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EL PENSAMIENTO HUMANÍSTICO-RENACENTISTA Y SUS
CARACTERÍSTICAS GENERALES
1. El significado historiográfico del término «humanismo»
Existe una inmensa bibliografía crítica sobre el período del
humanismo y del renacimiento. Sin embargo, los expertos no han
formulado una única definición de los rasgos de dicha época, que
recoja una aprobación unánime, y además han ido enmarañando
hasta tal punto la complejidad de los diversos problemas, que al
mismo especialista le resultan difíciles de des entrañar. La cuestión
resulta complicada asimismo por el hecho de que durante este
período no sólo se halla en curso una modificación del pensamiento
filosófico sino también de toda la vida del hombre en todos sus
aspectos: sociales, políticos, morales, literarios, artísticos, científicos y
religiosos.
Para los autores latinos que acabamos de mencionar, humanitas
significaba aproximadamente lo que los griegos habían expresado
con el término paideia, es decir, educación y formación del hombre.
Ahora bien, se consideraba que en esta tarea de formación
espiritual desempeñaban un papel esencial las letras, es decir, la
poesía, la retórica, la historia y la filosofía. En efecto, éstas son las
disciplinas que estudian al hombre en lo que posee de más
específico, prescindiendo de toda utilidad pragmática. Por eso,
resultan particularmente apropiadas para darnos a conocer la
naturaleza peculiar del hombre mismo y para incrementarla y
potenciarla. En definitiva, resultan más idóneas que todas las demás
disciplinas para hacer que el hombre sea aquello que debe ser, de
acuerdo con su naturaleza espiritual específica.
«Humanismo», pues, significa esta tendencia general que, si bien
posee precedentes a lo largo de la época medieval, a partir de
Francesco Petrarca —debido a su colorido particular, a sus
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
modalidades peculiares y a su intensidad— se presenta de una
manera radicalmente nueva, hasta el punto de señalar el comienzo
de un nuevo período en la historia de la cultura y del pensamiento.
«El humanismo renacentista no fue tanto una tendencia o un sistema
filosófico, cuanto un programa cultural y pedagógico que valoraba
y desarrollaba un sector importante pero limitado de los estudios.»
En conclusión, el humanismo representaría sólo una mitad del
fenómeno renacentista y, además, los artistas del renacimiento no
habría que interpretarlos desde la perspectiva de su gran genio
creador (cosa que constituye una visión romántica y un mito
decimonónico) sino como excelentes artesanos, cuya perfección no
depende de una especie de superior adivinación de los destinos
de la ciencia moderna, sino del cúmulo de conocimientos técnicos
(anatomía, perspectiva, mecánica, etc.) considerados como
indispensables para la práctica adecuada de su arte. Por último, si
la astronomía y la física hicieron notables progresos, fue a causa de
su entronque con las matemáticas y no con el pensamiento filosófico.
2. El significado historiográfico del término «renacimiento»
«Renacimiento» es un término que, en cuanto categoría
historiográfica, se consolidó a lo largo del siglo XIX, en notable
medida gracias a una obra de Jacob Burckhardt, titulada La cultura
del renacimiento en Italia (publicada en 1860, en Basilea), que se
hizo muy famosa y que durante mucho tiempo se impuso como
modelo y como punto de referencia indispensable. En la obra de
Burckhardt, el renacimiento aparecía como un fenómeno típicamente
italiano en cuanto a sus orígenes, caracterizado por un
individualismo práctico y teórico, una exaltación de la vida
mundana, un marcado sensualismo, una mundanización de la religión,
una tendencia paganizante, una liberación con respecto a las
autoridades constituidas que antes habían dominado la vida
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espiritual, un acusado sentido de la historia, un naturalismo filosófico
y un extraordinario gusto artístico. El renacimiento, según Burckhardt,
sería una época en la que surge una nueva cultura opuesta a la
medieval, y en ello habría desempeñado un papel importante —si
bien no determinante en un sentido exclusivo— la revivificación del
mundo antiguo. Burckhardt escribe: «Lo que debemos establecer
como punto esencial es esto, que no la antigüedad resurgida por sí
sola, sino ella junto con el nuevo espíritu italiano, ambos
compenetrados entre sí, son los que poseyeron la fuerza suficiente
para arrastrar consigo a todo el mundo occidental.» Debido al
renacimiento de la antigüedad, toda la época recibe el nombre de
«renacimiento», que es sin embargo algo más complejo. En efecto,
consiste en la síntesis del nuevo espíritu antes descrito —y que
aparece en Italia— con la antigüedad misma, y ese espíritu es el que,
al romper definitivamente con el de la época medieval, inaugura la
época moderna.
Renacimiento y reforma son imágenes que expresan conceptos que
se entrelazan, hasta constituir una unidad inescindible: «Cabe decir
que el fundamento de ambas imágenes está en aquella mística
noción de «renacer», de ser recreados, que hallamos en la antigua
liturgia pagana y en la liturgia sacramental cristiana.» De este modo,
queda radicalmente erosionada en sus mismas bases la tesis del
renacimiento como época irreligiosa y pagana.
En suma: si por «humanismo» se entiende la toma de conciencia con
respecto a una misión típicamente humana, a través de las humanae
litterae concebidas como productoras y perfeccionadoras de la
naturaleza humana, dicha noción coincide con la renovatio que
hemos mencionado, con el renacer del espíritu del hombre. Por lo
tanto, humanismo y renacimiento son dos caras de un idéntico
fenómeno.
3. Evolución cronológica y características esenciales del
período humanístico- renacentista
Desde un punto de vista cronológico, el humanismo y el renacimiento
abarcan dos siglos completos: el XV y el XVI.
Si tomamos en consideración los contenidos filosóficos, éstos
demuestran que durante el siglo XV predomina el pensamiento
acerca del hombre, mientras que el pensamiento del XVI se
ensancha para abarcar también la naturaleza. En este sentido, si por
razones de comodidad se desea calificar de humanismo de manera
preponderante a aquel momento del pensamiento renacentista
cuyo objeto es sobre todo el hombre, y se denomina renacimiento a
este segundo momento en el que el pensamiento también abarca la
naturaleza, es lícito proceder de este modo, si bien con muchas
reservas y gran cautela. En cualquier caso, hoy se entiende por
«renacimiento» todo el pensamiento de los siglos XV y XVI.
Afirmar que el renacimiento es una época diferente de la edad
media no sólo permite distinguir entre ambas épocas sin
contraponerlas, sino que también consiente individualizar con
comodidad sus vínculos y sus coincidencias, al igual que sus
diferencias, con una gran libertad crítica.
Por consiguiente, cabe resolver con comodidad otro problema.
¿Significa el renacimiento la inauguración de la época moderna? Los
partidarios de la ruptura entre renacimiento y edad media eran
fervorosos defensores de la respuesta afirmativa a dicho
interrogante. Por lo general hoy se tiende a considerar que la época
moderna comienza con la revolución científica, es decir, con Galileo.
Naturalmente, al igual que hay que buscar en la edad media las
raíces del renacimiento, hemos de buscar en el renacimiento las
raíces del mundo moderno.
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EL REALISMO DE MAQUIAVELO
En lo que concierne el realismo político, el capítulo XV del Príncipe
(escrito en 1513, pero publicado en 1531, cinco años después de
la muerte de su autor) resulta esencial, ya que en él se expone el
principio según el cual es preciso atenerse a la verdad efectiva de
la cosa y no perderse en investigar cómo debería ser la cosa: se
trata, en efecto, de aquella escisión entre «ser» y «deber ser» que
antes mencionábamos. Estas son las palabras textuales de
Maquiavelo:
Nos queda por ver ahora cuáles deben ser lo modos y el gobierno
de un príncipe con sus súbditos y sus amigos. Y puesto que sé que
muchos han escrito acerca de esto, dudo en escribir ahora yo, para
no ser tenido como presuntuoso, máxime cuando me aparto de los
criterios de los demás, en la discusión de esta materia. No obstante,
ya que mi intento consiste en escribir algo útil para el que lo entienda,
me ha parecido más conveniente avanzar hacia la verdad efectiva
de la cosa y no a su imaginación. Muchos se han imaginado
repúblicas y principados que jamás se han visto ni se han conocido
en la realidad; porque hay tanta separación entre cómo se vive y
cómo se debería vivir, que aquel que abandona aquello que se
hace por aquello que se debería hacer, aprende antes su ruina que
no su conservación: un hombre que quiera hacer profesión de bueno
en todas partes es preciso que se arruine entre tantos que no son
buenos. Por lo cual, se hace necesario que un príncipe, si se quiere
mantener, aprenda a poder ser no bueno, y a utilizarlo o no según
sus necesidades.
Maquiavelo añade además que el soberano puede hallarse en
condiciones de tener que aplicar métodos extremadamente crueles
e inhumanos; cuando a los males extremos es necesario aplicar
remedios extremos, debe adoptar tales remedios y evitar en todos
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
los casos el camino intermedio, que es la vía del compromiso que no
sirve para nada, ya que únicamente y siempre causa un perjuicio
extremo. He aquí un pasaje muy crudo, perteneciente a los Discursos
sobre la primera Década de Tito Livio (escritos entre 1513 y 1519,
y publicados en 1532):
Todo el que se convierta en príncipe de una ciudad o de un Estado,
y tanto más cuando sus fundamentos sean débiles, y no se quiera
conceder una vida civil en forma de reino o de república, el mejor
método que tiene para conservar ese principado consiste en, siendo
él un nuevo príncipe, hacer nuevas todas las cosas de dicho Estado;
por ejemplo, en las ciudades colocar nuevos gobiernos con nuevos
nombres, con nuevas atribuciones, con nuevos hombres; convertir a
los ricos en pobres, y a los pobres en ricos, como hizo David cuando
llegó a rey: qui esurientes implevit bonis, et divises dimisit inanes;
además, edificar nuevas ciudades, deshacer las que ya están
construidas, cambiar a los habitantes de un lugar trasladándolos a
otro; en suma, no dejar cosa intacta en aquella provincia, y que no
haya quien detente un grado, o un privilegio, o un nivel o una
riqueza, que no los reconozca como algo procedente de ti;
poniéndose como ejemplo a Filipo de Macedonia, padre de
Alejandro, que gracias a esta manera de actuar se convirtió en
príncipe de Grecia, de pequeño rey que era. Quien escribe sobre
él, afirma que trasladaba a los hombres de provincia en provincia, al
igual que los pastores hacen con sus rebaños. Estos modos de
actuar son muy crueles y opuestos a toda vida no sólo cristiana, sino
también humana; un hombre debe huir de ellos y preferir la vida
privada, antes que ser rey con tanta ruina de los demás hombres. No
obstante, aquel que no se decida por el primer camino, el del bien,
cuando se quiera mantener es preciso que entre por este otro, el del
mal. Los hombres, empero, toman ciertos caminos intermedios que son
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muy dañosos; porque no resultan ni del todo malos ni del todo
buenos.
Estas consideraciones tan amargas se hallan en relación con una
visión pesimista del hombre. Según Maquiavelo el hombre no es por
sí mismo ni bueno ni malo, pero en la práctica tiende a ser malo. Por
consiguiente, el político no puede tener confianza en los aspectos
positivos del hombre, sino que, por lo contrario, debe tener en
cuenta sus aspectos negativos y proceder en consecuencia. Por lo
tanto no vacilará en mostrarse temible y en tomar las oportunas
medidas para convertirse en temido. Sin duda alguna, el ideal del
príncipe tendría que ser, al mismo tiempo, que sus súbditos le amen y
le teman. Ambas cosas, empero, son difícilmente conciliables, y por
consiguiente, el príncipe elegirá lo que resulte más eficaz para el
adecuado gobierno del Estado.
La virtud del príncipe
Maquiavelo llama «virtudes» a aquellas dotes del príncipe que
surgen de un cuadro como el que acaba de pintar. Como es obvio,
la virtud política de Maquiavelo nada tiene que ver con la virtud en
sentido cristiano. El utiliza el término en la antigua acepción griega
de arete, es decir, virtud como habilidad entendida a la manera
naturalista. Más aún, se trata de la arete griega tal como se la
concebía antes de haber sido espiritualizada por Sócrates, Platón y
Aristóteles, que la habían transformado en «razón». En particular,
recuerda la noción de arete que habían empleado algunos sofistas.
En los humanistas asoma en diversas ocasiones este concepto, pero
Maquiavelo es quien lo lleva hasta sus últimas consecuencias.
«La virtud es vigor y salud, astucia y energía, capacidad de previsión,
de planificar, de constreñir. Es, sobre todo, una voluntad que sirva de
dique de contención ante el total desbordamiento de los
acontecimientos, que imprima una norma —siempre parcial, por
desgracia, y caduca— al caos, que construya con tenacidad
indefectible un orden dentro de un mundo que se desmorona y se
disgrega de forma permanente. El común de los hombres es vil,
desleal, codicioso e insensato; no persevera en sus propósitos; no
sabe resistir, comprometerse, sufrir para conquistar una meta; en el
momento en que el aguijón o el látigo dejan de ser empuñados por
el dominador, las débiles turbas de inmediato se quitan de encima
los pesos, se escabullen, traicionan. Para la gran tradición medieval
de la política cristiana, el hombre caído y pecador también había
sido confiado en la tierra a la potestad civil, portadora de la
espada, para que los prevaricadores fuesen mantenidos bajo el
freno de una fuerza material inexorable. Sin embargo, esta fuerza
quedaba justificada en vista de la salvación de los buenos, y
gracias a la investidura divina de los soberanos, que eran
instrumentos de una severidad moralizadora. Aquí, en cambio, es
toda la masa humana la que se sumerge en la obtusa maldad, y la
virtud misma, que otorga y justifica el poder, no tiene nada de
sagrado, porque constriñe y edifica, pero no educa y tampoco
redime.»
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FILOSOFÍA DEL RENACIMIENTO*
I- La crisis renacentista
No se puede hablar con rigor de una filosofía renacentista, en el
mismo sentido en que se habla de la filosofía medieval o de la moderna.
En primer lugar, hay una extremada diversidad de tendencias, y es difícil
aprehender el sentido general del pensamiento de este período; en
segundo lugar, elementos intelectuales muy dispares conviven durante un
par de centurias y no corresponden por igual, ni mucho menos, al espíritu
del tiempo: unos son meras supervivencias, otros son anticipaciones
inmaturas, algunos no pasan de ser tanteos infructuosos y sin última
seriedad. Pero, sobre todo, desde Ockam hasta Descartes, no hay una
filosofía plena y lograda que corresponda a una forma de vida europea
definida.
El llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por
desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad
Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del
hombre»1.
Desde este punto de vista, es lícito distinguir entre Renacimiento y
Edad Moderna, y hacer arrancar esta última del cartesianismo. Con lo cual,
claro está, se amplían considerablemente los límites usuales de la época
renacentista y se hace entrar en ella un complejo de elementos
intelectuales que exceden con mucho del humanismo y de los comienzos
de la Reforma2.
La primera forma de pensamiento renacentista se presenta como
reacción frente a la Escolástica, en nombre de dos motivos. Uno de éstos
es negativo: el hastío de las disputas formalistas en que los escolásticos
decadentes llevaban sumergidos largo tiempo; la filosofía escolástica del
siglo XV se había convertido casi, exclusivamente en un juego intelectual
con seudoproblemas en forma de quaestiones, que eliminaba toda
actividad intelectual efectiva; los pensadores manejaban fórmulas ya
hechas, esquemáticas, que entorpecían todo contacto directo con la
realidad. El segundo motivo, de índole más positiva, es la pretensión de
* La filosofía en sus textos. Selección, comentarios e introducciones por Julián Marías
(Labor, Barcelona 19632)
1 ORTEGA: Esquema de las crisis, pp 18-19
restaurar la ciencia antigua. Una serie de azares históricos —excavaciones
en Italia, las Cruzadas, relaciones con el Imperio bizantino, sobre todo la
conquista de éste por los turcos a mediados del siglo XV— habían
incrementado considerablemente el conocimiento de la Antigüedad
clásica. Los hombres del Renacimiento, al conocer directamente esta
cultura antigua, sienten por ella una enorme admiración, en primer lugar
estética. La actitud de desdén hacia la Edad Media se une a la
conciencia de Renacimiento del mundo antiguo y de su espléndida
civilización. Se trata, pues, de restaurar el clasicismo y las buenas letras
frente al impuro y bárbaro latín de los frailes de a Edad Media: esto es
primariamente el humanismo.
Pero por debajo de esta reacción, en el fondo escasamente radical,
a pesar de su apariencia, latían otros impulsos más profundos y fértiles.
Toda la evolución de los problemas filosóficos de la Edad Media había
llevado a una afirmación creciente de la independencia del mundo —una
vez creado— respecto a su Creador. En segundo lugar, el escotismo y,
sobre todo, el ockamismo habían disminuido considerablemente la
posibilidad de conocer a Dios por medio de la razón. En tercer lugar, la
idea del conocimiento que dominaba desde el siglo XVI tendía cada vez
más a reducir su alcance al de la aprehensión de signos y relaciones de
las cosas. Todo esto prepara una nueva actitud, cuyas raíces, como vemos,
lejos de estar en oposición a la Edad Media, se encuentran en la interna
evolución de la filosofía medieval3. El hombre del Renacimiento siente un
interés cada vez mayor por la naturaleza —en estrecha conexión con el
franciscanismo—; su atención se dirige al mundo y al hombre, que tienen
estructura racional, cada vez comprobada con mayor rigor: humanismo y
física van a ser los dos grandes temas del hombre renacentista, para quien
la Teología, como disciplina racional, pasa a segundo término. La
perspectiva se altera profundamente en el giro que va de la Edad Media
a la época que estudiamos.
En estos siglos de transición entre dos épocas seguras de sí mismas —
la Edad Media y la modernidad— coexisten dos estados de espíritu
opuestos y que se complementan: la conciencia de declinación, de
2 Se encontrarán precisiones en mi Introducción a la metafísica del siglo XVII (en LEIBNIZ:
Discurso de metafísica), pp. 13-24 3 Cf. J. Marías: Historia de la filosofía, 2ª edición, pp 114-121
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acabamiento de un mundo y el barrunto de que se inicia una nueva era,
el presentimiento de un amanecer. En otro lugar he aludido a los títulos de
algunos libros representativos de esta edad, que dejan traslucir
inmejorablemente esas encontradas emociones del hombre europeo, entre
el siglo XIV y el XVI.
Por último, en el Renacimiento se alteran las condiciones del trabajo
intelectual. El hombre de la Edad Media había cultivado la Filosofía en
íntima unión con los estudios teológicos y dentro de una comunidad: las
escuelas en sus diversas formas, las Universidades después, vinculadas a
las Órdenes religiosas. El filósofo medieval es el clérigo, casi siempre el fraile,
inserto en una ordenación jerárquica que comienza en su convento y
termina en la Iglesia universal. Pero en el Renacimiento las cosas cambian.
Las unidades sociales de la Edad Media —el Imperio, la cristiandad regida
por el Pontífice— se destruyen o se quebrantan; se forman nuevas unidades
históricas —las naciones—, de cuyos límites todavía no se tiene una noción
clara. El hombre se siente solo, aislado, con su nuda individualidad; siente
a la vez el riesgo y la delicia de esta independencia desligada; está lleno
de inseguridad y de audacia. El intelectual renacentista ya no es clérigo,
o lo es per accidens, como el propio Erasmo. Su vida es la del seglar
independiente, que va a constituir una clase intermedia importantísima.
Esto subraya enérgicamente la personalidad de los hombres del
Renacimiento. Aparecen con acusado relieve, distintos unos de otros, con
una afirmación petulante de su perfil individual. El sentido de la originalidad
también renace; no sería excesivo buscar una raíz de ello en la menor
seguridad con que se confía en la vida perdurable. Se renueva el afán
antiguo de nombradía, de alcanzar la inmortalidad del nombre y de la
fama. Todos estos rasgos dan un aire común a los hombres de esta edad
compleja, dentro de la cual hay que distinguir múltiples grupos de distinta
filiación y pelaje.
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CÓMO OCURRIÓ LA REFORMA
I.-El Problema
Destacan para nosotros dos problemas históricos: a) ¿Cómo
llegó al bautismo el mundo pagano? Esto es, la conversión del
Imperio Romano; y b) ¿Cómo naufragó la cristiandad? Esto es, la
Reforma en el siglo XVI.
El segundo es un arcano que no cabe aclarar por entero: el
Cielo y el Infierno son parte del misterio. En todo caso, entender el
problema exige conocer la Iglesia Católica.
Las fuentes de los historiadores que piensan que no hay
misterio son: a) las universidades del mundo protestante del Norte y
b) los anticlericales del mundo latino. El católico, que sabe bien lo
que se perdió, no acierta a comprender cómo pudo ocurrir.
a) Para el intelectual protestante, la ampliación de los conocimientos
al término de la Edad Media, los descubrimientos geográficos, la
revelación del mundo clásico, el Humanismo y el Renacimiento,
contribuyeron a disipar los mitos de un milenio ingenuo, acrítico. Las
instituciones basadas en ellos (el Papado, la Misa, la veneración de
los santos) fueron minadas... Emerge entonces el “tipo superior” (inglés,
prusiano, norteamericano...) y además se redescubre a sí mismo en las
grandes figuras del pasado, en los “protestantes naturales”.
Estos intelectuales no entienden qué se perdió. Prueba del ácido: la
obra de Shakespeare revela una mentalidad católica, no
protestante.
b) Los intelectuales agnósticos o ateos: para ellos la Iglesia es un
cadáver. La mentalidad protestante es ridícula e intelectualmente
despreciable. Pero, de nuevo, estos intelectuales desconocen la
historia en profundidad (por ejemplo, el aporte de Suárez a la idea
del contrato en la sociedad; o la obra de santo Tomás). ¿La
BELLOC H, How the Reformation Happened, TAN BOOKS, 1928 (Resumen y traducción, realizado
por Pablo Leizaola)
Reforma?, el éxodo de una mentalidad oscura hacia la luz y el
progreso...
El problema para el católico: Europa es obra de la Iglesia Católica...
¿cómo pudo una parte importante de ella rechazarla tan
completamente?
Un intento de respuesta en el terreno humano puede atenerse a la
siguiente cronología:
1.-Inestabilidad creciente de la cristiandad, después de muchos
peligros, durante las tres “generaciones” que cubren el lapso
temporal entre la Peste Negra y el inicio del siglo XVI, esto es, entre
1350 y 1500.
2.-Súbita revuelta en los estados de Alemania y en sus ciudades
después de 1517, posibilitada por la constitución alemana y por el
ascenso arrollador de los turcos otomanos.
3.-La extraña fatalidad, o el accidente político, que lleva a Inglaterra
(antes de estos tiempos la provincia cristiana menos afectada por el
fermento disolvente) a unirse al movimiento protestante. La disolución
de los monasterios entre 1536-40 será la causa indirecta de lo que
pasará después.
4.-El efecto poderoso de Calvino, cuya obra imparte carácter,
sustancia y organización al Protestantismo.
5.-Las fuerzas antagónicas se preparan –de 1547-49 a 1559- para
el conflicto en todo el Occidente.
6.-Una batalla universal, en la cual Francia es el campo principal de
hostilidades, discurre con suerte indecisa de 1559 a 1572,
cubriendo todo el Occidente –los Países Bajos, Inglaterra, Escocia-
hasta que al final de esta fase, la primera del conflicto activo, las
posiciones definitivas comienzan a perfilarse: Inglaterra, Escocia y las
provincias del norte de los Países Bajos mantienen su separación;
Francia queda permanentemente dividida, pero la dinastía y el
grueso de la nación defienden la tradición de Europa.
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7.-La segunda fase del gran conflicto –de 1572 hasta el final del
siglo- no es más que una confirmación de las nuevas fronteras
religiosas. La batalla ha terminado en un empate que deja a Europa
dividida,
8.-Intento tardío, en el próximo siglo, –1618-1648-, realizado por el
Emperador, de recuperar muchos estados y ciudades alemanas
para la unidad. El genio de Richelieu frustra el esfuerzo. Alemania
permanece dividida y la Guerra de los Treinta Años la arruina por el
lapso de un siglo.
9. Tras la Paz de Westphalia, en 1648, la república cristiana queda
disuelta.
II.- El advenimiento del desastre
Es una noción equivocada la que estima que la Iglesia Católica
vivió por siglos, desde Constantino hasta Lutero, una vida de
tranquilidad y de poder... Por el contrario, fue una vida, humanamente
hablando, llena de peligros:
a) Las persecuciones de los tres primeros siglos.
b) La perversión arriana .
c) El Islam (todavía en 1683 Viena está a un paso de caer...).
d) Los vikingos y los magiares.
e) Los albigenses (Batalla de Muret, 1213).
Tras todos estos peligros, deviene el riesgo de perder la dirección
espiritual;
i) el Papado se torna francés en Avignon;
ii) luego acaece el Gran Cisma de Occidente;
iii) la Peste Negra debilita a Europa y a la Iglesia; y
iv) aparecen fuerzas oscuras y particularistas (Wycliffe y Huss) y
ahora, después de todos estos riegos y pruebas, el advenimiernto
del desastre... preparado no por cuestiones de doctrina, sino por el
debilitamiento de la autoridad moral de la Iglesia en su organización
temporal y espiritual.
i) Papado de Avignon (1307-1377): el papado deviene un poder
local, un órgano de la monarquía francesa, exponente del
naciente nacionalismo francés. Después de haber triunfado Roma
sobre el Imperio, son los Capetos quienes dominan ahora al
Papado... Efecto negativo del abandono de la ciudad de Roma:
la monarquía espiritual del obispo de Roma sobre la cristiandad
no es compatible con su ejercicio desde un centro provincial.
ii) El Gran Cisma de Occidente: situación imposible, que perdura
por 40 años (1377-1417). Debilidad extrema del Papado y
concesiones a los príncipes. Efectos sobre la memoria colectiva
de Europa dada la duración de estos problemas...
iii) Secuelas del cisma, desde Martín V (1417) hasta Nicolás V (6 de
marzo de 1447): al final, ¡130 años desde el inicio del cautiverio
de Avignon!
Hay que explorar dos perspectivas de Europa en el siglo XV –1400
a 1500- para poder comenzar a comprender por qué se produjo el
estallido al inicio del siguiente siglo.
A.-La última “generación” (80 años) antes de la protesta de Lutero
de 1517.
B.-La condición del Papado en el mismo período.
A.-La última generación: período singular en la historia europea. Se
le conoce con tres nombres: i) el “clearing-up”, la disipación de las
brumas de la religión y de la confusión mental concomitante; ii) el
fracaso del Cristianismo; y iii) la primavera del Renacimiento. Verdad
y mentira de cada uno de estos apelativos. La fe y los nuevos
conocimientos: estamos acostumbrados a pensar mediante
imágenes y los cambios ocurridos las alteraron de manera profunda.
La transformación no engendró herejías, pero sí escepticismo.
Otra perturbación en este período es el avance triunfal y
desastroso de los turcos otomanos. Caída de Constantinopla
(1453): llegan a su término 1500 años de historia.
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Bajo estas influencias la tónica moral de Europa decae. Junto
al debilitamiento del Papado ocurre otro fenómeno que podemos
llamar de “cristalización de la religión” (¿o fosilización? ¡No!): la letra
prevalece sobre el espíritu... La vida oficial de la Iglesia se endurece
y se multiplican los abusos. La reforma desde dentro no toma cuerpo.
La indignación final apartará de la fe a toda una generación.
Ejemplo: las finanzas eclesiásticas. El abuso de las
pluralidades. Junto a esto, lo externo de la religión a expensas de la
vida interior.
Causa material: la Peste Negra (1348-1350). Efectos sobre
la población, los monasterios, las universidades, la clase cosmopolita,
el particularismo regional...
El espíritu europeo, al final de esta generación, estaba
inquieto: demandaba la reforma en la cabeza y en los miembros.
B. La condición del Papado: Es cierto que ella, durante los 70
años que van de 1447 (elección de Nicolás V) hasta 1517, es una
de las causas principales de la revolución religiosa de Occidente.
Pero es falso que esa condición fue sólo de escándalo, de
corrupción y de enormidades: errores de juicio de los católicos y
errores de juicio de los enemigos del Catolicismo. Para los hombres
del siglo XVI el principal pecado de los papas no fue su lujo, su
riqueza o su corrupción, sino su falta de universalidad; fueron
príncipes italianos.
Diez papas (uno, Pío III, reinó por 26 días): Nicolás V (sabio, erudito
y piadoso); Calixto III (católico a carta cabal); Pío II (irresponsable
de joven; humanista destacado; llega al solio pontificio ya maduro:
53 años; lucha contra los turcos); Paulo II (mundano, pero no causa
escándalo como papa); Sixto IV (mundano, en su reinado se
produce la conjura contra Florencia por parte de su sobrino, el
cardenal Riario); Inocente VIII (tiene una familia ilegítima, nacida
antes de ordenarse); Alejandro VI (1492-1503; sin defensa posible);
Julio II; León X.
El peor rasgo es el del nepotismo y el del afán dinástico, enteramente
reñidos con el espíritu católico.
Aspectos negativos ajenos a su sentir: la falta de voluntad de los
príncipes para enfrentar el peligro turco.
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MARTIN LUTERO
1.1. Lutero y sus relaciones con la filosofía y con el pensamiento
humanístico-renacentista
Con Justa razón se ha dicho que ubi Erasmus innuit ibi Luterus irruit. En
efecto, Lutero (1483-1546) irrumpió en el escenario de la vida
espiritual y política de su época como un auténtico huracán, que
sacudió a Europa y provocó una dolorosa fractura en la unidad del
mundo cristiano. Desde el punto de vista de la unidad de la fe, el
medievo acaba con Lutero con él se inicia una fase importante del
mundo moderno. Entre los numerosos escritos de Lutero recordemos
el Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516), las 95 Tesis
sobre las indulgencias (1517), las 28 tesis referentes a la Disputa de
Heidelberg (1518), los grandes escritos de 1520 que constituyen los
auténticos manifiestos de la reforma: Llamada a la nobleza cristiana
de nación alemana para la reforma del culto cristiano, El cautiverio
de Babilonia de la Iglesia, y en 1525 —en contra de Erasmo— La
libertad del cristiano y el Esclavo arbitrio.
Desde una perspectiva histórica el papel de Lutero posee una
importancia primordial, dado que a su reforma religiosa muy pronto
se añade elementos sociales y políticos que modificaron el rostro de
Europa, y supuesto es de una importancia primordial para la historia
de las religiones y del pensamiento teológico. Sin embargo, también
merece un lugar en la historia del pensamiento filosófico, ya que
Lutero fue portavoz de aquella misma voluntad de renovación que
manifestaron los filósofos de la época, su pensamiento religioso
poseyó determinadas vertientes teóricas (sobre todo de carácter
antropológico y teológico), y el nuevo tipo de religiosidad que él
defendía influyó sobre los pensadores de la época moderna (por
ejemplo, sobre Hegel y sobre Kierkegaard) y contemporáneos (por
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
ejemplo, sobre determinadas corrientes del existencialismo y de la
nueva teología).
Lutero asumió con respecto a los filósofos una postura
completamente negativa: la desconfianza en las posibilidades de la
naturaleza humana de salvarse por sí sola, sin la gracia divina (como
veremos enseguida), debía conducir a Lutero a quitar todo valor a
una búsqueda racional autónoma, o al intento de afrontar los
problemas humanos fundamentales basándose en el logos, en la
mera razón. Para él, la filosofía no es más que un vano sofisma o, aún
peor, fruto de aquella soberbia absurda y abominable tan
característica del hombre, que quiere basarse en sus solas fuerzas y
no sobre lo único que salva: la fe. Aristóteles, desde este punto de
vista, es considerado como la expresión en cierto sentido
paradigmática de esta soberbia humana. (El único filósofo que
parece no estar del todo incluido en esta condena es Ockham.
Ockham, al escindir fe y razón —contraponiéndolas— había abierto
uno de los caminos que debían conducir a la postura luterana.)
Veamos en primer lugar cuál es la posición de Lutero en el ámbito
de la época renacentista, para examinar a continuación cuáles son
los núcleos centrales de su pensamiento religioso teológico En la
actualidad, están muy claras las relaciones que existen entre Lutero
y el movimiento humanístico (en parte, ya las hemos anticipado).
a) Por un lado Lutero encarna de la manera más potente —e incluso,
prepotente— aquel deseo de renovación religiosa, aquella ansia de
renacer a una nueva vida, aquella necesidad de regeneración, que
constituyen las raíces mismas del Renacimiento: desde este punto de
vista, la reforma protestante puede ser considerada como resultado
de este amplio y multiforme movimiento espiritual.
b) Además, Lutero recupera y lleva hasta sus últimas consecuencias
el gran principio del retorno a los orígenes, el regreso a las fuentes y
a los principios que los humanistas habían pretendido llevar a cabo
12
mediante el retorno a los clasicos, Ficino y Pico de la Mirándola a
través de la vuelta a los prisci theologi (a los orígenes de la
revelación sapiencial: Hermes, Orfeo, Zoroastro, la cábala), y que
Erasmo ya había hallado con toda claridad en el Evangelio y en el
pensamiento de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia.
El retorno al Evangelio —a diferencia de Erasmo, que había tratado
de mantener el equilibrio y la mesura— se convierte en Lutero en
revolución y destrucción: todo lo que la tradición cristiana ha
construido a lo largo de siglos le parece a Lutero una incrustación
postiza, una edificación artificial, un peso sofocante del que hay que
liberarse. La tradición ahoga al Evangelio; más aún, aquélla es la
antítesis de éste, hasta el punto de que, según Lutero, «el acuerdo
se hace imposible». Por lo tanto, la vuelta al Evangelio significa para
Lutero no sólo un replanteamiento drástico, sino además una
eliminación del valor de la tradición.
c) Como es obvio esto comporta una ruptura con la tradición
religiosa y con la tradición cultural, que por muchos motivos constituía
el substrato de aquélla. Como consecuencia se rechaza en bloque
el humanismo, como pensamiento y como actividad teórica. En este
sentido la postura de Lutero se muestra decididamente
antihumanística: el núcleo central de la teología luterana niega todo
valor realmente constructivo a la fuente misma de donde surgen las
humanae litterae, así como a la especulación filosófica, como hemos
recordado antes, en la medida en que considera que la razón
humana no significa nada ante Dios y atribuye la salvación
únicamente a la fe.
1.2. Las directrices básicas de la teología luterana
Las directrices doctrinales de Lutero son en substancia tres: 1) la
doctrina de la justificación radical del hombre a través de la sola fe;
2) la doctrina de la infalibilidad de la Escritura, considerada como
única fuente de verdad; 3) la doctrina del sacerdocio universal, y la
doctrina —emparentada con ella— del libre examen de las Escrituras.
Todas las otras proposiciones teológicas de Lutero no son más que
corolarios o consecuencias que proceden de estos principios.
1) La doctrina tradicional de la Iglesia era y sigue siendo que el
hombre se salva por la fe y por las obras (la fe es verdadera fe
cuando se prolonga y se expresa concretamente mediante las
obras; y las obras son auténtico testimonio de vida cristiana cuando
se hallan inspiradas y movidas por la fe, y cuando están impregnadas
de ella). Las obras son indispensables.
Lutero discutió con energía el valor de las obras. ¿Por qué motivo?
Mencionamos sólo de pasada las complejas razones de carácter
psicológico y existencial sobre las que los estudiosos han insistido
mucho, porque aquí nos interesan de modo predominante las
motivaciones doctrinales. Lutero se sintió durante mucho tiempo
profundamente frustrado e incapaz de merecer la salvación gracias
a sus propias obras, que siempre le parecían inadecuadas, y la
angustia ante la problematicidad de la salvación eterna lo
atormentó constantemente. La solución que adoptó, afirmando que
basta la fe para salvarse, servía para liberarlo completa y
radicalmente de dicha angustia.
En cambio, éstas son las motivaciones conceptuales: nosotros, los
hombres, somos criaturas hechas de la nada y, en cuanto tales, no
podemos hacer nada bueno que sea de valor ante los ojos de Dios:
nada que permita, pues, convertirnos en aquellas «nuevas criaturas»,
en las que se dé aquel renacer exigido por el Evangelio. Al igual que
Dios nos ha creado de la nada con un acto de voluntad libre, del
mismo modo nos regenera con un acto análogo de libre voluntad,
completamente gratuito. Después del pecado de Adán el hombre
decayó hasta el punto de que por sí solo no puede hacer
absolutamente nada. Todo lo que proviene del hombre, en sí mismo
considerado, es concupiscencia, término que en lutero designa todo
lo que se halla ligado al egoísmo, al amor propio. En tales
circunstancias, la salvación del hombre sólo depende del amor
divino, que es un don absolutamente gratuito. La fe consiste en
13
comprender esto y en confiarse totalmente al amor de Dios. En la
medida en que es un acto de confianza total en Dios, la fe nos
transforma y nos regenera. Éste es uno de los pasajes más
significativos acerca del tema, perteneciente al Prefacio de la
Epístola a los Romanos, de Lutero:
Fe no es aquella humana ilusión y aquel sueño que algunos piensan
que es la fe. Y si ven que de ésta no proviene un mejoramiento de la
vida, ni buenas obras, aunque oigan hablar — o hablen mucho ellos
mismos— de fe, caen en el error y dicen que la fe es insuficiente y que
hacer obras, convertirse en piadosos y santos. Por lo tanto, si
escuchan el evangelio y profieren en su corazón un pensamiento
propio, y dicen: «Yo creo.» Se imaginan que esto es verdadera fe;
pero puesto que se trata únicamente de un pensamiento humano
que lo más íntimo del corazón desconoce, no tiene eficacia y de
ello no se deriva ningún mejoramiento. En cambio, la fe es una obra
divina en nosotros, que nos transforma y nos hace nacer de nuevo
en Dios (...). Mata al viejo Adán, nos transforma por completo desde
nuestro corazón, nuestro ánimo, nuestro sentir y todas las energías, y
trae consigo al Espíritu Santo. Oh, la fe es algo vivo, activo, operante,
poderoso, y le resulta imposible no estar obrando continuamente el
bien. Ni siquiera exige que haya que llevar a cabo obras buenas;
antes de que se planteen, ya las ha hecho, y siempre está en acción.
Pero quien no realiza tales obras es un hombre sin fe, camina a
ciegas y busca a su alrededor la fe y las obras, y no sabe qué son
la fe o las obras buenas, pero parlotea mucho acerca de la fe y de
las buenas obras.
La fe justifica sin ninguna obra; y aunque Lutero admite, una vez que
existe la fe, que se produzcan buenas obras, niega que posean el
sentido y el valor que se les atribuía tradicionalmente. Conviene
recordar, por ejemplo, lo que implica esta doctrina con respecto a
la cuestión de las indulgencias (y las consiguientes polémicas que se
entablaron), ligada con la teología de las obras (que nos limitaremos
sólo a mencionar), pero que va mucho más allá de tales polémicas,
afectando los cimientos mismos de la doctrina cristiana. Lutero no se
limitó a rectificar los abusos vinculados con la predicación de las
indulgencias, sino que eliniinó de raíz la base doctrinal en que se
aplicaban, lo cual tuvo gravísimas consecuencias, de las que más
adelante hablaremos.
2) Todo lo que ya se ha dicho basta para dar a entender el sentido
de la segunda directriz básica del luteranismo. Todo lo que sabemos
de Dios y de la relación entre hombre y Dios nos lo dice Dios en las
Escrituras. Éstas deben entenderse con un absoluto rigor y sin la
intromisión de razonamientos o de glosas metafísico-teológicas. La
Escritura, por sí sola, constituye la infalible autoridad de la que
tenemos necesidad. El papa, los obispos, los concilios y la tradición
en su conjunto no sólo no favorecen, sino que obstaculizan la
comprensión del texto sagrado.
Hemos visto que esta enérgica llamada a la Escritura era algo
característico de muchos humanistas. Sin embargo, los estudios más
recientes han demostrado también que, cuando Lutero decidió
afrontar la traducción y la edición de la Biblia, ya circulaban
numerosas ediciones, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento. Según cálculos efectuados sobre bases bastante
exactas, debían circular al menos cien mil ejemplares del Nuevo
Testamento, y unos ciento veinte mil de los Salmos. No obstante, la
demanda resultaba aún muy superior a la oferta. Y la gran edición
de la Biblia de Lutero respondía precisamente a esta necesidad, lo
que causó su gran éxito. No fue Lutero, por lo tanto, quien —como
antes se decía— llevó a los cristianos a leer la Biblia, pero fue Lutero
quien supo satisfacer mejor que nadie aquella imperiosa necesidad
de lectura directa de los textos sagrados, que había madurado en
su época.
Hay que poner de relieve un aspecto. Los especialistas han
observado que, en la Biblia, los humanistas buscaban algo diferente
a lo que buscaba Lutero. Aquéllos querían hallar en ella un código
de comportamiento ético, las reglas del vivir moral. Lutero, en cambio,
14
buscaba allí la justificación de la fe, ante la cual (de la forma en que
él la entiende) pierde todo significado el código moral, en sí mismo
considerado.
3) La tercera directriz básica del luteranismo se explica
adecuadamente, no sólo con la lógica interna de la nueva doctrina
(entre el hombre y Dios, el hombre y la palabra de Dios, no hay
ninguna necesidad de un intermediario especial), sino a través de la
situación histórica que había aparecido a finales de la edad media
y durante el renacimiento: el clero se había mundanizado, había
perdido credibilidad, y ya no se apreciaba una distinción efectiva
entre sacerdotes y laicos. Las rebeliones de Wychf y de Hus, hacia
finales del medievo (cf. volumen I, p. 555s) son particularmen te
significativas. A propósito de estos precedentes históricos, J.
Delumeau escribe: «Al rechazar los sacramentos, Wyclif rechaza al
mismo tiempo la Iglesia jerárquica. Los sacerdotes (que deben ser
todos iguales) para él no son más que los dispensadores de la
palabra, pero Dios es el único que obra todo en nosotros y hace
que descubramos su doctrina en la Biblia. Unos años más tarde Jan
Hus enseña que un sacerdote en estado de pecado mortal ya no
es un auténtico sacerdote, cosa que también se aplica a los obispos
y al papa» (La Riforma, Mursia, Milán 1975).
No era preciso esforzarse demasiado, pues, para llegar a las últimas
conclusiones, como hizo Lutero: un cristiano aislado puede tener
razón contra un concilio, si se halla iluminado e inspirado
directamente por Dios. Por lo tanto, no es necesario que haya una
casta sacerdotal, ya que cada cristiano es sacerdote con respecto
a la comunidad en la que vive. Todo hombre puede predicar la
palabra de Dios. Se elimina así la distinción entre clero y laicos,
aunque no se elimine el ministerio pastoral en cuanto tal,
indispensable para una sociedad organizada.
A este respecto las cosas tomaron un cariz muy negativo. La libertad
de interpretación abrió el camino a una serie de perspectivas no
deseadas por Lutero, que gradualmente se convirtió en dogmático
e intransigente, y pretendió en cierto sentido estar dotado de
aquella infalibilidad que le había discutido al papa (con razón se le
llegó a llamar «el papa de Wittenberg»). Peor aún fue lo que sucedió
cuando, perdida toda confianza en el pueblo cristiano organizado
sobre bases religiosas, debido a una infinidad de abusos, Lutero
entregó a los Príncipes la Iglesia que había reformado: nació así la
Iglesia de Estado, antítesis de aquella a la cual habría debido
conducir la reforma.
Mientras Lutero afirmaba solemnemente la libertad de la fe, en la
práctica se contradecía de una forma radical. En 1523 había escrito
(empleamos los documentos de Delumeau, antes citado): «Cuando
se habla de la fe, se habla de algo libre, a lo que nadie puede
obligar. Sí, es una operación de Dios en el espíritu, y por tanto queda
excluido que un poder externo al espíritu pueda obtenerla mediante
la fuerza.» En enero de 1525 insistía: «En lo que se refiere a los herejes
y a los falsos profetas y doctores, no debemos extirparlos ni
exterminarlos. Cristo dice con claridad que debemos dejarlos vivir.»
Sin embargo, a finales de ese mismo año, Lutero escribía: «Los
príncipes deben reprimir los delitos públicos, los perjurios, las
blasfemias manifiestas del nombre de Dios», si bien añadía: «pero en
esto, no ejerzan ninguna constricción sobre las personas, dejándolas
en libertad… de maldecir a Dios en secreto o de no maldecirlo.»
Poco después, escribía al elector de Sajonia: «En una localidad
determinada no debe haber más que un solo tipo de predicación.»
De esta manera gradual, Lutero indujo a los príncipes a controlar la
vida religiosa y llegó a exhortarles a amenazar y a castigar a todos
los que descuidaban las prácticas religiosas. El destino espiritual del
individuo se transformaba así en privilegio de la autoridad política y
nacía el principio: cuius regio, huius religió.
15
CONTRARREFORMA Y REFORMA CATÓLICA
Los conceptos historio gráficos de «contrarreforma» y «reforma
católica»
El concepto de «contrarreforma» fue acuñado en 1776 por Pütter —
jurista de Gotinga— y tuvo enseguida un éxito enorme. En el término
se halla implícita una connotación negativa (contra, anti), es decir,
la idea de conservación y de reacción y casi, como de una especie
de retroceso con respecto a las posturas de la reforma protestante.
Sin embargo, los estudios realizados sobre este movimiento, que fue
bastante amplio y articulado, llevaron paulatinamente a descubrir la
existencia de un complejo movimiento —que se manifestó de formas
diversas— cuyo objetivo era regenerar la Iglesia desde su interior,
cuyas raíces se remontan al final del medievo y que luego se extiende
en el transcurso de la época renacentista. A este proceso de
renovación desde el interior de la Iglesia se le ha dado el nombre
de «reforma católica», que en la actualidad recibe una aceptación
casi general. Se ha llegado a la conclusión, hoy en día, de que
aquel complicado proceso que se denomina «contrarreforma»
habría sido imposible sin la existencia de dichas fuerzas
regeneradoras desde el interior del catolicismo.
La contrarreforma posee un aspecto doctrinal que se expresa a
través de la condena a los errores del protestantismo y mediante una
formulación positiva del dogma católico. También se manifiesta por
medio de una peculiar forma de militancia activa, sobre todo como
la que fue propugnada por Ignacio de Loyola y por la Compañía
de Jesús que él fundó (aprobada oficialmente por la Iglesia en
1540). La contrarreforma también se manifestó en una serie de
medidas restrictivas y coercitivas, como por ejemplo la institución de
la Inquisición romana en 1542 y la compilación del índice de libros
prohibidos. (Sobre este último punto, cabe recordar que la imprenta
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
se había convertido en el más eficaz instrumento de difusión de las
ideas protestantes, lo cual suscitó la creación del índice
mencionado.)
La conexión entre reforma católica y contrarreforma se produce,
según Jedin, en la función central del papado: «El papado
interiormente renovado se transforma en promotor de la
contrarreforma, impulsando a las fuerzas religiosas a reaccionar
contra las novedades con los medios políticos existentes. Los
decretos del concilio de Trento son para los papas un medio de
alcanzar ese objetivo, y la orden de los jesuitas, un instrumento
realmente potente que tienen a su servicio.»
Algún historiador se muestra partidario de omitir la distinción entre las
nociones de «reforma católica» y «contrarreforma». Sin embargo,
Jedin posee buenas razones para defender su mantenimiento, ya que
expresan dos caras diferentes del fenómeno. Es evidente que en
toda una serie de acontecimientos los dos movimientos son
inseparables y avanzan en paralelo, pero no por ello deben
confundirse. En la reforma católica, la fractura religiosa sólo ejerce
una función disgregadora, mientras que en la contrarreforma actúa
como impulso. En la noción de «restauración católica», la primera de
las dos funciones no queda suficientemente simbolizada, ya que falta
el paralelismo con la reforma protestante; la segunda función resulta
indicada con aún menor propiedad, ya que se ignora por completo
la acción recíproca católica. El concepto de «contrarreforma» la
pone en evidencia, pero infravalora el elemento de continuidad. Si
queremos comprender la evolución de la historia de la Iglesia
durante el siglo XVI, hemos de tener en cuenta siempre estos
elementos fundamentales: el elemento de la continuidad, expresado
mediante el concepto de «reforma católica», y el elemento de
reacción, expresado mediante el concepto de «contrarreforma».»
Por eso, a la pregunta de si se debe hablar de «reforma católica» o
16
de «contrarreforma», Jedin responde: «No se debe decir: reforma
católica o contrarreforma, sino reforma católica y contrarreforma. La
reforma católica es la reflexión sobre sí misma que realiza la Iglesia,
para llegar al ideal de vida católica que se puede alcanzar
mediante una renovación interna: la contrarreforma es la
autoafirmacjón de la Iglesia en la lucha contra el protestantismo. La
reforma católica se basó en la autorreforma de los miembros de la
Iglesia durante la baja edad media; creció bajo el aguijón de la
apostasía y logró la victoria mediante la conquista del papado y la
organización y realización del concilio de Trento: es el alma de la
Iglesia que recobra su vigor originario, mientras que la contrarreforma
es su cuerpo. A través de la reforma católica se hace acopio de las
fuerzas que, más adelante, se utilizarán en la contrarreforma. El
papado es el punto en que ambas se intersecan. La ruptura religiosa
le substrajo fuerzas muy valiosas a la Iglesia, aniquilándolas, pero
también despertó a aquellas fuerzas que todavía existían, las
acrecentó y las obligó a luchar hasta el final. Fue un mal, pero un mal
del que también surgió algo positivo. En los dos conceptos de
«reforma católica» y de «contrarreforma» se incluyen asimismo los
efectos que de ellos se derivan.»
El concilio de Trento
Hasta el momento, la Iglesia católica ha convocado 21 concilios
ecuménicos, desde el concilio de Nicea en el 325 hasta el Vaticano
II de 1962-1965. El concilio de Trento —decimonoveno, y celebrado
entre 1545 y 1563— fue sin duda uno de los más importantes.
También es, quizás, uno de los más famosos, aunque no haya sido el
más concurrido ni el más fastuoso, e incluso su duración se reduce
de manera notable si se tienen en cuenta los años en que estuvo
interrumpido (desde 1548 hasta 1551, y desde 1552 hasta 1561).
En efecto, tuvo una grandísima importancia para la historia de la
Iglesia y del catolicismo, y su eficacia fue muy notable.
La importancia de este concilio reside en el hecho de que: a)
adoptó una postura doctrinal clara con respecto a las tesis
protestantes y b) promovió la renovación de la disciplina
eclesiástica, que los cristianos anhelaban desde hacía mucho
tiempo, dando indicaciones precisas acerca de la formación y
conducta del clero. Para dar una idea sobre el espíritu reformador
que animaba al concilio, citemos el canon I del «decreto de re
forma» (sesión XXII, 17 de setiembre de 1562): «No hay nada que
impulse más y con mayor asiduidad a los demás a la piedad y al
culto de Dios, que la vida y el ejemplo de aquellos que se han
dedicado al ministerio divino. Al verles por encima de los afanes del
mundo, y en un mundo más elevado, los otros se miran en ellos como
en un espejo y obtienen de ellos un ejemplo que imitar. Por lo tanto
es absolutamente necesario que los clérigos, llamados a tener a Dios
como su propia heredad, den a su vida, a sus costumbres, a su
vestido, a su modo de comportarse, de caminar, de hablar, y a todas
sus otras acciones, un tono que muestre gravedad, moderación y
una plena religiosidad. Desaparezcan, pues, las faltas ligeras, que
en ellos parecerían grandísimas, para que sus acciones puedan
inspirar veneración a todos.» Los temas que aparecen en las
lamentaciones —realmente generalizadas— con respecto a las
disipadas costumbres del clero de la baja edad media y del
renacimiento se enumeran aquí de manera total y perfecta,
concretándose con gran precisión en los demás cánones del
decreto.
Hay que destacar además que en el concilio de Trento la Iglesia
recobra su plena conciencia de ser Iglesia de cura de almas y de
misión, y se fija a sí misma este objetivo primordial: Salus animarum
suprema lex esto. Se trata de un cambio de dirección básica, que
asume una trascendencia histórica y que Jedin valora en estos
términos: «Nos hallamos ante un giro que, para la historia de la Iglesia,
tiene el mismo significado que los descubrimientos de Copérnico y
de Galileo poseen para la imagen del mundo elaborada por las
17
ciencias naturales.» En lo que concierne al primer punto antes
mencionado, que es lo que aquí más nos interesa, hay que observar
lo siguiente.
En los documentos del concilio se emplean con parsimonia y con
cautela los términos y los conceptos tomistas y escolásticos. Como
ha sido advertido con razón por los intérpretes más atentos de este
fenómeno, la medida que se utiliza es la fe de la Iglesia y no una
escuela teológica en particular. Se analizan sobre todo las
cuestiones de fondo suscitadas por los protestantes: la justificación
por la fe, las obras, la predestinación y, con una gran amplitud, los
sacramentos. Los protestantes solían reducirlos exclusivamente al
bautismo y la eucaristía. En particular, se reitera la doctrina de la
transubstanciación eucarística, según la cual la substancia del pan
y del vino se transforma, durante el sacrificio de la misa, en la carne
y la sangre de Cristo. En cambio Lutero hablaba de
consubstanciación, que implicaba la permanencia del pan y del
vino, aunque se diese la presencia de Cristo, mientras que Zuinglio y
Calvino tendían a una interpretación simbólica de la eucaristía.
Asimismo se reafirma el valor de la tradición.
18
DESCARTES
LA VIDA Y LA PERSONA.
Rene Descartes es la figura decisiva del paso de una época a' otra.
La generación que marca el tránsito del mundo medieval al espíritu
moderno en su madurez es la suya. Descartes —ha dicho Ortega— es
el primer hombre moderno.
Había nacido en La Haye, en la Turena, el año 1596. Procedía de
una familia noble, y se crió, enfermizo, entre cuidados. Su buen temple
consiguió afirmar su salud. Al cumplir ocho años va a estudiar al
colegio de los jesuítas en La Fleche. Este colegio, importantísimo en
la vida francesa de entonces, tenía un interés especial por las
lenguas y literaturas clásicas, que Descartes estudió a fondo.
Después aborda el estudio de la filosofía, según los moldes de la
Escolástica tradicional, sin referencia ni alusión alguna a los
descubrimientos de la ciencia natural moderna. La matemática le
parece interesante, pero echa de menos la conexión con la física,
que había de ser él uno de los primeros en establecer genialmente.
El año 1614 abandona La Fleche; va a París y allí se dedica a una
vida de placer. Al mismo tiempo siente un escepticismo total. La
ciencia que ha aprendido en La Fleche le parece sin consistencia,
dudosa; solo la lógica y la matemática tienen evidencia y certeza,
pero en cambio no tienen utilidad ninguna para el conocimiento de
la realidad. Descartes, para ver mundo, abraza la vida militar, en
Holanda, a las órdenes de Mauricio de Nassau, en 1618. Allí entra
en contacto con las ciencias matemáticas y naturales. En todo
momento aprovecha las ocasiones de verlo todo, de sumergirse en
la contemplación de la realidad, sin ahorrar fatigas, gastos ni
peligros, como hacía observar Goethe.
Después ingresa en el ejército imperial de Maximiliano de Baviera, al
comienzo de la Guerra de los Treinta Años, contra los bohemios de
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
Federico V, con cuya hija, la princesa palatina Isabel, tuvo después
tan honda y noble amistad. En diferentes ejércitos, y particularmente
luego, viaja por Alemania, Austria, Hungría, Suiza e Italia. En el cuartel
de invierno de Neuburg, el 10 de noviembre de 1619, hace un
descubrimiento sensacional, el del método. Después va a Loreto, a
cumplir un voto de gratitud a la Virgen por su hallazgo, y en 1625 se
establece de nuevo en París.
Desde 1629 reside en Holanda. Le interesaba la tranquilidad,
libertad e independencia de este país. Es la época de gran
actividad cartesiana. Escribe y publica sus obras más importantes.
Tiene relación con filósofos y hombres de ciencia de Europa; al mismo
tiempo tiene la amargura de verse atacado, principalmente por los
jesuítas, a pesar de ser siempre católico. Algunos discípulos lo
defraudan, y cultiva con más interés que nunca la amistad epistolar
con la princesa Isabel. Cuando la conoció en 1643, pudo ver
Descartes que Isabel, una bella muchacha de veinticinco años,
había estudiado sus obras con un interés y una inteligencia de los
que habla Descartes con emoción en la dedicatoria de los
Principios. Desde entonces, la amistad es aún más profunda y más
fecunda intelectualmente.
Descartes solo abandona Holanda en cortos viajes, < uno de ellos
a Dinamarca. Luego los hizo a Francia, donde había adquirido gran
renombre, con mayor frecuencia. En 1646 entra en relación epistolar
con la reina Cristina de Suecia. Después, esta lo invita a ir a
Estocolmo; Descartes acepta y llega a la capital sueca en octubre
del 49. A pesar de la amistad y la admiración de Cristina, en cuya
conversión al catolicismo influyeron estas conversaciones, no se
siente en su elemento en la corte. Y poco después, en febrero de
1650, el frío de Estocolmo le causa una pulmonía y muere en ese mes
Descartes, terminando su vida ejemplar de buscador de la verdad.
19
OBRAS.
La obra de Descartes es de considerable extensión. No se limitó a
la filosofía, sino que comprende también obras fundamentales de
matemáticas, biología, física y una extensa correspondencia. Sus
obras principales son: Discours de la méthode, publicado en 1637
con la Dioptrique, los Météores y la Géométrie; las Meditationes de
prima philosophia (1641), con las objeciones y las respuestas de
Descartes; los Principia philosophiae (1644); el Traite des Passions
de lame (1649), y las Regulae ad directionem ingenii, publicadas
después de su muerte, en 1701. Entre las obras no estrictamente
filosóficas, la citada Géométrie analytique y el Traite de l'homme.
Descartes escribió en latín, como casi todos los pensadores de su
tiempo; pero también en francés, y fue uno de los primeros prosistas
franceses y de los cultivadores de la filosofía en lengua vulgar.
EL PROBLEMA CARTESIANO
LA DUDA.
Descartes se encuentra eri una profunda inseguridad. Nada le
parece merecer confianza. Todo el pasado filosófico se contradice;
las opiniones más opuestas han sido sostenidas; de esta pluralidad
nace el escepticismo (el llarnado pirronismo histórico). Los sentidos
nos engañan con frecuencia; hay, además, el sueño y la alucinación;
el pensamiento no merece confianza, poique se cometen
paralogismos y se cae con frecuencia en el error. Las únicas ciencias
que parecen seguras, la matemática y la lógica, no son ciencias
reales, no sirven para conocer la realidad. ¿Qué hacer en esta
situación? Descartes quiere construir, si esto es posible, una filosofía
totalmente cierta, de la que no se pueda dudar; y se encuentra
sumergido hasta lo más hondo en la duda. Y esta ha de ser,
justamente, el fundamento en que se apoye; Descartes parte, al
empezar a filosofar, de lo único que tiene: de su propia duda, de su
radical incertidumbre. Hay que poner en duda todas las cosas,
siquiera una vez en la vida, dice Descartes. No ha de admitir ni una
sola verdad de la que pueda dudar. No basta con que él no dude
realmente de ella; es menester que la duda no quepa ni aun como
posibilidad. Por eso hace Descartes de la Duda el método mismo de
su filosofía.
Únicamente si encuentra algún principio del cual no quepa dudar,
lo aceptará para su filosofía. Recuérdese que ha rechazado la
presunta evidencia de los sentidos, la seguridad del pensamiento y,
desde luego, el saber tradicional y recibido. El primer intento de
Descartes es, pues, quedarse totalmente solo; es, en efecto, la
situación en que se encuentra el hombre al final de la Edad Media.
Desde esa soledad tiene que intentar Descartes reconstruir la
certeza, una certidumbre al abrigo de la duda.
Descartes busca, en primer término, no errar. Comienza la filosofía de
la precaución. Y, como veremos, surgirán las tres grandes cuestiones
de la filosofía medieval —y tal vez de toda filosofía—: el mundo, el
hombre y Dios. Únicamente ha cambiado el orden y el papel que
tiene cada uno de ellos.
LA TEOLOGÍA.
Respecto a la teología, que tiene una superior certidumbre,
Descartes comienza por afirmar la situación de desvío que ha
encontrado en su tiempo. No se ha de ocupar de ella, aunque sea
cosa sumamente respetable. Precisamente por ser demasiado
respetable y elevada. Las razones que da son sin temáticas de todo
ese modo de pensar del final de la Escolástica. «Yo reverenciaba
nuestra teología, y pretendía tanto como otro cualquiera ganar el
cielo; pero habiendo aprendido, como cosa muy segura, que su
camino no está menos abierto a los más ignorantes que a los más
doctos, y que las verdades reveladas que conducen a él están por
encima de nuestra inteligencia, no hubiera osado someterlas a la
flaqueza de mis razonamientos, y pensaba que para intentar
examinarlas y acertar era menester tener alguna extraordinaria
asistencia del cielo y ser más que hombre» (Discurso del método, \."
20
parte). Descartes subraya el carácter práctico, religioso, de la
teología; de lo que se trata es de ganar el cielo; pero ocurre que se
puede ganar sin saber nada de teología; lo cual viene a poner de
manifiesto su inutilidad. Conviene reparar en que Descartes no da
esto como un descubrimiento suyo, sino al revés: es algo que ha
aprendido; por tanto, cosa sabida ya y transmitida, y además
perfectamente segura; es, pues, la opinión del tiempo.
En segundo lugar, es asunto de revelación y que está por encima de
la inteligencia humana. La razón no puede nada con el gran tema
de Dios; sería menester ser más que hombre. Es, claramente, cuestión
de jurisdicción. El hombre, con su razón, por un lado; del otro, Dios,
omnipotente, inaccesible, sobre toda razón, que alguna vez se
digna revelarse al hombre. La teología no la hace e) hombre, sino
Dios; el hombre no tiene nada que hacer ahí: Dios está demasiado
alto.
EL HOMBRE
EL «COGITO».
Desde los primeros pasos, Descartes tiene que renunciar al mundo.
La naturaleza, que tan gozosamente se mostraba por los sentidos al
hombre renacentista, es algo totalmente inseguro. La alucinación, el
engaño de los sentidos, nuestros errores, hacen que no sea posible
hallar la menor seguridad en el mundo. Descartes se dispone a
pensar que todo es falso; pero se encuentra con que hay una cosa
que no puede serlo: su existencia. «Mientras quería pensar así que
todo era falso, era menester necesariamente que yo, que lo
pensaba, fuese algo; y observando que esta verdad: pienso, luego
soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no eran capaces de quebrantarla,
juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de
la filosofía que buscaba» (Discurso del método, 4.a parte).
En efecto, si estoy en un error, soy yo el que está en ese error; si me
engaño, si dudo, soy yo el engañado o el dudoso. Para que al
afirmar «yo soy» me equivocara, necesitaría empezar por ser, es decir,
no puedo equivocarme en esto. Esta primera verdad de mi
existencia, el cogito, ergo sum de las Meditaciones, es la primera
verdad indubitable, de la que no puedo dudar, aunque quiera.
No hay nada cierto, sino yo. Y yo no soy más que una cosa que
piensa, mens, cogitatio. Ego sum res cogitans —dice taxativamente
Descartes—: je ne suis qu'une chose qui pense. Por tanto, ni siquiera
hombre corporal, sino solo razón. Por lo visto, no es posible retener
al mundo, que se escapa; ni siquiera al cuerpo; solo es seguro y
cierto el sujeto pensante. El hombre se queda solo con sus
pensamientos. La filosofía se va a fundar en mí, como conciencia,
como razón; desde entonces, y durante siglos, va a ser idealismo —
el gran descubrimiento y el gran error de Descartes.
Esta solución es congruente. Dios había quedado fuera por quedar
fuera de la razón; esto era lo decisivo. No puede extrañarse, pues,
que se encuentre en la razón el único punto firme en que apoyarse.
Esto, en medio de todo, no es nuevo; lo que ahora ocurre es que la
razón es asunto humano; por eso la filosofía no es simplemente
racionalismo, sino también idealismo.
Se va a tratar de fundar en el hombre, mejor dicho, en el yo, toda
metafísica; la historia de este intento es la historia de la filosofía
moderna.
EL CRITERIO DE VERDAD.
El mundo no ha resistido la duda cartesiana; al primer encuentro con
ella, se ha perdido, y solo queda firme el yo. Pero Descartes no ha
hecho más que empezar su filosofía, poniendo el pie allí donde el
terreno es seguro.
A Descartes le interesa el mundo; le interesan las cosas, y esa
naturaleza a que se aplica la ciencia de su tiempo. Pero está preso
en su conciencia, encerrado en su yo pensante, sin poder dar el
paso que lo lleve a las cosas. ¿Cómo salir de esta subjetividad?
¿Cómo continuar su filosofía, ahora que ha encontrado el principio
21
indubitable? Antes de buscar una segunda verdad, Descartes se
detiene en la primera. Es una verdad bien humilde; pero le servirá
para ver cómo es una verdad. Es decir, antes de emprender la busca
de nuevas verdades, Descartes examina la única que posee para
ver en qué consiste su veracidad, en qué se le conoce que lo es.
Busca, pues, un criterio de certeza para reconocer las verdades que
pueda encontrar (Ortega). Y encuentra que la verdad del cogito
consiste en que no puede dudar "e él; y no puede dudar porque ve
que tiene que ser así, porque es evidente; y esta evidencia consiste
en la absoluta claridad y distinción que tiene esa idea. Ese es el
criterio de verdad: la evidencia. En posesión de una verdad firme y
un criterio seguro, Descartes se dispone a reconquistar el mundo.
Pero para esto tiene que dar un largo rodeo. Y el rodeo cartesiano
para ir del yo al mundo pasa, cosa extraña, por Dios. ¿Cómo es esto
posible?
DIOS
EL «GENIO MALIGNO».
Habíamos visto que Descartes abandona la teología, que Dios es
incomprensible; y ahora, de modo sorprendente, entre el hombre y el
mundo se interpone la Divinidad, y Descartes va a tener que
ocuparse de ella. Es menester explicar esto. Descartes sabe que
existe, y lo sabe porque penetra, de un modo claro y distinto, su
verdad. Es una verdad que se justifica a sí misma; cuando se
encuentre con algo semejante tendrá que admitir forzosamente que
es verdad. A menos que esté en una situación de engaño, que sea
víctima de una ilusión y haya alguien que le haga ver como evidente
lo más falso. Entonces la evidencia no serviría para nada, y no se
podría afirmar más verdad que la de que yo existo; y esta porque,
naturalmente, si me engañan, el engañado soy yo, o, lo que es igual,
yo, el engañado, soy. El hombre quedaría definitivamente preso en
sí mismo; sin poder saber con certeza más que de su existencia.
¿Quién podría engañarme de tal modo? Dios, si existiera; no lo
sabemos, pero tampoco lo contrario. (Se entiende que desde el
punto de vista del conocimiento racional y filosófico, aparte de la
revelación, que Descartes excluye del ámbito de la duda.) Pero si
Dios me engañara de ese modo, haciéndome creer lo que no es,
sumiéndome en el error, no por mi debilidad, ni por mi precipitación,
sino por mi propia evidencia, no sería Dios; repugna pensar tal
engaño por parte de la Divinidad. No sabemos si hay Dios; pero si
lo hay, no puede engañarme; quien podría hacerlo sería algún
poderoso genio maligno. Para estar seguros de la evidencia, para
podernos fiar de la verdad que se muestra como tal, con sus pruebas
claras y distintas en la mano, tendríamos que demostrar que hay Dios.
Sin esto, no podemos dar un paso más en la filosofía, ni buscar más
verdad que la de que soy yo.
22
EL EMPIRISMO INGLÉS
LOCKE
VIDA Y ESCRITOS.
John Locke nació en 1632 y murió^n 1704. Estudió en Oxford filosofía,
medicina y ciencias naturales; después estudió, con mayor interés, a
Descartes y a Bacon, y tuvo contacto con Robert Boyle, el gran físico
y químico inglés, y con el médico Sydenham. En casa de lord
Shaftesbury (abuelo del moralista mencionado) tuvo un puesto como
consejero, médico y preceptor de su hijo y de su nieto. Esta relación
lo llevó a intervenir en .política. Emigró durante el reinado de Jacobo
I y participó luego en la segunda revolución inglesa de 1688. Vivió
bastante tierrtpo en Holanda y Francia. Su influencia ha sido
extremadamente importante, mayor que la de los demás filósofos
ingleses. El empirismo encontró en él su expositor más hábil y
afortunado, y por su conducto dominó en el pensamiento del siglo
xviii.
La obra más importante de Locke es el Essay Concerning Human
Understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano), publicado
en 1690. Escribió también obras de política —Two Treatises of
Government— y las Cartas sobre la tolerancia, que definieron la
posición de Locke en materia religiosa.
LAS IDEAS.
Locke es también empirista: el origen del conocimiento es la
experiencia. Locke, como en general los ingleses emplea el término
idea en un sentido muy amplio: es idea todo lo que pienso o
percibo, todo lo que es contenido de conciencia; se aproxima este
sentido al de la cogiíatio cartesiana, a lo que hoy llamaríamos
representación o, mejor, vivencia. Las ideas no son innatas, como
había pensado el racionalismo continental.
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
El alma es tamquam tabula rasa, como una tabla lisa en la que Hada
hay escrito. Las ideas proceden de la experiencia, y esta puede ser
de dos clases: percepción externa mediante los sentidos, o
sensación, y percepción interna de estados psíquicos, o reflexión. La
reflexión opera en todo caso sobre un material aportado por la
sensación.
Hay dos clases de ideas: simples (simple ideas) y compuestas
Jcomplexed ideas). Las primeras proceden directamente de un solo
sentido o de varios a la vez, o bien de la reflexión, o, por último, de
la sensación y la reflexión juntas. Las ideas complejas resultan de la
actividad de la mente, que combina o asocia las ideas simples.
Locke distingue dentro de las simples las que tienen validez objetiva
(cualidades primarias) y las que solo la tienen subjetiva (cualidades
secundarias). Las primeras (número, figura, extensión, movimiento,
solidez, etc.) son inseparables de los cuerpos y les pertenecen; las
segundas (color, olor, sabor, temperatura, etc.) son sensaciones
subjetivas del que las percibe. Esta distinción no es de Locke, sino
antigua en la filosofía, desde el atomismo griego hasta Descartes;
pero en la filosofía de Locke desempeña un importante papel. '
La formación de ideas complejas se funda en la memoria.
Las ideas simples no son instantáneas, sino que dejan una huella en
la mente; por esto no pueden combinarse o asociarse. Esta idea de
la asociación es capital en la psicología inglesa. Los modos, las
ideas sustanciales, las ideas de relación, son complejas y resultan de
la actividad asociativa de la mente. Todas estas ideas, por tanto,
incluso la de sustancia y la misma idea de Dios, proceden en última
instancia de la experiencia, mediante sucesivas abstracciones,
generalizaciones y asociaciones.
El empirismo de Locke limita la posibilidad de conocer,
especialmente en lo que se refiere a los grandes temas tradicionales
de la metafísica. <pon él empieza esta desconfianza en la facultad
cognoscitiva, que culminará en el escepticismo de Hume y obligará
23
a Kant a plantear de un modo central el problema de la validez y
posibilidad del conocimiento racional.
LA MORAL Y EL ESTADO.
La moral de Locke presenta ciertas vacilaciones. En términos
generales, es determinista, y no concede libertad a la voluntad
humana; pero deja una cierta libertad de indiferencia, que permite
al hombre decidir. La moral, independiente de la religión, consiste en
la adecuación a una norma, que puede ser la ley divina, la del
Estado o la norma social de la opinión.
Respecto al Estado, Locke es el representante típico de la ideología
liberal. En el mismo barco en que Guillermo de Orange iba de
Holanda a Inglaterra, viajaba Locke: con el rey de la monarquía mixta
iba el teórico de la monarquía mixta. Locke rechaza el patriarcalismo
de Filmer y su doctrina del derecho divino y del absolutismo de los
reyes. Su punto de partida es análogo al de Hobbes: el estado de
naturaleza; pero este, que consiste también para Locke en la
igualdad y la libertad, porque los hombres tienen las mismas
condiciones de nacimiento y facultades, no tiene matiz agresivo. De
la libertad emerge la obligación; hay un dueño y señor de todas las
cosas, que es Dios, el cual impone una ley natural. Mientras en
Hobbes de la igualdad nacía una fiera y agresiva independencia,
para Locke brota un amor de unos hombres a otros, que no deben
romper nunca esa ley natural. En rigor, los hombres no nacen en la
libertad —por eso los padres, que tienen que cuidarlos, ejercen una
legítima jurisdicción sobre ellos—; pero sí nacen para la libertad, y por
eso el rey no tiene autoridad absoluta, sino que la recibe del pueblo.
Por eso la forma del Estado es la monarquía constitucional y
representativa, con independencia respecto de la Iglesia, tolerante
en materia de religión. Tal es el pensamiento de
Locke, que corresponde a la forma de gobierno adoptada en
Inglaterra a raíz de la revolución de 1688, que eliminó de la antes
turbulenta historia inglesa las guerras civiles y revoluciones para un
periodo que dura ya más de un cuarto de milenio.
Usando la terminología orteguiana, se podría hablar de un Estado
como piel que sustituye a un Estado como aparato ortopédico.
BERKELEY
VIDA Y OBRAS.
George Berkeley nació en Irlanda en 1685. Estudio en Dublín, en él
Trinity College; después fue deán de Dromore y de Derry; marchó
luego a América, con vistas a fundar un gran colegio misionero en
las Bermudas; vuelto a Irlanda, fue nombrado obispo anglicano de
Cloyne. Al final de su vida se trasladó a Oxford, y allí murió el año
1753. Berkeley estaba lleno de espíritu religioso, que influyó
hondamente en su filosofía y en su vida. Su formación filosófica
depende, sobre todo, de Locke, de quien es un efectivo
continuador, aunque presenta una preocupación mucho más intensa
e inmediata por las cuestiones metafísicas. Berkeley está muy influido
por el platonismo tradicional en Inglaterra, y determinado en un
sentido espiritualista por sus convecciones religiosas, que trata de
defender contra los ataques escépticos, materialistas o ateos. Por
esto llega a una de las formas más extremadas de idealismo que se
conocen.
Sus obras principales son: Essay Towards a New Theory of Vision,
Three Dialogues between Hylas and Philonous (Tres diálogos entre
Hylas y Filonús), Principies of Human Knowledge (Principios del
conocimiento humano), Alciphron, or the Minute Philosopher, y la Siris,
en que expone, juntamente con reflexiones metafísicas y médicas, las
virtudes del alquitrán.
METAFÍSICA DE BERKELEY.
La teoría de las ideas de Locke lleva a Berkeley al campo de la
metafísica. Berkeley es nominalista; no cree que existan ideas
generales; no puede haber, por La filosofía inglesa ejemplo, una idea
24
general del triángulo, porque el triángulo que imagino es
forzosamente equilátero, isósceles o escaleno, mientras que el
triángulo en general no encierra esta distinción. Berkeley se refiere a
la intuición del triángulo, pero no piensa en el concepto o
pensamiento de triángulo, que es verdaderamente universal.
Berkeley profesa un espiritualismo e idealismo extremado. Para él no
existe la materia. Las cualidades "primarias, como las secundarias, son
subjetivas; la extensión o la solidez, como el color, son ideas,
contenidos de mi percepción; detrás de ellas no hay ninguna
sustancia material. Su ser se agota en ser percibidas: esse est per dpi;
este es el principio fundamental de Berkeley.
Todo el mundo material es solo representación o percepción mía.
Solo existe el yo espiritual, del que tenemos una certeza intuitiva. Por
esto no tiene sentido hablar de causas de los fenómenos físicos,
dando un sentido real a esta expresión; no hay más que
concordancias, relaciones entre las ideas. La ciencia física
establece estas leyes o conexiones entre los fenómenos, entendidos
como ideas.
Estas ideas proceden de Dios, que es quien las pone en nuestro
espíritu; la regularidad de estas ideas, fundada en la voluntad de
Dios, hace que exista para nosotros lo que llamamos un mundo
corpóreo. Aquí encontramos de nuevo, por distintos caminos, a Dios
como fundamento del mundo en esta nueva forma de idealismo. Para
Malebranche o para Leibniz, solo podemos ver y saber las cosas en
o por Dios; para Berkeley, no hay más que los espíritus y Dios, que es
quien actúa sobre ellos y les crea un mundo «material». No solo
vemos las cosas en Dios, sino que, literalmente, «en Dios vivimos, nos
movemos y somos».
HUME
PERSONALIDAD.
David Hume es el filósofo que lleva a sus últimas consecuencias la
dirección empirista que se inicia en Bacon. Nació en Escocia en
1711 y murió en 1776. Estudió derecho y filosofía; residió varios años,
en diferentes ocasiones, en Francia, y tuvo una gran influencia sobre
los medios enciclopedistas y de la Ilustración. Fue secretario de la
Embajada inglesa, y su fama en Inglaterra, Francia y Alemania se
extendió pronto.
Su obra más importante es el Treatise of Human Nature (Tratado de
la naturaleza humana). También escribió varias refundiciones de
distintas partes de esta obra, como las tituladas AnInquiry
Concerning Human Understanding (Investigación sobre el
entendimiento humano). An Inquiry Concerning the Principies of Moráis
(Investigación sobre los principios de la moral), los Diálogos sobre la
religión natural. Junto a su obra filosófica tiene una copiosa
producción historiográfica, sobre todo su gran History of England.
SENSUALISMO.
El empirismo de David Hume llega a su extremo y se convierte en
sensualismo. Las ideas se fundan necesariamente, según él, en una
impresión intuitiva. Las ideas son copias pálidas y sin viveza de las
impresiones directas; la creencia en la continuidad de la realidad se
funda en esta capacidad de reproducir las impresiones vividas y
crear un mundo de representaciones.
Berkeley había hecho una crítica general del concepto de
sustancia, pero restringiéndola a la sustancia material y corpórea.
Las «cosas» tienen un ser que se agota en ser percibido; pero queda
firme la realidad espiritual del yo que percibe. Hume hace una nueva
crítica de la idea de sustancia. Según esta, la percepción y la
reflexión nos dan una serie de elementos que atribuimos a la
sustancia como soporte de ellos; pero no encontramos por ninguna
parte la impresión de sustancia. Yo encuentro las impresiones de
color, dureza, sabor, olor, extensión, figura redonda, suavidad, y lo
refiero todo a un algo desconocido que llamo manzana, una
sustancia. Las impresiones sensibles tienen más viveza que las
imaginadas, y esto nos produce la creencia (belief) en la realidad
25
de lo representado. Explica Hume, pues, la noción de sustancia
como resultado de un proceso asociativo, sin reparar en que más
bien ocurre lo contrario: mi percepción directa e inmediata es la de
la manzana y las sensaciones solo aparecen como elementos
abstractos, al analizar mi percepción de la cosa. Pero hay más. Hume
no limita su crítica a las sustancias materiales, sino al propio yo. El yo
es también un haz o colección de percepciones o contenidos de
conciencia que se suceden continuamente.
El yo, por tanto, no tiene realidad sustancial; es un resultado de la
imaginación. Pero Hume olvida que soy yo quien tiene las
percepciones, que soy yo quien me encuentro con ellas y, por tanto,
soy distinto de ellas. ¿Quién une esta colección de estados de
conciencia y hace que constituyen un alma? Μ hacer su crítica
sensualista, Hume no roza siquiera el problema del yo; aparte del
problema de su índole, sustancial o no, el yo es algo radicalmente
distinto de sus representaciones.
Junto a la crítica de los conceptos de sustancia y del alma. Hume
hace la del concepto de causa. Según él, la conexión causal no
significa sino una relación de coexistencia y sucesión. Cuando un
fenómeno coincide repetidas veces con otro o lo sucede en el
tiempo, llamamos, en virtud de una asociación de ideas, al primero,
causa, y al segundo, efecto, y decimos que este acontece porque
se da el primero. La sucesión, por muchas veces que se repita, no
nos da la seguridad de su indefinida reiteración, y no nos permite
ESCEPTICISMO.
El empirismo de Hume, que llega a sus últimas consecuencias, se
convierte en escepticismo. El conocimiento no puede alcanzar la
verdad metafísica. No se pueden demostrar ni refutar las
convicciones íntimas e inmediatas en que se mueve el hombre. La
razón de esto es que —como ya apunta lejanamente el
nominalismo— el conocimiento no es aquí conocimiento de cosas. La
realidad se convierte, en definitiva, en percepción, en experiencia,
en idea. La contemplación de estas ideas, que no llegan a ser cosas,
que no son más que impresiones subjetivas, es escepticismo. Vemos
lo que ocurre al idealismo cuando no está Dios para asegurar la
trascendencia, para salvar al mundo y hacer que las ideas sean
ideas de las cosas y exista algo que merezca el nombre de razón.
Siguiendo las huellas de Hume, Kant tendrá que enfrentarse de un
modo radical con el problema, y su filosofía consistirá precisamente
en una Crítica de la razón pura afirmar un vínculo de causalidad en
el sentido de una conexión necesaria.
26
KANT
VIDA Y ESCRITOS
Immanuel Kant nació en Kónigsberg en 1724 y murió en la misma
ciudad en 1804, después de haber pasado en ella toda su larga
vida. Manuel Kant fue siempre un sedentario y no salió nunca de los
límites de la Prusia oriental, y apenas de Kónigsberg. Era de familia
modesta, hijo de un guarnicionero, criado en un ambiente de
honrada artesanía y de profunda religiosidad pietista. Estudió en la
Universidad de su ciudad natal, ejerció la enseñanza privada y
luego participó en las tareas universitarias; pero solo en 1770 fue
nombrado profesor ordinario de Lógica y Metafísica. Hasta
1797permaneció en su cátedra, que abandonó por su vejez y
debilidad siete años antes de morir. Kant fue siempre de salud muy
delicada, y a pesar de ello tuvo una vida de ochenta años de
extraordinario esfuerzo. Era puntual, metódico, tranquilo y
extremadamente bondadoso. Su vida entera fue una callada pasión
por la verdad.
En su obra —y en su filosofía— se distinguen dos épocas: la que se
llama el período precrítico —anterior a la publicación de la Crítica
de la razón pura— y la época crítica posterior. Las obras más
importantes de la primera etapa son: Allgemeine Naturgeschichte
und Theorte des Himmels (Historia natural universal y teoría del cielo),
Der einzig mogliche Beweisgrund zueiner Demonstration des Daseins
Gottes (El único argumento posible para una demostración de la
existencia de Dios) (1763).
En 1770 publica su disertación latina De mundi sensibüis atque
intelligibilis causa et principiis, que marca la transición hacia la crítica.
Después viene el gran silencio de diez años, al cabo del cual
aparece la primera edición de la Kritik der reinen Vernunft (Crítica de
la razón pura), en 1781. Luego, en 1783, publica Prolegómeno zti
MARÍAS, J. Historia De La Filosofía, Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid, 1980
einer jeden künftigen Metaphysik, die ais Wissenschaft wird auftreten
konnen (Prolegómenos a toda metafísica futura que quiera
presentarse como ciencia); en 1785, la Grundlegung zur Metaphysik
der Sitien (Fundamentación de la metafísica de las costumbres), y en
1788, la obra que completa su ética: la Kritik der praktischen Vernunft
(Crítica de la razón práctica). Por último, en 1790 publica la tercera
crítica, la Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio). En un espacio de
diez años se agrupan las obras más importantes de Kant. También
tiene gran importancia Die Metaphysik der Sitien (1797), Die Religión
innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los
límites de la mera razón), la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y
las Lecciones de Lógica, que fueron editadas por Jásche en 1800.
La obra kantiana comprende además gran número de escritos más
o menos breves, de extraordinario interés, y otros publicados
después de su muerte (véase Kants Opus postumurn, editado por
Adickes y después por Buchenau), que son esenciales para la
interpretación de su pensamiento.
EL CONOCIMIENTO TRASCENDENTAL.
Pero para Kant esto no basta. El conocimiento no se puede explicar
solo por la interpretación del ser como trascendental; es menester
hacer una teoría trascendental del conocimiento, y este
conocimiento será el puente entre el yo y las cosas. En un esquema
realista, el conocimiento es el conocimiento de las cosas, y las cosas
son trascendentes a mí. En un esquema idealista, en que yo diga que
no hay más que mis ideas (Berkeley), las cosas son algo inmanente, y
mi conocimiento es de mis propias ideas. Pero si yo creo que mis
ideas son de las cosas, la situación es muy distinta.
No es que las cosas se me den como algo independiente de mí; las
cosas se me dan en mis ideas; pero estas ideas no son solo mías, sino
que son ideas de las cosas. Son cosas que me aparecen, fenómenos
en su sentido literal. Si el conocimiento fuera trascendente, conocería
27
cosas externas. Si fuese inmanente, solo conocería ideas, lo que hay
en mí. Pero es trascendental: conoce los fenómenos, es decir, las
cosas en mí (subrayando los dos términos de esta expresión). Aquí
surge la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí.
Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo conocerlas, porque en
cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi subjetividad;
las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales, y a mí no
se me puede dar nada fuera del espacio y del tiempo. Las cosas tal
como a mí se me manifiestan, como me aparecen, son los fenómenos.
Kant distingue dos elementos en el conocer: lo dado y lo puesto.
Hay algo que se me da (un caos de sensaciones) y algo que yo
pongo (la espacio-temporalidad, las categorías), y de la unión de
estos dos elementos surge la cosa conocida o fenómeno. El
pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones, hace las
cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se
adaptaba a las cosas, sino al revés, y que su filosofía significaba un
«giro copernicano»; pero no es el pensamiento solo el que hace las
cosas, sino que las hace con el material dado. La cosa, pues, distinta
de la «cosa en sí» incognoscible, surge en el acto del conocimiento
trascendental.
LA 'RAZÓN PURA.
Kant distingue tres modos de saber: la sensibilidad (Sinnlichkeit), el
entendimiento discursivo (Verstand) y la razón (Vernunft). A la razón,
Kant le añade el adjetivo pura. Razón pura es la que se mueve sobre
principios a priori, independientemente de la experiencia. Puro quiere
decir en Kant a priori. Pero no basta esto: la razón pura no es la
razón de ningún hombre, ni siquiera la razón humana, sino la de un
ser racional, simplemente. La razón pura equivale a las condiciones
racionales de un ser racional en general.
Pero los títulos de Kant pueden inducir a error. Kant titula uno de sus
libros Crítica de la razón pura, y el otro, Crítica de la razón práctica.
Parece que práctica se opone a pura; no es así. La razón práctica
es también pura, y se opone a la razón especulativa o teórica. La
expresión completa sería, pues, razón pura especulativa (o teórica)
y razón pura práctica. Pero como Kant estudia en la primera Crítica
las condiciones generales de la razón pura, y en la segunda la
dimensión práctica de la misma razón, escribe abreviadamente los
títulos. La razón especulativa se refiere a una teoría, a un puro saber
de las cosas; la razón práctica, en cambio, se refiere a la acción, a
un hacer, en un sentido próximo a la praxis griega, y es el centro de
la moral kantiana.
LA RAZÓN PRÁCTICA: NATURALEZA Y LIBERTAD.
Kant distingue dos mundos: el mundo de la naturaleza y el mundo de
la libertad. El primero está determinado por la causalidad natural;
pero, junto a ella, Kant admite una causalidad por libertad, que rige
en la otra esfera.
El hombre, por una parte, es un sujeto psico-físico, sometido a las
leyes naturales, físicas y psíquicas; es lo que llama un yo empírico. Así
como el cuerpo obedece a la ley de la gravedad, la voluntad se
determina por los estímulos, y en este sentido empírico no es libre.
Pero Kant contrapone al yo empírico un yo puro, que no está
determinado naturalmente, sino solo por las leyes de la libertad. El
hombre, como persona racional, pertenece a este mundo de la
libertad. Pero ya hemos visto que la razón teórica no llega hasta
aquí; dentro de su campo no puede conocer la libertad. ¿Dónde la
encontramos? Únicamente en el hecho de la moralidad; aquí
aparece la razón práctica, que no se refiere al ser, sino al deber ser;
no se trata aquí del conocimiento especulativo, sino del
conocimiento moral. Y así como Kant estudiaba las posibilidades del
primero en la Crítica de la razón pura (teórica), tendrá ahora que
escribir una Crítica de la razón práctica.
28
LA PERSONA MORAL.
La ética kantiana es autónoma y no heterónoma; es decir, la ley
viene dictada por la conciencia moral misma, no por una instancia
ajena al yo. Este es colegislador en el reino de los fines, en el mundo
de la libertad moral. Por otra parte, esta ética es formal y no material,
porque no prescribe nada concreto, ninguna acción determinada
en su contenido, sino la forma de la acción: el obrar por respeto al
deber, hágase lo que se quiera.
En rigor, la expresión es justa: se debe hacer lo que se quiera; no lo
que se desee, o apetezca, convenga, sino lo que pueda querer la
voluntad racional. Kant pide al hombre que sea libre, que sea
autónomo, que no se deje determinar por ningún motivo ajeno a su
voluntad, que se da las leyes a sí misma. De este modo, la ética
kantiana culmina en el concepto de persona moral. Una ética es
siempre una ontología del hombre. Kant pide al hombre que realice
su esencia, que sea el que en verdad es, un ser racional. Porque la
ética kantiana no se refiere al yo empírico, ni siquiera a las
condiciones de la especie humana, sino a un yo puro, a un ser
racional puro. El hombre, por una parte, como yo empírico, está
sujeto a la causalidad natural; pero, por otra parte, pertenece al
reino de los fines.
Kant dice que todos los hombres son fines en sí mismos. La
inmoralidad consiste en tomar al hombre —al propio yo o al prójimo—
como medio para algo, siendo, como es, un fin en sí. Las leyes morales
—el imperativo categórico— proceden de la legislación de la propia
voluntad. Por esto el imperativo y la moralidad nos interesan, porque
son cosa nuestra.
EL PRIMADO DE LA RAZÓN PRÁCTICA.
La razón práctica, a diferencia de la teórica, solo tiene validez
inmediata para el yo, y consiste en determinarse a sí mismo. Pero Kant
afirma el primado de la razón práctica sobre la especulativa; es
decir, que es anterior y superior. Lo primario en el hombre no es la
teoría, sino la praxis, un hacer. En el concepto de persona moral,
entendida como libertad, culmina la filosofía kantiana. Kant no pudo
realizar su metafísica, que solo quedó esbozada, porque su vida
entera estuvo ocupada por la previa faena crítica. Pero solo desde
este primado de la razón práctica y de estas ideas de libertad y
hacer puede entenderse la filosofía del idealismo alemán, que nace
en Kant para terminar en Hegel.
TELEOLOGÍA Y ESTÉTICA.
Podemos prescindir aquí de la exposición del contenido de la
Crítica del juicio, que se refiere a los problemas del fin en el
organismo biológico y en el campo de la estética. Es conocida la
definición de lo bello como una finalidad sin fin, es decir, como algo
que encierra en sí una finalidad, pero que no se subordina a ningún
fin ajeno al goce estético. También distingue Kant entre lo bello, que
produce un sentimiento placentero y al que acompaña la
conciencia de limitación, y lo sublime, que provoca un placer
mezclado de horror y admiración, como una tempestad, una gran
montaña o una tragedia, porque lo acompaña la impresión de lo
infinito o ilimitado] Estas ideas kantianas han tenido honda
repercusión en el pensamiento del siglo xix.
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LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA: RASGOS GENERALES
El período de tiempo que transcurre aproximadamente entre la fecha
de publicación del De Revolutionibus de Nicolás Copérnico, en
1543, hasta la obra de Isaac Newton, cuyos Philosophiae Naturalis
Principia Mathemarica fueron publicados por primera vez en 1687,
se acostumbra a denominar en la actualidad como «período de la
revolución científica». Se trata de un poderoso movimiento de ideas
que adquiere en el siglo XVII sus rasgos distintivos con la obra de
Galileo, que encuentra sus filósofos desde perspectivas diferentes en
las ideas de Bacon y de Descartes, y que más tarde llegará a su
expresión clásica mediante la imagen newtoniana del universo
concebido como una máquina, como un reloj.
En este proceso conceptual, resulta sin duda determinante aquella
revolución astronómica cuyos representantes más prestigiosos son
Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo, y que confluirá en la física
clásica de Newton. Durante este período, pues, se modifica la
imagen del mundo. Pieza a pieza, trabajosa pero progresivamente,
van cayendo los pilares de la cosmología aristotélico-ptolemaica
Por ejemplo, Copérnico pone el Sol e lugar de la Tierra— en el centro
del mundo Tycho Brahe, aunque es anticopernicano, elimina las
esferas materiales que en la antigua cosmología arrastraban con su
movimiento a los planetas, y reemplaza la noción de orbe (o esfera)
material por la moderna noción de órbita. Kepler brinda una
sistematización matemática del sistema copernicano y realiza el
revolucionario paso desde el movimiento circular (natural y perfecto,
según vieja cosmología) hasta el movimiento elíptico de los planetas.
Galileo muestra la falsedad de la distinción entre física terrestre y
física celeste, demostrando que la Luna posee la misma naturaleza
que la Tierra y apoyándose —entre otras cosas— en la formulación
del principio de inercia Newton, con su teoría gravitacional, unificará
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
la física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista
de la mecánica de Newton, con su teoría gravitacional, unificará la
física de Galileo y la de Kepler. En efecto, desde el punto de vista
de la mecánica de Newton se puede afirmar que las teorías de
Galileo y de Kepler son correctas a determinados resultados
obtenidos por Newton Sin embargo, durante los 150 años que
transcurren entre Copérnico y Newton, no sólo cambia la imagen del
mundo. Entrelazado con dicha mutación se encuentra el cambio —
también en este caso, lento, tortuoso, pero decisivo— de las ideas
sobre el hombre, sobre la ciencia, sobre el hombre de ciencia, sobre
el trabajo científico y las instituciones científicas, sobre las relaciones
entre ciencia y sociedad, sobre las relaciones entre ciencia y filosofía
y entre saber científico y fe religiosa.
1) Copérnico desplaza la Tierra del centro del universo, con lo que
también quita de allí al hombre. La Tierra ya no es el centro del
universo, sino un cuerpo celestial como los demás. Ya no es, en
especial, aquel centro del universo creado por Dios en función de
un hombre concebido como culminación de la creación y a cuyo
servicio estaría todo el universo. Y si la Tierra ya no es el lugar
privilegiado de la creación, si ya no se diferencia de los demás
cuerpos celestes, ¿no podría ser que existiesen otros hombres, en
otros planetas? Y si esto fuese así, ¿cómo compaginarlo con la
verdad de la narración bíblica sobre la paternidad de Adán y Eva
con respecto a todos los hombres? ¿Cómo es que Dios, que bajó a
esta Tierra para redimir a los hombres, podría haber redimido a otros
hombres hipotéticos? Estos interrogantes ya habían aparecido con
el descubrimiento de los «salvajes» de América, descubriendo que,
además de provocar cambios políticos y económicos, planteará
inevitables cuestiones religiosas y antropológicas a la cultura
occidental, colocándola ante la experiencia de la diversidad. Y
cuando Bruno haga caer las fronteras del mundo y convierta en
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infinito al universo, el pensamiento tradicional se verá obligado a
hallar una nueva morada para Dios.
2) Cambia la imagen del mundo y cambia la imagen del hombre.
Más aún: cambia paulatinamente la imagen de la ciencia. La
revolución científica no sólo consiste en llegar a teorías nuevas y
distintas a las anteriores, acerca del universo astronómico, la
dinámica, el cuerpo humano, o incluso sobre la composición de la
Tierra. La revolución científica, al mismo tiempo, constituye una
revolución en la noción de saber, de ciencia. La ciencia —y tal es el
resultado de la revolución científica, que Galileo hará explícito con
claridad meridiana— ya no es una privilegiada intuición del mago o
astrólogo individual que se ve iluminado, ni el comentario a un
filósofo (Aristóteles) que ha dicho la verdad y toda la verdad, y
tampoco es un discurso sobre «el mundo de papel», sino más bien
una indagación y un razonamiento sobre el mundo de la naturaleza.
Esta imagen de la ciencia no surge de golpe, sino que aparece
gradualmente, mediante un crisol tempestuoso de nociones y de
ideas donde se combinan misticismo, hermetismo, astrología, magia y
sobre todo temas provenientes de la filosofía neoplatónica. Se trata
de un proceso realmente complejo cuya consecuencia, como
decíamos hace un momento, es la fundación galileana del método
científico y, por tanto, la autonomía de la ciencia con respecto a las
proposiciones de fe y las concepciones filosóficas. El razonamiento
científico se constituye como tal en la medida en que avanza —como
afirmó Galileo— basándose en «experiencias sensatas» y en las
«necesarias demostraciones». La experiencia de Galileo consiste en
el experimento. La ciencia es ciencia experimental. A través del
experimento, los científicos tienden a obtener proposiciones
verdaderas acerca del mundo. Esta nueva imagen de la ciencia,
elaborada mediante teorías sistemáticamente controladas a través
de experimentos, «representaba el certificado de nacimiento de un
tipo de saber entendido como construcción perfectible, que surge
gracias a la colaboración de los ingenios, que necesita un lenguaje
específico y riguroso, que requiere para sobrevivir y crecer en sí mismo
instituciones específicas propias (...). Un tipo de saber (...) que cree en
la capacidad de crecimiento del conocimiento, que no se
fundamenta en el mero rechazo de las teorías precedentes, sino en
su substitución a través de teorías más amplias, que sean más fuertes
desde el punto de vista lógico y que tengan un mayor contenido
controlable» (Paolo Rossi).
3) Con la revolución científica «se abrieron camino las categorías,
los métodos, las instituciones, los modos de pensar y las valoraciones
que se relacionan con aquel fenómeno que, después de la
revolución científica, acostumbramos a denominar ciencia moderna»
(Paolo Rossi). El rasgo más peculiar del fenómeno constituido por la
ciencia moderna consiste precisamente en el método: éste exige, por
una parte, imaginación y creación de hipótesis, y por la otra, un
control público de dicha imaginación. La ciencia en su esencia es
algo público; es pública por razón de su método. Se trata de una
noción de ciencia regulada metodológicamente y públicamente
controlable, que exige nuevas instituciones científicas: academias,
laboratorios, contactos internacionales (piénsese en la gran
cantidad de importantes epistolarios). Es sobre la base del método
experimental donde se fundamenta la autonomía de la ciencia: ésta
halla sus verdades con independencia de la filosofía y de la fe. No
obstante, esta independencia muy pronto se transforma en colisión,
enfrentamiento que en el «caso Galileo» se convierte en tragedia.
Cuando Copérnico publica su De Revolutionibus, el teólogo
luterano Andreas Osiander se apresura a redactarle un Prólogo en
el que afirma que la teoría copernicana, contraria a la cosmología
que aparece en la Biblia, no debe considerarse como una
descripción verdadera del mundo, sino más bien como un instrumento
para efectuar previsiones. Tal será la idea que sostendrá también el
cardenal Belarmino con respecto a la defensa del copernicanismo
que realiza Galileo. Lutero, Melanchthon y Calvino se opondrán de
forma tajante a la concepción copernicana. La Iglesia católica
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procesará en dos ocasiones a Galileo, quien se verá condenado y
obligado a una abjuración. Entre Otros factores, nos encontramos
ante un enfrentamiento entre dos mundos, entre dos modos de
contemplar la realidad, entre dos maneras de concebir la ciencia y
la verdad. Para Copérnico, para Kepler y para Galileo, la nueva
teoría astronómica no es una simple suposición matemática, no es un
mero instrumento de cálculo, útil en todo caso para perfeccionar el
calendario, sino una descripción verdadera de la realidad, que se
logra a través de un método que no mendiga garantías en el exterior
de si mismo . El saber de Aristóteles es una pseudofilosofía y las
Escrituras no tienen como función informarnos sobre el mundo, sino
que se trata de una palabra de salvación cuyo objetivo es brindar
un sentido a la vida de los hombres.
4) Junto con la cosmología aristotélica, la revolución científica
provoca un rechazo de las categorías, los principios y las
pretensiones esencialistas de la filosofía de Aristóteles. El viejo saber
pretendía ser un saber de a ciencia elaborada con teorías y
conceptos definitivos. En cambio el proceso de la revolución
científica confluirá en la noción de Galileo, quien escribe: «El
escudriñar la esencia, lo tengo por empresa no menos imposible y
por tarea no menos yana en las substancias elementales próximas,
que en las remotísimas y celestiales: y me parece que ignoro por igual
la substancia de la Tierra y la de la Luna, la de las nubes elementales
como la de las manchas del Sol (...). (Empero), aunque sea inútil
pretender investigar la substancia de las manchas solares, ello no
impide que nosotros podamos aprehender algunas de sus
afecciones, como el lugar, el movimiento, la figura, la magnitud, la
opacidad, la mutabilidad, la producción y la desaparición.» En
consecuencia, la ciencia ya no versa sobre las esencias o
substancias de las cosas y de los fenómenos, sino sobre las
cualidades de las cosas y de los acontecimientos que resulten
objetiva y públicamente controlables y cuantificables. Tal es la
imagen de la ciencia que se configura al final del largo proceso de
la revolución científica. Ya no se trata del «qué», sino del «cómo»; la
ciencia galileana y postgalileana ya no indagará sobre la
substancia, sino sobre la función.
5) Si bien el proceso de la revolución científica constituye asimismo
un proceso de rechazo de la filosofía aristotélica, no debemos
pensar en absoluto que carezca de supuestos filosóficos. Los artífices
de la revolución científica estuvieron ligados también con el pasado,
y de diversas formas: se remontan, por ejemplo, a Arquímedes y a
Galeno. La obra de Copérnico, la de Kepler o la de Harvey, por
ejemplo, están llenas de vestigios de la mística hermética o
neoplatónica referente al Sol. Y el gran tema neoplatónico del Dios
que hace geometría y que al crear el mundo le imprime un orden
matemático y geométrico que el investigador debe des cubrir,
caracteriza gran parte de la revolución científica, como por ejemplo
la investigación de Copernico, Kepler o Galileo.
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COPÉRNICO+GALILEO+NEWTON=REVOLUCIÓN CIENTÍFICA
1. El significado filosófico de la revolución copernicana
«Mientras la Tierra se mantuvo firme, la astronomía también se
mantuvo firme»: son palabras de Georg Lichtenberg, a propósito de
Copérnico. En realidad, al haber situado al Sol en el centro del
mundo, en el lugar ocupado antes por la Tierra, y al afirmar que ésta
es la que gira alrededor del Sol y no al revés, Copérnico volvió a
poner en movimiento la investigación astronómica. Ésta adquirió un
ritmo tan veloz que, cuando Newton —150 años después de
Copérnico— otorgó a la física la forma que hoy conocemos con el
nombre de «física clásica», ya no quedaba casi nada de las
concepciones de Copérnico, salvo la idea de que el Sol está en el
centro del universo. En efecto, Kepler —a pesar de proclamarse
copernicano— publica en 1609 su Astronomía nueva. En aquel
momento, cuando aún no habían pasado sesenta años desde la
aparición del De Revolutionibus de Copérnico, «el avance de la
astronomía ya ha abandonado en la obscuridad del pasado las
órbitas circulares de las que trató la obra de Copérnico a lo largo
de toda su vida, para substituirlas por las órbitas planetarias elípticas.
Las novedades se suceden rápidamente, una tras otra: el
desplegarse del mundo cerrado de Copérnico —aunque fuese
vastísimo— hasta un universo infinito; el descubrimiento de un elemento
dinámico en el movimiento de los cuerpos celestes, que ya no se
consideran móviles a la manera copernicana en virtud de su misma
forma esférica. En el transcurso de un siglo y medio, el sistema de
Newton —que concluye una etapa de aquel camino que Copérnico
había hecho tomar a la astronomía— contiene ya muy poco del
sistema copernicano; quizás únicamente el heliocentrismo» (F.
Barone). Sin duda, «el primer significado de la revolución
copernicana es (...) el de una reforma de las concepciones
REALE, Giovanni; ANTISERI, Darío; Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Tomo II, Editorial
Herder, Barcelona, España, 1992.
fundamentales de la astronomía» (T.S. Kuhn), pero el alcance del De
Revolutionibus va mucho más allá de una mera reforma técnica de la
astronomía. Al desplazar Tierra del centro del universo, Copérnico
cambió también el lugar del hombre en el cosmos. La revolución
astronómica implicó también una revolución filosófica: «Los hombres
que creían que su morada terrestre no a que un planeta, que giraba
ciegamente en torno a una entre billones de estrellas, evaluaban su
posición en el esquema cósmico de un modo muy distinto a sus
predecesores, que veían la Tierra como único centro focal de la
creación divina» (T.S. Kuhn). Al desplazar la posición de la Tierra,
Copérnico expulsó al hombre del centro del universo.
En su conocido libro La revolución copernicana (1957), Kuhn afirma
también lo siguiente: «Su doctrina planetaria y la concepción ligada
a ella de un universo centralizado en el Sol fueron instrumentos para
el paso de la sociedad medieval a la sociedad occidental
moderna, en la medida en que afectaban (...) la relación del hombre
con el universo y con Dios. Iniciada una revisión estrictamente técnica
de la astronomía clásica, con alto despliegue matemático, la teoría
copernicana se convirtió en centro focal de terribles controversias
en el terreno religioso, filosófico y de las doctrinas sociales, que —a
lo largo de los dos siglos siguientes al descubrimiento de América—
determinaron la orientación del pensamiento europeo.» En resumen,
la revolución copernicana fue una revolución en el mundo de las
ideas, una transformación en las ideas inveteradas y venerables que
el hombre tenía sobre el universo, sobre su relación con éste y sobre
su puesto en él. Actualmente, «nada nos parece más lejos de nuestra
ciencia que la visión del mundo de Nicolás Copérnico» y, sin
embargo, sin la concepción de Copérnico «jamás habría existido
nuestra ciencia» (A. Koyré). Como tampoco habría existido, para
decirlo con palabras de Antonio Banfi, «el hombre copernicano», es
decir, el hombre «que se ha liberado de la ilusión de estar en el
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centro del universo y, junto con ella, ha perdido también muchos
otros mitos que se habían entretejido en su saber» (F. Barone). Este
es el sentido en el cual, todavía hoy, Copérnico representa una
innovación radical y revolucionaria.
2. La imagen galileana de la ciencia
La ciencia moderna es la ciencia de Galileo, en la explicitación de
sus supuestos, en la delimitación de su autonomía y en el
descubrimiento de las reglas del método. Ahora bien, ¿cuál es,
exactamente, la imagen de la ciencia que tuvo Galileo? O mejor
aún, ¿cuáles son las características de que se deducen de las
investigaciones efectivas de Galileo, o bien las reflexiones filosóficas
y metodológicas sobre la ciencia que lleva a cabo el mismo Galileo?
La pregunta es muy pertinente, y después de todo lo que hasta aquí
se ha dicho estamos en condiciones de exponer toda una serie de
rasgos distintivos que sirven para restituirnos la imagen galileana de
la ciencia.
1) Ante todo, la ciencia de Galileo ya no es un saber al servicio de
la fe; no depende de la fe; posee un objetivo distinto al de la fe; se
acepta y se fundamenta por razones diversas a las de la fe. La
Escritura contiene el mensaje de salvación y su función no consiste
en determinar «las constituciones de los cielos y de las estrellas». Las
proposiciones de fide nos dicen va al cielo»; las científicas,
obtenibles «mediante las experiencias sensatas y las demostraciones
necesarias», nos dan testimonio en cambio de «cómo va el cielo».
En pocas palabras, basándose en sus diferentes finalidades (la
salvación, para la fe; el conocimiento, para la ciencia), y en sus
distintas modalidades de fundamentación y aceptación (en la fe:
autoridad de la Escritura y respuesta del hombre ante el mensaje
revelado; e la ciencia: experiencias sensatas y demostraciones
necesarias), Galielo separa las proposiciones de la ciencia de las
de la fe. «Me parece que en la disputas naturales (la Escritura)
debería colocarse en último lugar.»
2) Si la ciencia es autónoma con respecto a la fe, con mayor razón
aún debe ser autónoma de todos aquellos lazos humanos que —
como la fe Aristóteles y la adhesión ciega a sus palabras— vedan su
realización. « ¿Y qué puede ser más vergonzoso —dice Salviati en el
Diálogo sobre los sistemas máximos— en los debates públicos,
mientras se está tratando de conclusiones demostrables, que el oír a
uno aparecer de pronto con un texto—a menudo escrito con un
objetivo muy distinto— y cerrar con él la boca de su adversario? (...).
Señor Simplicio, venid con razones y con demostraciones, vuestras o
de Aristóteles, y no con textos o meras autoridad porque nuestros
discursos han de versar sobre el mundo sensible y sobre un mundo
de papel.»
3) Por lo tanto la ciencia es autónoma de la fe, pero también es a
muy distinto de aquel saber dogmático representado por la
tradición aristotélica. Esto no significa, sin embargo, que para Galileo
la tradición resulte negativa en cuanto tradición. Es negativa
cuando se erige en dogma, en dogma incontrolable que pretende
ser intocable. «Tampoco de que no haya que escuchar a Aristóteles,
por lo contrario, alabo que oiga y se le estudie con diligencia, y
únicamente critico el entregársele de forma que se suscriba a ciegas
todo lo que dijo y, sin buscar ninguna otra razón, haya que tomarlo
como decreto inviolable; lo cual constituye un abuso que sigue a
otro extremo desorden y que consiste en dejar de forzarse por
entender la fuerza de sus demostraciones.» Así sucedió en el caso
de aquel aristotélico que, basado en los textos de Aristóteles,
sostenía que los nervios se originan en el corazón. Cuando una
disección anatómica desmintió tal teoría, afirmó: «Me habéis hecho
ver esto de un modo tan abierto y sensato, que si el texto de
Aristóteles no dijese lo contrario —que los nervios nacen del corazón
tendría por fuerza que confesar es verdad.» Galileo ataca el
dogmatismo y el puro Ipse dixit, la «autoridad desnuda» y no las
razones que aún hoy podrían hallarse, por ejemplo Aristóteles:
«Empero, señor Simplicio, venid con las razones y las demostraciones,
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vuestras o de Aristóteles.» A la verdad no hay que pedirle el
certificado de nacimiento, y en todas partes pueden encontrarse
razones y demostraciones. Lo importante es dar a entender que son
válidas y no que estén escritas en los libros de Aristóteles. Y en contra
de los aristotélicos dogmáticos y librescos, Galileo apela al propio
Aristóteles: es «el mismo Aristóteles» quien «antepone (...) las
experiencias sensatas a todos los razonamientos». Hasta tal punto es
así, que «no me cabe la menor duda de que, si Aristóteles viviese en
nuestra época, cambiaría de opinión. Esto se deduce
manifiestamente de su propio modo de filosofar: cuando que
considera que los cielos son inalterables, etc., porque en ellos no ha
visto engendrarse ninguna cosa nueva ni desvanecerse ninguna
cosas vieja, nos da a entender implícitamente que, si hubiese visto
uno de estos accidentes, habría considerado lo contrario,
anteponiendo, como con: conviene, la experiencia sensata al
razonamiento natural». En consecuencia pretende liberar el camino
de la ciencia de un obstáculo epistemológico en sentido estricto,
del autoritarismo de una tradición sofocante que bloquea el avance
de la ciencia. Galileo, en definitiva, celebra «el funeral (...) de la
pseudofilosofía», pero no el funeral de la tradición en cuanto tal. Esto
es tan cierto que con las debidas cautelas cabe decir que es
platónico en filosofía y aristotélico en el método.
6) Sin embargo, la ciencia sólo puede ofrecernos una descripción
verdadera de la realidad, sólo puede llegar hasta los objetos —y ser
por lo tanto objetiva— con la condición de establecer una distinción
fundamental entre las cualidades objetivas y subjetivas de los
cuerpos. En otras palabras, la ciencia debe limitarse a describir las
cualidades objetivas de los cuerpos, cuantitativas y mensurables
(públicamente controlables) excluido de sí misma al hombre, esto es,
las cualidades subjetivas. Leemos el Ensayador: «Por eso, cuando
concibo una materia o substancia corpórea, me siento atraído por
la necesidad de concebir al mismo tiempo que está determinada y
configurada de esta manera o de la otra, que es grande o pequeña
en comparación con otras, que está en este lugar o en aquél, en
este o en aquel tiempo, que se mueve o está quieta, que toca o no
a otro cuerpo, que es una, pocas o muchas, y mediante ninguna
imaginación puedo separarla de estas condiciones; empero, que
sea blanca o dulce o amarga, sorda o muda, que tenga un aroma
grato o desagradable, no siento que mi mente esté forzada a
entenderla necesariamente acompañada por tales condiciones:
más aún, si los sentidos no nos sirviesen de guía, quizás el
razonamiento o la imaginación por sí misma jamás llegaría hasta
ellas.» En resumen: los colores, los olores, los sabores, etc., son
cualidades subjetivas; no existen en el objeto, sino únicamente en el
que siente, al igual que las cosquillas no existen en la pluma, sino en
el sujeto sensible a ellas. La ciencia es objetiva porque no se interesa
por las cualidades subjetivas que varían para cada hombre, sino
que atiende a aspectos de los cuerpos que, al ser cuantificables y
mensurables, son para todos. La ciencia tampoco pretende
«determinar la esencia verdadera e intrínseca de las substancias
naturales». Por lo contrario, escribe Galileo, «determinar la esencia lo
considero una empresa tan imposible y un esfuerzo tan vano en las
substancias próximas y elementales como en las muy remotas y
celestiales: y me creo tan ignorante de la substancias próximas de la
Tierra como de la substancia de la Luna, de la nubes elementales y
de las manchas del Sol». Por lo tanto, ni las cualidades subjetivas ni
las esencias de las cosas constituyen el objetivo de la ciencia. Esta
debe contentarse con «tener noticia de algunas de sus afecciones».
Por ejemplo, «sería inútil intentar una investigación de la substancia
de las machas solares pero esto no impide que podamos conocer
algunas de sus afecciones, por ejemplo el lugar, el movimiento, la
figura, el tamaño, la opacidad, la mutabilidad, la producción y la
desaparición». La ciencia, pues, es conocimiento objetivo,
conocimiento de las cualidades objetivas de los cuerpos: y éstas son
cualidades cuantitativamente determinables, esto es, medibles.
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3. El significado filosófico de la obra de Newton
Galileo murió el 8 de enero de 1642. Ese mismo año, el día de
Navidad nacía en Woolsthorpe -cerca del pueblo de Colsterworth,
en el Linvolnshire— Isaac Newton. Newton fue el científico que llevó
a su culminación la revolución científica, y con su sistema del mundo
se configuró la física clásica. No fueron únicamente sus
descubrimientos astronómicos, o matemáticos (de forma
independiente de Leibniz, inventó el cálculo diferencial e integral)
los que le otorgan un lugar en la historia de las ideas filosóficas.
Newton, además, estuvo preocupado por importantes cuestiones
teológicas y elaboró una cuidadosa teoría metodológica. Sin
embargo, quizá lo más importante a nuestros efectos sea que, sin una
comprensión adecuada del pensamiento de Newton, no estaríamos
en condiciones de entender a fondo gran parte del empirismo inglés,
ni tampoco la ilustración —sobre todo la francesa— y ni siquiera el
mismo Kant. En realidad, como veremos enseguida, la razón de los
empiristas ingleses, limitada y controlada por la experiencia, que ya
no la deja moverse a su arbitrio en el mundo de las esencias, es
precisamente la razón de Newton. Por otra parte, la temporada que
Voltaire pasó en Inglaterra llegó a transformar sus ideas. Voltaire, que
será el pensador más típico de la ilustración, «vio que allí los
burgueses podían aspirar a todas las dignidades que la libertad no
creaba incompatibilidades con el orden, que la religión toleraba la
filosofía (...). La lectura de Locke le proporcionó una filosofía, la de
Swift, un modelo, y la de Newton, una doctrina científica» (A. Maurois).
La razón de los ilustrados es la del empirista Locke, razón que halla
su paradigma en la ciencia de Boyle o en la física de Newton: ésta
no se pierde en hipótesis sobre la naturaleza íntima o la esencia de
los fenómenos, sino que, controlada de forma continua por la
experiencia, busca y comprueba las leyes de su funcionamiento. Por
último, tampoco hemos de olvidar que la ciencia de la que habla
Kant es la ciencia de Newton, y que la conmoción kantiana ante los
cielos estrellados es una conmoción ante el orden del universo-reloj
de Newton. Kant, escribe Popper, creyó que la tarea del filósofo
consistía en explicar la unicidad y la verdad de la teoría de Newton.
Sin comprender la imagen de la ciencia newtoniana, resulta del todo
imposible comprender la Crítica de la razón pura de Kant.
El libro más famoso de Newton son los Philosophiae naturalis principia
mathematica, cuya primera edición se publicó en 1687. «La
publicación de los Principia (...) fue uno de los acontecimientos más
importantes de toda la historia de la física. Este libro puede ser
considerado como la culminación de miles de años de esfuerzo por
comprender la dinámica del universo, los principios de la fuerza y del
movimiento, y la física de los cuerpos en movimiento en medios
distintos» (I.B. Cohen). Y «en la medida en que la continuidad de la
evolución del pensamiento nos permite hablar de una conclusión y
de un nuevo punto de partida, podemos decir que con Isaac
Newton acaba una fase en la actitud de los filósofos hacia la
naturaleza y comienza otra nueva. En su obra, la ciencia clásica (...)
consiguió una existencia independiente y a partir de entonces
comenzó a ejercer todo su influjo sobre la sociedad humana. Si
alguien quiere emprender la labor de describir este influjo con todas
sus numerosas ramificaciones (...) Newton podría constituir el punto de
partida todo lo que se había hecho antes no era más que una
introducción» (E.J. Dijksterhuis).