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EL EXCMO. SR. D. GABRIEL SANCHEZ DE LA CUESTA EN LA AMISTAD, EN EL HUMANISMO Y EN LOS LIBROS Por JOSÉ GUERRERO LOVII. LO Excmos. e Ilustrísimos Señores , Señoras, Señores: Esta di sertación se articula en tre s apartados: la Amistad, el Humanis mo y los Libros. Con ello quiero des tacar las tres vertientes desde las cuales quiero honrar, en esta dolorosa circunstancia, la memoria, entrañable, de un amigo ejemplar. Justamente por esto el primer apartado se dirige, directa- mente, al Amigo. Los otros dos se definen como compl emento del anterior que subsiste como sustancial. Es decir su faceta corno humanista y como amante del libro. Se nos fue, hace sólo uno s meses, el amigo cordial e irre- emplazable. Y en esta hora justo es rendir, en torno a su memoria, la estremecida flor del recuerdo dolorido. Pues los muertos no mueren por completo cuando nos dejan. Durante mucho tiempo s ub sisten entre qu e, habiéndoles amado, aquí quedan. Permanecen en forma de recuerdo des garrado, pronto a transformarse en poesía. Y así, a través de las ren- dijas del sentimiento, viven entre nosotros, haciendo entre nosotros eventual morada . Por ello, y lo así, le hemos visto pasar, con su porte señoril, barba de plata, elegante estampa, g ran figura de caballero español que traducía su talante inte- rior, pleno de altos ideales. Con él pasaban también las som- bras de D. Teófilo R emando, D. Gregario Marañón y tantos otros que dejaron tras de un vivo rumor de entusi asta pre-

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EL EXCMO. SR. D. GABRIEL SANCHEZ DE LA CUESTA

EN LA AMISTAD, EN EL HUMANISMO Y EN LOS LIBROS

Por JOSÉ GUERRERO LOVII.LO

Excmos. e Ilustrísimos Señores,

Señoras, Señores:

Esta disertación se articula en tres apartados: la Amistad, el Humanismo y los Libros. Con ello quiero destacar las tres vertientes desde las cuales quiero honrar, en esta dolorosa circunstancia, la memoria, entrañable, de un amigo ejemplar. Justamente por esto el primer apartado se dirige, directa­mente, al Amigo. Los otros dos se definen como complemento del anterior que subsiste como sustancial. Es decir su faceta corno humanista y como amante del libro.

Se nos fue, hace sólo unos meses , el amigo cordial e irre­emplazable. Y en esta hora justo es rendir, en torno a su memoria, la estremecida flor del recuerdo dolorido. Pues los muertos no mueren por completo cuando nos dejan. Durante mucho tiempo subsisten entre lo~ que, habiéndoles amado, aquí quedan. Permanecen en forma de recuerdo desgarrado, pronto a transformarse en poesía. Y así, a través de las ren­dijas del sentimiento, viven entre nosotros, haciendo entre nosotros eventual morada. Por ello, y sólo así, le hemos visto pasar, con su porte señoril, barba de plata, elegante estampa, gran figura de caballero español que traducía su talante inte­rior, pleno de altos ideales. Con él pasaban también las som­bras de D. Teófilo Remando, D. Gregario Marañón y tantos otros que dejaron tras de sí un vivo rumor de entusiasta pre-

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senda y una ráfaga de sustancial, ardiente patriotismo y tras­cendente humanidad.

No hace mucho leía yo una anécdota referida a D. José Ortega y Gasset. El escenario, las inmediaciones del palacio de la Magdalena, que alberga en la estación estival la Univer­sidad de Santander. Entre los contertulios García Morente, Pedro Salinas y alguien más. Ortega dejó caer esta frase lapi­daria: «En las amistades hay un amanecer, un mediodía y un ocaso. Teófilo Remando será siempre el mediodía de la amis­tad». Creo que esta anécdota, si es que llegó a su conoci­miento, le hubiera gustado entrañablemente a D. Gabriel, fide­lísimo siempre a la auténtica amistad.

Porque D. Gabriel Sánchez de la Cuesta fue otro que, en amistad, estuvo siempre dentro del más luminoso mediodía . Era un espíritu excepcional en que la bondad y la sabiduría no se decantaban como virtudes solemnes, sino como la gra­cia amable que suscita en el recuerdo la sonrisa iluminada en un marco de ternura. Quienes le conocimos no le olvida­remos nunca. Le echamos de menos y más aún en aquel su final, silencioso, recatado y noble como fue toda su vida. Sin querer nos viene a la memoria lo que Rainer M.ª Rilke escri­bió en el «Réquiem por un amigo»:

«Tu propia muerte para tu propia vida».

Que no es a fin de cuentas sino el mismo concepto que el gran poeta centroeuropeo escribiera en el «Libro de Horas»:

«Señor, da a cada hombre su muerte propia, que sea una muerte brotada de su vida en la que él encontró el amor, un sentido y su dolor».

En él se hizo ejemplo la frase tan reiterada: «murió como vivió». En su vida, tan compleja de aficiones como rica de contenido, tenía un alto lugar su pasión por la justicia, el conocimiento auténtico, veraz, del ente humano, su respeto a la dignidad del hombre hasta extremos de gran delicadeza que le llevaba a silenciar cuanto pudiera mortificar, zaherir o atribular a un semejante. Junto a esto, siempre estuvo pronto a admirar el esfuerzo ajeno aun cuando lo registrase

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en quienes se habían mostrado poco o nada propicios a su persona. Cuando advertía la suma de decepciones que le acom­pañaron en su humano trato, toda su persona se envolvía en severa, altiva, dignísima tristeza. De estos abismos solían sa­carle el diario convivir con sus amigos, con sus discípulos y, hasta que se fueron, con sus maestros. Hablaba de sus maes­tros desaparecidos con un respeto y un cariño que tenía mu­cho de unción religiosa.

Y al lado de esto su insobornable culto a la amistad. Amistad limpia, sincera, serena. No hubo mejor amigo de sus amigos. Decía Marañón que la amistad es emoción nuestra surgida de la tierra frágil, estatua que hacemos de barro, imitando a Dios. Si con la tierra podemos crearlo todo, esta entrañable creación nuestra exige, para que nunca pueda rom­perse, el que la guardemos en la urna de nuestro propio cora­zón. Y de Marañón son estos versos que el propio D. Gabriel hubiera suscrito:

«Yo me pregunto: Señor ¿es que hay alguna verdad por encima del amor? Y oí una voz interior que me dijo: la Amistad».

La Amistad era una de las constantes de su espíritu y en ello alcanzó la vibración más alta en punto a emoción y ter­nura. El De Amicitia ciceroniano caló hondo en su sensibili­dad y me sospecho que esa sería una de las vías por las que el torrente del humanismo invadió su personalidad.

Independientemente de su afición tan decantada hacia las letras, habría que registrar también su enamoramiento por la Medicina. Macterlinck escribió, cuando ya se acercaba en bra­zos de la melancolía al final de su existencia: «Todo mi ins­tinto, toda mi eficacia me empujaban desde niño a la Medi­cina, porque ésta es, cada vez estoy más convencido de ello, la llave más segura para dar acceso a las profundas realidades de la vida.»

El acceso a las profundas realidades de la vida ... Se dio

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a su estudio con apasionada vehemencia y ello es clave de sus vivencias humanistas. Ya tenemos aquí la explicación del trasfondo humanista que caracterizó la rica personalidad de D. Gabriel. Con un humanismo operante aprendido en los du­ros senderos de un mundo áspero, forjado en la lucha y el sufrimiento y que se parece mucho al humanismo cervantino. Pues Cervantes, además del prodigioso artífice del idioma que fue, además de su excelsa significación en la novelística de todos los tiempos, fue el prototipo del puro humanista que se debate en la búsqueda. del hombre que, a la postre, es lo esen­cial en el proceso cognoscitivo. Y otro Miguel, Miguel de Una­muno, fue también un gran humanista, no precisamente por su calidad de profesor de Griego allá en la docta y peleadora Salamanca. Lo fue porque todo en él era humano, en su per­sona, en su poesía, en su teatro, en su filosofía. Siempre el tema del hombre, lo humano. Razón sobrada asistía a Mara­ñón cuando decía que «ser humano es más que ser bueno», porque hay una bondad inhumana y a veces la maldad mis­ma, por estar traspasada de lo humano, se puede perdonar. Así, tanto en Cervantes, como en Unamuno, lo que hace que no sólo les admiremos sino que hasta se les ame entrañable­mente, es a causa de su patética humanidad. Menéndez Pela.­yo, cercano ya a la muerte, dijo que el ser humanista no com­porta el dominio del latín y el griego y la sabiduría de los clásicos, sino en comprender el fenómeno humano. Cervantes fue humanista por su olímpica serenidad, por la alegría o la resignación aristocrática de su alma, por ser, conscientemente, bueno, por su capacidad de comprensión, de generosidad, de tolerancia. No, decididamente su alma no era rígida, seca ni antihumana.

Así D. Gabriel. No sólo yo, sino muchos de cuantos aquí estamos hoy, hemos sido testigos, en la velada necrológica que le tributó la Academia de Medicina hace poco, de la pre­sencia y la voz de un Catedrático universitario, antiguo oficial republicano, a quien D. Gabriel otorgó su amistad y su apoyo. No, si por D. Gabriel hubiera sido, las guerras civiles queda­rían proscritas de por siempre.

El humanismo así entendido es antes que nada gesto, com-

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portamiento, conducta y no estrictamente saberes. Menos aún saberes estereotipados, muertos. Saberes enciclopédicos, que, por anquilosados, están ya marchitos, pura erudición. La cul­tura humanista es vivificante. Cajal, Marañón, Hernando, don Gabriel eran humanistas. Otros se conformaron con ser eru­ditos, con un bagaje de erudición a secas. Marañón lo dijo: estos eruditos o enciclopedistas huelen a catedrático; el hu­manista huele a maestro.

En la nutrida bibliografía de D. Gabriel hay páginas tras­pasadas de generoso humanismo, finamente trenzadas y en ocasiones portadoras de un sano humor que trae a la memo­ria el de los buenos tiempos erasmistas estudiados por Dá­maso Alonso y Marcel Bataillon. Siempre la buena dosis de comprensión y simpatía por sus protagonistas. Ejemplares aquellas páginas dedicadas a San Fernando, Alfonso X, otro humanista, o Galileo Galilei, páginas escritas con generosidad, inteligencia, honradez y amor.

El humanismo es, pues, una actitud y no solamente una ciencia. Un humanista puede ser, simultáneamente, muy anti­guo y muy moderno. Muy antiguo porque se sumergió en los saberes antiguos de donde arrancan, a veces como una pre­monición, Jos saberes modernos y con ellos el hontanar del porvenir. El auténtico humanista no cierra su posibilidad de conocimiento, ni al pasado, ni al futuro, porque ambas son las supremas categorías en que se desenvuelve la gran aven­tura de la humanidad. Antes aludí a los maestros, maestros a los que D. Gabriel reverenciaba. Los maestros no enseñan cosas, sino modos y conducta. Los que no enseñan modos y conducta, sino únicamente cosas, pierden el tiempo. Y los que no aprenden modos y conducta, sino solamente cosas, también pierden su tiempo. Porque las cosas, queramos o no, se olvidan. D. Gabriel era un gran maestro y dejó los funda­mentos sólidos de una escuela. Ello explica también su deci­dida vocación hacia las Academias. La vocación, en la estima­tiva de Gabriela Mistral, es una llamada hacia un sendero luminoso en que se hace luz en la oscuridad y ligereza en el esfuerzo. Para D. Gabriel las Academias eran sede o semina­rios de humanismo, promotores de cultura y antídotos del

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tecnicismo. Con qué morosa delectación investigó los orígenes de su Academia -porque por derecho le pertenecía-, aquella Academia, la primera Academia científica de España, que él rescató de un injusto olvido, la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, fundada en 1697 por siete hom­bres, siete magníficos, siete sabios de esta Grecia que entonces todavía era Sevilla, encabezados por el Dr. Juan Muñoz de Peralta, suceso al que Marañón llamó el gran milagro de Se­villa. Pero es ya otro cantar, asunto que será debatido en breve por una garganta académica superior a la mía. Yo sólo quiero hacer constancia aquí que su devoción por las Acade­mias era una secuencia de su espíritu humanista.

Se echará de ver que esta apología del humanismo, expe­riencias adquiridas en el bronco libro de la vida, pudiera estar en contradicción con la pasión por el libro, en su ver­sión libre de metáforas, el libro escueto que se vende en librerías y que constituyó la gran afición e ilusión de D. Ga­briel. Desde edad muy temprana le quedó para siempre dos singulares aficiones para el mejor y más noble ejercicio de la inteligencia: su afición al ajedrez y su entrega apasionada al deleite y recreación que los buenos libros le deparaban. Creo que su pasión por el libro quedaba desbordada por su pasión de lector. Leía con asombrosa rapidez, con singular atención y siempre con afán subordinado a su sed de saber. Le atraía todo cuanto con el libro se relacionaba, viendo en todo ello un signo de distinción y de superioridad. Su trato con gente del libro era ya una prolongación de la amistad que siempre le uniera con el libro mismo. Pues siempre quedó fijo en él el dicho de Santa Teresa, de quien era particularmente devo­to: «Dióme la vida el singular privilegio de haber quedado amiga de buenos libros.»

Esta singular amistad hacia el libro tenía muchos m atices. El libro le enseñaba con dimensiones que no sabría encontrar en la vida misma. Su libro o lecturas preferidas. Difícil res­puesta, puesto que se haya en función de circunstancias per­sonalísimas y también resultan un reflejo del ambiente social ~ histórico que hubo de vivir. Pero los libros eternos, aque­llos que habían influido de manera decisiva en la configura-

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ción de su mundo, tenían un lugar de honor en su biblioteca. Y si cabe, aún lo tenían más aquellos cuya potencia radicaba en su capacidad sugeridora, aquellos que tenían la virtud de transformar su intelecto en una gran vorágine de ideas. Pienso que el estudio de su maravillosa, de su copiosa biblioteca, habría de enriquecer aún más lo que hoy sabemos de aquel cerebro que yo estimé siempre como privilegiado. Pues D. Ga­briel estimaba que la vida y los libros venían a ser una mis­ma cosa, porque en los libros veía el compendio de muchas vidas, o lo que es igual, un compendio de la vida misma. En tal estimativa su criterio se situaba en el polo opuesto al de D. Miguel de Unamuno cuando en su precioso libro Vida de D. Quijote y Sancho vino a prescindir del capítulo VI de la primera parte de la genial novela bajo la justificación de que «trata de libros y no de vida», lo que justamente escan­dalizaba a Rodríguez Marín cuando comentaba el escrutinio de la librería del hidalgo. Hernando Alonso de Herrera, en su Breve disputa contra Aristótil y sus secuaces, recuerda un refrán frecuente en su tiempo homologando vida y libros: «Cuál libro leemos, tal vida hacemos», para terminar senten­ciando: «Y de las letras se nos forman las costumbres».

Y para terminar quiero dejar aquí una anécdota que en cierta manera refleja su inquietud sobre la suerte del mundo en que vivimos, abocado siempre a holocaustos siempre apo­calípticos. Un poeta -creo que se identifica con Paul Valery, el autor del Cementerio marino- imaginó una fábula, que comentamos en aquel noble recinto de su biblioteca, en que se confundía el olor de flores y el olor de libros. La fábula en cuestión ponía de manifiesto cómo una enfermedad mis­teriosa atacaba y destruía en breves jornadas todo el papel existente en el mundo. Se trataba de un microbio ante el que se estrellaban todos los esfuerzos de la química, la biología y todos los recursos más o menos sofisticados del hombre. El temible enemigo reducía a polvo de nieve las colosales bi­bliotecas, los archivos venerables, las cajas de seguridad, los ficheros, protocolos y registros. Nada escapaba a la implaca­ble voracidad de aquellos terroríficos corpúsculos. Para la humanidad se cernía el más dramático de los futuros. Un

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futuro cargado de desesperanza, brutal, cuya memoria que­daba reducida a unas pocas lápidas triunfalistas y a unas cuantas leyes, sin sentido, grabadas en bronce.

El relato a lo Well o a lo Valery le impresionó vivamente. Tanto como a mí, meses después, su figura yerta, pero noble siempre, en aquel mismo recinto de su biblioteca.

Pero todo esto, una evocación que surge del corazón al airear la urna de la amistad, queda como eso. Como si en un sueño hubiéramos tenido el poder de aprehender una nube. De nuevo hemos de recurrir al poeta de Praga, Rainer M.ª Ril­ke. En los versos finales de la última elegía, la llamada elegía de los Muertos, del libro Duineser Elegien (Las elegías de Duino), se lee:

«Y nosotros, que pensamos en una felicidad cre­ciente, sentimos la emoción que casi nos anonada cuando algo feliz se derrumba.»