EL NUEVO DERECHO CONCURSAL ESPAÑOL CONFERENCIA

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EL NUEVO DERECHO CONCURSAL ESPAÑOL CONFERENCIA Pronunciada en la Academia M atritense del Notariado EL DÍA 22 DE MAYO DE 2003 POR EMILIO M. BELTRÁN SÁNCHEZ Catedrático de Derecho Mercantil Universidad San Pablo-CEU de Madrid

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EL NUEVO DERECHO CONCURSAL ESPAÑOL

CONFERENCIAP r o n u n c i a d a e n l a A c a d e m i a

M a t r i t e n s e d e l N o t a r i a d o

EL DÍA 22 DE MAYO DE 2003

POR

EMILIO M. BELTRÁN SÁNCHEZCatedrático de Derecho M ercantil

U niversidad San Pablo-CEU de M adrid

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SUMARIO

I. CO N SID ERA CIÓ N GENERAL

A) La n e c e s i d a d d e l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l

B) G é n e s i s — y v a l o r a c i ó n — d e l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l

C) U n a a p r o x i m a c i ó n a l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l . P l a n t e a m i e n t o

II. EL PRO BLEM A DEL LABERINTO NORM ATIVO

A) L a u n i d a d l e g a l

B) L a u n i d a d s u b j e t i v a

C) L a u n i d a d o b j e t i v a o p r o c e d i m e n t a l

III. EL PRO BLEM A DEL ESCASO GRADO DE SATISFACCIÓN D E LOSACREED O RES

A) E l c o s t e d e l c o n c u r s o

B) L a i n s u f i c i e n c i a d e l p a t r i m o n i o d e l d e u d o r

IV. A M ODO DE CONCLUSIÓN

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Excelentísim os e ilustrísim os señores; señoras y señores, queridos amigos:

Siete años después vuelvo a esta que considero mi casa, y lo hago para cumplir el encargo de valorar el ya inminente nuevo derecho concursal español. Asumo el encargo con gusto, por el honor que supone intervenir en este prestigioso ciclo de conferencias, pero también con cierto temor tanto por la naturaleza del auditorio — esta es mesa de conferenciante, pero es también mesa de opositor— como por la exigencia del tema.

I

CONSIDERACIÓN GENERAL

A) La n e c e s id a d d e l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l

La consideración de un nuevo derecho ha de comenzar por una justifi­cación de su necesidad, tarea que en este caso resulta muy sencilla. Entre las numerosas razones que hacían ineludible una nueva legislación concur­sal, existía acuerdo en destacar tres. La primera, las deficiencias intrínsecas de un sector del ordenamiento fracturado entre el derecho mercantil y el derecho procesal, deficiencias que se explican en parte por su antigüedad y en parte, y sobre todo, por haber sido generado en distintos mom entos his­tóricos sin una adecuada coordinación. Así, tras el Código de Comercio de 1829, se sucedieron la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, el Código de Comercio de 1885 — reformado en 1897— y la Ley de Suspensión de Pagos de 1922. Esas normas generales fueron acompañadas por numerosas leyes especiales para las suspensiones de pagos y quiebras de compañías de ferrocarriles y demás obras públicas, en las que se encuentra el germen de lo que hoy se denomina legislación concursal especial, que continuó pro­mulgándose — en relación con específicos sectores de actividad— en la segunda mitad del siglo XX y ha seguido dictándose en los primeros años

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del siglo XXI. El resultado es una legislación fosilizada y estratificada que ocasiona multitud de incertidumbres jurídicas y económicas cuyo coste normativo y económico es injustificable e insoportable.

La segunda es la circunstancia de que prácticamente el resto de las materias mercantiles y procesales ha experimentado en los últimos años en España un importante proceso de renovación. La reforma de las principales leyes mercantiles y la promulgación de una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil en 2000, que respetaba la legislación concursal, a la par que introdu­cía importantes novedades generales (v. gr., tratamiento de los incidentes) y concúrsales (v. gr., tratamiento de los acreedores hipotecarios y pignorati­cios), no hizo sino acrecentar la referida inseguridad jurídica y económica.

La tercera, la existencia de un movimiento reformador que afectó a las legislaciones concúrsales de los países más desarrollados y que, por vez primera, superó el ámbito nacional, a través de la Ley M odelo de la Organización de las Naciones Unidas sobre la Insolvencia Transfronteriza y de una Guía para su incorporación al Derecho interno, elaboradas por la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho M ercantil Internacional y aprobadas por Resolución 52/158 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 15 de diciembre de 1997, y en el ámbito comunitario, a través del Reglamento de la Unión Europea sobre procedimientos de insolvencia, de 9 de mayo de 2000. Los dos textos, a pesar de sus limita­ciones intrínsecas, afectaron a los cada vez más frecuentes concursos inter­nacionales y acentuaron la necesidad de reforma del derecho interno.

B) G é n e s is — y v a l o r a c ió n — d e l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l

Como no podía ser de otra manera, el nuevo derecho concursal es el resultado de un esfuerzo continuado — aunque no uniforme— que se inició con el Proyecto de Código de Comercio de 1927 y continuó con el Antepro­yecto del Instituto de Estudios Políticos de 1959, redactado bajo la direc­ción del maestro G a r r ig u e s . Con todo, más significativos resultan ahora el Anteproyecto de Ley Concursal de 1983, elaborado por una Comisión Especial de la Comisión General de Codificación presidida por el profesor O l iv e n c ia , de la que formaban parte V a c a s M e d in a , C a r r e r a s , J im é n e z y R o j o , y la Propuesta de Anteproyecto de Ley Concursal de 1995, redacta­da — por encargo de la propia Comisión General de Codificación— por el profesor R o j o , porque, a mi juicio, el nuevo derecho concursal constituye,

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al menos en la versión inicial nacida de la Comisión General de Codifica­ción, un híbrido — no sé si fértil— entre esos dos textos prelegislativos y la Ley de Suspensión de Pagos. Las fórmulas mixtas no son intrínsecamente perversas. Sucede, sin embargo, que la Ley de Suspensión de Pagos es téc­nicamente muy defectuosa, se dictó para un caso concreto y cumple una finalidad específica, y que los dos referidos textos prelegislativos, técnica­mente notables y que no presentaban ese defecto genético, partían de pre­supuestos muy distintos y ofrecían soluciones contrapuestas, por lo que no parecía posible su coordinación. Mientras el texto publicado en 1983 cons­tituía un verdadero paradigma de la denominada filosofia de la conserva­ción, por lo que las soluciones a los principales temas concúrsales eran bus­cadas atendiendo a la conservación de la empresa del deudor y de los puestos de trabajo correspondientes, la Propuesta de 1995, redactada doce años después, tomaba en consideración las numerosas leyes concúrsales publicadas en los más importantes ordenamientos en aquellos años, refor­mas en las que se apreciaba un nítido y brusco cambio de rumbo del dere­cho concursal, consistente en asignar a los procedimientos concúrsales una finalidad neutral — la mayor satisfacción posible de los acreedores— sin prejuzgar el instrumento más adecuado en cada caso — la conservación o la liquidación de la empresa— . El nuevo derecho no cumple la imposible tarea de armonización de textos tan dispares. Y el desánimo se acrecienta con el frecuente recurso a la Ley de 1922 y a la práctica generada por su aplicación.

Además, y esto ya tiene menos justificación, el texto tiene importantes defectos de técnica legislativa, que no sólo no han sido corregidos, sino que se han visto aumentados a su paso por el Parlamento: preceptos excesiva­mente extensos, con una redacción poco precisa, en ocasiones reiterativos y con demasiada frecuencia con remisiones internas y externas que oscu­recen su comprensión.

Si a ello se une, en fin, la constatación de que en el proceso de elabo­ración de la Ley Concursal se ha producido un fenómeno de «procesaliza- ción» primero (en la Comisión General de Codificación) y de «laboraliza- ción» después (tanto en la redacción del Proyecto de Ley por el Gobierno como, sobre todo, en el texto emanado del Congreso de los Diputados, que, por cierto, se aprobó por unanimidad), se comprenderá que el nuevo derecho concursal español nazca desfigurado. Es evidente que el concurso de acreedores constituye un procedimiento, que exige la presencia del

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juez; pero no lo es menos que la agilidad y la flexibilidad propias del trá­fico mercantil y la necesidad de abaratamiento del concurso parecían requerir menos trámites y una m enor intervención judicial. En cuanto a la «laboralización» del nuevo derecho — patente no sólo en la concesión a los créditos salariales de los correspondientes privilegios, sino también en la prolija regulación del despido o en la disciplina sobre transm isión de la empresa en los casos de convenio y de liquidación— , me parece que se equivoca el medio para la consecución del fin. El fin ■—-la protección de los trabajadores— es, por supuesto, digno y acertado; pero no se com­prende por qué el medio utilizado no ha sido preferentemente el Fondo de Garantía Salarial. Además, la referida laboralización es a la postre proce- salización, hasta el punto de que puede afirmarse que la Ley Concursal esconde una verdadera Ley de Procedimiento Laboral.

El resultado de todo ello es una reforma legislativa con una inquietan­te falta de personalidad o, si prefiere, con una falta absoluta de modelo. En realidad, el nuevo derecho concursal se aleja del viejo mucho menos de lo que parece a prim era vista y mucho menos de lo que sería de desear, algo que obliga a recordar la frase escrita por O r t e g a a propósito de la refor­ma de la Universidad, que «no puede reducirse, ni siquiera consistir prin­cipalmente, a la corrección de abusos. Reforma es siempre creación de usos nuevos».

C) U n a a p r o x im a c ió n a l n u e v o d e r e c h o c o n c u r s a l . P l a n t e a m ie n t o

La mejor forma de llevar a cabo una aproximación al nuevo derecho concursal es la manera mercantilista, tratando de evocar el modo en que el mercator de la Baja Edad M edia se enfrentó al problem a del deudor insol­vente cuando creó el procedimiento de quiebra para solucionar de una forma rápida las insolvencias. Se trata, en definitiva, de seguir el conoci­do método de la «atenta observación de la realidad», que conduce a un claro diagnóstico del derecho concursal todavía vigente: las suspensiones de pagos y quiebras — y más aún los concursos y las quitas y esperas— son procedimientos infrautilizados. Deudores y acreedores solucionan los problemas de satisfacción del crédito sin recurrir al concurso, por la vía drástica de la desaparición de hecho de las empresas, o a través de m eca­nismos alternativos, entre los que destacan los acuerdos extrajudiciales y las reclamaciones de responsabilidad a los administradores de sociedades mercantiles. Las razones de esa escasa utilización del derecho concursal,

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que permiten profundizar en el diagnóstico y comenzar a pensar en un ade­cuado tratamiento, son principalmente dos: el laberinto normativo, en el que resulta muy aventurado adentrarse, y el escaso grado de satisfacción de los acreedores ordinarios, que impide al concurso cumplir su función.

II

EL PROBLEM A DEL LABERINTO NORMATIVO

No es preciso insistir en la lamentable situación del derecho concursal vigente que recordaba hace un momento. Más interés tiene señalar la rece­ta que ha dispensado el nuevo derecho concursal contra ese laberinto nor­mativo, que es en apariencia tan sencilla como eficaz: una sola ley, un solo concurso para todo tipo de deudores y un único procedimiento para todos los grados de crisis del deudor. El nuevo derecho concursal se caracteriza, pues, como señala la Exposición de Motivos, por una triple unidad: legal, de disciplina y de sistema.

A) L a u n id a d l e g a l

Frente a la dispersión legislativa del derecho anterior, una sola ley regu­la los aspectos sustantivos y los procesales del concurso de acreedores, incluyendo los laborales, los tributarios, las garantías reales, los aspectos internacionales, etc. No puede ocultarse, sin embargo, que la unidad legal se encuentra matizada por la existencia de una Ley Orgánica para la Reforma Concursal, por la subsistencia de una legislación concursal especial y por la previsión de múltiples normas de reenvío en los concursos internacionales.

1. La Ley Orgánica para la Reforma Concursal

La Ley Concursal va acompañada de una Ley Orgánica para la Reforma Concursal, por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial. Esta Ley contempla varias cuestiones trascendentales, que si eran merecedoras sin duda de un tratamiento especial, no lo eran tanto de una ley separada. En prim er lugar, los efectos del concurso sobre derechos fu n ­damentales del concursado (intervención de las comunicaciones, deber de residencia y autorización judicial para el registro domiciliario), que se ju s­tifican por la necesidad de conocer exactamente el patrimonio del deudor y evitar un alzamiento de bienes, cuya regulación se basa en la doctrina del

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Tribunal Constitucional de requerir que la correspondiente decisión jud i­cial sea motivada, idónea, proporcionada y limitada en el tiempo.

En segundo lugar, la atribución al juez del concurso de competencia exclusiva y excluyente sobre el patrimonio concursal, incluso en materia laboral. La decisión parecía acertada, porque el concurso requiere unidad de decisión; pero podía ser — y estaba siendo— social y judicialmente polémi­ca. De este modo, si en los primeros textos se configuraba de un modo demasiado abierto, ha ido matizándose cada vez más, sustituyéndose la refe­rencia a todas «las acciones sociales con trascendencia patrimonial», por la de «acciones sociales que tengan por objeto la extinción, modificación o suspensión colectivas de los contratos de trabajo en los que sea empleador el concursado». Cosa distinta es que la normativa laboral haya ido en aumento hasta el punto de que — como ya hemos indicado— dentro de la Ley Concursal se ha enquistado una pequeña Ley de Procedimiento Laboral para las insolvencias empresariales, que me parece que tiene mucho que ver con la pérdida de la competencia de la jurisdicción laboral en los concursos.

En efecto, la tercera novedad de la Ley Orgánica es la decisión — adopta­da por el Ministerio de Justicia y no por la Comisión General de Codificación— de crear los mal llamados juzgados de lo mercantil con com­petencia en materia concursal, en lugar de la previsión inicial de crear sim­plemente juzgados especializados en materia concursal, decisión que resulta cuestionable. En primer lugar, porque no parece que sea una Ley Orgánica para la Reforma Concursal el lugar más adecuado para crear juzgados de lo mercantil. Y no sólo porque hubiera sido más correcta desde un punto de vista técnico una Ley Orgánica de Creación de los Juzgados Mercantiles, sino tam­bién porque — ironías del destino— precisamente en el nuevo derecho la materia concursal dejará de ser mercantil, y también y sobre todo porque si hay un sector que se resiste a integrarse en una rama del derecho — civil, mer­cantil, procesal, laboral— y que reclama su autonomía es precisamente el concursal. El derecho concursal exige, como la propia Exposición de Motivos reconoce, conocimientos de ramas muy diversas. De este modo, la especiali- zación, tanto tiempo reclamada para el ámbito concursal, se diluía antes en los jueces civiles y se diluirá ahora en los jueces mercantiles.

En segundo lugar, porque la creación de los juzgados de lo mercantil no se ha llevado a cabo del modo más adecuado, al rechazarse — sin motivo aparente— la equiparación entre la mercantilidad sustantiva y la mercanti-

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lidad procesal. Así, resulta que los nuevos jueces de lo mercantil tienen competencias sobre materias que no son mercantiles (v. gr., propiedad inte­lectual y condiciones generales de la contratación) y, por el contrario, care­cen de competencia en materias inequívocamente mercantiles (y. gr., títu­los-valores y contratación mercantil; en particular, los contratos de distribución, los contratos bancarios, los contratos bursátiles y el contrato de seguro), lo que puede generar elevadas incertidumbres y altos costes.

Esas sencillas reflexiones conducen a una incertidumbre todavía mayor, relativa a la idoneidad misma de la decisión de reinstaurar los ju z­gados de lo mercantil en una época en la que se defiende con firmeza la unificación del derecho privado y en la que todavía goza de actualidad la elocuente Exposición de Motivos del Decreto de Unificación de Fueros de 6 de diciembre de 1868, que suprimió de una forma muy razonada los Tribunales de Comercio, que, ciertamente, eran algo distinto de los llama­dos jueces de lo mercantil.

2. La legislación concursal especial

La segunda matización a la unidad legislativa viene dada por el recono­cimiento expreso de una legislación concursal especial. En el largo debate acerca de si las empresas bancarias, de inversión y de seguro, caracterizadas por un especial control público, deben sustraerse a los procedimientos con­cúrsales generales (en este sentido se orientan la Ley Modelo de Naciones Unidas sobre la Insolvencia Transfronteriza, el Reglamento comunitario sobre procedimientos de insolvencia y las Directivas de Saneamiento y Liquidación de Compañías de Seguro y de Entidades de Crédito) o de si, por el contrario, deben integrarse en la legislación concursal general, aun con especialidades (en materia de órganos, respecto de los sistemas de pagos, etc.), el nuevo derecho se ha inclinado finalmente en esta segunda dirección. No obstante, las especialidades no siempre se integran en su texto, de modo que la propia Ley, en una confusa disposición adicional (que, en rigor, debe­ría ser final) segunda, titulada precisamente «régimen especial aplicable a entidades de crédito, empresas de servicios de inversión y entidades asegu­radoras» considera legislación concursal especial no sólo las leyes regula­doras de esos mercados, sino otras muchas. El nuevo derecho concursal con­tinúa así el mal ejemplo del anterior haciendo caso omiso de la enseñanza de Don Quijote a Sancho: «No hicieres muchas pragmáticas y, si las hicieres, procura que sean buenas y sobre todo que se guarden y cumplan...».

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3. Los concursos internacionales

La tercera y últim a matización a la unidad legal se refiere exclusiva­mente a los concursos internacionales. El nuevo derecho concursal sigue los pasos de la Ley Modelo de la Organización de las Naciones Unidas y del Reglamento de la Unión Europea sobre procedimientos de insolvencia, que, a pesar de su innegable importancia, tienen como presupuesto el reco­nocimiento de la imposibilidad de proceder a una unificación sustantiva de la legislación concursal de los diferentes países. Esa «resignación» se tra­duce no sólo en el abandono del principio de universalidad del concurso — y en la consiguiente posibilidad de que se abran varios concursos simul­táneos en relación con el mismo deudor— sino también en el hecho de que las principales materias concúrsales (privilegios, derechos reales de garan­tía, oponibilidad de la compensación, eficacia de los pactos de reserva de dominio, reintegración de la masa, etc.) no queden sometidas a la ley del país de apertura del concurso, sino a otra legislación.

B) L a u n id a d s u b je t iv a

La unidad del nuevo derecho concursal significa tam bién unificación de los procedimientos concúrsales por razones subjetivas, de modo que «la declaración de concurso procederá respecto de cualquier deudor». La uni­ficación obliga a establecer algunas especialidades para los deudores empresarios o profesionales (se exige una docum entación más completa para la solicitud de concurso a aquellos deudores obligados legalmente a llevar contabilidad) o, en sentido contrario, para la insolvencia del no empresario o del pequeño empresario (v. gr., m enor documentación, nom ­bramiento de un solo adm inistrador concursal, a través del llamado proce­dimiento abreviado).

Sorprende, sin embargo, que el nuevo derecho no considere destinata­rio natural del procedimiento concursal a las personas jurídicas, para las que se limita a dictar normas especiales — en ocasiones confusas— sobre efectos del concurso, sobre calificación del concurso y sobre conclusión del concurso y extinción de la propia persona jurídica, y que sólo esporá­dicamente tenga en cuenta que las sociedades mercantiles están norm al­mente integradas en grupos de empresas, nacionales o internacionales. El nuevo derecho se preocupa quizá más — y no siempre con acierto, a pesar de los numerosos cambios experimentados a lo largo de su elaboración—

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de la crisis — econòmica— de la persona física casada, sin guardar en oca­siones la debida coordinación con el Código Civil.

Con todo, la novedad más sobresaliente del nuevo derecho concursal es la relativa al tratamiento de las personas especialmente relacionadas con el deudor, que procede de la Propuesta de 1995 y que justificaría por sí misma una reforma de la legislación. Si el concursado es persona física, merecen esa condición su cónyuge o asimilado o quienes lo hubieran sido dentro de los dos años anteriores al concurso; los ascendientes, descendientes y hennanos del concursado o de cualquiera de los sujetos anteriormente mencionados y los cónyuges de los ascendientes, de los descendientes y de los hermanos del concursado. Respecto de las personas jurídicas, se califican como especial­mente relacionados los socios con responsabilidad ilimitada y aquellos otros titulares de un cinco por ciento del capital social, si la sociedad cotiza en bolsa, o del diez por ciento en el caso de sociedad no cotizada; los adminis­tradores, liquidadores y apoderados generales actuales y que lo hayan sido dentro de los dos años anteriores al concurso y, en fin, las sociedades perte­necientes al mismo grupo que la sociedad concursada y sus socios.

Pues bien, las personas especialmente relacionadas con el deudor sufren diversos efectos en el concurso. El principal es que los créditos de que sean titulares frente al concursado quedan legalmente postergados. Además, las adquisiciones de bienes realizadas del concursado a título oneroso por dichas personas en los dos años anteriores a la declaración de concurso se presumen perjudiciales — y, por tanto, son rescindióles— , salvo prueba en contrario. En tercer lugar, puede producirse en algunos casos la acumula­ción de los correspondientes concursos de algunas personas especialmente relacionadas, siempre que todas ellas sean deudoras, unas veces a petición del propio acreedor solicitante y otras, a instancias de la administración concursal. Es preciso recalcar que en ningún caso se produce la extensión del concurso, sino simplemente, la acumulación de concursos de deudores insolventes, y que la acumulación tiene un carácter meramente procesal.

C) La u n id a d o b je t iv a o p r o c e d im e n t a l

1. E l procedimiento único

Después de largas discusiones sobre la conveniencia de uno o más pro­cedimientos concúrsales en atención al grado de la crisis económica del deu­dor, la Ponencia Especial de la Comisión General de Codificación optaría,

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quizá para eliminar de raíz los gravísimos problemas de delimitación entre la suspensión de pagos y la quiebra, por un procedimiento único, bajo la denominación tradicional de concurso de acreedores, desglosado en dos fases. La primera, la denominada «fase común de tramitación del concurso de acreedores», cuya finalidad es la formación de las masas activa y pasiva. La segunda tiene un carácter alternativo: o la fase de convenio, que recuer­da a la suspensión de pagos, o la de liquidación, que evoca a la quiebra.

El concurso de acreedores es un procedimiento complejo y un instru­m ento costoso de resolución de las crisis empresariales, que parece inevi­table cuando existe un problema de insolvencia, pero no tanto cuando con­curran dificultades menos graves, en cuyo caso bastaría con que el deudor alcanzase un acuerdo extrajudicial con sus acreedores. El nuevo derecho ha prescindido, sin embargo, de la solución preconcursal, opción que pre­senta un grave inconveniente: los convenios preconcursales, que, eviden­temente, podrán celebrarse y seguirán celebrándose, quedarán totalmente entregados al juego de la autonomía de la voluntad.

Ese inmenso vacío ha tratado de llenarse, siquiera sea parcialmente, con el convenio anticipado, incorrectamente denominado propuesta antici­pada de convenio, que constituye una de las piezas básicas del nuevo dere­cho. Con esa figura, se trata, en efecto, de superponer la tramitación del convenio — no sólo la propuesta, sino también la aceptación por los acree­dores y la aprobación judicial— a la fase común del concurso. Sin embar­go, esa posibilidad de anticipar la solución del concurso no es aplicable a todos los deudores, sino únicamente a aquellos que cumplan una serie de requisitos de «merecimiento» expresa y prolijamente enumerados. No se alcanza a comprender — más que evocando el pasado— por qué sólo pue­den solucionar su crisis por esta vía los deudores que cumplan tan riguro­sos requisitos. Con esa decisión, se confunde la situación objetiva de la empresa con la conducta de sus titulares, olvidando la ya vieja idea fran­cesa de la separación entre el hombre y la empresa, y se carga en definiti­va sobre los acreedores la sanción al deudor deshonesto.

2. La doble solución: convenio y liquidación

En el nuevo derecho concursal, como en el anterior, existen dos solucio­nes al concurso: el convenio o solución pactada entre el deudor y los acree­dores, que ha de insertarse en el principio de autonomía de la voluntad (art. 1255 CC), y la liquidación o conversión del patrimonio en dinero y su repar­

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to entre los acreedores. Desaparece, pues, todo vestigio de la gestión contro­lada del Anteproyecto de 1983, que podía imponerse a deudor y acreedores.

Las dos soluciones son alternativas y excluyentes, porque el convenio no podrá consistir en ningún caso en la cesión de bienes a los acreedores ni en forma alguna de liquidación global del patrimonio del concursado que no sea la transmisión de la empresa con la asunción de determinados compromisos por el adquiriente. La decisión legal vuelve a sorprender, porque no se observa contradicción alguna entre la posibilidad de solucio­nar la insolvencia de una forma pactada y el hecho de que la solución con­sista en la tradicional cesión de bienes, en cualquiera de sus modalidades: cesión para pago y cesión en pago.

Aunque la Exposición de Motivos afírme que el convenio es la solu­ción normal del concurso de acreedores, la lectura del texto articulado pone de manifiesto la existencia de un principio de par condicio entre las dos soluciones, perfectamente congruente con la función neutral del dere­cho concursal, que debe perseguir la finalidad de satisfacción de los acre­edores sin prejuzgar la solución de la insolvencia. Ahora bien, la decisión |le convenir o de abrir la fase de liquidación se estructura de un modo muy complejo, porque existen plurales posibilidades y legitimaciones. Habría sido más acertado recurrir a cláusulas generales; pero de nuevo late el recuerdo de la vieja legislación y de las tormentosas relaciones entre la suspensión de pagos y la quiebra.

a) En prim er lugar, el deudor puede imponer la liquidación, sea desde el prim er momento con la solicitud de concurso, sea en cualquier momen­to a lo largo de la fase común de tramitación, lo que cegaría toda posibili­dad del convenio, sea incluso tras haberse discutido en junta de acreedores una propuesta de convenio formulada por algún acreedor, algo que resulta más que discutible. Eso sí, cualquiera que sea el momento en que se soli­cite, la apertura de la fase de liquidación deberá esperar a la finalización de la fase común, decisión que no siempre parece razonable: no cabe la posi­bilidad de una liquidación anticipada ni siquiera cuando el deudor la soli­cite junto con la declaración de concurso.

b) Alternativamente, el deudor que cumpla unos rigurosos requisitos de merecimiento podrá presentar propuesta anticipada de convenio desde el mismo momento de la solicitud, propuesta que — ahora sí— se tramitaría

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simultáneamente a la fase común, y para cuya admisión judicial será nece­sario, además, la adhesión previa del veinte por ciento del pasivo.

c) En tercer lugar, si el concursado no hubiera optado por la liquidación y no hubiera presentado tampoco propuesta anticipada de convenio, el pro­pio deudor o acreedores que representen el veinte por ciento del pasivo podrán presentar propuesta ordinaria de convenio.

d) En fin, deberá abrirse la liquidación siempre que se constate e{fraca­so de la solución convenida, opción legal que también se hace compleja. Así, el concursado deberá pedir la liquidación cuando conozca la imposibilidad de cumplir los pagos prometidos y las obligaciones contraídas con posterio­ridad a la aprobación del convenio, y, caso de no solicitarla, podrá hacerlo cualquier acreedor que acredite la existencia de un hecho de concurso. Además, la liquidación habrá de abrirse de oficio cuando no llegare a pre­sentarse ninguna propuesta de convenio o no llegare a concluirse o a apro­barse por el juez o se declarase la nulidad o el incumplimiento del convenio.

Se prevé, en fin, que la quita o remisión no podrá exceder del cincuen­ta por ciento de los créditos ordinarios y que la espera o moratoria no podrá superar los cinco años. Esta decisión legal no puede compartirse: no se entiende por qué se prefiere la liquidación de la empresa a su conservación cuando fuese posible con quitas o esperas mayores y constituye, además, un atentado injustificado al principio de autonomía de la voluntad. Para evi­tar el fraude, sería suficiente una norma general de prohibición de convenio fraudulento, que, por lo demás, está implícita en las normas generales de nuestro ordenamiento jurídico que prohíben el abuso del derecho y el frau­de de ley. Quizá por esas razones la limitación no se aplica a los concursos de empresas cuya actividad pueda tener especial trascendencia y que pre­senten un plan de viabilidad, ni tampoco — en una decisión de última hora que amplía su campo de actuación— en caso de convenio anticipado.

III

EL PROBLEM A DEL ESCASO GRADO DE SATISFACCIÓN DE LOS ACREEDORES

La segunda consecuencia que resulta de la atenta observación de la legislación concursal todavía vigente es la del escaso grado de satisfacción de los acreedores concúrsales, que, a su vez, deriva de dos circunstancias

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principales, el alto coste del concurso y el insuficiente patrimonio del deu­dor común, cuya acumulación conduce a juicios muy negativos acerca de la existencia misma de un derecho concursal incapaz de cumplir su función.

A) E l c o s t e d e l c o n c u r s o

Una de las críticas que tradicionalmente se dirigen al derecho concur­sal es la de estar integrado por procedimientos largos y costosos, que difi­cultan la consecución tanto de la satisfacción, siquiera sea parcial, de los acreedores, finalidad esencial de toda legislación concursal, como de la conservación de la empresa en crisis cuando objetivamente resulte posible. Problema básico es, pues, el del coste del concurso, tanto en lo relativo al tiempo de duración del procedimiento, que suele ser determinante en una crisis empresarial, como en lo que se refiere a los gastos que genera, ya que con demasiada frecuencia los gastos del propio procedimiento superan el valor del patrimonio concursal.

A pesar de las triunfalistas palabras de la Exposición de Motivos y de los indudables esfuerzos de los redactores, la Ley Concursal contiene un procedimiento lento y costoso. Se ha diseñado un procedimiento largo, que superará, con mucho, el año de duración, es decir, más largo que la actual suspensión de pagos. La simple declaración de concurso, cuando sea insta­da por un acreedor, puede demorarse más de cuarenta días, y la fase común de tramitación del concurso puede alargarse también más de lo convenien­te y, además, es de duración incierta, de modo que cuando se alcanza la segunda fase — de convenio o de liquidación— pueden haber transcurrido entre trece y quince meses. El problema no consiste sólo en la excesiva duración de los plazos, porque existen también casos en los que se lleva a cabo una defectuosa fijación del dies a quo. El coste temporal se encuentra en estrecha relación con el ya señalado carácter judicialista del concurso previsto, porque el elevado número de resoluciones que tiene que dictar el juez del concurso retrasará inevitablemente la solución de la crisis.

El nuevo concurso es también costoso. Se reconoce la existencia de múltiples deudas de la masa (créditos contra la masa, en la terminología legal), que constituyen, en definitiva, su coste. Entre las diversas posibili­dades de organizar la administración concursal, se ha optado por una solu­ción plural y mixta, que es, sin duda, de las más costosas: un abogado con experiencia profesional de, al menos, cinco años de ejercicio efectivo y que

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figure en las listas aprobadas por el Colegio Profesional; un auditor de cuentas, economista o titular mercantil, con las mismas exigencias que el anterior, y un acreedor, que, en caso de concurso necesario, será el que solicite la apertura del concurso. En fin, no se fija imperativamente la remuneración de los administradores concúrsales, sino que se posterga la cuestión a un futuro arancel que se reglamentará atendiendo a la cuantía del activo y a la complejidad del concurso, y no, en cambio, al grado de satis­facción de los acreedores ordinarios.

La Ley ha sido perfectamente consciente del problema del coste (tem­poral y económico) del concurso de acreedores y ha tratado de paliarlo con la introducción de dos figuras específicas: el convenio anticipado y el pro­cedimiento abreviado. El convenio anticipado es — como ya se anticipó— una de las piezas básicas del nuevo derecho: no sólo trata de ocupar el papel de los convenios preconcursales, sino que, además, al superponerse con la fase común, intenta paliar la larga duración del procedimiento y, en consecuencia, los costes del concurso. Sin embargo, ese ahorro se reserva al buen deudor, por lo que no constituye una solución general al problema del coste del concurso.

La segunda medida ensayada para luchar contra el problem a del coste del concurso es el procedimiento abreviado, que constituyó una de las prin­cipales novedades del texto presentado en noviembre de 2001 sobre el aprobado con anterioridad por la Comisión General de Codificación. Esta solución tampoco es aplicable a todo tipo de deudores, sino que su ámbito de aplicación está ceñido a los muy pequeños concursos, enlazando con la idea del concurso del pequeño empresario o incluso del no empresario.

B) L a in s u f ic ie n c ia d e l p a t r im o n io d e l d e u d o r

El último síntoma de la enfermedad del derecho concursal es la insufi­ciencia del patrimonio del deudor común, que determina un escaso o nulo grado de satisfacción de los acreedores concúrsales ordinarios, con la con­secuencia de que ese derecho se ve incapaz de cumplir la función para la que nació. El tratamiento de este síntoma parece obvio: conseguir más bie­nes y disminuir los créditos, es decir, incrementar la masa activa y reducir la masa pasiva. Puede aumentarse la masa activa por dos vías que se encuentran en una relación inversamente proporcional: adelantando la aper­tura del concurso, de manera que se integre inicialmente con más bienes, y

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diseñando una eficaz reintegración de los bienes indebidamente salidos del patrimonio del deudor. Y puede reducirse la masa pasiva — ordinaria— también por dos vías que son acumulativas: la reducción del número y de la cuantía de los créditos privilegiados y la postergación de determinados créditos.

1. La apertura oportuna del concurso

Uno de los más graves problemas del derecho concursal es el denomi­nado «problema temporal»; el concurso se abre con frecuencia cuando el patrimonio del deudor no sólo es insuficiente, algo que parece lógico en el derecho de la insolvencia, sino prácticamente inexistente, de manera que no sirve para cumplir su función primaria de satisfacción de los acreedores y, además, disminuyen considerablemente las expectativas de conserva­ción de las empresas en crisis. La receta para la solución del problema es doble y arranca de la evidente constatación de que deudor y acreedores dis­ponen de diferente información. El deudor ha de conocer su situación, por lo que basta con ofrecerle estímulos — positivos o negativos— para que inste su propio concurso. En cuanto a los acreedores, parece necesario, en cambio, ampliar sus fuentes de información y fijar un presupuesto objeti­vo más amplio, que les permita instar la apertura del concurso con alguna posibilidad de éxito.

El nuevo derecho mantiene, respecto del deudor, el estímulo tradicio­nal de carácter negativo, consistente en imponerle el deber de instar su pro­pio concurso y sancionar el incumplimiento en la pieza de calificación, y añade un incentivo de carácter positivo realmente interesante, que procede del Anteproyecto de 1983: no se abrirá la sección de calificación — y, por tanto, no habrá sanciones para el deudor o sus administradores—- si llega a aprobarse un convenio de espera inferior a tres años o de quita inferior a la tercera parte, es decir, si el concursado satisface todas sus deudas en menos de tres años o si paga inmediatamente una parte sustancial de las mismas, algo que desgraciadamente no sucede con mucha frecuencia. La decisión es plenamente coherente con la finalidad del concurso: no habrá sanción para aquel deudor que alcance una solución razonable con sus acreedores.

Respecto de los acreedores, el juicio sobre el nuevo derecho no puede ser tan positivo. Es cierto que el tratamiento del problema es más complicado; pero no lo es menos que el nuevo derecho no incide en absoluto sobre el pro­blema de la falta de información de los acreedores y que apenas modifica el

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presupuesto objetivo. Ni la tesis de la insolvencia (brillantemente defendida por G a r r ig u e s ), que considera como único presupuesto objetivo de la quiebra la insuficiencia del patrimonio del deudor para satisfacer sus obli­gaciones, ni la tesis del sobreseimiento general en el cumplimiento de las obligaciones (defendida de forma igualmente brillante por U r ía ) , que se centra en el hecho externo de que el deudor no atienda realmente sus deu­das, pueden resolver el problema, porque el acreedor no suele disponer de información suficiente ni acerca del estado financiero del deudor ni acerca de si el deudor está pagando o no a los demás acreedores. Cuando obtiene los medios de prueba suficientes para solicitar la declaración de concurso, la insolvencia del deudor suele ser irreversible.

La necesidad de anticipar la apertura del concurso parece exigir, pues, presupuestos objetivos más amplios, algo que llevaban a cabo, aunque por senderos diferentes, tanto el Anteproyecto de 1983 como la Propuesta de 1995. El Anteproyecto de 1983 formuló un nuevo presupuesto objetivo, el «estado de crisis económica», que sufrió las críticas de la doctrina por su relativa indefinición y por la posibilidad de caer en el extremo contrario, involucrando en situaciones concúrsales a empresas que no se encontrasen realmente en crisis, pero con el que se trataba, en definitiva, de permitir, a través de la correspondiente interpretación judicial, la apertura del concur­so ante situaciones económicas en las que no existiese aún insolvencia del patrimonio del deudor o sobreseimiento generalizado de sus obligaciones.

La Propuesta de 1995 trataba de alcanzar el mismo objetivo, pero par­tiendo del concepto de insolvencia y facilitando al acreedor la prueba de su existencia. La insolvencia se definía como el estado en el que el deudor, «por insuficiencia de bienes propios o por falta de crédito, se encuentra en la imposibilidad de cumplir puntualmente sus obligaciones». Esa amplia definición del estado de insolvencia se completaba con varias presuncio­nes. La más importante consistía en presumir la falta de crédito cuando el acreedor instante fuese titular de uno o más créditos que hubieran vencido, al menos, tres meses antes de la presentación de solicitud de concurso. De esta manera, para solicitar el concurso, al acreedor le bastaba con probar lo que conoce, es decir, el incumplimiento — duradero— de su deudor, sin tener que probar lo que no conoce o le resulta muy difícil conocer, es decir, la insolvencia o el sobreseimiento. No existía el riesgo de someter a con­curso a un deudor que no lo mereciese, porque el deudor solvente podría romper fácilmente la presunción.

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El nuevo derecho concursal se aleja de ambas soluciones, al considerar que el presupuesto objetivo del concurso es la insolvencia, que se define, más detalladamente, como el estado en que se encuentra «el deudor que no puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles»; pero sin las atre­vidas presunciones del texto de 1995. Si la solicitud de declaración de con­curso la presenta el propio deudor, deberá justificar su endeudamiento y su estado de insolvencia, que incluso puede no existir todavía, sino ser inmi­nente. En cambio, si la solicitud de declaración de concurso la presenta un acreedor, la declaración se complica y mucho, porque deberá fundar la solicitud y, por tanto, en definitiva, la insolvencia «en título por el cual se haya despachado ejecución o apremio sin que del embargo resulten bienes libres bastantes para el pago»; en «el sobreseimiento general»; en «la exis­tencia de embargos por ejecuciones pendientes que afecten de una manera general al patrimonio del deudor»; en «el alzamiento o la liquidación apre­surada o ruinosa de sus bienes por el deudor», o en «el incumplimiento generalizado de obligaciones de algunas de las clases siguientes (los deno­minados sobreseimientos sectoriales): las de pago de obligaciones tributa­rias exigibles durante los tres meses anteriores a la solicitud de concurso; las de pago de cuotas de la seguridad social y demás conceptos de recau­dación conjunta durante el mismo periodo; las de pago de salarios e indem­nizaciones y demás retribuciones derivadas de las relaciones de trabajo correspondientes a las tres últimas mensualidades».

En definitiva, el problema temporal — como han denunciado ya M e n é n d e z y R o jo — queda sin solución. Los hechos de insolvencia son muy restrictivos — y no muy alejados de los hechos de quiebra del vigen­te Código de Comercio— . La mayor novedad radica en los sobreseimien­tos sectoriales, pero quedan limitados a las deudas públicas y a las labora­les. No parece fácil que un acreedor tenga conocimiento oportuno de esos incumplimientos ni está claro tampoco que los acreedores que sí dispon­drán de esa información estén más interesados en la apertura del concurso que en la iniciación de una ejecución individual.

Es cierto que al acreedor se le ofrecen otros incentivos — muy discuti­dos— como la concesión de un privilegio general parcial (veinticinco por ciento del crédito), que puede fundamentarse en la circunstancia de que quien solicita la apertura de un procedimiento concursal está favoreciendo a la comunidad de acreedores, y el derecho a ser miembro de la adminis­tración concursal siempre que cumpla los requisitos personales exigidos;

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pero no parece que eso constituya estímulo suficiente. No se olvide, ade­más, que al acreedor instante del concurso se le pueden imponer las costas, aun en el caso de que pruebe la existencia de uno de los denominados «hechos de insolvencia», si el deudor consigue probar que no es insolven­te y, por tanto, evitar la declaración de concurso.

2. La reintegración de la masa

La mejora en el grado de satisfacción de los acreedores se persigue tam­bién a través de un aumento del patrimonio concursal durante el procedi­miento, mediante las tradicionales técnicas de reintegración de la masa y, sobre todo, a través de la responsabilidad de los administradores de las sociedades. La reintegración de la masa se encuentra en una relación inver­samente proporcional con el presupuesto objetivo del concurso y, en defi­nitiva, con el momento de la apertura del concurso: cuanto antes se abra el concurso, mayor será la masa activa y menos necesidad habrá de reintegrar, y cuando más tarde se abra el concurso, más necesaria será la reintegración. Pues bien, a mi juicio el nuevo derecho concursal diseña un sistema de rein­tegración tan sencillo como acertado, que, sin embargo, quizá no sea sufi­ciente para contrarrestar las deficiencias del presupuesto objetivo.

El nuevo sistema de reintegración constituye el resultado lógico de una línea iniciada — tímidamente— en el Anteproyecto de Ley de 1959 y con­tinuada en el de 1983 y, sobre todo, en la Propuesta de 1995, que viene a reflejar el sentir de la doctrina mayoritaria, renovadora, de manera que sus­tituye el sistema anterior, en el que cohabitaban — con grandes proble­mas— la eventual fijación de un periodo de retroacción y una serie de periodos sospechosos de duración variada, por un único sistema que puede sintetizarse en cinco características básicas. Es un sistema basado en la téc­nica de la rescisión por fraude de acreedores y no en la nulidad de pleno derecho. Es un sistema caracterizado por la existencia de un único periodo sospechoso de duración legalmente predeterminada (dos años), que viene a ocupar el lugar del fraude. Es un sistema en el que se exige la existencia de perjuicio, aunque en algunos casos (actos a título gratuito y pagos anti­cipados) se presume iuris et de iure, de manera que la rescisión se ampara exclusivamente en la realización del acto dentro del periodo sospechoso, y en otros (superposición de garantías y actos de disposición a título oneroso realizados a favor de alguna de las personas especialmente relacionadas con el concursado) se presume iuris tantum. Es un sistema en el que quedan

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expresamente protegidos los terceros de buena fe . Y es un sistema, en fin, que tiene en cuenta la buena o mala fe de la contraparte del deudor a la hora de determinar los efectos de la rescisión. En definitiva, quien conozca el viejo derecho concursal podrá percibir que el nuevo derecho está muy mediatizado por la conocida tesis del Tribunal Supremo en torno a la retro­acción de la quiebra. Para muchos — entre los que me encuentro— esta cir­cunstancia justifica suficientemente el acierto en la regulación, porque el jurista aprende con más facilidad de la que olvida; pero para otros — súme­se a ello el problema del presupuesto objetivo— resonarán las palabras de L a r r a : «las circunstancias suelen ser la excusa de los errores y la disculpa de las opiniones».

La reintegración de la masa puede completarse por efecto de la senten­cia de calificación del concurso como culpable que condene a las personas afectadas o a los cómplices a la devolución de los bienes o derechos que hubieran obtenido indebidamente del patrimonio del deudor y a través de la responsabilidad de los administradores de sociedades. Especial interés presenta esta última posibilidad, que nace de la constatación de que una sociedad insolvente que continúa actuando en el mercado porque sus admi­nistradores así lo deciden está agravando el daño de los acreedores ordina­rios. Sin embargo, en esta materia, que constituye un complemento impor­tante de la reforma de la legislación de las sociedades de capital, el nuevo derecho no llega a sus últimas consecuencias y carece de la necesaria cla­ridad. En efecto, no se coordinan adecuadamente los tres sistemas de res­ponsabilidad que parecen coexistir: la tradicional responsabilidad por daños, que no es sino una aplicación a los administradores de las reglas de la responsabilidad civil contractual y extracontractual, que se adecúa mal al concurso; la sanción que se puede imponer a los administradores por no promover la disolución en presencia de pérdidas cualificadas, que no se relaciona correctamente con el concurso de acreedores (basta con ver las confusas disposiciones finales que reformas las Leyes de Sociedades Anónimas y de Responsabilidad Limitada), y la nueva responsabilidad que pretende instaurarse en sede de calificación, que puede denominarse res­ponsabilidad concursal.

3. La reordenación de las preferencias

La escasa satisfacción de los acreedores — ordinarios— deriva, en fin, de la existencia de numerosos créditos privilegiados, que se han ido

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acumulando a lo largo de la historia, introduciéndose en función de las pre­siones de los correspondientes grupos sociales. Téngase en cuenta, además, que el acreedor privilegiado carece normalmente de interés en que se abra oportunamente un procedimiento concursal, pues el retraso en la apertura del concurso no siempre compromete la satisfacción de su crédito.

El nuevo derecho concursal adopta dos medidas importantes y acerta­das: reduce los privilegios y posterga legalmente determinados créditos. Sorprende, sin embargo, que se opte por la existencia de dos sistemas de prelación de créditos. En efecto, la reordenación de las preferencias queda limitada al ámbito concursal, porque fuera del concurso se aplicará el sis­tema de prelación de créditos establecido en el Código Civil (ver la nueva redacción que se da al artículo 1921 CC) y, en el futuro, el que establezca la Ley reguladora de la concurrencia y prelación de créditos en caso de eje­cuciones singulares.

En el nuevo derecho concursal existirán créditos de cinco categorías:

a) Los créditos contra la masa, que son esencialmente extraconcursales, pues nacen durante el concurso y en interés de los acreedores concúrsales, entre los que se incluyen, a pesar de su diferente naturaleza, y con las con­siguientes distorsiones de la institución, los créditos salariales correspon­dientes a los últimos treinta días anteriores a la declaración de concurso.

b) Los créditos con privilegio especial, entre los que destacan los que disfrutan de una garantía real, que tienen derecho a satisfacerse con prefe­rencia sobre el bien afecto, y que no ceden ni tan siquiera ante los créditos contra la masa; pero cuya ejecución sólo será posible cuando se apruebe un convenio que no afecte a ese derecho o transcurra un año sin que se haya producido la apertura de la liquidación.

c) Los créditos con privilegio general sobre todo el patrimonio del deu­dor, que son, por este orden, los restantes créditos salariales y algunos otros créditos laborales; las cantidades correspondientes a retenciones tributarias y de seguridad social debidas por el concursado; los créditos por trabajo personal no dependiente y los que correspondan al propio autor por la cesión de los derechos de explotación de la obra, devengados durante los seis meses anteriores al concurso; los créditos tributarios y de la seguridad social, respectivamente hasta el cincuenta por ciento de su importe, con­juntam ente con los créditos por responsabilidad civil por daños personales

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no asegurados; los demás, créditos por responsabilidad civil extracontrac- tual, y, parcialmente, los créditos de que fuera titular el acreedor instante del concurso. Desaparece en el concurso toda preferencia derivada de la forma del crédito, y, en particular, la de los créditos escriturarios.

d) Los créditos ordinarios, que serán todos aquellos que no se encuen­tren clasificados en la propia Ley Concursal como privilegiados ni como subordinados.

e) Los créditos subordinados o postergados. La postergación legal afec­ta a los créditos de quienes disponen, normalmente, de información sobre la situación patrimonial del deudor así como de los teóricos responsables de sus dificultades. En efecto, quedan legalmente postergados los créditos que soliciten tardíamente el reconocimiento, los créditos convencional­mente postergados, los créditos por intereses, los créditos por multas y demás sanciones pecuniarias, los créditos de las personas especialmente relacionadas con el deudor y los créditos derivados de una acción resciso- ria a favor de quien fuera declarado parte de mala fe.

Si la esencia del concurso es la satisfacción de los acreedores, parece lógico concluir esta aproximación al nuevo derecho concursal con una refe­rencia al tratamiento de los diferentes créditos en cada una de las dos solu­ciones del concurso. En caso de convenio, los créditos contra la masa, que en ningún caso tienen derecho de voto, no sufren sus efectos, si bien aque­llos que se concedan para financiar el plan de viabilidad pueden perder esa naturaleza en cuanto «se satisfarán en los términos fijados en el convenio»; los créditos privilegiados, tanto por privilegio especial como general, tienen derecho de abstención, aunque no se utilice ese término, de modo que podrán optar por someterse al convenio o por ser satisfechos inmediata­mente. Se aproximan a ellos los acreedores con garantías personales, que si no votan a favor del convenio judicialmente aprobado conservarán sus derechos frente a fiadores y avalistas del concursado. Los créditos ordina­rios son los verdaderos protagonistas del convenio, pues quedan sometidos a las quitas y/o esperas pactadas. El convenio será obligatorio, en fin, para los créditos subordinados, quienes, además, se someterán legalmente a una espera mayor, ya que los plazos se computarán a partir del íntegro cumpli­miento del convenio respecto de los ordinarios.

En caso de liquidación, se pagará por el orden establecido en el propio texto: los créditos con privilegio especial, que disfrutan del derecho a

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satisfacerse con cargo al bien afecto, sea dentro o fuera del concurso, con los límites ya indicados; los créditos contra la masa, que cobrarán al ven­cimiento del crédito, cualquiera que sea el estado del concurso, y necesa­riamente con cargo a bienes y derechos no afectos al pago de privilegios especiales; los créditos con privilegio general, por el orden y, en su caso, en la cuantía preestablecidos; los créditos ordinarios, y, en fin, los crédi­tos subordinados, por el orden legalmente establecido.

IV

A MODO DE CONCLUSIÓN

Es hora ya de cerrar esta breve aproximación al nuevo derecho concur- sal español y es preciso hacerlo recordando que en los ordenamientos más avanzados no se discute tanto acerca de la adopción de unas u otras reglas para los concursos de acreedores cuanto sobre la conveniencia misma de mantener procedimientos judiciales dedicados a resolver los problemas derivados de las crisis empresariales, que se consideran ineficientes o, al menos, muy costosos. Junto a tesis nihilistas, basadas en la ineficiencia de ese derecho, al que se acusa de carecer de justificación económica, otras tesis, más constructivas, proponen su sustitución por cláusulas contractua­les específicas. Aunque parecen de dudosa aplicación práctica y, además, obligarían a privar a los acreedores de su derecho básico a ejecutar los bie­nes del deudor, no conviene dar alas a sus defensores como mucho nos tememos que hace el nuevo derecho.

En todo caso, el nuevo derecho concursal queda lejos de aquel Siglo de Oro que permitió a S a l g a d o d e S o m o z a alumbrar su magnífico Labyrinthus creditorum. Antes bien, su consideración detallada trae a la mente el pensamiento de U n a m u n o : «Vivir es luchar; vivir es dudar, es buscar siempre, es esperar contra toda esperanza».

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