- poder sembrar todos los campos, todas las
ciudades. De esta forma, la gente, ya más o menos feliz, sonreiría.
Claro que hubiera sido una sonrisa provisional hasta tanto llegara un concreto
instante mediante el que -le decían al poeta- tendría lugar un esotérico viaje a
un mundo donde, ya sí, la sonrisa sería eterna y la dicha también. Imposible
explicar el contenido profundo de tal dicha. Para ello habría que estar
muertamente vivo o vivamente muerto.
Poco a poco el poeta utópico y caduco cayó en la cuenta de que era urgente la
contemplación de las adelfas por todos y que, para ello, era preciso proceder a
plantarlas cuanto antes. Preguntó entonces por el nombre y el paradero del
propietario de las adelfas y semillas que le habían dado, al tiempo que
explicaba la razón de su pregunta: la necesidad de disponer de la sabiduría
que se le suponía al dueño.
Con sonrisas que el poeta intuyó algo burlescas hacia él, le hablaron de un tal
Señor Don Dios, Celestísimo Señor Don Dios, exactamente, que vivía en el
Cielo o Los Cielos, no recuerda bien si era singular o plural. Al inquirir de nuevo
en qué parte de la ciudad, del país o del mundo se hallaba el Núcleo
Residencial Los Cielos no hubo sonrisa sino carcajada.
Se trataba, en efecto, de Los Cielos, los cielos que el poeta podía ver cada vez
que le apetecía. Y volvió a interrogar: en qué zona del cielo, en qué lugar, en
qué planeta, estrella, meteorito, quasar, satélite, neutrino...
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Nada, no vivía en nada concreto, salvo “en los Cielos”.
Cómo hallar en lugar tan vasto al Celestísimo Señor Don Dios, cómo
encontrarlo en un lugar que, según dicen ahora, cuando el poeta rememora en
la distancia, tiene entre quince y veinte mil millones de años de antigüedad. El
poeta estaba a años luz del propietario de las adelfas.
Sin embargo, no era un desconocido. Por todas partes veía el poeta una efigie
que -le indicaban- era de quien estaba buscando. Bien, entonces, reflexionó de
nuevo el poeta, alguien ha debido verle y le ha fotografiado o le ha memorizado
siquiera para convertirlo en pintura, en imagen escultórica. Porque aquella
efigie tenía rasgos comunes en todos los lugares: aspecto sabio, anciano vital,
impulsivo, raza blanca, barba blanca igualmente, aproximadamente 1,90 de
estatura, por lo menos; pelo también blanco. Y largo. Túnica. El brazo
ligeramente alzado como ordenando algo o dando un mitin. Nubes, muchas
nubes, y ángeles que le rodeaban como abejas a la miel. Supone el poeta que
tendría pies porque siempre estaba dentro de las nubes esa parte anatómica...
Ante la falta de un contacto personal, el poeta estuvo hablando con aquella
imagen unos años, rogándole, como le dijeron que hiciera, que llenara de
adelfas todo su mundo (el del poeta). Pero nada ocurría. O muy poco.
Seguramente, se dijo el poeta, si en todos los mundos de ese inmenso núcleo
residencial de veinte mil millones de años hay gente como yo haciendo lo
mismo que yo, es lógico que este Señor no tenga tiempo para todos. O para
nadie.
A sus oídos llegó entonces que Celestísimo Señor Don Dios tuvo un hijo que
vino al mundo de nuestro poeta utópico y caduco. Nadie le había dicho que
Celestísimo Señor estuviera casado pero, con el agobio que le embriagaba, no
iba ahora a detenerse en parentelas.
Quiso ver al hijo mas le apuntaron que había estado en el mundo hacía la
friolera de dos mil y pico de años. Nació, creció, habló, creó escuela y murió (lo
mataron). El poeta se asombró: cada vez que intentaba contactar con los
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dueños de las adelfas y sus semillas se topaba con miles de millones o con
miles de años.
Bien, pero tendría algún familiar, algún descendiente. No. No se casó, no tuvo
hijos, no tuvo hermanos, era hijo único, como nuestro poeta utópico y caduco,
por cierto.
Sólo dejó palabras, palabras en el aire que otros escribieron, pero no él.
Indiscutiblemente se parecía a su padre, que había hecho lo mismo, por
supuesto hacía también miles de años. Físicamente era semejante a su padre
pero con el pelo y los ojos castaños (ahora con los años, el poeta advierte que
los yanquis lo ven rubio y con ojos azules pero eso es cosa narcisista, cree).
Además, era masculinamente bello, si bien luego se enteró que otros, como
Orígenes, decían que era bajo y feo pero a nuestro poeta siempre se lo
mostraban alto y fermoso.
Confió el poeta en los intermediarios y leyó las palabras del aire. Eran algo
contradictorias pero sugestivas. También el hijo del Celestísimo Señor decía
que le hablaran desde cualquier sitio, que él escuchaba, igual que pasaba con
el padre, o que se supone que debía pasar, partiendo de lo que le habían dicho
al poeta que había dicho el padre Celestísimo.
Rogó de nuevo el poeta algunos años. Y hasta se hizo con una fotografía del
hijo del padre Celestísimo. Pero, para la bulla que corría, nada pasaba. Las
adelfas sólo crecían en unas muy pequeñas zonas. En el resto del mundo
nadie sonreía.
Como ya se sabe que el poeta conocía que tanto padre como hijo vivían en los
Cielos, el poeta trató de hablarles un poco más cerca. Lo más alto que conocía
era el alminar-torre de su ciudad. A él subía frecuentemente. Y rogaba. Hasta
que una tarde un repentino repique de campanas asustó al poeta y un golpe de
viento, allá arriba, se llevó a Los Cielos la foto del hijo del padre Celestísimo. Y
nunca bajó a la tierra.
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Fue una tarde amarga, tal vez la más amarga de su vida. Frente a palabras de
ilusión, el poeta no recibía más que distancias (en miles de años), ruidos
ensordecedores y hasta casi huracanes.
Pero le quedaron aquellas viejas (y nuevas siempre, pensaba él), palabras del
aire. Mientras existieran esas palabras existirían esperanzas para sus adelfas.
Por eso guardó las semillas en su cajón y siguió buscando algo o a alguien que
le dijera cómo sembrarlas, cómo abonar la tierra para esa labor, cómo
encontrar el agua que florecer las hiciera. No era cuestión de esperar a aquella
muerte viviente.
Así, en esta búsqueda, fue como el poeta tropezó con el viejo Sócrates, con el
viejo Hegel y, sobre todo, con el viejo Carlos, con el tito Carlos como ahora le
llama. A veces le dice: “Jodido Carlos, por qué lo has estropeado todo, por qué
nos has sacado de los sueños, por qué tú y el tito Segis nos habéis colocado
delante del espejo, aún con vuestras carencias y olvidos. Por qué has tenido
que existir, tito Carlos”.
Cómo impresionaron al poeta las palabras del viejo Sócrates. Resulta, según
supo después, que el viejo Sócrates estuvo en el mundo del poeta antes que el
hijo del padre Celestísimo y que, como éste y como su padre, también dejó en
el aire sus palabras y un discípulo de su escuela (porque también creó escuela)
las había escrito buscándolas en el aire.
El viejo Hegel habló del padre Celestísimo de otra forma no sustancialmente
muy distinta. Pero lo cierto es que lo trajo aquí, al mundo del poeta, desde ese
inmenso núcleo residencial cósmico.
Pero, ya digo, fue el viejo Carlos, a pesar de sus rabietas y sus achaques, el
que más impresionó al poeta. Cuando en un concreto instante pudo conocer su
efigie, de barba blanca y sobrio aspecto, el poeta exclamó para sus adentros:
“Éste sin duda debe ser pariente del padre Celestísimo. Alguien me ha
mentido. Celestísimo Señor Don Dios tiene un hermano que vivió aquí en mi
mundo o un hijo que oculta”.
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Porque lo cierto es que el viejo Carlos habló mucho también. Pero, para que
nadie pudiera torcer sus palabras, y aún así las tuercen, las dejó escritas. El
poeta cree sin embargo que la mayor parte de las palabras que escribió las
encontró el viejo Carlos en el aire. Las habían dejado allí el padre Celestísimo y
sus hijos Sócrates y aquel que dicen que llegó de los Cielos.
Aquellas palabras eran hermosas, pero tremendamente humanas y, por
humanas, contenían sosiego y contenían sangre. Esto último era lo que jamás
le dijeron al poeta aquellos que hacía años le habían regalado un ramal de
adelfas y unas semillas. Sólo le hablaron de sonrisas, de venturas, de muertes
vivas o vivas muertes. Pero no de sangre. Nunca le advirtieron que nada
hermoso se logra sin esfuerzos o sin lágrimas. O sin sangre. Supo por esto que
no había sido el padre Celestísimo quien ocultaba a sus parientes Sócrates o
Buda o Mahoma o Hegel o Carlos; no había sido él quien los convertía en
desconocidos, parentela pobre, ilegales hijos. No, no fue él, sino aquellos que
un lejano día, en la niñez de nuestro poeta utópico y caduco, le regalaron un
ramal de adelfas y unas semillas.
De su escondite extrajo el poeta las semillas. Entonces, cuando estaba
preparándose para la siembra, cuando ya sabía cómo cultivar la tierra para
hacerlo, descubrió que otros seres como él, mejores discípulos que él,
discípulos aventajados de todos sus maestros, ya habían realizado una parte
importante del laboreo. Habían brotado, en efecto, el sudor, las lágrimas, la
sangre. Habían brotado al final adelfas, una cierta cantidad de adelfas, que el
tiempo fue marchitando poco a poco.
Lágrimas, sangre, adelfas, que dan lugar a otras lágrimas, a otra sangre y no
sabe el poeta si a otras adelfas.
Esta es la conclusión, provisional siempre, que por ahora os puede ofrecer el
poeta utópico y caduco. Nada original, ya veis. Por eso no quería tampoco
escribir esta historia, porque está escrita en el papel, en el corazón de los seres
humanos y en el aire.
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El poeta cree que los personajes que han emergido en esta historia (y otros
muchos que ha olvidado) son humanos pero no son humanos. Por eso sus
palabras siguen en el aire y en los corazones pero no en la cotidiana realidad.
Quienes han tratado de concretarlas sí son, en efecto, totalmente humanos, y
con su condición actual han tropezado, y con la condición actual de otros
muchos seres humanos a quienes congéneres suyos llevan de la mano como
pequeñas crías humanas.
Una noche cualquiera de un día cualquiera, aunque cercano, el poeta utópico y
caduco regresó a casa melancólico. Se sentó junto a la fuente de su jardín
imaginario y, mientras veía a las estrellas asomarse, pensó en todas estas
cosas. Él no puede contarlas pero yo lo hago en su nombre. No desea hablar ni
escribir pues nada tiene que aportar ya, ahora, salvo su propio pensamiento, su
propia melancolía.
Todo lo que amó, aquello en lo que creyó, resultaron ser palabras en el aire.
Hasta sus versos se han tornado caducos y etéreos. Mas las palabras siguen
ahí, en el aire, tal vez aguardando que alguien las vuelva a recoger de nuevo y
de nuevo vuelvan a intentar concretarlas.
Piensa el poeta utópico y caduco la forma de conseguirlo. Sigue sentado junto
a la fuente de su jardín mirando, sin ver, el reflejo de las estrellas en el agua. Y,
ahora que me fijo, me doy cuenta de que sobre sus muslos descansan aquel
ramal de adelfas y aquellas semillas que le regalaron cuando era un niño
todavía.
No llevaría ni cinco minutos descansando cuando estalló sobre su cabeza una
voz tronante: “¡Tira esos ramajos, infeliz!”. El poeta, sobresaltado, preguntó:
“¿Quién es usted?” Pero la voz insistía: “¡Arroja tus adelfas a la basura porque
son basura!”. “Pero, ¿por qué?”. “Porque todo en ellas es venenoso, mortal,
quieres construir un mundo sembrando semillas venenosas”. “¿Venenosas?”.
“Sí, eso no te lo han dicho, ¿verdad?”. “No, no lo sabía”, respondió un
sorprendido poeta. Y volvió a preguntar: “Pero, ¿quién es usted?”. “Soy
Friedrich Nietzsche, y soy dinamita, todo lo que piensas son tonterías, el
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mundo debe ser transmutado”. “¿Qué dice usted? No lo entiendo”. “¡Claro que
me entiendes, debes empezar de nuevo, tira esas plantas asesinas y no te fíes
nunca de las apariencias!”.
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XLI.
Bah.
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XLII. REINICIO
“Ahora hay que empezar de nuevo. Se nos ha desplomado el alma, pulverizado
la terracota de aquellos penates que tuvimos. Hay que empezar de nuevo.
Primero la autopsia que las causas de la muerte nos descifre. Luego rehacer
nuestro aspecto, una ducha y muda limpia.
Somos los hijos de un gran derrumbe. Cantábamos canciones con la ilusión de
espantar las moscas del establo. Y el establo en él nos ha encerrado...
Hay que comenzar de nuevo. Porque todo es distinto y sin embargo es igual
todo.
Quiero descansar mientras tanto. No sé si podré hacerlo, tal vez no valga la
pena y sea mejor quedarme aquí, junto a esta fuente y sus estrellas en el agua.
Ya conozco la selección natural. Puede que la Naturaleza me haya elegido a
mí para arrojarme de su ámbito.
Pero si hay que empezar nuevamente habrá que hacerlo desde lo más hondo,
desde lo más hondo, en aquella zona de este cráter al que mis antecesores no
pudieron acceder porque se les fue el tiempo. Otro intento por arribar a lo más
profundo del alma humana. Ahí está todo escrito.
Allí está el barro que nos permitirá modelar nuevos penates o el detrito que
hiede y nada conforma.
Ramón, Ramón, anda, vamos, actúa. Sí. No. Bueno. No sé...”
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XLIII. LA VENTANA
En una ocasión el poeta utópico y caduco miraba en Cóbreces (ya sabéis qué
es Cóbreces, está atrás, atrás, en otro capítulo...) Decía que una tarde el poeta
utópico y caduco miraba en Cóbreces a través de la ventana de su habitación.
Había a lo lejos un monte y un tropel de árboles que no sabía si subían o
bajaban por la ladera. Y había un tractor con un remolque lleno de hierba verde
y un maizal y un taller de coches y ruido de coches y niños en bicicleta y
veraneantes que volvían de la playa con toallas, cubitos de arena y salitre. Y
sol.
Llovía con frecuencia y era entonces el paisaje nebuloso para, después,
volverse nítido hasta el punto de que el mar en el horizonte era una raya sólida
y rectísima, sin una bruma, sin una vacilación.
El maizal y los sauces llorosos y las higueras y los castaños…, eran los
médium que el aire utilizaba para dejarse ver tras la ventana desde donde el
poeta utópico y caduco veía pasar el tiempo.
En aquella ocasión que os narro el Tiempo miró al poeta y le dijo:
- Qué, ¿descansando?
- Pues ya ves –respondió el poeta- aquí viendo cómo pasas.
- Estás más viejo, poeta, ¿has visto las canas de tu barba?
- Lo sé y no noto mi vejez sólo en las canas de mi barba, sino en que Zipi
y Zape, aquí en este tebeo, siguen como siempre, hechos unos niños.
Con ellos no puedes, viejo.
- Les llegará su hora.
- Que te crees tú eso. Nuestra gran tragedia, Tiempo, eres tú y por eso te
negamos. Tú nos sacaste de nuestros respectivos úteros. Por eso
inventamos otros úteros y queremos ser siempre Zipi y Zape.
- Mira, no me filosofes, voy a seguir mi camino que tú lo que quieres es
entretenerme y ganarme.
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- Y qué hago si no filosofo. Ni soy el primero en decirte esto ni seré el
último.
- Cierto.
- Ni tampoco en decirte que tú también estás cada día más decrépito. ¿A
que te molesta ya la próstata, aunque sea un poquito? ¿Qué es la lluvia
ésta que cae de golpe o esos aguaceros de por ahí, sino los efectos de
tu próstata? Primero, sequía prolongada, luego, chaparronazos. Y los
ciclones, huracanes, volcanes, ¿no son eso los gases atravesados que
tienes y que, con esfuerzo, al final expulsas? Si hasta se te está yendo
el frescor de tu piel por los polos de este planeta y se te ven demasiado
las arrugas por casi todas partes.
- Deliras, poeta... Bueno, la verdad es que algo hay. Pero existen otros
lugares por ahí lejos, lejos, inimaginablemente lejos para ti, en los que
soy un bebé.
- Si tú eres un bebé yo no soy nada entonces.
- Absolutamente nada, a lo sumo una molécula.
- Algo soy pues, Tiempo.
- Hombre, algo o mucho menos que algo. La cosa está aún muy verde.
- Pues llévame allí, a ese lugar inimaginablemente lejano.
- Pero poeta, conforme yo vaya pasando, y queda la tira de mí mismo,
llegarás a ser otra molécula más y otra, y un carbonado y un
aminoácido...
- Basta, puñetas, no me cuentes ahora toda la evolución, tú llévame.
- ¿Y el útero? ¿Y cuando estés de nuevo en el útero? ¿No me has dicho
que nunca quisiste salir del útero?
- Pero no te das cuenta, Tiempo, ¿es que no piensas?, ¿es que no me
conoces, siendo mi padre y mi madre como eres?, ¿es que no te has
dado cuenta de mi desgracia? Creo que por ti no pasas tú mismo.
- ¿A qué te refieres?
- A que estoy viéndote pasar porque ya casi no me queda otra cosa mejor
que hacer y ese casi creo que es pensarte, filosofarte. No tengo nada ni
a nadie sino a ti y ahora tú me hablas de un lugar inimaginablemente
lejano donde nacer de nuevo. Eso es la otra vida, otra vez la vida,
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Tiempo, otra vez, porque Dios ya se murió, lo mataste tú mismo, con tus
propias manos, asesino. Tú fastidias y atormentas.
- Comprendo, comprendo..., pero, ¿y el útero?
- ¡Maldita sea! Cuando salga del útero ya buscaré algunas peonadas:
unos versitos, unos estudios, ensayos, mujeres, niños, coches, músicas,
lecturas, amiguetes, películas de combois, redes sociales, paisajes
verdes y olores a boñigas como ahora mismo. En fin, tú ya sabes,
ocupaciones para ir pasándote, hasta que tú dispongas y me asesines y
me lleves a otro lugar inimaginablemente lejano, en el que supongo que
también estará Dios y la filantropía y las revoluciones y todos esos
espejismos. La vida eterna, Tiempo, ETERNA.
- Conforme, conforme, he entendido, hijo. Claro, es lógico, tratándose de
ti, que quieras eso.
- Entonces, ¿hecho?
- Hecho.
- Echemos pues un cigarro pero bajo en nicotina, que con los otros te
pierdo más deprisa.
- Para, para, que tú lo que quieres es pararme para tu provecho, que ya te
lo he dicho.
- Pero, acabarás llevándome, ¿no? De aquí a allí.
- Dale Tiempo al Tiempo, que todo se andará. Ahora debo proseguir mi
camino. Hay que ver las canas que te han salido en la barba.
- Hay que ver lo que cojeas de la próstata. Y lo poco que te apareas. Aquí
en mi mundo, que es el tuyo, te apareas ya muy poco, Tiempo, apenas
engendras algo...
- Menos lo haces tú.
- Para tu desgracia y la mía, claro.
- Ya lo haremos allí donde yo soy bebé y tú molécula, poeta.
- Amén.
- Ay, qué especie la humana –se marchó diciendo el Tiempo-.
El poeta utópico y caduco sonreía al recordar esta historia que le sucedió un
verano en Cóbreces. Llevó sus ojos hasta el cielo oscuro y estrellado y le
pareció que alguien le saludaba desde algún rincón lejanísimo. Tal vez fuera
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Dios o León Felipe que tenía a las estrellas por ventanas del cielo. Luego
exclamó: “¡Cuentos!”, y volvió a mirar el agua de la fuente de su jardín. Cada
vez le parecía más inevitable llamar al tío Segis, cada vez era más necesario
hablar con él.
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XLIV. EL POETA UTÓPICO Y CADUCO VUELVE A DARSE
CABEZAZOS CONTRA EL MURO DE SUS LAMENTACIONES
PORQUE SE HA CAÍDO EL MURO DE SUS ILUSIONES
“No era mala tu intención, Vladimir Ilich. Hiciste lo que tenías que hacer:
arreglaste el desaguisado mundo en los papeles, en tus papeles, Vladimir Ilich,
y después trataste de pasar a la práctica, sin demasiado convencimiento, eso
es verdad.
La realidad vino más tarde, ¿verdad Vladimir Ilich que irrumpió más tarde? Y
aún llegó más la realidad cuando te dio por morirte y te hicieron momia. Pero tú
tranquilo, Vladimir, que hiciste lo que debías.
El mundo está ya arreglado desde hace miles de años. En la piedra, en el
código de Hammurabi, en los papeles y en el pensamiento. Desde un chamán
cualquiera al tito Carlos, pasando por un profeta judío, un presocrático, un
druida, o un cura de barrio, todos, Valdimir, todos tienen el mundo arreglado en
su mollera y en sus papeles. Los de las levitaciones, los de la meditación
trascendental, la tranquilidad de espíritu, el crecimiento personal, la sanación,
la auto-sanación, los libros de autoayuda...
Qué bonito, ¿verdad Vladimir que es bonito? Hasta los liberales y los
conservadores y los mencheviques tuyos (que tú aguantaste) y los sociatas
míos... ¡Qué hermosura en sus discursos, qué esperanza, qué placidez, qué
cadencia en sus voces!
Pero qué tendrá el mundo, Vladimir, que cuando uno ha terminado de pensar y
de escribir sobre la camilla de su casa, con los pies calentitos por el brasero,
las piernas cubiertas por las enagüillas y hasta alguna nota musical de fondo,
cuando uno acaba su tarea mística y se levanta y abre la puerta para salir a la
calle, el mundo, que estaba a todo ajeno, te da una bofetada gélida, pútrida,
sangrante, y entonces o agarras la armadura y arreas o te vas otra vez
acongojado a la camilla.
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No, Vladimir, si lo tuyo estaba bien, era lo correcto. Pero tú eras distinto,
Vladimir, como han sido distintos tantos y tantos. Tú eras como de otro planeta
o, al menos, de otro momento planetario-terrícola.
Tú te pusiste la armadura, como nuestro don Alonso Quijano, y muchos otros
se la enfrascaron contigo (yo incluido, Vladimir). Mas luego, en una playa
cualquiera, de una Barcina cualquiera, el caballero blanco de la Historia nos
hizo morder la arena y el salitre y nos cortamos los labios con las cáscaras de
las almejas y se nos atoró la boca y la nariz con las algas que yacían en la
playa.
Pero lo intentamos, Vladimir, y, como somos humanos, el asunto no nos ha ido
bien. Ahora regresamos a casa con la armadura abollada, el yelmo en una
mano y la garrancha en la otra. Después de tantas batallas, Vladimir, te
confieso que estoy bastante mustio; aspiré a enmendar entuertos y los molinos
de viento de la Historia me han volteado. ¿Qué queremos demostrar?, ¿qué
queremos demostrarnos?
Estoy ahora tristón, Vladimir, muy tristón, impresentable, porque he llorado y
tengo mocos y, para colmo, se me ha desbocado el rimel y, como tengo este
estado de ánimo, no he podido ni siquiera ir a la peluquería. Estoy aquí, en un
jardín imaginario de una casa imaginaria, mirando una fuente en cuya agua
unas estrellas se reflejan.
Escucha, Vladimir, escucha esta canción de Neil Diamond, es un americano o
canadiense o inglés (yo qué sé), es una canción que la compuso él y un
francés, el bendito Gilbert Becaud que vivía en un barco atracado en el río
Sena, en París. Se llama September Morn, en inglés, ¿eh?, te lo digo en inglés,
porque como ha ganado en la partida de la Historia el liberalismo y el
liberalismo es cosa anglosajona pues te la pronuncio en inglés. Pero es
hermosa, una mañana de septiembre, eso, Vladimir, es lo que ahora
esperamos todos. Porque yo, Vladimir, aunque me esté feo decirlo por aquello
de la idolatría y el culto a la personalidad, tengo en mi casa una maceta y en la
maceta he sembrado unos pelos de tu perilla casi eterna, y los estoy regando
105
con todas mis lágrimas, y en esa misma maceta he sembrado unos cabellos de
Jesús de Nazaret y de Sócrates y de Lao Tse y hasta de Espartaco y de Juan
Wicliff y de Juan Hus y de Arnaldo de Brescia, y los estoy alimentando con las
lágrimas de todos los otros perdedores que en el mundo han sido, son y serán.
Y que sepas, Vladimir, que esto lo hago por ver si algún día empieza a brotar
algo que se esparza por ahí como esas imágenes y esas palabras invisibles
que llevan por todas partes las ondas hertzianas y los satélites artificiales. Por
si algún día nos toca a nosotros ganar la partida y podemos, al fin, contemplar
una pulcra y sobria mañana de septiembre, en medio del placentero silencio y
en medio de la paz de un ámbito tan diáfano como una jornada de otoño de
septiembre en la cima de su esplendor.
Para allá arriba, hacia aquellas estrellas que se reflejan en mi jardín, te envío
este pensamiento. Cuéntaselo al tito Carlos y dale un beso de mi parte. Todo
esto, ya lo sabes, te lo mando en el umbral del año 2000 y lo repaso en el
segundo decenio del siglo, cuando lo que tú empezaste a construir es pura
ruina... por ahora, y algunos ilusos creen haber vencido aunque, en realidad,
hemos sido todos los perdedores. Todo esto te lo envío constatándote que,
amén de un poeta utópico y caduco, me dicen que es caduca y utópica toda mi
persona. Qué sabrán los pobres. Yo soy únicamente yo a pesar de mí mismo”.
106
XLV. ESCENA O ACTO DEL EPITAFIO QUE TIENE LUGAR EN
EL PALACIO DE INVIERNO LA NOCHEBUENA DEL AÑO 1991
DESPUÉS DE CRISTO O EN EL AÑO 37 DESPUÉS DEL
NACIMIENTO DEL POETA UTÓPICO Y CADUCO (RESUMEN)
Oíd, aldeanos, esta historia que el poeta utópico y caduco desea que os
cuente. En una estancia del Palacio de Invierno, concretamente en los
aposentos del rey URSS, están doña China, la reina, don Ramón, el juglar
sabio y consejero de ambos, y otros cortesanos, como el Duque de Cuba, el
Marqués de Vietnam, el Prefecto de Corea o el Virrey de Nicaragua en el exilio,
etc.
DON RAMÓN.- (a su Majestad la reina China).- Alteza, su Majestad, el Rey,
ha muerto.
DOÑA CHINA.- No, don Ramón, erráis, su Majestad tan sólo duerme.
DON RAMÓN.- (Con visibles lágrimas en los ojos dirigiéndose a todos los
presentes).- Señores, Excelencias, su Majestad, el rey
URSS, ha muerto, ¡Viva el Rey!
TODOS.- ¡Viva!
DON RAMÓN.- Señores, con él muere su doctrina comunista de hermandad.
¡Viva el comunismo!
TODOS.- ¡Viva!
DOÑA CHINA.- Os equivocáis, su Majestad el Rey URSS no ha muerto, sólo
duerme. Su Majestad no puede morir aunque lo desee
porque no le es posible.
TODOS.- ¡Amén, Alteza!
DON RAMÓN.- (en voz baja).- Ídem, poned el despertador, que suene
cuando llegue la matinada.
107
XLVI. LA MONOMULTITUD
“Es cierto, es muy cierto, en este jardín, junto a esta fontana y sus estrellas en
el agua, no hay nadie sino únicamente yo. Todo me lo han hurtado. Sólo yo
resto. Y aún me parece que soy demasiada gente. Demasiada. Debería llamar
al tío Segis”.
108
XLVII. EL POETA UTÓPICO Y CADUCO VUELVE A PENSAR EN
LO DE SIEMPRE, ESTA VEZ RECORDANDO A TORO SENTADO
Y A CABALLO LOCO
Miró Toro Sentado hacia la Montaña donde reposaban las Espíritus de su
Pueblo y, llorando, pensaba:
“Nuestros prados son menos verdes cada Luna, los bisontes huyen o mueren y
con ellos mi gente se extingue. Pronto a ti también, Montaña, no te
contemplarán más mis ojos de extenuado guerrero. En tu vientre penetrarán
falos destructivos, explosión y fuego que te harán estallar como a una barriga
preñada que esparcirá a las nubes miles de años de savia y misterio”.
Caballo Loco, reclinado en un árbol a la orilla de la ribera que junto a su tribu
descansa, se decía a sí mismo:
“Daría mi teepid, mi carcaj, mi arco, mi lanza, mi aire, por que las mujeres de mi
Pueblo volvieran a tener ganas de parir. Y por que los niños de mi Pueblo
rieran en paz en su tierra y destrozaran sus armas; y por que los guerreros
jóvenes desterraran su indolencia.
Daría mi vida y mataría por todo ello. Lo haría aunque el hombre blanco me
llame con esa palabra tan sublime que él ha mancillado con su intención y con
su lengua: demagogo”.
Os recuerdo ahora, Toro Sentado y Caballo Loco, pues yo soy hijo de Don
Alonso Quijano, hermano vuestro en los siglos.
Y porque he devenido en una pequeña brizna de vosotros. La casa donde nací
la han derribado. Mi mente disolvió los espíritus de mi edad guerrera y allanó lo
que un día fue montaña altiva.
109
Por lo demás, ya veis ahora, mi tiempo me ha hurtado parnasos y penates: qué
deprisa ha ocurrido todo, está todo ocurriendo. ¡Cómo destruye esta vida que
vida otorga!
Salud, viejos caudillos, soy como vosotros. No soy un hombre blanco. Mirad la
piel de mi rostro. Es rojiza, como mi alma, como vuestra epidermis y vuestros
pensamientos.
110
XLVIII. FIERAMENTE HUMANO (Y UFANO)
“Pero nunca me hurtarán esos instantes, cuando estoy sintiéndote, mujer de
infinitos cuerpos. Nunca se llevará nadie las miradas que yo he mirado, todas
esas miradas que, con caricias, procuraban penetrarme.
No me quitará nadie el paso de mi mano por todos los rostros de las mujeres
que he amado y que me han amado, es decir, ese paseo de la palma de mi
mano que siempre di por la cara de una mujer para, en realidad, amarme a mí
mismo.
Ven tú, Lucifer, o tú, Tomás el Apóstol, que deseaste introducir tu mano en las
llagas de Cristo; ven tú, Judas Iscariote, ven, maldito León Felipe, y tú también,
Friedrich, venid todos los que quisisteis ser vosotros mismos y por ello os
arrojaron al estercolero de la Historia, venid porque es el estiércol quien
alimenta la vida, venid y traed el documento que preciso ahora. Lo firmaré
presto: tres siglos más de vida, prorrogables.
No os venderé a cambio mi alma porque mi alma ya es vuestra. ¿Adónde iría
mi alma sino a vosotros?
Nadie me robará la placentera melancolía que me hace llorar y me avisa de
que aún vivo. Nadie el ansia de saber y explorar mi aire y mi alma. Nadie la
convicción por destrozar –tarde o temprano- lo que mi propio avance obstruya.
Sí, yo soy el centro y mi propio centro, yo lo soy. Puedo estar aquí, sentado en
el jardín de mi casa, viendo reflejarse en el agua a las estrellas, puedo estar
coyunturalmente derruido, pueden abatirme el cerebro y su espíritu, pero no
pueden destruirme, creo.
El mundo, este mundo todo, es mío, vuestro. No debemos tener prisa. Sólo
observar, deducir, para vibrar en el justo amanecer y entonar nuestra canción
de esperanza y trueno.
111
Así pienso en esta hora. Y no soy un sauro, os lo advierto y afirmo. Soy
fieramente humano. Aspiro a ser el que llevo escrito en alguna parte de mis
vísceras. Por eso pienso y siento y lloro y río-ja (buen vino aunque áspero). Por
eso tengo aquí, sobre mi mesa, las piezas de mi erario que ya antes os he
mentado.
Nadie me las hurtará nunca. Me las llevaré conmigo. Nadie, excepto tal vez
quien llegue a conocer mi pensar y otro pensar le siembre para acompañarle.
He dicho”.
112
XLIX. EL HIJO DE LA NIEVE
Así es como voy dando fin a estas líneas. Antes os diré, por expreso deseo del
poeta, que él es hijo de la nieve. Nació en una ciudad en la que casi nunca
nieva, una calurosa ciudad del sur que puede ahogarse en el magma de su
indolencia. Un escritor de esa ciudad parió un libro llamado algo así como
divagando o paseando por la ciudad de la gracia. Pero olvidó completar el
título: “Divagando por la ciudad de la gracia aparente”.
Es una ciudad a la que se le paró el reloj en el siglo XVII. Por tanto, en el fondo
tal para cual: un poeta caduco para una ciudad caduca. La caducidad del poeta
está viva, la de su ciudad tiene miedo, mucho miedo, y lucha consigo misma
entre palmas, viejas costumbres y nuevos siglos. La rigieron caballeros sin
caballo (alguno queda) y cuando ha tratado o trata de ser libre, los caballeros
castigaron el empeño con golpes, disparos y cañonazos. O, aún, con silencios
e invisibles listas negras. Cada vez quedan menos pero los cascos de sus
caballos despiden demasiado estruendo y mal olor.
Nuestro poeta se sitúa de frente ante el hurto de sus penates. Y mira cara a
cara el delito. Se cae y alza de nuevo su alma y su intelecto. Pero su ciudad es
cobarde y cuando llega el viento de la Historia y su razón, tiembla, se oculta en
fantasías, en tótem y tabúes, olvida, silencia, silba mirando al cielo y dice que
reza y baila. Es sabia, sí, una sabiduría timorata que, en su esencia, esclaviza;
una sabiduría inmediata. Porque la sabiduría auténtica es como extraer
lentamente del alma una larga espina o un alfanje. Aún así, esta sabiduría
verdadera hace siglos que a un tiempo la perdió y la conserva la ciudad del
poeta utópico y caduco. Ahora desea resucitarla.
En esta ciudad nevó un mes de febrero por última vez. Pero ni aquella nevada
refrescó las mentes de sus habitantes que suelen contentarse con cualquier
algarabía y, por lo general, destierran a los disidentes por decenios o siglos
para después –cuando no hay peligro de quebrantar órdenes- homenajearlos.
Este mismo libro les parecerá infernal, detestable. Y lo es. Pero es sincero,
113
crudo y cálido a un tiempo. Por fortuna, cada vez son más lúcidos los vecinos
de la ciudad de la que trato. Algunos lo amarán. En noviembre nació nuestro
poeta utópico y caduco. Por eso piensa que es hijo de la nieve, que tiene su
alma quemante, como la nieve, pero no la frialdad de la nieve. El hijo de la
nieve fue engendrado durante un febrero nevado y abrió sus ojos al mundo en
el mes de noviembre posterior.
Aquella nieve fue más cálida que su ciudad. La una es madre, la otra
madrastra. Pero ambas se ubican en el mismo lugar: el amor y el odio. La
historia no es nueva, ya le ha ocurrido a otros. Queda sin embargo la
esperanza de un cambio: lo nuevo arrinconando poco a poco al temor a la
libertad y a la ignorancia; la esperanza en una gran ciudad donde su ruido y las
pisadas de sus habitantes dejen en un rincón, tras un escaparate, tan sólo
como algo pintoresco, todo aquello que sea refugio de cobardes, mediocres y
logreros. La simbiosis entre todas las sabidurías de todos los tiempos.
114
L. LA RECAÍDA
El poeta tiene claro que la Humanidad está luchando siempre por ser ella
misma o un reflejo de cuentos e invenciones. Y que él está inmerso en esa
lucha. Simplificando el tema, la gente se divide entre quienes hacen y dicen lo
que les dicen y entre quienes hacen o tratan de hacer lo que ellos mismos
desean.
Nuestro poeta, aunque utópico y caduco, ya no es un filántropo. O mejor dicho,
nunca lo fue y él creía que lo era. No cree en la plebe, sobre todo en la
occidental, troceada y aderezada artificialmente con espectáculos
audiovisuales; engordada en los laboratorios del Gran Hermano que todo lo ve.
La plebe sólo encuentra su identidad en el hambre, el frío o el miedo. Toda la
tarea que el poeta puede desarrollar la desarrolla en su propio provecho y en
pro de los que, como él, sienten y comprenden la existencia. La plebe se
beneficiará de este despotismo ilustrado.
La evolución histórica consiste en dos o más minorías esenciales, más o
menos amplias, que pugnan, y una masa que bascula. Las diferencias las
concretan las minorías: la plebe o las plebes (los públicos, dicen los cultos) se
convierten a veces en mitos, meros instrumentos de equilibrio aparente,
superficial. Comprender esto ha sido trágico y desesperante para nuestro
poeta. Sólo queda saber si es posible madurar colectivamente igual que de
forma individual puede madurar y tornarse sabia una persona. Pero algo
madura bajo determinados mimos y aún así no hay seguridad de nada.
He aquí la espiral de la locura, lo que hace que, cuando se desfallece ante ella,
se recurra a los penates perdidos.
Pensó cierta noche el poeta:
- ¿Dios ha muerto?
115
- Sí –se respondía-. Lo que ves ahora no son sino fulgores de su muerte.
Dios es una supernova. Cada cual se inventa su Dios porque en verdad
ha muerto.
- ¿No veré nunca más a mi padre?
- No.
- ¿Y todo lo que aún debo decirle?
- Ponlo en un papel o en un ordenador.
- ¿Tampoco sabré más de las cosas del tío Carlos y del tío Vladimir?
- Puede que no, puede que no tengas tiempo ni tú ni nadie, puede que se
equivocaran en el punto de partida. Y no haya tiempo para más.
- Entonces debo hablar con el tío Segis. Miraré a Ilema y a Sara y a la
pequeña Laura mientras duermen (no os dijo el poeta que después de
Arborto nació Laura, regordeta y culina), eso me consuela y me
tranquiliza. Escucharé a San Kitaro Bendito y a Lennon, Paul, George,
Ringo, pero desde luego he de hablar con el tío Segis. Aunque ya me
dijo Tiempo que a lo mejor me hacía nacer de nuevo muy lejos, por ahí,
lejos, lejos.
116
LI. PALABRAS PARA LAURA
Te preguntarás, Laura, quién es tu padre, quién fue tu padre. Ya lo ves en este
libro: el vértigo, la inmadurez permanente, la búsqueda, el cazador sin presa
que cazar. Como le ha ocurrido a tantas especies de animales, el hombre, con
su actividad, ha mermado o arrebatado su alimento y tiene que buscarlo dentro
de sí o en otros territorios porque su mundo, su entorno, se desvanecen.
Por eso no te ha atendido todo lo que mereces, ni a ti ni a tantas otras
personas que lo requieren pero tú le dueles mucho más, yo lo sé, ni siquiera se
ha atrevido a dictarme estas líneas, no puede, se siente culpable por haberte
abandonado tanto cuando tanto lo necesitabas. Y se siente cansado. Tu padre
busca barrer su propia casa para poder ayudar a barrer la de los demás. Cree
que no puede ayudar a nadie si no se ha ayudado primero a sí mismo y no se
ha aclarado las cosas.
Tu padre ve el mundo con un optimismo pesimista, le gusta y le repele a un
tiempo y no quiere dar la impresión de ser lo que es o lo que dice que es: un
poeta utópico y caduco, un profesor utópico y caduco, un padre utópico y
caduco. Aunque le digan lo contrario y se lo demuestren, tal vez él no se baje
de su burro. Es testarudo y orgulloso. Tu padre comprende el mundo pero no lo
acepta, tu padre sabe que es mejor que su mundo pero no desea admitirlo
porque todos, cuando vamos creciendo, necesitamos afirmar que cualquier
tiempo pasado fue mejor para poder seguir existiendo con un sentido razonable
y una seña de identidad.
Tu padre no sabe qué saldrá de este mundo y tampoco le importa demasiado.
Creyó en un mundo justo, pensó que su creencia y que su convencimiento eran
traspasables a todos los seres humanos. Y se confundió. O va por delante de
los seres humanos o va por detrás pero se confundió.
Eso sí, sigue creyendo que la razón suprema de vivir es echarle una mano a
los demás mientras no lo tomen por tonto; sigue creyendo que se vive para
117
conocer, para el conocimiento, para la creación, para la satisfacción de uno
mismo en tanto en cuanto sirve a los demás y con ello a él y a su ego. Esto es
una sana ambición y es al final uno de los motivos por los que se levantará de
su postración y se echará a la calle a morir viviendo. Está convencido de que
hay que actuar como un gato: runruneando si te tratan bien o lanzando un
zarpazo si te están jodiendo o lo intentan. Se siente un ser utópico y caduco
pero no un gilipollas.
Tu padre, Laura, vive en el ruido continuo y por eso necesita paz y necesita
enamorarse de varias cosas y personas a la vez: es el eterno insatisfecho,
observa tantos factores atractivos a su alrededor que los desea todos, lo que
sucede es que selecciona y se queda con dos o tres. A los demás los mira
anhelante. Tu padre es, a la vez, un adulto y un niño hijo único.
Tu padre te recuerda con tus mofletes, con tus pelos rubios, con tus palabras
recién estrenadas, con tus ingenios, con tu querer ser tú misma, con tus crisis,
con tus enfados, con tus triunfos… Y todo lo ama, todo eres tú y por eso lo ama
todo. No creas que porque lo veas así, encerrado, loco, triste, alegre, no sabe
que tú existes, es que su forma de querer es silenciosa, como clandestina, pero
te lleva dentro como a Sara, como vosotras lo lleváis a él sin más remedio.
Para vuestra suerte y para vuestra desgracia.
Tu padre cree que, a estas alturas de su vida, no tiene que demostrarle nada a
nadie menos a sí mismo y que la mujer del César no tiene que aparentar ser
honesta sino serlo y ya está, lo demás es problema de los otros, de la torpeza
de los otros, de la superficialidad de los otros. Sé que en esto puede que esté
especialmente equivocado pero así es tu padre, quien, a pesar de todo, se
educa de forma continua y no se cierra a casi nada.
He escrito esto sin que él me lo diga aunque sé que no le importa. Voy ahora a
avisar al tío Segis, quiere ver al tío Segis porque nunca acaba de encontrarse
consigo mismo, ya sabes. El tío Segis diría que tu padre es una mezcla de
personalidad erótica y narcisista pero que todo esto lo ha llevado a ser algo
paranoico y bastante neurótico. Lo cierto es que tu padre tiene un inmenso
118
mundo interior, rico e inexplorado –en el que estás tú en primer plano- que tal
vez jamás nadie conozca, ni él mismo, para su propia desgracia. A fin de
cuentas, ¿quién llega a conocerse de verdad? Nadie o muy pocos y algunos de
los pocos que afirman conocerse en realidad han caído en un delirio con el que
a veces se engañan, a veces engañan a los demás o ambos extremos. Me
parece que esto también lo aprobaría el tío Segis.
119
LII. EL TÍO SEGIS
- Tío Segis –pensaba el poeta- toma nota de lo que quiero decirte.
- Tienes la mente en blanco, hijo, sin duda estás deprimido.
- No, no tengo la mente en blanco. Escucha: Estoqui res pinte colinio
asclétido colapsado interregno cronológico ante el fatal catalizador de la
intemperie. Estimo esencial la calidad intrínseca de lo escatológico
totémico. Bum, o no, tranquilamente todo marchando. O Bum. Y quark,
etcétera, etcétera. Adenina, guanina, citosina y timina (ADN); adenina,
guanina, citosina y uracilo (ARN). Diez mil millones de neuronas
encendiendo bombillas. Pero no sé dónde está el interruptor, tío Segis.
Dame una chispa y se iluminarán mis lóbulos.
- ¿Algo más, hijo, aparte de esa parrafada? Me recuerdas a Cantinflas.
- Sí, que algún día ordenaré todo esto. Que odio a los tenderos que
levantaron mi mundo porque lo están hundiendo. Son plebeyos llegados
a más. No tienen entendederas más allá de una caja registradora.
- ¿Has concluido?
- No. Hay que eliminar esas entendederas inmaduras. Estoy acostado con
niños y se han defecado en mí. La madurez es la autosatisfacción sin
cajas registradoras. ¿Diagnóstico, tío Segis?
- Helo aquí: toda la Humanidad está loca menos tú y los que son
semejantes a ti. Tú comes, a los demás les dan de comer. Tú piensas y
te opones a ti mismo, te juzgas y eso tiene un precio.
- ¿Cuál, Segis?
120
- Como mal menor, la neurosis. Ese es el coste de ser libre, de luchar
contra la inmadurez.
- ¿Quién podría curarme?
- Tal vez tú, tal vez el tiempo o Tiempo. O un cura. Pero tómate estos
fármacos. Te aliviarán.
121
LIII. EL CURA
- Padre –pensaba de nuevo el poeta utópico y caduco-, vengo a que me
devuelva la ilusión que usted me dio hace muchos años.
- ¿Quién te la ha quitado?
- Yo. Y la Historia.
- Hijo, has de pensar que nosotros vivimos de ti, de tu sentir, y que Dios
vive de tu sangre y otros seres humanos de la sangre de Dios.
- Dios es la muerte y yo quiero vivir, esto me gusta. Yo quiero ser yo.
- Entonces nada puedo hacer por ti. El precio de la felicidad terrena para
conseguir la Felicidad Eterna es la estupidez.
- No me interesa esa mercancía. Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
- Yo también estoy concebido sin pecado. Quiero un Dios de la Vida,
padre.
- Si te lo pudiera dar, hijo, te lo daría, pero entonces nosotros tendríamos
que morir.
- Pues ya va siendo hora de que mueran ustedes, padre, Dios está
esperándolo y esperándoles a ustedes.
- Tal vez tengas razón, hijo, tal vez, pero no nos juzgues mal, también
somos humanos.
- Pero así es la Historia, padre.
- Tal vez. Mas no olvides que en el principio fue el caos y que ahora es el
caos, todo es caos entre nosotros. El caos llega hasta la sociedad
misma. Gracias al caos hay orden y dominio.
- En eso estoy de acuerdo con usted. Por eso quiero el desorden, el caos
en el caos. Y para eso necesito mi ilusión. Gracias por su sinceridad.
- De nada. Y no olvides que somos humanos.
- Yo también lo soy. Pero nada importante se logra sin sangre, sin sudor,
sin lágrimas, sin placer.
- Lo sé de sobra como lo saben bastantes de mis colegas que no son
cobardes como lo soy yo y los de mi mismo proceder. Vete y que todo
122
siga su curso: el tuyo o el mío. Pero no olvides que la gente también es
cobarde, fracasarás.
- Lo veremos. La gente no me va a dar el aprobado, quiero dármelo yo.
Eso es lo que más me importa.
123
LIV. CASI EPÍLOGO
Esto se acaba. He aquí lo que comienzan a ser las últimas palabras del poeta
utópico y caduco:
“Escribiré lo que tenga que escribir; haré lo que tenga que hacer. A eso he
venido. Soy desdichadamente feliz. En vez de una, como Charles Foster Kane-
Hearst, os dejaré dos palabras misteriosas: Coldbird y Tramalón, Tramalón y
Coldbird. No son tan difíciles de encontrar como “Rosebud”.
El poeta utópico y caduco no tiene más que decir aunque tenga tanto que
hacer y que decir. Está inquieto, confundido, se siente inocente y culpable de
todo y de nada. No tiene miedo de nada, nada y todo le dan miedo. Pero debe
seguir adelante, él no es el agua inmóvil de la fuente de su jardín. Debe seguir
adelante, hasta las estrellas que ha estado mirando y que parecen flotar en ese
agua se lo están diciendo, guiñándole un ojo. Debe proseguir, pero siempre,
siempre, se acordará de Tramalón. “Sí, querido Nietzsche, vivir, aunque sea
aquí y en esto, es apasionante. Soy la vanguardia de la inmadurez, el menos
lesivo de los seres humanos, excluyendo a todos los demás”.
Bien, ahora supongo que habrá terminado. Le ha dado un palmetazo al agua
estática de la fuente y las estrellas han estallado como en un cataclismo
cósmico. Luego se ha levantado. Creo que ha ido al frigorífico a por un vaso de
gazpacho. Lo que yo dije, era una melancolía coyuntural..., hasta que irrumpa
la próxima. ¡Incansable ciclotímico! Lo quiero. Le quiero. (Este hombre siempre
tan bodoque con leísmos y loísmos. Se confunde, me confunde a mí, por
consiguiente):
- Eh, Ilema, Sara, Laura, despertad, oídme todas, y oídme todos, todos,
oídme todos: Coldbird está en Tramalón, allí está Coldbird, en Tramalón.
Y Tramalón está en Coldbird, claro.
124
LV. SE ACABÓ
“Eh, tú”, me dijo después otro día el poeta. “Despierta y escribe. Toma nota.
Llama al tío Segis, que venga el tío Segis”. Yo obedecí, y el tío Segis, con su
paciencia y sabiduría, vino a ver al poeta.
- Tío Segis, he estado en un pueblo pequeñito donde casi siempre está
lloviendo o lo envuelve la bruma. Pero ese día hacía un sol radiante. Me
he sentado en su parte más céntrica, junto a una iglesia y un tejo. El
único sonido que llegaba hasta mí eran los cencerros del ganado
esparcido por unas laderas inmensas y verdes.
- Sigue.
- Dos o tres días antes me había sentado frente al mar, en una piedra de
un acantilado. También resplandecía el sol y era una luz exacta, ni fuerte
ni molesta. Era exacta. Nunca vi una raya tan recta como la de aquel
horizonte. Ni tan sobria.
- ¿Y?
- Que el mar me habló, yo creo que el mar me habló. O mejor, me habló la
mar. La mar es como una mujer seductora. Me dijo: “No hables ahora,
no pienses ahora, porque tu voz y tu pensamiento los tengo yo, yo los
tengo ahora. Así que es inútil que intentes hablar o pensar, porque no
tienes voz, no tienes pensamientos: tú sólo mírame y escúchame. Ahora
me perteneces”. Y era verdad, tío Segis, no podía ni pensar. Pasados
unos minutos, la mar se dejó poseer por el viento y lanzó una enorme
ola que se hizo trizas contra el acantilado y yo desperté de aquella
seducción. Con la ola gigantesca la mar me devolvió mi pensar y mi
habla.
- Pero por qué me has llamado en realidad, ¿qué quieres decirme?
- Que tal vez nada valga la pena, que yo quiero sentir cómo me envuelve
la vida pero despacito, como me pasó en el pueblo y frente al mar. Que
quiero ocultarme en Tramalón.
- ¿Estás seguro?
- No.
125
- El mundo está deprimido, confundido, desesperado incluso, y tú con él.
¿Te dice algo tu intuición?
- Sí, que he de seguir adelante y destrozarme como una ola o superar el
roquedal. Siempre hay una parte de la ola que supera el roquedal. Y otra
parte que lo va hiriendo de muerte. Que no es mi voz y mi pensamiento
los que deben estar en la mar; la mar es la que debe ocupar mi mente y
pertenecerme. Y que en cualquier caso, siempre el pueblecito, y la mar,
y Tramalón, y Coldbird, me estarán esperando para curar mis heridas y
poco a poco verme morir en paz, en la paz de la resignación, con el
placer de la melancolía.
- Tú lo has dicho, pequeño saltamontes. Vive pues según esas premisas.
Así creyó el poeta, y yo también, que concluía su crisis. Pero una voz sonó con
fuerza:
- ¡Y todo para esto! –dijo-. No está mal, pero creo que se está
autoconsolando, que no tiene arrestos, es un nostálgico.
- ¿Quién eres? ¿Quién es éste, tío Segis?, -preguntó el poeta-.
- Es Nietzsche, hijo, al que ya has mentado antes.
- Me lo temía, tío Segis. Nietzsche, tu genio y tu enfermedad te han
desquiciado. Ya Unamuno dijo que estabas así porque querías ser Dios
o el Nazareno. Y no lo eres.
- Unamuno era un débil igual que tú o parecido –respondió Nietzsche-.
- Qué sabrás tú de mí, teorético –espetó el poeta-.
- Basta –terció el tío Segis-. Friedrich, deja el final como estaba,
¿puedes?
- Podría –dijo Nietzsche- pero tapándome la nariz.
- Entonces, hijo –añadió el tío Segis- procede según las premisas
anteriores.
Quedó el poeta pensativo. Tantos personajes, tantas historias, tantos versitos,
tantas reflexiones. No pocos de los personajes que nacieron de su melancolía
no entendían lo que había sucedido. Y esto no lo sé seguro pero creo que
nuestro poeta tampoco. Sin embargo, regresó a su itinerario y ahora va de su
126
corazón a sus asuntos buscando a alguien que le alegre los oídos, como
cuando era pequeño y le decían que era más bonito que un San Luis. Todo el
mundo aguarda lo mismo. Por eso su historia no es más que un objeto
perfectamente inútil, personal, intransferible, terapéutico, que ya a nadie
interesa. Es una idea insegura y, para algunos, blasfema, palpitando en un
cerebro. Pero es también parte de la canción y de la sinfonía que ha venido a
interpretar.
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LVI. UNA ROSA EN EL DESIERTO
El poeta utópico y caduco sintió que la vida no acababa a pesar de que la suya
ya estaba casi muerta. Como Unamuno, sabía que habían vencido pero que no
habían convencido. En el fondo, pensaba, como Cioran, que la mayor
desgracia es la de haber nacido pero, como Cioran, buscó en la escritura su
lenitivo.
Recuperó poco a poco su instinto cazador, quiso nacer de nuevo, como le pasó
a su amigo Emilio Durán, y lo intentó. Y logró nacer. Tiene ahora menos de tres
años y aún se levanta ante él un mundo inexplorado. Por ese mundo vale la
pena vivir y morir. Se intuye cómo es, pero debe ser vivido o puede uno
regresar a sus entrañas, muriendo, completando el ciclo de la vida.
El poeta utópico y caduco extendió su red y salió a pescar, limpió su fusil y se
fue a cazar. Y se fue a la guerra. Y se fue a descubrir nuevos mundos. Su
mano estaba tendida y su mente abierta. Cuando se hallaba en un desierto del
norte de México que está partido en dos por las fronteras que los seres
humanos implantan a la naturaleza, encontró una rosa en su arena caliente y
huidiza. Se sentó a mirarla y sintió que la rosa lo miraba a él.
El poeta se enamoró de aquella rosa y decidió robársela al desierto, cuidarla,
hablarle, regarla con su agua, acomodarla en sus cuencos.
La rosa crecía, no se marchitaba, le regalaba al poeta su presencia, su frescor,
su cuerpo de pétalos curtidos por el quemante sol de aquel desierto; su mente
a la vez frágil y poderosa, nacida y crecida a golpes de calor y de frío.
La rosa y el poeta se dieron energía mutua. El poeta era un guerrero, la rosa
una india guerrillera, un caudillo sin tribu que cree que en algún lado puede
encontrarse su tribu, desamparada, esquilmada, esperando el beso de nieve y
fuego de la rosa para que despierte, se alce y siga adelante, a ser lo que fue.
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El poeta no espera ya tanto de la vida, la rosa tampoco pero sabe que es peor
permanecer en un cuenco de agua fresca, escuchando las palabras de su
amado, a pesar de que todavía las precise.
La rosa estima que ha venido al mundo a intentar cumplir una misión. Y se
siente con fuerzas para hacerlo, ahora que la mano inesperada del poeta
utópico y caduco la acarició, se la llevó consigo y la colmó de dicha y de dolor y
le mostró el rostro del mundo.
La rosa cree que debe partir aunque no lo desee. Y el poeta utópico y caduco -
egoísta como todo poeta- advierte, muy a su pesar, que la rosa puede ya volar
sola, que su presencia y sus palabras aún tienen utilidad pero que también
pueden ser dichas a distancia, con el pensamiento, a través del aire.
El poeta deja marchar a la rosa que regresa a su desierto en busca de su gente
y de su lugar. Desea tornarlo en vergel aunque no sabe si lo logrará. Es
escéptica porque es sabia; nació y creció de prisa y por accidente: en un
desierto.
El poeta supone que amar es poseer pero también renunciar a aquello que se
ama. Y cada cual, la rosa y el poeta, se van por su sendero, a sumergirse en
sus respectivos desiertos.
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LVII. CUÁNTO PENAR PARA MORIRSE UNO
El poeta utópico y caduco escribe un correo electrónico a su amada Rosalba,
que anda por allá por Cuauhtémoc, en el norte de México y, con lágrimas en
los ojos, a un tiempo melancólicas y alegres, le dice:
Mí amada Rosalba:
Escucho el CD de Joan Manuel Serrat dedicado a la poesía de Miguel
Hernández. Hace muchos años que lo editó, me eduqué con este disco, entre
otros muchos discos, revistas y libros que buscábamos en la España cerrada
de Franco. Nos buscábamos la vida para seguir adelante y no morir en vida ni
intelectual ni espiritualmente, como en la Edad Media, donde la gente de
vanguardia seguía investigando, pensando por sí misma, a pesar de que
podían acusarla de bruja o de hereje y morir en la hoguera.
Pero gracias a eso llegó el Renacimiento y nosotros estamos aquí ahora,
pensando como pensamos, luchando por vivir también, pero viviendo. Me quito
el sombrero ante aquellos camaradas, los seres humanos somos células de un
gran cuerpo: unas actúan y mueren para que otras recojan sus frutos, se pasen
la información y así prospera el conocimiento. Eso es la Historia que va para
atrás y para delante a un tiempo.
Mi generación no sabe retroceder. Me emocionaba con estos versos hace
treinta años y me sigo emocionando ahora y la piel se me eriza. Nuestra
historia -la tuya y mía- me ha devuelto la vida para bien y para mal pero estoy
contento. Y me ha demostrado que soy mucho más sentimental y emocional de
lo que creía. Porque, mi amado amor desterrado en su propia tierra, ya te he
dicho que nunca había amado así o acaso es que me vuelvo viejito y llorón.
Serrat canta ese endecasílabo, el mejor que conozco y que ya te comenté
conduciendo por la SE-30: "Cuánto penar para morirse uno". Miguel Hernández
es uno de los poetas que te demuestra la inutilidad de escribir poesía porque, o
lo haces mejor o te callas y, ¿cómo hacerlo mejor?
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Tú contaste las sílabas del endecasílabo con tus dedos: "Cuan-to-pe-nar-pa-ra-
mo-rir-se-u-no". Once sílabas porque se supone que Hernández no hizo
sinalefa. Me has dejado la ciudad llena de ti y mi cabeza atorada por tu imagen.
Si no te amara tendría que empezar a hacerlo.
Besos.
RdR
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LVIII. AURELIA Y JOSEFA
Ahora que el poeta se ha librado de su tristeza –sin olvidarla- va de vez en
cuando a visitar a su madre y a su prima. Os ha hablado de ellas aquí en estas
historias. La señora de negro que se sentaba en un jardín a pensar en su
esposo muerto, en su único hijo que se había ido de sus brazos. Y la mujer que
colocó en sus manos el primer libro de poemas y que le despertó la admiración
por la música clásica.
La madre del poeta, Josefa, apenas lo conoce ya. Su prima, Aurelia, la cuida y
la mima. Cuando Aurelia era pequeña, Josefa la llevaba al parque, la cuidaba
mientras jugaba, la mimaba también. Ahora, el circulo se cierra pero en sentido
contrario.
La vida transcurre en paz en la casa de campo donde ambas habitan. Ya murió
el padre del poeta y el padre y la madre de Aurelia. Cuánta nostalgia flota en
aquella casa, cuánto sosiego le inspira. El poeta descubre ahora que la mirada
de su madre es dulce, que asoman lágrimas en sus ojos porque su mente sufre
y va y viene y sabe y no sabe quién es, cualquiera averigua lo que está
ocurriendo en su interior…
La de la madre del poeta es una mirada que implora: implora compañía, cariño,
como todas las miradas de los ancianos. Pero es que ésta es la que un día
estuvo alerta y temerosa siempre de la vida, ésta es la mirada que siguió los
primeros pasos del poeta.
Así quedamos al final, implorantes, como al principio. Otro círculo que se cierra,
ahora la muerte comienza a prepararte para acompañarla pero no sólo prepara
al anciano sino a quien ve cómo la muerte ejerce poco a poco su labor. No
sabe el poeta si le concederá a la muerte el gusto de impartirle clases tan
particulares. Puesto que ya observa sus enseñanzas puede que en el futuro
decida que sea ella quien lo acompañe y como buen caballero le diga: “Allá
voy, señora, le cedo mi asiento, que me bajo en la próxima estación”.
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Josefa y Aurelia son un preciado trozo del poeta. Miran sobre todo al pasado y
lo llevan a él a un lugar adonde no desea ir de ninguna manera. El mundo es
tan hermoso como abrasador, tan seductor como repugnante, y todo es mundo
y todo es habitable y hay que visitar cada uno de los rincones de su enorme
superficie.
Al final, cuando las ilusiones se han venido abajo, cuando la polvareda de ese
derrumbe va disolviéndose en el aire, queda un inmenso paraje donde indagar.
Y otro. Y otro. Nuevas ilusiones brotan en el horizonte. El poeta besa la piel
aún suave de su madre y besa el rostro resignado de su prima y se marcha sin
más remedio, impulsado por una extraña y poderosa energía. La nostalgia
queda atrás, la casa queda atrás, por si algún día nuestro poeta necesita un
sosiego definitivo.
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LIX. ANITA
El poeta utópico y caduco ve a Anita caminar por el Callejón de las Ánimas. No
fue ayer ni lo parece pero hace decenios caminaba llevando de la mano a su
hijo Miguel, entrañable amigo de nuestro poeta. Junto a ella, de la mano de su
madre, el poeta utópico y caduco. Los llevaban a uno de los colegios del barrio.
La madre del poeta no se puede comunicar con él desde hace años por culpa
de esa imparable enfermedad que destruye el cerebro. El poeta ve a Anita
como a otra madre.
Anita, tan suya, tan introvertida, tan poco amiga de hacer partícipe a los demás
de sus males propios del tiempo. Camina por el Callejón de las Ánimas para
hacerle caso al médico y tomar el aire. Y para seguir pensando con el beso del
aire y del calor en su hijo menor que se le mató en la carretera con treinta y
pocos años. Ella está sola por voluntad propia, en su chalé. El poeta recuerda
cuando compraron aquel chalé Anita y su esposo, Pepe, amante de los toros y
oficinista cumplidor. Miguel, sus hermanas y nuestro poeta, sembraron la
vegetación que lo rodea. El tiempo lo ha dejado casi solo, los últimos
habitantes eran Anita y su hijo menor, ahora muerto.
En el Callejón de las Ánimas hay otras fincas pequeñas abandonadas
totalmente. El poeta jugó en ellas en su juventud. Allí están, más solas aún que
Anita, a la que a veces vienen a ver sus dos hijas y Miguel, todos ya con hijos a
los que el poeta ni conoce. Es el destino, claro, pero para el poeta es
tremendamente cruel y doloroso. Y la visión de Anita, paseando despacio por el
Callejón de las Ánimas, se lo recuerda una vez más.
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LX. UNA EXTRAÑA ENERGÍA
Los penates que para la humanidad nada representan, tienen sin embargo un
significado profundo para alguien. Si lo grande se ha vuelto pequeño, hagamos
grande lo pequeño. Hay que vivir mientras no tengamos otra cosa mejor que
hacer, así piensa el poeta utópico y caduco ahora que se ha levantado de su
asiento y de su postración depresiva.
El poeta ha convertido en deidad a la rosa del desierto de la que se enamoró
un día. Ella lo corresponde, no podían estar el uno sin el aroma de la otra, la
otra sin el agua con que nuestro poeta la obsequiaba. Ahora ambos se dan
frescor y una extraña energía impulsa a vivir contracorriente a nuestro poeta
porque casi todos lo tienen por loco y le dicen que no puede entregarse a una
flor tan joven, que la deje seguir su camino, esparcir su polen y su aroma. Pero
dice esa flor del desierto que ella acepta esa misma corriente adversa y que
desea compartir la nueva vida que el poeta ha emprendido. El desierto puede
esperar a que madure su criatura.
Por encima del mundo, entre nubes y borrascas, han decidido ir de la mano la
rosa que nació en el alba y el poeta que junto a ella no se siente ni utópico ni
caduco. Mira adelante, sólo adelante, con su rosa del alba pegada al cuerpo, al
deseo y al pensamiento.
El poeta y su amada se han detenido ante la puerta de un mundo al que
desean explorar, conocer, sentirse en él unidos o morir en el intento, ambos,
uno u otro. Arriesgar es vivir para siempre y el éxito o el fracaso forman parte
de la vida, son la sangre que la justifica. Entre los dos empujan –despacio, sin
apenas esfuerzo- la puerta, gruesa, pesada, alta, ataviada con zarzas y
terciopelos. La puerta se abre lentamente, sin hacer ruido.
Ante ellos, un sendero oscuro, casi negro, lanza su prolongado cuerpo hacia un
final que no se ve. Ahora habrá que hacer camino al andar y construir la
existencia conforme se va caminando. Miran y se miran, se besan, vuelven a
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juntar sus manos y comienzan la travesía. La puerta se vuelve a cerrar
lentamente y sin ruido alguno.