Quiero referirme, en esta ocasión, a los momentos en que, dentro de un tratamiento psicológico,
el paciente intenta mover de su sitio al profesional que lo escucha (y que también le habla). No es
un empeño poco frecuente; y mucho menos poco exitoso. Hace un par de meses, por ejemplo, me
contaban de un colega al que su labor clínica le resultaba particularmente complicadapor un
motivo muy especial: era muy guapo. Según me explicaron, este psicólogo padecía,
invariablemente, el acoso de todas sus pacientes femeninas. Suena cómico, pero me comentaban
que él vivía esta situación con mucha angustia. Un buen día, dispuesto a hacer algo con la
situación que le acontecía, tomó una decisión que pondría fin a toda esa calamidad: optó por
transformar radicalmente su aspecto. Dejó de usar la formal vestimenta que acostumbraba,
comenzó a adornarse con un peinado más desenfadado y hasta dejó de afeitarse.
No lo conozco físicamente como para juzgar los posibles alcances de su atractivo; pero quiero
concentrarme en su situación, en su angustia y en la solución que encontró. De entrada, al pensar
un poco en esto, no pude menos que recordar a Fromm (1991) cuando, refiriéndose a la
transferencia, dentro de su Grandeza y limitaciones del pensamiento de Freud, dice: “Ningún
analista puede ser lo suficientemente estúpido o carente de atractivo como para no producir este
efecto en una persona, por otro lado inteligente, que no se tomaría la molestia de fijarse en él si
no fuese su analista”. La situación analítica promueve, pues, este tipo de inconvenientes.
El psicólogo en cuestión seguramente no tiene muy claro este punto y esa es una franca
irresponsabilidad suya. No obstante, lo realmente delicado, es que el suyo no es un caso aislado.
En otra ocasión, a un compañero de trabajo le sucedió algo similar. Tenía una paciente y todo
parecía marchar bien, hasta que, un día, después de una sesión, ella le envió un mensaje que
decía: “me gustaría seguir platicando contigo, pero ahora como amigos”. Él optó por cortar el
tratamiento desde ese momento. Los psicólogos no hacemos prohibiciones ni otorgamos
satisfacciones a nuestros pacientes. Sería injusto cobrarles por eso. Pero estas complicaciones,
inherentes a todo tratamiento (no sólo psicológico) serían mejor entendidas si el profesional
pusiera más atención a sus propios conflictos, ya que éstos entran en juego, invariablemente, en
cada sesión psicológica.
El cocinero afila sus cuchillos, el conductor aceita su vehículo y el cirujano esteriliza sus
instrumentos. La ética y eficacia de cada labor impone estas precauciones. ¿Qué habrá entonces
de espeluznante en el psiquismo del ser humano como para que, en ocasiones, el psicólogo sea el
único que no trabaja en su mente?
Hasta el próximo jueves.
Psic. Juan José Ricárdez.
Top Related