Adonde Va La Cultura Uruguaya Carlos Real de Azua Marcha 1957

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¿ADÓNDE VA LA CULTURA URUGUAYA? Carlos Real de Azúa El presente trabajo, cuya primera parte publicamos en este número, fue escrito para el suplemento del diario El Comercio de Lima, constituyendo con otro de Emir Rodríguez Monegal “¿Adónde va la literatura uruguaya?” la contribución nacional a un planteo conjunto en torno a los rumbos de la vida espiritual iberoamericana. 1 I Es corriente que los uruguayos imaginen a su país ornado de cierta superioridad en el conjunto de Iberoamérica. Y alguna vez tuvieron sus razones. Hacia la mitad del siglo pasado, la constelación (en buena parte argentina) que ensayó la palabra y los gestos románticos tras las murallas del Montevideo sitiado; a principios del presente, nuestra great generation de modernistas y americanistas; la temprana extensión y ambición, en seguida, de todos los grados de la enseñanza, fueron determinantes de un brillo indiscutido. Un brillo que, paradójicamente, la reducida magnitud territorial del país, 1 ? Nota de los editores de Marcha. En la trascripción del texto corregimos todas las erratas que advertimos en el original. Toda intervención en el mismo consta entre corchetes o en notas al pie. [Nota de los docentes del curso: P.R./ A. G.].

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¿ADÓNDE VA LA CULTURA URUGUAYA?

Carlos Real de Azúa

El presente trabajo, cuya primera parte publicamos en este número, fue escrito para el suplemento del diario El Comercio de Lima, constituyendo con otro de Emir Rodríguez Monegal “¿Adónde va la literatura uruguaya?” la contribución nacional a un planteo conjunto en torno a los rumbos de la vida espiritual iberoamericana.1

I

Es corriente que los uruguayos imaginen a su país ornado de cierta superioridad

en el conjunto de Iberoamérica. Y alguna vez tuvieron sus razones. Hacia la mitad del

siglo pasado, la constelación (en buena parte argentina) que ensayó la palabra y los

gestos románticos tras las murallas del Montevideo sitiado; a principios del presente,

nuestra great generation de modernistas y americanistas; la temprana extensión y

ambición, en seguida, de todos los grados de la enseñanza, fueron determinantes de un

brillo indiscutido. Un brillo que, paradójicamente, la reducida magnitud territorial del

país, su escaso peso en términos de poder, hacían más excepcional, más digno de

atención y de aplauso. Lo cierto es que, desde entonces, la fórmula resabiada de una

nación “pequeña por su extensión pero grande por su espíritu” ha sido para los

uruguayos uno de esos eficaces excitantes del orgullo local (o uno de esos lenitivos de

sus depresiones y sus fracasos), que los pueblos encuentran o se inventan. Aunque se

reconocía que el Espíritu nunca sopla donde “uno” quiere y que ciertas individualidades

egregias no son (simplemente) el resultado de un ambiente caldeado exactamente,

creíase que, de algún modo, operaba en el nuestro un carismas que las seguiría

suscitando. Por ello después de esa gran floración del 900 (que los más optimistas, los

más patrióticos de las siguientes generaciones, no dejaban de reconocer que en

cualquier plano quedaba irrepetida), todavía la satisfacción del “nivel”, sino la de la

1 ? Nota de los editores de Marcha. En la trascripción del texto corregimos todas las erratas que advertimos en el original. Toda

intervención en el mismo consta entre corchetes o en notas al pie. [Nota de los docentes del curso: P.R./ A. G.].

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“cima”, parecía posible. Y con esta conversión aquel estado de ánimo hallaría, de

precaria manera, varias décadas de sobrevivencia.

Entiéndase bien que no se quiere sugerir que tal satisfacción sólo deba registrase

en un puro y clausurado pretérito. La conformidad con nuestra cultura, la abundante

réplica que alguna rara comparación desfavorable encuentra, nos estaría diciendo que, si

no en los sectores creadores o, por lo menos, enterados, esta conformidad ante la

actividad cultural en el país (desechamos in limine la indebida hipóstasis de una “cultura

uruguaya”), es uno de los ingredientes más firmes de nuestra personalidad social. Pero

si, como tantas veces se ha observado, la fe en la ciencia no es Ciencia, ni tenerla define

al científico, la satisfacción, y aun la reverencia, ante la cultura (y aun la tonante

“defensa”) no configuran “el ser culto”.

II

LOS VIEJOS SUPUESTOS

Es imprescindible, sin embargo, antes de pasar a otra cosa, tratar de definir en

qué creencias (o en qué mecanismos) descansaba y descansa este optimismo, ya que su

ruptura y, seguramente, su falsedad, serán las que dibujen, a contrario2, la inocultable

crisis. La pregunta y pronóstico del título (que tiene algo de pie forzado) descansa en

buena parte en el diagnóstico de un presente generosamente recortado y este a su vez se

enfeuda, dramáticamente, en la precisión o el desvarío de los pronósticos pasados.

Si desde la época de Ariel, de Lógica Viva, de Los éxtasis de la montaña y de los

Cuentos de amor de locura y de muerte hasta el fin de la Guerra Mundial II se recortan

los supuestos, se tendrían, más o menos, los siguientes:

1) El “supersistema”, que diría Sorokin, es la Modernidad cultural, inmanentista,

naturalista, optimista, humanista, esencialmente “sensista” (sin rechazar,

psicológicamente, lo supernatural y lo místico). Este “supersistema”, con dilatada

vertiente literaria y una científica mucho más corta, experimentaría un desarrollo que va

desde la impostación “idealista” y antipositivista de principios de siglo hasta la boga

muy posterior de un sociologismo, un economismo y un historicismo distintos a

aquellos que el idealismo revisara.

2 ? Así en el original.

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2) Concebido fundamentalmente como un gran organismo que cubre a

Occidente entero, pensábase que especiales circunstancias geográficas e históricas (estar

al margen, ver todo en perspectiva, no sufrir bajo “las maldiciones del pasado”) hacían

de la tarea cultural iberoamericana una síntesis, feliz y enriquecedora, de las diversas

culturas nacionales que aquel “supersistema” integraba. Sería una versión más libre y,

sin duda, más desembarazada, pero también sustancialmente idéntica (salvo una o dos

generaciones de retraso) a aquella versión europea que las relaciones de dominio y una

serie de perspectivas (de centrismos) raciales, de clase, de continente, identificaban con

“lo universal”.

3) En la conciencia de ese deber, tan vivo en Rodó y al cabo, tan íntimamente

estéril, lo específicamente uruguayo agregaba (también) una nota distinta y en cierto

modo contradictoria. Nuestra condición de país étnicamente europeizado, chico, sin

desmesuras ni tragedias, de clima o de extensión o de raza (no éramos una “república de

indios”) nos puso orgullosamente al margen de las características (entendidas como

lastres y no como posibilidades) de lo americano. Nuestra ubicación en la periferia

atlántica del hemisferio nos permitiría, así, ser personajes, sin ser protagonistas, de la

peripecia común, estar a sus maduras sin estar a sus verdes, tener protegida la

retaguardia sobre una Europa paterna, nutricia, segura a través de un océano que el

poder inglés (o norteamericano) asían firmemente.

4) ¿Cuál era el contorno de “la cultura” (no ya su hálito) cuya residencia, cuya

trascendencia así se contemplaba? Fundamentalmente, las actividades “superiores” del

espíritu: ciencia, filosofía, artes; un repertorio de valores “desinteresados” que ningún

estamento asumía especializadamente y que una fe de tipo iluminista (inteligencia,

alfabetización) confiaba que fueran irradiando sobre crecientes sectores de la sociedad.

Pensábase, sin embargo, que las circunstancias del desarrollo americano y las urgencias

de una vida social practicona y turbia mutilaban en exceso a esa cultura de una última

dimensión “libre” o “desinteresada” de su ejercicio. La confusión de lo “desinteresado”

con lo que (según Dewey) no tiene un interés específico, la identificación entre el

interés en sentido lato y el interés material, inmediato, puede parecer demasiado extraña

a todas nuestras presentes concepciones. Sin embargo, la necesidad de “lo

desinteresado”, como la de “lo libre” en oposición a lo profesional y a lo reglamentado

fue, durante décadas, la gran aspiración de nuestra cultura, postulándose en unas

Humanidades y en unas Ciencias que florecerían con que sólo el Estado las dotara

generosamente.

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5) Aunque este ideal y sus logros provisorios no se condicionaran a sistema

político definido, operaba la convicción de que la libertad, espiritual, social, económica

y las garantías formales de la democracia configuraban su ámbito inmejorable. Hasta el

30 todo esto era lo seguro; a partir de ese entonces y ante un jaque universal que

amenazaba muchísimo más que a ellos, el cuadro da presupuestos políticos e

institucionales se carga de una intensa (y ambigua) religiosidad. Los últimos años de la

Década Rosada, el decenio largo que corre desde la reocupación del Rhur hasta el fin de

la Segunda Guerra Mundial harán de la Democracia no sólo el mejor modo de

convivencia social sino toda una concepción de la vida, una cosmovisión, una cultura.

III

LAS DOS CULTURAS

Nuestra actual situación tiene que ser la que refrende, o desmienta, el acierto o

desacierto de esos supuestos sobre los que, durante cerca de medio siglo, nos movimos.

¿Qué fenómenos, entre la innominada masa, destacar?

Ante todo una separación creciente, neta, entre la cultura concebida como

privilegiada ocupación de ciertos espíritus selectos y la cultura entendida como

repertorio de valores e ideales últimos de la colectividad, de instituciones y modos de

vivir de la comunidad entera. Siempre ha sido normal una diferencia entre ambas: de

calidad, de espiritualidad, de intensidad. Fenómeno rigurosamente actual, en cambio

(que muchos identifican con “la rebelión de las masas”, el maquinismo, la ruptura de la

estratificación, la magnitud de la propaganda), es el de un “divorcio” total entre las dos.

En el Uruguay, como en todas partes, se ha repetido el proceso.

La cultura, en sentido “intelectual”, ha seguido viviendo entre forcejeos,

sostenida en la vocación sacrificada de unos pocos y apoyada (a lo más) en dotaciones

presupuestarias del Estado siempre crecientes y siempre insuficientes. No es posible

ocultar que como una comunidad se hace normalmente más densa, más enmarañada y

más “seccional”, pese a millones y a vocaciones, nuestra cultura pierde cada día

influencia en la comunidad y cada día se ve reducida un poco más a los ambientes

especializados (y aun profesionalizados). La otra Cultura en sentido amplio, como en

todas partes aparece de más en más enfundada a las consignas y a los intereses de los

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grupos dominantes: capital, castas políticas, poderes nacionales del Mundo (no sólo de

Occidente, con ser lo occidental lo prevalente). Opera a través de la avasallante

masificación de los medios de propaganda y publicidad que el maquinismo y la técnica

han puesto en manos de los fuertes. Y no es, naturalmente, un puro hecho nacional que

el caudal casi complejo de cultura que se nos sirve responda a los patrones fijados por

los que tienen en el mundo los hilos de la cultura de masas: cadenas internacionales de

radio, revistas, agencias informativas, cine, editoriales. Estos patrones: “el

entretenimiento”, la noticia, la emoción erótica, “lo sensacional”, la vulgarización

científica; estos patrones (y todos los valores implícitos que ellos portan) son, y sin

escape, la cultura para el noventa y nueve por ciento de las gentes. Como a todas las

comunidades subdesarrolladas les ocurre, como a todos los continentes “periféricos” les

pasa, estos repertorios que se nos infligen cuentan poco con nuestro visto bueno y para

nada con nuestra inspiración. Internacionales y unificados, dejan, naturalmente, una

escasa (sino nula) posibilidad para cualquier expresión creadora de esas notas

diferenciales que todos los pueblos alguna vez tuvieron; que los nuestros tal vez tengan

(todavía). Y si se piensa que hasta detrás de las Cortinas (de hierro o de bambú) los

grandes de la música popular y del cine occidental son adorados, ¡hasta qué punto “la

masa” no pasará triunfalmente las aduanas de una sociedad como la uruguaya! Una

sociedad que desde el más lejano pasado hizo timbre de orgullo de su receptividad para

lo extranjero, una sociedad incapaz de la suspicacia (salvo las suspicacias políticas

especializadas) de ver detrás de lo que se le ofrece los cebos de alguna dominación. (O,

por lo menos, de ver las correlaciones, naturales, entre lo uno y la otra).

Lo cierto es que sólo en ciertas formas semicultas del humorismo, periodístico o

radial, en la crónica deportiva, en la música popular y en el deporte mismo es que

pueden refugiarse hoy, y no sin desajustes, las efusiones (broncas o desagarradas o

chabacanas o sensibleras) de algunos rasgos propios. Las nostalgias terruñistas que se

expiden en cierto cursi folklorismo nada significan; es en las anteriores expresiones que

los mitos y los cultos nacionales: el tango y su dios, el fútbol y sus semidioses, el mate y

sus fantasmas, en cuanto diferenciantes, tienen vida. Es en las anteriores expresiones

que nuestros carismas nacionales: el misterioso (y fallido) de la “sangre charrúa”, el de

la imprevisión, la improvisación y el ocio poseen, por ahora, cierta indudable eficacia

religadora y aun religiosa; salvan, mal que les pese a muchos, cierta fisonomía

uruguaya. Comprobamos el hecho, nada menor; puede pasar, más allá de él, que todo se

fosilice mañana irremisiblemente, que todo se haga característica de algún “uruguayo

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invisible”. Podría pasar también que el caudal de vivencias se integre un día en algún

enérgico prospecto nacional que, deliberadamente, lo utilizara. (Y que sin duda saldría

de muy distintos hontanares).

Más diferenciados, aunque igualmente graves, son los ya aludidos rasgos de “la

otra” cultura. Ante todo, una inocultable esterilidad, una parquedad de frutos que podría

engranarse en la tan debatida esterilidad de América entera, latente desde los polemistas

que comentara Antonello Gerbi hasta las diatribas de Baroja o de Papini. Una cultura de

repetidores. Una cultura de consumidores. Una cultura de espectadores. Pobre esa

cultura por las tres definiciones en su instancia creadora; aun extrañamente configurada

en ella.

IV

TRADICIÓN, SITUACIÓN Y ALINEACIÓN

Si, a cubierto del floripondio americanista, aceptamos la presente inferioridad de

nuestra cultura, especialmente en sus dimensiones científicas, técnicas e ideológicas, es

sólo una limpia aceptación de la realidad el que tomemos de las metrópolis todos los

patrones culturales básicos. (Distinta será una actitud más extrema que tendremos

oportunidad de revisar). La participación de todos los pueblos en los bienes universales

de la cultura es un librecambio que sólo soporta un criterio único de medida, y uno de

los pocos aspectos positivos que podrán anotarse en este cuadro es el general repudio de

las nuevas generaciones del país a una apreciación más laxa o más enternecida de lo

nativo respecto a lo extranjero. El extendido desdén por lo uruguayo que tantos quejosos

anotan, es lamentable en cuanto falsifica una recta perspectiva, en la cual, de acuerdo

con la lógica (y con la óptica) los objetos más cercanos tienen mayor volumen, pero es

loable en cuanto importa adherir a un solo sistema axiológico y dejar que este funcione

sin interferencias sentimentales, por adverso que su resultado pueda ser a las gloriolas

del lugar. Seguro, sin embargo, resulta, que el conocimiento, el trato (ya que no la

forzada valoración positiva) de lo nuestro: historia, contorno, personas, es deseable en sí

en cuanto nos arraiga en cierto ámbito que de ineluctable modo es una de las áreas (la

más pequeña) de nuestra tradición. No es inoportuno, empero, recordar que nuestra

Tradición, con mayúscula, es tan vasta como todo un mundo y que ese “arraigo” en el

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ámbito puede pagarse (y se paga) en peligros y en realidades de alienación vital e

intelectual. Ese llevar nuestra concreta vida a otra imaginaria o hipostasiada entidad, ese

estar en otro lado (más acá, má s allá) de aquel en que debemos hallarnos, es perceptible

en nuestras valoraciones aldeanas, en nuestras preocupaciones ínfimas, en nuestros

rutinarios debates inacabables, en nuestros planteos literarios y puramente verbales, en

nuestra ignorancia del mundo tremendo y dinámico que nos envuelve como una piel

ajena, en nuestra fidelidad a las “ideologías” más gastadas; en una palabra, esa

alienación del intelectual nacional no es, sin embargo, la mera consecuencia de un

arraigo tradicional y, en puridad, no podría jamás serlo. Es más bien el resultado de

vivir en un limbo tan extraño a lo que importa y sigue importando (esto es la Tradición

en grande) como al impacto de los meteoros violentos del presente, de la situación

histórica mundial, de la crecientemente inédita condición del hombre. Pues pasa, en

realidad, que aquella óptica de la cercanía en el espacio, madre de los regionalismos y

nacionalismos más o menos inocuos, se cruza con otra, y muy distinta, que es la del

tiempo. Una óptica que hace que sea más decisivo para nuestro destino cualquier cosa

que esté ocurriendo en algún subterráneo laboratorio del Altai o de Nebraska que las

gestas (o los gestos) de nuestros fundadores, nuestros civilizadores y nuestros políticos.

Una óptica que coloca más cerca de nosotros el desarrollo del África, el neorrealismo

italiano o la técnica norteamericana que las querellas de la 14 y la 15, los “poemarios”

de A[sociación] U[ruguaya] D[e] E[scritores], o la cuestión del colegiado.

El funcionamiento de nuestra cultura vive, en realidad, más acá de esta

problemática y este ser cultural de repetidores, de consumidores y de espectadores,

significa que muchas veces no llegue siquiera a la conciencia de disyuntivas y de

fatalidades.

Trazo concreto de ese funcionamiento es, por ejemplo, la pobreza visible del

“momento ideológico” de nuestra cultura y de sus elementos conceptuales, frente a la

moderada prosperidad de su “momento fantástico”. Menos curioso es, en cambio, el de

la mayor vitalidad de los elementos universales respecto a los condicionados, residentes,

nuestros. Pero las dos características engarzan bien y así, mientras el teatro y, sobre

todo, el cine, suscitan una labor crítica de sorprendente solvencia y seguridad, en tanto

que flanquean una necesidad social y un consumo cada día mayores, la ausencia de un

pensamiento de entidad (ya sea político, sociológico, o filosófico) es (sin desmedro de

calidades que trabajan en estos campos) especialmente visibles. (Hace setenta años una

cuestión como la religiosa; hace cuarenta otra como la institucional; hace veinte la

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irrupción totalitaria, suscitaron debates altos y densos; decidieron posiciones auténticas

y bien fundadas. Desde esa época, nuestro país no conoce verdadera lucha de ideas y es

desolador cómo todo se resuelve hoy en base a disciplinas de pandil la y al argumento

ad hominem más inferior).

No creemos posible aplaudir o refrendar esa tendencia. Inserto en un mundo

cuyas vigencias se aceptan en su más empobrecida, en su más publicitada versión, el

uruguayo culto se refugia (no hay otro verbo viable) en un mundo espectral de imágenes

y fantasías que, aunque toquen de algún modo la condición y los problemas íntimos del

hombre, los tocan de través y homogeneizados rigurosamente por un formalismo

estetizante que desprecia contenidos (y mensajes) como una instancia previa y exterior

al arte. Mientras una dedicación sostenida sirve esa cultura de imágenes y fantasías, una

problemática del hic o del nunc es atendida sólo en la más gruesa simplificación política

o en las formas más insapientes de la erudición coleccionista. Sin concepto, sin sentido

y noción de las conexiones entre lo nacional, lo americano y lo universal, estos afanes

eruditos sólo suelen interesar a algunos señores ansiosos de homenajes y fotografías. Y

si bien es cierto que las técnicas de la antropología, la historia económica y social y la

sociología comienzan a hacerse presentes, por ahora están sin duda demasiado limitadas

a los ambientes académicos y, salvo excepciones, parecen excesivamente faltas de

ingenio personal, de material empírico sobre el que trabajar y, seguramente, de eco.

Este eco no es más, claro, que una imagen del insustituible espacio en que las

manifestaciones de cultura operan, influyen y, en puridad, existen. Un rasgo ya

insinuado pero que puede resultar (aun) sorprendente es la desigual audiencia con que

pueden contar las más pedestres manifestaciones del teatro (para poner un ejemplo) y el

silencio, resentido o burlón, que no es inusual que rodee nuestras pocas obras

importantes de investigación histórica, crítica o social. Hace cincuenta u ochenta años

las obras históricas de Bauzá o algunos ensayos de Rodó, solían suscitar debates

nacionales; hoy, es posible que cosas similares pasen en una gacetilla pero en cambio se

nos atiborre de discusiones sobre la tentativa (uruguaya o argentina) del más ínfimo

aprendiz de dramaturgo.

No poco tiene que ver con esto la actitud de nuestra floreciente prensa que sirve

a esa “cultura de masas” que es también en buena parte un epifenómeno de su influencia

y de esa elección deliberada de un nivel bajo, que sólo por excepción admite cierta

propaganda para los intelectuales de la casa o la [...]3 y (esto muy a menudo) los

3 ? El original está empastelado. Ilegible.

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conflictos materiales de los servicios de prensa de las naciones occidentales (y de

alguna medio oriental). Todos esos textos, no siempre mediocres, pugnan por el

respectivo brillo de influencias y políticas y nada tienen que ver, en el fondo, con la

“cultura”.

Una cultura de consumidores y de espectadores, con tan prominente atención por

ciertas manifestaciones: cine, música, novela (extranjera), resultará en nuestras

condiciones presentes una actividad en algún modo vicaria, sonambúlica, espectral. Los

tres adjetivos están apuntando (tal vez sin mucha fortuna) a quehaceres que se cumplen

a largo circuito de sus centrales creadoras y de una práctica viva. A modo de la

conocida figura de nuestro “deportista” esto es, aquel que no mueve sus posaderas de

una platea o de una grada, en el empeño cultural, los tipos afines se dan con frecuencia

abrumadora. El del musicólogo, por ejemplo, cuyo trato esencial con su arte se realiza

en lo esencial a través de aquellas “dramáticas lunas negras” de las que hablaba (no en

su mejor momento) Federico García Lorca. El del cineasta, que define entre nosotros

una familia de portentosa erudición y sensibilidad no siempre roma pero privada, al

mismo tiempo, de todo contacto con la poiesis efectiva del tema y de la imagen. El del

crítico, por último, personaje de creciente significación y de actual eficiencia en nuestra

cultura, manejando un material que, cuando es nacional, se le adelgaza bajo los pies,

abocándolo frecuentemente a la digestión de lo ya digerido o, como ya ha pasado, a “la

crítica de la crítica de la crítica”.

V

CONDICIONES DE LA TAREA CULTURAL

Lo más grave parece, dentro de este núcleo de características, la férrea

interrelación de la preferencia “utópica”, una inevitable actitud de consumo, de

espectáculo. Y dentro de ella misma, el agostamiento de las posibilidades creadoras (tan

excepcionales ya entre la general mediocridad de todo lo que se hace) parece una

consecuencia de esa postura marginal ante lo propio y lo “situado”.

Porque, nos plazca o nos desagrade, es en esa dimensión que la creación

auténtica se da con frecuencia aceptable y, a contrario sensu, lo terrible del desarraigo

(hasta donde la realidad sensible y no las “puras ideas” entran en nuestra expresión) es

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la instauración irremediable de esa cultura de consumo de que hablamos. Excepciones

tenemos, naturalmente, en direcciones promisorias como la psicología social, la historia

de las ideas, la musicología, la historia social, la lingüística y el cuento. Pero es general

(o dominante) la resistencia a “asumir el contorno” por presencia masiva de “lo otro”,

por déficit de poder creador, por fuerza del enciclopedismo universalista de nuestra

educación, por carencia de una perspectiva interior que nos comunique con nuestra

intrahistoria” y nos sostenga en una Tradición. Y, en fin de fines, porque no hay

magisterios en el Uruguay ni opera en nuestra cultura una efectiva dialéctica.

Las historias literarias y culturales, y hasta las excelentes de D. Pedro Henríquez

Ureña (para no mencionar, horresco referens, las de D. Luis Alberto Sánchez), inventan

con frecuencia un desarrollo interno en nuestras culturas de acuerdo al cual el

movimiento B suele salir del agotamiento interior del movimiento A y por el que la obra

primera de X es el fruto del magisterio senecto de Z. La realidad puede ser un poco

distinta y el movimiento B suele tener poco que ver con nada de lo que le ocurra al

movimiento A, sino con una A' que, a través del Atlántico, se insertó, por paracaidismo,

en la serie. Y la obra de X suele no depender de Z sino de algún libro ultramarino que,

adolescente o maduro, leyó X a la noche o a la siesta.

Además, si bien sea común entre nosotros halagar la vanidad de los ancianos

hablando de su magisterio y sus discípulos, no creemos que las tres últimas

generaciones uruguayas hayan tenido, más allá de la cortesía cultural, maestro alguno

uruguayo. (Aunque la regla pudiera tener excepción en la pintura y en algunas ciencias

especializadas, en las que se trabaja en equipo).

En general, y cuando más, es el prestigio de alguna de sus actitudes humanas lo

que brilla en nuestros grandes. La devoción iberoamericana y la seriedad de la labor

literaria en Rodó, por ejemplo. La adhesión a la fe o a la divisa en Zorrilla de San

Martín, en Acevedo [Díaz], en Viana. La sinceridad, la autenticidad y la humildad ante

la obra en Quiroga o en Fabini. La devoción heroica a la tarea en Figari y en Torres

García. El limpio ejercicio de la inteligencia en Vaz Ferreira.

A pesar de todo, queda esta lejanía de nuestras verdaderas capas nutricias. Y esta

lejanía, fría, sideral, no es más que “un” elemento adverso. Entre las dificultades y las

opacidades que entre nosotros el hombre de cultura afronta podrían alinearse todos los

elementos situacionales que rumia una amarga reflexión americana que tal vez se inicie

en aquella sorprendente carta [a] Sor Filotea [de la Cruz] de [Sor] Juana Inés de la Cruz

en el seiscientos mexicano. Piénsese en la soledad irremediable de cualquiera que

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abrace una dirección un poco específica y al margen de la moda, histórica, filosófica o

científica. Esta falta de diálogo tan abrumadora (¿con cuántos podía alternar un lingüista

hasta hace pocos años, un helenista, un medioevalista, un físico-químico?) avala por

otro lado, peligrosamente, prestigios no siempre falsos pero sin práctica fiscalización.

Un riesgo mayor para una sana vitalidad cultural lo constituye todavía, y (lo que

es peor) cada día más, la imposibilidad publicitaria, la práctica asfixia de la

comunicación. La imponen a toda labor creadora una conjuración de circunstancias

adversas: la carestía creciente del libro, la inexistencia absoluta de editoriales (aunque

tengamos poderosísimas impresoras), la muerte sucesiva de las revistas de grupo, la

mediocridad casi general de los suplementos periodísticos. Alguna salida al azul la

constituyen para unos pocos las editoriales argentinas pero, para el resto, sólo el tiro

corto del poema, el cuento o la nota pueden encontrar una precaria y gratuita salida.

Agréguese a esto la (irregular) aparición de algunas publicaciones oficiales y,

especialmente, tres o cuatro de positivo interés: la Revista de la Facultad de

Humanidades, la Revista Nacional, la Revista Histórica, los Anales de la Universidad y

se tendrá el cuadro de las posibilidades de expresión en un buen sector de nuestra

cultura. Mientras en regiones más felices de la tierra se llega a aceptar a regañadientes la

actividad intelectual como “segunda profesión”, el uruguayo se enfrenta con la

necesidad de aceptarla como ocio costoso, cuando es general que los que a él se sientan

llamados sean los que menos posibilidades tienen de darse un ocio cualquiera.

VI

NI JERARQUÍA NI INFLUENCIA

Sumándose a esta subrayada ausencia (o a esta tenue presencia) de lo único

efectivo, que es “una obra”, no vemos claro hasta dónde la falta de influencia y de

positivo prestigio del hombre de cultura en nuestra sociedad pueda (también) ser

favorecida por una correlativa carencia de toda objetivación posible en la jerarquía de

los valores de la inteligencia. Todo está relacionado, es claro. Pero entre nosotros esa

falta es asombrosamente notoria. Y conste que sabemos hasta qué punto esa jerarquía es

difícil, hasta qué punto está desfigurada por el éxito barato y por las inflexiones de lo

político, de lo social, hasta qué punto falseada (y demorada) por el presente y sólo

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precariamente asegurada para un “después”. Pero, en otros países, la vasta atención de

un público educado no se deja engañar siempre, y del todo, en lo grueso; la definición

polémica de las generaciones y los balances en que se expresan, fijan perspectivas

axiológicas variables pero conocidas; la actuación institucional de academias y hasta un

surtido sistema de premios, una atenciosa luz sobre las figuras dominantes y surgentes,

definen a escalas de mínimo rigor.

Nada de esto existe en el Uruguay: ni esa atención vasta, ni ese diálogo

generacional (que alguna vez se insinuó), ni balances ni atención de unos hacia otros ni

institución alguna (oficial o privada) de magisterio suficientemente acatado. Las

promociones provectas consideran, en masa, a las más jóvenes un auditorio muy

inadecuado a un bien entrenado minueto epistolar vocal en el que unos a otros se

reverencian pródigamente de “eminentes” y de “ilustres”. No hay duda [de] que tienen

razón. Pues esas generaciones jóvenes, a su vez, no cuentan para nada con esos mayores

que (salvo poquísimas excepciones), cuando no desconocen, desprecian. Los escasos

premios nacionales que se dispensan (salvo los profesionales) decídenlos jurados

oficiales de competencia nada notoria. Una “infracultura”, una “lumpenliteratura”

ocupan así el escenario que el Estado y cierta prensa patrocinan. Esa bullanga que no

fundamenta prestigios porque más allá del distraído (e indiferente) lector de una noticia,

falta el convencido que la sustente, suele presionar, y tal vez el fenómeno no sea

exclusivamente nacional, el silencio y el apartamiento de los muchos “que callan”

(como Rodó les llamaba). Porque es inevitable que tal conjunto de adversas

circunstancias, mientras lleva a bastantes al rencor y la frustración, lleve a buen número

de gentes a vivir la cultura como ejercicio y no como creación y menos como profesión

(aun segunda). Considerar que vale más vivir con gracia y lucidez que hipar tras una

noticia o un editor displicente puede ser una reflexión exacta. Hacer de la cultura una

conciencia más honda, más rica, más cabal de la vida y no una desenfrenada

“productividad”, o una tonta idolización intelectual es, sin duda, la mejor manera de

omprenderla. Pero como, en verdad, tan radicales oposiciones sólo se dan en los

extremos de cada espectro, es lamentable que el ambiente imponga la disyuntiva con tan

desoladora frecuencia. Y que la imponga sobre tantos que valen más que nuestros

poetas gremiales y sus “poemarios”, nuestros épicos, nuestros inventores de mitos,

nuestros ubicuos académicos.

Puede ser, sin embargo, que tal selección al revés sea sólo una de las causas de

esa escasa presencia del hombre de cultura entre nosotros. Y digamos que cuando se

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imagina una situación distinta, no nos referimos a ciertos tipos de prestigio, en verdad

excepcionales, como el del intelectual francés (un Gide, un Mauriac, un Sartre, un

Malraux) obteniendo audiencias y señalando caminos en dominios totalmente ajenos a

su comprobado quehacer. Nos referimos, en cambio, a una presencia más efectiva en la

sociedad, más segura, menos retaceada. Nos referimos a esa cordial atención que es para

los mejores y maduros cierta forma vespertina de la gloire. Nos referimos a un derecho

de audición en aquellas grandes cuestiones colectivas que, por no ser especialidad de

nadie, exigen todos los enfoques. Nos referimos también a aquella justa jerarquización

de que se hablaba.

Las vías de esa cotización y de esa presencia son muy diversas; lo único que

sabemos es que no adoptará ninguna de las formas precarias y vergonzantes (y a

menudo vergonzosas) que en el Uruguay asume. No será el mendrugo de una misión o

de una agregatura en el exterior para el intelectual con rótulo partidario y en especial

oficialista. No será la amistosa “gauchada” con que dos o tres legisladores amigos

compran la obra invendible (o ilegible) de algún escritor en la mala. No será el mero

consentimiento a los grupos de presión económica de hombres de cultura (profesores o

técnicos) que, a todos, el Estado, por debilidad y por cálculo electoral, dispensa. Y que a

nadie califica, no importando (ni lejanamente) reconocimiento de la misión que se

cumple. No será por fin la apología, vacía y capitosa, de ciertos próceres muertos, de

ciertos ancianos que poco incomodan y que son algo así como los bienes de capital

semifijo del inseguro balance del país.

VII

UN RÉGIMEN

En muy pocos de los hechos destacados hemos podido evitar alguna vez el

sustantivo Estado. Tan sabido es que (por tradición) en las sociedades americanas jamás

se prescinde del todo de él como que en las modernas, tampoco (por situación) puede

dejársele de lado. Y ahora, ante la presencia de un libreto que posiblemente sea menos

negro que la realidad y al que pudiera ponérsele como colofón el hecho de que el Estado

dedique a unas miserables remuneraciones literarias (y esto no quiere decir que nos

parezcan buena costumbre) seis o siete veces menos que a recompensas de comparsas

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carnavalescas (también ramplonas y comercializadas); ahora, justamente, puede ser útil

una modesta inversión de planteo.

Se da por descontado que el Estado moderno tenga entre sus fines más presentes

el fomento de la cultura en sus aspecto s de producción, transmisión y difusión. Puede

convenir preguntarse, sin embargo, qué cultura es la que promueven los diferentes

regímenes políticos y cuál es la que podrá (o querrá) promover el nuestro.

La primera pregunta, obviamente, no puede ser ahora contestada. Presupone,

además de toda la historia, una tipología.

Preguntémonos mejor por lo segundo; y por las razones que determinan que la

presente conglomeración de fuerzas que integran hoy el régimen y el Estado uruguayo

hagan de la cultura una ocupación tan postergada, tan marginal.

Los regímenes, de algún modo, tienen una conciencia. Sus personeros, los

hombres que los asumen, poseen una cultura, una ética, una tradición educacional. No

es con felicidad que un uruguayo caracteriza su régimen actual pero sabe también que

evitarlo es exponerse a no comprender nada, es perder su tiempo y el de sus eventuales

lectores. No es eludible entonces señalar que el régimen uruguayo presente puede

encarnar cierta configuración que planteaba, en su obra tan perspicaz, Vilfredo Pareto.

Una coalición que basa su funcionamiento en la influencia del dinero y del poder

electoral, apoyada (inestablemente) en el forcejeo de los grupos más poderosos y de una

clase política profesional sólidamente institucionalizada y aun constitucionalizada.

Democracia (rara base histórica de un país americano sin oligarquías estables en el

pasado), pero democracia parada en demagogia, en cubileteo de todos, en facilidad a

todos, en beneficios nominales a todos (y efectivos a unos pocos). Un régimen así irá

rápidamente (y así ha ido el nuestro) al vacío ético que resulta de la progresiva

formalización de los vínculos de la comunidad hacia el puro esquema del Estado de

Derecho. Movido por las dos fuerzas económico-culturales supremas del capitalismo y

la laicización, el primero impregnará toda la sociedad (por medio de esa dialéctica que

tan bien ha estudiado Perroux) de los móviles específicos del dinero y el éxito material;

la segunda, la laicización, provoca inevitablemente la destrucción del sentido de

trascendencia y la ruina de toda vivencia incondicionada de valor.

Los últimos fenómenos son generales en Occidente, aunque sean más visibles

aquí por una gran endeblez de la raíz cristiana y –también más paradójicamente– porque

esa impregnación de espíritu capitalista responde a una estructura capitalista tan enteca

como es de suponer y aun veteada de nacionalizaciones. Los primeros elementos:

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demagogia, presión anárquica de grupos son más característicamente iberoamericanos.

En el Uruguay, sin embargo, presentan dos especificaciones curiosas y es la primera que

el proceso “industrializador”, con su secuela de obrerismo más o menos postizo y su

creación de una clase de millonarios bastante auténtica, se practique en base a una

filosofía política que adjunta a su inevitable tono socializante notas de liberalismo y no

de nacionalismo, como ha sido lo habitual (o lo es) en los procesos similares de

Argentina, Brasil, México, etc. La segunda (y trágica) especificación es que en un país

que es un dedal y pobre de solemnidad de riquezas naturales, el tan celebrado proceso

no deje poca cosa más que ruina, inflación y artificio a su paso. También ruinas

morales. Entre nosotros es dable ver cómo ciertas virtudes, ciertas actitudes tan

naturaliter cristianas y tan democráticas, al mismo tiempo, han resultado evaporadas en

poco más de tres décadas. Cierto bronco igualitarismo colectivo. Cierto sesgo

antijerárquico que nos inmunizaba de todos los esnobismos sociales. Cierta devoción

por lo que Jacques Maritain llamaba los medios pobres. Cierta austeridad jacobina.

Cierta sinceridad para las grandes palabras. Cierta difusa piedad, medio brahmánica,

que envolvía a hombres y animales y abominaba de toda crueldad. Todas estas

calidades, unidas a las personas de Artigas y/o de Batlle, se han perdido. Se han perdido

irremisiblemente, más allá de la devoción de las frases, en la pendiente de la corrupción

del Estado y la economía, en la mediocridad ilevantable y el cinismo regalón de una

clase gobernante ávida de bienes y privilegios, en el dominio de “los intereses

especiales” y en el impacto de los poderes tuteladores internacionales. Y hemos visto

pasar una acción que se empinaba (y caminaba mal) sobre una fe un poco ilusa, pero

bella, en las posibilidades mejores del individuo a una que piensa (y aun camina peor)

que el lote humano es una discreta porquería al que sólo mueve temor, vanidad o

interés. De Thomas Paine a Maquiavelo (a una maquiavelismo ramplón y sin grandeza).

O, como quien dice, de Piedras Blancas y el Cordobés a Cantegril y el Contralor.

Todos esos regímenes, al que el uruguayo pertenece, se diferencian de los

llamados “totalitarios” en que se conforman con los hombres como son. Al no intentar

como estos cambiar la cabeza de las gentes a contrapelo de sus valores, de sus

afecciones y de sus tendencias, evitan, es claro, los últimos manoseos de la fuerza, las

más graves compulsiones de un poder sin autoridad. Pero este aceptar a los hombres

como son es menos una virtud que una conformidad y una comodidad. Pues si salvan al

individuo de esas lesiones, no lo salvan de esa inevitable corrupción que hace que la

historia tenga que ser (por mano de santos, de héroes, de rebeldes, de reformadores, de

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evolucionarios) un constante enderezar la pasta huma na para exigir de ella lo mejor de

sus calidades, de su devoción, de su desinterés. Odian por eso la “política de misión”,

esa política que alguien definiera como un meternos donde no nos llaman. Conocen

(hoy) tan bien como los totalitarios lo inevitable de una instancia política de todas las

cosas y todo lo politizan (en chico, en rastrero, en personal). Pero ese desinterés (ni

éticamente malo ni bueno de por sí) por cambiar el mundo, los deja indiferentes a que

esa instancia política (cuando es más que chicana) tenga a su vez un inexorable

trasfondo cultural (o religioso o metafísico). Y por eso, si no “fuerzan” la cultura, la

descuidan sin remisión. Los regímenes totalitarios le conceden al intelectual

conformista una situación brillante. Los nuestros (por suerte) no lo hacen pero en

cambio aíslan a la clase cultural (en todo lo que desborda las funciones, tan desoídas, de

la técnica) de todo acceso a los planos verdaderamente directores de la comunidad. Si

nos evitan a un Neruda de poeta oficial no nos evitan el espectáculo menor de la AUDE.

Y si carecen de un Ehrenburg, tampoco suscitarán el interés dramático (y ejemplar) de

la trayectoria de un Lukács o de un Ridruejo.

VIII

CULTURA DE UN RÉGIMEN

Ahora bien, ¿qué actitud, qué política de cultura profesará (tendrá que profesar)

un régimen de tal carácter?

Acéptese que cumplirá con buena conciencia el deber más amplio de la

alfabetización y de un mínimo cultural que comprende las enseñanzas primaria y

secundaria: aun le dedicará, como el uruguayo, una parte sustancial de los recursos del

Estado. Lo imponen así la cosmovisión moderna, la ética de cualquier clase dirigente

civilizada y las poderosas presiones locales y de clase que actúan a través de los

aparatos políticos. Súmese a esto el hecho de que la alfabetización (y toda la secuela de

cultura y técnica que hacen crecer cada vez más el mínimo enseñable) ha producido

inesperados resultados. El siglo pasado la concibió como instrumento eminente de

emancipación espiritual y de responsabilidad política; el nuestro la usa, más

prosaicamente, como medio imprescindible de homogeneización y de impregnación por

la propaganda ideológica y económica. Sea como fuere; por las viejas y las nuevas

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razones, el Estado uruguayo la cumple en la medida de sus fuerzas, desgraciadamente

mucho menores de lo que exigirían sus irrestrictas promesas de universalidad y

gratuidad. Esas promesas que tanto honor, que tanta novedad, nos dieron en América.

Esta tarea tiene, inexorablemente, varias características. La tenaz nota

(ilustrativa pese a todos los activismos): “instrucción” contra “educación” (ya que no en

balde el ministerio del ramo se califica por el primer fin). Otros rasgos ya se han hecho

explícitos. Parece pues pleonástico insistir en la primacía de la difusión sobre la

creación. La delegación de la actividad creadora a ambientes más sólidos y

privilegiados. La aceptación de ese hecho, lo decíamos, decide que distracciones,

enfoques, valores e ideologías se reciban terminados y sea una cultura menos onerosa,

por ser de confección, la que se imponga. Es imposible escamotear, en cambio, tres

graves consecuencias de esta opción.

La primera es la imposibilidad práctica de una investigación científica seria y

aunque en algunos dominios la capacidad de nuestros hombres de ciencia esté bien

certificada, la visión de conjunto es desoladora. Y al hacerse en las naciones rectoras

más compleja, más difícil, más cara, más inabarcable la investigación, más

incomunicables sus logros, se ahonda más cada día (contra todos los igualitarismos

ilusorios de los pactos) la apacidad de las superpotencias y la de las naciones

“periféricas” (es el nuevo eufemismo) para hallarse a la altura histórica de los tiempos,

para responder con imaginación y lucidez a sus desafíos. La segunda consecuencia es la

responsabilidad que tal estatus asume en la imposibilidad casi universal de “comunicar”.

De todas las actividades de producción e intermediación, la editorial debe ser tal vez la

única que no reciba en nuestro país primas, tutelas y beneficios. Podrá decirse, es cierto,

que si casi todas los reciben, ninguna (a fin de cuentas) tiene privanza: pero la actividad

editorial viene a quedar, de cualquier manera, como el Mar Muerto, debajo del nivel de

todas las demás.

Mencionemos, para no ser injustos, alguna excepción: el creciente interés estatal

por la música y el teatro y la progresiva irradiación de la Universidad en la sociedad

entera. Los primeros no rectifican lo ya dicho y han sido, en buena parte, fervores

individuales de algunos estadistas empujados desde abajo, como ya se notó, por

presiones sociales muy bien organizadas.

La tercera inevitable consecuencia es la de que un régimen de nuestro tipo

delegue sin ninguna visible resistencia en las máquinas internacionales de opinión la

formación de los patrones mentales y de los usos populares. No operará en él la

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posibilidad (siquiera) de una contradicción de intereses entre esas máquinas y la

comunidad que absorbe sus productos; no existirá tampoco una conciencia mínima de

los valores que bajo esa homogeneización se pierden. Es cuando más, en cierto plano

puramente económico que nuestros “industrialistas” desenfundan, de vez en cuando,

ciertas formas ad hoc de protesta “antiimperialista”.

Como toda cultura es (quiérase o no) jerarquía y selección, un mecanismo

cultural como el nuestro valorará siempre determinadas actividades y determinados

tipos humanos. La nuestra desprecia al poeta y en general al escritor (a diferencia de

otros tiempos es descalificación para un profesional publicar un poema, un cuento o una

nota). Acepta al historiador y aun puede convertirlo en figurón oficial a condición [de]

que sea vacuo y conformista. Al sociólogo le desconfía y sólo lo admite como asistente

a congresos. Prefiere naturalmente el “derecho constitucional” a la “ciencia política”.

Porque exalta, sobre todo, al tratadista de derecho y (también) al médico. En el primero

admira al genio custodio de la legalidad del enriquecimiento o al árbitro de nuestros

sutilísimos conflictos políticos y administrativos. Pero es, sobre todo, el gran médico,

guardián del magno bien de la salud y la longevidad, el dios mayor. Nuestro avancismo

fiscal le abre el camino a grandes fortunas y nuestros legisladores han solido dedicar

sesiones parlamentarias a la loa enternecida de sus médicos de cabecera.

Hasta hace poco tiempo, por fin, ciertos sectores en los que sobrevive la

conformidad por los logros de nuestro pasado, alentó el ideal de “exportar” nuestra

cultura. Una conciencia no del todo equivocada de la desalentadora insularidad de las

culturas iberoamericanas se mezcló con una ignorancia cerril de nuestra realidad, de

nuestras posibilidades, de los niveles ajenos y de la propia capacidad de diálogo

internacional. La tonta ilusión que llegó a avergonzarnos a muchos apaga (hoy) bastante

sus fuegos. Sería casi cruel insistir sobre ella.

La situación uruguaya parece pues, en suma, la muy paradójica y muy ejemplar

de un Estado y de un régimen que aseguran, hasta límites prácticamente desconocidos

en América la libertad formal de desarrollo y de expresión pero que, en la dialéctica

capitalista- liberal, vacía a la sociedad de ética, y de saberes; de valores universales y de

calidades nacionales. Subrayando, así, en el juego de las fuerzas creadoras de la cultura

uno de los extremos: el de la libertad, destruye incoerciblemente el otro: convicciones

compartidas, comunes valoraciones, estímulos, entusiasmos, atenciones, exigencias y

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desafíos.4 No es mal ejemplo para ofrecer a la reflexión de ciertos ambiguos equipos

iberoamericanos de “defensores”.

IX

EL POSIBLE PRONÓSTICO

¿Será necesario, después de todo esto, hablar de un pronóstico de nuestra

cultura? ¿Existirá para esta algún destino específico, algún porvenir distinto al que

espera a toda esa cultura iberoamericana que (a regañadientes) integramos?

La contestación será (también) nuestra. Si la propia perspectiva, las adhesiones y

los repudios irreprimibles operan en la descripción más somera, ¡cuánto más no

actuarán llegados a este trance, de alguna pedestre manera, profético!

No pensamos, para tratar de ser claros, que la cultura constituya una

superestructura de los sistemas históricos y sociales y sabemos hoy (por lo menos) que

la órbita cultural es mucho más amplia que la de los últimos. Creemos, sin embargo, con

Hartmann, que autonomía no es negación total de “dependencia” y que en las crisis

históricas todos los planos de la actividad del hombre se imantan, misteriosamente,

hacia algún coherente, algún signado destino.

Esto nos lleva a postular apodícticamente que en Iberoamérica toda

reflorescencia cultural (en cuanto empresa aislada y no simple consecuencia) tendrá que

partir de una encarnizada voluntad de destruir la escisión entre una cultura de masas (y

masificadora) y “la cultura”, entendida en aquel sentido más restringido y personal de

que se hablaba. La tendencia natural parece ser la contraria; es decir: que la dinámica

interna de la situación presente resolvería que la cultura de masas fuera cada vez

intensamente despersonalizadora, mecanizadora y antiespiritual y “la otra” más

limitada, más inoperante, más íntimamente estéril. Acaso, dentro de ese cuadro estable,

la cultura de masas pudiera todavía ser peor, agregándose, por ejemplo, a ella, la

fascinación de nuevos gadgets.

Acaso la cultura, en el sentido más angosto, pudiera contar con medios

materiales más generosos y producir, por ello, cuantitativamente más.

4 ? Las dos frases encadenadas con dos puntos están así en el original.

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Como uruguayos, se nos ocurre que ni con estas posibilidades contamos. Con un

suelo pobre, con un subsuelo peor, con un Estado desquiciador de la vida económica,

con un aparato maquinístico descalabrado, con una producción estancada, con una

productividad en descenso, con un ideal de holganza y seguridad que mira con horror el

trabajo, lo más probable es que los medios de cultura para todas las escalas, desde las

más charras hasta las más selectas, sean, cada día, crecientemente más escuálidos.

Suponiendo (incluso) vencidas estas pobrezas, todo, en lo sustancial, seguiría lo

mismo. Ahora bien: como no hay en la historia situación asegurada, sabemos que tal

perspectiva responde, en lo sustancial, a un par de prospectos histórico-sociales que no

serán.

Como uruguayos sabemos que un período de irresponsabilidad, malabarismo e

ilusión toca a su fin. Toca a su fin inexorablemente, por agotamiento del juego sin que

sea dable predecir detrás la reacción segura o, por el contrario, un interregno de

desquicio supremo tras el cual la entidad misma del país, nuestra existencia

independiente misma, se haría problemática.

También sabemos como iberoamericanos que el plan de los hombres de

negocios a la americana, el de “la libertad de iniciativa”, el del “capitalismo del

pueblo”, el del “respeto a todos los derechos” (pero sobre todo a los de los fuertes)

tampoco será. Ignoramos muchas cosas, pero sabemos (por lo menos) que el destino que

para Iberoamérica desean múltiplemente el Financial News, y nuestras Academias de

Economía, y el señor Julio Dubois, y la Standard Oil y las Cámaras de Comercio, y la

O.E.A. y etc. y etc., podrá tener múltiples calidades y aún parciales y sustanciales

aciertos. Múltiples, sí, salvo el de ser viable.

Supuesta, como creemos, la inviabilidad histórica de este (y aquel) prospecto, la

restauración de una cultura condicionada temporal y especialmente por lo

iberoamericano tendrá que comenzar por el boceto de una nueva estructura en la que el

doble movimiento de comunicación (hacia arriba y hacia abajo) de todos los períodos de

plenitud cultural juegue normalmente. Hacia abajo, desde los estratos más exigentes y

creadores hasta las formas más amplias, cálidas, ligeras y simplificadas. Hacia arriba,

desde las firmes vigencias de base de una colectividad reconstruida hasta las escalas

más altas y por ello más susceptibles a la evasión y al angelismo. Para hacer a los que

en ellas viven, directores y servidores (a la vez) de la comunidad entera. Y sobre todo,

que este doble movimiento sea normal, sea cualitativo, sea sincero. Que sea cualitativo:

no hay necesidad de hacer subir alguna espiritada forma de “sangre charrúa” a los

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metafísicos o a los biólogos. No hay necesidad de ir a gritar por las esquinas alguna

forma riderdigerida de la relatividad einsteniana.5 Que sea normal (también); que se

realice naturalmente. Porque hoy, en ambiente universitario, revitalizado el ideal

reformista de difusión cultural, se vuelve a incitar dramáticamente (en alguna Gaceta) a

“volcar la Universidad sobre el pueblo”. Pero la Universidad (su cultura) no es el cofre

de los Reyes Magos ni alcancía en mostrador de banco y no puede “volcarse” igual.

Conviene pensar por ello en la ambigüedad del verbo.

A pesar de este distingo, no es difícil barruntar que también para nosotros esta

tarea se inflexiona de política. Y que políticamente se inserta en la tarea de unidad y

libertad iberoamericana. Esa tarea que, encuadrando el área menor de las

reconstrucciones nacionales parece hoy la única empresa histórica estimulante y digna

de sacrificio para las nuevas generaciones del continente.

X

LOS DILEMAS MAYORES

Las incertidumbres, sin embargo, comienzan aquí. Casi todos los sectores

nuevos de Iberoamérica podrían estar de acuerdo con la indeseabilidad de las

perspectivas que nos ofrecen la gran prensa y casi todos nuestros partidos. Hasta qué

calado, hasta qué distancia es emocionalmente indeseable (y fácticamente inviable)

sería lo polémico. Partiendo de lo nacional y lo popular que parecen ser los dos

adjetivos inevitables de toda tarea colectiva creadora en el continente, unos se detendrán

en la dimensión económica, poniendo su fe en la planificación estatal adecuada, en una

generosa ayuda técnica y en la desarticulación de las oligarquías que han reemplazado

(con pérdida) los descaecidos patriciados.

Otros serían más sensibles (más insensibles también) a las tremendas

compulsiones que significa el proceso de capitalización e inversión nacional, cuando no

se mediatiza el destino propio a determinantes foráneos y se conocen, y se esperan a pie

firme los embates interiores y exteriores que tal programa comporta.

5 ? “Riderdigerida”: Adjetivo irónico que remite a la publicación periódica Reader´s Digest, síntesis informativa y de opinión, en español, elaborada en Estados Unidos, y de gran consumo entre los sectores medios y medio-bajos de América Latina.

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Otros, en fin, sin rechazar los planteos anteriores, estaríamos más atentos a la

caducidad cultural de buena parte de “lo moderno” y veríamos hasta qué punto, en el

limbo entre un orden caduco y ya inhabitable y otro apenas delineado, la empresa de

Iberoamérica llama (gravemente, religiosamente, fascinadoramente) a todas las

energías, las devociones y la imaginación de la libertad histórica.

Enumeremos sólo algunos problemas, algunas inverosímiles (e inescapables)

tensiones. Completar (por caso) la “primera industrialización” cuando la segunda

(atómica, ciberbética, etc.) ya ha comenzado en los países técnicamente más avanzados

del mundo. Alcanzar hasta esta, dando a nuestras masas el mínimo necesario de espíritu

industrial conociendo, como conocemos, que este espíritu sufre (ya) de irremediable y

fundamental deterioro; que actúa a contramano de las mejores posibilidades del hombre

y de la cultura. Enajenar, así, a los demonios nuestro cuerpo sin vender (a la japonesa tal

vez más que a la china) nuestra vida (o lo que de ella nos quede). Problema éste de

todos los continentes coloniales o semicoloniales, el nuestro se especifica en el hecho de

que, a diferencia de los otros, nosotros participamos de la mejor tradición de Occidente,

no impuesta, no sobreagregada, sino medular. Superando así lo moderno sin volver por

ello a la rueca y al telar, la famosa “tercera posición” que sabe bien, por lo menos, lo

que es (intemporalmente) indeseable, cobraría una hondura espiritual que la llevaría

muy lejos de su pobre “pensar por simetría”, su estatismo, su retracción ante las

contingencias históricas y esa desconfianza (actoniana) del Poder que sufre entre

nosotros. Esa tarea debería ser muy sensible a las tensiones dialécticas (y necesarias)

entre fuerzas y tendencias indesarraigables. Por un lado aquellas que llevan a la

universalidad, a la contemplación, a la personalidad, a un más allá de toda política o

condicionamiento histórico-social determinado. Por el otro, las de militancia, de

inmanencia, de arraigo y hasta de pesadez pedagógica que pueden ser, en largo lapso,

dominantes y previsibles. Por un lado, también, los impulsos que nos llevan a la

hospitalidad a toda influencia. Por el otro, las necesarias cautelas ante el posible efecto

mediatizador (y colonial) de las culturas ajenas y maduras.

Aunque estos dilemas, estos conflictos no agotarían (naturalmente) la lista

posible.

_______________

Publicado en Marcha, Montevideo, Nos 885 y 886 del 25 de octubre (pp. 22-23) y 1º de noviembre de 1957 (pp. 21-23).