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EN BUSCA DE LA LITERATURA DE
JOSÉ LUIS ACQUARONI (1919-1983).
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
EN EL OLVIDO
Ponencias de las I Jornadas sobre Acquaroni organizadas
por la Biblioteca Pública Municipal de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)
del 22 al 24 de abril de 1999
EN BUSCA DE LA LITERATURA DE
JOSÉ LUIS ACQUARONI (1919-1983).
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
EN EL OLVIDO
Ponencias de las I Jornadas sobre Acquaroni organizadas
por la Biblioteca Pública Municipal de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)
del 22 al 24 de abril de 1999
COORDINACIÓN DE LAS JORNADAS
RAFAEL PABLOS BERMÚDEZ
JOSÉ JURADO MORALES
EDICIÓN DEL VOLUMEN
JOSÉ JURADO MORALES
SERVICIO DE PUBLICACIONES
UNIVERSIDAD DE CÁDIZ
2000
ÍNDICE
Presentación, por Rafael Pablos Bermúdez
Prólogo, por José Jurado Morales
I. EL HOMBRE
Miradas de encuentro y despedida, por Pilar Paz Pasamar
Recuerdo de José Luis Acquaroni, por Eduardo Mendicutti
Copa de sombra, de José Luis Acquaroni, por Manuel García Viñó
II. LA TRAYECTORIA
El camino reconstruido: silencios y olvidos en la vida y la obra de José Luis Acquaroni,
por José Jurado Morales
Acquaroni, el viajero interior, por Cristóbal Puebla
III. LA OBRA
Los inicios literarios: José Luis Acquaroni y el grupo Platero de Cádiz,
por Manuel José Ramos Ortega
Los inicios periodísticos de José Luis Acquaroni en La Voz del Sur.
Una pequeña antología (1949-1952), por Cecilia Martínez Bienvenido
Los cuentos de José Luis Acquaroni, por Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
Lidiando con el encargo: la obra ensayística de José Luis Acquaroni,
por Juan Carlos Palma
Cuando los dioses tienen sed... Estudio de El turbión, por Alejandra Arroyo García....
La Guerra Civil en Sanlúcar de Barrameda, por José Antonio Viejo Fernández
La hora de José Luis Acquaroni: De la sombra al crepúsculo,
por Ramón Asquerino Fernández
IV. BIBLIOGRAFÍA, por José Jurado Morales y Alejandra Arroyo García
5
LOS CUENTOS DE JOSE LUIS ACQUARONI
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
I. Introducción: en torno al “cuento literario”
Una de las facetas más interesantes de la obra de José Luis Acquaroni (1919-
1983) es la que se refiere a su labor como escritor de relatos cortos o, lo que es lo
mismo, cuentos literarios, un género que cultivó con notable perfección, que le deparó
desde el principio muchas satisfacciones y que, además, constituyó su primera gran
vocación como narrador. Sin embargo, dado que en general este género resulta poco
conocido y en consecuencia poco apreciado, no estará de más establecer, de entrada,
que el cuento literario ha de diferenciarse claramente del cuento folclórico de tradición
oral y del cuento infantil, modalidades con las que a veces se le confunde porque las tres
llevan el nombre de “cuento”.
Los cuentos folclóricos1, cuyo origen histórico no se puede precisar porque se
hunde en la noche de los tiempos, son relatos en prosa que narran sucesos ficticios y que
viven en la tradición oral: pasan de boca en boca de una generación a otra variando
continuamente, no tienen autor conocido y cada pueblo los transmite y siente como
patrimonio de la comunidad. Temáticamente el cuento folclórico conoce tres grandes
modalidades básicas: el cuento maravilloso (lo que solemos llamar cuento de hadas,
aunque en esta categoría entra también lo maravilloso cristiano y el cuento novelesco),
el cuento de animales (que solemos asociar vulgarmente a la fábula) y el cuento jocoso
centrado en el ingenio y la necedad (asociado a las anécdotas y los chistes). En el cuento
folclórico lo que importa es el argumento, la acción, y no las florituras del estilo, y las
estructuras y motivos se repiten obedeciendo a ciertas leyes que se han venido
estudiando desde principios del siglo XX. Algunas de estas leyes establecen, por
ejemplo, que lo importante en el cuento folclórico es la acción: los personajes se definen
por lo que hacen, no por lo que piensan, y su descripción es meramente funcional:
muchas veces carecen de nombre propio (son, genéricamente, el rey, la princesa, el
sastre, el ogro, etc.), su caracterización es prototípica (la princesa es hermosa, el
príncipe es valiente, el ogro es cruel, la madrastra es celosa, el sastre es cobarde...) y
siempre obedece a la ley del contraste: el hombre frente al monstruo, el bueno frente al
malo, el listo frente al tonto, etc.; la trama es única, sin acciones secundarias, y se con-
centra en torno al personaje principal; los acontecimientos se refieren siempre en su
orden lógico y cronológico, sin saltos temporales; la importancia de un elemento se
establece por medio de la repetición (lo que los folcloristas suelen llamar “ley del tres”,
porque en Occidente lo más normal es que los elementos se repitan tres veces: tres hijas
tenía el rey, tres son las pruebas que el héroe tiene que superar, etc.). El cuento fol-
clórico, en fin, tiene un carácter funcional, o, lo que es lo mismo, su valor no se mide
1 Un espléndido resumen de lo que se entiende por “cuento folclórico”, así como de la bibliografía funda-
mental al respecto, es el que efectúa Julio Camarena dentro del Diccionario de literatura popular
española, coordinado por Joaquín Álvarez Barrientos y María José Rodríguez Sánchez de León
(Salamanca, Ediciones Colegio de España, 1997, págs. 88-96).
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
6
por su belleza artística o por su originalidad sino por la función que cumple, teniendo en
cuenta que puede cumplir una o varias funciones a la vez: cubre las necesidades de
evasión, risa y fantasía de una comunidad, transmite los valores sociales, morales y reli-
giosos de un grupo, y, además, funciona como seña de identidad de un colectivo.
Los cuentos folclóricos son en sí anónimos, colectivos y orales, y vinculados a la
cultura popular y rural, pero desde muy antiguo fueron recogidos por autores cultos en
colecciones que los fijaron por escrito. Al principio fueron colecciones anónimas
también: tal es el caso del Pantchatantra hindú, o Las mil y una noches árabes, pero
luego, al menos desde la Edad Media, lo normal es que se conozca el nombre del
recopilador, y al menos desde el siglo XIV lo normal es que los escritores cultos
busquen imprimir su propio sello de originalidad, su estilo personal e intransferible, en
el material folclórico. Basta recordar, a este respecto, tres grandes colecciones del siglo
XIV: el Decamerón del italiano Giovanni Boccaccio, los Cuentos de Canterbury del
británico Geoffrey Chaucer, y El conde Lucanor de nuestro infante don Juan Manuel.
Desde finales del XVIII y principios del XIX el material folclórico interesó a los
intelectuales románticos alemanes, que, deseosos de historiar los orígenes de las
nacionalidades europeas tras la fragmentación del Imperio romano, querían reconstruir
lo que ellos llamaban el “espíritu de cada pueblo” (“Volksgheist”) a partir de la
literatura folclórica de tradición oral. En este contexto los pioneros por lo que respecta a
la recolección de cuentos folclóricos fueron los alemanes Guillermo y Jacobo Grimm,
cuyos Cuentos infantiles y del hogar se publicaron entre 1912 y 1914. A esta labor se
sumaron eruditos de todos los países, y en España, algo más tarde, tenemos en este sen-
tido las recopilaciones efectuadas en Andalucía por Fernán Caballero (Cuentos y
poesías populares andaluces, Sevilla, 1859; Cuentos, adivinas y refranes populares
infantiles, Madrid, 1877) y luego por Juan Valera, Narciso Campillo, el conde de las
Navas y el Doctor Thebussem (Mariano de Pardo y Figueroa) (Cuentosy chascarrillos
andaluces, 1896). A lo largo del siglo XIX la recogida de material folclórico fue
haciéndose cada vez más fiel y científica, hasta culminar en la metodología que se
utiliza actualmente.
Frente al cuento folclórico, el cuento literario no hunde sus orígenes en la noche
de los tiempos sino mucho más cerca de nosotros: surge a principios del siglo XEX, en
la época del Romanticismo. En principio es un género más bien difuso y confuso que
nace muy vinculado a la prensa periódica y en el que se mezclan elementos del cuento
folclórico tradicional, de la leyenda en prosa o en verso (muy de moda entonces) y del
cuadro de costumbres (igualmente característico de la época romántica). Ya en la
segunda mitad del siglo XIX, y siempre ligado a la prensa, el cuento se define y
consolida como un concreto género literario cuyas características podemos resumir así:
es un relato en prosa de extensión breve, obra de un solo autor individual (no colectivo)
y fijado por escrito en una versión definitiva que, como toda la literatura culta, pretende
perdurar sin cambios, tal cual. Desde mediados del XIX el cuento literario se desvincula
del folclore y se alinea con los restantes géneros narrativos en prosa, de manera que su
evolución estética es la misma que la de la novela.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
7
Más allá de cada corriente estética y de los gustos y modas de cada época, el
cuento literario, lo mismo que todos los géneros de la literatura culta, se constituye
como un diálogo de libertad variable entre los modelos heredados del pasado y la
innovación personal. Los mundos que recrea pueden ser de muy diverso tipo
(maravillosos, fantásticos, realistas o absurdos) y no está sometido a leyes compositivas
fijas: el relato breve se podrá contar en primera, segunda o tercera persona, respetando o
no el orden lógico y cronológico de los acontecimientos, con libertad para centrarse en
la acción, o en la descripción de elementos externos o internos, o en la exposición y
demostración de ideas o teorías... Tampoco hay leyes que afecten al estilo, que puede
ser todo lo funcional o todo lo artístico que el escritor se proponga. En cualquier caso, la
función predominante del cuento literario es la estética: el cuento, independientemente
de que sea más o menos didáctico, más o menos divertido o sorprendente, o más o
menos defensor o transgresor de los valores establecidos, valdrá o no por sus valores
intrínsecamente artísticos, como cualquier otra obra literaria.
El cuento literario se diferencia de las otras especies narrativas en prosa, es
decir, de la novela y de la novela corta, en principio y de una manera empírica, por su
extensión. Se viene considerando que un cuento es un relato de extensión inferior a las
50 páginas, mientras que una novela es un relato de extensión superior a las 150. En
medio, entre las 50 y las 150 páginas, quedaría la novela corta2. La extensión
condiciona las posibilidades de cada modalidad narrativa: si la novela es el género más
libre, el cuento, por su brevedad, obliga al escritor a economizar, a concentrarse en lo
que le interese sin dispersarse en elementos gratuitos. Un cuento presenta por lo común
menos personajes y acontecimientos que una novela y ofrece mundos espaciotemporal y
socialmente más reducidos. Normalmente sus personajes se aproximan a la categoría del
tipo literario, es decir, al personaje que, definido por un número limitado de propiedades
que apenas varían en el curso de la acción, resulta social y/o moralmente representativo
de un grupo o de una manera de ser humana. Por lo demás, no hay una receta ni una
fórmula que resuma cómo puede ser un cuento: la única condición es que cuente algo,
que refiera un acontecimiento, lo que le diferencia de la prosa poética, donde no tiene
por qué ocurrir nada. En punto a calidad, los buenos cuentos suelen caracterizarse, como
decía Julio Cortázar3, por su fabulosa capacidad de apertura: por el hecho de que van
2 Dado lo mucho que varían los formatos librescos, hay críticos que prefieren distinguir las especies
narrativas (novela, novela corta, cuento) cuantificando su extensión no en páginas sino en número de
palabras. Así, para Ian Reid (The short story, Londres, Methuen, 1977), el cuento tendría entre 500 (o
menos) y 32.000 palabras, y el promedio estaría entre 1.600 y 20.000. Para Irving Howe (Short shorts. An
Anthology of the Shortest Stories, Nueva York, Bantam Books, 1983), el cuento canónico o regular
tendría entre 3 000 y 8.000 palabras, y el cuento cortísimo, categoría por él establecida, un máximo de
2.500 y un promedio de 1.500. La novela, en cambio, según E. M. Forster (Aspectos de la novela (1937),
Madrid, Debate, 1983, pág. 12), tendría un mínimo de 50.000 palabras, aunque Forster reconoce que no
hay unanimidad en la aceptación de medidas precisas. La novela corta entonces, según se desprende de
estos datos, oscilaría entre las 32.000 y las 50.000 palabras. 3 Julio Cortázar: “Algunos aspectos del cuento” (1962), recogido en La casilla de los Morelli (Barcelona,
Tus- quets, 1981) y también en el volumen preparado por Catharina V. De Vallejo: Teoría cuentística del
siglo XX (Aproximaciones hispánicas) (Miami, Universal, 1989, págs. 94-108). Esta selección de
opiniones y teorías sobre el cuento literario como género, ceñida al ámbito hispánico, se complementa
con la de Charles E. May para el ámbito sobre todo, aunque no sólo, anglosajón (Short story tbeoríes,
Ohio University Press, 1976). En cuanto a la historia de la teorización sobre el género, es muy útil y
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
8
más allá de su pequeña anécdota y son capaces de sugerir un mundo entero de
significados o de emociones. Un buen cuento, a diferencia de una buena novela, no
suele tolerar la dispersión, las tramas secundarias o los engordes gratuitos. En este senti-
do muchos críticos y escritores consideran que éste es un género particularmente difícil,
de alta precisión. Para hacerse una idea, Azorín decía que el cuento es a la novela como
el soneto a cualquier otro poema mayor: arte de quintaesencia, quintaesencia del arte de
narrar4.
En fin, para cerrar esta breve introducción, nos queda establecer la diferencia
entre cuento infantil y cuento literario. La literatura infantil, que como tal surge a partir
del siglo XVIII, se ha nutrido con frecuencia de cuentos folclóricos más o menos
adaptados o retocados, y de textos (sobre todo novelas de aventuras) que a menudo no
fueron concebidos para un público menor de edad, pero esto no viene ahora al caso. El
cuento literario está escrito para un público adulto sin más limitaciones que las que el
escritor se imponga a sí mismo, mientras que el cuento infantil es el que se escribe
expresamente para niños, con un lenguaje y un mensaje apropiado para ellos y por tanto
ceñido a ciertas directrices o limitaciones éticas o morales, intelectuales, temáticas y
estilísticas.
El cuento literario, como cualquier otro género culto, requiere inspiración y
práctica, arte y oficio. En España, sin que nadie sepa exactamente por qué (aunque al
parecer en Francia sucede lo mismo), el cuento siempre ha sido un pariente pobre de la
novela: un género poco cotizado en el mercado editorial del libro y poco atendido por la
crítica. Dos ejemplos ilustrarán lo que decimos: en España ningún escritor ha
conseguido consagrarse en vida sólo a base de cuentos, a diferencia de un Edgar Allan
Poe, en Estados Unidos, o de un Jorge Luis Borges, en Argentina. Nadie sabe
exactamente por qué sucede así, pero es un hecho que sucede y que aquí en general se
considera que el cuento viene a ser un formato modesto en el que los narradores se
ensayan antes de abordar la empresa más ambiciosa de la novela. Esto lo saben y de
esto se quejan todos los escritores españoles de cuentos, empezando por Acquaroni, que
en una entrevista manifestaba que “en España escribir cuentos es una heroicidad.
Equivale a colocarse ante el público en la situación de un aprendiz de novillero de
plazas de pueblo (...) Cuando, en verdad, el cuento es una unidad literaria independiente
de la novela”5. El resultado de esta infravaloración, a todas luces injusta, se traduce
normalmente en un hecho: en España lo normal es que el escritor de cuentos, aburrido
del vacío que al género le hacen críticos y lectores, termine dedicándose tarde o
temprano a la novela. Éste fue también el caso de Acquaroni, que empieza a dar el salto
a la novela a mediados de los años 60 y que lo da del todo con El turbión (1967), Copa
de sombra (1977) y A la hora del crepúsculo (1983).
lúcida la revisión que efectúa Gabriela Mora en la parte teórica de su monografía En tomo al cuento: De
la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica (Madrid, José Porrúa Turanzas, 1985, págs. 7-139). 4 José Martínez Ruiz, (a) Azorín: “Un cartujo en París”, en Españoles en París (1939), en Obras
completas, Madrid, Aguilar, 1948-1963, vol. V, pág. 816. 5 Cfr. la entrevista, sin firma, “Acquaroni defiende el cuento”, en Destino (Barcelona), octubre de 1955.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
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Llegados a este punto, en que puede haber quedado más o menos claro qué es un
cuento literario, pasemos sin más demora a centrarnos en los que escribió Acquaroni.
II. Los cuentos de José Luis Acquaroni: fechas y corpus provisional
Acquaroni publicó sus cuentos entre 1951 y al menos 1976, pero
preferentemente entre 1951 y 1965· Este concreto tramo cronológico ha sido
considerado por la crítica como una nueva edad de oro del cuento español: edad de oro
tanto por la calidad y cantidad de cuentos que se escriben como por el apoyo que recibe
el género por estas fechas. En efecto, los jóvenes escritores que se dan a conocer en
tomo al medio siglo reivindicaron el cuento como una seña de identidad generacional y
defendieron su dignidad artística, lo mismo que Acquaroni, a quien se debe esta
definición del género:
Un buen cuento es como un pequeño lingote de oro de copela, el más puro
según los alquimistas. El más antiguo, bello y completo de los géneros literarios, ya que
su tradición es añeja como el mundo y viene cundiendo y depurándose desde el relatar
de la ociosa noche cavernaria. Como las estéticas están en desprestigio, creo que pueden
exisitir tantas definiciones sobre cuentos como buenos cultivadores tenga el género.
Muy por lo amplio podría decirte que, en un breve espacio, en cuatro o seis cuartillas, el
autor de un cuento tiene que saber crear y poner en pie todo un mundo de emoción,
belleza y habilidad. Es como la orfebrería del arte de narrar6.
En estos años de que hablamos se asiste, paralelamente, a un infrecuente interés por el
cuento literario, impulsado desde las páginas de revistas literarias y culturales como
Juventud, ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, índice, Revista de Occidente, El
Correo Literario, Ágora, Ateneo, La Hora, Alcalá, Papeles de Son Armadans, La Estafeta
Literaria..., y de los dominicales de periódicos como ABC o Ya. Además, se crean premios
tan prestigiosos como el “Leopoldo Alas”, el “Sésamo” (patrocinado por Tomás Cruz),
el “ínsula”, el “Ateneo”, el “Gabriel Miró” o las “Huchas” de Oro y Plata de las Cajas
Confederadas de Ahorros. Y, por último, surgen editoriales interesadas en publicar
colecciones de cuentos: así ínsula, Cantalapiedra, Rocas, Puerta del Sol, Taurus, Seix
Barral y Editora Nacional, aparte de Labor y Gredos, interesadas más bien en editar
antologías de cuentos de autores varios7.
La carrera de Acquaroni como cuentista de inscribe de lleno en este contexto.
Publica sus cuentos en la prensa española (Platero, La Voz del Sur, ínsula, El Correo
6 Cfr. la entrevista “José Luis Acquaroni, escritor” (págs. 40-42), que aparece firmada con las iniciales F.
M. y que se conserva como recorte, sin datos editoriales, en casa del escritor. 7 Sobre el cuento en esta época, aparte de la monografía de Erna Brandenberger que citaremos más
adelante, pueden consultarse los siguientes trabajos. De Santos Sanz Villanueva, el capítulo “Noticia
sobre el relato corto” de la monografía Historia de la novela social española (1942-1975), Madrid,
Alhambra, 1980, págs. 802-805; del mismo autor, también, el artículo “El cuento, de ayer a hoy”, en
Lucanor (Pamplona), n° 6, 1991- De Óscar Barrero Pérez, el prólogo a su antología El cuento español,
1940-1980, Madrid, Castalia, 1989. Asimismo son de interés varios artículos recogidos por Joseluís
González en Papeles sobre el cuento español contemporáneo (Pamplona, Hierbaola, 1992): “El ejemplo
de ínsula” (de Enrique Canito), “Sobre las antologías” (de Félix Grande), “Uno de los concursos de
cuentos” (de Esteban Padrós de Palacios, sobre el premio “Leopoldo Alas”), y “El premio Sésamo de
cuentos” (de Rafael Vázquez Zamora).
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
10
Literario, Bahía, Triunfo, Dunia…) e incluso hispanoamericana. Recibe por ellos premios
como el “Camilo José Cela” convocado por Platero en 1951 por “Soy de la Luci y de...”,
el “Correo Literario” de 1952 por “Un vagabundo va de vacaciones” (que quedó
segundo, “ex aequo” con Francisco García Pavón, tras uno de Mercedes Ballesteros), el
“ínsula” de 1953 (donde el primero quedó desierto y el segundo volvieron a repartírselo,
“ex aequo”, García Pavón y “La ciudad es otra cosa” de Acquaroni), el primer premio
del “Ateneo de Madrid” también en 1953 por “La última escoba de papá Dios”, una
mención especial, con recomendación de publicación, en el premio de “La Novela del
Sábado” de 1954 por un relato que entonces se tituló “Estado: soltero”, que debe
corresponderse con el relato que luego se publicó como El cuclillo de la madrugada y que
finalmente, abreviado y convertido en cuento, pasó a ser “Derecho de admisión”,
recogido en Nuevas de este lugar; el de La Nación de Caracas, no sabemos exactamente en
qué año ni por cuál (tal vez entre 1956 y 1960, lapso que pasó en Sudamérica, donde
estuvo en Puerto Rico, Venezuela, Colombia y Santo Domingo, y quizá por “El día de
ayer” o “El hormiguero”, relatos ubicados en Hispanoamérica); quedó finalista en el
concurso “Ciudad de Sebastián” en 1966 ó 1967 con “El hormiguero”, y, finalmente,
obtuvo la codiciadísima “Hucha de Oro” de 1968 por “El armario”.
Como suele ser lo habitual, Acquaroni reunió sus cuentos, publicados antes en
prensa, en dos colecciones: La rueda Catalina (Cádiz, 1954 ó 1955) y Nuevas de este lugar
(Madrid, Editora Nacional, 1965)8. Aparte de esto, algunos de sus cuentos han sido
incluidos en antologías colectivas. Es el caso de “Azul-cielo” (previamente titulado
“Soy de la Lucí y de...”), seleccionado por Francisco García Pavón en la primera
edición de su Antología de cuentistas españoles contemporáneos (Madrid, Gredos,
1959, págs. 211- 215), y de “El armario”, incluido por Antonio Beneyto en su
Manifiesto español o una antología de narradores (Barcelona, Ediciones Marte, 1973,
págs. 469-472). No lo antologó Eduardo Tijeras en su libro Últimos rumbos del cuento
español (Buenos Aires, Columba, 1969), pero en cambio sí le dedicó atención en su
extenso y documentado estudio preliminar (págs. 65-67). Por último, Acquaroni figura
por derecho propio en la primera y única monografía panorámica que se ha escrito sobre
el relato breve de esta época: Estudios sobre el cuento español contemporáneo (Madrid,
Editora Nacional, 1973) de la hispanista suiza Erna Brandenberger.
Aunque García Pavón dice en su antología que a la altura de 1958 Acquaroni
había escrito y publicado “infinidad” de cuentos, lo cierto es que yo sólo he podido leer
diecinueve: los catorce que figuran en Nuevas de este lugar más otros cinco que José
Jurado Morales ha encontrado en casa del escritor, entre sus papeles, y ha tenido la
gentileza de facilitarme: “El hormiguero”9, “El armario”
10, “Los mil y un vencejos”
11,
8 Nuevas de este lugar contiene una “Dedicatoria” seguida de catorce cuentos: “Como agua”, “La última
escoba de Papá Dios”, “Derecho de admisión”, “El día de ayer”, “Un vagabundo va de vacaciones”, “La
capital es otra cosa”, “La muerte del trompeta”, “Azul cielo”, “Una cabeza”, “Plan de desarrollo”,
“Fotogenia", “La gran ocasión”, “Eva y la serpiente” y “El reventadero”.
9 Recogido en Antología de cuentos. Ganadores y finalistas de la IX Edición del concurso “Ciudad de
San Sebastián”, San Sebastián, Veteres, 1967, págs. 169-177.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
11
“El mondadientes”12
y “El otro traje de novia”13
. Sabemos de la existencia de La rueda
Catalina, que podría ser una colección de cuentos (o quizá una novela corta) y que se
publicó en Cádiz probablemente entre 1954 y 195514
, pero no hemos podido localizar el
volumen ni en la Biblioteca Nacional, ni en varias bibliotecas universitarias, ni en
bibliotecas locales de nuestra provincia. Es probable que Acquaroni no escribiera tantos
cuentos como algunos reseñistas indican de manera vaga, entre otras cosas porque con
bastante frecuencia un mismo texto cambia de título de una publicación a otra o de un
premio a otro. Además, estimo probable que si hubiera escrito tantos cuentos como a
veces se decía, y de tanta calidad como los que conocemos, el autor habría preparado y
publicado al menos una tercera colección de relatos breves, cosa que no hizo. Pero
también es evidente que el corpus completo de su cuentística está por localizar, lo que
requiere un no pequeño trabajo de investigación en hemerotecas que daría al menos para
una tesina de licenciatura.
En fin, las observaciones que siguen se basan en los diecinueve cuentos
susodichos, publicados en prensa entre 1951 y 1976, aunque casi todos ellos anteriores a
1969· No son muchos pero sí suficientes para hacerse una idea de su cuentística, entre
otras cosas porque los mejores, los que recibieron premios de mucho prestigio, sí
figuran en este corpus.
III. Características de los cuentos: entre la generación del 36 y la del 50
Por su fecha de nacimiento, en 1919, José Luis Acquaroni debería ser adscrito a
la denominada generación del 36, en la que se incluye a los escritores nacidos entre
1907 y 1922. Pero a diferencia de éstos, que normalmente comenzaron a publicar poco
antes o poco después de nuestra guerra civil, Acquaroni fue un escritor de vocación
relativamente tardía que se dio a conocer a principios de la década de los 50, en fechas
que corresponden a la llamada generación del 50 (la de los nacidos entre 1923 y 1936).
Esta condición limítrofe puede explicar el hecho de que la escritura de Acquaroni
muestre algunas características típicas de la generación del medio siglo, que le acercan
por ejemplo a un Medardo Fraile, un Ignacio Aldecoa, un Jesús Fernández Santos, un
Jorge Cela Trulock o un Fernando Quiñones, pero también otras que nos lo muestran
más próximo a escritores de la generación del 36: un Camilo José Cela, un Francisco
García Pavón o un Francisco Alemán Sainz. Aparte, habría que considerar también la
influencia en él de escritores anteriores, de narradores que pertenecen por edad a la
generación del 27, como José María Pemán.
10
Recogido en Antología del premio “Hucha de Oro”. Los mejores cuentos, Madrid, EMESA, 1969, Col.
Novelas y Cuentos, págs. 25-32. 11
Recogido en Hucha de cuentos para Miguel Amigo, Madrid, 1989, págs. 11-19. 12
“El mondadientes” se conserva en casa de JLA en un recorte sin más datos que una cabecera genérica,
titulada “Cuentos desde Tecnópolis”, y la paginación (págs. 52-53). 13
Éste procede de la revista Dunia, octubre de 1976, págs. 75-78. 14
Sin embargo, Antonio Fernández Heliodoro (La novela española dentro de España, Madrid, 1987, pág.
11), indica que La rueda Catalina apareció en Madrid, en 1952.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
12
Muy resumidamente se podría considerar que la temática que cultiva Acquaroni,
realista y centrada en los seres humildes y las realidades humanas elementales, es
común a las dos generaciones cuando éstas coinciden en el tiempo que va de 1950 a
1965. El estilo acquaroniano, su tono a la hora de narrar, en cambio, le sitúa más pró-
ximo a los escritores del 36, a medio camino entre los apuntes carpetovetónicos de Cela
y el humorismo más terso y benévolo de Francisco García Pavón. Pero en cuanto a las
estructuras narrativas que utiliza el escritor, en sus mejores cuentos éstas son las que se
asocian a la generación del medio siglo. Veamos estos tres puntos, temas y argumentos,
estilo y estructura, con un poco más de detalle.
III. 1. Los temas y argumentos
Los cuentos de Acquaroni, como los de casi todos los escritores entre los años
50 y mediados de los 60, son eminentemente realistas: proceden de la observación
directa de la realidad y quieren ser testimonio de los espacios y tiempos en que vivió el
autor. La mayor parte de sus cuentos transcurren en pueblos que, aunque innominados,
parecen andaluces y en concreto a menudo bien podrían corresponderse con Sanlúcar de
Barrameda o algún otro del entorno de la bahía, aparte de Cádiz capital. Luego, dos de
ellos (“El día de ayer” y “El hormiguero”) se ubican en países hispanoamericanos, y,
por fin, “El reventadero” comienza en Madrid y termina en Despeñaperros, frontera de
Andalucía. Como estos mismos son los espacios novelescos del escritor, queda bastante
claro que el mundo sentimental de Acquaroni está en Andalucía, su espacio original, y
en Hispanoamérica, donde vivió de 1956 a 1960. En cuanto al tiempo histórico en que
se localizan los cuentos, lo más habitual es que no quede explícitamente indicado, aun-
que se sobreentiende que transcurren en época contemporánea, más o menos próxima a
su fecha de escritura. En cualquier caso desarrollan ambientes intrahistóricos, más que
históricos, y tienden a mostrar dos cosas: unas veces un mundo estancado, que suele ser
el andaluz, sumido en el marasmo del atraso y la pobreza; y otras veces el cambio de las
formas de vida que traen los nuevos tiempos.
Dentro de la realidad, lo que más le interesa a nuestro autor es el mundo de los
seres más humildes: el mundo de los oficios modestos, de los modos de vivir marginales
(sobre todo prostitutas y vagabundos), de la emigración y el desarraigo y también, en
ocasiones, el mundo infantil, o el mundo tal como lo ven los niños. Ambos núcleos
temáticos, el de las pobres gentes y el de los niños, son absolutamente típicos de la
cuentística de la generación del medio siglo, como puede ilustrar la obra de un Ignacio
Aldecoa15
o el hecho de que Josefina Rodríguez de Aldecoa propusiera denominar a su
generación como la de “los niños de la guerra”, antologando además textos donde se
15
Los relatos cortos de Ignacio Aldecoa pueden leerse en la edición de sus Cuentos completos, al cuidado
de Alicia Bleiberg, Madrid, Alianza, 1991, 2 vols. Sobre ellos versa la monografía de Irene Andrés-
Suárez, Los cuentos de Ignacio Aldecoa. Consideraciones teóricas en torno al cuento literario, Madrid,
Gredos, 1986.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
13
evidencia la importancia de la infancia en varios autores de esta época16
. La intención
de centrarse en las pequeñas anécdotas de las pequeñas vidas es precisamente la que
confiere unidad temática a la única colección de cuentos de Acquaroni que conocemos,
Nuevas de este lugar, cuyo título está sacado de un pasaje del capítulo LII de la segunda
parte del Quijote, que es la carta de Teresa Panza a su marido y que se cita al comienzo
del libro17
:
Las nuevas deste lugar son: que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala
mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese... El hijo de Pedro de Lobo se ha
ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la
nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casa-
miento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél... Por aquí pasó una
compañía de soldados, lleváronse de camino tres mozas deste pueblo: no te quiero decir
quién son, quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres con sus tachas
buenas, o malas. Sanchica hace puntas de randa, gana cada día ocho maravedís horros,
que los va echando en una alcancía para ayudar a su ajuar... La fuente de la plaza se
secó. Un rayo cayó en la picota: y allí me las den todas.
El sentido último que tiene esta colección de fragmentos de vidas humildísimas
se explícita, de una manera metaliteraria que arranca asimismo del Quijote, dentro de
uno de los cuentos de la colección, el que se titula “La muerte del trompeta”, donde el
narrador, un cronista de la vida local que escribe una carta a un joven amigo, dice lo
siguiente:
En este mundo, amigo Paulinito, salvo nuestras empecatadas y aisladas vidas,
todo es relevo y nada termina en topes de final de trayecto. Juntos hemos comentado tú
y yo alguna vez cómo el universo viene a ser una especie de cuento escenificado, un
cuento infinito y vario de episodios, que el gran narrador cuenta y cuenta cualquiera
sabe para qué insaciable y sobrenatural auditorio. Cada episodio tiene -perdona la
digresión, pero esto lo he pensado después- sus tiempos de iniciación, plenitud y ocaso.
Aunque este último resulta más bien de comienzo del episodio siguiente; que la vida de
las cosas y los hombres y, sobre todo, de los pueblos y sus estamentos, es parecida a la
del zángano victorioso, que empieza a morir ya sobre lo más alto de la curva descuidada
de su feliz vuelo de nupcias18
.
La guerra civil y los traumas que de ella derivaron, tema por antomasia de la
novelística de Acquaroni, no está sin embargo representado en el coipus cuentístico que
conocemos, hecho que, sin embargo, no es de extrañar, pues la falta de libertad entre
1950 y 1965 hacía imposible tratar directamente un tema tan delicado y
16
Cfr. Josefina R. de Aldecoa (Ed.): Los niños de la guerra, Madrid, Anaya, 1983 (que incluye cuentos y
también fragmentos de novelas). 17
También tiene José María Pemán algunos cuentos que se ofrecen como "nuevas de este lugar”, nuevas
insignificantes propias de un mundo intrahistórico. Pueden verse, a este respecto, “El año del jardín
cerrado” y “El año de la madre María”, dos cuentos de año nuevo que deben datarse entre finales de 1943
o principios de 1944, emparentados asimismo, por su concepción, con el famoso artículo “Nieve en
Cádiz”, de 1935. Todos estos textos pueden verse en nuestra antología 24 cuentos de José María Pemán y
“Nieve en Cádiz", Cádiz, Ediciones Quorum, 1999. 18
“La muerte del trompeta”, en Nuevas de este lugar, Madrid, Editora Nacional, 1965, pág. 77.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
14
comprometedor, menos aún de una manera crítica. En otras palabras, la narrativa de la
época (larga o breve) refleja el ambiente derivado de la contienda, sus consecuencias
sociales, pero no la guerra como causa. Con todo, como veremos, hay dos cuentos que
aluden de manera parabólica a la realidad sociopolítica de la España de los años 60 y
70, del desarrollo y del tardofranquismo.
Los conflictos de los cuentos de Acquaroni giran en tomo a tres ejes temáticos a
menudo interrelacionados: los problemas de la subsistencia (incluido el desarraigo de la
emigración), los problemas eróticos y los problemas relativos al acabamiento de la exis-
tencia. Estos tres temas, hambre, sexo y muerte, responden a la realidad humana más
elemental y primaria y son también los típicos de la narrativa del medio siglo, aunque
sin duda tienen sus antecedentes en la de la década anterior. Pensemos, sin ir más lejos,
en los cuentos y novelas de Camilo José Cela. Un breve repaso por los argumentos de
los cuentos será sin duda más ilustrativo que cualquier resumen de características
generales.
Varios de los mejores cuentos se relacionan con el erotismo, que es uno de los
grandes vectores de la novelística posterior del escritor. Por lo que respecta al mundo
erótico, al sexo a menudo más bien triste, “Azul-cielo” es una breve estampa de la Luci,
una prostituta humildísima, que luego comentaremos con más detalle. “Como agua”
ofrece otra estampa de prostituta pero con niña: la Encarna, que recluta a su clientela en
el cine del pueblo, para mejor disimular suele prostituirse de día, en un edificio en
ruinas situado en una playa desierta, y suele ir acompañada de Dolorcitas, una niña
inocente de la vecindad que se queda jugando en las dunas mientras Encarna ejerce. El
cuento empieza y termina con un motivo aparentemente insignificante: la ilusión que le
hace a Dolor- citas la peinetilla roja orlada de brillantes que le ha prometido el señor
Cipriano, cliente de Encarna. Esta peinilla enmarca el proceso que va de la inocencia de
la niña, que desconoce a qué se dedica Encarna, hasta el momento en que confusamente
intuye la realidad de la situación e instintivamente se ruboriza. Más aún, esta peinilla
apunta a una realidad mucho más cruda, si cabe: al hecho de que Dolorcitas
probablemente acabe como la Encarna, y al hecho de que Cipriano tal vez esté ya
pensando, con el regalillo, en beneficiarse a la niña en un futuro no muy lejano.
“Derecho de admisión” se centra en los sórdidos alivios sexuales de Lorenzo, un
sochantre hasta hace poco virtuoso y siempre timidísimo, a quien de nada sirven las mil
cautelas con que hace entrar a una muchacha en una pensión, porque la patrona les
sorprende y les echa con cajas destempladas. Su gran error fue no sobornar directamente
al portero. “Fotogenia” es una estampa de un periodista provinciano que se beneficia a
las jóvenes modestas publicando sus fotos en la prensa local y engatusándolas con la
prometedora carrera de su fotogénica belleza. Marginación y erotismo se mezclan con el
tema del arte en “Una cabeza”: un pintor de escuela expresionista se empeña en retratar
la cabeza salvaje de “la Yesquera”, una joven tonta y montaraz que encontró en la
playa; a medida que pasan los días la chica, que acude a posar a su casa, parece ir
civilizándose con los regalos que le hace el mayordomo, una especie de fauno nada
desinteresado. Finalmente la chica apedrea al seductor y huye, pero el pintor se alegra
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
15
porque piensa que ella recuperará la fiereza que él deseaba llevar al lienzo. “La gran
ocasión” es la divertida historia de un provinciano Tenorio “in pectore”, de un
merodeador de parques siempre al acecho de la gran aventura galante de su vida. El día
en que esa gran ocasión se presenta resulta que don Dimas se ha dormido en el banco.
“La muerte del trompeta” refiere, con admirable fuerza narrativa en sus mejores pasajes,
el ambiente extraño, perturbador, densamente erótico, dionisíaco, que se crea en las
noches de verano cuando los turistas bailan en la playa al son de los “boogies”, y cómo
una noche en que por primera vez los aldeanos rompieron el tabú social y aun sexual y
se mezclaron con los veraneantes, un modesto músico de la banda municipal, el
trompeta, enloqueció viendo bailar a una hermosa francesa con un lugareño, y la siguió
hasta el mar donde ella se bañaba tocando su trompeta hasta que se ahogó. Hace poco
he tenido la ocasión de rebuscar en el Archivo Histórico Portuense en las páginas de un
periódico de Acción Católica que se publicó de 1939 hasta finales de los 60, Cruzados.
Me llamaron la atención dos sostenidas obsesiones que nutrían las páginas de este
bisemanario: la obsesión con el cine, peligroso foco de malos ejemplos disolventes, y la
obsesión con las playas, las desnudeces, los veraneantes. Creo que es difícil encontrar
un cuento que refleje tan bien como el de Acquaroni, sin incurrir en obscenidades al
estilo de nuestro zafio cine de los 70, toda la fascinación que a la España profunda,
profundamente reprimida y atrasada, podía inspirarle el mundo del turismo veraniego, la
juventud alegre y acomodada, la música de ritmo frenético, el baile insinuante, el gran
afrodisíaco del mar. Hay otro escritor para quien el mar tiene el mismo significado de
libertad para disíaca y afrodisíaca, otro escritor que no casualmente es también de la
bahía de Cádiz y casi de la quinta de Acquaroni: me refiero a Fernando Quiñones19
, más
joven que José Luis pero que atrajo a éste (a quien ya había leído y admiraba) para que
publicase en las páginas de la revista Platero20
.
Volviendo a los cuentos de Acquaroni, otra historia de amor (y desamor) es la de
“El otro traje de novia”, relato en forma epistolar donde una mujer que está a punto de
casarse escribe una apasionada carta a otro hombre, al amor de su vida, un compositor
italiano del que se enamoró en Granada hace sólo dos meses. Aunque no carece de
belleza, especialmente lo relativo al motivo que da título al cuento (el otro traje de novia
es el cuerpo desnudo de una mujer que frente al mar recuerda el amor), el texto bordea
peligrosamente la efusividad sensiblera y faltan en él datos que hagan a la narradora,
Andrea, más creíble, ya que su rareza y sensibilidad (ella también está en los inicios de
una carrera musical) se compaginan mal con una boda a disgusto en un ambiente de
gente distinguida, acomodada y convencional. Tal vez esta sensiblería deba ponerse en
19
Sobre el mar como símbolo en la narrativa de F. Quiñones puede consultarse nuestro artículo
“Construcción, género y sentido en El coro a dos voces (1997), de Femando Quiñones”, en Salina
(Tarragona), n° 12, noviembre de 1998, págs. 167-184. Más datos ofrecemos en “Tusitala (En torno a los
relatos breves de Fernando Quiñones”), que se publicará en las Actas del I Seminario F. Quiñones,
celebrado en Chiclana de la Fra., Cádiz, en noviembre de 1999. 20
Sobre la revista Platero pueden consultarse los trabajos de José Antonio Hernández Guerrero
(“Platero" (1948-1954). Historia, antología e índices de una revista literaria gaditana, Cádiz, Fundación
Municipal de Cultura, Cátedra "Adolfo de Castro”, 1984) y de Manuel Ramos Ortega (La poesía del 50:
“Platero”, una revista gaditana del medio siglo (1951-1954), Cádiz, Universidad, 1994).
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
16
relación con el lectorado, eminentemente femenino, de la revista donde se publicó,
Dunia.
Entre el desarraigo, los problemas de adaptación al mundo moderno y la esfera
sentimental se mueve “El día de ayer...”, un relato sugestivamente poético donde un
modesto vendedor portugués emigrado a Brasil, José Belén, decide comprarse una
máquina de escribir, todo un adelanto para su humilde negocio. En la tienda experi-
menta, frente a la dependienta que le atiende, la incomodidad de las nuevas formas
comerciales, tan impersonales y diferentes a las que él aprendió y practica. Pero una
frase escrita por esa mujer en una hoja de papel, un folio que escribió a modo de prueba
y dejó olvidado en el carro de la máquina, desata toda su añoranza: “elelele el día de
ayer fue realmente maravilloso el color rojo es uno de los más bonitos del arro...”. José
Belén, extrañamente conmovido por esta revelación de la otra cara de la hermosa y fría
dependienta, estrena su flamante máquina escribiendo a la novia que dejó en Portugal,
de la que lleva ocho años sin saber nada. El tema de la nostalgia de la tierra natal, de la
tierra materna, de los años perdidos de la infancia, que siente un andaluz emigrado a
Madrid, vertebra “El reventadero”, como luego veremos, y otra historia de emigrante es
la de “El hormiguero”. En ésta, Sotero, un campesino de Castilla que trabaja de
jardinero en una gran ciudad sudamericana, ha recibido la proposición de plantar
marihuana clandestinamente entre las flores que cultiva. Para él sería un negocio muy
lucrativo, sería palpar el sueño americano tras siete años en los que no ha conseguido
salir de la pobreza. Pero por una extraña asociación de ideas Sotero recuerda cómo de
niño, en el campo, no quiso secundar a su primo y a su tía, que “robaban” en los hor-
migueros cuando la lluvia inflaba los granos y las hormigas, apresuradamente, los saca-
ban afuera para que la madriguera no reventase. Sotero se siente marcado por un destino
que le lleva a rechazar lo que juzga deshonesto, aunque sea en su perjuicio, y ahora,
como entonces, tira las semillas de la droga a un camión de limpieza que pasa en ese
momento por delante. Ignoro si Acquaroni pudo recibir en este cuento, en el motivo del
hormiguero asociado a un niño de buen corazón, la influencia de un relato de José María
Sánchez-Silva, el que se titula Ladis, un gran pequeño, que fue premio de la Comisión
Católica al mejor libro infantil publicado en España en 1967.
Miseria, marginación y acabamiento confluyen en otros cuentos. Muy logrado,
con su título irónicamente evocador, es “La capital es otra cosa”, una frase que
pronuncian con patética afectación dos mujeres sin futuro que conocieron la capital pero
que ahora están en el pueblo: una prostituta vieja y una peluquera cateta y pueblerina.
Patético y tierno es “La última escoba de Papá Dios”, que refleja el final de un viejo
escobero obligado a mendigar y absolutamente desasistido. “Un vagabundo va de
vaciones” es la pequeña historia de un mendigo que se escapa del asilo vencido por su
nostalgia del mar y de la libertad. Sobre la muerte del padre tal como la percibe un niño
trata “El armario” (sobre el que volveremos luego). Diferente, aunque centrado también
en una niña, es “Eva y la serpiente”, crónica del primer día de colegio de una niña chica,
Mabel, a la que la familia augura un gran futuro (artista, inteligente, famosa), y a quien
su tío, el que narra la historia, promete llevar al parque, a que juegue, como niña que es,
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
17
más allá de la serpiente bíblica de su primera lección escolar de Historia Sagrada, más
allá de la serpiente tentadora de la fama que anida en el círculo familiar. El fondo de
este cuento es la pérdida de la infancia.
Al margen de los cuentos resumidos hasta aquí tenemos tres que evidencian líne-
as diferentes. Uno, “El mondadientes”, es, más que un cuento, un artículo de costum-
bres que se desarrolla irónicamente a partir de los eslóganes publicitarios de un país
como la España de los años 60, “en vías de desarrollo”. El relato se detiene en la expe-
dición de una familia numerosa a un gran autoservicio. Cuando, ya en casa, el marido se
para a ver qué es lo que han comprado, se detiene asombrado e irónico en las novedades
cosmopolitas, en el críptico lenguaje de los productos de limpieza, y al final resulta que
su mujer se ha abastecido de todo menos de alimentos. Aparte de este relato
costumbrista (que probablemente haga familia con una serie que desconocemos),
encontramos dos cuentos de mayor calado conceptual que tienen mucho de parábolas.
“Plan de desarrollo” refiere cómo un pacífico y modesto fabricante de
aguardientes, Raimundo Merencio, alias Raimundo Cazalla, es elegido alcalde de su
pueblo por aclamación unánime y sin ningún tipo de refriega electoral previa, sólo
porque es pariente del influyente y recién nombrado subsecretario del Ministerio de
Fomento, y por tanto la persona idónea para tramitar en la capital la concesión del
presupuesto extraordinario que necesita el municipio de un pueblo pobre como es el
suyo. Don Raimundo no obtiene nada de su visita a Madrid, donde ni siquiera le recibe
su pariente, pero, abrumado por las necesidades de su municipio, da con la solución: se
convierte en falsificador de moneda, con la complicidad de un viejo secretario del
Ayuntamiento y el material confiscado a un gitano. Con ese dinero falso don Raimundo
consigue poner en pie su pueblo, crear una infraestructura industrial, mejorar los
servicios sociales, hasta que un buen día se descubre el engaño y va a parar a la cárcel.
Lo malo es cuando se lo llevan a la prisión provincial, porque en la municipal él era aún
feliz escuchando desde su celda, todas las mañanas, las sirenas de las fábricas que se
alzaron gracias a su delito. Hay algo en este relato que puede recordar al neorrealismo
de tipo más farsesco y fantasioso, al estilo de la película “Milagro en Milán” (1950) de
Vittorio de Sica.
El otro cuento que puede hacer familia con éste es “Los mil y un vencejos”, una
alegoría sobre las promesas de futura democracia en la España del tardofranquismo: los
habitantes de un pueblo próspero que sufrió treinta y tantos años atrás una guerra, viven
ahora en la prosperidad pero con la insatisfacción de no ser libres. Ante el ostensible
malestar del pueblo, la oligarquía municipal, dividida entre reaccionarios intransigentes
y proceres aperturistas, opta por una solución pragmática a propuesta de un edil tecnó-
logo: vincular la llegada de la democracia al mayor grado de bienestar material, porque
un pueblo ahíto deja de ser un pueblo políticamente peligroso, revolucionario. La señal
de que el tiempo de la democracia ha llegado será cuando al campanario de la iglesia
llegue el vencejo mil y uno, pues la población de estas aves depende de la prosperidad
de la cosecha. El edil explica que en el momento actual se han contabilizado 908,7 ven-
cejos, y que la persona idónea para encargarse de la contabilidad, por ser la única ociosa
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
18
del lugar, es el tonto del pueblo. Éste entra en acción, pero los insectos le estorban el
cómputo de pájaros, porque le confunden. Entonces se fumiga, pero de resultas de la
fumigación los vencejos comienzan a menguar hasta desaparecer totalmente. Ante la
alarma del pueblo, el edil tecnócrata explica que equivocaron el signo de la libertad,
porque los vencejos no acuden en busca de grano sino de insectos, y que la solución es
arbitrar otro signo que anuncie el momento óptimo para dar paso a la ansiada apertura.
Hasta aquí, el resumen argumental de estos dos cuentos. Desde luego, aparte su
trabazón como relatos bien construidos, es difícil establecer su intención última más allá
de lo evidente (una defensa de la buena voluntad operativa, eficiente, en “Plan de desa-
rrollo”, y una irónica burla de los tecnócratas tardofranquistas en “Los mil y un vence-
jos”), pero lo que sí creemos es que en esta línea (y también en la línea costumbrista de
“El mondadientes”) Acquaroni recuerda bastante a ciertos escritos de José María Pemán
(sobre todo del Pemán de El español ante el Diluvio, Barcelona, Dopesa, 1972). José
Luis declaró que admiraba al Pemán periodista y, más aún, en “Los mil y un ven cejos”
puede haber un guiño a D. José María, pues en un pasaje un personaje pregunta a otro:
“—¿Quisiera su señoría tener la amabilidad de concretarnos, detallarnos algo más ese su
sistema político cimentado en volaterías?”, siendo el caso que Pemán publicó una
colección de cuentos titulada precisamente así, Volaterías. Cuentos epigramáticos
(Madrid, Gráficas Universal, 193221
). Acquaroni no fue nunca un escritor de ideas
revolucionarias, sino conservador, y estos cuentos ilustran una actitud crítica dentro del
conservadurismo: una conciencia de la urgencia de los problemas sociales, económicos
y políticos que tiene la España de su época, una concepción de la vida política española
como foco de corrupción, manipulación y tráfico de influencias, un instintivo recelo
ante los desmanes violentos de los revolucionarios, y la convicción de que la demo-
cracia se asienta sobre la prosperidad.
En fin, terminamos aquí este resumen de los argumentos de los cuentos
acquaronianos, forzosamente incompleto y provisional, pero ilustrativo de las líneas
dominantes y de otras distintas que aunque no parezcan predominar sí son interesantes.
III. 2. El estilo
En lo que se refiere a la índole de los asuntos y a la intención y tono con que son
narrados, es necesario establecer matices y efectuar comparaciones. Acquaroni, que fue
ideológicamente conservador, no cultiva un cuento de denuncia social y carga política
revolucionaria al estilo de los narradores del realismo social que floreció desde 1955
con autores como Alfonso Grosso, José María de Quinto, etc., pero los mundos que pre-
senta ofrecen testimonio de una realidad gris y a menudo dura y amarga, y en este sen-
tido se inscribirían en el realismo testimonial o neorrealismo, tendencia anterior a la del
socialrealismo estricto. Por otro lado, el estilo de Acquaroni como narrador es un estilo
peculiar que merece comentario aparte.
21
Esta colección se reeditó en las Obras completas de Pemán, Madrid, Escelícer, 1947-1965, vol. II, y
luego en las Obras selectas, inéditas y vedadas, Barcelona, Dopesa, 1971-1975, vol. IV-II.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
19
En efecto, el narrador acquaroniano es una voz que continuamente opina por su
cuenta, que salpica la narración con incisos valorativos, que enjuicia o especula sobre
caracteres y situaciones, y que incluso apostrofa directamente no ya al lector sino a los
personajes, y esto no sólo cuando se trata de un narrador en primera persona protago-
nista o testigo de los sucesos narrados, sino también, y de manera más evidente, cuando
narra desde fuera, como narrador externo y omnisciente (más adelante veremos un
ejemplo ilustrativo). Por otra parte, sus relatos suelen comenzar con preliminares de tipo
discursivo que esbozan ideas generales que luego el cuento en sí se encarga de ilustrar.
En conjunto, aunque el narrador cede a veces la palabra a los personajes para que éstos
se expresen en estilo directo en escenas dialogadas (que no suelen ser largas), los
cuentos de Acquaroni están absolutamente mediatizados por la voz narradora, que
interpone entre los personajes y el lector una pantalla de sentimientos y actitudes que
oscilan entre el humor y el lirismo y conocen los matices de la ternura, la tristeza y la
ironía más o menos cordial y benévola. El estilo de Acquaroni tiende al barroquismo y
gusta de un sabor terruñero y arcaizante, y curiosamente resulta más elaborado cuanto
más humildes son los personajes y cuanto más insignificante es, en apariencia, el
argumento. En este punto es interesante citar un comentario de Acquaroni inspirado en
Cervantes:
Recordemos cómo el canónigo del Quijote distinguía entre “fábulas milesias”,
cuentos disparatados que tienden a deleitar y no a enseñar, y “fábulas apólogas”, que
deleitan y enseñan juntamente. Para Cervantes, los cuentos unos encierran y tienen la
gracia por ellos mismos; otros en el modo de contarlos. Decía Cervantes: “Quiero decir
que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan
contento; mientras que otros es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del
rostro y de las manos y con mudar la voz, se hacen algo de monada, y de flojos y
desmayados se vuelven agudos y gustosos”.
De estas dos vías glosadas por Cervantes, una de ellas -pienso- apunta
inequívocamente hacia la literatura tal como hoy la concebimos. Porque en esto de las
demostraciones del rostro y de las manos y en el mudar la voz, tenido en los tiempos
cervantinos como simples “efectos” de acompañamiento a la narración, radica lo que
más importa hoy en la obra literaria. Porque lo que más interesa hoy en la obra literaria,
como en cualquier arte, es el hombre. Los efectos de acompañamiento de que nos habla
el canónigo de El Quijote se van a convertir en el estilo, en el temperamento individual,
en las muestras de genialidad, en una serie de valores sustantivos sin los cuales hoy no
hay escritor, no hay artista. (...) El autor se convierte en el más importante intérprete de
su obra22
.
Esta tendencia barroca y floreada suele ser asociada por la crítica a los escritores
andaluces, y así, por ejemplo, Manuel Ramos ha comparado a Acquaroni con José
Manuel Caballero Bonald, y nosotros podríamos recordar, por nuestra cuenta, a un Sera-
fín Estébanez Calderón, costumbrista, barroco y arcaizante, o a un Juan Valera, cos-
tumbrista, clasicista, perifrástico, ático e irónico, o a un José María Pemán, heredero en
muchos sentidos de Valera. Y detrás de todos ellos la prosa que va desde el Lazarillo de
22
Cfr. la entrevista citada en nuestra nota 6.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
20
Tormes hasta el inmenso Miguel de Cervantes, sin despreciar a Francisco de Queve- do.
Claro que el resumen de sus modelos literarios se lo podemos dejar al propio
Acquaroni, que en una entrevista decía lo siguiente:
Aunque está de moda renegar de la cuna, la corbata y los trajes bien cortados,
no siento el menor sonrojo en confesar que comencé la casa por los cimientos. Primero,
los clásicos; luego, el noventa y ocho, con Azorín siempre entre mis lecturas, como
enseñanza insustituible y, sobre todo, como contrapeso y antídoto para mi andaluza
tendencia a lo barroco. También, los “consabidos”, de los que no hay guapo que se
atreva a renegar: Dostoyevski, Flaubert, Faulkner... El Hemingway de El viejo y el mar,
el Saroyan cuentista inimitable... En nuestro medio y por los días que yo empezaba a
escribir, el Cela del Pascual Duarte y La colmena. Por último, hablando, más que de
influencias, de admiración, dos novelistas españoles contemporáneos tienen lugar
preferente en mi biblioteca: Baroja y Miguel Delibes. Y como articulista también
mantengo, contra viento y marea, otra fidelidad: se llama José María Pemán23
.
En suma, aunque los argumentos que desarrolla Acquaroni son realistas, su pro-
sa está lejos de la objetividad y la asepsia que al realismo puro se asocian, puesto que se
nutre abundantemente de elementos de todos los registros lingüísticos subjetivos (el
personal, el modalizante, el evaluativo, el figurado, el connotativo y el abstracto).
¿Qué es lo que consigue Acquaroni con su estilo? Leyendo las reseñas
periodísticas que suscitó la publicación de Nuevas de este lugar, encontramos
apreciaciones muy dispares. Así, Luis López Anglada señala su humor y su lirismo y en
un momento dado llega a considerar que sus cuentos pretenden, “más que llegar al
corazón, proporcionar un divertimento al lector, que, desde luego, consigue”24
. Eduardo
Tijeras estimaba, con agudeza, que nuestro autor
siente preocupación por el idioma, por el modo de decir, de entronque clásico.
Esto no siempre resulta cómodo y eficaz, ya que se origina una sensación artificiosa y el
autor, por otra parte, fiado del gracejo de la prosa, tiende a descuidar la siempre exigible
profundidad de los asuntos. En los cuentos de Acquaroni hay zonas de gratuidad, de
minuciosidades extemporáneas que restan emoción al propósito principal, tal es el caso
de una narración tan hermosa como “La muerte del trompeta” (...). En Acquaroni no se
concillan bien las vivencias personales, el correlato objetivo de que hablaba Eliot, con
las motivaciones devengadas por el campo de observación. Esto debe entenderse como
un elogio. La razón es sencilla. El cuento que cierra su libro, “El reventadero”,
evidentemente autobiográfico, está en calidad a gran distancia de los demás cuentos.
Aquí ha desaparecido de pronto cierto atosigante barroquismo y cierto ingenuo sentido
del humor, y encontramos páginas memorables, impregnadas de contenida emoción,
hondas, desnudas25
.
El humor y la ironía desde luego que sirven para suavizar la tristeza que emana
de muchos de los cuentos de Acquaroni. Sirva de ejemplo este remate de “Derecho de
23
Entrevista a “José Luis Acquaroni”, en la sección “El escritor y su espejo”: un recorte sin más datos de
edición que figura entre los papeles del escritor, en su casa. 24
Luis López Anglada: “Nuevas de este lugar. José Luis Acquaroni”, en El Español, 5 de junio de 1965. 25
Eduardo Tijeras: Últimos rumbos del cuento español, Buenos Aires, Columba, 1969, págs. 65-66.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
21
admisión”, un comentario que efectúa el narrador sobre el portero de la pensión, el per-
sonaje que ha denunciado que Lorenzo ha introducido a una mujer en su habitación, el
desencadenante por tanto de este pequeño drama tragicómico:
Durante toda la escena -justo es reconocerlo-, Silvestre, el vigilante nocturno de
la pensión Globo, detrás de la media docena de huéspedes y curiosos que acudieron al
vocerío, se había mantenido callado, respetuoso, en un segundo término digno de toda
alabanza26
.
Es la de Acquaroni una sorna muy valeresca, pero el humor no puede ocultar el
innegable fondo de pesimismo que, una y otra vez, salta a la vista en comentarios de
tipo abstracto que emanan del narrador, como éste que encontramos en “La capital es
otra cosa”:
El occipucio prominente, la frente deprimida, toda la cabeza de Greta la Gorda,
ahora perfectamente contorneada, le recordaba a la Reme el calabacín de la botella de
cazalla. Y de no haber sido por mor del calor y porque andaba algo preocupada y
nerviosilla, de seguro hubiera pensado, porque el acertijo y la metáfora no se le daban
mal, que para la mayoría de los seres -Greta uno de ellos- la existencia no es otra cosa
que un crecer y desarrollarse como el calabacín aquel, dentro de una cárcel engañosa de
luz y libertad, para encontrar luego tan angosta la abertura, que ya no son posibles la
salida y el retorno27
.
III.3. Las estructuras narrativas
El tipo de cuento que más y mejor cultiva Acquaroni responde a la fórmula
cuentísti- ca que Mariano Baquero Goyanes28
denominó “cuento-situación”, que a su
vez se define por oposición al “cuento-argumento”. El cuento argumento, o “cuento de
contracción” en terminología de Erna Brandenberger, que es la fórmula que triunfa en la
segunda mitad del siglo XIX con la estética realista-naturalista (y que luego sigue
siendo cultivada a lo largo de todo el siglo XX), se caracteriza por ser un relato de
argumento rico en acción, en antecedentes e incidentes, con un final cerrado y a menudo
sorprendente o al menos impactante. El cuento argumentai realista suele comenzar “in
medias res”; luego, el narrador, que a menudo es omnisciente y en tercera persona,
efectúa una retrospección donde aclara los antecedentes del personaje y su problema, y
finalmente vuelve al tiempo básico para concluir su historia buscando el efecto final.
Otra fórmula que estuvo muy de moda en esta época es la del cuento-enigma: el que
empieza por el final, presentando un hecho insólito y enigmático (que puede ser un
crimen sin resolver, porque en el XIX estuvo muy de moda el cuento policiaco), y luego
reconstruye los acontecimientos para dilucidar no el desenlace, que ya se conoce, sino
cómo y por qué pasó lo que pasó. En cualquier caso en el cuento argumentai, que utiliza
mucho el resumen para poder abarcar su amplio lapso de tiempo y sus varios episodios,
es muy importante el “suspense” y los personajes y su mundo se describen externa e
internamente con cierta prolijidad minuciosa y detallista.
26
“Derecho de admisión”, en Nuevas de este lugar, ed. cit., pág. 37. 27
“La capital es otra cosa”, en Nuevas de este lugar, ed. cit., pág. 71. 28
Mariano Baquero Goyanes: Qué es la novela. Qué es el cuento (1967), Murcia, Universidad, 1988.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
22
Frente a esta fórmula, que es una posibilidad siempre válida, está el “cuento-
situación”, que es la fórmula más asociada con el realismo de mediados de nuestro
siglo.
Es éste un relato de acción muy escasa protagonizada por personajes a menudo
vulgares cuyos antecedentes importan poco o no importan nada. El narrador parece sor-
prenderlos en una escena o en una secuencia normal de su vida cotidiana, sin buscar
momentos especiales o situaciones límite: momentos que reflejan precisamente no lo
extraordinario sino lo común de estas vidas. En consecuencia, el tiempo del relato es un
tiempo concentrado, reducido, y con frecuencia las pequeñas historias no tienen un
desenlace expreso ni definitivo: quedan un tanto en el aire, aunque el lector se los puede
imaginar. En busca de la mayor objetividad, el narrador tiende a inhibirse como tal:
evita describir y juzgar a sus personajes, los presenta sencillamente en acción y tiende a
cederles la palabra para que se sean ellos mismos los que, en escenas de diálogo en
estilo directo, se definan social, intelectual y moralmente a través de su discurso. La
conclusión, en caso de que la haya, y de que sea una sola, se le deja al lector. Este tipo
de cuento, aunque se pone de moda en los años 50, tiene un claro antecedente: el cuento
impresionista que desde principios del siglo XX cultivaron escritores como Pío Baroja,
Azorín o Gabriel Miró, y que antes, a finales del XIX, llegaron a escribir
esporádicamente algunos escritores de la generación realista, como Leopoldo Alas, alias
Clarín. La gracia de estos cuentos no está en lo que pasa, sino en la sensibilidad que
ponen de manifiesto los escritores para convertir en algo significativo y artístico lo que
a simple vista no es nada. Por eso este tipo de cuento, cuando se escribe con acierto,
resulta especialmente poético: porque ilumina con nueva luz cosas muy modestas o muy
simples que al común de los lectores les pasan desapercibidas, lo mismo que hace la
poesía.
Los cuentos más memorables de Acquaroni son cuentos-situación, y a veces
cuentos ligeramente mixtos, de situación en conjunto pero que efectúan a mitad de
camino alguna retrospección donde se nos pone con cierto detalle en antecedentes.
Uno de los mejores es “Azul cielo”, que en principio se publicó en 1951 en la
revista gaditana Platero con el título de “Soy de la Luci y de...”, que mereció en ese
mismo año el premio “Camilo José Cela”, que fue antologado por Francisco García
Pavón y que finalmente se integró en Nuevas de este lugar. Su argumento es levísimo:
lo que hace el narrador, externo y omnisciente, en tercera persona pero en un estilo que
tiende a los comentarios por propia cuenta, es referir cómo la Luci, pupila desde hace
años de un burdel de mala muerte, se levanta de la cama una tarde como otra cualquiera,
se arregla como de costumbre y hace el camino que a diario la lleva hasta el prostíbulo.
El tiempo básico del relato es concentrado: un rato, lo que puedan durar los preparativos
y la caminata. El tiempo cronológico en el que se sitúa la acción es el presente, un
tiempo coetáneo al de la escritura del cuento. El espacio es un lugar innominado. Podría
ser cualquier ciudad de España, del sur de España. Algo sabremos a lo largo del cuento
del pasado de esta mujer, unas instantáneas de su vida, pero nada se dice de cómo ha ido
a parar a la prostitución ni qué sucede una vez en el lupanar, porque todo esto el lector
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
23
se lo puede imaginar: la pobreza, la falta de medios económicos y culturales para salir
adelante, la historia de siempre. Lo que el narrador desarrolla, en cambio, es algo nada
evidente, todo un mundo, una sensibilidad, que gira en torno a un pequeño objeto, el
que da título al cuento: una jarrita de peltre de color azul cielo en la que se lee, en
caligrafía torpe pero alambicada, “Soy de la Luci y de...”. Esta jarra condensa el
presente y el pasado, la realidad y los sueños, la apariencia y la intimidad de la
protagonista. Dejaremos que nos lo cuente Acquaroni:
Desde que la Luci trabaja en el pupilaje de la Sota Vieja -y va para siete años-
no puede olvidar una sola tarde el jarrito azulón: “Aquí, niña, la casa no gana para
cristalería. Así que cada una su vaso. Y ellos, a beber en el de la pareja, que mayores
porquerías se hacen”. A la mañana siguiente la Luci se fue derecha a una ferretería y,
como en el fondo es una sentimental, en cuanto oyó de labios del dependiente: “Color
azul cielo”, ya no quiso ver más y se quedó con aquél, por catorce reales y un guiño
prometedor que, sin embargo, no valió para rebajar una sola perra del precio. El “Soy de
la Luci y de...”, en pintura roja y una caligrafía torpe y llena de jeribeques, se lo pondría
luego un amigo aficionado a los pinceles: Quirico el santero.
Cada anochecer, en su recorrido de punta a punta, la Luci, desde que no tiene
bolso -y ya no lo tendrá nunca, creemos- hace frente a la ciudad, porque el llevar algo
en la mano siempre es un alivio, con su jarrito “azul cielo”. Y con unos ojos grandes,
algo saltones, de escudriñar en los crepúsculos, verdipardos, de pupilas vacías, como
dos aceitunas de tarro que hubieran perdido el tapón de pimiento. Unos ojos en los que
la tristeza anduvo durante algunos años, hasta desaparecer del todo y para siempre; que
la tristeza, cuando no se la distrae, acaba royéndose a sí misma, como estómago puesto
a hambrear.
Bajo los bardales de la casa rectoral, la Luci recoge del suelo unos jazmines,
que echa al jarrito, para adornarse luego, en cualquier entretanto, el tocado. No sabe por
qué, pero los jazmines le traen siempre delicados, ternísimos recuerdos de niñez. La
niñez de la Luci tiene otro jarrito -éste de aluminio y con un “Soy de Lucila Estudillo”
punteado-, siempre entre quince o veinte más, dentro de una jofaina grande, en el
“cuarto de beber” de la escuela de doña Albina. El cuarto donde, al primer trueno, ya
estaba doña Albina como clueca, hecha un burujín con las quince o veinte crías, la
puerta atrancada, el cabo de vela de la Candelaria chisporroteando, reza que te reza un
trisagio embarullado, interminable.
Alguna vez la Luci ha pensado que del jarrito aquél a éste no hay apenas
diferencias: sólo el color y el mote. Lo que no acierta a explicarse es el cambio del
“Lucila” de entonces por el “la Luci” de ahora. Aunque confusamente presume que en
la vida todo es un ir quitando cosas -años, sueños, esperanzas...- de delante y
poniéndolas detrás.
-Mira ella, al rosario que va, tan jovencita...
-Hazte a un lado, muchacho, que corren aires de podre29
.
29
Lo tomo de Nuevas de este lugar, Madrid, Editora Nacional, 1965, págs. 104-106. Las dos frases en
estilo directo que cierran este pasaje resumen de manera muy eficaz la diferencia entre la Lucila del
pasado, jovencita que va a la iglesia, integrada en su medio social, y la Luci ya meretriz despreciada por
la sociedad.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
24
Es difícil condensar tantas sugerencias y tantos sentimientos en tan pocas líneas.
Con razón decía Acquaroni, allá por 1955, que trabajando como él trabajaba cada
página de sus cuentos, palabra a palabra, como un orfebre, le costaba imaginarse el
martirio de escribir, con el mismo cuidado, página a página, una novela larga. Nótese
además cómo el cambio de título que experimentó el cuento fue muy acertado, pues lo
que en él más conmueve es la íntima y última delicadeza de esta prostituta de ínfima
categoría, esa delicadeza con la que trata al tonto Tobalo y con la que, sin proponérselo,
con su ternura espontánea, consigue cambiar los gritos soeces del maniaco sexual por
palabras y gestos de afecto civilizado. Y esa delicadeza está contenida y trascendida en
el sintagma “azul cielo” mucho mejor que en el “Soy de la Luci y de...”. Este cuento
ilustra además otra técnica típica del cuento literario que Acquaroni dominó con
maestría: lo que Mariano Baquero Goyanes denominaba “cuento de objeto pequeño”30
y
Erna Brandenberger denomina cuento de “objeto símbolo”, puesto que en él, en el
pequeño objeto, se concentra tanto el relato en sí como su capacidad de apertura
significativa y emocional.
Acquaroni maneja con gran destreza y sensibilidad la capacidad de
simbolización de los objetos combinándolos con frases o motivos entre los que se
establece una asociación subjetiva. Un ejemplo espléndido es el que proporciona el
cuento “Como agua”. Ya dijimos que es un relato centrado en una prostituta que suele ir
acompañada, cuando se dirige a una cita con un cliente, de una niña, para mejor
disimular, y dijimos también que lo más doloroso de la historia es la sospecha de que la
niña, Dolorcitas, acabará igual que la Encarna, e incluso que el actual cliente de ésta
parece andar preparándose el terreno en este sentido. Quien se encarga de informarnos
de este extremo es el propio narrador, en un pasaje que ilustra las ya mencionadas
intromisiones del narrador en el discurso:
La niña Dolorcitas, de la mano de la Encarna y entre los empellones, alzó la
mirada al oír la voz de Cipriano. Al sentir la mirada de la niña, el señor Cipriano, así
como escupiendo por el colmillo y en voz baja le dijo:
-Y a ti, pequeña, te compraré la peinilla encarnada que querías.
Los hay -y perdón, Cipriano, por el mal pensamiento- que gustan criar y ver
crecer en el bancal del huerto propio la verdolaga para la ensalada que un día han de
comerse31
.
Al final del cuento este destino de la niña vuelve a quedar apuntado, pero de
manera simbólica:
Cuando la niña Dolorcitas vio aparecer por la esquina del derruido muro, y
sobre la reverberante mar del mediodía sureño a la Encarna y a su acompañante,
entonces se volvió a acordar de la peinilla encarnada que habían prometido regalarle al
30
Cfr. Mariano Baquero Goyanes: El cuento español en el siglo XIX, Madrid, CSIC, 1949. Este estudio,
fruto de la tesis doctoral del crítico, actualizado y reestructurado, en edición al cuidado de Ana Luisa
Baquero Escudero, hija del autor, apareció luego con el título El cuento español del romanticismo al
realismo, Madrid, CSIC, 1992. 31
Nuevas de este lugar, ed. cit., pág. 6.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
25
regresar al pueblo, y se puso alegre y se dio a correr y saltar como lo que era, como una
niña. Luego cogió un canto de la orilla y lo lanzó al mar.
El hombre, distante todavía, hizo otro tanto que la niña, y ambas piedras
cayeron juntas, e hicieron saltar el agua casi al mismo tiempo32
.
Es ahora, al final del cuento, cuando queda incorporado a la textura narrativa lo
que leíamos al principio, pues el relato se abre con una cita del bíblico Libro de los
Salmos, “Derramaron como agua la sangre de los inocentes”, una cita que el narrador
glosa al comienzo del texto: “la mayoría de las veces la sangre se derrama como agua,
porque la mayoría de las veces la sangre, bien mirado, puede no verse”. La sangre de la
niña Dolorcitas, su inocencia, se pierde cuando barrunta a qué se dedica la Encarna y en
ese mismo momento enrojece de vergüenza, y ese rubor se refuerza semánticamente con
la prometida y codiciada peinilla roja y con el agua del mar donde convergen las piedras
de Cipriano y Dolorcitas como en una anticipación del destino de la niña.
Otro cuento de esta especie, igualmente estupendo pero posterior, es “El
armario”, que refiere un hecho autobiográfico. En él el narrador, que ahora es narrador
protagonista en primera persona, refiere lo que le sucedió y las impresiones que recibió
la víspera del día y el día en que, teniendo diez años, murió su padre. Va contando cómo
una mañana la tata, Ama María, les alejó a él y a sus hermanos de la casa con una prisa
anormal y una esquivez sospechosa; cómo pasaron el día en casa de su tío; cómo los
primos le entretuvieron jugando al fútbol con una intensidad fuera de toda lógica que se
iba llenando de barruntos oscuros, hasta el punto de que esa noche, rendido como
estaba, no pudo dormir; cómo al día siguiente les llevaron a su casa, donde vieron al
padre muerto, y cómo, curiosamente, lo que más grabado se le quedó fue el armario
ropero del dormitorio de sus padres. La escena central del cuento es verdaderamente
antológica, y un ejemplo de simultaneísmo: el ritmo externo lo marcan las oraciones
que la tía Alejandra les hace rezar a todos en voz alta, cuyas frases escuetas se alternan
con los sentimientos y sensaciones del niño; y hay otro ritmo interno marcado por la
repetición de frases y pensamientos del narrador protagonista, una repetición propia del
relato lírico que es recurso muy frecuente en los cuentos de Acquaroni. Citaré, en honor
del autor, un pasaje de esta escena, largo pero muy hermoso:
La hierática impasibilidad del rostro de mi padre, la piel pesando en ondas como
de lava antigua y petrificada, me era, sí, imposible de soportar. Y más aún su cuerpo
insinuado. Pero no miré para atrás, como los hijos de Noé. Por encima de aquel afilado,
céreo perfil, elevé la vista y la prendí, con un tremendo esfuerzo de fijación, sobre la
gran masa oscura que se me aparecía frontera, del otro lado de la cama: el armario.
-El pan nuestro de cada día...
Y, cosa extraña: el armario de mis padres, su contenido, para mí oculto y vivo
cual las entrañas de un cuerpo, parecía como devolver la vida al muerto. Para mi
mentalidad de niño, mi padre y su armario resultaban indisolubles, consubstanciales.
Acumulaba años el hombre y, paralelamente, el mueble acrecentaba su tesoro
inasequible y misterioso. Ambos, siempre en dependencia, añudados. Los dos lejanos,
32
Ibidem, pág. 10.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
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es cierto; pero, tal vez por ello, en un plano de mayor integración. Y ahora... ¿vivo el
armario y mi padre muerto? El cuerpo que tenía casi al alcance de la mano se había
como vaciado. Y un poco más allá estaba el armario con toda su plétora y su vida. (...)
-Dios te salve, María...
El contenido del armario de mis padres había sido hasta entonces una auténtica
obsesión para mí. Ejercía sobre mi curiosidad de niño un imantado poder que, luego, al
correr de la vida, sólo alcanzarían a igualar los embozados juegos eróticos y
psicológicos de la mujer, y el contenido de media docena de libros. Nada más. (...)
-...llena eres de gracia.
El traje malva que mi madre vistiera -nunca la vi tan hermosa ni tan feliz- para
la recepción del palacio de los Infantes, un par de años atrás... (...) mientras rezábamos,
desfiló fugazmente por mi memoria mucho de lo entrevisto en instantes de rápido
lincear y fisgonear: el traje malva de mi madre, sí, y bajo su orla, el estuche de cinc que
guardaba el bicornio de escarapela bicolor, galoneado en oro..., y la profusa colección
de corbatas (...) Y, por sobre todo, (...) los estuches y pequeñas cajas, ordenadas,
superpuestas, como ladrillos en una obra, en donde mi padre encerraba, entre papeles de
seda o algodones, una hermosa cruz esmaltada en rojo y coronada; cuatro o cinco
medallas, con bustos, alegorías e inscripciones de las que sólo recordaba dos palabras en
“a”: “Alhucemas” y “Academia”; una resplandeciente placa de cien rayos, un fajín de
raso verde plisado, con un hermoso escudo que caía justamente sobre el estómago...; las
olorosas cajas de puros, atestadas de pipas y mecheros...; unas como antiguas jaboneras
de vidrio, en las que se apretujaba toda una multitud de diminutos objetos: botonaduras
en oro, en ámbar negro, en nácar y perlas, pasadores, gemelos, insignias de solapa...
-Gloria al Padre...
De refilón se me enseñó alguna pieza. Otras, luego de repetidos acechos, apenas
si las olisqueé. Pero jamás, jamás se me había permitido quitarle del todo el hojaldre al
pastel. Me consolaba pensando que llegaría un tiempo en que heredaría todo aquello.
-Gloria al Hijo...
¡Pero no así, Dios! La donación o el relevo no me los podía imaginar sino por
vía de sus manos cálidas, un tanto regateadoras y distantes para la caricia, si las
comparaba con las de mi madre, pero cálidas. Sí: ¡cálidas!, ¡cálidas!33
Es posible que este cuento, donde todo el pasado familiar, la afectividad y la
infancia se concentran en el motivo del armario, influyera en un cuento de Fernando
Quiñones que también se titula así y que es el mono-diálogo de una emigrante andaluza
en Alemania para la que el ropero de sus padres simboliza, del mismo modo, todo lo
que perdió: la tierra natal, la casa familiar, el tiempo de la infancia y de la juventud34
. El
final del cuento de Acquaroni no deja de ser sorprendente, sorprendentemente acorde
con la imprevisibilidad de la psicología infantil: después de los rezos Ama María cae en
la cuenta de que se han olvidado de recoger al hermano menor, Miguelín, que quedó
con una mujer en una casa junto a la playa. Van a buscarle y entonces:
33
“El armario”, en Antología del premio “Hucha de Oro”. Los mejores cuentos, Madrid, EMESA, 1969,
págs. 28. 34
Cfr. Fernando Quiñones: “El armario”, en Nos han dejado solos. Libro de los andaluces, Barcelona,
Planeta, 1980. Recogido luego en Con el viento sur, Madrid, Alianza, 1996.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
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De la mano de la Petra, Miguelín andaba por la vereda, hacia el fondo, junto a la
cerca de pitas que ponía barrera a los intentos de penetración del arenal costero. Mis
hermanas echaron a correr, los brazos abiertos, reestrenando otra vez sonrisas.
Yo permanecí bajo el emparrado, la mirada prendida en las abarcas, el rastrillo
de escarda y el azadón, objetos que, sin saber por qué, asocié con las cruces y medallas,
con el bicornio y el fajín de plisado raso verde que guardaba el armario de mi padre.
Se percibía el suave, rítmico, incansable batir del mar sobre la playa desierta35
.
Es de notar cómo al final del cuento recurre el procedimiento de la asociación de
motivos, tan caro a Acquaroni (lo hemos visto antes en “El hormiguero” y en “Como
agua”), y la disolución última de la emoción en el mar, en ese mismo mar que aparece
en “Como agua” y que de alguna manera se asocia, como en Juan Ramón Jiménez,
como en Rafael Alberti, no ya con la libertad sino con la vida y con la conciencia
existencial.
El gusto por estas imágenes simbólicas lo encontramos también en cuentos de
factura muy diferente. Así, por ejemplo, “Los mil y un vencejos”, cuento argumental de
hechura alegórica, termina igualmente con una última identificación del tonto del pue-
blo, el contador de vencejos, con un pájaro: “A retaguardia del gentío y a distancia, con
los brazos caídos y la cabeza ladeada y echada hacia atrás, el bobarrón sollipaba
convulso con un “suip-suip-suip” de verderón”.
IV. Una polémica abierta: límites ¿intrínsecos? entre cuento, novela corta y
novela
Desde el punto de vista literario hay una última cuestión sumamente interesante
que se puede plantear en relación con el quehacer cuentístico de Acquaroni. Esta cues-
tión se refiere a si, a priori, hay ideas predestinadas a fraguar en un determinado género
literario, o, lo que es lo mismo, si hay asuntos que necesariamente han de traducirse en
el formato de un cuento, una novela corta o una novela.
En este punto creo que la única opinión realmente informada es la de los propios
autores, especialmente cuando son a la vez buenos escritores tanto de cuentos como de
novelas. Algunos, como es el caso de Emilia Pardo Bazán en el siglo XIX, o de José
María Merino en la actualidad36
, dijeron y dicen que cuando se les ocurre una idea
saben de antemano si va para cuento o va para novela. Pardo Bazán37
especificaba que a
ella los cuentos se le ocurrían de golpe, como un chispazo, que los concebía de una
manera intuitiva y desde el principio básicamente completos, lo que le llevaba a
compararlos con el mecanismo creativo del poema. De aquí se deduce que el cuento es
arte de síntesis intuitiva, mientras que la novela es arte de análisis pausado. Lo mismo
35
“El armario”, ed. cit., págs. 31-32. Es el final del cuento. 36
Varias opiniones de este tipo pueden encontrarse recogidas en Escritores ante el espejo. Estudio de la
creatividad literaria, edición de Anthony Percival, Barcelona, Lumen, 1997. 37
Emilia Pardo Bazán: “Prólogo” a Cuentos de amor (Madrid, 1898), citado por Mariano Baquero
Goyanes en su estudio El cuento español del romanticismo al realismo, ed. cit., pág. 165.
Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
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se deduce de los consejos que da Horacio Quiroga en su atinado, pero también
humorístico, “Decálogo del perfecto cuentista” (1927). Esto ha llevado a algunos
críticos a concebir cuento y novela como dos universos de fronteras estancas.
Pero en el ámbito de la creación no hay nada matemático ni nada preestablecido,
por eso la creación sigue siendo, valga la redundancia, creativa, y la creatividad básica-
mente un misterio. Yo no digo que para algunos escritores novela y cuento sean ejerci-
cios diferentes, pero para otros la cosa no está nada clara. Así, Fernando Quiñones reco-
nocía que cuando se ponía a escribir un relato nunca sabía a qué iría éste finalmente a
parar: si al formato de cuento o al de novela38
. Esta confesión de Quiñones no es un
capricho, viene de su experiencia: Las mil noches de Hortensia Romero, novela
magnífica, surgió en principio como un cuento corto, “Legionaria”, y el mundo de la
entrañable prostituta quiñoniana, después de publicada la novela, tuvo su continuación
en otro cuento, “La libertad”, todos ellos estupendos, bien como cuentos, bien como
novelas.
Acquaroni no llegó a teorizar sobre los límites entre cuento y novela, pero su
quehacer demuestra lo mismo que el de Quiñones: la falta de fronteras categóricas entre
las especies narrativas. Así, esa pequeña joya que es “Azul cielo”, de 1951, mucho
tiempo después pasa a integrarse, sin violencia alguna, en el capítulo X de A la hora del
crepúsculo, que es una espléndida novela. Lo mismo sucede con el cuento “El
reventadero”, que se convirtió en el germen y primer capítulo de la novela Copa de
sombra. Y a Acquaroni también le sucedió al revés: una novela corta, El cuclillo de la
madrugada, al final se adelgazó en el cuento que conocemos con el título de “Derecho
de admisión”.
En fin, aunque esto pueda resultarle al lector un tanto irrelevante, a los filólogos
y críticos literarios nos apasiona, tal vez porque la creatividad de la crítica consiste en
gran medida en descubrir y definir parámetros de análisis. El caso de Acquaroni, como
el de Quiñones, ilustra, curiosamente, lo mismo que el Quijote, un texto que iba para
relato corto y paródico y que un buen día a Cervantes le creció hasta una dimensión que
ningún novelista hasta la fecha ha superado.
V. A modo de conclusión
Ya para terminar este análisis queda considerar un último aspecto. El nombre de
José Luis Acquaroni está hoy bastante olvidado. Si nos atenemos al cuento, vemos que
la razón estriba en el escaso reconocimiento que a este género se le otorga en España,
un país de buenos escritores pero de malos lectores y compradores de cuentos. Y si
consideramos que hay muchas antologías de relatos de esta época en las que no ha sido
incluido, ello se debe a que los antólogos suelen privilegiar en sus selecciones a los
autores que han publicado varios libros de cuentos, categoría en la que Acquaroni no
38
Cfr., por ejemplo, el epílogo de F. Quiñones a Nos han dejado solos, ed. cit., pág. 214.
En busca de la literatura de José Luis Acquaroni (1919-1983)
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entra porque sólo una de sus colecciones resulta accesible. Por otra parte, el olvido de
Acquaroni tiene que ver, en última instancia, con su condición de escritor ocasional y no
profesional, que escribía cuando el trabajo se lo permitía, normalmente los fines de
semana, y cuya producción, en consecuencia, no es muy copiosa. Esto le perjudica en
un mundo donde la literatura va siendo cada vez más un fenómeno mercantil: un
mercado que el escritor debe cuidar personalmente procurando estar presente en los
“mass media” a todas horas. Tales limitaciones no impidieron que llegase a alcanzar
cotas elevadas de calidad literaria y que obtuviese premios muy destacados por sus
cuentos primero y por sus novelas después, pero en honor a la verdad hay que reco-
nocer, fuera ya de la perspectiva puramente cuantitativa y comercial, que el mundo de
las letras es un mundo difícil, de alta competición, donde lo bueno está reñido con lo
mejor. Acquaroni tiene cuentos magníficos, auténticas obras maestras, pero no tantos ni
tan variados como otros escritores del medio siglo a quienes tampoco suele conocer el
lector medio, pero que en cambio sí tienen el honor de pasar a más antologías e interesar
algo más a la crítica, por lo menos a la crítica especializada en el cuento (que
lamentablemente es un sector muy minoritario). A todos los escritores, buenos y malos,
de cualquier ideología, les amenaza el olvido, pero más aún a los no profesionales,
sobre todo cuando ya se han muerto.
Ahora bien, no quiero terminar con este toque tan pesimista y escéptico. Lo que
consiguió Acquaroni no fue ni mucho menos poco. Todo lo contrario. Escribió cuentos
magníficos, y en ello está la compensación intrínseca de la escritura, y fue reconocido y
premiado por ellos: por eso son literatura, porque cumplieron su ciclo comunicativo y
tuvieron lectores. Ahora bien, el que su nombre siga siendo recordado depende de que
sus textos se reediten para que puedan leerse, y se estudien a nivel crítico para que
conserven y aumenten su prestigio. En última instancia la historia de la literatura es
siempre impredecible, y la última palabra la tienen siempre los últimos lectores. Hoy
por hoy esos lectores somos nosotros.