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Política Educativa 2011 Sociedad -Nación - Estado Breve intento de definir ‘Sociedad’ “Vale la pena ser un héroe de la clase trabajadora” Working Class Hero, John Lennon Sociedad 1 se define generalmente como una agrupación natural o pactada de personas, con el fin de cumplir, mediante la cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. En la misma definición ya aparecen perfiladas las dos corrientes existentes respecto del origen de la sociedad: la de la naturaleza y la del pacto o contrato. De acuerdo con la primera corriente, la sociedad es un componente natural de la vida del hombre, puesto que en ella nace y se desarrolla. La naturaleza (y la necesidad) lo han llevado a vivir en sociedad; sin la comunicación de las ideas y el conocimiento de lo conseguido por sus antepasados, el género humano no habría salido de la infancia. Sólo si fuera “una bestia o un dios” podría vivir en una situación asocial. Además, la concepción de que “el hombre es un ser social” implica la existencia de una autoridad natural, entendida como una persona o un conjunto de personas encargadas del ejercicio del poder público. Esta concepción fue desarrollada por Aristóteles (384-322 a.C.) que, partiendo del principio de que el hombre es por naturaleza un animal político y social, expuso una teoría del desarrollo político que va desde la familia —que existe para las necesidades elementales de la vida— hasta la sociedad (polis), única estructura que hace al individuo protagonista de la vida política. Si bien el cristianismo ha sido el principal defensor de la naturalidad de la sociedad, esta posición fue adoptada en diferentes épocas por quienes se oponen al contractualismo. El contractualismo se basa en la teoría del pacto, desarrollada en el siglo XVII por los pensadores ingleses 1 Siguiendo análisis de Lucchini, Cristina y Juan Labiaguerre: Sociología Clásica. Antecedentes históricos y conceptuales, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2008, y Lucchini, Cristina/Liliana Siffredi/Juan Labiaguerre: La impronta espacial-temporal en el análisis social clásico, 5ª Ed., Buenos Aires, Ed. Biblos, 2007. 1

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Política Educativa 2011

Sociedad -Nación - Estado Breve intento de definir ‘Sociedad’

“Vale la pena ser un héroe de la clase trabajadora”Working Class Hero, John Lennon

Sociedad1 se define generalmente como una agrupación natural o pactada de personas, con el fin de cumplir, mediante la cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. En la misma definición ya aparecen perfiladas las dos corrientes existentes respecto del origen de la sociedad: la de la naturaleza y la del pacto o contrato.

De acuerdo con la primera corriente, la sociedad es un componente natural de la vida del hombre, puesto que en ella nace y se desarrolla. La naturaleza (y la necesidad) lo han llevado a vivir en sociedad; sin la comunicación de las ideas y el conocimiento de lo conseguido por sus antepasados, el género humano no habría salido de la infancia. Sólo si fuera “una bestia o un dios” podría vivir en una situación asocial. Además, la concepción de que “el hombre es un ser social” implica la existencia de una autoridad natural, entendida como una persona o un conjunto de personas encargadas del ejercicio del poder público. Esta concepción fue desarrollada por Aristóteles (384-322 a.C.) que, partiendo del principio de que el hombre es por naturaleza un animal político y social, expuso una teoría del desarrollo político que va desde la familia —que existe para las necesidades elementales de la vida— hasta la sociedad (polis), única estructura que hace al individuo protagonista de la vida política. Si bien el cristianismo ha sido el principal defensor de la naturalidad de la sociedad, esta posición fue adoptada en diferentes épocas por quienes se oponen al contractualismo.

El contractualismo se basa en la teoría del pacto, desarrollada en el siglo XVII por los pensadores ingleses Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704), y en el siglo siguiente por el francés Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Afirma que la sociedad no es obra de la naturaleza sino de la decisión de los hombres mediante un pacto, que además establece una autoridad a la que se someten voluntariamente. Desde esta visión, el primer estado natural del hombre fue el aislamiento y, por distintas razones según los autores —la guerra, la defensa de la propiedad—, el pacto o contrato surge para superar esa situación, dando lugar a la emergencia de la sociedad política (una forma de organización de los hombres) en la que la autoridad se constituye para asegurar los derechos de quienes forman parte de ella.

Esta caracterización nos remite a dos tipos de contrato: el pacto de asociación entre individuos que deciden vivir juntos, regulando de común acuerdo todo lo que se refiere a su segura conservación, y el pacto de sumisión (o de sujeción), que instaura el poder político, al que se compromete a obedecer.

Las concepciones contractualistas se vinculan históricamente al constitucionalismo, es decir, a las corrientes políticas que plantean la necesidad de limitar el ejercicio del poder por medio de un documento que establezca los derechos y deberes de gobernantes y gobernados.

1 Siguiendo análisis de Lucchini, Cristina y Juan Labiaguerre: Sociología Clásica. Antecedentes históricos y conceptuales, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2008, y Lucchini, Cristina/Liliana Siffredi/Juan Labiaguerre: La impronta espacial-temporal en el análisis social clásico, 5ª Ed., Buenos Aires, Ed. Biblos, 2007.

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Como muestra la historia, el contrato social es pura teoría; sin embargo, ha sido la forma más convincente — ¿racional? — de ordenar la convivencia y legitimar la autoridad.

Una variante de la teoría del contrato es aquella que distingue entre comunidad y sociedad2. De acuerdo con ella, los seres humanos se agruparon primero en comunidades, grupos en los que los lazos de unión eran sobre todo afectivos. Las transformaciones económicas fueron las que dieron lugar al surgimiento de la sociedad, unión de personas en las que el único lazo que las mantiene unidas es el interés económico. En este caso, el pacto surge implícitamente para vincular a personas que no tienen nada que ver entre sí, estableciendo las normas que regulan la convivencia en un mundo individualista, dominado por la competencia en todos los terrenos.

La estratificación social

La estratificación social es la manera como se divide una sociedad determinada, compuesta de diferentes agregados llamados estratos3, cada uno de los cuales entraña un grado diferente de propiedad, poder y prestigio.

En efecto, todas las sociedades se caracterizan por el hecho de que sus integrantes están colocados en situaciones diferenciadas en relación con el acceso a los bienes sociales, de existencia escasa.

Es fundamental destacar que la estratificación es social, para no confundir las desigualdades sociales con las desigualdades naturales. No existen dudas respecto de que los hombres no son iguales, pues difieren tanto en sus características físicas como en sus capacidades mentales, pero estas diferencias de por sí no explican las desigualdades sociales, a pesar de que en ciertos casos pueden influir en ellas. Para poner un ejemplo, en una sociedad guerrera (Esparta) un atleta va a estar en posición favorable respecto de una persona con salud precaria.

La estratificación social se origina básicamente en la división del trabajo; en una sociedad hipotética en la que todos los hombres y las mujeres desarrollaran las mismas actividades no se producirían entonces diferenciaciones sociales. El proceso de diferenciación de las posiciones sociales originado por la división del trabajo va acompañado de una diferente evaluación de esas diferenciaciones, y da lugar al establecimiento de escalas de valores que dependen de cada sociedad, y que incluso pueden modificarse dentro de una misma sociedad en determinadas circunstancias.

Dentro de las desigualdades sociales podemos distinguir aquellas que están sancionadas por ley respecto de las que no lo están. Entre las primeras podemos ubicar la esclavitud, las castas y los órdenes. La esclavitud constituye una relación económica, ya que implica la propiedad de seres humanos; a lo largo de la historia la posición de esclavo se adquirió de diferentes maneras: por nacimiento, derrota militar, deudas, o por captura y comercialización. Los casos más conocidos son los del mundo clásico mediterráneo (las ciudades griegas y el Imperio Romano), y el sistema de plantaciones instaurado a partir del siglo XVI por parte de algunas naciones europeas en algunas regiones de América utilizando mano de obra traída desde África. No siempre constituía un sistema normativamente cerrado: en las sociedades esclavistas antiguas el esclavo podía comprar su libertad o adquirirla de diferentes maneras.

Por su parte, la pertenencia a una casta se determina exclusivamente por el nacimiento y en principio está excluido el paso de una casta a otra. Su rasgo principal es justamente la inexistencia de zonas grises donde las categorías se confundan; por el contrario, las

2 El primero en establecer esta diferencia fue el sociólogo alemán Ferdinand Tonnies (1855-1936).3 El término “estrato” ha sido tomado de la geología, y se refiere a la superposición de capas de diferentes materiales a lo largo del tiempo, dando lugar a la conformación de estructuras geológicas consolidadas. Microsoft® Encarta® 2008.

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divisiones están muy definidas y claras. El de la India es el ejemplo más conocido y citado de sociedades caracterizadas por la existencia de castas. Algunos estudiosos tratan el sistema de castas de la India como un fenómeno económico similar al feudalismo europeo, en el que los terratenientes explotan a los que no tienen tierras con el apoyo de la religión. Otros en cambio lo analizan desde la perspectiva litúrgica o religiosa al servicio de fines distintos a los económicos, aunque inevitablemente vinculado a ellos,

A su vez, en la sociedad feudal se pertenecía a un orden (aristocracia, campesinado) principalmente por el nacimiento4, aunque el paso de un orden a otro no estaba excluido y se concretaba por medio de un requisito formal, como la concesión de un título nobiliario por parte de un monarca.

Para aquellas sociedades en las cuales las desigualdades sociales no están sancionadas por ley, el concepto más utilizado es el de clase. A diferencia de los casos citados, en esas sociedades, teóricamente no existe ningún obstáculo para el paso de una clase a otra, en tanto éstas se caracterizan por el hecho de que designan a agrupaciones cuya existencia no está reconocida por el ordenamiento jurídico de la sociedad. Clase, entonces, es la expresión que se utiliza para designar a un conjunto de personas que comparten ciertos elementos objetivos comunes, en general relacionados con su nivel de ingresos, que las coloca en diferente posición social respecto de otras, en sociedades que reconocen que todos los hombres son formalmente iguales ante la ley.

Teorías de la estratificación social

En un sentido amplio, puede decirse que a partir del concepto de clase existen dos conjuntos de teorías de la estratificación social: las teorías del conflicto y las teorías funcionalistas. Ambas constituyen esfuerzos por dar respuesta a una pregunta básica: ¿cómo es posible la sociedad? o, formulada de otra manera, ¿cómo es posible que la mayoría de la gente obedezca las reglas la mayor parte del tiempo?

Los teóricos funcionalistas afirman que la sociedad se mantiene unida debido sobre todo a la existencia de un consenso en torno a los valores y las normas de la sociedad. Las personas tienden a obedecer las reglas y a vivir de acuerdo con ellas tras un largo proceso de socialización. Los teóricos del conflicto, por el contrario, sostienen que la sociedad está caracterizada por la existencia de conflictos, pero a pesar de eso se mantiene unida porque: 1) una de las clases de la sociedad tiene el poder de hacer cumplir las reglas, y hacer que las clases subordinadas sigan reglas que en lo fundamental sirvan a sus intereses, y 2) hay tantos grupos de interés solapados y divididos que los individuos o grupos deben aprender a cooperar.

Una de las razones de que los supuestos de los modelos de los teóricos funcionalistas y los teóricos del conflicto sean diferentes es que mientras los primeros tienden más a considerar las sociedades como sistemas “holistas” (semejantes a órganos biológicos)5

las segundas se centran en las partes y los procesos que componen las sociedades.

Nos ocuparemos principalmente de las teorías del conflicto.

Dijimos que la estratificación social es la característica de una sociedad de estar diferenciada o dividida en grupos con diferentes posibilidades de acceder a recursos escasos, sean éstos económicos, culturales o de otro tipo, que se consideren valiosos. Se generan así estratos superpuestos en una escala continua, donde los límites entre cada uno

4 De esta situación se escapaba el orden eclesiástico, aunque dentro de él había una clara distinción entre el alto clero, reservado para miembros de la aristocracia, y el bajo clero, al que accedía el resto de la población.5 Desde esta perspectiva, la sociedad se asemeja a un organismo biológico: así como cada órgano cumple una función dentro del cuerpo humano, las diferentes partes de una sociedad cumplen distintas funciones, necesarias para la salud y el mantenimiento do la misma.

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de ellos muchas veces no son muy claros. Algunas personas pueden tener una posición alta en un criterio, como el económico, pero bajo en otro, como el cultural, y ello hace difícil delimitarlos en forma tajante.

En el enfoque marxista se conceptualiza la clase social como una estructura objetiva de posiciones sociales, y se resalta el criterio económico para definir a qué lugar o clase social pertenece un individuo. La clase social, para ser reconocida como tal, debe cumplir con dos requisitos: uno económico y otro psicológico o subjetivo.

El económico tiene que ver con el lugar que ocupan las personas en el sistema de producción social y su relación con los medios de producción, o sea: propietarios y no propietarios de los medios de producción. Esto nos daría un grupo de individuos que ocuparían una misma posición objetiva en la estructura económica de la sociedad.

Las condiciones económicas crean para un conjunto de individuos una situación común, con una cultura e intereses comunes. Marx llama a este conjunto de personas clase en sí, porque sus miembros están dispersos, no son conscientes de sus intereses comunes, no tienen contacto entre sí, no tienen una organización política que los agrupe, incluso mantienen una relación de competencia entre sí en el mercado.

Sólo a través de la lucha contra otra clase adquieren conciencia de sus intereses es y pueden convertirse entonces en una clase para sí, unificada y con una organización. Este segundo requisito es de tipo subjetivo, por el cual sus miembros e encuentran unidos por ciertos lazos de pertenencia, por el reconocimiento de sus intereses comunes y de aquellos antagónicos a su clase social, o sea, por una conciencia de clase.

Por lo tanto, para que una clase sea reconocida como tal debe entonces tener una conciencia subjetiva, que le permitirá asumir el papel histórico que –según Marx- le va a tocar desempeñar en el conflicto económico y político, ya que la lucha de clase contra clase es una lucha política.

Dado que el concepto de clase es histórico, y tiene su origen en las relaciones de propiedad, a medida que éstas van cambiando (sociedad tribal, feudal, capitalista), su definición se debe adecuar a ella. Durante el capitalismo competitivo, que fue la época que le tocó vivir a Marx, el capitalista o burgués era el dueño de las fábricas (máquinas, materias primas), lo cual le daba poder económico, social y político; y el obrero sólo era dueño de su fuerza de trabajo, de manera que si no trabajaba se moría de hambre. O sea que concibió un modelo dicotómico entre burgueses y proletarios como tendencias extremas, pero (especialmente en los trabajos históricos) también reconoció otras clases o fracciones de clase; se refirió a la aristocracia, la pequeña burguesía, el proletariado, incluso en oportunidades hizo referencia a las clases medias como los “estratos intermedios” o “clases intermedias”, lo que sugiere un esquema de gradación no siempre tomado a partir de criterios puramente económicos.

Asimismo, una clase puede estar representada por varios partidos políticos, cada uno de los cuales surge de una fracción diferente, o de sectores más radicales o más conservadores, etc. También el proletariado muchas veces puede estar representado por diferentes partidos (revolucionarios, reformistas, etc.). Un partido también puede representar a clases aliadas (por ejemplo, el justicialismo). El análisis de las clases no es tarea fácil, pues a lo largo del tiempo éstas se transforman, pueden fraccionarse más de una vez, unirse o aliarse con otras, etcétera.

Para marcar la relación entre la clase social y las ideas —tomadas como un conjunto de representaciones mentales que expresa la situación de clase— Marx señala que las ideas prevalecientes en cada época son las de la clase dominante. Esta clase, al controlar los medios de producción material, también controla los medios de la producción mental,

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imponiendo así esas ideas al resto de la sociedad. La clase dominante no necesita ocuparse personalmente de la difusión de las mismas, pues justamente con la moderna división del trabajo aparece un grupo de profesionales especializados preocupados en defender ideológicamente sus intereses. El fin de la cultura y la ideología burguesas está determinado por las leyes del desarrollo histórico del capitalismo y las contradicciones que éste encierra.

La siguiente selección nos permitirá observar la forma en que Marx analizaba este problema:

“Si al interpretar el curso histórico se separa el pensamiento dominante en una época de la clase que en ella tiene el mando, considerándolo independiente; si sólo se atiende a ese pensamiento sin preocuparse de las condiciones en que se engendra, ni de los que lo engendran; en suma, si se prescinde de las circunstancias históricas en que se crea y de los individuos que lo crean, bien se puede afirmar que en una época dominan -por su sola fuerza intrínseca- los conceptos de honor, fidelidad, etc., en tal otra los de libertad, igualdad, etc. Por regla general, la clase entronizada en el poder se figura las cosas de esa manera. Pero, en realidad, si estos conceptos dominan, no es por su fuerza intrínseca. Dominan porque aquélla los sustenta. Así los conceptos citados en primer término han prevalecido gracias al dominio de la aristocracia; las citadas en segundo término, gracias al dominio de la burguesía. El engaño se descubre cuando la revolución abate el poder de la clase dominante. Entonces viénese al suelo al mismo tiempo la ideología en auge de esa época. Tal ideología no era algo eterno. No hacía sino traducir las modalidades y aspiraciones de la clase dominante.

“Las ideas de la clase dominante son, en todos los tiempos, las ideas dominantes: es decir, la clase que constituye la fuerza material dominante de la sociedad representa, a la vez, su fuerza intelectual dominante. La clase que dispone de los medios de producción material domina, a la vez, los medios de producción mental; en consecuencia, las ideas de quienes carecen de medios de producción mental están en general sujetas a esa clase. Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las relaciones materiales dominantes concebidas como ideas y, de esta manera, expresan las relaciones que hacen de una clase la dominante; son, por ende, las ideas de su dominación.

Naturalmente que el fenómeno que hemos ido describiendo desaparecerá el día en que la sociedad deje de estar dividida en clases. La ideología de una clase particular debe revestirse en apariencia de ideología general de una época, al solo objeto de que esa clase pueda dominar a las demás. Pero cuando no haya más clases, tampoco habrá clase dominante ni, por tanto, una ideología propia de esa clase”6.

En cambio, para Max Weber la estratificación es una característica de toda sociedad, que puede ser de diversos tipos, según los criterios del mercado para juzgar la posición de la gente, y que derivan, dentro de un determinado orden económico, de la magnitud y naturaleza del poder de disposición (o de la carencia de él) sobre bienes de consumo, medios de producción, patrimonio, medios lucrativos y servicios, y de las maneras de su aplicabilidad para la obtención de rentas o ingresos. La situación del estrato indica intereses iguales o semejantes en los que se encuentra el individuo junto con otros muchos más. Weber reconoce tres dimensiones principales en la estratificación social, resumidamente llamadas clase, prestigio y poder.

La situación de clase de un individuo depende de su situación económica ni relación a un mercado en donde se intercambian bienes y se negocian la tierra, el capital, el trabajo y otros bienes escasos.

Así, “hablamos de una clase cuándo: 1) es común a cierto número de nombren un componente causal específico de sus probabilidades de existencia, en tanto que 2) tal

6 Marx, Karl y Friedrich Engels, La ideología alemana, Buenos Aires, Santiago Rueda Editores, 2005.

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componente esté representado exclusivamente por intereses lucrativos y de posición de bienes, 3) en las condiciones determinadas en el mercado (de bienes o de trabajo)”7.

Con respecto al prestigio, se basa en la posesión de características valuada como superiores o inferiores, no necesariamente comercializables, como linaje, educación, cultura, pertenencia étnica o religiosa, profesión, desempeño de tareas sacerdotales, militares o de gobierno. Los estratos formados según estos criterios pueden a su vez, como las clases, tener mayor o menor grado de autoconciencia o de organización. Se los llama en general estamentos, algunos muy reconocidos, como el clero, la nobleza o la carrera militar.

En cuanto a su contenido, el honor correspondiente al estamento “encuentra normalmente su expresión, ante todo, en la exigencia de un modo de vida determinado a todo el que quiera pertenecer a su círculo”8.

Finalmente el poder, o la capacidad de influir y hacer actuar a los otros según los propios deseos. Por poder “entendemos aquí, de un modo general, la probabilidad que tiene un hombre o una agrupación de hombres, de imponer su propia voluntad en una acción comunitaria, inclusive contra la oposición de los demás miembros”9.

Los partidos políticos están estrechamente asociados a la dimensión del poder. Pertenecer a un partido poderoso puede asignar poder a sus miembros, y tiende a conferir también beneficios en las esferas de lo económico (pertenencia a clase) y del prestigio, pero sin que necesariamente las tres dimensiones coincidan.

Weber también señala la existencia de clases medias que se hallan integradas por “las capas de toda especie de los equipados con propiedades o con cualidades de educación, y sacan de ellas sus ingresos”.

Una diferencia en cuanto al marxismo clásico y la teoría de Weber concierne a la relación entre explotación y dominación o, en términos más generales, entre relaciones económicas y relaciones político-ideológicas. Por explotación se entiende la capacidad de un individuo o una clase para apropiarse del trabajo ajeno, mientras que dominación se refiere a la habilidad para conseguir la obediencia de otros. En Marx, las relaciones de clase son primordiales mientras que las de dominación políticas o ideológicas son secundarias, en el sentido de que surgen como medios para asegurar las condiciones de explotación (como las leyes que garantizan el derecho de propiedad) y de reproducción (como el Estado o los medios de comunicación). Para Weber las relaciones de dominación no están subordinadas al objetivo de la explotación, puesto que los individuos buscan, a veces, el dominio sobre otros para explotar su trabajo, pero también lo buscan por el prestigio social que supone, y a veces solamente por pura satisfacción. La dominación es el concepto fundamental en la teoría de Weber; los conflictos entre las clases son visualizados como una dimensión más del fenómeno más general de la lucha política entre las colectividades dominantes (privilegiadas) y las subordinadas (desposeídas).

La palabra “status” se usa para designar la posición de una persona o grupo en la escala de estratificación social. Algunos autores reservan el concepto de status para designar la ubicación en la escala de prestigio, contraponiéndola a la de clase, de connotación económica. Sin embargo, hoy en día se usa habitualmente para designar la posición que tiene un individuo en la escala social.

La teoría funcionalista sostiene que la estratificación cumple una función esencial para toda sociedad, que es la estimular a las personas a esforzarse en el desempeño de sus actividades para mejorar su posición social. Esto es difícil de probar, aunque en las sociedades conocidas existe una estratificación que diferencia entre sectores altos y bajos.7 Weber, Max: Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1964.8 Ídem.9 Ídem.

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El Estado: definición y fundamentos de su legitimidad“No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical

de lo que han hecho de nosotros” Jean Paul Sartre en el prólogo a Los condenados de la

tierra de Frantz Fanon.

Comencemos por abordar este tema procediendo a definir qué es el Estado10. En principio podemos destacar tres rasgos fundamentales sobre los que hay un consenso generalizado:

El Estado es un conjunto de instituciones, de las cuales la más importante es la que controla los medios de violencia y coerción, aunque también incluye instituciones destinadas a generar consenso, como el sistema educativo.

Estas instituciones están enmarcadas en un territorio geográficamente delimitado. Es fundamental el hecho de que el Estado mira tanto hacia adentro, a su comunidad nacional, como hacia fuera, a comunidades más grandes entre las que debe abrirse paso.

El Estado monopoliza el establecimiento de normas dentro de su territorio, circunstancia que tiende a crear una cultura política común compartida por todos los ciudadanos, y a conformar las bases de la “identidad nacional”.

Esta definición tiene, sin embargo, limitaciones: al ser simultáneamente institucional (se refiere a las instituciones que conforman el Estado) y funcional (describe las funciones que le competen), da por válido un vínculo que algunas veces no se ha dado en la historia. Por ejemplo, en la cristiandad de comienzos de la Edad Media, muchas funciones gubernamentales (el mantenimiento del orden, el establecimiento de las reglas de la guerra y la justicia) eran atendidas por la Iglesia y no por los Estados débiles y transitorios que existían en esa época. Este comentario muestra que no todas las sociedades de la historia han estado controladas por un Estado. La civilización china generalmente estuvo controlada por un solo Estado, pero la cristiandad latina nunca lo estuvo. Además, los Estados no siempre poseyeron el control completo sobre los medios de coerción, como ocurrió en la época feudal. Por lo tanto, es preciso puntualizar que la definición que hemos trascripto se refiere fundamentalmente al Estado tal cual se conformó durante la Edad Moderna.

La caracterización que hemos realizado debe también mucho a la obra de Max Weber, quien ha sido el más importante estudioso del tema del Estado. En sus análisis, incorpora algunos otros elementos significativos, entre los cuales vale la pena destacar uno: que las normas que establece el Estado se imponen a todos los individuos que residen en esa zona geográfica determinada, con independencia de la voluntad de cada uno de ellos. Las personas que residen en Francia se hallan sometidas a la autoridad coercitiva del Estado francés tanto si quieren como si no; sólo se puede abandonar la jurisdicción francesa cuando salimos físicamente del territorio del Estado.

Otra de las aportaciones vinculadas con el tema del Estado es el hecho de que, siguiendo nuevamente a Weber, la definición que hemos formulado no se plantea ningún objetivo adicional para éste. El Estado, desde la perspectiva que estamos analizando, no existe para alcanzar el “bienestar general”, el “bien común”, o algún otro fin deseable; sólo es una construcción social, un conjunto de instituciones eficaces para mantener el orden y lograr la obediencia de quienes se encuentran bajo su jurisdicción. Esto no implica negar el hecho de que para algunas corrientes de pensamiento (el cristianismo, el marxismo, para

10 Siguiendo análisis de Saborido, Jorge: Elementos de análisis sociopolítico. Ideología, Estado y democracia, Buenos Aires, Biblos Editorial, 2008.

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citar sólo dos) la existencia del Estado tiene un fin, sea éste el logro del “bien común” o el de asegurar el dominio de la clase que detenta el poder.

Llegados a este punto, creemos que es importante destacar la diferencia entre legalidad y legitimidad en relación con el ejercicio del poder. Por una parte, se afirma que un poder es legal cuando se ejerce de acuerdo con las leyes establecidas (o de algún modo aceptadas); lo contrario de un poder legal es un poder arbitrario.

En cuanto a la legitimidad, puede definirse como el atributo del Estado que consiste en la existencia dentro de la población de un consenso mayoritario que asegura la obediencia a la autoridad sin que sea necesario recurrir a la fuerza (salvo en casos excepcionales).

Dentro de las formas de dominación legítimas, Weber ha sido el que distinguió entre dominio carismático, tradicional y racional.

El dominio carismático está legitimado por los poderes excepcionales del jefe (carisma). Por su parte, la legitimidad del dominio tradicional está constituida por la creencia en reglas y poderes, antiguos e inmutables. Finalmente, la dominación racional se funda en la existencia de normas formales y abstractas (leyes).

Es decir que, resumiendo, la coincidencia entre legalidad y legitimidad se verifica en el caso de la dominación racional y la burocracia es la estructura encargada de hacerla efectiva.

La mayor parte de la historia de la humanidad no ha contado con la presencia de Estados; el primero que puede definirse como proto-estado aparece hacia el año 3000 a.C. en Mesopotamia (actual Irak). Por lo tanto, el Estado no es una institución natural; se torna entonces inexcusable la búsqueda de una explicación respecto de sus orígenes, la que puede abordarse a partir de esta pregunta: “¿por qué los hombres fueron ‘atrapados’ dentro de organizaciones coercitivas permanentes?”

Las dos respuestas más aceptadas provistas por los investigadores son las siguientes:

1) Existe una importante conexión entre la agricultura y el surgimiento del Estado. Las obras de irrigación ligan firmemente a los productores a la tierra y los convierten en ‘presa’ para los Estados. En su variante más elaborada sostiene que el Estado surge de un proceso que se desliza desde el cumplimiento desde arriba de tareas fundamentales para el grupo humano que no pueden ser realizadas por los sujetos de manera individual (construcción de canales, almacenamiento de alimentos), hasta la creación de una institución encargada de la coerción generalizada.

2) Se atribuye al Estado un origen religioso. El núcleo de la argumentación consiste en afirmar que, siendo la irrupción del Estado una cuestión de la máxima importancia, que organiza a las personas a partir de normas y conceptos que no son familiares a la experiencia de los individuos, es muy probable que sólo haya podido constituirse recurriendo a planteos que reivindicaran un origen sobrenatural.

Otra de las cuestiones importantes que plantea la existencia del Estado es el origen de su autoridad, esto es ¿cuál es la razón por la que mandan los que mandan?, o, formulando la pregunta de manera más sutil, “¿qué es lo que confiere su fuerza a la ley?”.

Sin embargo, antes de abordar este tema vamos a plantear una pregunta más elemental pero imprescindible: ¿qué es la autoridad?

El término “autoridad” se utiliza en diversos sentidos, pero puede decirse resumidamente que implica la capacidad para obtener la obediencia. Esa capacidad (de un individuo o de un ente abstracto denominado Estado) puede provenir de la fuerza, del reconocimiento de los otros de un saber superior o de la existencia de un conjunto de circunstancias que determinen que esa autoridad ‘debe’ ser obedecida, en la que el ‘deber’ está relacionado con algún tipo de juicio moral o racional.

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En un sentido muy amplio, y refiriéndonos exclusivamente al mundo occidental, podemos afirmar que a lo largo de los siglos coexistieron –obviamente enfrentadas– dos concepciones respecto de esta cuestión.

Por una parte se encuentra la llamada concepción descendente del poder, que sostiene que éste reside originalmente en un ser supremo, que con el predominio del cristianismo se identificó con la misma divinidad. Como se puede apreciar, esta concepción se vincula con el origen religioso del Estado. La concepción descendente del poder, entonces, se basa en el fundamento divino del ordenamiento social, que coincide con las orientaciones naturales de los seres humanos. En el siglo V, San Agustín afirmaba que Dios daba sus leyes a la humanidad por medio de los reyes; en la misma línea, en el siglo XIII Santo Tomas de Aquino sostenía que el poder descendía de Dios. De ahí se desprendía que quien desempeñaba la dignidad suprema era tan sólo responsable ante Él. Con estos elementos se conformaba una visión teocrática del poder; durante varios siglos, el poder real era “instituido por el sacerdocio por orden de Dios”. Para ser más claros, el poder estaba fuera de la intervención de los hombres; a éstos se les decía que aceptaran un conjunto de preceptos, pues de no cumplirlos su salvación corría peligro. Esta concepción iba acompañada de una visión orgánica de la sociedad en la que todos los elementos que la conformaban eran partes de un conjunto integrado que se reproducía perpetuamente, en cumplimiento de la “ley eterna”, divina y revelada, que no ordenaba nada que fuera en contra de la naturaleza humana. La concepción descendente del poder, entonces, se basa en el fundamento divino del ordenamiento social, que coincide con las orientaciones “naturales” de los seres humanos.

En la práctica, por supuesto, esta concepción generó tensiones con el poder político real, al que le resultaba incómoda su subordinación a la autoridad eclesiástica. Por ello en el siglo VI el papa Gelasio I formula la llamada “teoría de las dos espadas", por la cual se afirma que el mundo estaba regido por dos autoridades: la autoridad sacra de los pontífices y el poder real. En ella se reconocía la existencia de un ámbito específico e independiente a cargo del poder político, al que incluso debían subordinarse los clérigos, pero subsistía la tensión en la medida en que aun el encargado de ejercerlo estaba en última instancia subordinado a quien administraba las “cuestiones divinas”.

En oposición total a la anterior, también en la Edad Media se elaboró la concepción ascendente del poder. Su principal característica consiste en que el poder reside originalmente en el pueblo, por lo que era éste el que elegía a un jefe para la guerra, un rey, etc. Al gobernante se lo consideraba un representante de la comunidad y era entonces responsable ante ésta. Sus poderes eran los que el pueblo le había concedido, lo que implicaba también un derecho a la resistencia si se consideraba que el gobernante había dejado de representar su voluntad. Se sentaban así las bases para el surgimiento de un pensamiento político laico, capaz de concebir el poder como algo distinto del dominio espiritual, es decir dotado de competencias para el gobierno terrenal.

Durante varios siglos estas concepciones coexistieron enfrentadas, pero a medida que se fueron desplegando las transformaciones de todo tipo que afectaron al mundo occidental desde el siglo XV la justificación del ejercicio del poder fue evolucionando lentamente hacia la concepción ascendente aunque, con frecuencia, en el curso de extensas y destructivas guerras religiosas, la apelación al derecho divino como fundamentación del poder no estuvo ausente. Se estaba conformando el Estado moderno, y el desempeño eficaz de tareas cada vez más complejas en un mundo convulsionado condujo a la aparición del absolutismo, un poder sin limitaciones que a los efectos de consolidarse frente a los desafíos impuestos por los conflictos sociales apeló a argumentos de legitimación vinculados con la concepción descendente del poder. Así, los monarcas

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absolutos de los siglos XVII y XVIII van a ser justificados de la siguiente manera: Dios toma bajo su protección a todos los gobiernos legítimos, en cualquier forma que estén establecidos, por lo que quien pretenda derribarlos no es sólo enemigo público sino también enemigo de Dios”.

Estas nociones serán arrasadas por la revolución burguesa de 1789 en Francia y por la revolución industrial inglesa, que empieza a cobrar mucha fuerza a fines del siglo XVIII. De la conjunción de estas dos revoluciones surge el Estado que conocimos durante el siglo XX, del cual daremos algunas puntualizaciones, diferenciándolo del concepto de ‘nación’.

Nación… Estado… (o Estado-Nación)

Carlos Strasser11 sostiene que el “Estado moderno es la organización que impone y/u obtiene acatamiento de la población valiéndose tanto del poder o la coerción como de la autoridad o legitimidad para lograr este objetivo. El Estado es el ordenador de la sociedad. Debido a la diversidad de comportamientos, actividades e intereses que caracterizan a los miembros de cualquier sociedad y que a menudo resultan incompatibles entre sí, es necesaria la existencia de un instrumento para la resolución y/o regulación de los conflictos sociales, provocados por el choque de estos intereses, valores, hábitos y comportamientos existentes. Este instrumento de dominación política, cuyo objetivo es imponer un determinado tipo de orden y que expresa a la vez el interés general de la sociedad y el interés de uno o más sectores dominantes de cualquier sociedad, es el Estado. La Nación, en cambio, es una realidad de orden cultural (en el sentido antropológico) constituida básicamente por tradiciones, lengua, vínculos religiosos, hábitos y estilos de vida compartidos, y. desde ya, una historia común. Ni el Estado ni la Nación existen desde siempre; ambos se forman con el tiempo. Además, Estado y Nación no necesariamente aparecen juntos. Existen casos en donde uno de los componentes —o el Estado o la Nación— puede estar ausente. Por ejemplo, la existencia de la nación alemana o de la nación judía es anterior a la constitución del Estado alemán o del Estado israelí actual”.

Establecidas estas puntualizaciones, que nos dan pie para comprender el proceso de constitución de los estados nacionales, seguiremos a Oscar Oszlak12 y utilizaremos el concepto de “estatidad” así como la adquisición —en el proceso de formación de los estados—, de ciertas propiedades que éste define como centrales (Conviene señalar que la exposición secuencial de las mismas es meramente arbitraria y no implica relación de causalidad alguna).

La primera de ellas es la “capacidad de externalizar su poder”. Entendida como la posibilidad de obtener reconocimiento “como unidad soberana dentro de un sistema de relaciones interestatales”. En segundo lugar, la “capacidad de institucionalizar su autoridad”. Oszlak la define como “la imposición de una estructura de relaciones de poder que garantice su monopolio sobre los medios organizados de coerción”. En tercer lugar, la “capacidad de diferenciar su control”, entendida como la posibilidad de contar con un conjunto de instituciones profesionalizadas que puedan extraer recursos de la sociedad en forma legítima y controlada centralmente. Por último, la “capacidad de internalizar una identidad colectiva”, a partir de la creación de símbolos generadores de pertenencia y solidaridad que refuerzan los mecanismos de dominación.

La primera etapa de surgimiento de los Estados nacionales está vinculada a la expansión económica, especialmente al crecimiento de los mercados de consumo. El desarrollo de

11 Strasser, Carlos, Teoría del Estado, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1986.12 Oszlak, Oscar, La formación del Estado Argentino. Orden, progreso y organización nacional, 2ª Ed., Buenos Aires, Grupo Editorial Planeta, 1997.

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estos mercados internos con la consiguiente intensificación de relaciones de intercambio, en forma análoga a lo ocurrido a los inicios de la civilización, justificaron el proceso de concentración de los recursos de poder político, expresado en los inicios en un Estado que cumplía funciones de coordinación. Un segundo elemento importante para nuestra explicación son los gastos en el “arte de la guerra”, los cuales se fueron incrementando con el desarrollo de armamento más complejo así como el de la táctica y la estrategia. El desarrollo de la guerra como elemento central en el sistema europeo de Estados convirtió a las estructuras feudales en obsoletas en tanto las nuevas condiciones precisaban de “administraciones mayores y más centralizadas que pudiesen gestionar ejércitos permanentes”. Fundamentalmente, lo que aparece con fuerza, y en contraposición al período anterior, son los gastos de guerra en tiempo de paz.

Sin embargo, durante el siglo XVI estas funciones del Estado continuaron en proceso de ampliación. Así, comenzó a intervenir en cuestiones ajenas a la guerra o la coordinación, como ya hemos señalado en párrafo anterior. ¿A qué nos referimos? Con la aparición de instancias como los parlamentos, los Estados comenzaron a legislar sobre cuestiones relativas a “regular los salarios y las condiciones de empleo, controlar la movilidad de los trabajadores y proporcionar comida a los pobres en épocas de hambruna”. Sin dudas, comenzaba a delinearse la faceta capitalista del Estado moderno.

Por otro lado, el clima intelectual e ideológico de la época fue un factor influyente en el proceso de ruptura con el viejo orden. Así, vemos que es con Maquiavelo, en su obra El Príncipe (principios del siglo XVI), donde comienza a constituirse una visión autónoma de la política, separada de lo moral pero fundamentalmente de lo religioso. Luego, el nacimiento del contractualismo constituye una ruptura respecto del orden imperante en lo que hace a la idea del hombre, sus derechos, la soberanía y el Estado: fundamentalmente significa la caída de un orden religioso que tiende a ser reemplazado por uno secular. Como señalaron diversos autores, la revolución científica moderna “indica la terminación de un mundo y el inicio de una nueva cosmovisión”. Confluyeron así los procesos de aparición de una clase capitalista; centralización, concentración y ampliación de las funciones de los Estados; la revolución científica; y la aparición de los Estados del noroeste (aquellos que estaban fuera de la influencia geopolítica del papado), que en su mayoría adoptaron la religión protestante. Estos elementos significaron el desplazamiento del poder de la Iglesia y la constitución de un precario equilibrio entre las incipientes naciones-estado europeas.

Por otra parte, respecto de la segunda parte del binomio, creemos que en la actualidad, la Nación constituye la unidad social por excelencia, un complejo conglomerado de relaciones étnico/político/culturales, de contornos difusos y de difícil caracterización, pero sobre el que descansa la imagen que el hombre se hace del mundo. Si bien las transformaciones verificadas en las últimas décadas del siglo XX, definidas con la expresión “globalización”, están poniendo en cuestión esta afirmación, las reacciones que generan —fundamentalmente, el reforzamiento de las identidades étnicas, lingüísticas, religiosas— muestran la vigencia del concepto.

Históricamente, la Revolución Francesa se constituye como un hito fundamental, ya que en ella quedó establecido que la Nación era un conjunto de personas asociadas bajo ciertas leyes, que reconocen la existencia de una autoridad común.

Con anterioridad, la escala de valores de un individuo determinaba (en el caso de Francia) que era en primer término cristiano, en segundo lugar borgoñón (o normando, alsaciano, etc.) y sólo en tercer lugar francés (y sentirse francés tenía un sentido completamente diferente del que tiene en la actualidad). A partir del surgimiento del fenómeno nacional,

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el sentido de pertenencia a la propia nación ha adquirido en Occidente una posición de predominio respecto de cualquier otro sentimiento de pertenencia territorial, religioso o ideológico.

Esta hegemonía de lo nacional en el pensamiento moderno determina que a pesar de la imprecisión conceptual que como veremos caracteriza al término, la existencia de la nación como base de la organización de las sociedades humanas, como producto social con capacidad para imponerse a las decisiones aisladas de los Hombres, raramente sea puesto en cuestión. Se discute respecto de si determinada comunidad reúne requisitos suficientes —territorio, lengua, raza, cultura, tamaño, etc. — para ser considerada nación, pero no sobre la existencia de tales entidades. La Nación aparece como una realidad insoslayable que configura y determina todos los aspectos de la vida colectiva, no sólo los políticos. Es así como se habla de un “arte nacional”, una “literatura nacional”, un “carácter nacional” e incluso hasta de un “alma nacional”.

Puede afirmarse que la historia de los dos últimos siglos en Europa y la del siglo XX fuera de Europa, es la historia de las naciones e, incluso, que de los grandes mitos de la modernidad —el progreso, el triunfo de la razón— la Nación es el único que a pesar de todo parece haber sobrevivido indemne a las grandes convulsiones históricas del último medio siglo.

Una de las paradojas de esta indiscutible hegemonía de la nación en el imaginario moderno es la endeblez conceptual del término, la que se extiende al nacionalismo como movimiento ideológico, el que si, por una parte, afirma que la humanidad está dividida naturalmente en naciones, por otra se muestra incapaz de proporcionar criterios objetivos para identificarlos.

Por lo tanto, el abordaje del tema se inicia con la pregunta que ya en el siglo XIX formuló el francés Ernest Renán (1823-1892) y que dio título a un libro: ¿Qué es una nación?

Una definición aceptable es aquella que sostiene que una nación es un grupo humano consciente de formar una comunidad, que comparte una cultura común, está ligado a un territorio claramente delimitado, tiene un pasado común y un proyecto colectivo para el futuro. Los teorizadores del hecho nacional siguen generalmente una lógica acumulativa, en la que la existencia de la nación está determinada por una serie de principios: territorio, etnia, lengua, cultura, tradición, etc. El problema radica en que esta acumulación de condiciones no supone, en la práctica, un índice de “nacionalidad” creciente. Grandes naciones históricas reúnen muy pocos de estos criterios, mientras que otros espacios geográficos, que poseen un gran número de ellos, nunca han sido considerados como naciones, ni siquiera por sus propios habitantes. De hecho, todos los intentos de determinar bases objetivas para definir el concepto de nación (lengua, raza, cultura, etc.) han fracasado, al encontrarse siempre numerosas colectividades que, a pesar de encajar en tales definiciones, no pueden ser consideradas naciones y, a la inversa, colectividades que, sin cumplir alguno o la mayor parte de estos requisitos, poseen un claro sentimiento de nación. Éstas surgen cuando ciertos lazos objetivos vinculan a un determinado grupo social, pero muy pocas los poseen todos y, lo que es más importante, ninguno de ellos es esencial a la existencia o definición de la nación.

En resumen: es imposible definir la nación como una entidad objetiva.

Hay otra manera de enfrentarse al problema: partir, no de la objetividad conceptual de la idea de nación, sino de la subjetividad que hace a los individuos sentirse miembros de una nación determinada. La pregunta sería, entonces, no si una colectividad concreta es una nación, sino qué mecanismos conducen, en un determinado momento histórico —¿por qué los croatas se ven hoy a sí mismos como una nación y hace un siglo no? — y en un definido espacio geográfico —¿por qué América Central está compuesta de varias

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naciones y México no?—, a esa colectividad a considerarse a sí misma como nación. El hecho de que las demás la vean como tal depende exclusivamente de las estrategias de los movimientos nacionalistas y del éxito de sus políticas.

Se trata, por lo tanto, de concebir la nación no como una realidad objetiva sino como una representación simbólica e imaginaria, cerno algo perteneciente sobre todo al mundo de la conciencia de los actores sociales, sin que este carácter simbólico e imaginario impida que tenga eficacia social, que “exista” como realidad social. La eficacia social de las ideas y representaciones de la realidad, su capacidad para influir sobre el comportamiento de los individuos, no depende de su “realidad” u objetividad científica, sino del grado de consenso social existente sobre ellas.

Este planteamiento supone rechazar la idea de que la existencia de nación es siempre anterior al desarrollo del nacionalismo y considerar la posibilidad de que el proceso sea justamente el inverso: la identidad nacional como una invención del nacionalismo.

Partir de una idea no esencialista de la nación —es decir, negar que la nación exista desde el fondo de los tiempos— significa reconocerle un carácter circunstancial e histórico, e implica suponer que la identificación nacional no siempre ha existido y que no es consustancial a la naturaleza humana. A lo largo de la historia han existido distintas formas de identificación colectiva (tribu, familia, ciudad, etc.), capaces de establecer la distinción entre un ‘nosotros’, en cuyo interior priman la lealtad y la solidaridad, y un ‘ellos’, regido por la deslealtad y la insolidaridad; lo que parece evidente es que la nación, justamente, no ha sido durante la mayor parte de la historia de la humanidad la forma de reconocerse como miembro de un grupo.

Por lo tanto, las naciones no son entonces realidades objetivas sino invenciones colectivas; no el fruto de una larga evolución histórica sino el resultado de una invención que recurre a datos objetivos, rasgos diferenciadores preexistentes, pero que a pesar de su existencia previa pueden dar lugar o no a una conciencia nacional. En la metáfora de cuerpo construido en la que descansa la idea de lo nacional, la voluntad cuenta más que la conciencia, y los mitos, las costumbres, las lenguas, la historia, sólo adquieren poder por la repetición, la difusión y, en definitiva, por la construcción.

La invención de las naciones no se lleva a cabo a partir de decretos y normas políticas sino de valores simbólicos y culturales, aunque generalmente éstos son destacados y potenciados desde el Estado; bien se ha dicho que son las rutinas, las costumbres y las formas artísticas las que expresan la nación y la dibujan en el imaginario colectivo. Es en esos ámbitos en donde se lleva a cabo el proceso de invención nacional. El paso de lo cultural a lo político es un proceso secundario; la nación, a pesar de cumplir una función simbólica de carácter político, necesita caracterizarse como algo natural y ahistórico, situado al margen de la estructura política.

El sentirse miembro de una nación es una cuestión de imágenes mentales, de “comunidad imaginada”, que forma parte de la historia de la cultura y no de la de la política, lo que no excluye que estas imágenes mentales sean utilizadas como arma política, como forma de acceso y control del poder e, incluso, que sea el poder político el que esté en el origen de esta creación imaginaria.

Plantear el problema de la nación desde esta perspectiva conduce a situar a la intelectualidad —literatos, historiadores, periodistas, educadores— como constructora, legitimadora y canalizadora de la conciencia nacional.

Por lo tanto, el nacimiento y la afirmación de una identidad nacional —diferente en cada caso— es el resultado de un proceso de socialización mediante el cual los individuos aceptan

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como propias una serie de normas y valores y los interiorizan como cauce de todo su comportamiento social: se trata del fruto de una determinada coerción ideológica.

Esta coerción ideológica se ha concretado de dos maneras diferentes: 1) la que se ejerce a la sombra de un Estado ya existente, instrumentada por éste como legitimación de su poder, circunstancia que ha llevado a la utilización de la expresión nacionalismos ‘oficiales’, y 2) la que se impulsa en contra del Estado existente, por grupos que disponen de un cierto poder —político, económico, académico— y revuelven entrar en competencia con éste, buscando el establecimiento de un Estado alternativo.

El despliegue de esta argumentación supone situar al Estado en el corazón del problema nacional: considerar la nación como un problema de Estado. Entonces, la nación es históricamente el resultado de las necesidades de legitimación de la forma de ejercicio del poder político que conocemos con el nombre de Estado.

En el caso de los nacionalismos ‘oficiales’, la construcción de la nación se lleva a cabo a través de aquellas formas de expresión más directamente controladas por el Estado: la educación, el arte y la cultura oficial. En líneas generales, la construcción de una identidad nacional aparece ligada al desarrollo de una cultura alfabetizada, gestada en torno de los círculos de la burocracia estatal, que es promovida a la categoría de cultura nacional. La coerción ideológica se centra entonces en el desarrollo de una identidad homogénea, capaz de legitimar el lugar del Estado como defensor y garante de esa comunidad.

En cambio, en los nacionalismos ‘no oficiales’ son las formas de expresión oral y en general toda la cultura ‘popular’, tal como es procesada por el movimiento nacionalista, los elementos nacionalizadores preferidos. Carentes de una alta cultura propia, estos nacionalismos construyen la nación a partir de las culturas campesinas y las tradiciones folclóricas. Si alcanzan el éxito en su lucha por el poder, pasarán a conformar desde el Estado la nueva cultura nacional.

Históricamente, en Europa occidental nos encontramos con la concreción de este proceso de invención de la nación: a partir del siglo XIV se produjeron una serie de cambios —económicos, que establecieron espacios más amplios para el desarrollo de su actividad; políticos, que conformaron un poder centralizado en ese espacio ampliado— que condujeron progresivamente a la convergencia de la idea del Estado como poder centralizado, con vinculación a un lugar y a una comunidad de origen. El resultado fue la coincidencia de la realidad política estatal con la realidad “natural” constituida por la nación que se está construyendo. Es decir, se consolidaron los primeros Estados-nación, ámbitos en los que la conciencia de pertenecer a la misma comunidad se irá potenciando para fortalecer los lazos entre los integrantes de una nación, entendida como el sustrato humano de un Estado.

Esta conformación de los Estados-nación se hizo a expensas de otras naciones posibles. Los grandes Estados homogeneizaron la población y las minorías fueron presionadas hasta conseguir su integración dentro de la comunidad nacional. La continuidad de estas minorías explica la existencia de estos nacionalismos no oficiales, que en algunos casos van a llegar más tarde a irrumpir con fuerza en el ámbito del Estado-nación triunfante. Los conocidos casos de los vascos y los catalanes dentro del Estado español constituyen un conflictivo ejemplo actual.

En América Latina, la construcción de la nación a partir de la liberación de la dependencia colonial fue un proceso en el que, en sus comienzos, no existía esta cuestión en la abrumadora mayoría de sus protagonistas sino que, como afirma José Carlos Chiaramonte específicamente para el caso argentino, es preciso considerar “la formación de la nacionalidad argentina como un efecto, no una causa, de la historia de la Nación Argentina actual”.

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En resumen: en un largo período histórico que se prolonga desde el siglo XVII hasta la actualidad, los Estados, primero en Europa, más tarde en todo el mundo, han ido propiciando una imagen homogénea del pasado de la nación, han inventado una historia nacional oficial capaz de fundamentar la existencia de naciones entendidas como grupos humanos de origen común, definidos por características étnicas y lo culturales propias que los distinguen de otros grupos vecinos.

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Las cuestiones referidas a las características particulares que adoptaran los distintos ‘tipos’ de estados modernos o las diferentes ‘formas’ en que se ejerce el poder político y/o las principales formas de gobierno o sistemas políticos, las abordaremos en la ficha sobre “Ideología y Doctrinas Políticas”

Bibliografía de referencia: Fayt, Carlos S.: Derecho Político, Buenos Aires, Abeledo-Pierrot, 1962. Lucchini, Cristina y Juan Labiaguerre: Sociología Clásica. Antecedentes históricos y

conceptuales, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2008. Lucchini, Cristina/Liliana Siffredi/Juan Labiaguerre: La impronta espacial-temporal en el

análisis social clásico, 5ª Ed., Buenos Aires, Ed. Biblos, 2007. Marx, Karl & Frederic Engels: La ideología alemana, Buenos Aires, Santiago Rueda Ed., 2005. Oszlak, Oscar: La formación del Estado Argentino. Orden, progreso y organización nacional, 2ª

Ed., Buenos Aires, Grupo Editorial Planeta, 1997. Pinto, Julio (comp.): Introducción a la Ciencia Política, 4ª ed., Buenos Aires, Eudeba, 2007. Saborido, Jorge: Elementos de análisis sociopolítico. Ideología, Estado y democracia, Buenos

Aires, Biblos Editorial, 2008. Strasser, Carlos Teoría del Estado , Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1986. Weber, Max: Economía y sociedad , México, Fondo de Cultura Económica, 1964.

Marcelo BeriasEdiciones “Nueva Esperanza”

Política Educativa-UNLZ-2011(Original de 2009, ampliado y revisado en 2010 y 2011)

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