Buscando a Julio Gamboa - Casa de las...

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58 LETRAS Revista Casa de las Américas No. 280 julio-septiembre/2015 pp. 58-64 –¿Aló? –Don Julio Gamboa, por favor. Al responder, trato de mantener la calma. –Señorita, como le he informado a Ud. muchas veces, ese señor no vive acá y nunca ha vivido acá. Me haría el favor de borrar mi número de su lista, tal como se lo he venido solicitando desde hace meses. –A mí no me lo ha pedido nunca, señor. Primera vez que llamo a este número. –Bueno, Ud., colegas suyos, su organización. ¿Qué organi- zación representa Ud., señorita? –Somos CallBack, señor. –Claro que sí. Siempre Uds. Llaman y llaman sin parar. –No tiene para qué calentarse, caballero. –A las ocho de la mañana, a las cuatro de la tarde, y molestan. –Basta con que diga equivocado y listo. –Y listo, ¿qué? Listo, nada. Ud. cuelga y otro me llama. Y de nuevo, dale y dale con Julio Gamboa, que debe no sé cuántos millones en no sé qué hipoteca. –No podemos dar esa información, señor, pero es efectivo que debe mucho dinero. Eso sí que es cierto. –Es un granuja, un ladrón, un estafador. Hace uso y abuso de mi número y Uds. me llaman a mí hora tras hora, incomodán- dome, y él se queda tan tranquilo, el perla. ¿Sabe hace cuántos años que me llaman, señorita, lo sabe? ARIEL DORFMAN Buscando a Julio Gamboa

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–¿Aló?–Don Julio Gamboa, por favor.Al responder, trato de mantener la calma. –Señorita, como le he informado a Ud. muchas veces, ese

señor no vive acá y nunca ha vivido acá. Me haría el favor de borrar mi número de su lista, tal como se lo he venido solicitando desde hace meses.

–A mí no me lo ha pedido nunca, señor. Primera vez que llamo a este número.

–Bueno, Ud., colegas suyos, su organización. ¿Qué organi-zación representa Ud., señorita?

–Somos CallBack, señor.–Claro que sí. Siempre Uds. Llaman y llaman sin parar.–No tiene para qué calentarse, caballero.–A las ocho de la mañana, a las cuatro de la tarde, y molestan. –Basta con que diga equivocado y listo.–Y listo, ¿qué? Listo, nada. Ud. cuelga y otro me llama. Y de

nuevo, dale y dale con Julio Gamboa, que debe no sé cuántos millones en no sé qué hipoteca.

–No podemos dar esa información, señor, pero es efectivo que debe mucho dinero. Eso sí que es cierto.

–Es un granuja, un ladrón, un estafador. Hace uso y abuso de mi número y Uds. me llaman a mí hora tras hora, incomodán-dome, y él se queda tan tranquilo, el perla. ¿Sabe hace cuántos años que me llaman, señorita, lo sabe?

ARIEL DORFMAN

Buscando a Julio Gamboa

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–No tengo cómo saberlo, señor.–Hace seis años, señorita, más de seis años. En vez de llamarme día y noche, ¿por qué

no le requisan la casa y pagan así la deuda, como hacen en países civilizados?–Ya se le requisó, señor, pero eso no cubre la deuda pendiente, y como don Julio se mudó

sin dejar nueva dirección, bueno, queda este número para ubicarlo. Apenas lo hagamos, ya no llamamos más.

–Lo dudo. Antes de preguntar por Gamboa, me importunaban por un tal Beltrán Mena, otro malandra, parece que andan usando mi número para el chuleteo.

–Es que no soy yo la que decide qué número discar, señor. Es la computadora.–Perdone, señorita, pero es el colmo de la ineficiencia la de su compañía respecto a

este rufián.–¿Cuál rufián, señor?–Julio Gamboa, cuál otro. Ponga ahí, por favor, que yo digo que es un rufián, que es

un granuja, que...–Sí, que es un estafador, un ladrón, ya anoté esos comentarios suyos, señor.–Y que es mentiroso.–Men-ti-roso. ¿Algo más?–Que es un desgraciado, que se ríe de Uds. y de mí, el muy imbécil.–Anoto imbécil si Ud. quiere, señor, pero es un término en que no estoy de acuerdo.

Parece más bien astuto, bastante vivo, don Julio. ¿Seguro que no vive ahí, que Ud. no lo conoce?

–Tengo este teléfono hace diez años, señorita, con mi esposa tenemos este número hace tiempo y nunca hemos visto ni olido ni menos tocado a Julio Gamboa, aunque si me topo con él le aseguro que voy a hacer algo más drástico que tocarlo amablemente en el hombro. ¡El tiempo que me ha hecho perder!

–Basta con que diga número equivocado, señor, y no pierde tiempo Ud. ni yo tampoco. Y ahora si me excusa, la computadora me está señalando que debo llamar a otro teléfono.

–Ojalá que no sea el mío, señorita.–Ojalá. –Que tenga muy buenas tardes.–Lo mismo le deseo a Ud., caballero.

–¿Aló?–Doña Enriqueta Loyola, por favor.

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Es una voz de mujer de nuevo, pero esta vez diferente. Tiene algo de suave, de incitante, como si se tratara de una actriz consumada, segura de sí misma.

–No vive acá. Pero momento, momento. Señorita, ¿Ud. está llamando de parte de Call-Back, no es cierto? No es la misma persona que me llamó hace un par de días, ¿pero la compañía es la misma, no?

–Sí, señor, en efecto.–Y la tal señora Enriqueta Loyola, Enriqueta dijo, ¿no?, ella dio este número porque

debe un crédito hipotecario, ¿no es cierto?–En efecto, señor, parece que Ud. sabe mucho acerca de doña Enriqueta Loyola. ¿Acaso

vive ahí?–No, no y no. Ni esa Enriqueta ni Julio Gamboa ni tampoco Beltrán Mena. Pero a uno

de ellos se le ocurrió dar este número nuestro que tenemos con mi señora hace diez años, y como le dio resultado, se lo pasó a otro granuja, y anda el teléfono nuestro dando vuel-tas por ahí, todos los ladrones de Santiago lo comparten, ahora se lo han dado a esta tal Enriqueta Loyola para que me sigan molestando.

–Basta con que Ud. diga número equivocado y no se...–No me caliente la cabeza, si ya sé, ya sé, ya conozco el guion que le han dado y que

recita para calmar la frustración de gente como yo, deben ser miles, pero sí que me caliento, y no solo la cabeza, porque yo, porque yo no pago un teléfono para que se burlen de mí este Julio o su amigote Beltrán o esta Enriqueta.

–¿Y Ud. asegura que ella no vive ahí, su dirección no es Almirante Grau 437 en Puente Alto, señor?

–Vivimos en La Reina, señorita.–¿En qué dirección, señor, si no le importa darme esa información?–Sí que me importa, claro que me importa. –Pero no se sulfure, señor, tiene que...–No, no, no, no voy a calmarme hasta que me garantice que van a dejar de discar mi

número. ¡Bórrenme, bórrenme, de una vez!– Quisiera ayudarlo, de veras que me gustaría, pero no puedo sacarlo de la lista. Solo la

titular puede ir al Crédito Hipotecario en persona y señalar que tiene otro número.–Es una locura, lo que Ud. acaba de decir, señorita, se lo digo con todo respeto. Está

claro que de su propia voluntad ella no va a ir a ninguna parte.–Por ahí si Ud. se lo pide de buena manera en vez de insultarla. Si Ud. toma contacto

con ella y se lo solicita con buenas palabras.–¿Y exactamente cómo sugiere que la contacte? ¿A qué número, eh?–Marcando este número, pues, al número al que estoy llamando ahora.

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–¿Llamar a mi propio número? –Es que no disponemos de otro. Es cosa suya que la ubique.–Señorita, señorita, mire, aun si la pudiera ubicar por otros medios, de todos modos

ella jamás accedería a avisar que hay que cambiar este número. Lo que quiere justamente es que Ud. nos llame a nosotros y no a ella. Es una ladrona y una sinvergüenza, cómo se le ocurre que ella va a ir a cambiar el número, cuando ese Julio Gamboa se lo dio. Él fue, él le dijo a su amiga Enriqueta, toma, acá te regalo este número de este huevón, a él lo...

–Le ruego que no utilice palabras como esas conmigo, señor.–Perdone, tiene toda la razón, esta situación me desespera tanto que... Primero ese Beltrán

Mena, después Julio Gamboa durante seis años, y ahora van a empezar con la Enriqueta Loyola, quién sabe a quién más le van a ofrecer mi número, capaz de que lo anden ven-diendo por ahí, rifando, riéndose de mí, de mi esposa, de toda mi familia.

–Cambie Ud. su número entonces, señor, y así lo dejan de molestar.–¿Cambiarlo yo? ¿Cambiar nosotros de número? ¡Que lo cambie Julio Gamboa!–Para eso tendría Ud. que contactarlo, como le dije.–¿Y por qué no va Ud. mejor al domicilio de la tal Enriqueta Loyola, ahí en Puente Alto,

y la conmina a que pague su hipoteca?–Es que no me toca a mí andar golpeando puertas. Nosotros somos CallBack. Eso le

corresponde a los de terreno.–Y Ud. puede avisarles a los de terreno que vayan a buscar a Julio Gamboa a su dirección

particular, capaz de que también viva en Almirante Grau 456.–Almirante Grau 437.–Está bien, 437. Deben vivir todos ahí, promiscuamente, ese Julio y el Beltrán Mena

y la Enriqueta, y quién sabe quién más, deben reunirse ahí una cofradía de estafadores y rufianes, que vaya alguien a terreno y ahí los agarran a todos, toditos, con una sola visita enganchan a la mafia entera.

–Voy a dar aviso, señor, claro que voy a avisar a los que van a terreno, pero tenemos tantas deudas pendientes que por ahí tardan un buen tiempo antes de que visiten esa di-rección, y si no hay nadie, si nadie contesta ese día, entonces dejan una cartita y vuelven dentro de unos meses, así que es posible que este caso no se resuelva en forma expedita, señor. ¿Cuántos años dice que lo llaman por don Julio Gamboa?

–Seis años, más de seis años, y solamente la semana pasada me volvieron a llamar preguntando por él.

–Es como le decía. Puede tardar este asunto, señor.–Voy a ir yo mismo, voy a ir yo mismo a hablar con esta Enriqueta o este Julio o quien

sea que habite Almirante Grau 437 en Puente Alto. Le voy a ofrecer dinero para que vaya a cambiar su número y me dejen tranquilo. El muy chantajista.

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–Es cosa suya, señor. ¿Eso sería todo?–Si no me puede ayudar, señorita, claro que sí, claro que sería todo. Momento, momento.

Dígame. ¿Conoce Ud. acaso a Kafka?–No recuerdo ese cliente. ¿Él también debe un crédito hipotecario?–No, señorita. Murió el pobre hace mucho tiempo. Pero parece que sigue muy vivo y

presente en nuestro país.–No lo entiendo.–No se haga problemas, señorita. –¿Le importaría que le hicieran una breve encuesta, menos de treinta segundos, para

que Ud. indique si está satisfecho con nuestra atención al público?–Por cierto que me importaría y me importa. No la quiero perjudicar con una queja,

señorita, prefiero arreglar este asunto solito, tal como me lo aconsejó.–Yo no le aconsejé nada, señor, como se puede comprobar por la grabación que se ha

estado llevando a cabo durante esta conversación. Si eso sería todo, le deseo un muy buen día, caballero, que le vaya bien.

–Lo mismo le deseo a Ud., señorita. Nada de esto es culpa suya.–Todos tenemos alguna culpa en este mundo, señor. Que le vaya bien. Adiós.–Ojalá que fuera adiós, señorita. Pero yo creo que más bien es hasta luego. Quién sabe

cuándo me va a llamar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Pero por ahí ya no me llama más, está claro que tengo que rascarme con mis propias uñas.

Estaciono el auto a una cuadra, para que no sepan que vengo, que los estoy buscando.Camino los últimos cien metros, hasta llegar frente a Almirante Grau 437. Es una casa

modesta, un poco venida a menos, con unas flores bonitas y amarillas en un minúsculo antejardín. Paso de largo, no me detengo, no quiero alertar ni a Enriqueta Loyola ni a Beltrán Mena ni menos al hijo de puta de Julio Gamboa, hay que tomarlos de improviso, sin que tengan la oportunidad de esconderse.

Vuelvo sobre mis pasos.Toco a la puerta.Nadie responde.–Oigan, tengo algo importante que hablar con Uds.; con doña Enriqueta Loyola. Por

favor, abran. Estoy dispuesto a pagarles por el favor.Del otro lado de la puerta se escucha la voz de un hombre. Una voz hosca, desconfiada,

raspadita.–¿Cuánto?

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Vacilo un instante. Por suerte que no traje a mi mujer en esta aventura descabellada, ni siquiera le conté adónde iba ni para qué. Pero echo de menos su presencia, seguro de que me hubiera sugerido ahora mismo que diera media vuelta, retorne al auto, me olvide de resolver por mi cuenta este asunto. Pero no: mañana de nuevo me van a llamar preguntando por Gamboa o Mena o Loyola. ¡Basta ya!

–Necesito una ayuda y estoy dispuesto a pagar. –¿Qué tipo de ayuda?–Un número de teléfono, uno que me sirva para... bueno, ya sabe a qué me refiero. –Acá no vive ninguna Enriqueta Loyola.–Perdone, pero me consta que sí, señor. Le prometo que no vengo a cobrar el crédito

hipotecario. Se lo juro por mi madre, que en paz descanse.–No es bueno jurar por la madre.–Hágame el favor de abrir la puerta y podemos conversarlo en forma amigable. Créame

que le conviene.La puerta se abre con un soplo repentino y antes de que pueda entrar por mi propia

cuenta, un par de manos se aferran de mi chaqueta con una fuerza insolente y tiran mi cuerpo hacia un interior opaco, ojalá opaco, porque es oscuro, muy oscuro. No veo nada y menos cuando me colocan una capucha y sin que sepa cómo ocurrió, me sientan en una silla. La silla está desvencijada. Un clavo me rasguña el muslo.

–Cayó el huevón –es la misma voz del hombre que me acaba de hablar, la misma voz que me aseguró que ahí no vivía ninguna Enriqueta Loyola.

–Cayó redondo –otra voz, también de hombre, pero más atiplada, casi femenina–. Eres un genio, Julio, un verdadero genio.

–¿Y yo? –es una tercera voz, de mujer. Una voz suave, segura de sí misma, que reco-nozco, una voz que no quiero reconocer–. ¿No fui yo la que dijo que había que llamarlo de nuevo, seguir llamándolo hasta que se cabreara? ¿A quién se le ocurrió darle la dirección para que el tonto se viniera para acá?

–Tú, mi amor, Enriqueta, nadie te está quitando méritos.Oigo cómo hurguetean en mi bolsillo, extraen el dinero que había traído para conven-

cerlos, oigo cómo cuentan la plata.–Son unos buenos billetones. Nada de mal, nada de mal.Oigo el retintinear de las llaves de mi auto.–Un Volvo, huevón. Un puto Volvo, huevón, ¿qué te parece?Yo respiro hondo. Comienzo a entender. Comienzo, para mi mala suerte, a entender. Logro balbucear:–Uds., les advierto que Uds. no saben con quién se están metiendo.

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–Hace tiempo que te tenía ganas, huevón. Antes incluso de que te pusieras a insultarme. A ver, dile, Enriqueta.

–A ver. Granujas, ladrones, sinvergüenzas, rufianes, ladrones, estafadores, mentirosos, imbéciles, asesinos, hijos de puta.

–Nunca dije asesinos, nunca dije hijos de puta.–Lo pensó –dice la voz de la mujer, la segunda operadora, la que me llamó preguntando

por doña Enriqueta Loyola.–Y ahora –dice don Julio Gamboa– ahora vamos a probar que Ud. tenía toda la razón,

todita, todita la razón.Trato de decir algo, yo que siempre estoy tan lleno de impaciencia y palabras, tan fácil

que siempre ha sido abrir la gran boca y salvarme, rescatarme de las peores situaciones.Pero no me sale nada.Y lo último que oigo es el ruido de un cuchillo surcando lentamente el aire, lo último

que siento es un cuchillo íntimo en la garganta.

Salvador Corratgé (Cuba): Sin título, 1968. Tinta/ papel, 51 x 71 cm

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JORGE BOCCANERA

Apagones

«¿Alguien se detiene a pensar en los treinta y tres añosque llevan madres, abuelas y familiares de esta tortura infinita de no saber...?».

ChiCha Mariani, Abuela de Plaza de Mayo

Apagones, pantanos. Me despierto empujando cifras de la catástrofe, puertas cerradas, animales de pelambre espesa.

Me levanto empuñando horas vacías, soles cuadrados, muebles viejos. Lo mío es empujar los troncos desmayados a mitad del decir, los caracoles de la desmesura.

En un mundo de cosas, al día hay que empujarlo como a un hogar en ruinas. Apagón, pesadillas que viven debajo del vendaje y voces engrilladas a la pata de un barco.

Me acuesto tras ordenar el hielo y despierto empujando las altas torres de osamenta y furia.

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Catrina

Las escobas que barren el reloj son dos locas. En la esfera que trina suena el temblor tembleque del tic tac.Sobre ese camposanto interminable van a sembrar azúcar y a recoger veneno

Tan vestidas de gala las escobas, tan flores de trapito aquellas capelinas,plumas de zopilote, soga de cascabel le enfiesta el cuelloy por la madriguera de sus ojos escapa el humo de pájaros quemados.

La pista circular es ese discoque dura lo que dura una canción.De catrina en catrina el minuterome va diciendo: hola y adiós.

Locas del camposanto las escobas, no dejan de barrer la testa del ahorcado. Pulen la luna helada cada noche y luego se columpian en un árbol de huesos, graznan, chillan, se embriagan, sus labios de ceniza.

Con aliento a difunto y a cantina van aquellas escobas, arrastran pies marchitos al ritmo de un danzón¡Ay la fregada y su perfume rancio!¡Ay la esfera pulida y platinada colgando en el extremo de un rosario de cruces! Sobre ese camposanto llueve baba de perro.

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La pista circular es ese discoque dura lo que dura una canción.De catrina en catrina el minuterome va diciendo: hola y adiós.

david alfaro SiqueiroS (México): Mano, s.f. Tinta y gouache/ papel, 56 x 56 cm

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RENÉ VÁZQUEZ DÍAZ

Una reina de mala calidad

Dulce Ortiz mató al padre de su hijo cuando fileteaba una cherna de ocho libras. Fue a las dos de la tarde en la cocina de su diminuto apartamento de Miami Beach. Sin avisar que vendría, su exmarido llamó a la puerta. Ella abrió sin saludarlo, con el delantal embarrado de pescado y el cuchillo en la mano, dijo entra, Mario, pero vete rápido mira que espero visita. Dulce volvió a la cocina y él la siguió de cerca, hablando del alcoholismo de Eduardito como quien avanza dando arcadas, sin llegar a vomitar: un muchachito alcoholizado, no más que un adolescente ¡y tú tienes la culpa!, increpó. Eduardito tiene veinticinco años, precisó ella serenamente, con el cuchillo dete-nido en un filete a medio tajar. Él no dijo lo que ambos sabían, que el alcoholismo fue al principio; ahora su drogadicción era mucho más grave.

Tu hijo es un drogadicto y tú lo sabes, dijo él como si hubiera leído sus pensamientos y sin mirarla; nunca fuiste una buena ma-dre, todas las semanas le dabas el culo a un tipo nuevo, negros, mulatos, chinos, todo el pueblo chismoseaba y me llevé al niño de Cuba para buscarle un futuro mejor. Hastiada de escuchar la misma cantaleta con aquella voz que el tiempo, el cigarro y los quebrantos habían hecho corrosiva, ella respondió sin mirarlo: pues mira, chico, aquel futuro es esto. Entre tú y tu madre lo hicieron un blandengue con miedo a la vida, prosiguió él; un haragán con odio al trabajo. Ah, espera, lo paró ella, esta vez mirándolo de frente, ¿y tú en qué coño trabajas, Mario? Porque nadie sabe de qué vives. Él concluyó como si no la hubiera oído: por eso Eduardito se echó a perder, por el mal ejemplo que le diste desde chiquito, no es fácil crecer con una madre puta. Re

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Ese día Dulce no hubiera querido enfrentarse al rencor, pero endureció el tono: ¿y dónde carajo estabas tú mientras yo lo criaba si nunca ibas a verlo, si jamás le compraste un par de zapatos? Bien o mal, a Eduardito tuve que criarlo sola. Después te fuiste a España, atacó él, con un viejo culón del que te aprovechaste como la morralla que siempre fuiste, y le sacaste un montón de plata que ni tu hijo ni yo hemos visto nunca. Cambia el disco, suspiró Dulce, y dime qué quieres; es mi sábado libre y espero visita, ¿okey? Él preguntó como quien escarba en la basura: ¿cuántos años te quedaste gozando en Cádiz, dime, mientras tu hijo y yo pasábamos las de Caín aquí? Ella se contuvo. Quiso gritarle: ¿y tú, por qué cojones lo sacaste de Cuba para meterlo aquí sin mi permiso? Te lo llevaste una noche en un barco mierdero y pudo haberse ahogado en el mar. Pero se contuvo y señaló, con el cuchillo, las botellas de la mesita que servía de bar: ¿estás borracho, Mario? Mira, date un trago y lárgate, porque hoy no estoy pa´ti. Le dio la vuelta al pescado para filetearlo por el otro lado, y siguió cortando despacio, con método y mano tensa. Estrecha y afilada, la larga hoja de acero inoxidable seguía el contorno del pescado. Dulce era buena sacando filetes parejos y finos, sin una sola espina.

Me hacen falta mil quinientos dólares, anunció al fin con el dedo índice muy tieso. Mil quinientos hoy y no mañana, porque voy a hacer un bisnecito en Tijuana; es urgente y yo sé que tú tienes cualquier cantidad de plata, que el viejuco de Cádiz te dejó una herencia de la que nunca hablas. Si no, añadió haciendo un gesto aparatoso con los brazos, ¿cómo pinga pudiste comprar este apartamento cerquita del hotel Fontainebleau? Aquí no vive cualquiera.

Dulce guardó silencio. Qué manera de hablar sandeces. Su apartamento era de alquiler y tenía una sala mínima, una cocinita, un dormitorio y un cuarto de baño, pero el burro de Mario lo pintaba como un palacio. Y pensar que en otra época estuvo enamorada de él. Pero aquella Dulce guajira no era la guajira dura de ahora. Mil quinientos dólares, pensó. Hoy, no mañana. ¿Con qué derecho venía a exigirle dinero? Él sonrió, al verla pensativa: mejor pídeselos al americano con el que estás templando ahora, el gordo ese que te lleva a pasear en barco. Eduardito lo sabe todo. Dice que tienes un marinovio y que después de vieja te has metido a marinera; tú, una guajira pelleja de tierra adentro, que no sabe ni nadar. Mira, Mario, ripostó ella, vete a la mierda. Vete o llamo a la policía. Dulce meneó el cuchillo delante de él, señalando la puerta, y él preguntó, burlón: ¿quién ha visto en Miami a un arquitecto americano blanco, enredado con una camarera cubana negra? Porque tú en Cuba eras mulata clara, comemierda, pero aquí eres negra, ¿okey? Una simple negra. ¿Le estás dando el culo al americano para que él también te deje dinero cuando lo mates en la cama? Yo lo vi contigo en la Sanwichería de la calle 14, el tipo sudaba como si estuviera pariendo y comía como un puerco. Mario soltó una carcajada. Tu gordo estaba sofocado, agregó, tenía la nariz colorá como un tomate y seguro que tiene azúcar en la sangre.

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Entonces me vigilas, dedujo ella y él dijo: a ver si cuando se te muera le das unos miles a tu hijo, lo cual no hiciste con la plata del español. Yo no tengo mil quinientos dólares, informó ella secamente para zanjar el asunto, y si los tuviera tampoco te los daría. Pero él no se dio por vencido. Ese americano te trata como a una reina, dijo con aquella sonrisa despellejada y desleal, pero una reina de mala calidad, y soltó otra carcajada. Dulce se puso rígida y se quedó con la vista fija en el ojo turbio de la cherna. ¿Por qué le jodió tanto eso de reina de mala calidad? Todo el marabú espinoso de guajira cerrera que llevaba dentro le cogió candela de pronto. Fue un incendio súbito, como si alguien reventara un coctel molotov contra la maleza. Ese americano, replicó ferozmente pero sin saber, en el fondo, cómo defenderse de unas ofensas que ya había oído tantas veces, es soltero y más noble y decente que tú y toda tu parentela; ninguno de ellos se ocupó nunca del niño, ni siquiera tu madre me preguntó nunca si teníamos comida o si nos hacía falta algo, y nos faltaba de todo; me dejaste sola y sola lo saqué adelante como pude, de modo que no vengas a hacerte el padre responsable porque eres un mierda y un fracasado, y aquí nunca has levantado cabeza, ¡ah, y ese gordo americano es más hombre que tú, porque comparado con él eres un maricón!

Mario le asestó un puñetazo en la mejilla y quizá otro en el estómago. El ataque la cogió desprevenida y fue violento, la cabeza se le estrelló contra el aparador y al desplomarse se golpeó la sien contra la encimera de granito. Cuando se levantó, tambaleándose, estaba mareada. Aún tenía el cuchillo en la mano y tras unos segundos, en los que escupió sangre en el fregadero, vio que Mario yacía en el piso, boca arriba y con los ojos abiertos. La cherna, a medio filetear, se había caído sobre su barriga. Le gritó levántate y no te hagas el muerto, hijoeputa, abusador. Pero Mario no se movía. Tenía una herida punzante debajo de la tetilla izquierda y su camisa azul celeste mostraba una mancha de sangre en torno al pequeño tajo. Sus ojos estaban tan inmóviles como los del pescado.

Dulce había planeado su día libre con alegría. Se levantó temprano, insegura y nerviosa como una adolescente, y arregló el apartamento para recibir a Robert. Cinco años menor que ella y de carácter afable, él era un arquitecto americano al que conoció en el restaurante donde trabajaba como camarera. No se le ocurrió que Mario viniera a importunarla. Había comprado dos botellas de un vino blanco francés, carísimo, que le recomendaron en la tienda de bebidas alcohólicas I love liquor de la Collins Avenue, y una botella del mejor coñac pues creía que a Robert tenía que gustarle esa bebida. Adobaría los filetes con ajo y limón y se arreglaría el pelo y las uñas en el saloncito de su amiga Yarnia, donde había reservado una cita. Encendería velas y rociaría perfume en el baño y la sala de estar. ¿Tam-bién debía perfumar el dormitorio? No. Mejor no despertar a los santos. No quería llegar a la cama todavía. Le hacía ilusión verse a solas con Robert, atraerlo a su apartamento y brindar con él, verlo degustar el pescado preparado por ella. Fantasía mezclada con horror:

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el hombre habituado al lujo y las cosas caras, sentado en la mediocridad de su sofá. No era amor lo que sentía, pero disfrutaba en su compañía y le daba placer tocarlo. Gordo y cortés, él la seducía con sus ocurrencias y su español refinado, de acento andaluz y erres infumables. Pero le hablaba en inglés porque, según él, le daba vergüenza «equivocarse con los subjuntivos». Ella respondía en español. En su juventud, Robert había sido corredor de fincas en el sur de España. Le decía Dulcita y de pronto preguntaba, en español: ¿quieres ser mi reina? Otras veces cantaba: Viva Sevilla y los barcos que salen pa’ Las Antillas..., viva Triana y los barcos que vienen desde La Habana... Robert era un tipo «diferente», así lo percibía ella. Un solitario juguetón que estaba más a gusto en el mar, que en su estudio de arquitecto. No sabía explicárselo mejor. No le importaba esa explicación y no sabía lo que eran los subjuntivos. Quería que la cherna le quedara exquisita.

Con él había visitado los restaurantes más finos de Miami (tremendo miedo a no usar correctamente los cubiertos) y con él navegó a la vela por primera vez en su vida. Ya no le temía al catamarán, aquel artefacto sideral con dos cascos unidos por un puente y una cabina. Ya habían salido varias veces. Él le decía mi novia marinera y ella empezaba a acostum-brarse al oleaje. Era cierto que no sabía nadar; por eso consumía pastillas antimareo y no se quitaba nunca el chaleco salvavidas. Ahora Dulce daba vueltas por el apartamento con un temblor irreprimible en el brazo izquierdo, y un grumo de ideas podridas en la cabeza. Miró por la ventana al sol deslumbrante que amarilleaba el asfalto, los automóviles y el aire inmóvil de un octubre que parecía un agosto reverberante. Todo tan claro afuera y tan turbio en su interior. Volvió a la cocina llorando y le dio una patada a Mario. Después le dio otra y otra, despiértate, coño. Dicen que no se debe golpear al que ya está en el suelo, pero ella no podía dejar de darle patadas. Singao, imprecó, me has salao la vida. Dio un grito y se tapó la boca. Lloraba como una niña horrorizada.

Fue a la sala y se sentó en el sofá, aún con el cuchillo en la mano. Trató de entender. Mario había tocado a la puerta. ¡Pero por qué cojones si ya casi ni se veían ni tenían nada que decirse! Solo hablaban por teléfono y nunca de otra cosa que de Eduardito y sus problemas. Recordó que estuvo a punto de no abrirle. No debió hacerle caso pero lo dejó entrar. Fatalmente lo dejó entrar. Una vez más en su vida, las cosas que se hacen o no se hacen. Una vez más en su vida, las malditas consecuencias. Y ahora Mario sin vida en el piso de la cocina y con la cherna encima. Era una realidad tan infame que no podía ser verdad. ¿Y si no estuviera muerto? Lo maté, pensó, lo he matado. Mil quinientos dólares. Un negocito al otro lado de la frontera. ¿Qué tenía que ver ella con esos planes? Ella tenía los suyos propios, por ejemplo repatriarse. Arreglar el papeleo en la recién abierta embajada cubana en Wáshington y volver a Cuba. Volver para ir y venir si le daba la gana. Volver para llevarse al niño y quizá sacarlo de la droga, de sus malas amistades en Miami, llevarse también a Robert al menos de visita, qué ilusión tan linda e imbécil. ¿Por qué todos sus

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planes tenían que terminar en un fracaso? No quería abrir los ojos. Tenía la cabeza apoyada en una mano. No lloraba.

¿A quién coño se le ocurre darle un piñazo a una mujer que tiene un cuchillo de dieciocho centímetros en la mano? Lo miró; parecía una daga medieval tipo estilete, como en las películas. Ella nunca había pensado en ello, pero un cuchillo así es un arma mortal. La sangre seca de la hoja, ¿era de Mario o del pescado? ¡Eso no tenía importancia, cojones! Tenía unas ganas dolorosas de volver a gritar. De chillar. Daba igual si era sangre de Mario o de pescado. Todo el que trajina en una cocina aprecia el filo de sus cuchillos. Ella nunca lo metía en el lavavajillas para no estropearlo. Lo lavaba a mano. Una idea la estremeció: desmembrar un animal con un buen cuchillo es un placer para los aficionados a la cocina. Mario había dicho que ella se acostaba con Robert. Mentira. Se habían besado una sola vez en el catamarán, cuando él pidió que lo ayudara con una maroma que había que suje-tar. Estaban sudados y con la piel sensible por el sol. Hacía un calor de madre. La brisita parecía salida de un horno. Estaban muy cerca el uno del otro, casi enredados por el cabo, y ella dijo: espera, deja que te huela. Le acercó la nariz a la nuca rozándola con los labios, y exclamó: ¡Robert, hueles a mi abuelo!

Entonces se rieron a carcajadas y se besaron. Nada más. Ella se había prometido no volver a ilusionarse con ningún hombre. Ya bastante había tenido que soportar. Oriunda de Báguanos, a Dulce la crió su abuela. No porque fuese huérfana sino porque su mamá la abandonó siendo una niña. Rondando la miseria y pasando muchos trabajos, pero también depositaria del cariño de la abuela, se hizo arisca y acomplejada, pero independiente. En el colegio de guajiritos brutos nadie se atrevía a ofenderla. Dulce tumbaba a piñazos lo mismo a los varones que a las hembras. Fue virgen hasta los dieciocho años porque no le daba la gana de que ningún comemierda «se aprovechara» de ella. Se casó con Mario por amor y tuvieron a Eduardito, quien al cumplir los diez años se quedó sin padre porque Mario se fue a bisnear a La Habana. Un buen día reapareció y reclamó el derecho de pa-sar unos días con su hijo. Lo llevó a un pueblo lejano llamado Villalona y de allí lo sacó ilegalmente del país, en un barco robado de una cooperativa y sin el consentimiento de Dulce, que por poco se vuelve loca.

Ella solicitó una visa de reunificación familiar, pero en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana le dieron un NO rotundo que la destrozó. Al fin salió de Cuba invitada por un anciano español que turisteaba en Santiago y que solía visitar a unos amigos en Holguín. El viejo estaba enfermo y era un poco cascarrabias, pero se enamoró de ella y esa fue su salvación. Una vez radicada en Cádiz, sus planes eran seguir viaje cuanto antes a Estados Unidos para reunirse con Eduardito. Pero seguía sin visado, y de Miami le llegaban noticias alarmantes. Su hijo estaba «enfermo», pero Mario no le decía de qué. Cuando el anciano gaditano falleció de cáncer de pulmón tras

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una breve agonía, ella recibió treinta mil euros de herencia. Ese era el famoso montón de plata del que hablaba Mario.

Como las autoridades estadunidenses seguían negándole la entrada legal, Dulce compró un billete turístico para Cancún. Una vez en México subió hasta El Paso y allí, corriendo enormes riesgos y gastando un muchísimo de dinero, alquiló a unos coyotes que la ayu-daron a pasar la frontera. Esa misma noche la Migra interceptó al grupo de inmigrantes ilegales, pero ella gritó que era cubana y que se acogía a la Ley de Ajuste, por la que cual-quier cubano que toque tierra estadunidense tiene derecho al permiso de residencia. A los demás inmigrantes los devolvieron a México pero ella llegó a Miami y se reunificó con Eduardito. Pese a su corta edad, el muchacho padecía de un alcoholismo avanzado. Esa era su enfermedad. Dulce lo metió en una clínica privada de desintoxicación de alcohólicos. El tratamiento le costó una fortuna y dio buenos resultados, pero recaía. Poco a poco cayó en la tembladera de la droga dura. El joven no se adaptó nunca a la vida miamense; no buscaba trabajo y se involucraba en situaciones delictivas con malas compañías.

Mi vida es una lucha constante, pensó Dulce Ortiz con el cuchillo en la mano. ¿Por qué ella no, si tanta gente lograba vivir normalmente en todas partes? Ella tenía su trabajo y unos ahorros para cuando se repatriara: comprar una casa en Cuba, decirle a Eduardito, mira, hijo, aquí podemos vivir bien, cuando quieras puedes volver a Miami. Pero ahora: Mario muerto con la cherna encima. Una reina de malísima calidad. ¿Qué debía decirle a la policía? Volvió a llorar, se sirvió un vaso de ron y se lo tomó de un sorbo. Pensó: ¿ir a la cárcel por ese mierda? Sí, ese era su destino. La cárcel. No le creerían cuando alegara que ni cuenta se dio. ¡Porque de verdad ni lo notó! ¿Cómo pudo el cuchillo entrarle tan suavecito? Huir. ¿Huir adónde? No tenía los papeles en regla para volver a Cuba ni se atre-vía a coger un vuelo y volver a España, donde aún tenía permiso de residencia. ¿España? Cuando se descubriera el homicidio, o el asesinato, ¿los españoles no la devolverían a las autoridades norteamericanas? ¿Qué país quiere a una reina de peligrosa calidad? Cuba tampoco la aceptaría como prófuga de la justicia estadunidense. Una delincuente común. El futuro es esto, murmuró.

Fue al baño, puso el cuchillo en el borde de la bañera y se miró en el espejo: tenía la mejilla morada, una herida en la sien y el cuello ensangrentado. Se desnudó. La oreja ya no le dolía. ¿Qué sería de Eduardito con una madre asesina? Pero yo no soy una asesina, pensó y rompió a llorar de nuevo. Asombrada de que aquel hombre no hubiese sangrado más, lo arrastró y con tremendo esfuerzo lo metió en la bañera, bocarriba. Fue a la cocina y trajo todos los cuchillos que poseía. Le tapó la cara con una toalla, se puso unos guantes de látex y empezó por ahí. Sacó del clóset del aseo un rollo de grandes bolsas de plástico negro y trabajó arduamente dentro de la bañera, con pausas para vomitar, como una reina de asquerosa calidad. Lo único que pensaba era en no meterse en el vientre, no perforar

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los intestinos, no quería verle las tripas. Se concentró en las articulaciones. Recordó cómo hacían con los puercos en el campo, en tiempo de matanza, y cómo hacía ella misma con los pollos y los guanajos. Cuatro bolsas triples en total. Bien cerradas con cinta adhesiva. Sin manchas, o al menos eso le pareció. Limpió el baño con lejía, arrojó ciertos restos menudos en el inodoro y cuando salió del baño, recién duchada, alguien tocó a la puerta y se paralizó.

La boca le temblaba. No podía tragar. Contuvo la respiración y volvió a vomitar odiosa-mente, una baba pastosa entre amarilla y verde. Bilis, vergüenza, espumarajo. Ojeó por la mirilla y era su hijo. Una lástima venenosa la obligó sentarse en el piso y ovillarse contra la pared. La lástima terminaría por reventarle las venas. Un niño arrancado a destiempo de su ambiente natural por un padre imbécil. Porque en aquella época Mario no era un hombre envilecido. Sencillamente era bruto como una bestia insignificante manchada de fango. Trayéndolo a Miami creyó salvar al hijo de la pobreza cubana. El futuro. No abrió. Sigilosa por el pánico que en cualquier momento la obligaría a darse cabezazos contra las paredes, lavó el piso de la cocina aunque no hubiera manchas, volvió a ducharse y a enjabonarse cuatro veces, y al fin se vistió. Fue al dormitorio, sacó un frasco de amitripti-lina de la mesita de noche y se tomó una pastilla. La garganta le ardía a causa del vómito. Entre sus ropas tenía escondidos varios frascos de antidepresivos. Si se tomaba todas las pastillas, no tendría que deshacerse de las bolsas. No sabía si quería vivir o no, pero el reloj avanzaba y no se quitaba la vida.

Volvió a la cocina del crimen y vació los frascos de amitriptilina en el mismo mortero donde pensaba machacar las especias del adobo. Temblequeando pulverizó las pastillas. Eran muchas. Vertió el polvo en un frasquito y lo puso en su bolso junto con la llave del carro de Mario, fregó el mortero y volvió a la puerta, se cercioró de que su hijo se había ido y bajó una bolsa, la menos pesada, la de los brazos, que metió en el maletero del auto. Nadie se fijó en ella. Poco a poco fue bajando aquella carga viscosa. Largos intervalos entre una y otra. Dejó la más pesada de todas, apestosa a orina y un poco de mierda, para el final. Temía que las bolsas empezaran a heder en el calor. Alejó el carro de su casa y lo dejó parqueado a la sombra de un gran jagüey. Dio algunas vueltas a pie hasta que encontró el auto de Mario, un Honda verde bastante nuevo. Condujo en él hasta Liberty City y lo dejó, con la llave dentro bien visible, en el parqueo de una tienda de ropa (Rasool’s Men’s wear) en la interseccción de la ave 7 del North West y la calle 63. Entró en la tienda y llamó un taxi que la dejó en el Fontainebleau.

Le daba miedo mirar a la gente y pánico usar el móvil. Desde una cabina telefónica llamó a Robert. Le dijo que no podían cenar en su casa, como habían planeado. Tuve un accidente, dijo intentando trasmitirle una sonrisa, me caí en la escalera, un resbalón car-gada de botellas, no, no es nada grave. ¿Podemos salir mañana en el catamarán, Robert, o

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quizá esta misma tarde? Dime que sí, por favor... ya le cogí el gustico al mar. Él se echó a reír y preguntó si también le había cogido gustico a él. Ella no respondió y él dijo que podían zarpar enseguida. Estaba libre y nada le venía mejor que navegar con ella. Dijo que cenarían a bordo, y preguntó: ¿pasamos la noche en el mar? Sí, chico, contestó ella, lo que tú quieras, podríamos volver el domingo por la tarde. Seguidamente llamó a Yarnia la peluquera y le dijo que estaba en casa de Robert. Dormí con él anoche, mintió, olvídate del peinado. ¡Niña, estás acabandooo!, exclamó su buena amiga. Dulce Ortiz tenía una extraña sensación de no estar viva, era como si de repente habitara en el aire de otro mundo, y se preguntaba cómo era posible que no le diera un ataque de epilepsia o algo parecido.

Robert metió las bolsas en el catamarán sin hacer preguntas. Eso la aterrorizó más que si hubiera descubierto su contenido. Dulce no pensaba. Casi no veía que cuando zarparon, el horizonte estaba encharcado en un oro rosa que se tornasolaba. Una puesta de sol es-plendorosa que no compaginaba con su estado de agitación. ¿De verdad había hecho todo lo que hizo? Eduardito la llamó: mami, fui a verte pero no estabas. Sí, cariño, he estado unos días con Robert. ¿Has visto a mi papá?, preguntó él. No, nada, tú sabes que él evita hablar conmigo, dijo con convicción, ¿él no se iba para México? Sí, eso me dijo pero yo no quiero que vaya... ¿Y eso por qué, mi amor? Porque va a manejar solo hasta México para encontrarse con gente peligrosa, yo no sé en qué anda el viejo, pero me dijo que va a llevar la pistola. ¡Dios lo ampare!, exclamó ella. Chao, mami, nos vemos. Un beso, mi niño, nos vemos dentro de unos días. Mami. Mi niño. Esos eran los términos que usaban. Pistola. Al fin una buena noticia. Lo mataron en Tijuana.

Calma en el agua. Candela en el corazón. El catamarán, un Seawind 960 bastante viejo pero bien conservado, empezó a alejarse suavemente de un Miami cuyo paisaje de edificios, a pesar del bello ocaso, parecía un monstruoso paredón de fusilamiento. Dulce no quiso mirar. Una reina de fea calidad. Temía descomponerse delante de Robert. Navegaban con suavidad. El catamarán tenía un nombre pomposo: Goleta Antillana. ¿Qué llevas en esas bolsas?, preguntó él. Ah, nada, basura, quiero botarla lejos. Eso está prohibido, Dulcita, dijo él oteando el mar, que ahora se teñía de un verdeazul grisáceo con vagos tonos asal-monados. Ella estaba tan tensa que temía tirarse al agua. Pero sonreía, temiendo que lo que creía sonrisa fuera una mueca de angustia. Él, como siempre, decía cosas descabelladas y lindas. Escucha, Dulcita, el murmullo de las olas mientras el barco se desliza. Mira el dramatismo de los celajes: cosas eternas pero pasajeras como tú y yo y como la basura de tus bolsas negras. Ay, bobo, debiste ser poeta y no arquitecto. Los arquitectos somos los poetas de la ingeniería, respondió él, ¿las reinas no saben eso? ¿Por qué me dices reina? Porque quiero ser tu rey. ¿Robert... tú has tenido muchas mujeres? No, qué va, negó él moviendo el timón con un solo dedo. ¿Y por qué no? Porque soy un hombre solitario, siempre he vivido solo, no sé si sabría compartir mi vida con una mujer, no tengo hijos y

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perdí a mis padres cuando tenía veinte años. Nunca supe ligar a las chicas de las que me enamoraba. Nunca supe cultivar el amor de las que me querían. Recién ahora, después de viejo, me he vuelto sociable, más desenvuelto y sin complejos. Ay, no digas que eres vie-jo, protestó ella al borde del llanto. Pero él no lo notaba, no se daba cuenta de que estaba embarcado con una mujer peligrosísima. Cuando trabajaba en España, prosiguió él, confieso que frecuentaba a una prostituta. Se llamaba Helena y era diez años mayor que yo. ¿Siempre te acostabas con la misma...? Sí; siempre la misma, y te confieso, también, que me enamoré de ella. Oh... y cuando volviste a Miami, quiso saber ella, ¿aquí también frecuentabas...? ¿Prostitutas?, completó él la frase, no, después de Hele-na no volví a pagar por las caricias de una mujer; ¿ves cómo te digo cosas que debería ocultar? ¿Entonces por qué me las cuentas? Para que sepas quién soy, ahora que me has hecho cómplice de botar esas bolsas al mar, y para que me cuentes cosas tuyas; quiero saber quién eres y qué has hecho, Dulce, porque estoy enamorado de ti. A ella se le escapó un temblor, quizá el viento se estaba enfriando, y empezó a «poner la mesa». Fiambres y una ensalada, pan, quesos y vino. ¿Por qué no comes?, preguntó él. Por el mareo, mintió ella y preguntó hacia dónde navegaban. Él le mostró el compás, redondo y negro, que se movía sin que ella entendiera dónde estaba el Este ni el Oeste.

Mira, explicó él, si navegáramos siempre hacia el Sur, tropezaríamos con las costas de Cuba. Me gustaría ir a las Bahamas, mintió de nuevo repitiendo mentalmente: el Sur, el Sur, navegar hacia el Sur. ¿A qué isla de las Bahamas?, preguntó él como si nada. A cual-quiera, da igual, dijo ella sonriendo, o azorada, o a punto de espetarle: tú sabes muy bien lo que hay en las bolsas, acaba de decírmelo. Pues vamos a navegar hacia el sureste, dijo Robert, y no podremos regresar mañana. Volvamos el martes o cuando sea, propuso ella y lo abrazó. Robert dijo que había muchas conservas a bordo, pero no agua suficiente para una travesía prolongada. Ella lo calló con un beso, aquí la reina capitana soy yo, ¿no?, y al fin él hizo la pregunta que ella había visto en sus ojos desde que se vieron esa tarde: ¿tú no resbalaste en ninguna escalera, verdad, Dulce?

Ella no respondió. Se estaba mareando de verdad; él entró en el camarote a buscar una carta náutica y fue en ese instante cuando Dulce Ortiz vertió el polvo de la amitriptilina en el vino de Robert, revolviéndolo enérgicamente con un dedo. Cuando él volvió ella dijo: brinda conmigo, por favor, para contártelo todo, y bebieron. Dulce se sirvió más vino, volvió a beber precipitadamente y se quitó el chaleco salvavidas y la blusa. Al verle los pechos llenos de reina madura, de grandes pezones embellecidos por la noche que caía, Robert se tragó el resto del vino y se olvidó de la carta de navegar y de su remota Helena. Un rato más tarde parecía un muerto en la litera, y Dulce trataba de orientarse en la oscu-ridad más densa que jamás hubiera visto. El mar se había vuelto tiniebla impenetrable. El Sur. Siempre el Sur. Si mantenía ese rumbo, tropezarían con La Isla Grande.

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La sensación de desastre que la embargaba era tan absoluta, que ni notaba que el oleaje se estaba haciendo impetuoso. Con el catamarán dando bandazos, echó las bolsas al mar. Primero las rajó a uña limpia, quería que el agua entrara en ellas, que se hundieran. La más babosa, la grandota infame, fue la que más trabajo le costó. Las jarcias daban fuertes tirones, ahora el viento chiflaba en la arboladura, el mástil se estremecía con ruidos de metales que chocaban unos con otros con ruidos insistentes, como de marugas o gangarrias pero de un modo que le helaba la sangre. La botavara se disparaba de un lado a otro con violencia y sin que ella pudiera evitarlo, el Sur, el Sur. Pero el compás, fosforescen-te, giraba como un juguete complicado sin que ella identificase el Norte ni el Sur, nada, no sabía lo que estaba pasando. Robert se cayó de la litera. Sintió pánico al pensar que hubiera muerto y se precipitó en el angosto camarote, donde reinaba un desorden indescriptible; vivía pero no pudo subirlo a la litera, pesaba demasiado, perdóname amor pero tengo que huir, dijo Dulce Ortiz, empezar de nuevo en Cuba, volver a España, no sé, no sé pero no me quiero podrir en una cárcel americana, virgencita ayúdame a recomenzar desde cero, quedarme en Báguanos, o en Holguín o Las Tunas y olvidarme de Cádiz, he matado a un hombre y soy una prófuga de la felicidad que me hubiera dado Robert, al carajo con todo, perder, ahogarme, y la rueda del timón se había vuelto loca, una luminiscencia aterradora revelaba las olas enormes que golpeaban los cascos del catamarán con una fuerza mortal, el mar se había hecho un animal de miles de garras blancas y la embarcación cabeceaba, se hundía y resurgía del oleaje que por momentos ni se veía, era un monstruo sin ojos ni boca pero lleno de espuma y rugidos, ¡he matado al padre de mi hijo!

¿Me dejarán entrar en Cuba? ¿Qué debo decir cuando llegue, si es que llegamos? Den-tro del camarote, el cuerpazo de Robert rodaba dándose golpes. Así pasó la noche entera, tomando pastillas antimareo y guapeando en vano, sin saber lo que hacía. Por lo menos se había liberado de la vil compañía de las bolsas. Cuando el sol salió entre los nubarrones, el catamarán se debatía a la deriva, flotaba de pura inercia en un mar aún más embravecido que parecía un campo de batalla, hasta que la Goleta Antillana se estrelló contra un islote de diente de perro, el choque fue sorpresivo y terrible, uno de los cascos se encajó en el arrecife mientras que al otro se lo llevó la marejada que no dejaba de bramar, ¿aquello era un ciclón?, ¿de verdad estaba viviendo los últimos instantes de su vida, antes de que la tormenta los matara a los dos? Los golpes de mar despedazaban poco a poco la cabina, el mástil se rompió de cuajo cubriendo a Dulce con la vela. Ella estaba atrapada y Robert quedó dentro de lo que había sido el camarote. Dulce Ortiz avanzó para salvarlo.

El oleaje penetraba en la embarcación partida en dos, pero él no se despertaba, ¿estaría agonizando?, ¿también lo maté a él? Dulce se colocó junto a Robert para protegerlo de los embates del agua, que amenazaba con ahogarlo. Hasta que el temporal fue amainando. La calma llegó de noche y el alba la sorprendió con el agua hasta la cintura y la cabeza de

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Robert en sus manos. Él vivía, roncaba. Ella salió de lo que quedaba del catamarán atra-pado en la roca, y vio que se encontraban en un islote de diente de perro más chiquito que su apartamento y sin el menor vestigio de vegetación. Robert salió del barco con aire de borracho, en cuatro patas, y preguntó: ¿dónde estamos, Dulcita? No sé, amor, perdóname, dijo ella con un puchero patético y se sentó en la roca, totalmente abatida y mirando el mar de olitas discretas, mortalmente bonitas que refulgían en la inmensidad azul y llena de sol. Él se sentó junto a ella medio dormido y le pasó un brazo por el hombro. Traía un cubo rojo de plástico en la mano, que había salvado de las ruinas del barco. Dentro había unos encendedores, un cuchillo y varias latas de atún en aceite.

¿Qué pasó?, murmuró él, ¿cómo te sientes? Yo qué sé, respondió ella. Dulce miraba la quietud del mar como si no lo entendiera. ¡Cuánta calma y qué cielo tan alto y limpio! Un naufragio, dijo él. Te drogué, ripostó ella señalando los restos del catamarán. ¿De quién podrá ser esta isla? Él le dio un besito, yo qué sé, dijo, en este islote tú y yo somos los reyes hasta que alguien nos recoja; con lo que queda de La Goleta Antillana podemos sobrevivir unas semanas. Mira, y le enseñó lo que había traído en el cubo. ¿Y el agua potable, amor? Bah, dijo él, aquí llueve todas las tardes. Con este balde y la vela extendida, nos vamos a tomar los aguaceros, y comeremos pescado y mariscos y yo bajaré de peso. ¡Robert, cógelo en serio, mira que por poco te mato con amitriptilina! ¿Quieres ser la reina de esta isla perdida? Sí, contestó ella, pero con una condición: que pase lo que pase, sostengas que dormí en tu casa la noche del viernes, y que de allí salimos directamente al mar. De acuerdo, murmuró él, y preguntó: ¿hoy también tengo olor a tu abuelo? Deja ver, lloró Dulce Ortiz y lo olfateó, dándole unos besitos de colegiala. Sí, coño, constató. Hueles a mi abuelo, y para que lo sepas, él también era gordo y llegó a viejo. Robert... Ella no podía hablar. Lloraba sintiendo la quemadura del sol en la cara. El futuro es este, repitió varias veces como una autómata. Estaba empapada y ni lo percibía. Sentía que iba a enloquecer en aquel ridículo océano azul, con sus olitas transparentes que cuchicheaban al pie de la roca.

Mira, Dulcita, vas a tener que sobrevivir sola en nuestra isla, dijo él y le mostró el cos-tado derecho. Ella pegó un aullido. A Robert le faltaba un trozo del costado, se le veían dos costillas y algo que parecía una víscera, no sabía qué órgano sanguinolento era aquél pero la lesión era horrible, el choque con la roca lo había desgarrado. Ahora él descansaba en sus muslos y ella lloraba a moco tendido. ¡Qué hago, dime qué debo hacer!

Primero tienes que ponerme a la sombra, creo que he perdido mucha sangre. Luego busca metódicamente entre los despojos del catamarán, y rescata todo lo que quede, conservas, botellas de agua si queda alguna, bebidas, alimentos, pedazos de madera. Absolutamente todo lo que haya es imprescindible, hasta los pedacitos de metal más insignificantes. Cuida la vela, átala bien a las cavidades de la roca y haz una casa de campaña con la botavara, para protegernos del sol; con ella, guía el agua de los aguaceros hacia el balde. Junto con

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estas fosforeras, el cubo es tu salvación. No lo pierdas. En las noches, trata de hacer ho-gueras pero recuerda que el sargazo hace humo pero no se quema. Busca un lugar del islote donde puedas capear nuevos temporales. Si buscas bien, hallarás alguna cavidad grande a la que no llegue la marejada. Y en lo sucesivo bota la basura con más cuidado, Dulcita, porque se te olvidó tirar al mar una de las bolsas, la más pequeña, que se abrió cuando nos encallamos. Acabo de verla, está trabada debajo de la litera que se hizo añicos, y tiene los ojos abiertos y la boca negra. Tírala al agua bien amarrada al lado de la roca, para atraer a los cangrejos que nos vamos a comer en el almuerzo, si todavía estoy vivo. Si encuentras el botiquín de a bordo, aún tengo una esperanza. Allí tengo antibiótico de amplio espectro, vendas, alcohol de 90 grados, crema contra las quemaduras... y por ahí tiene que haber cohetes de socorro y bengalas de mano. Cuando me muera, úsame a mí como carnada.

Dicho esto, Robert se desmadejó. No perdió la conciencia pero sí las fuerzas, y Dulce Ortiz experimentó una furiosa sensación de energía. Fue como si se despertara de un mal sueño. Pues no te me vas a morir ni pinga, para que lo sepas, dijo con una determinación malsana, sobrehumana, yo estoy ilesa y soy fuerte y te quiero, y no me voy a dar por vencida, ahora mismo voy a preparar nuestra sobrevivencia como una bruja, como un soldado, como una mujer, porque esa herida está lavada por la sal y te la voy a cuidar para que no se pudra, voy a construirte una cama con estas manos de guajira, en este pedrusco de mierda, y voy a darte sombra y comida y agua, y aprenderé a pescar y te voy a cuidar como una enfermera, como tu mejor amiga y como tu mujer, y vas a sobrevivir hasta que nos vengan a buscar. Porque una reina que mata a un hombre, aunque sea de mala calidad, también puede salvarle la vida a otro.

Malmö y julio de 2015 c

antonio Saura (España): Diseño para envases de confituras, ca. 1975. Técnica mixta/ cartulina

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La noche del primero de noviembre de 1975, día de todos los santos que se convierte a medianoche en el día de los santos difuntos, un hombre italiano de cincuenta y tres años –cineasta, novelista y poeta, cristiano, marxista y homosexual– decide dar rienda suelta a su tranquilo deseo y llega a la estación de Termini en Roma (que desde el año 2006 está dedicada a su santidad el papa Juan Pablo II) para ver qué es lo que le ofrece la noche. Pier Paolo Pasolini (así se llama el hombre y es, para quienes no lo sepan, uno de los artistas italianos más impor-tantes del siglo xx) se baja de su automóvil burgués (él, que es un comunista empedernido), un Alfa Romeo GT metalizado, y con los mismos ojos con que ha encuadrado películas como Accattone o Mamma Roma o Il D ecameron o Teorema o la francamente escandalosa Saló o los 120 días de Sodoma, otea el horizonte en busca de algún raggazzo di vita que le pueda hacer compañía esa noche solitaria.

Es inclaudicable Pier Paolo. De una sola línea. Como poeta, novelista, ensayista encendido, cineasta polémico y rompedor. Y como hombre, que sale a la busca de su deseo como quien busca un sueño, una quimera, pero que no se conforma con eso. Porque con toda su espiritualidad, lo suyo es el materialismo histórico y concreto. No podría, como el Dante o como Petrarca, en los lejanos Centos italianos, dedicar su creación a entelequias idealistas como Beatrice o Laura. Lo suyo son los efluvios físicos y masculinos. No importa el costo que tengan. Ya de jovencito, como profesor de un colegio, fue cesado de sus funciones por corrupción de menores, seguro que porque no renunció al deseo

MARCELO LEONART

Palizas*(La speranza e la consolazione)

* Fragmento de Pascua co-rrespondiente al Cuarto círculo.Re

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hacia algún alumno, y al que probablemente sedujo (o fue seducido) gracias a su porte, su elegancia y su inteligencia. La gracia le costó su puesto como educador. Y su carné del partido comunista. Pero en su vida siempre siguió siendo alguien que señalaba el camino. A las masas y a las elites, con sus escándalos y obras. Y comunista de tomo y lomo, aunque las cúpulas del partido arrugaran la nariz con sus poco ortodoxas actitudes de loca. Y por eso no se rinde. A pesar de su fama. A pesar de su madurez. A pesar de sus rutilantes apariciones con divas como la María Callas en el Festival de Cannes o la Anna Magnani entrando al fastuoso Lido en la Biennalle de Venezia. El amor por los desposeídos y los chicos de la calle es más que una ideología. Es un apostolado. Y Pier Paolo no está dispuesto a renunciar a él ni aunque el mismísimo papa Paulo VI se lo pida de rodillas con las latas de los negativos de su hermosa versión de El evangelio según Mateo (película que yo sorprendentemente vi en el año 1976 o 1977, una Semana Santa en plena dictadura militar, probablemente en Televisión Nacional, cuando tenía cinco o seis años y creía en dios y en el Viejo Pascuero).

Esa noche del primero al dos de noviembre de 1975, mientras en Chile se empieza a fraguar lo que sería la Vicaría de la Solidaridad y la DINA mata hasta por deporte a lo largo de nuestra angosta faja de tierra, Pier Paolo está cansado. Cansado de pelear, cansado de escandalizar, cansado de filmar, cansado de escribir, cansado de polemizar dentro de un estado italiano que es una chacra, con la iglesia católica jugando un rol retrógrado, un ala de la democracia cristiana como una nueva lectora del fascismo y con la amenaza de las Brigadas Rojas como un polvorín a punto de estallar en el confuso desorden de la Europa setentera. (Chile, pienso, era en esa época un campo de concentración, mientras mi familia esperaba la llegada del Viejo Pascuero con un pavo cocinado por mi abuela, y en las po-blaciones los milicos arrasaban con todo, como desmalezando el terreno para construir el nuevo orden que nos regiría en el futuro.) ¿Y qué es lo que quiere Pier Paolo para sacarse por un segundo de la cabeza la carga ideológica y artística de los problemas del mundo? Nada más sencillo que un chiquillo. Un jovencito con el cual conversar. Un chiquillo al cual contemplar como quien contempla un arcaico mural de Il Giotto en una iglesia de Siena o de Florencia. Un ragazzo de la calle que por un poco de dinero será capaz de darle algo de amor a su atormentada y cabezona existencia. Y Pier Paolo esa noche tiene suerte. Porque entre el grupo de ragazzi que espera eso (un burgués adinerado y homosexual, dispuesto a pagar unas buenas liras por un poco de acción), nuestro artista encuentra a un muchachito de mirada básica que se anima a subirse al Alfa Romeo con una sonrisa y un precio. Veinte mil liras, acuerdan. Unos diez euros de ahora. Siete mil pesos chilenos. El dinero, siempre el dinero. Para eso me lo gano, para eso me lo gasto. Todo es una transacción. Ya vas a ver cómo te lo cobro estrujando tu amor. Y juntos parten rumbo a la Via Nazionale para salir de la ciudad hacia su amoroso destino.

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Pier Paolo conduce mirando siempre al crío por el rabillo. Se ve un niño y eso le agrada. Su pinta de efebo etrusco le parece dignísima e indecente a la vez y ese atractivo antiburgués lo calienta de antemano con la calma de su medio siglo de vida. Porque hay algo de rutina en esta cita. Es la primera vez que ve a este ragazzo que le responde la mirada sonriente pero, hay que decirlo, también un poco nervioso. Inquietantemente nervioso. Porfiada-mente nervioso. Infantil y ominosamente nervioso. Para Pier Paolo, sin embargo, eso no significa nada. El nerviosismo del ragazzo es parte de su atractivo. Lo ha visto cientos de veces en cientos de ragazzi que se han subido a su auto, desde que tenía un topolino, como se conocían desde la época de la Italia fascista a los populares FIAT 600. Le pregunta su nombre. Roberto, dice el ragazzo. Pero me dicen Pino. Pino Rana. Pier Paolo se sonríe. Pino, entonces, le dice. ¿Está bien así? El muchacho asiente. ¿Y yo?, le dice Pier Paolo. ¿No quieres saber cómo me llamo yo? El niño hace un poco más expresiva su sonrisa. No, le dice el ragazzo. La gente como usted no dice su verdadero nombre. Tienen familias. Tienen hijos. O tienen trabajos que mantener. O una vergüenza que compartir. Pero en su caso es distinto. ¿Y por qué es distinto?, pregunta Pier Paolo. Porque yo su nombre lo conozco, dice el ragazzo. ¿Ah, sí?, dice Pier Paolo. ¿Y cómo me llamo? Usted es Pier Paolo, dice el ragazzo. El que hace películas. A Pier Paolo se le hincha el pecho. ¿Y tú has visto mis películas? El ragazzo niega con la cabeza. No, dice. A usted lo he visto en la tele, siempre aparece en la tele, y se produce un gran silencio.

Pier Paolo conduce con la vista al frente. El ragazzo piensa que debió mentir. Pero prefiere hacerle la pregunta. ¿Usted me pondría en alguna película, signore Pier Paolo? Yo quiero ser actor de cine, dice el ragazzo. Alguna vez me gustaría tener un Alfa Romeo plateado como este para pasearme por las calles de Roma y que todos mis amigos me vean como si yo fuera Adriano Celentano. Y Pier Paolo no contesta. Solo piensa: Amo a estos desarrapados. Piensa: Su pureza me conmueve como me conmueve la vida. Piensa: Los burgueses industriales –¡que retraté tan bien en Pocilga o en Teorema!– son una mierda. Piensa: La iglesia católica es una putrefacta letrina de conservadores y reaccionarios que no saben que Jesús era marxista y estaba con el pueblo. Piensa: Pero este ragazzo, que está a punto de conocer la naturaleza de mi amor por él y por todos los de su especie –amor verdadero que necesito transformar en amor físico porque esa es la naturaleza verdadera del hombre y del amor–, este ragazzo bellisimo piensa en el dinero y en mi Alfa Romeo y en ser una estrella de cine como Adriano Celentano. El silencio continúa hasta que el ragazzo habla. Sabe que su pregunta ha sido desubicada. Sabe que Pier Paolo no se la va a contestar. Tengo hambre, dice. No te preocupes, yo conozco una trattoria, responde Pier Paolo y acelera su Alfa Romeo por la carretera.

La trattoria queda junto a la basílica de San Pablo, en la Via Ostense. No es la primera vez que Pier Paolo va. Al artista boloñés le encanta pasar allí las horas muertas pensando

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y escribiendo sus cosas. De hecho elige la mesa de siempre, saluda a los dueños por su nombre (Giusseppina y Vincenzo), y anima al ragazzo para que pida lo que quiera. Él, Pier Paolo, solo pide birra y un plátano. El ragazzo, en cambio, necesita consumir y consumir carbohidratos pese a su delgadez y pide unos spaghetti all’aglio, olio e peperoncino y pechuga de pollo. Pier Paolo no sabe ni se entera de que está comiendo su última cena. No se imagina como Cristo. No se imagina a nuestro señor levantando muchachitos como apóstoles en el mar de Galilea en una estación de tren para tener con ellos amore fisico en un lugar alejado, ni siquiera en un hotel que él, dada su situación económica que le permite tener un Alfa Romeo metalizado, podría pagar. El ragazzo no dice nada. Toma birra también o tal vez coca-cola. Es menor de edad, no lo olvidemos. Giusseppina le pone enfrente su plato de spaghetti con pechuga de pollo y mientras él come y come, Pier Paolo piensa en las energías amorosas que el chiquillo en poco rato más habrá de gastar y en una entrevista, que es totalmente real, y que yo he visto en YouTube, y que pongo aquí en la memoria del artista porque calza perfectamente con el sentido de lo que estoy contando.

En la entrevista, que se encuentra íntegra en la memoria del escritor y cineasta, Pier Paolo está con otra gente. Gente respetable. Gente italiana. Gente gorda que recuerda a los burgueses de las películas de Fellini o a Alberto Sordi, con esas panzas enormes, atrapadas en pantalones enormes y cinturones más arriba del ombligo, y que contrastan tanto con la figura informal y atlética de Pier Paolo, que se siente tan cómodo contestando. Tan supe-riore. Tan antiborguese en un escenario tan borguese. Atrás, una proyección del mismo programa, con la imagen de Pier Paolo hablando como una especie de hermano mayor. Y como telón de fondo, una fotografía de un grupo de hombres jóvenes –cuarenta, sesenta– vestidos a la usanza de los años veinte o treinta, no lo sé, con hallulas y trajes a rayas y corbatines de distinta ralea, probablemente fascistas de civil tomándose una instantánea con el motivo de una fiesta universitaria o política o familiar o algo así. (Las escenografías televisivas, incluso desde ese tiempo, siempre me han resultado del todo incomprensibles.)

El entrevistador pregunta: ¿Cómo es que un marxista como usted toma tan a menudo su inspiración del evangelio o del testimonio de los seguidores de Cristo? Pier Paolo responde: Yo vivo las cosas de un modo muy interior. Mi visión de las cosas, de los objetos, no es natural ni laica. Yo siempre veo las cosas como algo milagroso. Un objeto, para mí, es un milagro. Mi visión del mundo no es confesional, ni sectaria, pero veo el mundo de manera religiosa. Por eso pongo ese modo de mirar las cosas en mi trabajo. El entrevistador: El evangelio, ¿lo consuela? Pier Paolo: ¿Si me consuela? El entrevistador: Sí. (Silencio. Leve silencio. Pensativo silencio.) Pier Paolo: Yo no busco consolación. Busco humanamente, como todos, algo de gozo o satisfacción. Pero el consuelo siempre me parece algo retó-rico. Insincero. Irreal. (Silencio, como si pensara, como si recién cayera en el sentido de la pregunta.) ¡Ah! Pero usted dice el evangelio de Cristo. El entrevistador: Sí. Pier Paolo:

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Entonces rechazo completamente la palabra consolación o consuelo. Para mí el evangelio es una grandísima obra intelectual. Una gran construcción de pensamiento. Que no con-suela. Que llena. Que integra. Que regenera. No sé cómo decir. Non so come dire. Que transforma nuestros pensamientos en movimiento. Pero ¿consolación? ¿Para qué sirve la consolación? Consolación es una palabra como esperanza. El entrevistador: ¿Quiénes son sus enemigos? Pier Paolo: Bueno, no lo sé. No le presto atención a eso. A veces siento que cierta gente tiene una inexplicable enemistad hacia mí. Pero prefiero no ocuparme de eso. El entrevistador: ¿Quiénes son las personas que más ama? Pier Paolo: ¿Los que más amo con nombres específicos? ¿O más en general, los tipos de personas que más amo? El entrevistador: Tipos de persona o nombres específicos, como usted quiera. Pier Paolo: El tipo de persona que más amo son las personas que no han pasado de cuarto básico, la quarta elementare. Son personas extremadamente simples y esas no son palabras vacías que digo por retórica. Lo digo porque la cultura pequeño burguesa –piccollo borguesa–, al menos en mi país, aunque tal vez en Francia y en España, siempre trae la corrupción y la impureza. Mientras que un analfabeto o alguien que apenas ha terminado primero bási-co –la primera elementare– siempre está tocado por una cierta gracia, que se pierde cuando toma contacto con la cultura. Y que se retoma solo con un altísimo grado de cultura. Pero la cultura media, convencional, siempre corrompe.

Todo esto me imagino que recuerda Pier Paolo Pasolini mientras Roberto Pelosi, de diecisiete años, alias Pino Rana, come de sus spaghetti con pechuga de pollo como si es-tuviera dispuesto a hacer un ejercicio físico intenso en el que resultare necesario quemar muchas calorías. De postre, helado. Y vamos andando ragazzo di vita, mira que no tengo toda la noche para que mi cuerpo y mi cerebro de elite hagan contacto con tu carne joven y proletaria. Pier Paolo hace un cheque en blanco. Llénalo con lo que tú creas, le dice a Vincenzo, el dueño de la trattoria, y sale con su ragazzo, y se suben al auto, y se dirige por la carretera en el medio de la noche y unos minutos después lo estaciona en la playa de Ostia, popular balneario y conocido lugar de encuentros homosexuales.

Lo que sigue es brutal y despiadado. Según consta en la declaración judicial de Roberto Pelosi, hoy un hombrón de más de cincuenta años que hace menos de diez que se encuen-tra en libertad, esa noche Pasolini trató de propasarse con él. (Cosa extraña siendo él un prostituto que llegó a un lugar tan lejano con un propósito más que claro.) Según Pelosi, en su declaración tomada luego de la consumación de los hechos en noviembre de 1975, Pier Paolo, enyegüecido por el deseo a su joven prospecto de amante y más que nada por la negativa del mismo a compartir un apasionado momento de amore fisico, lo golpeó con un bastón que llevaba consigo en su lujoso automóvil Alfa Romeo, la marca favorita de las estrellas del cine italiano (hay una herida de la que Pelosi deja constancia para validar su versión), y luego, en medio de la refriega, el mismo ragazzo, muerto de miedo por el curso

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que estaban tomando los acontecimientos, le quitó el bastón a nuestro artista y comenzó a golpearlo con fuerza. Con una fuerza sobrehumana, hay que aclarar, porque Pelosi era un alfeñique enclenque que ya hubiera deseado tomar el curso por correspondencia de Charles Atlas, con el que todos los flaquitos de los años setenta soñamos para ser los más musculosos, y para que los grandes no nos pegaran y las niñas nos miraran sin reírse de nuestros escuálidos huesos. Con una fuerza fantástica le pegó, hay que decir, porque, a pesar de que Pelosi pesaba menos que Martín Vargas deshidratado (para las nuevas generacio-nes: un boxeador de tiempos de la dictadura, más flaco que un espantapájaros deshecho), pudo vencer a Pier Paolo, que era alto, que trabajaba sus músculos mientras vitrineaba muchachitos por los gimnasios del mundo, que era un experto en artes marciales, y que esa noche –siempre según el relato de Pelosi– sucumbió a los golpes desesperados de un prostituto menor de edad que sacó fuerzas de flaqueza para cuidarse candorosamente el hoyo del culo. Y con tan mala suerte para Pier Paolo, que su cuerpo de artista terminó siendo arrollado sin querer queriendo, varias veces, por el pobre ragazzo, que quiso arrancar en el Alfa Romeo sin tomar un curso de manejo en el Automóvil Club de Chile o el Automóvil Club de Italia, o como sea, y se decidió a hacer sus primeros intentos al volante esa noche en Ostia, acabando así con la vida del escritor, del poeta, del lingüista, del cineasta, del dramaturgo, del pintor, del Leonardo Da Vinci del sécolo xx, que vivió como un artista sublime y comprometido, y tuvo que morir como un decadente marica.

Pero desde el principio un manto de sospecha recayó en esa versión tan improbable. Porque lo que cuentan las teorías conspirativas es que el ragazzo Roberto Pelosi solo fue una carnada fácil para un homosexual promiscuo como Pier Paolo, comprometido polí-ticamente con la izquierda, enamorado y lanzado a vivir entre su arte y la calle, no como su colega en tantos sentidos, Luchino Visconti, que era de izquierda y maricón, pero que vivía su vida burguesa y noble entre cócteles y palazzi. Pier Paolo no. Pier Paolo, con sus películas y artículos, con sus novelas y declaraciones, estaba siendo molesto para el régi-men político de Italia. Era (saco la imagen de un famoso artículo de Pier Paolo citado a su vez en un libro de Leonardo Sciascia) como una de las últimas luciérnagas visibles en un mundo contaminado y oscuro que terminaría por eliminar sus luces por completo. A Pier Paolo querían matarlo. Pier Paolo tenía que morir. Porque era el que decía las verdades escandalizando. Y hablaba en contra de Giulio Andreotti y el papa Montini, a.k.a. Paulo VI. Pero también en contra de los estudiantes burgueses de mayo del 68 y la Raffaella Carrá. Y a un huevón tan mala leche había que darle un correctivo donde más le doliera. Y por eso, a sus diecisiete años, Pino fue crucial para hacerle una emboscada. Y a Pier Paolo, el italiano más brillante del siglo xx, no se le ocurrió –a pesar de sus continuos dardos venenosos lanzados contra el poder– que alguien quisiera hacerle daño. Porque no pensaba en eso. Porque prefería no ocuparse de eso. Y cuando llegó a Ostia no pensó en

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la lucha de clases o en las cenizas de Gramsci. Ni en las conspiraciones mafiosas del petró-leo ni en el hermoso mensaje de nostro signore Gesucristo. Solo pensó en el dulce olorcito a ajo que despedía el ragazzo y le dijo a Pino: ¡Succhiare il mio cazzo! Y el muchachito obedeció. Y cuando entusiasmado y acogedor le dijo Che andaba benne, ora partime il culo, el ragazzo le dijo momentito y salió del auto para mear con su verga latina sobre la gris arena de la playa romana. Y fue entonces cuando salieron de las sombras tres hombres con acento siciliano que convidaron alegremente a Pier Paolo a salir de su Alfa Romeo. ¡Sporco comunista! ¡Mascalzone! ¡Frocio! ¡Fetuso! ¡Chancho comunista! ¡Vivaracho! ¡Puto! ¡Maricón a la vela! Todo eso le gritaban al artista mientras Pino, con su verga des-hinchándose de pipí, observaba la escena cagado de miedo. Pero se quedó piolita porque era para eso que estaba ahí. Era una especie de Judas, que con una fellatio homo había entregado al hijo del hombre.

La violencia de los tres matones fue inusitada. Mientras lo insultaban, fueron moliendo a golpes ese cuerpo que se mantenía en tan buena forma a los cincuenta y tres años, y esa cabeza por la que pasaron ideas revolucionarias y ficciones asombrosas, e imágenes religiosas y paganas que eran como un canal por el cual el mundo hablaba. Los últimos sonidos que emitió esa voz preclara de su época fueron alaridos de horror. Por los golpes que le estaban dando. Por su porca miseria y su maldita mala suerte. Pero también por la época que le tocó vivir. Por la época que vendría después, sumida en el infierno del dinero y del consu-mo y la violencia y la idiotez generalizada. Y porque como un Cristo anónimo muerto en una reyerta de los bajos fondos, su sacrificio sí o sí sería en vano. Porque polvo somos y en polvo nos convertiremos. Y por un simple polvo todo había terminado. La vida eterna acaba en una solitaria playa de Ostia. El papa Paulo VI duerme en sus estancias de El Vaticano. Y nadie nos salva de nuestros pecados. c

Wifredo laM (Cuba): Diseño para envases de confituras, ca. 1975. Técnica mixta/ cartulina

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MARINO WILSON JAY

Cartas

Buenos Aires,Día, mes y año:

Invisibles.

Sra. Rosa Lima y Rosado.La Habana.Estimada:Acepte mis saludos y respetos.Por ahora no hablemos de nosotras. Prefiero hacerlo acerca de los niños. Lo que mi hijo llamó el Aleph el suyo lo nombraría tokonoma; ambos visitaron el vacío.La pasión del mío por Europa hubiera despertado el furor gauches-co. Entonces ni siquiera los porteños se sintieron nombrados. Luego vendrían fervores, ficciones y otras verdades. En cambio su retoño vio un narciso, flor exquisita, portadora del fin o el alba de un lago: fugada sin alas. Mas el refugio de su pequeño en la imagen, contó siempre con el acecho de algunas salaman-dras. Eso lo supe gracias a disparatados eclipses, que usted no imagina son hermanastros de la Luna.Basta por ahora.

Reciba los afectosDe Leonor Acevedo de Borges.

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La Habana.En horario ¿visible?

Sra. Leonor Acevedo de Borges.Buenos Aires.Gracias por escribirme:Sigamos con nuestros hijos.El vacío no es tal. El vacío siempre estará habitado por aquellas palabras. El hueco para observar el Universo es todos los huecos en la pared. Detrás del mínimo orificio andan su pequeñito y el mío como esos animales de pasos breves; y no lo haría en casi el orbe entero, el otro con zancadas gustosas sobre esta ciudad de columnas.Su hijo es quien toma el cuchillo y sale a la llanura; es el autor, es la Memoria de aquel viejo loco y del gordo realista.A mi Gran Asmático, viéndolo regresar jadeante y paliducho, le dije: No intentes, haz lo más difícil; por ejemplo, dale un nombre distinto al mar, y sácale agua a la sequía.Afectuosa Leonor, aquí el rayo no rueda, si antes el pájaro carpintero no abrió canales a la palma. Eso de querer ser deseoso es huir de la madre, fue un cuento sin fábula, leído al revés.En mis senos, ya entonces con bajas mareas, nunca dejé sin arder los jugos para alimentar las noches de mi hijo. En sus ronchas infantiles pude adivinar los ríos y vapores que asistirían a la cita por él convocada. Un niño así tuvo que acercarle los brazos a la Historia. Su marcha en aquella manifestación no auguraba a quien viviría en tierra, pleamar y cantidades en hechizos.Es su servidoraRosa Lima y Rosado.

B. A.Sra. Rosa LimaUn abrazo en mi tristeza:¿Sabe usted que por aquí anda el fantasma de la Inquisición, otras inquisiciones y una historieta regional de la infamia? ¿Le han dicho que una cronología, para ser eterna, ha de comerse a sus propias criaturas?En el Allá, Evaristo Carriego y Macedonio Fernández están como locos por la injusticia.¿Sabe qué es? A Georgito le dieron el Premio Nacional de la Desvergüenza con un puesto de pollos y palomas muertas.

Suya.Acevedo.

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Tarde. AquíSeñora.Triste en Buenos Aires:Le llevo en verdad mi consuelo. Y ese sentimiento no admite retórica ni amplia extensión. Ya somos hermanas en una fijeza. Pero esta ganará el eros de la lejanía, frase de mi único varón que debe traducirse como la aceleración donde camina el esplendor... sea para lo cercano.A Joseíto lo convirtieron en Buda, en Gordura, en el Fofo negrito de cátedras blancas y sonidos aventurados.Le llamaban también Figurón, Extraño, Decorador de signos aljamiados, admirador de otro lado. Por ejemplo, nunca ha estado en la anciana Europa. Aunque desde su asiento puso alas. Estuvo entre los chinos fundadores, caminó gustoso por la Hélade y supo qué significaban los gatos para los antiguos egipcios.

Suya, esta cubana

MadrugadaQuerida.Ya que hermana en los hados, vamos a tutearnos.¿Esto qué es? Mi niño se ha quedado ciego. Empieza a quejarse del laberinto. Para él no hay arañas comunicadoras en las páginas de los libros. Su elogio es para la sombra. Habla del griego que se extirpó las pupilas para pensar. Por otra parte, me dice, cualquier prerrogativa, aunque oscurecida, albergaba algo milagroso. Verbigracia, sé que cuando perdiste a tu esposo en la bruma, los vientos hicieron mudanzas en casa de tu madre. En cambio mi Jorgito vino a esta Explanada en hogar de la mía. Agosto en Tucumán era un deleite mientras se marchaba aquel siglo.¿Cuál es tu juicio?Quedas en el corazón de viuda Leonor.

Al atardecerMi muy extrañada.Hace varios amaneceres recibí tus líneas.Hay en ellas de amenazas abismales, de borrosas lecturas y el Tiempo destripador de párpados.Igual observas alguna relación entre las hazañas de parir en un campamento, y luego la

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partida hacia un vecindario con patinadores. Todo se resume a las abuelas. Una vez que nos arroparon irían al socorro de nuestros hijos. El doble espacio del alma asegura el pan para los miembros tribales. Pero habrá más. Ese mismo dúo especial, según tu muchacho, debe contener la totalidad de puertas. Es ahí donde mi querido pequeño escucha rumores inamistosos, aventuras, antologías con relojes, expresiones de esta zona y ciertos tratados en que se entra a la ciudad un día amurallada. ¿Distingues correspondencia entre esas acciones y otros hechos? ¿El azar que concurre repercute sin hacerle caso a la manía temporal?

Vuela hacia tu ánima la calle Trocadero.

Noche

Queridísima hermana.Avanzas en aquella espaciedad, lograda para quienes nos creímos absolutos. Tu hijo viajó mayormente desde el portal hasta la habitación ahogada con textos sagrados. El mío, sin embargo, dejó huellas en muchos linderos. De paso por el Oriente siguió las añejas rutas. Luego olfateó el olor del viking, la saga sacudida en sangre y los ejercicios de las hordas.Similar a tu simiente, al que amamanté quisieron transformarlo en ficción. Menos mal que yo, estando de visita en Londres, fui consultada por las sombras de Byron y Shelley sobre su existencia real. Así, transitando el Puente de la llamada Pérfida Albión; viendo una multitud con tantos destinados al polvo; me encontré con el espectro de Oscar Wilde. Avituallado con caramelos rosados, y luciendo una temible amapola en la solapa; aún tenía en los hombros polvillo de canteras. Se lamentaba por no haber conocido al de la tierra perteneciente al gaucho, lo mismo que a quien defendió la imagen.Son cosas. Son cosas.

Recibo tu ánima en Maipú.

Cesa de llover en La Habana

Fraterna.Tú de mi corazón:

Dices mucho. Casi nos ha tocado hablar por los infantes. Me percato de que los dos tuvieron contemporáneos a pesar de la furia. Como te indiqué anteriormente; estando mi Asmático aquí, tal vez sin conocerlo, saludó a tu Miope allá en Islandia. O en Estocolmo dialogaron

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sobre la naturaleza angelical y la interpretación bíblica, postuladas por Swedenborg. Algo sé, Leonor, mi hijo fue deseo constante. Y bien sé que para Rainier María Rilke (expresado en una misiva), solo en lo aparente enemigo de la crítica, la experiencia en cuanto hecho artístico se encuentra próxima a la sexualidad.He ahí otra asignatura en aquella novela de mi niñito.Hermana. Desde este primer misterio gris, hemos imaginado el paso jubiloso de tu hijo. Su pasión, creo, ascendió en los frescos de Padua y en las arenas de Brujas. No obstante, el mío, yendo desde el Prado, ha ido al Malecón, abundante en biajacas; no en sirenas.Tuya.

Posdata: Querida. Debo apurarme con algunas gestiones. Apenas tengo unos meses para la Respiración. Moriré lejos de ti, en este archipiélago del mar de las Antillas... sal como agua... al borde de una duda larga.Será mi fin el 12 de septiembre de 1964.

Muy nublado en Buenos Aires.Hermana.

Mi otra carne, no mi sombra...No puedo (¡no quiero!) dejarte sola en aquel Valle nombrado por Joseíto... Proserpina, enemiga del barrio, hace escándalo para que no oigamos el canto de tu sinsonte... tampoco yo el susurro del guatambú y la yerba mate...

Posdata...: el tiempo ha sido nuestro antojo... vimos antes y luego los sucesos... hoy es ocho de julio de 1975... no aquel septiembre; ¿morimos? ¿estamos muertas? ¿quiénes somos nosotras para morir?

Por supuesto.En Santiago de Cuba.

Agosto, 2012. c

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ALFREDO ALONSO ESTENOZ

Ingeborga Dapkunaite

I

Desde las páginas de una revistasu foto nos miraba sonriente.No recuerdo su rostro: era su nombreel que asombraba, el más extraño entre cientos de nombres y películasque evocábamos con sorna.La seriedad que debían inspirar sus hazañasno bastaba para mitigar la extrañezade su forma de vida.

Su rostro, su expresión, el brillo que cubríalas páginas a colorse acercaban a lo que para nosotros–árbitros del gusto–debía ser una revista.Allí estaba Ingeborga,anunciada como el rostro futuro del cine soviético.Por fin, decíamos, los rusosestán aprendiendo a hacer las cosas.

Pero ¿cómo podían competir con Rambo, Arma letal, Conan el Bárbaro títulos como Moscú no cree en lágrimas,Qué es lo que eres, corteza terrestreo Mañana fue la guerra?

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Los títulos eran tal vez la superficie.Estábamos cansados de escucharcuán desgarrada había sido su historia,cuando la nuestra, aunque menos brutal y más presente,también lo era.

Acumulaba las revistas,pues a pesar de todo contenían una vida posible.Si aquel iba a ser nuestro futuro,¿por qué no desear que mejoraran? Por ello seguíamos con atenciónsus progresos en ciencia,sus automóviles cada vez más refinados.

A todo el que censuró nuestra actitud le digo esto: la apuesta era por ellos;si hubo decepción, no fuimos los causantes.

Un día, en uno de aquellos arrebatosque me producíala acumulación inútil del pasado,quemé o regalé la colección,y con ella la foto de Ingeborga,que iría a asombrar a otros con su nombre.

II

Por ello no pude contener la sorpresacuando años después aparecisteen los créditos finales de una película,porque había olvidado tu rostro pero no tu nombre.Una película en que hacías de esposa de un oficial soviéticoque decide vender secretos a Occidente–no muy patriótico de su parte

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pero en aquel momento quién podía llamarse patriota con certeza o de qué lado se servía mejor.

Tu personaje, Ingeborga, pasaba por un conflicto de lealtadque tú difícilmente habrías experimentadoen la vida realporque no eras rusa sino lituana–la diferencia no la marcaban en la escuela–y los lituanos fueron los primerosen reclamar su independencia.

Busqué en las páginas de Google todopoderosoy allí estaban tus fotos: las actualespero también las de entonces, contemporáneas de la revista desechada,porque ahora el pasado es inmutabley todo misterio, que es una figuración de lo lejano,desaparece.Supe también que has actuado con Tom Cruise y John Malkovich,las estrellas cuya imagen las revistas que te anunciarontrataban de imitar.

Y es obvio, Ingeborga, que no fuiste el futuro del cine soviético, pero cómo trazar una línea que separesin fisuraspasado y presente.

Porque imagina la responsabilidad:el cine no solo de un paíssino de una forma distinta de entender y de ordenar el mundo.

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Una forma alejada de como te ves ahora:en competencias televisivasy programas de entrevistas,anunciando relojes suizos,sorteando la peligrosa líneaentre talento y vacuidad,como hacemos todos hoy en día,con menos éxito de uno y de otro lado. c

león ferrari (Argentina): Sin título, 1977. Tinta/ papel, 38 x 28 cm

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GEOVANNYS MANSO

The open night

con Abel Barroso…

Mezclada entre anuncios technicolor que invitan a noches de Jazz y Buena Vista Social Club; mezclada entre turistas que bajan, suben, bajan, suben, suben las escaleras mecánicas del Hotel Meliá Cohíba; en una Habana signada por las olas y el humo de las primaveras: suspendida, como una corona, en el aire adensado por bussiness man & pretty woman, recién llegados a esta isla; encontrarán –repito–, suspendida: THE OPEN NIGHT. Metacrilato, más fibra de vidrio, más acero inoxidable. Extraños componentes de la «cúpula ignífuga» de un antiguo avión ruso Mig-15. Rojo monocromo en lo que ahora conforma un corazón con alas y ayer, el vuelo raso, defendiendo las fronteras de la patria. Si tocáramos el metal, el metacrilato, palparíamos el épico silencio. Pedazos de la historia de un país, de una Crisis que impide olvidar aquellos días finales de un octubre de 1962.En estas noches abiertas, mientras Eliades Ochoa y Omara Portuondo interpretan «La bayamesa», en una Habana signada por las olas y el humo de las primaveras, THE OPEN NIGHT permanece suspendida; mezclada entre turistas que bajan, suben, bajan, suben, suben las escaleras mecánicas del Hotel Meliá Cohíba; sin percatarse siquiera del temblor del metacrilato, en el aire adensado por la HISTORIA incesante.

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Oda para Ana Mendieta

Allí está: colocando un corazón en un árbol de Oaxaca; imprimiendo en rojo sangre su cuerpo desnudo; jirones de carne macerada, fragmentos, vísceras, fluyen bajo una puerta en Iowa. Los transeúntes observan la escena y apresuran el paso.

Bello rostro de Ana Mendieta, tornándose barbudo; replicando poses insumisas; yendo contra las aguas del Hudson: heladas y profundas.

GRIETAS en las MANOS de Ana Mendieta.

HERIDA en los OJOS de Ana Mendieta.

Digamos SOL en la SOMBRA de Ana Mendieta.

Dejemos la CENIZA en el SILENCIO de Ana Mendieta.

Escena de cine mudopara Dylan Humberto…

En su silencioen el círculo perfecto del autismo

mi hijo consume su cuota diaria de placer.Si observo el cielo

es el silencio quien convoca tempestades.Silencio hacia los cuatro puntos cardinales:

denso silencio del oestefresco silencio del norte

hacia el sur hacia el esteel silencio se nutre de sal.

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Días en que el silencio lo absorbe todo:nuestro cansancio / nuestro optimismo / nuestra fe.

30 kg de silencioavenidas de silencio

constelaciones de silencio.En el plato que servimos

entre la carne / entre las frutasyace el silencio presto a crecer como una fiera.

Óiganme decir SILENCIO.Escúchenme gritar SILENCIO.

Sientan la furia entre mis manos vendadas/ martilladas / mutiladas / ancladas / reducidas

por algo tan sutil y fieropor eso que nos hiere.

Cuerpo y manos para el silenciooídos y boca en su silencio absurdo

vísceras / cuello / pulmonesque no respiran sino el aire contaminado de silencio.

Tiempo en que el silencio es reyse pasea por la casa

des/ordenándonos la vidapresos en esta celda de silencio

sin peso /sin forma /

sin tamaño /sin medida.

Gritas silencio y nadie te comprenderesumes el silencio y nadie se conmueve

borras el silencio y la mancha reaparecemás oscura /

más leve /más profunda.

Crece la manchainvade cuerpos / almas / llantos

espacios que antes bastaban para nombrar la dicha.Véanme cubierto de silencio

sediento de silencio

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ahíto de silenciocolgando del silencio

implorando a qué dios /a qué tribu /a qué país /

a qué animalque parta hacia la línea donde concluye el mundo

y vierta allí tanto silenciohasta verlo diluirse

gota a gota adherido a otra sustanciaa otra roca / menos calcárea /

menos volcánica /menos tibia

que las manos de mi hijonubladas por esta tempestad

de rayos / truenos / niebla / lluvia / granizo / nieve / vientos huracanados vientos de silencio. c

Mario Calvit (Panamá): Para mis hermanos, 1973. Lápiz de color/ papel, 45,9 x 60,2 cm