Anuario Juan Ramón Jiménez promoción 2007

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Para 11-A, 11-B y todos aquellos que estuvieron alguna vez entre nosotros.

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CONTENIDO

4 Parte 1: 13 años en el Colegio Aquí se ve plasmado el comienzo del recorrido escolar en el Juan Ramón. De Kinder a Primero, las experiencias inol-vidables.

7 Lo que Parece y Significa Sobre nuestra muy especial fiesta del fuego, una significativa ceremonia.

10 Paloma Palomares Cuento ganador del concurso “LetraXLe-tra” y hecho por uno de nuestros com-pañeros de undécimo.

12 Parte 2: 13 Años en el Colegio Concluye el recorrido hasta primero de primaria, lleno de recuerdos y momen-tos felices.

14 Hay Cosas… Un rápido vistazo a nuestro bachillerato bajo, a cargo de alguien que, a pesar de haberse ido, nunca nos dejó.

16 Parte 3: 13 Años en el Colegio Entrando al comedor en segundo de primaria y la legendaria “temporada de piquis”.

18 Ejercicio de Futurología en un Día Demasiado Lluvioso Una vista al significado del grado un-décimo desde la perspectiva de uno de nuestros profesores.

20 Parte 4: 13 Años en el Colegio Los últimos dos años de primaria.

22 Una Mirada Lo que es “la primaria” en el Juan Ramón, escrito por una experta en el tema.

24 Parte 5: 13 Años en el Colegio De sexto a undécimo con todo lo que implica.

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Es extraño, cada fin de año era sólo uno más, ya que sabía que en febrero del siguiente estaría

comprando cuadernos, subiendo al bus con una bolsa más grande, y dos veces más pesada que yo; llena de útiles, úti-les y más útiles, que no eran más que colores en todas su presentaciones, cra-yolas, marcadores, pinturas acuarelas, etc… Era una alegría para mi comprar-los y una pesadilla para mis papás, que tenían que pagarlos.

Sin embargo, después de la compra, mi mamá parecía olvidar el gasto esco-lar y se convertía en una alegre etique-

tadora al marcar todo con mi nombre: cada color, marcador, lonchera, incluso mi ropa. Pero, en últimas, esto no servía de mucho ya que ella pretendía evitar lo inevitable: que los terminara perdiendo. Incluso yo estaba marcado, parecía una escarapela ambulante, con un papel col-gado en el cuello. En este papel estaba escrito mi nombre, teléfono y ruta, pero yo tampoco sabía leer. Sabía recitar mi teléfono (gracias a mi mamá), el nom-bre de mi profesora, y mostrar cuantos años tenía con los dedos por si alguien me preguntaba… claro con cara de “yo no fui”.

13 AÑOS EN EL COLEGIO Parte 1Alejandro Rosero

Aunque siempre me vistieran y arre-glaran para subirme al bus, por las tar-des debían verme bajar como si acabara de llegar de excursión. Siempre tenía las rodillas verdes o cafés, los zapatos llenos de arena, los cordones desamarrados, la cara sucia y las manos manchadas de pintura. Por supuesto, de vez en cuando no faltaba la pregunta de mi mamá “¿y dónde está el saco?” Yo sólo levantaba los hombros −la misma expresión ha-brán visto madres por generaciones− y cinco años después en una entrega de informes, aparecía un saco igualitico entre un montón de prendas frente al comedor.

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En toda cultura y sociedad se lle-van a cabo rituales que permiten a los hombres reconocer y revivir

una parte de aquello que los hace ser quienes son; estos rituales siempre han buscado reunir y convocar a un grupo de personas que tienen un sentimiento en común, sentimiento que los devuel-ve a una vivencia particular y hace que su pensamiento trascienda y enfrente el tiempo, un sentimiento que acuna, reúne, identifica y construye.

La fiesta del fuego podría considerar-se como un gran ritual que nos convoca una vez al año para celebrar juntos en

comunidad; está llena de recuerdos, sig-nificados, sentimientos, acción de reen-cuentros y despedidas; es un ritual en el que todos comparten juegos, comida y demás actividades, pero sobre todo es un momento en el que nos reunimos alrededor del gran fuego y tomados de las manos, cantamos emocionados lle-nos de esperanzas hacia el futuro y nos-talgias del pasado, esta es una gran re-membranza a las excursiones escolares propias de nuestro colegio.

A lo largo de la historia el hombre siempre se ha visto atraído hacia el fue-go, por todas esas sensaciones que di-

cho elemento logra despertar en noso-tros; ha sido testigo y cómplice del de-sarrollo y surgimiento del mismo en dis-tintas culturas, enardecido y endiosado, guía del sentir espiritual de quienes se acercaron a él con dudas y problemas, y que, como respuesta, encontraron la paz mental y el bienestar espiritual, por-que abandonaron sus miedos y los deja-ron consumirse en el fuego ardiente.

Es el fuego en nuestro gran ritual, tanto en excursiones como en la fiesta del fuego, el centro que nos convoca e invita, pero que además guarda en su núcleo todos los momentos que se vi-ven en el colegio, con los amigos, con los profesores y en las salidas, para ha-cerlos perdurar en el tiempo. Es porta-dor de nuestros profundos secretos, de nuestro paso en el tiempo, en el que se ven cambiar “los vestidos de niños, para convertirse en trajes de hombres”.

Y aunque ahora algunos tiendan a olvidar fácilmente todo lo que significa esta ceremonia, y aunque se pierda su esencia entre el negocio, la compra, el consumo y la venta, siempre se tendrá la oportunidad de volver y rescatar del fuego aquellos recuerdos y deseos que guardamos, y emprender la búsqueda de lo que somos, siempre seguros de que allí está.

LO qUE PARECE Y SIGNIFICAPaula Luna

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PALOMA PALOMARESSebastián Franco

Creo que todo empezó por mi nombre: Paloma Palomares. Pues hace poco me di cuenta

de la habilidad que tenía; no, más bien del don que tengo. Caminaba por la ca-lle rumbo a mi casa, la familia me espe-raba, toda reunida, como muy pocas ve-ces. Era una calle como la de cualquier cuidad: la acera gris, basura por el sue-lo, los negocios abiertos, el ruido de los carros, el humo negro de los buses y el hollín pegado en semáforos y puentes. La gente caminaba, y de vez en cuando se topaban con una paloma. No era una de esas plazas en las que las palomas se reúnen a que los hombres les den de comer. Simplemente era un andén ancho, en donde caminaban varias pa-lomas. Recordaba que desde chiquita me gustaba corretear a estas simpáticas aves, perseguirlas y observarlas duran-te largos ratos. Yo caminaba mientras pensaba en esto y sentía (hoy a mis 17 años de vida) una rara atracción por es-tos animales de la calle. Me sentía atraí-da por esa vida. Observaba las palomas detenidamente, como se alimentaban de cualquier borona o resto de comida (harina) que se encontraban en frente.

No podría explicar como sucedió y que me llevó a hacer lo que hice; sim-plemente fue algo mecánico, un impul-so. Caminando, vi un pedazo de pan y sencillamente lo cogí y me lo llevé a la boca. En ese momento no pensé en lo

que era ese trocito de pan, de su sucie-dad; solo me lo comí. Lo masqué rápida-mente con un movimiento repetido, lo tragué y ya. Luego de haberlo tragado, me sentí rara, no por el sabor del pan, sino más bien porque de pronto volví en sí, me di cuenta de lo que había hecho y sacudí la cabeza. Luego sentí el sabor en mi boca, y para mi asombro no me disgustó, aunque tampoco me gustó. Seguí caminando mientras pensaba en lo sucedido. Todo estaba normal; no era un sueño, pues la gente seguía cami-nando, los buses que pitaban, el olor a comida que venden en la calle. Todo es-taba normal, excepto porque no dejaba de pensar en el pan, en sus condiciones, su mugre y el daño que me haría, tal vez una enfermedad de varios días. De pron-to me dio hambre, un ansia que ataca el estómago y que este le exige a uno comer inmediatamente, el hambre que puede sentir un pobre que no ha comi-do en todo un día. Era como si ese trozo de pan me hubiera abierto el apetito, la boca del estómago esperando recibir algo. Divisé el puesto de comida, esta-ba lejos; con ambas manos me agarré el estómago adolorido, me incliné hacia el suelo y vi la sobra de alguna comida. Sin pensarlo me la llevé de nuevo a la boca, como lo había hecho antes y la masti-qué mecánicamente y tragué. Me sentí un poco mejor, pero decidí buscar más: di unos pasos volteando la cabeza de un

lado a otro, y al fin encontré. Lo agarré con las manos y lo comí. Así lo hice unas dos veces más y ya me sentía satisfecha. Estaba alegre, pues no había tenido que gastar plata en comida. Un poco pertur-bada por los acontecimientos, pero sin tristeza y más bien un poco contenta, apuré el paso para llegar a casa para la cena (a pesar de que ya no tenía ham-bre) a tiempo.

Ese pues, fue el día en el que me di cuenta de que podía comer lo que comen las palomas. Si, esas hermo-sas aves, tan desesperadas por comer cuando tienen hambre y tan serenas en los edificios, viéndolo todo, testigos de todo. Son animales muy simpáticos las palomas de la ciudad. Son tan bonitas pero a la vez tan antipáticas; cuando al-guien se les acerca, tantito salen a paso ligero esquivándolo a uno. Y a pesar de que pueden ver todo lo que ocurre, son tan libres de esa carga, tan liberadas del humo y de las palabras humanas, su piel tan suave e impenetrable, su movimien-to rápido de cabeza asintiendo, siempre asintiendo. Creo que si poseo el don de comer cualquier cosa que halla por el camino que camino, como lo hacen las palomas de iglesia, de la plaza y de la calle, tengo la obligación de hablar de ellas y el derecho de hacerlo. Además me apetece hacerlo, me gusta hablar de ellas (aunque ellas no lo sepan) y de su buena suerte. Pues si, a partir de ese día,

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mi dieta cambió. Ya no me deleitan esos manjares y postres por los que liberaba una transparencia líquida de la boca. Ni siquiera me preocupa, como nos pasa a muchas personas, de qué comer y que no. ¡que alegría! La nevera de mi casa está dotada de variedad y ni siquiera me atrae, cuando antes esta variedad se reducía a unas pocas arbejas; incluso ahora que lo pienso, ya no entro casi a la cocina, solo de vez en cuando esperan-do encontrar alguna migaja. Mi comida y toda la gama de manjares de los que me deleito, me los ofrece la calle, ahora esta calle sucia es mi plato. No tengo la necesidad de usar cubiertos, ahora mis manos lo son; incluso en ocasiones mi boca lo es, cuando a veces, de repente, me agacho hasta que mi boca queda a la altura del suelo lista para coger el bo-cado. Es todo un beneficio el que poseo. Si, pues mis estructuras digestivas se van adaptando como la de las palomas supongo y por esa misma razón, gozo del placer y la sencillez de andar por ahí con hambre y coger cualquier pedazo de comida, tragarlo rápidamente y llenar el pequeño depósito de comida.

No se a quién agradecerle, de pronto a mis padres por hacer quien sabe que combinación en la información genéti-ca de la que me dotaron o por poner-me ese nombre que tan bien me queda. Porque yo estoy muy feliz. Una vez que salí con unos amigos, creo que íbamos a una fiesta o algo similar, era tarde y no habíamos comido nada. Lo grave era que para disfrutar la noche, teníamos que satisfacer el deseo de llenar el vacío

del estómago para luego sonreír agrade-cidos por la comida. Caminábamos con preocupación y dolor en el estómago buscando algún sitio en el que pudiéra-mos llenar nuestras bocas. Yo, en cam-bio, iba lo más de tranquila y sonriente, como aquel que sabe algo que los demás no. Iba pues, mirando al piso, buscando que comer; no tardé mucho en inclinar-me y coger con la mano unos cuantos trozos de pan y de torta y llevármelos a la boca. Creo que esa noche mis amigos pensaron que lo que había hecho, lo ha-cía por el hambre que tenía y porque no aguantaba más y no por otra razón. Yo si que disfruté de la fiesta.

Bueno, la verdad es que el don tam-bién me ha traído algunos inconvenien-tes. El día que descubrí el don, ese día que debía cenar con toda mi familia, por ejemplo, yo ya no tenía hambre, estaba satisfecha y llena. Pues bueno, cuando llegué a casa y dije que no quería comer, todos me miraron indignados, dicién-dome que “cómo se me ocurría comer antes y sin la familia”, que “si es que no le gusta la comida de la casa y la com-pañía”, “si es que a la niña no le gusta lo que hacemos en la casa”, y otras cosas que yo escuché con la cabeza agachada. También se me han presentado otras di-ficultades, pues en casa debo fingir que como lo que los demás. Así, sirvo poca comida, apenas si como algo y lo demás lo disfruta el perro y yo digo que “gra-cias” que “estaba muy rico”. Esto me toca hacerlo con sigilo, precaución y no en cualquier momento. También me ha pasado que cuando tengo hambre y ca-

mino por la calle, a veces no encuentro nada de comer. En estos momentos apu-ro el paso, muevo la cabeza de un lado a otro rápidamente esperando encontrar algo. Si no encuentro nada, entro a una panadería y pido un pan de cien pesos que me puede durar hasta un mes.

Sin embargo me he venido preocu-pando, pues últimamente me han pa-sado cosas curiosas. Un día, mientras esperaba el bus, de pronto vi que tenía los brazos levemente doblados hacia atrás, las muñecas coincidían con la ca-dera pero como recogidas hacia atrás también, como representando a una paloma. Me di cuenta por la mirada in-quisidora de varias personas. Otro día, de camino al colegio, me dolió un poco el cuello; pues sin que me diera cuenta, estaba moviendo la cabeza de adelan-te hacia atrás, mi mentón iba y venía, a medida que caminaba. En ocasiones también me quedo largos ratos quieta, pasmada, mirando lo que ocurre a mi alrededor, moviendo únicamente la ca-beza, como si todo fuera extraño pero tranquilo. Esto no es grave, pues he lle-gado a pensar que puedo vivir con esto. Pero lo que en verdad me preocupa, mi sincera inquietud, generadora de largos ratos de reflexión, es, que un día, me llegó a perseguir una paloma. Yo no a ella, sino ella a mí. Mientras huía la miré y vi en su expresión y forma de acosar-me que no era simplemente un juego, una casualidad, sino más bien algo más comprometedor, como de seducción…

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Cuando veo pasar a los niños pe-queños siento algo indescrip-tible: no sé si reírme o sentir

nostalgia al repetir en voz alta la palabra “trusa”. El sólo hecho de pensar en que me ponía esa cosa me da un corrienta-zo, pero me acuerdo que saltaba y me divertía como nadie.

Empezar clase en esa época era algo totalmente diferente. No como ahora con una campana que desprende un suspiro de “ah, ya son las dos”… todo era

diferente con el “tubo-campana”. Creo que muchos sólo queríamos entrar a clase para poder tocar el tubo-campana, de hecho repetir la palabra me acuerda de cómo sonaba: ¡tubo-campana!

Cuando veo el globo de ahora, me doy cuenta que no se compara en nada con el castillo blanco. Sí, ese que tumba-ron cuando yo estaba como en primero, ese que tenía un piso falso con tablas rojas, lo que lo hacía aún mejor ya que debajo de las tablas el piso era tierra

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−tierra que mi mamá recordaría al lavar mis pantalones−.

En esa época decir “el parque rojo” era cosa seria, porque todos teníamos una zona. Si mal no recuerdo la mía no pasaba del parque blanco, el que yo veía tan grande como un potrero, se-guro por mi tamaño. Pero eso no nos impidió, tiempo después, gritar a todo pulmón el mejor plan de la vida: darle la vuelta al colegio. En esa cerca que tum-baron estaba la cadena de árboles más entretenida que conoceré; nos divertía-mos como enanos pasando de árbol en árbol sin tocar el piso, pasando frente a las casetas, al “club de al lado”, a “el mó-dulo”, y terminado en la esquina de la cancha de fútbol. Tomaba casi un recreo completo, y no sé por qué pero valía la pena llegar con las manos sucias y las mangas manchadas de resina.

Otra cosa que nos dieron los árboles fue el tan famoso bosquecito, del cual sólo quedan buenos recuerdos. En fotos se ve tan frondoso y en vivo ese ver-de era aún mejor, porque jugábamos a la casa y, por supuesto, a la guerra de cocotes; por la que llegó la primera ad-vertencia de cualquier profesora: “¡Oye! No corras con palos”.

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Hay cosas… que realmente son difíciles de saber, palpar, to-car, sentir… o simplemente

entender.Si tú llegas a un colegio y el primer

día te dicen “Zambrano” como si fueras un viejo amigo cuando nunca has esta-do en ese lugar, la cosa se torna rara.

Luego, hay alguien que dice que los delfines son peces, gritas a los 4 vientos “yo quiero ganar”, y la “amófera” co-mienza a desvanecerse con un “fóforo” que invade el ambiente. Y como si se tra-tara de un cuento de niños, las palabras que resuenan en el aire, te susurran en el oído “¿no sabe?, ¿no?, pues imagine.

Yo no sabía, imaginé y supe, me equivo-qué, pero lo intenté”. quizás de tanto imaginar logramos deducir que si a una persona que vive en Colombia se le dice colombiano, una persona que vive en el polo norte, (por obvias razones)…¡¡¡se le dice polaco!!!

Algunos “tópicos” acompañan este viaje fantástico, y cuando quisimos salir a la intemperie para conocer el campo, soltamos la risa al decir “¿sabe qué se nos olvidó? la carpa”.

De ese modo aprendimos a conocer-nos y a conocer el mundo y sus alrede-dores, y nos enseñaron que los persona-jes más importantes de la historia somos

nosotros mismos. Crecimos como una familia que se fue confabulando poco a poco para que “el gnomo” sonara 4 ve-ces en un mismo año.

Celebramos 40 años de otros que pasaron y guardamos en una urna de barro nuestros sueños y anhelos con un mechón de pelo que nos recuerda la gran amistad que tenemos.

Esta es solo una pequeña parte de tantas vivencias, de tantas experiencias, del pedacito de vida que dejamos en esta institución, y de lo mucho que nos preparó para seguir nuestro camino.

Ya han pasado varios y años, y hay cosas que… realmente sigo sin enten-der, pero en el Juan Ramón Jiménez crecimos como amigos y familia, y para este camino que ya acaba, un beso y un abrazo no son suficientes para expresar todo el cariño y el afecto que siento por ustedes. Gracias a todos por tantas son-risas, abrazos, consuelos, regaños, por tanto amor… solo me resta decirles, ¡mucha suerte en el camino que empie-za! ¡Sexitos para todos!

¡Salut Compañeros! ¡La función ha Terminado!

HAY COSAS...Edgar Díaz

Egresado oficial del Juan Ramón Jiménez.

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En segundo empezamos a al-morzar en el comedor. Antes de ir nos lavábamos las manos

en fila, frente a la pileta, había alguien encargado de la toalla, y otro encargado del jabón. Dentro del comedor todavía teníamos que mostrar el plato antes de llevarlo, pero ya no era a la profesora, ahora se lo mostrábamos al encargado de la mesa. Esta primera ilusión de Poder era aprovechada infamemente por algu-nos pero era sufrida por muchos otros, que tenían que esperar casi todo un re-creo para que todos terminaran de co-

mer, sobre todo si eran verduras. Antes de poder ir al comedor, nos preparamos durante tres años, poniendo los mante-les, trayendo el jugo en esos recipientes rojos, y la comida en los de plástico, era bastante acogedor, y no había que hacer fila en el comedor, ahora que lo pienso, era de lo mejor. Actualmente las cosas son muy distintas para los chiquitos; los cubiertos ya están puestos con servilleta por debajo, es un servicio personaliza-do, casi VIP del cual disfrutan los niños.

En tercero tuvimos contacto con una persona cuyo nombre no será fácil de

olvidar, tampoco creo que haya que de-cirlo, es más sencillo recordar esta fra-se: “Good morning boys and girls, how are you today?”, estoy seguro que todos saben cómo terminan esas palabras, e incluso algunos todavía se levantan en las noches gritando “¡IMELDA!”. Ella fue nuestra primera profesora de inglés, y aunque no duró mucho con nosotros, dejó una huella imposible de borrar. Inolvidable la forma en que decía “Mr.” acompañado del apellido del alumno con una entonación única o como nos enseñó que debíamos decir para poder ir al baño “mei ai gou tu de…” en fin, Imelda.

En esta época, había ciertas palabras que hacían feliz a un niño (y no eran dulces o juguetes) y que varias veces grité con una manada de compañeros mientras corría lejos del salón: “¡hoy entramos a las dos!”. Ahh, ¿cuántos mo-mentos felices me hicieron pasar las re-uniones de profesoras de primaria? No lo sé, pero seguro fueron muchos.

La primaria también revela toda una “mafia infantil”: las piquis; al menos eso me hizo pensar mi mamá cuando le dije que me había bajado una pota y pensó que se la había robado a alguien. Es in-evitable que las generaciones pasadas cambien los términos pero hablen de lo mismo, por ejemplo mi papá me decía

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que las piquis en realidad se llamaban canicas, y que él era un duro para jugar hueco… yo trataba de ignorarlo pero por fin lo entiendo, ya me estoy oxidando. Recuerdo que hace un año pasé por la zona de piquis (al frente de los salones de tercero y cuarto) y me estrellé con la dura realidad; no me dejaron tirarle a nada, sólo me decían que yo era muy puntero y sólo porque yo era grande. Al-gunos al menos me alcanzaron a cantar la tabla: “se las aguanta si le salta, sin tiro de bebé, sin rebotis, todo para mi nada para usted, con rompereglas, sin mano negra...” y casi lo alcanza a decir todo pero se quedó sin aire. Además la mitad no la hubiera podido entender si no hubiera sido por mi experiencia (yo también repetí esas palabras de peque-ño, y por años) ya que en cierto momen-

to empezó a hablar en letra pegada y sólo me quedaba verle sus ojos abiertos y mirar el canguro lleno que tenía en el piso mientras yo simulaba entenderlo y escucharlo.

Ese mismo canguro genera un sonido que se reconoce a kilómetros cuando el que lo tiene está corriendo, vistiendo unas botas pantaneras de caucho y una sudadera de lana. Ese niño podía gritar “¡despelúchese!” con toda la euforia a flor de piel mientras recogía las piquis que le tiraban y trataba de ignorar lo que le decían: que ese terreno era muy perro, que lo cambiara, o que si se po-día tirar con tejo o con gladiado. Pero en cierto momento su semblante podía cambiar cuando escuchaba el “tac”, y el sonido imponente de los pasos cada vez más grandes de alguien corriendo a re-

cogerlas, porque se las había bajado.Dado el caso que no fueran piquis

sino una superpota, podía acudir a la primera ley de este mundo: “me la pone, yo le había dicho que me la pusiera” y si no lo había dicho lo iba a negar hasta la muerte. Finalmente la ponían, pero si uno no la podía recuperar rápido, se resignaba. En el caso de que uno hubie-ra sido precavido y hubiera dicho que se la pusieran a los pasos que quisiera y en el terreno que quisiera, iniciaba el trámite legal más largo que haya vivido en mi vida. Recuerdo que duré quince días, cada recreo, cada minuto libre, ba-jándome la misma pota, y viendo como la recuperaba ese niño que no cedía y seguía diciendo que se la pusiera. Ya ra-llaba con lo ilógico el no ceder a perder-la, pero igual no cedía. A la mitad de la semana la pota ya estaba desportillada y con mas rayones que mi cuaderno de recocha. Al final de la segunda semana de la pota no quedaba mucho, sólo mi terquedad, que terminó venciendo la del otro niño que me dejó ese pedazo de cristal que se me perdió una semana después.

Sólo hay algo sobre las piquis que nunca he podido entender, ni he cono-cido a alguien que lo entienda. Supon-go que está fuera de las capacidades de cualquier mortal saber cómo y en qué momento empieza la moda de las piquis y por qué termina tan rápido como em-pieza, sin ningún motivo aparente.

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No quiero resistirme a la tentación de comenzar con un lugar común. Estoy en mi

casa y mientras escribo esto llueve de manera atronadora. La lluvia golpea con fuerza en la ventana, casi como si fuera a romperla. Y claro, esta es la situación típica para ponerse evocador. ¿Recordar qué? De pronto que en enero esta lluvia no existía en la imaginación de nadie. De hecho, cuando comenzamos este año el sol era insoportable. De haber sido posible habría ido a clase en bermudas, camisa hawaiana y sandalias, pero un sentido muy bogotano de la dignidad me lo impedía. No el clima, que estaba apenas para ir así.

Ahora los salones huelen a perro mojado, a veces la lluvia retumba contra las tejas y no deja oír nada y el frío en ocasiones no deja ni pensar. Pero, ¿qué tiene que ver el clima con el grado undécimo? La verdad, de pronto nada. Simplemente pienso que los dos extremos que he mencionado vienen a ser una suerte de paréntesis, de eventos delimitadores de un año, gracias a las peculiaridades del clima tropical. Son, en el fondo, testimonio de un tiempo que pasó rápido.

Quizá ese breve tiempo tenga un significado especialmente importante para quienes están terminando el

colegio, sumergidos en la paradoja de vivir un año como todos los demás, pero al mismo tiempo distinto a todos los demás. Y no es que los otros estemos atrapados ya en un círculo infinito de tediosas repeticiones, ojalá que no. Es, simplemente, que al no estar a punto de emprender una transición semejante, no tenemos un coro de atormentadores detrás de nosotros repitiéndonos: “este es el último año, tienes que aprovecharlo, este es el último año...” Y entonces la conciencia temporal se nos adormece a ratos y un día nos despertamos a comienzos de noviembre sin saber a qué horas terminamos tullidos del frío y soñando con las vacaciones. Adormecidos como estábamos, quizá sumemos estos días a la masa de la experiencia y pasado el tiempo nos cueste recordar si fue este

u otro año el que hicimos una cosa o la otra. En cambio quienes se gradúan este año, quienes terminan un ciclo tan fundamental para la construcción de una biografía propia, no podrán evitar asociar en su memoria lo vivido entre el sol de enero y esta lluvia insufrible con el mítico último año de colegio. Amores y desamores, aburrimientos y momentos de euforia, algunas canciones y libros (admito que en este caso estoy pensando con el deseo), peleas y reconciliaciones, el inevitable drama asociado a la elección de una carrera, todo esto tal vez termine siendo más nítido en el recuerdo que otras cosas a las que en el presente les reconocemos mayor importancia.

Y supongo que está bien así. ¿Cómo saber qué experiencias resaltarán más con el paso de los años antes de que los mismos años pasen? Ya volverá el sol el próximo enero y las lluvias en septiembre, hasta que el calentamiento global termine de desconfigurar el clima. Para entonces mucho de lo vivido en este espacio ya estará atrás y lentamente lo que habrá de quedar en cada uno irá echando sus ramas con el impredecible ritmo de la vida. Pero esto es futurología, especulación acerca de lo que aún no llega. Por ahora, sólo queda abrigarse un poco y decir adiós.

EJERCICIO DE FUTUROLOGÍA EN UN DÍA DEMASIADO LLUVIOSO

Juan Carlos Rodríguez

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Ya en cuarto y quinto yo era grande, o al menos eso me ha-cían creer cuando me decían

que yo ya usaba pupitre, y no la mesa que era para niños pequeños. A esta altura del paseo no era un secreto que el primer requisito para cualquier pro-fesora del Juan Ramón era llamarse Marta (o Martha). Cuando uno vuelve a primaria y pregunta por alguna “Mar-ta”, la respuesta más común es: ¿Cuál?, respuesta que no llega hasta después de un lapso de silencio en el que el in-terrogado intenta adivinar de quien exactamente están hablando. Claro que no todos se llaman así, siempre estará la excepción de Carmenza con sus hela-

dos, Gladis con sus tizas (en Diego K), y Azucena que nunca pronunció el “uno” (pero no se podía negar el efecto de su “dooos tres” sobre nosotros). También eran excepción Luz y Esperanza que, con nuestro curso, ambas hicieron honor a sus nombres.

En ese año también tuvimos nuestras últimas clases de origami, al menos las últimas con Gonzalito, que nos enseñó a hacer cisnes, ranas, flores, cajas y mil cosas más. Su oficina estaba en el come-dor (oficina que también se llamaba en-fermería o coordinación de rutas) y en ella siempre estaba ese señor cordial, con manos que hacían magia al tocar el papel y al firmar algún permiso en un

13 AÑOS EN EL COLEGIO Parte 4Alejandro Rosero

cuaderno de comunicaciones.Tocando el tema de los cuadernos,

debo decir que en esa época no eran como ahora. Recuerdo que siempre veía a los grandes pasar por el comedor con un periódico bajo el brazo (que en realidad eran caricaturas de quino o el fantasma) que forraba un cuaderno del-gado y verde claro. Bastante diferente al que ahora usamos, de color azul, con un mapa de Colombia y una tabla periódica en la que no hay que confiar; porque si no fuera por Gloria, hubiera vivido en-gañado pensando que el oro es un “no metal”.

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Los primeros años de vida en un colegio como el Juan Ramón están marcados por un entorno

que cobija y propone, sin que seamos conscientes de ello, una relación con nosotros y los otros desde la estética. Pasar por el preescolar es llegar al primer espacio social y empezar a conocer el mundo sensible que nos rodea y que surge desde la intimidad.

En una sociedad que propone la instrucción desde edades muy tempranas, los niños y las niñas del Juan Ramón construyen y recrean el mundo que viven. Los símbolos aparecen como los elementos a través de los cuales se construyen los significados, y la vida de todos se estructura muchas veces desde allí. ¿ quién no conoce a Clavileño?

¿ qué representó en nuestras vidas? ¿ Es solo un caballo de madera?

Desde estos espacios afectivos se inician los estudiantes (aún con sus códigos personales) en su labor de escritores y lectores. ¡ Qué distinto ese escribir desde lo que nos significa ! Es la fuerza interna la que conduce y motiva el pensamiento, el descubrimiento.

Y un día, después de jugar, pintar y cantar, sin que nadie se de cuenta, aparecen los códigos universales de la escritura y la lectura. Para todos - padres y maestros incluidos- sigue

siendo misterioso el momento en que el universo de las letras surge y se devela en primer grado.

La primaria se convierte entonces en un lugar donde se descorre un velo, aparece un nuevo universo lleno de preguntas que despiertan asombro, la sorpresa, las ganas de comprenderlo y de conocerlo. Todo se ve como un juego, aprender de civilizaciones lejanas es tan atractivo como preguntarse sobre lo vivo, sea esto un bicho o un biografiado.

Es un tiempo en que el quehacer grupal invita a aproximarse al conocimiento en compañía, no como individuos aislados sino como una comunidad pensante. De la mano de las maestras se va desarrollando la importancia del Otro, la necesidad de construir con el que piensa distinto. Es respetar a través de una cotidianidad que los pone como actores y dueños de sus propias vidas.

Al pasar de los años, cuando va terminando la primaria, los jóvenes van cambiando: ya no requieren del adulto como los años anteriores. Pareciera entonces que esa necesidad de forjar una identidad individual hiciera desaparecer a esos otros que los han acompañado. ¿ quién cambia, el río o yo? Para cada Yo cambia el río. Tal vez sin darse cuenta que la mirada que se hace sobre el

entorno también está cambiando.No es época fácil, hay que desplegar

por parte de padres y maestros grandes artilugios para que la pasión y las preguntas que generan el conocimiento no se duerman . Las energías están en otro lado, el colegio busca entonces ofrecer caminos para que cada quien encuentre el vínculo afectivo con su propio recorrido por el conocer. ¿ Cómo crecer y cambiar y al mismo tiempo conservar los caminos recorridos?

Y de pronto, así como la magia con la que apareció la escritura, los jóvenes vuelven a mirarse y a mirarnos. Es un buen reencuentro, de mano nuevamente de sus maestros, no de todos, pero siempre de alguno, se renuevan las relaciones y los afectos. Surgen nuevas preguntas, la mirada crítica se hace más aguda y a la vez más benévola.

Y se van, tan llenos de preguntas como se hayan dejado tocar, y volverán un día a recorrer sus pasos con el sentimiento claro y ya no tan vivo de todo lo que aconteció.

Educar es enseñar a vivir y vivir es un acto complejo.

UNA MIRADAClaudia Gamba Bonilla

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En dos años más dejaría lo que marcó mi infancia, las regletas y los conteos, para pasar por el

filtro del colegio, encabezado por Marti-ca y Héctor. ¿quién puede olvidar los re-gaños de Martica? Que eran muy pocos pero de los que uno salía pensando “soy lo peor”. Incluso hubo momentos en que me tome en serio lo de “monstruos peludos”. Tampoco olvidaremos las re-uniones que hacía en recreo casi todos los días y que cuando llegué a octavo empecé a extrañar, en los recreos sólo hacía tareas. Fue en sexto que me curé de la tos, creo que es porque ya no había tablero de tiza, ni nadie que sacudiera los borradores por horas frente al salón. Creo que el número de estudiantes con asma ha disminuido en el colegio des-de que pusieron tableros acrílicos desde tercero y no desde sexto.

Al pasar a séptimo los pupitres ya eran individuales, había más profeso-res, más cuadernos, más tareas, hasta se podía decir que medio empezamos el bachillerato, aunque no se sepa exac-tamente cuándo pasó eso; supongo que en once, cuando ya sentimos la cercanía a la universidad. En once hasta pode-mos hablar como si fuéramos “univer-sitarios”, teniendo autoridad para usar palabras como “hueco” o “clase de sie-te” o ¿cómo va el promedio?

Pero todo este bachillerato que vivi-mos se ve reflejado en el periodo pre-icfes y post-icfes. Se siente la presión en el ambiente, el pensar en el puntaje y el intentar dormir bien el día anterior; pero durante el examen recordé cada momento en el que aprendí cosas dis-tintas a lo largo de todo el bachillera-to, y hasta me acordé de cosas que no entendí y que en ese momento hubie-ran servido, pero que nunca pensé que fueran importantes. Me acordé de los mapas de Chucho en el tablero, de los dibujos de la célula hechos por Susana, de los reinos que vimos con Ela. Y de muchas otras cosas que no salen en el icfes pero que sirven para toda la vida… como saber que el vino da guayabo por la alta cantidad de glucosa que tiene, y que si le pego con un palo a alguien no es culpa mía sino que es culpa del palo, y al que no me crea que hable con Edith, que ella le puede demostrar con ecua-ciones y todo.

Nunca cambiarán muchas cosas del colegio, pero hay muchas otra que sí lo hacen y lo harán. Una de las cosas que permanecerá es la primera pauta de cla-se que copiamos en el cuaderno de his-toria con Leopoldo, o la cartelera que sólo Edith puede ver y en la que está claramente escrito que no se permite decir “no sé”, o el oído supernatural de

Gloria, que escucha hasta un mal pen-samiento.

Lo que siempre cambiará son los tiempos y las generaciones que vienen con ellos. Recuerdo que cuando yo era niño veía a los grandes con pelo hasta la cintura, hablado medio alternativo y jugando fuchi, por lo que siempre pensé en crecer y jugar fuchi, lo cual no pasó, pero los veía con admiración y respeto, cuando me decían “Hey amigo, ¿me al-canzas el balón?”… sentía un vacío de felicidad en el estómago y me moría de la emoción; pero ahora todo es diferen-te: si digo “Hey amigo”, me miran como “¿A este man qué?” y, si algo, me tiran el balón o fácilmente me pueden ignorar. Se puede ver también este cambio con los Pokemon que antes eran 150 y has-ta tenían pokerap; ahora no, su número es irracional igual que la trama del pro-grama que perdió su magia, como las juventudes. Juventudes que nunca dis-frutarán otra vez de ese tan nombrado árbol copa, en el que me subí más ve-ces de las que sabía contar, y alrededor del cual surgieron tantas leyendas como partidos de fútbol en la montañita, que estaba complementando esa grandiosa silueta de árbol al lado de la portería, el refugio de Quintín desde que tengo memoria.

13 AÑOS EN EL COLEGIO Parte 5Alejandro Rosero

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FIN. Agradecemos profundamente a María Teresa Devia que nunca nos abandonó, a todos nuestros compañeros y ex compañeros así como a nuestros profesores que nos dieron miles de fotos y miles de palabras de ayuda.

Grupo de Diseño de Undécimo, 2007

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