GUIA CURSO TALLER DE LITERATURA

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Guia y seguimiento como apoyo literario para taller

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Guia de ayuda para el

IMPARTIDO POR:DR. PEDRO ALFONSO GONZÁLEZ OJEDA

FORMACIÓN GRÁFICA:D. G. MARTHA MARÍA GONZÁLEZ RAMIREZ

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ÍNDICE

1.- PREAMBULO

2.- LA OBLIGACION DE LEER

3.- JEAN PAUL SARTRE

4.- GUSTOS QUE ACERCAN GENERACIONES

5.- ¿QUÉ BENEFICIO OBTENGO LEYENDO?

6- LOS HIJOS LECTORES

7- ESCRIBIR POR ENTREGAS

8- EL CUENTO GANA POR KNOCKOUT

9- EL CORAZON DELATOR

10- SIEMPRE RONDA UN FANTASMA JUNTO AL ESCRITOR

11- EL COLLAR

12- GEORGE ORWELL

13- EL NARRADOR

14- LA OPORTUNIDAD DE OBSERVAR

15- EL CANARIO

16- CARACTERÍSTICAS DEL CUENTO CORTO

17- COMO PUBLICAR UN LIBRO

18- EJERCICIOS PARA SOLTAR LA PLUMA

19- LECTURAS RECOMENDADAS

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PREÁMBULO

Mantener viva la ilusión muy válida de escribir un libro, des-pués de haber leído algunos o uno quizá, se traduce como el deseo de cruzar un amplio río y de llegar a la otra orilla, ahí donde nos aguarda el triunfo o el fracaso.

Ningún ser humano adolece de las herramientas propias para cruzar lo desconocido literariamente hablando. Ni la ceguera, ni la sordera o la limitación funcional es motivo para dejar de lado la fascinación por la escritura o la lectura.

Ser escritor comienza en el primitivismo del ser. Los niños bus-can las paredes para expresarse, los reaccionarios también y los grafiteros llenan de arte las calles, hasta el hombre más bajo en la escala social, puede dejar un poema en la puerta de un baño, que puede ser una grandiosidad filosófica o un ver-so coprolálico, indecente e inmundo, pero se manifestó con la escritura. Para algunos viejos lectores esos versos de pared o urbanos, son motivo de risa y colección. Para otro nivel social son deleznables pero están ahí, golpeando la mirada de quien se atreva a ponerla encima.

La idea del escritor puede desde tiempo inmemorial haber re-voloteado en su cabeza como enjambre de moscos, puede ha-berse enfrentado a un estilo mal depurado, incluso arrebatarle infinidad de veces a la máquina de escribir la hoja de papel en blanco y su ficción no aflore porque el momento no es el apro-piado, porque sus musas, cuando las hay, no han hecho acto de presencia. La confrontación con la página en blanco, ya del computador, ya la hoja física o la mente, son retos salvables. Todos los escritores, desde Cervantes, inventor de la novela, hasta José Saramago, por mencionar dos extremos, tuvieron

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pleitos reconciliables con la hoja inmaculada. El cerebro suele mantener una seria discusión con nuestros dedos que no ter-mina hasta que estos agilizan la salida de las ideas, los temas redundantes y las aspiraciones literarias afloran.

La edad es muy importante. Los Genios, han escrito grandes cosas desde que fueron aprendiendo el alfabeto, nosotros, co-munes mortales cruzamos por etapas paulatinamente. Yo co-mencé a los tres años sin ser genio definitivamente, pasando cartas por debajo de la puerta a una prima hermosa que visi-taba la casa cada verano, pero era veinte años mayor que yo, sin embargo, ya le hacía propuestas matrimoniales muy serias. Debió hacerme caso, bastaba con esperarme un poco.

Hoy, que damos este paso para consolidarnos formalmente en la escritura, debemos desatar los demonios que fluyen por las arterias para que conduzcan la carga neuronal que todos llevamos dentro. Si están aquí, es para eso y comenzaremos con un ejercicio importantísimo, nos enfrentaremos a la hoja en blanco, véanla como aliada, no como enemiga.

Procuraremos contar una historia a partir de una imagen, lee-remos nuestro trabajo dejando que en el camino del proceso, se nos vayan dando las herramientas para formalizar las re-glas fundamentales de la escritura que siempre son necesa-rias para que cuando alguien se atreva a publicarnos algo, de pasada la persona corrector de estilo, no sufra lo indecible por traducir sin ofendernos, los “horrores” gramaticales.

Un taller de escritura creativa contraerá por fuerza acuerdos y desacuerdos. Leeremos trabajos de escritores importantes, de otros no tanto, con la finalidad de conocer las bases fundamen-tales de toda obra. Recuerden que como decía Julio Cortá-zar, escritor argentino, la narrativa es como el boxeo, el cuento gana por knockout y la novela por puntos.

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LA OBLIGACION DE LEER

Una joven tallerista expresó que estaba ahí por sugerencia psi-quiátrica ya que durante su infancia y adolescencia, sus padres la habían obligado a leer cada semana un libro y para terminar de perjudicarla, la hacían hacer un resumen so pena de no ir a sus fiestas de fin de semana. Horrorizada por asistir a nuestro taller, la psiquiatra le puso como terapia fóbica acudir y afron-tar una experiencia que podría salvarle de males peores. La chica, se presentó ante el resto de los compañeros y de este servidor, auto nombrándose como “Letra Muerta”, incluso así lo escribió en su gafete de identificación. Supimos al final del taller que tenía el hermoso nombre de Sofía. Todos respeta-mos su seudónimo y entre más pasaban los días del curso, era tal su afabilidad para con todos que la fobia hacia la lectura y el afloramiento de un estilo depurado de su escritura, nos dejó convencidos de que, luchar contra esas atávicas impo-siciones patriarcales o matriarcales son cosa de niños, basta

enderezar la brújula y acceder a leer por gusto, por simpatía por empatía incluso con el escritor o la escritora. Las mujeres tienen en definitiva un magnetismo muy especial para enganchar a los lectores. Tienden redes que atrapan con un discurso sutil nuestras almas.

Por eso, leerles cuentos a los niños ha sido des-de siempre la llave para abrir todo un universo de imaginarios. Los cuentos no son para dormir, ellos se meten en el territorio de la imaginación, recrean en sus mentes lo que oyen del cuento y en el momento de cerrar sus ojos es por que cabalgan ya en la trama del mismo y se ponen el disfraz del personaje que más les atrae, se

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duermen fantasiosamente, por eso nos piden repetir noche tras noche el mismo cuento, porque nunca oyen el final. El día que eso ocurre, que se mantienen despiertos para oír la con-clusión, es porque ya están en edad de soñar por su cuenta.

Los cuentos de mi infancia fueron Simbad el Marino, Julio Ver-ne, Salgari. No se diga los que contaba mamá los viernes en la noche, llenos de aventuras de caballería, pasajes del Quijote, de esos donde urge que llegue el sueño, para ellos, salir de casa a sus fiestas o bailes. “Duérmete preguntón”

Debemos darle oportunidad a nuestra reacia forma de esquivar la lectura, que nos llene. Buscar obras sencillas, buenas tra-ducciones de los clásicos. No es tanto llenar un acervo cultural, es simplemente viajar con el autor a donde llevó a sus perso-najes. La invitación está desde la primera página. La Trinidad literaria, de la que hablaremos posteriormente.

En la adolescencia muchos caemos en la tentación de volver-nos lectores porque la persona que nos gusta, lee y se abstrae en ello. Eso motiva, le tenemos que parecer interesantes, cul-tos, avispados, es una intelectual, ellas no se fijan en cualquie-ra. Mañana, quizá nos vea en la biblioteca, ahí, casualmente, frente al escritorio que usa siempre. Nosotros estaremos me-tidos en las páginas, con un ojo al gato…espiando por encima del libro sus actitudes. Por fortuna la curiosidad existe sin re-medio, la persona vendrá a “ver” que leemos, por eso, mucho cuidado con fingir. La desilusión es instantánea. Lean, métan-se a fondo, incluso, ignoren su primera pregunta: ¿Qué lees?

¾ ”Estoy tan absorto en esta lectura, que no te escuché, discúl-pame”¾ Ahí nace la amistad, se consolida con el interés por la literatura y se establece el amor, sitio metafísico donde surgirá el poema, la narrativa, el estilo epistolar, que hoy es por men-sajería o chat, pero por favor, no escriban cajón con “g”.

Se han hecho estudios de que los libros atraen por la portada. Esto varía infinitamente. El lector contumaz, prefiere la rústica, porque es más económico el texto, otros son atraídos por los diseños de las portadas o cubiertas de los libros, que ese es el nombre correcto. Se paran en los estantes repletos de obras y toman uno aquí, otro allá y leen las sinopsis, leen las sola-

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pas, las contracubiertas, hay quienes por ser conocedores, se meten a “las actas de nacimiento del texto”. Los datos de la editorial, las ediciones previas, los años, incluso hay quienes anotan los registros ISBN porque de esta forma pueden rentar-los en alguna biblioteca o incluso comprarlos a mejor precio en librerías de viejo.

El efecto portada es como la atracción humana mientras no exista impedimento para ello, pero de la vista nace el amor. In-cluso hay libros que “huelen”, diseñados así para quien conoce el Braille. Los libros para especialistas, para gente bien posi-cionada económicamente que tal o cual libro se verían bonitos en sus bibliotecas, aunque jamás hayan leído alguno.

En mi experiencia, hay que leer todo lo que venga de escritores inteligentes, de aquellos que amen la lectura y trasmitan sus viajes alfabéticos compartiendo mundos, reales o ficciones sin egoísmos.

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JEAN PAUL SARTRE

Filósofo, se le dice padre del existencialismo, pareja de Simo-ne de Beauvoir, francesa comprometida con la liberación feme-nina, tenía una expresión que en su tiempo cayó catapultada por experiencias poco ortodoxas para la época, los años 60´s. Jean decía a sus pupilos, que el escritor, “debe violar lo oscu-ro”, al principio, esta expresión dejó a sus alumnos boquiabier-tos, sin embargo él continuó su disertación diciendo: “El deseo de leer, es el deseo de violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto” Pero ¿por qué se tiene ese deseo?, preguntaron sus oyentes y el Filósofo contestó al tiempo que subía a la tarima de su aula de Condorset: Porque no somos seres la-cios, tenues en nuestras preguntas, inofensivos en nuestras respuestas. El mundo nos perturba, nuestra condición de seres mortales nos hace rebelarnos. La vida, es demasiado estrecha para nuestros deseos. El deseo de seguir nuestro camino está acotado por las circunstancias. Otros escritores han dicho que leemos por que algo está ausente en nuestra existencia, así mismo, escribimos porque nos falta algo.

En la escritura como en todos los ámbitos de la vida, nos mo-tiva la insatisfacción, eso que ronda nuestra cabeza y que no hemos resuelto: Los detalles de un arreglo floral que irá a parar a manos de la amada, el telegrama luctuoso donde no atina-mos a colocar las palabras correctas para evitar más dolor a quien lo recibe, la actitud que tomaremos cuando nuestros pa-dres pidan la mano de nuestra novia, la disposición de la chica casadera cuando lleguen los futuros suegros y la impresión que tendrán los consuegros. Todo ese laberinto, es motivo de creación en la escritura. Más adelante hablaremos, de los que han escrito diarios de su vida, normalmente redactados en pri-mera persona del singular, son esos, deseos insatisfechos por

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darle un interlocutor a nuestras vidas, es como los niños, que ponen música de fondo cuando juegan.

Mario Vargas Llosa decía […] En este sentido, la buena litera-tura es siempre ¾aunque no lo pretenda ni lo advierta el escri-tor, sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe.

Una buena lectura nos invita a remedar lo que un buen autor nos narra, igual pasa con la escritura, ese alter ego, nos con-mina a describir lo que no nos satisface, por eso estos talleres van con especial dedicatoria a los jóvenes.

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GUSTOS QUE ACERCAN GENERACIONES

El padre conduce el auto, es temprano, casi las siete, lleva a su adolescente de 15 años a clase a su preparatoria. El chico, no acepta nunca ponerse el cinturón de seguridad. El tráfico

es lento y en la radio, se escucha apenas Let ´it be, con los Beatles, por supuesto. Ambos, padre e hijo estiran la mano para subir el volumen y sin meditarlo cantan la rola casi a gritos. Mamá y un hijo más pequeño, van en los asientos de atrás, abren desmesuradamente los ojos al oír cantar al “dueto” de adelante en compa-ñía del cuarteto Liverpool. En dos oca-siones se ven uno al otro mostrando una sonrisa sin parar de cantar hasta que la canción termina, entonces el chico baja el volumen y vuelve a su celular para continuar el chat que dejó pendiente. Papá mira por retrovisor a mamá, quien le guiña un ojo, el pequeño, también cha-tea con su móvil.

¿Tú por qué te sabes esa rola papá, si es música de nuestra época?

Pues porque soy de su época hijo, es como la música de Beethoven, es de todas las épocas, de todos los tiempos, todo mundo desde hace tres siglos tararea el himno a la alegría. Y el hombre comienza a canturriar la novena de Beethoven lo suficientemente desafinado como para que la esposa se tape los oídos, el pequeño tape los suyos con los audífonos y el adolescente haga un ademán con su mano izquierda diciendo

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basta y vuelve al chat.

Este es un ejemplo de acercamiento generacional por una clá-sico del Rock, que este conjunto Inglés caído ya al mundo de los clásicos con todo y su música, atrae vidas, conjunta sue-ños, renace amores, pero lo mas importante es que da pie a escribir historias. “Déjalo ser” dice la canción y muy pocos se han dado cuenta de que es en realidad una oración de espe-ranza, de unión.

Pero ¿qué pasó con la historia de los hijos que esa mañana van a sus clases y los padres al trabajo? tal vez pregunte algu-no de ustedes que no gusta de historias inconclusas y cursis. Pues aquí viene un ejercicio que es realmente a donde quiero llevarlos. El sistemático y tedioso fin del cuento, de un texto que como las películas, tiene que terminar. La literatura puede hacernos viajar a donde sea, pero ese periplo, llegará a su fin.

Es el momento de sacar la hoja en blanco y concluir la historia en dos cuartillas o si alguien lo prefiere dejarla así, está bien, pero esto es un taller de creatividad donde no hay obligacio-nes, solo satisfacciones. Adelante.

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¿QUE BENEFICIO OBTENGO LEYENDO?

Hace años, cuando hice algún taller como este, no era nuestro currículo como lectores, un rubro importante cuando se iba a pedir trabajo. Ninguna psicóloga me cuestionó cuándo había empezado mi relación con los libros, si los robaba en librerías, si los pedía prestados o si en algún momento los subrayaba o les ponía algún símbolo. Tampoco me pedían enumerar lo que había leído hasta ese momento. No, eso no se usaba como ahora donde hasta un candidato es cuestionado de su acervo cultural. Todos sabemos la historia.

Los libros pueden encender hogueras, lo han hecho, tanto den-tro de la literatura misma, como cuando el cura y el bachiller culparon a los libros de caballería de Don Alonso Quijano por considerarlos culpables de su locura. En la vida real, hay una escena tristemente célebre cuando un jerarca de la iglesia ca-tólica quema los reveladores textos de quien consideraba “ene-

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migo de la trinidad” y qué me dicen de Adolfo Hitler, enviando a la hoguera los textos del socialismo marxista y después a los autores Judíos y otra gente a los campos genocidas. Por eso, los libros, pueden ser incendiarios, sus páginas pueden estar plagadas de verdades que a no toda la gente le convence y terminan en el fuego.

Esa es la fuerza del autor, el genio de su intelecto, las capa-cidades de remover estructuras, conciencias y creencias, es la implosión intelectual que se vuelve estallido social. Las pa-labras, unidas coherentemente, son gasolina, el lector es la estopa, el resto lo saben de memoria.

Hay una novela ficción: Farenheit 451 de Ray Bradbury que narra una futura sociedad donde los libros están proscritos. Hipotético escenario donde los gobiernos controlan el pensa-miento de los habitantes. Tener en casa libros escondidos es un delito, solo pagado con la pena de muerte. La gente que ha huido al bosque, tiende un lazo entre lo escrito por los clá-sicos y los habitantes, leyendo y memorizando los textos para por trasmisión verbal de padres a hijos, mantener la literatura vigente. Se transportan los párrafos completos de obras como La Guerra y la paz, Tom Sawyer, Ana Karenina. El hilo conduc-tor de cada obra nace de los ancianos que memorizaron toda la obra literaria importante de la antigüedad. La obra recibe su título Farenheit 451, porque es la temperatura a la que arde el papel.

En una ocasión, el mayor de mis hijos me dijo muy molesto, cuando caminábamos a la escuela y él cargaba la pesada mo-chila que se usa hoy en día y que ha provocado más desvia-ciones de columna vertebral de que se tenga memoria. Me dijo:

¿Para qué sirven los libros, son un engorro, eh, papá?

Tal vez, si esa pregunta me la hace en cualquier otro momento, sentados a la mesa o jugando Turista o pateando un balón, la respuesta hubiese tenido una connotación diferente, pero al verlo cargar ese gran bulto a sus espaldas, con siete años de edad apenas y sofocado por la lucha de llevar casi toda su biblioteca encima, le contesté sin vacilaciones:

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¿Quieres que los saquemos de tu mochila, los quemamos y nos divertimos un poco?

Desmesuró sus ojitos de niño inocente, miró al piso y de hito en hito me volteaba a ver y me dijo:

Estás completamente loco papá. Te meterían a la cárcel y a mi por dejarte hacerlo, ¿que le diríamos a mamá?

Hoy, recuerda la anécdota y su fundamento filosófico, así como el barniz metafórico que tuvo mi respuesta. Aun me siento or-gulloso de haber contestado así, se notaba que no iba a ser un mal lector.

Con esto se demuestra el fin incontrovertible del libro, su valor, su injerencia en la vida de todos los seres humanos, la necesi-dad de tenerlos, de apreciarlos y sin compromiso ni obligación, algún día abrirlos para meterse en sus páginas y engancharse de tal manera en la lectura, que se conviertan en los mejo-res amigos de la soledad, de la discusión, del entretenimiento, buenos para pensar, para viajar con ellos o en ellos y para cul-tivar nuestra cultura, que buena falta nos anda haciendo, sobre todo si queremos llegar a ser presidentes de este país.

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LOS HIJOS LECTORES

Mi cantaleta preferida, es:”Padres lectores, hijos lectores”. No hay manera de esquivar esa actitud. Los descendientes apren-den con el ejemplo. Por desgracia hay otras cosas que las aprenden viéndonos, como mentir, beber, fumar etc. Pero la lectura de los padres lleva implícita la importancia que tiene para la vida el objeto libro.

En otra sección comenté, que leer cuentos a los niños, da inicio a que ellos empiecen el uso de la imaginación como preám-bulo al sueño. Ellos al oír nuestras historias o cuentos quedan inmersos en las profundidades de los mismos y se adueñan y se vuelven parte de las heroicidades ahí contadas y se sueñan como los protagonistas del relato que hace papá o mamá. Sus mentes infantiles tienen un umbral corto para inducir el sueño por lo que suelen quedarse dormidos con una sonrisa y los sueños se hacen presentes a partir de nuestras palabras, por eso piden el mismo cuento días y días, porque nunca escuchan el final, hasta que van creciendo intelectualmente, aunque hay precoces que no solo lo escuchan completo y piden uno más. Esos chicos, suelen ser los escritores del futuro.

Leer por imposición escolar es poco redituable, por desgracia los programas de estudio no contemplan la libertad que tiene el niño o el joven para escoger la lectura que más le guste. Algu-nos maestros disienten de esta premisa argumentando que no siempre el alumno puede decidir que debe leer, pero está visto que la lectura interesada nace con el gancho que el escritor ponga en su primer párrafo o incluso en la primera línea del texto. La lectura es como la pesca, dependerá de la carnada para que el pez pique.

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Recuerdo que mi señora madre, leía afanosamente, le llegué a contar dos libros por semana. Me enviaba a mi, a mis siete años, a rentar libros a una biblioteca que se situaba junto a la iglesia del espíritu Santo, en la Ciudad de San Luis Potosí. Me daba una lista de títulos, un peso para ida y vuelta en el camión y el pago de la renta de los dos libros que leería esa sema-na. A esa edad y a hurtadillas leí Madame Bovary de Gustav Flaubert mientras duraba el viaje de regreso y una semana después cuando iba a devolverlo. Muchas veces seguía los re-latos acostado en su cama, mientras ella hacía la comida, con la tarea escolar pendiente, lógico, y el temor constante de ser sorprendido con lecturas que no eran para mi corta edad. Pero adoraba leer así. Le insistía muchas veces que volviera a ren-tar El Conde de Montecristo, La Ciudadela, Médico de Cuerpos y Almas. En cierta ocasión, no pudiendo concluir El Baúl de los Cadáveres de Álvaro de Laiglesia, recuerdo que me fui a la plaza de armas y ahí, desde las seis de la tarde hasta las 9 de la noche me senté a una banca y lo terminé, era un libraco de proporciones descomunales, casi setecientas páginas de risa continua. En casa me buscaban por todos lados, mis padres ya me daban por perdido, hasta que alguien dijo que estaba echado en el pasto de la plaza, leyendo a pierna suelta el libro que debí regresar a la biblioteca esa tarde. No platico las con-secuencias por no venir al caso, pero valió la pena el castigo.

Esa rebeldía por leer debe de seguirlos a todos ustedes. No escatimen deseos de leer lo permitido, lo prohibido, lo escan-daloso, lo incitante, lo que revuelque nuestra inteligencia hasta decir basta. Decía uno de mis maestros de taller literario: “Lo único que no permito es que lean la revista Selecciones y se atrevan a decirlo”. Con el paso del tiempo me di cuenta de sus razones. Es literatura muy mala, mal traducida, con tendencias capitalistas.

A propósito de capitalismo, les aconsejo el libro de Dorfman y Mattelart, Para Leer al Pato Donald. No debe faltar en sus bibliotecas.

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ESCRIBIR POR ENTREGAS

A mediados del siglo XIX, cuando los diarios comenzaron a funcionar en las grandes y medianas ciudades como parte im-portante de la comunicación, los personajes que iniciaron las ediciones, muchas veces comprometidos con la impresión y darle al periódico su personalidad, eran por así decirlo hom-bres orquesta. Con el tiempo y el éxito, muchos de esos diarios se convirtieron en emporios económicos muy bien cotizados, para entonces de uno o dos trabajadores, se sumaron más de dos mil. Ahí iban precisamente los escritores a ofrecer su talento. No ha habido escritor que no haya trabajado primero en algún periódico, ya como editorialista o como reportero o bien como escritor formal que enviaba por entregas cotidia-nas, semanales o mensuales su trabajo. Dickens, Alan Poe, García Márquez, Carlos Fuentes, Monsiváis etc, participaron activamente como colaboradores o empleados de periódicos. La fama a la que llegaron fue obra de su tenacidad y del efecto que imprimían a sus textos para dejar al lector enganchado en sus relatos.

La costumbre no se ha perdido, las páginas de todos los dia-rios del mundo tienen a alguien cuya obra literaria pone en vilo a los lectores asiduos. El efecto Scherezada permanece vigen-te entre los creadores, han soltado el anzuelo con una carnada apetecible y la pesca se vuelve un boom. La gente se arreba-taba de los estanquillos el periódico con tal de leer el siguiente capítulo de El Viejo y el Mar de Hemingway, o Corazón, Diario de un niño, aparecido en el Universal de México durante años.

La escritura por entregas tiene la gran ventaja de darle al autor dos posibilidades, una que al terminar una novela, la entregue al periódico para que a discreción del director se publique en

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una sección especial y vayan saliendo los capítulos según el espacio otorgado al escritor, que de ser buena y crear entu-siasmo en la gente, el espacio se ampliaba hasta una plana completa, como sucedía con las obras de Agatha Christie. La otra opción era escribir diariamente un capítulo hasta llegar al final de la historia, muchas veces esa segunda manera, tenía el riesgo de aumentar sin sentido, escenas que no venían al caso, con tal de mantener la venta de los ejemplares del diario, lo que producía en los lectores incomodidad e incluso violencia física hacia el escritor y no faltaban las pedradas a los vidrios del edificio con los daños adjuntos.

Otras historias probablemente eran obra de algún periodista con dotes de escritor que por salvar el trabajo, leía obras anti-guas y solo se dedicaba a traducirlas, plagiando al verdadero autor quien ya fallecido, no tenía forma de demandar al perió-dico, pero incluso Julio Verne, escribió por entregas y muchas veces su obra fue plagiada por diarios menores en lugares apartados de Francia.

El efecto Scherezada es por tanto la consecución de este tipo de escritura. Hagan la prueba, a diario escriban un cuento que se pueda prolongar por tres o cuatro meses y tendrán una no-vela al final del camino, lista para publicarse, hacerse famosos y dejar la motocicleta por un auto BMW. Por desgracia, no es el caso, pero un poco de ilusión o soñar despiertos no nos hace daño.

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EL CUENTO GANA POR KNOCKOUT

Julio Cortázar, escritor argentino, expre-só con justeza, que en términos boxísti-cos el cuento debe ganar por knockout y la novela por puntos. El cuento debe ser contundente, debe tener los que decía Alan Poe: “Unidad de efecto, el poder del texto” Son cuentos de los que no puedes dejarlos desde el principio y tal vez no sean cuentos cortos, pero el lector queda prendado de él hasta el fin, es como una película de misterio donde la víctima o el victimario son tan magnéticos en su de-sarrollo, que difícilmente vamos por pa-lomitas o al baño cuando se está en una sala cinematográfica.

Muchos escritores de cuento breve o corto, el mismo Cortázar puso de ejem-plo “El Corazón Delator” de Edgard Alan

Poe, como el vivo cuento que te detiene de cuello y que va la trama siendo tan misteriosa que no te deja soltarlo. En varios textos que he leído de escritores importantes que le dicen al lector cómo escribir cuentos, éste de Poe, es un emblema al que estamos obligados a transcribir tal cual, para que vean ustedes, qué es un cuento con unidad de efecto y que golpea por knockout.

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EL CORAZÓN DELATOR

Edgar Alan Poe

¡Es verdad!, Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui; pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos, ni embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; He escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención!, Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo

referirles toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar por una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, si, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mi su mirada, se me helaba la sangre de las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me

molestaba.

¡He aquí el quid! Ustedes me creen loco; pero advertí que los locos no razonan. Pero si hubieran podido verme. Debieran haber visto cuán sabiamente procedí… ¡Con qué tacto y previsión…con qué previsión…con qué disimulo llevé a cabo mi empresa! Nunca fui más bondadoso con el viejo durante toda la semana que precedió

al asesinato.

Y cada noche, a eso de las doce, giraba el picaporte de la puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una abertura del tamaño suficiente para mi cabeza, introducía una linterna sorda, cerrada, totalmente cerrada, sin permitir que brilla-

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ra un solo rayo de luz; y entonces metía la cabeza. Oh, ¡ustedes se habrían reído al ver cuán hábilmente metía la cabeza! La movía len-tamente…muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomaba una hora meter la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo sobre su lecho. ¡Ah! ¿Un loco abría sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando mi cabeza estaba dentro, abría la lin-terna cuidadosamente, ¡oh, tan cuidadosamente, porque los goz-nes crujían! Abría la linterna con cuidado, lo suficiente para que un rayo imperceptible de luz, cayera sobre el ojo del buitre. Hice esto, durante siete largas noches…cada noche a las doce en punto, pero siempre encontré el ojo cerrado y eso me hacía imposible rea-lizar mi propósito, pues no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo maldito. Todas las mañanas cuando amanecía entraba resuelto en su cuarto y le hablaba descaradamente, llamándole por su nombre en tono cariñoso, y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que él debía ser un viejo muy sagaz para sospechar

que, cada noche, a las doce, yo lo espiaba mientras dormía.

Sobre la octava noche, fui mas precavido que nunca al abrir la puer-ta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Nunca, antes de esa noche había sentido el alcance de mis facultades…de mi sagacidad. Apenas podía reprimir mi emoción

de triunfo.

¡Pensar que estaba yo ahí, abriendo la puerta, poco a poco, y él ni siquiera podía soñar mis intenciones o mis pensamientos más ocul-tos! Me reí entre dientes ante esa idea y quizá el me oyó, porque se movió repentinamente sobre el lecho, como si se sorprendiera. Ustedes creerán quizá que retrocedí…pero no. Su cuarto estaba tan negro como un pez, sumido en la oscuridad porque las contra-ventanas estaban afianzadas mediante cerrojo, por el temor a los ladrones y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más…suavemente para no hacer rechi-

nar los postigos.

Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el

viejo se incorporó en su lecho exclamando:}

¿Quién anda ahí?

Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me

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mantuve como petrificado, en todo ese tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho no-

ches enteras.

Pero he aquí de repente oigo una especie de queja débil, y que reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del

fondo de un alma poseída por el espanto.

Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, au-mentando con su eco terrible el temor que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se movió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persua-dirse de que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: “Eso no será mas que el viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta” El hombre se esforzó por confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; “era inútil” porque la Muerte, se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la influencia fú-nebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no

distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.

Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, decidí entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamen-te, que mas no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de

buitre.

Estaba abierto, muy abierto, yo no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opa-co, y cubierto con una especia de velo hediondo que heló mi san-gre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de

luz, como por instinto hacia el maldito ojo.

¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un rui-do sordo ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj

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envuelto en algodón, hirió mis oídos; “aquel rumor”, lo reconocí al punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera,

así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.

Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiem-po, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitada-

mente y con más ruido.

El temor del anciano “debía” ser indecible, pues aquel lati-do se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror

indecible.

Por espacio de algunos minutos me contuve aún, perma-neciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobre-cogió una nueva angustia: ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí brusca-mente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pa-

red.

Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, le-vanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón , y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir

y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.

Si persistís en tomarme por loco, esa creencia se desvane-cerá cuando os diga qué precauciones adopté para ocultar el cadá-ver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las pier-

nas.

En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colo-car las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo huma-no, ni aún el “suyo” hubiera podido descubrir nada en particular. No

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era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que precedía. Un barreno lo había absorbido todo ¡Ja, ja!

Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madru-gada, aún estaba tan oscuro como a media noche. Cuando el re-loj señaló la hora, llamaron a la puerta de la calle, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer “ya”? Tres hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche; eso bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de la policía, y

los señores oficiales se presentaron para reconocer el local.

Yo sonreí porque nada debía temer, y recibiendo cortés-mente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y condu-je a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en “su” habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la vícti-

ma.

Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales yo estaba muy tranquilo, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sen-tí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronun-ció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tre-gua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin

descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.

Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era “un rumor sordo, aho-gado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón”. Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. En-tonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido au-

mentaba sin cesar.

Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades,

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en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué “no” querían irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada…Y los oficiales seguían hablando, bromeaban, sonreían. ¿Seria posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo “sabían” todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar mas tiempo a aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era pre-ciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez mas alto,

“siempre más alto”

¡Miserables! Exclamé. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso

corazón!

FIN

Título original: The Tell-Tale Heart 1843

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SIEMPRE RONDA UN FANTASMA JUNTO AL ESCRITOR

En todos los talleres literarios, desde los más clásicos a los liberales de los años sesenta, donde se valía de todo, los escri-tores y las escritoras solían imbuirse en los textos clásicos. La gran mayoría de aquellos como los que hoy hacen su carrera en Filosofía y Letras o solamente Letras, tienen como concep-ción la literatura clásica, la griega. Conocen al dedillo los que surgieron en el renacimiento, hay permanente contacto con la obra decimonónica y suelen aprobar obligatoriamente materias que analizan el boom latinoamericano, así como la continui-dad de esos escritores hasta el fin de los días de muchos de ellos, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Cortázar, Rosario Castellanos etc. No eludo mencionar a otras muchas escritoras que por fortuna viven aún al momento de escribir esta breve guía para el tallerista.

Todos sin excepción, han tenido la presencia fantasmal del relato inherente al suceso. La cuerda floja del cuento, donde caer es en definitiva mortal. El cuento debe tener la trinidad por fuerza, de la que hablamos hace unos capítulos: El cuento o la novela, el autor y el lector. Todos son una misma persona en tres figuras distintas.

Para ninguno es extraña la experiencia de levantarse en las madrugadas porque llega una idea en pleno viaje onírico que debe ser registrada en papel o en el ordenador. El fantasma está ahí, cuchicheándonos al oído por donde seguir el camino del relato. Todos los escritores de la historia, los buenísimos, los malísimos y los intermedios, que por fortuna son más, bus-can el refugio de la soledad del lugar más delicioso de la casa para darse a la tarea creativa. Muchos hay, que no tienen esa suerte y es entonces la cocina la sala de creación tanto culina-ria como literaria. Pero el común denominador que detona el

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cuento, es sin duda el fantasma impaciente que nos lleva a la silla y al papel o al computador.

El café o el té humeantes, son recurso forzoso para atraer el buen olfato del fantasma que no siempre es cariñoso y perci-be nuestros anhelos, a veces es cruel y se llama autocrítica y después de haber pasado tres horas escribiendo, nos delata errores garrafales, que nos cambian el talante y nos regresan a la cama con un dejo importante de frustración, pero que tal que al siguiente medio día, brilla por ahí, en alguna parte, en la fila del banco, en la central de autobuses, o camino al tra-bajo, esa escena que no brotó en la madrugada y que en ese instante llega como el primer relámpago del verano, seguido del estruendo que crispa la mente y nos obliga a escribirlo en ese instante so pena de perderlo. El fantasma sonríe y nos deja aclarar la mente y sin sentirlo físicamente, nos da unas palmaditas en el hombro como diciendo: “Ya viste, si no eres tan tonto, nomas pareces”.

En la misma forma que un escritor se asocia de una fantasma para darse ideas, de igual manera un buen escritor que tiene mas de un siglo de muerto, persiste rondándonos el intelecto, con su herencia literaria, que probablemente él nunca pensó la trascendencias de sus ideas. Como le hizo Guy de Maupas-sant, cuáles fueron las razones de escribir mas de trescientos cuentos y mandarlos al universo literario y hoy, cintilan aún en los estantes de todas las librerías del mundo. Por ejemplo, dato obligado en talleres así, es transcribir uno de sus cuentos que no tienen dejo de actualidad, de veracidad. Tocan la cuerda floja del relato sin caerse y le dan al lector motivos de reflexión sutilmente aflorados. En el sufrimiento de la protagonista, la debacle económica de su pareja y la insustancial benefactora amiga de la misma. Leamos este cuento, obligado tema de motivación tallerista.

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EL COLLARGuy de Maupassant

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse

con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del

pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicade-zas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna

otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada desperta-ba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso ca-lor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y

agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.

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Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa re-donda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pen-saba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplan-decientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravi-llosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha

o un alón de faisán.

No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser

envidiada, ser atractiva y asediada!

Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.

Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.

-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.

Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:

“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la se-ñora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de

enero en el hotel del Ministerio.”

En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:

-¿Qué haré yo con eso?

-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfac-ción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo

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oficial.

Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:

-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?

No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:

-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...

Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para ro-

dar por sus mejillas.

El hombre murmuró:

-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?

Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas me-

jillas:

-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa

que yo.

Él estaba desolado, y dijo:

-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pu-diera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?

Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asi-mismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa ro-

tunda y una exclamación de asombro del empleadillo.

Respondió, al fin, titubeando:

-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.

El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la lla-

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nura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alon-dras los domingos.

Dijo, no obstante:

-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.

El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, in-quieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su

esposo le dijo una noche:

-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.

Y ella respondió:

-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que poner-me. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría

más no ir a ese baile.

-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegan-te, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o

tres rosas magníficas.

Ella no quería convencerse.

-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.

Pero su marido exclamó:

-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante ami-

ga suya para tomarte esa libertad.

La mujer dejó escapar un grito de alegría.

-Tienes razón, no había pensado en ello.

Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.

La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofreci-llo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:

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-Escoge, querida.

Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se proba-ba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a

abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:

-¿No tienes ninguna otra?

-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.

De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.

Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.

Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:

-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.

-Sí, mujer.

Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triun-fo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonrien-te y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores gene-

rales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.

Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la glo-ria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para

un alma de mujer.

Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde media-noche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros

cuyas mujeres se divertían mucho.

Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la

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salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contras-taba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían

en ricas pieles.

Loisel la retuvo diciendo:

-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.

Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.

Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.

Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria

durante el día.

Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Márti-res, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesa-

dumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.

La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamen-

te alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.

Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:

-¿Qué tienes?

Ella se volvió hacia él, acongojada.

-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.

Él se irguió, sobrecogido:

-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!

Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.

Él preguntaba:

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-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?

-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.

-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.

-Debe estar en el coche.

-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?

-No. Y tú, ¿no lo miraste?

-No.

Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.

-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.

Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas,

casi estúpida.

Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.

Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallaz-go; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes don-

de podía ofrecérsele alguna esperanza.

Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.

Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no ha-bía podido averiguar nada.

-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así gana-

remos tiempo.

Ella escribió lo que su marido le decía.

Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.

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Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubie-ran echado encima cinco años, manifestó:

-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.

Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.

El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:

-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que ven-dí vacío para complacer a un cliente.

Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.

Encontraron, en una tienda del Paláis Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.

Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo

devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.

Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.

Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cin-co luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruino-sos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante trein-

ta y seis mil francos.

Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:

-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo nece-sitado.

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No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si no-tara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara

que lo habían cambiado de intento?

La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la cria-

da, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.

Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pu-cheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía

céntimo a céntimo su dinero escasísimo.

Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.

El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.

Y vivieron así diez años.

Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.

La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, frega-ba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue

tan festejada.

¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares

ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!

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Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una

señora que pasaba con un niño cogido de la mano.

Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habiéndolo pagado

ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.

Se puso frente a ella y dijo:

-Buenos días, Juana.

La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:

-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...

-No. Soy Matilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito de sorpresa.

-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...

-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bas-tantes miserias.... todo por ti...

-¿Por mí? ¿Cómo es eso?

-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?

-¡Sí, pero...

-Pues bien: lo perdí...

-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!

-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pe-

cho, y estoy muy satisfecha.

La señora de Forestier se había detenido.

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-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?

-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.

Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:

-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

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GEORGE ORWELL

Desde el momento que comenzamos a leer esta guía y a tratar de demostrarnos las razones de estar en un taller de Creativi-dad Literaria, nos viene a la mente eso precisamente, qué hace a un ser común ponerse a escribir, qué chiste tiene, a quien la va a agradar, habrá de veras alguien que se atreva a leer nues-tras cosas o de plano será una total pérdida de tiempo y dinero.

Dejen les digo, que todos, absolutamente todos los escritores famosos del mundo desde Cervantes, se han hecho la misma pregunta y por supuesto que los razonamientos son diferentes pero el contexto es siempre el mismo. Eric Arthur Blair, a quien se le conoció por George Orwell, autor de libros como (1984) La Rebelión de la Granja y otros muchos, dejó manifiesto en su famoso ensayo de 1946 Por qué escribo. Nos dice que él tenía cuatro razones que le parecían fundamentales para escribir:

1.- Por puro egoísmo. Orwell lo define como un “de-seo de parecer listo, de que hablen de ti, que te recuerden cuando hayas muerto, para vengarte de los adultos que te me-nospreciaron cuando eras niño, etc.”. También afirma que “los escritores serios son por lo general más vanidosos y egocéntri-cos que los periodistas, pero les interesa menos el dinero”.

2.-Por entusiasmo estético. Nos sentimos impulsa-dos por el deseo de colocar palabras en el orden adecuado, de disfrutar del impacto de un sonido con otro o del ritmo de una buena historia. Queremos compartir una experiencia esté-tica que a nuestro juicio es valiosa. Hasta el escritor mas seco y objetivo tendrá ciertas palabras favoritas, ciertas frases que utilice por razones poco utilitarias…o tal vez le emocione la tipografía y la disposición de párrafos y márgenes hasta formar

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una página perfectamente encuadrada.

3.-Por impulso histórico. Existe en nuestro interior querer ver las cosas como son, de averiguar la verdad de los hechos y acumularlos para la posteridad.

4.-Por motivaciones políticas. Aquí el término político es usado como un sentido amplio de hacer un mundo mejor, como tendencia a enseñarle a los lectores mundos posibles y ofrecerles puntos de vista distintos y revolucionarios acerca de su sociedad presente. Para Orwell, ningún libro adolece de influencia política, y que la misma opinión de que el arte debe ser creado en el vacío, libre de motivaciones socio-políticas es, a su vez, una opinión política.

Hay otros autores que dicen simplemente que escribir lo hacen por necesidad, si no, se volverían locos y que es un acto de desahogo y de vómito.

Los invito que en media cuartilla, nos digan cuales son las ra-zones por las que quieren escribir.

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EL NARRADOR

Vi hace poco, un video en Youtube, que me llamó tanto la aten-ción que se los platico y podría ser que algunos de ustedes lo hayan visto con el mismo pasmo que yo. Bueno, pues la primera imagen del video es en primer plano la orilla de una carretera rural, después, hay una cerca blanca, de esas que vemos en las películas, muy bien pintada, comienza la yerba perfectamente recortada y ahí, parsimoniosamente hay unas vacas muy hermosas pastando. Se ven muy bien cuidadas, gorditas, con algunos becerritos a su rededor. Las personas que graban el video, se colocan de manera que dan acomo-do a tres sujetos que llevan instrumentos musicales de viento, un saxofón, una trompeta y un clarinete y después de colocar, no sin dificultad los atriles y partituras, comienzan a entonar un concierto de Telleman. Instantes después de los primeros compases, las vacas y becerros, voltean hacia el terceto e ini-cian una caminata lenta ero decidida hacia la cerca blanca y se mantienen sin perder de vista y oído al conjunto, y digo oído porque paran sus orejas en dirección a la música y se advierte la atmósfera de atención sublime de los animales.

Acabo de ser el “Narrador” de una escena vista en computado-ra. Traté de ser lo más explícito posible, pero omití detalles a propósito, porque de seguro habrá alguien que me cuestione, cómo iban vestidos los músicos, si se alcanzó a ver el auto en que llegaron, tal vez quieran saber en que acabó el concierto, si las vacas aplaudieron o no, o de perdido mugieron alegre-mente.

De cualquier escena de la vida se puede recrear una historia, pero la trinidad literaria Autor-Narrador-Lector, debe hacerse presente ignominiosamente o sea por las mismas razones por

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las que los objetos caen atraídos por la fuerza de gravedad.

Deben haber hallado en este relato, quien es o quienes son los actores principales, los protagonistas. En que pronombre se hizo el relato, quien es el autor, el narrador y el autor.

No hay texto mudo, todos tienen un octavo de su escencia a la vista de cualquier persona, pero los siete octavos que es-tán por debajo del interlineado, es la verdadera historia de un cuento, es lo que se calla por objetivo autoral o porque el autor tiene ante si lectores inteligentes. Las vacas no aportaron mas que su atención hasta donde se ve el video. Los músicos, in-terpretaron la obra con ritmo y precisión, el camarógrafo nunca apareció en escena, pero sabemos que estubo ahí y debió ha-berse sorprendido de la actitud de las vaquitas, que pusieron mas atención que mucha gente que va a los conciertos.

Lo que no está escrito en el texto, es la voz del lector, es quien se deja invadir por varios personajes que le hablan, es casi un acto esquizofrénico de tan abrumadora aparición de gente con voces diferentes. La obra de Juan Rulfo, en especial Pedro Páramo, es un texto absolutamente polifónico, es decir, cada personaje habla por si mismo, tiene voz propia, tiene alma, se agita, nos dice cosas, saca de nuestra imaginación imágenes muy significativas y de instante en instante, nos hace bajar el libro para quedarnos viendo fijamente al punto del horizonte de nuestra habitación donde se proyectan las imágenes de los muertos que han dicho todo lo que su autor quiso, aunque a veces, se vuelven independientes de la voz del narrador.

Inserto en este espacio un diálogo de Pedro Páramo de Juan Rulfo (1955) Ed. J. Mortiz.

-¿Adónde va usted? -le pregunté.

-Voy para abajo, señor.

-¿Conoce un lugar llamado Comala?

-Para allá mismo voy.

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Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su ca-rrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos

los hombros.

-Yo también soy hijo de Pedro Páramo-me dijo.

Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.

Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Había-mos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en

el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.

-Hace calor aquí -dije.

-Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo senti-rá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por

su cobija.

-¿Conoce usted a Pedro Páramo? -le pregunté.

Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza

-¿Quién es? -volví a preguntar.

-Un rencor vivo -me contestó él.

Esta novela ha sido traducida a muchísimos idiomas, es refe-rente obligado en las universidades más importantes del mun-do, en talleres literarios, en pláticas de café, en círculos de intelectuales. Juan Rulfo, está vivo entre nosotros, la inmortali-dad le tocó el hombro y no se ha podido ir a descansar con los muertos de Comala. Jamás lo dejaremos en paz y a propósito, Octavio Paz hizo el prólogo del libro original de Pedro Páramo. Otro muerto famoso.

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La trinidad literaria escinde perfectamente en Pedro Páramo, es dentro de los ejemplos literarios el más objetivo. Y es lectura obligada que reditúa en buena escritura de temas post revolu-cionarios.

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LA OPORTUNIDAD DE OBSERVAR

La ventaja de centurias que nos llevan los grandes cuentistas de todas las épocas, comenzando por Edgard Alan Poe, hasta cualquiera de nosotros es enorme. Tanto así, que existen cinco tomos de Teorías de los Cuentistas de Lauro Zavala, editado por Difusión Cultural de la UNAM; analizado con detenimiento y gran profesionalismo por Laura Vidal, de la Universidad Com-plutense de Madrid España.

No es posible resumir en esta breve guía la infinidad de auto-res mencionados en la obra de Zavala, lo que si podemos ha-cer es extractar con mano ciega, algunos cuentos que recrean perfectamente la brevedad del texto, lo que en su momento dijo Vargas Llosa: Condensación y Sugerencia. Adjetivizando de esta forma el ideal de un escritor de cuento corto o breve.

Recuerden a Julio Cortázar, el cuento debe ganar por knoc-kout, así que esa es la meta de todo escritor joven o viejo, que tenga impulsos cuentistas, pero inmerso en ese mundo de bre-vedad, hay una esfera imposible de dejar de lado, que es la ob-servación detallada de los aconteceres de nuestra propia vida.

Se dice que hay profesiones que deben surgir del hambre y la sed. Toreros, Boxeadores, Atletas, Escritores. Escribo con ma-yúsculas porque nos deben de merecer nuestro respeto total e incondicional.

Pero volviendo al tema observacional, como se hizo al principio del taller, hacer un cuento a partir de una imagen fotográfica, no es lo mismo que “escribir” en la mente la historia que hay detrás de las personas que están en la fila del banco, o de aquel hombre que va al futbol, pintado en la cara con los colo-res de su equipo. No sabemos, pero nos lo podemos imaginar,

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que tuvo que sortear una serie de dificultades para estar ahí, como “hincha” tradicional; el corazón se le sale del pecho con la esperanza de que su equipo gane el torneo. Como las olas del mar, entre una multitud de iguales aspiraciones, prometen todos, rezan todos, aplauden todos y gritan siquitibum cada vez que hay oportunidad de vitorear al equipo que entra a la cancha. Jugadores con historias personales también, directi-vos empujados por el afán económico, árbitros dispuestos a todo para ser jueces íntegros a pesar de su desnudez mental.

Las oportunidades de un escritor son infinitas, Alejandro Páez pone el ejemplo, aunque no es el primero, que escribe una no-vela editada por Alfaguara: El reino de las moscas”

Un clavo en la pared ilustra lo que hizo Katherine Mansfield con ese referente, escribiendo uno de los cuentos más emblemáti-cos que puede tener un creador, “El Canario” es un cuento que parte de un objeto de apariencia intranscendente, prototipo del relato amargo de quien lo hace, frente a un interlocutor mudo, que se inserta en el lector, combinando la “Trinidad literaria” con maestría. Al final del cuento ustedes podrán determinar sin lugar a dudas, quien compone esa trilogía necesaria para dar a una historia la credibilidad necesaria para que el lector se enganche.

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CARACTERISTICAS DEL CUENTO CORTO

No debemos de confundir un cuento corto, con un texto corto. Ambos tienen su mérito, pero el cuento corto debe reunir algu-nas especificaciones para ser considerado así. Muchos escri-tores han surcado esas aguas complicadas de la brevedad en el cuento. No todos han salido airosos, tal vez porque la imagi-nación que los ha cobijado toda la vida, la cortedad les impu-so un muro insoslayable, una barrera mental que inquietó sus fibras más profundas y paralizando la economía del lenguaje.

¿Qué debe de tener un cuento corto, según el Maestro Lauro Zavala?

1.-Brevedad extrema

2.-Economía del lenguaje

3.-Juegos de palabras

4.-Representaciones estereotipadas que exigen la participa-ción del lector

5.-Carácter proteico

a) Hibridación de la narrativa con otros géneros literarios b) Hibridación con géneros arcaicos o

desaparecidos

(Fábula, aforismo, alegoría, parábola, proverbios, y mitos)

El ejemplo más difundido de estas reglas lo Escribió el Maestro

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Augusto Monterroso:

“CUANDO DESPERTÓ, EL DINOSAURIO TODAVÍA ESTABA AHÍ”

Joya literaria de siete perlas, así le llamó yo, que reúne abso-lutamente las “reglas” que el maestro Zavala expone en sus cinco tomos de Teoría de los Cuentistas” ya mencionado ante-riormente.

Hay sin embargo algunas estrategias de: Intertextualidad, las del plano narrativo, las del plano lingüístico, la ambigüedad se-mántica y el humor intertextual. Son para el escritor experi-mentado un bálsamo que pueden ayudar el la iniciación rápida de la creación literaria, bueno, lo que se busca es pasar menos tiempo en la contemplación de la hoja en blanco al grado de jalarnos lo cabellos y llorar de frustración. Estas estrategias, algunas ya insinuadas en las reglas son las siguientes:

Estrategias de Intertextualidad:

1.- Hibridación Genérica

2.- Silepsis

3.- Alusión

4.- Citación

5.- Parodia

6.- Metaficción

En el plano narrativo:

1.- Construcción en abismo

2.- Metalepsis

3.- Diálogo con el lector

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En el plano lingüístico:

1- Lipogramas

2.-Tautogramas

3.-Repeticiones lúdicas

Ambigüedad semántica:

1.- Final sorpresivo

2.- Final enigmático

Humor intertextual

1.- Ironía

Trataré ahora de definir cada una de estas reglas, pero algunas giran en rededor del sentido común, por lo que me concentro con las que podrían causar alguna incógnita. El ejercicio de esta ocasión, será construir un verdadero cuento corto con las herramientas arriba anotadas.

Silepsis: Alteración de las reglas de concordancia gramatical, atendiendo al significado mas que a la forma de las palabras. Ej.: “La mayor parte de la gente han llegado”

Alusión: Aludir a algo o a alguien sin nombrarlo

Metaficción: Que viaja entre lo real y la ficción

Metalepsis: La definición de esta forma estructural del relato ha sido estudiada vastamente por muchos autores. Su justi-ficación en el cuento tiene implicaciones de intervencionismo del propio autor. Creo que un ejemplo es mucho más elocuente que las cerca de mil definiciones que tiene en el mundo litera-rio:

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Viéndola desde su cama, Jaime, borracho, no dejó de volver a pensar que María sabía desvestirse como nadie y luego su desnudez, además de su belleza natural, su blanca piel mate, sus pequeños pechos, su amplia espalda y estrecha cintura, el firme trazo de sus caderas, sus largas piernas rematando en los inmaculados pies delgados con las uñas sin pintar como corresponde a una mujer dedicada a la ciencia, estaba enriquecida por cada uno de sus gestos, los cuales, nunca fin-gían pudor, sino la hacían más descarada. (Con respecto a esta última palabra, cabe una reflexión de índole moral: las mujeres decentes no

le interesan a nadie)*

La frase entre paréntesis es la “metalepsis de autor”, el autor im-plícito ha entrado en la narración y le habla al lector.

Lipogramas: Es otro género que se resuelve muy fácilmente para el lector de esta guía, con un el siguiente texto, tomado de

Los lipogramas son textos en los que se prescinde de una o más letras en forma voluntaria. Cuanto más habitual sea la le-tra, mas difícil es la confección del lipograma.

En el siguiente ejemplo de lipograma se ha eliminado la letra a:

Descubre el secuestro secreto (Texto de Mikel Agirregabiria Agirre)

Fue un robo sorprendente. En principio ninguno supo percibir que el insólito y único tesoro, el precioso recurso insustituible, hubiese sido removido. El suceso continuó oculto, escondido y recóndito. Pero un sutil detective, ¿posiblemente usted, inteligente lector?, pronto comprendió lo sucedido. O no fue posible y ni usted, mi que-rido leedor, logró convertirse en el hercúleo psicólogo de gemelo hecho y, usted me perdone, resulte ser menos resuelto e incluso le cueste un buen período de tiempo descubrir en este vigente docu-

mento el mismo embuste, que fue seducción y secuestro.

Tautograma: Prosa o verso donde todas las palabras co-mienzan por la misma letra. Ejemplo predominante en to-dos los textos literarios, de Quevedo:

Antes alegre andaba, ágora apenas alcanzó alivio, ardiendo aprisionado;

armas a Antandra aumento acobardado; aire abrazo, agua aprieto, aplico arenas.

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¿CÓMO PUBLICAR UN LIBRO?

Mónica Lavín en su li-bro Leo, luego escribo Ed. Lectorum, refiere un acontecimiento peculiar (p. 131) de dónde yo he tomado el mismo encabe-zado.

Ella nos platica que hay fórmulas muy originales para editar un libro, yén-dose al extremo poco re-comendable de cometer un asesinato y una vez que el tiempo pase y por fin sea descubierto el ase-sino y arrestado, escribir

un texto explicando los hechos y por qué pasaron tantos años antes de ser aprendido y le lleven a la cárcel la edición para sacarla a la venta.

No hay necesidad de llegar a los extremos para intentar publi-car un libro, aunque es costumbre de casi todos los escritores decir, que el primer libro para lo único que sirve es para hacer bien el segundo.

Los textos primos u opera prima de cualquier autor, no siempre son completamente del agrado del escritor, menos del público. Tal vez porque la novatez lleva a cometer insensateces y a

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creerse como bien hecho todo lo que se escribe o buena parte de ello. Por eso son útiles los talleres literarios, donde caben las opiniones de diferentes personas. Las dinámicas talleristas no han sido santo de la devoción de todos los escritores del mundo, hay quienes piensan que un taller deforma el estilo del escritor, otros han dicho que la vocación literaria tiene más que ver con la necesidad de sobrevivir en el mundo sin traba-jar. Pero cuando leemos a Joyce en su obra Ulises o a Tho-mas Mann en la montaña mágica y sabemos que fueron casi autodidactas, nos abate estar en talleres perdiendo el tiempo. Sin embargo escritores como Juan Villoro, Juan José Areola, el mismo Octavio Paz, estuvieron inmersos en un sinfín de es-cuelas literarias, viajaron por el mundo, se codearon con escri-tores en Europa y de ahí salió lo mejor de ellos en su prosa o en la poesía, entonces si hay simiente en los talleres.

Por otra parte ahora ustedes los jóvenes y los no tanto, creen que el libro en línea hará que desaparezca el impreso. Tal vez si con esto se lograra mantener la ecología pero hay mucho papel circulando en las oficina burocráticas que no tiene senti-do, y bastaría con eliminar cualquier impresión gubernamental para que la ecología no sufra y perdure la novela, el cuento y la poesía impresas.

De qué manera debemos defender la vocación de escribir, a qué debemos recurrir para considerarnos aptos para ser fu-turos escritores sin antes no haber pasado por el tamiz de los que han sacado parte de su cabeza en estas lides. No hay recetas para ser eternamente famosos con la pluma, lo que se va a dar se da con el talento, con la voluntad, con la tenacidad, con la prueba y el error, con un poco de lástima por si mismos, pasando horas y horas en vela tratando de poner la primera letra en una hoja en blanco. No hay ingenieros espontáneos, no hay científicos de chiripada, nada se logra sin preparación y estos talleres son parte de esa preparación.

He convivido con algunos escritores renombrados en talleres literarios y se les nota que han surcado las mismas dificulta-des que nosotros. Empezaron jóvenes algunos, otros no tanto, pero todos se han hecho los mismos cuestionamientos que el encabezado de este capítulo.

El jugador que mete un “hole in one” en la primera vez en su

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vida que coge un palo de golf, es un suertudo. Suerte de nova-to le dirán todos. Pero si lo hace en tres ocasiones seguidas a pesar de ser novato, le dirán que tiene el don, que es un talento innato. Lo mismo pasa en la literatura. El talento es un don que nadie sabe de dónde viene, pero se trae. Es haber nacido “con estrella”.

Parte de la recreación tallerista es ponerse en el papel de nuestros personajes, ser ellos mismos una vez que los crea-mos. Si el personaje es una enfermera, pues ser una como ellas, si se deciden a escribir de un piloto, tratar de pensar como un aviador igual para un pordiosero o una lavandera o cualquier oficio por complicado que parezca. Hay que amar al personaje, entenderlo, “ponerse en sus zapatos” y desde esa óptica desarrollarlo.

Es muy conveniente escribir la misma historia en tercera per-sona, para después mudarla a primera y por ultimo a segunda, como recomienda la multicitada Mónica Lavín.

Mi maestro de taller no presencial, cuando el uso del internet se hizo popular en nuestro país, argentina nos llevaba la de-lantera pero con mucho, como en otras cosas de la vida y ahí descubrí el mejor taller virtual que hay en el mundo hispano-hablante. “Elaleph” como la novela de Jorge Luis Borges. Ahí tuve como maestro tallerista entre otros a Marcelo Di Marco, quien guió mis pasos para escribir algunos cuentos entre los que está uno que me dio una final en un concurso de Quito Ecuador.

Di Marco recibía mis textos los martes de cada semana, el jue-ves me lo devolvía con comentarios al margen para irlos pu-liendo y en la siguiente semana se notaban los avances. Hubo ocasiones que fue necesario borrar todo un párrafo por ser irre-levante para el cuento, cosa que pasa con todos al principio. Durante diez años he estado en ese taller y he, como muchos otros, publicado la mayor parte de mi obra en aquel país. Ten-go participación en una revista mensual de cuentos. Son los argentinos sobresalientes en la literatura y dan a la educación primaria la importancia que solo un país desarrollado le da a su niñez.

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A continuación, como ejercicio para soltar la mano escribiendo, les doy algunos tips para desarrollar en el taller o cuando lo hayan terminado. Buscaremos dónde publicarlo.

Aún recuerdo cuando…

Querido diario…

Me contaba mi vecina que…

Nunca había sufrido tanto como…

Estoy segura que le gusta mi…

No quiero bailar jamás con ella porque…

Querida Natalia, te escribo esta carta por…

Amada mía, me voy con la otra…

Ojalá mi ex esposo pudiera ver a…

Todas estas frases pueden iniciar un cuento interesante.

Buena suerte.

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LECTURAS RECOMENDADAS: Juan del Jarro, Norberto de la Torre. Ed. Verdehalgo.

Pasiones Pasadas, Javier Marías. Ed. Debolsillo

Cuentos completos. Augusto Benedetti. Ed. Alfaguara

Recogiendo Poemas. Jaime Sabines. Ed. Telmex

Cristo versus Arizona. Camilo José Cela. Ed. Seix Barral-Bi-blioteca Breve

Y Matarazo no Llamó. Elena Garro. Ed. Narrativa Grijalbo

La Tempestad que Viene. Rafael Loret de Mola. Ed. Grijalbo

El Diario del Che en Bolivia. Ed. Siglo XXI

La Reina Isabel Cantaba Rancheras. Hernán Rivera Letelier. Ed. Planeta

Mea Cuba. Guillermo Cabrera Infante. Ed. Vuelta

El Amor en los Tiempos del Cólera. Gabriel García Márquez. Ed. Diana

Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes. Ed. RAL IV Centenario

El coco y algo Más. Martha Arcelia Torres. Ed. Del autor

La Robapájaros. Carmen Báez. Ed. FCE

El Otoño del Patriarca. Gabriel García Márquez. Ed. Diana

Cuentos que aparecen en esta guía de diversos autores men-cionados en su encabezado.

Leo, luego Escribo. Mónica Lavín. Ed. Lectorum

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mmmarthamaría

Martha María

diseño gráficocomunicación visual