La niña alemana

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LA NIÑA ALEMANA

Armando Lucas Correa

1.ª edición: noviembre de 2016

© Armando Lucas Correa, 2016

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009Barcelona (España)

www.edicionesb.com

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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-560-9

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Contenido

PRIMERA PARTE: Hannah y Anna.Berlín-Nueva York

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SEGUNDA PARTE: Hannah. SaintLouis, 1939

TERCERA PARTE: Hannah y Anna. LaHabana, 1939-2014

CUARTA PARTE: Hannah y Anna. LaHabana, martes, 24 de mayo de 2014

Nota del autor

Agradecimientos

Bibliografía

Los pasajeros del St. Louis

A mis hijos, Emma, Anna y Lucas

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A Ana María (Karman) Gordon,

Judith (Koeppel) Steel y HerbertKarliner,

que tenían la edad de mis hijos

cuando abordaron el Saint Louis

en el puerto de Hamburgo en 1939

Ustedes son mis testigos.

ISAÍAS 43:10, 11

Memories are what you no longer wantto remember.

JOAN DIDION

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PRIMERA PARTE

Hannah y Anna

Berlín-Nueva York

Hannah

Berlín, 1939

Voy a cumplir doce años y ya lo hedecidido: mataré a mis padres.

Me acuesto y espero que se duerman.Papá cerrará con llave todas lasventanas dobles, correrá las cortinas deterciopelo verde bronce y repetirá lasmismas frases de cada noche después dela cena, que en los últimos días se ha

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convertido en un plato humeante de sopadesabrida.

—No hay nada más que hacer. Ya nopodemos seguir aquí; tenemos que irnos.

Mamá comienza a gritarle. La voz se lequebranta mientras lo culpa y caminadesesperada por toda la casa —el únicoespacio que conoce desde hace más decuatro meses—, hasta que su cuerpo seagota, abraza a papá y deja de gemir.

Esperaré un par de horas. No puedehaber resistencia. Papá está resignado,lo sé. Se dejará ir. Será más difícil conmamá, pero con los somníferos quetoma, caerá en un sueño profundo,bañada en su

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esencia de jazmines y geranios. Cadadía aumenta la dosis. Las últimas nochessus propios gritos la han despertado.Cuando corro a ver qué pasa, por lapuerta entreabierta solo distingo a mamádesconsolada en los brazos de papá,como una niña que se recupera de unaterrible pesadilla. Su peor pesadilla esestar despierta.

Mi llanto ya nadie lo escucha. Soyfuerte, dice papá. Puedo sobrevivir loque me venga. Mamá, no: se estáconsumiendo de dolor.

Ella es ahora la bebé de una casa dondeya no entra la luz del día. Hace cuatromeses que llora

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todas las noches, desde que la ciudad secubrió de cristales rotos y se impregnóde un olor a polvo, metal y humo que seha hecho perenne.

Entonces comenzaron a planificarnuestra huida. Decidieron queabandonaríamos la casa donde nací, mesacaron de una escuela donde ya no mequieren y papá me regaló mi segundacámara fotográfica.

—Para que dejes huellas, como el hilode Ariadna para salir del laberinto —susurró.

Me atreví a pensar que lo mejor seríadeshacerme de ellos.

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Una posibilidad era diluirle aspirinas enla comida a papá, desaparecerle laspastillas de dormir a mamá. Ella nohubiera sobrevivido una semana.

El problema era la incertidumbre. Nosabía qué cantidad de aspirinas debíaconsumir papá para

sufrir una úlcera mortal, una hemorragiainterna. O cuánto tiempo podría ellarealmente estar sin dormir. Una variantesangrienta sería imposible: no puedo versangre; comienzo a sudar frío y me

desmayo. Así que lo mejor será queterminen sus días por asfixia. Ahogarloscon una enorme almohada de plumas.Mamá ha dejado bien claro que su sueño

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siempre ha sido que la muerte lasorprenda mientras duerme. No megustan las despedidas, me aclaramirándome a los ojos, y si no la atiendome toma por el brazo y me sacude conlas escasas fuerzas que le quedan.

Una noche me desperté sobresaltada,pensando que mi crimen se habíaconsumado. Vi los cuerpos

inertes de mis padres y no pudederramar una sola lágrima. Me sentílibre. Ya nadie podría obligarme amudarme a un barrio sucio, a dejar mislibros, mis fotografías, a vivir con lazozobra de poder ser envenenada pormis propios padres.

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Comencé a temblar. Grité «¡Papá!»,pero nadie vino a rescatarme. «¡Mamá!»No había vuelta atrás. En qué me habíaconvertido. No sabía cómo deshacermede sus cuerpos. ¿Cuánto tiempo duraríansin descomponerse?

Pensarán que fue un suicidio. Nadie lodudaría: desde hace cuatro meses que nodejan de sufrir.

Para los demás yo sería una huérfana;para mí, una asesina.

Mi crimen estaba registrado en eldiccionario. Lo encontré. Qué palabratan horrenda. Solo de pronunciarla meprovocaba escalofríos: parricida. Tratéde repetirla y no pude. Era una asesina.

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Qué fácil es identificar mi delito, miculpa, mi agonía. ¿Cómo llamar al quemata a sus hijos? Es un crimen tan atrozque no hay término para identificarlo enel diccionario: podrán salirse con lasuya, y yo tendré que llevar el peso de lamuerte y una palabra nauseabunda sobremis espaldas. Uno puede matar a suspadres, a sus hermanos, pero no a sushijos.

Doy vueltas por las habitaciones, quecada vez veo más pequeñas y oscuras,de una casa que pronto no será nuestra.Miro hacia el techo inalcanzable,atravieso los pasillos donde descansanlas imágenes de una familia que ha idodesapareciendo. La luz de la lámpara de

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la biblioteca de papá, con su pantalla decristal nevado, llega al pasillo donde memantengo inmóvil, desorientada, y veomis manos teñirse de dorado.

Abro los ojos, y sigo en la mismahabitación, rodeada de libros gastados ymuñecas con las que

nunca jugaré. Cierro los ojos y presientoque falta poco para nuestra huida abordo de un enorme trasatlántico, desdeun puerto de este país al que nuncapertenecimos.

Al final, no los maté. No fue necesario.Mis padres cargaron con la culpa: meobligaron a lanzarme con ellos alabismo.

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El olor de la casa se ha vueltointolerable. No entiendo cómo mamápuede vivir entre estas paredestapizadas de una seda verde musgo quetraga la poca luz durante esta época delaño. Es el olor del encierro.

Nos queda menos tiempo de vida. Lo sé,lo intuyo. Ya no pasaremos el verano enBerlín.

Mamá tiene los escaparates llenos denaftalina para preservar su presente, yese olor punzante ha impregnado la casa.No sé qué quiere conservar, si todo lovamos a perder.

—Hueles como las viejas de la GrosseHamburger Strasse —me echa en cara

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Leo, mi único amigo. Solo él se atreve amirarme de frente sin deseos deescupirme.

Desde que vino a casa con su padre,Herr Martin, Leo y yo nos hemos vueltoinseparables. Papá

los in-

vitó a cenar con nosotros a su regreso deun mes de reclusión, el día que se lollevaron de la universidad aquella nocheterrible de noviembre y no supimos másde él hasta que lo liberaron.

Las primaveras en Berlín son frías ylluviosas. Hoy papá se fue temprano yno se llevó su abrigo.

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Las últimas veces que ha salido, noespera por el elevador y baja por laescalera que cruje a su paso, algo que amí no me permiten hacer. No lo haceporque esté apurado: es que no quieretoparse con

nadie del edificio. Las cinco familiasque ocupan cada uno de los pisos bajoel nuestro, esperan nuestra partida. Losque eran amigos han dejado de serlo.Los que antes agradecían a papá otrataban

de codearse con mamá y sus amigas,celebraban su buen gusto al vestir opedían consejos de cómo combinar unacartera de color atrevido con unos

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zapatos a la moda, ahora nos despreciany están a punto de denunciarnos.

En cuanto a mamá, pasa un día más sinsalir. Todas las mañanas, al levantarse,se recoge la hermosa cabellera que susamigas envidiaban cuando aparecía enel salón de té del Hotel Adlon, y se ponesus pendientes de rubíes. Papá la llamala Divina por la manera en que lefascina el cine, su único contacto con lomundano. Nunca perdía un estreno de laverdadera Divina en el Palast.

—Ella es más alemana que nadie —insistía al hablar de la Divina, que enrealidad era sueca. Pero

en aquellos años el cine era mudo: a

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quién le importaba dónde había nacidola estrella—. Nosotros la descubrimos.Siempre supimos que sería adorada. Lacelebramos antes que nadie, por eso fueque Hollywood se fijó en ella. Y en suprimera película sonora habló enperfecto alemán: « Whisky —

aber nicht zu knapp! »

A veces volvían del cine y mamá aúnlloraba:

—Me encantan los finales tristes... en elcine —dejaba bien claro—. La comediano se hizo para

mí.

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Se desvanecía en los brazos de papá, sellevaba una mano a la frente, con la otrasostenía la cola de seda de un vestidoque caía en cascada, inclinaba la cabezahacia atrás y comenzaba a hablar enfrancés.

—Armand, Armand... —repetía,lánguida y con un fuerte acento, como elde la Divina.

Y papá la llamaba «mi Camille».

— Espère, mon ami, et sois biencertain d’une chose, c’est que, quoiqu’il arrive, ta Marguerite te restera—le respondía ella entre carcajadas—.Es que Dumas suena terrible en alemán.

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Mamá ya no sale a ninguna parte.

—Demasiadas vidrieras rotas —es supretexto desde el terrible pogromo denoviembre.

Aquel día papá se quedó sin trabajo. Lodetuvieron en su oficina, se lo llevaron ala estación de la Grolmanstrasse,incomunicado por un delito que nuncaentendimos. Allí compartió una celdasin ventanas con Herr Martin, el papá deLeo. Ahora se reúne con él a diario ymamá se preocupa aún

más, como si estuvieran tramando unahuida para la que ella aún no está lista.

En realidad, es el miedo lo que no le

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permite abandonar la que suponía suimpenetrable fortaleza.

Vive en un constante sobresalto. Antesvisitaba el elegante salón del HotelKaiserhof, unas cuadras al sur, peroahora lo frecuentan los que nos odian,los que se creen puros, aquellos aquienes Leo llama Ogros.

En una época, ella se vanagloriaba deBerlín. Si iba de compras a París,siempre se alojaba en el Ritz; y siacompañaba a papá a una conferencia oa un concierto en Viena, en el Imperial.

—Pero nosotros tenemos el Adlon,nuestro Gran Hotel en la Unter denLinden. La Divina se hospedó allí y lo

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inmortalizó en el cine.

Ahora, se asoma a la ventana e intentaencontrar una explicación a lo que lesucede. Dónde quedaron sus añosfelices. A qué ha sido condenada, y porqué. Siente que paga culpas de otros: desus padres, de sus abuelos, de cada unode sus ancestros por los siglos de lossiglos.

—Soy alemana, Hannah. Soy unaStrauss. Soy Alma Strauss. ¿Acaso no essuficiente, Hannah? —

y me lo repite un día en alemán, otro enespañol, otro en inglés, otro en francés.Como si alguien la estuvieraescuchando, como para que quedara

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bien claro su mensaje en cada uno de losidiomas que

conoce a la perfección.

Quedé en encontrarme con Leo para ir atomar fotografías. Nos citamos todas lastardes en el café de Frau Falkenhorst, enel patio interior del Hackesche Höfe.Siempre que nos ve, la dueña nos llama«bandidos» con una sonrisa, y eso nosgusta. Si uno de los dos tarda más de lacuenta, el primero en llegar ordena unchocolate caliente.

A veces nos citamos en el café de lasalida de la estación Alexanderplatz,con estantes llenos de bombonesenvueltos en papel plateado. Cuando

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necesita verme con urgencia, Leo meespera en el puesto de periódicoscercano a mi edificio para evitartropezarse con alguno de nuestrosvecinos que, a pesar de ser tambiénnuestros inquilinos, nos evitan.

Para no contradecir a los adultos,renuncio a las escaleras alfombradascada vez más llenas de polvo y tomo elelevador, que se detiene en el tercerpiso.

—Hola, Frau Hofmeister —digo, y lesonrío a Gretel, con quien he jugadotoda la vida. Gretel está triste, hacepoco perdió a su cachorro, blanco yhermoso. Qué pena me da.

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Tenemos la misma edad, pero yo soymucho más alta. La niña baja la mirada yFrau Hofmeister

se atreve a decirle:

—Vamos por la escalera. ¿Cuándo sevan a ir? Nos ponen a todos en unasituación tan embarazosa...

Como si yo no escuchara, como si solomi sombra estuviera encerrada en elelevador. Como si

no existiera. Es lo que ella quiere, queno exista.

Los Dittmar, los Hartmann, los Brauer ylos Schultes viven en nuestro edificio.

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Nosotros se lo alquilamos. Le pertenecea mamá desde antes de que naciera. Sonellos los que tendrían que irse. No sonde aquí. Nosotros sí. Somos másalemanes que ellos.

La puerta del elevador se cierra,comienza a bajar y veo aún los pies deGretel.

—Gente sucia —escucho.

¿Entendí bien? Papá, quisiera saber quéhicieron ustedes para que tenga yo quecargar con esto.

¿Qué crimen cometimos? No estoysucia, no quiero que me vean sucia.Salgo del elevador y me escondo debajo

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de la escalera para no encontrarme denuevo con ellas.

Las veo salir, Gretel aún va cabizbaja.Mira hacia atrás, me busca, quizásquiere pedirme disculpas, pero su madrela empuja.

—¿Qué miras? —le grita.

De vuelta a casa, corro por lasescaleras, haciendo ruido y llorando. Sí,llorando de rabia, de impotencia, de nopoder decirle a Frau Hofmeister que ellaestá más sucia que yo. Si le molestamos,que se vaya del edificio, que es nuestroedificio. Quiero dar golpes contra lasparedes, romper la valiosa cámara quepapá me regaló. Entro a la casa y mamá

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no entiende por qué estoy furiosa.

—¡Hannah! ¡Hannah! —me llama, peroprefiero ignorarla.

Entro al baño frío, doy un portazo y abrola ducha. Sigo llorando; o más bienquiero dejar de llorar y no puedo. Memeto con ropa y zapatos en la bañeraesmaltada de blanco impecable, y mamá

no cesa de llamarme hasta quefinalmente me deja en paz. Solo oigo elruido del agua casi hirviente caer sobremí y dejo que penetre en mis ojos hastahacerlos arder, en mis oídos, en minariz, en mi boca.

Comienzo a quitarme la ropa y los

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zapatos, ahora más pesados por el aguay por mi suciedad. Me

enjabono, me unto las perfumadas salesde baño de mamá que me irritan la piel ycomienzo a frotarme con una toallablanca para quitarme el más mínimorastro de impureza. Mi piel está roja, tanroja como si la fuera a perder. Pongo elagua más caliente aún, hasta que noresisto y al salir, me

desplomo en el suelo de baldosas frías,blancas y negras.

Por suerte se me agotaron las lágrimas.Me seco, maltratando esta piel que nodeseo y que ojalá

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comience a mudar después del calor alque la he sometido.

Frente al espejo nublado reviso cadaporo: la cara, las manos, los pies, lasorejas, todo, para ver si queda algúnvestigio de impureza. Quisiera saberahora quién es la que está sucia.

Me escondo, temblorosa, en unaesquina. Me reduzco, me siento como unrollo de carne y hueso.

Es ese el único refugio que encuentro.Al final, sé que por mucho que me bañe,que me queme la piel, me corte elcabello, me saque los ojos, me quedesorda, me vista, hable o me llamediferente, siempre me verán sucia.

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No sería mala idea llamar a la puerta dela distinguida Frau Hofmeister, le diréque me revise, que vea que no tengo niuna minúscula mancha en la piel, que noes necesario que aleje a Gretel de mí,que no soy una mala influencia para suniña, tan rubia, perfecta e inmaculadacomo yo.

Voy a mi cuarto y me visto de blanco yrosa, lo más puro que encuentro en miarmario. Busco a

mamá y la abrazo porque sé que ella meentiende, pero ella se queda en casa, sinconfrontar a nadie.

Ha creado una coraza en su habitación,protegida a su vez por las gruesas

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columnas del apartamento, dentro de unedificio de enormes bloques y ventanasdobles.

Tengo que apurarme. Leo ya debe estaren la estación, yendo de un lugar a otro,saltando, esquivando a quienes correnpara no perder el tren.

Al menos, sé que él me ve limpia.

Anna

Nueva York, 2014

El día que papá desapareció, mamáestaba embarazada de mí. Tenía solotres meses. Hubiera tenido oportunidadde deshacerse del bebé, pero no lo hizo.

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Nunca perdió la esperanza de que papáregresara: no aceptó el certificado dedefunción, ni el seguro de vida, ni lapensión.

—Muéstrenme una prueba, un rastro desu ADN y entonces hablamos —esa erasu respuesta.

Quizás porque él siempre había sido undesconocido para ella —era un hombreescurridizo, solitario, de pocas palabras—, pensaba que de un momento a otropodría regresar.

Papá se fue sin sospechar que yo iba anacer.

—Si hubiera sabido que tenía una hija

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en camino, estaría aquí con nosotras —me ha recordado

mamá cada septiembre durante losúltimos seis años.

El día que no regresó, iba a preparar unacena íntima para darle la noticia ennuestro comedor junto a la ventana,desde donde se ven los árboles delparque de Morningside iluminados porlas farolas de bronce. Puso la mesa,porque se negaba a aceptar laposibilidad de su desaparición. Nuncaabrió la botella de vino tinto. Los platosquedaron dispuestos sobre el mantel porvarios días. La comida terminó en labasura. Esa noche se fue a la cama sin

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cenar, sin llorar, sin cerrar los ojos.

Cuando me lo cuenta, baja la cabeza. Sifuera por ella, aún estarían los platos yla botella en la mesa, y quién sabe sitambién la comida podrida o seca.

—Él va a regresar —solía decir.

En varias ocasiones hablaron de tenerhijos. Lo veían como una lejanaposibilidad, una ilusión a

la que nunca habían renunciado.

Lo que sí tenían bien claro era que, alllegar los hijos, el varón deberíallamarse Max y la hembra, Anna. Fue suúnica exigencia.

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—Es una deuda con mi familia —leexplicaba.

Llevaban cinco años juntos y ella nuncapudo lograr que hablara de su época enCuba, de su familia.

—Todos están muertos —insistía.

Hasta hoy se ha quedado con esa espina:

—Tu padre es un enigma. Pero es elenigma que más he amado en mi vida.

Buscarlo fue la vía para aliviar su pena.Descifrarlo ha sido su condena.

Algunas noches, al acostarme, meimagino que no desapareció, que está

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perdido, que se fue en un

largo viaje en barco, que le está dandola vuelta al mundo, que pronto va aregresar.

Conservo su pequeña cámara digital. Alprincipio, me pasaba horas revisandolas imágenes que

quedaron en la memoria. No había unsolo retrato de mamá. Para qué, si latenía ahí, a su lado.

Siempre desde el estrecho balcón de lasala, había muchas fotos de la salida delsol. Días lluviosos, claros, oscuros ocon neblina; días naranjas, días azules,días violetas. Días blanqueados por la

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nieve.

Siempre el sol. El amanecer en una líneadel horizonte definida por edificios dediferentes tamaños de un Harlemsilencioso, chimeneas con humo pálido yel East River entre dos islas. Y otra vezel sol, dorado, esplendoroso, unas vecestibio, otras frío, desde nuestra puerta decristal doble.

Mamá me ha dicho que la vida es unrompecabezas. Ella se levanta, intentacolocar la ficha correcta, busca todaslas posibles combinaciones para crearpaisajes remotos. Yo vivo

descomponiéndolos para descifrar dedónde vengo.

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Construyo mis propios rompecabezascon fotos que imprimo en casa de lasimágenes que he encontrado en lacámara de papá. Ella ha convertido suhabitación, con una ventana que da alpatio interior del edificio y que mantienecerrada, en su refugio, hundida entresábanas grises y almohadones que se latragan.

Vivimos solas, y desde el día quedescubrí lo que en realidad le habíasucedido a papá, y que ella comprendióque podía valerme por mí misma, seencerró en su cuarto y yo me convertí ensu niñera.

En sueños, la he visto quedarse

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profundamente dormida con las píldorasque toma antes de acostarse paraapaciguar su dolor y no despertarse más.A veces, suplico en silencio, sin que yomisma pueda oírme o recordarlo, que sequede dormida para que el dolordesaparezca de una vez.

No resisto verla sufrir.

Todos los días le llevo el café negro, sinazúcar, antes de irme a la escuela. En lasnoches, se sienta a cenar conmigo comoun fantasma al que le cuento historiasinventadas de mis clases. Ella meescucha, se lleva una cucharada a laboca, sonríe y me mira, para hacermever que me agradece que aún esté ahí

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con ella, que le prepare una sopa quetraga por compromiso.

Sé que en cualquier momento ella puededesaparecer. Y yo, ¿adónde iría?

Todas las tardes, cuando el autobús dela escuela se detiene de regreso en laentrada del edificio, lo primero quehago es recoger el correo. Despuéspreparo la cena para las dos, terminomis deberes de la escuela, reviso si haycuentas que pagar y se las entrego amamá.

Hoy recibimos un sobre grandeamarillo, blanco y rojo. En el remitenteaparece una dirección de

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Canadá, y está dirigido a mamá. Lo dejosobre la mesa del comedor.

Me voy a la cama y comienzo a leer ellibro que me asignaron en la escuela yrecuerdo que no he

abierto aún el grueso sobre que advierte,con mayúsculas rojas, que no debe serplegado.

Toco con insistencia en la puerta delcuarto de mamá. «¿A esta hora?»,pensará. Finge dormir.

Silencio. Insisto.

Las noches son sagradas para ella:intenta conciliar el sueño, revive lo que

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dejó de hacer, o lo que hubiera sido suvida si el destino pudiera anunciarse oborrarse de un solo golpe.

—Nos llegó un paquete. Creo quedebemos abrirlo juntas —le digo, perono recibo respuesta.

Me quedo junto a la puerta y la abro consuavidad, para no incomodarla. Lasluces están apagadas.

Ella dormita, perdida en el colchón quese hunde con un cuerpo cada vez másliviano. Me aseguro de que respira, queaún existe.

—¿No podemos dejarlo para mañana?—murmura, pero yo no me muevo.

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Vuelve a cerrar los ojos, los abre y meve aún de pie junto a la puerta, en siluetacontra la luz del pasillo que le encandilala vista, habituada a la penumbra.

—¿Quién lo mandó? —pregunta, perono lo sé.

Le insisto en que debe venir conmigo,que levantarse le hará bien.

Finalmente la convenzo y se incorpora,insegura. Se recoge el pelo negro y lacioque no se ha cortado en varios meses, yse sostiene de mi brazo. Vamos a lamesa del comedor para descubrir qué

nos han enviado. Acaso sea un regalopor mi cumpleaños. Alguien ha

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recordado que pronto voy a cumplirdoce, que ya soy grande, que existo.

Con cara de «por qué me haceslevantarme y me sacas de mi rutina», sesienta con lentitud.

Al ver el remitente, toma el sobre en susmanos, se lo coloca en el pecho, abrebien los ojos y me comunica consolemnidad:

—Es de la familia de tu padre.

¿Cómo? ¡Pero si papá no tenía familia!Vino solo a este mundo y asídesapareció, sin nadie a su

lado. Sus padres murieron en un

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accidente aéreo cuando él tenía nueveaños, recordé. Predestinado para latragedia, como una vez dijera mamá.

Lo había criado Hannah, una tía ancianaque debe haber muerto también. Nosabíamos si se comuni-caban porteléfono, por cartas o por correoelectrónico. Su única familia. Mellamaron Anna en honor a ella.

El paquete había llegado a través deCanadá, pero en realidad venía de LaHabana, la capital de una isla del Caribeen la que nació papá. Lo abrimos y nosdimos cuenta que contenía un segundosobre. «Para Anna, de Hannah»,aparecía escrito afuera, con grandes

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letras temblorosas. Esto no es un regalo.Deben ser documentos o quién sabe.Puede que no tenga siquiera que ver conmi cumpleaños. O quizás sea de laúltima persona que vio a papá y queahora ha tomado la decisión deenviarnos sus pertenencias. Doce añosmás tarde.

La emoción me intranquilizaba. Nodejaba de moverme, me levantaba y mesentaba. Iba hasta la

esquina del comedor y volvía. Jugabacon un mechón de pelo y le daba vueltasy vueltas hasta enredarlo. Era como sipapá hubiese regresado.

Abrió el sobre, y dentro encontramos

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solo hojas de contactos fotográficos decolor sepia y varios negativos en blancoy negro muy bien conservados, junto auna revista —¿en alemán?— de marzode

1939. En la portada, la imagen de unaniña rubia sonriente, de perfil.

— La niña alemana —traduce elnombre de la revista—. Se parece a ti—me dice, enigmática.

Ahora podría comenzar un nuevorompecabezas con estas fotografías. Meiba a dar gusto con todas esas imágenesllegadas de la isla donde nació papá.Realmente estaba feliz con el hallazgo,aunque me había hecho la ilusión de

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encontrar el reloj de papá, una reliquiaque heredó de su abuelo Max y que aúnfuncionaba; o su anillo de compromisode oro blanco; o sus lentes montados alaire: los detalles que recuerdo de élgracias a la foto que conservo conmigo,que duerme a mi lado cada noche bajouna almohada que fue suya.

El paquete no tenía que ver con papá.No con su muerte, al menos.

No reconocíamos a nadie. Era difícilver las imágenes tan pequeñas yborrosas, impresas en hojas

que parecían rescatadas de un naufragio.Papá podría estar en las fotos. No,imposible.

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—Estas fotos tienen setenta años, o más—me aclaró—. Creo que ni tu abuelohabía nacido en esa

fecha.

—Tenemos que mandar a imprimirlasmañana mismo —le pido, controlandomi entusiasmo para

no alterarla. Ella no deja de observarlas misteriosas imágenes, aquellosrostros del pasado que pretendíadesentrañar.

—Anna, esto es de antes de la guerra —confirma con una gravedad que measusta. Y me confunde

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aún más: ¿de qué guerra habla?

Seguimos ojeando los negativos yencontramos una vieja postaldescolorida. La tomó en sus manos conextremo cuidado, como si temieradeshacerla con un simple suspiro.

Por un lado, un barco. Por el otro, unadedicatoria.

Mi corazón empieza a correr. Esta eraseguramente una clave, pero la postalestaba fechada el 23

de mayo de 1939. No creo que tenga quever con la desaparición de papá.Comienza a manipular este tesoro conmanos de arqueóloga, casi a punto de

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buscar un par de guantes de seda paraevitar que los negativos se dañaran. Porprimera vez, en mucho tiempo, se veanimada.

—Es hora de saber quién es papá —ledigo en presente, como hace ella cadavez que se refiere a

él y fijo la mirada en el rostro de la niñaalemana.

Tengo la certeza de que mi padre no va aregresar, de que lo perdí para siempreun martes, una

mañana soleada, un día de septiembre.Pero quiero saber más de él. No tengo anadie más, solo una madre que vive

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encerrada en un cuarto sin luz,dejándose arrastrar por pensamientososcuros que no comparte con nadie. Aveces no hay respuestas y hay queconformarse, lo sé, pero no entiendo por

qué, cuando se casaron, no averiguó mássobre papá, no intentó conocerlo mejor.A estas alturas, es muy tarde. Es que asíes mamá.

Pero ahora tenemos un proyecto. Almenos, yo lo tengo. Y en realidad, creoque estamos muy cerca de encontrar lapista que nos faltaba.

Regresa a su cuarto y yo quiero sacarlade su letargo. Me quedo con estareliquia que nos manda

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un familiar lejano a quien ahora estoydesesperada por conocer. Apoyo lapequeña tarjeta contra la lámpara de mimesita de noche y bajo la intensidad dela luz. Me acuesto, me cubro ycontemplo la imagen hasta quedarmedormida.

La postal muestra un crucero con lainsignia ST. LOUIS Hamburg-AmerikaLinie. La dedicatoria estaba escrita enalemán: « Alles Gute zum GeburtstagHannah. » Firmaba, « Der Kapitän».

Hannah

Berlín, 1939

Al abrir desde adentro la enorme puerta

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de madera oscura, hago sonar sin quererel aldabón de

bronce, que rompe el silencio de unespacio donde ya no me sientoprotegida. Me preparo para el bulliciointermitente de la Französische Strasse,llena de banderas rojas, blancas ynegras. La gente camina y tropieza. Yanadie pide disculpas. Todo el mundo semueve como en fuga.

Llego al Hackesche Höfe, que hacecinco años pertenecía a Herr Michael,un amigo de papá. Los

Ogros se lo quitaron y él se tuvo quemarchar de la ciudad. Leo me espera,como cada mediodía, en la puerta del

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café de Frau Falkenhorst, en el patiointerior del edificio. Ahí está, con sucara de niño malcriado, listo paraprotestar porque me he demorado tanto.

Saco la cámara y comienzo afotografiarlo. Él posa y se ríe. La puertadel café se abre y sale un hombre con lanariz rojiza, y con él, un aire cálido conolor a cerveza y tabaco. De soloacercarme a Leo me invade su aliento dechocolate.

—Tenemos que irnos de aquí —dice, yyo asiento con una sonrisa—. No,Hannah. Tenemos que

irnos de aquí —repite, y marca el«aquí» alargando la «i».

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Ahora lo comprendo: no queremosseguir viviendo entre banderas, militaresy empujones. Me voy contigo adondesea, pienso, y nos lanzamos a correr.

Vamos en contra del viento, de lasbanderas, de los autos, y yo corro traslas zancadas de Leo, que sabe cómoescabullirse entre la multitud de los quese creen puros e invencibles. Haymomentos en que, si estoy con Leo, noescucho el ruido de los altavoces ni losgritos y las canciones de quienesmarchan en una enfermiza sincronía. Noes posible ser más feliz, aun sabiendoque mi felicidad no va a durar más de unminuto.

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Atravesamos el puente, con el BerlinerStadtschloss y la catedral detrás, paracontemplar las aguas del Spree yrecostarnos sobre la baranda. El río estan oscuro como los muros de losedificios que lo rodean. Ahora mi mentecomienza a vagar y me muevo al mismoritmo de la corriente. Siento

que podría lanzarme y seguir su cauce,volverme aún más impura. Pero hoyestoy limpia, sé que lo

estoy. Nadie se atreverá a escupirme.Hoy soy como cualquiera de ellos. Almenos, por fuera.

En las imágenes, las aguas del ríotienden a salir plateadas y el puente, al

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final, es como una sombra. Me detengoen el centro, encima del arco pequeño,cuando escucho a Leo llamarmeexasperado.

—¡Hannah!

¿Por qué tiene que sacarme de miensueño? No hay nada en este instantemás importante que poder aislarme,ignorar lo que me rodea y pensar que notenemos que irnos a ninguna parte.

—¡Un hombre te está tomando fotos!

Veo entonces al tipo flaco, larguirucho yde barriga incipiente, empuñando unaLeica con la que

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intenta enfocarme. Me muevo, corro,cambio de posición para hacerle másdifícil el trabajo. Debe ser

un Ogro que nos va a delatar. O unimpuro de los que trabajan para laestación de policía de la IranischeStrasse y se dedican a denunciarnos.

—Te fotografió a ti también, Leo. Nopuede haber sido a mí sola. ¿Quéquiere? ¿Tampoco podemos estar ennuestro puente?

Mamá insiste en que no deambulemospor la ciudad, llena como está degroseros vigilantes. Ya

nadie se siente obligado a usar una

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máscara para ofenderte. Somos el delito;ellos son la razón, el deber, elcumplimiento. Los Ogros nos agreden,nos gritan insultos, y debemos quedarnoscallados, en silencio, mientras nospatean.

Seguramente han descubierto nuestramancha, nuestras impurezas, y nosreportan. Le sonrío al hombre de laLeica, que tiene una boca enorme. Unlíquido transparente y viscoso le chorreade la nariz. Se limpia con el dorso de lamano y oprime varias veces más elobturador de la cámara. Toma todas lafotos que quieras. Envíame a la cárcel.

—Vamos a quitarle la cámara y lanzarla

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al río —me dice Leo al oído.

No dejo de observar a aquel hombreinsignificante que me dirige una sonrisay casi se arroja a

mis pies en busca del ángulo perfecto.Me dan deseos de escupirlo. Miro conasco su nariz húmeda, tan grande comola de las caricaturas de los impuros quesalen en la primera plana del DerStürmer, el periódico que nos odia yque ahora se ha puesto de moda. Sí,debe ser de los que sueñan con seraceptados por los Ogros. Un impuro-basura, como Leo acostumbra allamarlos.

Comienzo a temblar, Leo corre y me

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arrastra tras él como una muñeca detrapo. Y escucho que el

impuro-basura comienza a hacer gestoscon sus manos e intenta alcanzarnos.

—¡Niña! ¡Niña! ¡Tu nombre! ¡Necesitotu nombre! —grita.

Piensa que me voy a detener, que le voya dar mi nombre, mi apellido, mi edad,mi dirección.

Nos perdemos en el tráfico. Cruzamos lacalle, pasa un tranvía repleto y vemos alhombre aún en

el puente. Nos reímos, y él se atreveincluso a decirnos adiós.

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Nos encaminamos al café de GeorgHirsch, en la Schönhauser Allee, paracomprar algo dulce.

Leo siempre tiene hambre. Dejamos elpuente atrás y ya se me hacía la bocaagua al imaginarme los pfeffernüssefrescos, aunque no estuviéramos en díasde fiesta. De esas galletas dulces, mispreferidas eran las glaseadas en polvode azúcar con esencia de anís. Las deLeo, las bañadas en canela. Nosmanchábamos los dedos y la nariz deblanco y hacíamos el saludo de losOgros, que Leo transformaba en unaseñal de «Pare» al inclinar la manohacia arriba, formando una L con elbrazo.

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Esas ocurrencias de Leo, diría mimadre.

Ya muy cerca del café más dulce deBerlín, donde acostumbrábamos abañarnos en polvo de azúcar y a pasarlas tardes sin temer que nos denunciaran,nos quedamos paralizados en la esquina:

¡las vidrieras del café de Georg Hirschtambién estaban rotas! No puedo dejarde tomar fotos. Veo a Leo triste. En laesquina, un grupo de Ogros marchan alunísono y entonan un himno que es unaoda a la perfección, a la pureza, a latierra que solo a ellos debe pertenecer.¡Adiós pfeffernüss!

—Es la señal de que debemos irnos —

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dice Leo con tono lúgubre y salimoscorriendo de allí.

Irnos, ya lo sé: no de esta esquina, o delpuente, o de la Alexanderplatz.Simplemente irnos.

Es muy posible que estén esperando enla casa para detenernos. Si no son losOgros, será mamá,

pero de esta no salimos vivos.

En la estación de Hackescher Marktsubimos al primer vagón, detrás de lalocomotora de vapor

del

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S-Bahn. Nos sentamos frente a dosmujeres que constantemente se quejan delo caro que está todo, de la escasez decomida, de lo difícil que es conseguirhoy día café de buena calidad. Cada vezque gesticulan y levantan los brazos,lanzan olas de sudor mezclado conesencia de rosas y tabaco. La que máshabla tiene restos de carmín rojo en suincisivo superior, y parece una herida.La miro y, sin darme cuenta, comienzo asudar. No es sangre, me repito con lavista fija en su enorme boca. La mujer,incómoda, me hace un gesto para quedeje de mirarla. Bajo la vista y su olorañejado me penetra la nariz. Elconductor uniformado de azul llega ynos pide los boletos.

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Entre las estaciones del Zoo y la deSavignyplatz contemplamos por laventanilla las fachadas de

ladrillos ennegrecidos. Cristales sucios,una mujer sacudiendo una alfombra llenade manchas desde su balcón, hombresfumando en las ventanas y banderasrojas, blancas y negras por doquier. Leome señala un hermoso edificio quemadoen la Fasanenstrasse, cerca del paso anivel del S-Bahn. Aún se puede ver unanube de humo salir del techo principaldel domo destruido. En ese momento,nadie mira; evitan el edificio devastado.Deben sentirse culpables. No quierenver en lo que se está convirtiendo laciudad. La mujer del diente manchado

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también baja la cabeza. No solo nodesea ser testigo del humo: ahoratampoco se atreve a darnos la cara.

Nos bajamos en la siguiente estación yregresamos unas cuadras en busca de laFasanenstrasse.

Entramos por un pasillo lateral deledificio con el estuco carcomido por elpolvo y la humedad, y antes de llegar alpie de la ventana del comedor de HerrBraun, ya podemos oír su radio con elvolumen al máximo, como de costumbre.

Un viejo sordo y asqueroso. Otro Ogromás. Nos sentamos debajo de la ventanadel destartalado

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comedor, rodeada de colillas de cigarroy charcos de agua sucia. Este es nuestroescondite favorito. A veces el Ogro nosve y nos grita con desprecio «la palabracon la jota» que Leo y yo nos negamos apronunciar. Somos alemanes antes quenada, como repite mamá.

Leo no entiende por qué tomo fotos delos charcos de agua, del fango, de lascolillas, de las paredes corroídas, de loscristales en el suelo, de las vidrierasrotas. Para mí, cualquiera de esasimágenes vale más que las de los Ogros,o los edificios cubiertos de banderas, unBerlín que no quiero ver.

Ni el humo del edificio puede apaciguar

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el aliento del Ogro: una mezcla de ajo,tabaco, aguardiente y salchicha de cerdorancia. No cesa de escupir y restregarsela nariz grasienta y mocosa.

No sé qué me revuelve más el estómago:la pestilencia de su casa o verle la cara.Solo que, gracias a su oportuna sordera,podemos enterarnos de lo que pasa enBerlín.

Ya no nos está permitido oír la radio encasa, ni comprar el periódico, ni usar elteléfono.

—Es peligroso —me ha dicho papá—.No nos busquemos más problemas delos que tenemos.

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El Ogro cambia de estación variasveces. En unos minutos comienzan lasnoticias —o las órdenes, como las llamaLeo—, y el Ogro no deja de moverse nide hacer ruidos. Por fin, se sienta cercade la ventana y Leo tira de mí paraevitar que un denso y sonoro escupitajome salpique. No podemos parar de reír:ya tenemos estudiado cada uno de susmovimientos.

Leo sabe que puedo pasar el día enteroaquí con él, que me siento protegida a sulado. Que cuando estamos juntos nopienso en la agonía de mi madre, ni enlas maneras en que papá intenta alterarnuestras vidas.

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Leo es intenso. No camina, corre. Sedesplaza de un barrio a otro, e intentacaptar lo que sucede en la ciudad dondenacimos, que se deshace a pedazos,poco a poco. A veces se mezcla entrelos

Ogros que marchan y gritan por lascalles entre banderas tricolores, aunqueyo no me atrevo a seguirlo. Me hablacon ansiedad, como quien intuye que nosqueda poco tiempo.

Siempre tiene prisa, una meta quealcanzar, algo que mostrarme, que no mepuedo perder.

Nuestro momento de paz, de intimidad,es aquí, entre la peste y los escupitajos

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del Ogro, gracias a una radio viejasintonizada a todo volumen.

Leo es mayor que yo. Dos meses. Eso lohace suponerse más maduro, y yo le sigola corriente

porque es mi único amigo. El único entodo el planeta en quien puedo confiar.

A veces espía a su padre, que secreteacon el mío desde que se conocieron enla estación de policía de laGrolmanstrasse —que según Leo apestaa orina—, y se me acerca con ideasescalofriantes que prefiero ignorar.Planean algo grande, lo sabemos; algoen lo que podríamos estar incluidos ono. No creo que nos vayan a abandonar,

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o mandarnos a una escuela especialfuera de Berlín, o solos a otro país, conotro idioma, como hicieron con los hijosde unos vecinos de Leo; pero algo setraen entre manos, Leo lo puede intuir. Ya mí me asusta.

Él vive con su padre, un contador que seha quedado sin clientes, en un cuarto dela casa de huéspedes del número 40 dela Grosse Hamburger Strasse. Suedificio está al lado del centrocomunitario de los impuros, un lugarlleno de mujeres, viejos y niños con losque no saben qué hacer, ni a dóndeenviar, en un barrio en el que mamá nose atrevería a poner un pie ni aunque laobliguen.

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La madre de Leo logró escapar aCanadá, donde viven su hermano, sucuñada y unos sobrinos que aún noconoce. Leo y su padre no tienenesperanzas de reunirse de inmediato conella. Buscan «otras opciones de fuga»,como le gusta decir a Leo, y en elcomplot está incluido mi padre que,según él, ha ido enviando también sudinero a Canadá desde que comenzarona cerrar nuestros bancos en Berlín.

Eso, al menos, me hace feliz. Cualquierdecisión que tomen nuestros padres, sinos incluye a Leo

y a mí, juntos, a las dos familias,podremos sobrellevarla. Leo está seguro

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de que mis padres ayudan al suyo, quese ha quedado sin dinero niposibilidades de trabajar, para quetambién ellos puedan escapar.

Acostumbra a acompañar a su padre alos encuentros matutinos que tiene con elmío y aparenta

no escuchar, se finge entretenido paraque ellos no interrumpan suselucubraciones y proyectos. Yo, enbroma, le digo que se ha convertido enel espía de la mancuerna Martin-Rosenthal. Pero mantener los oídos bienabiertos es una actividad que se tomarealmente muy en serio.

Se niega a que lo visite en su nueva

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casa.

—No vale la pena, Hannah. ¿Para qué?

—No será peor que este horrible pasillodonde pasamos horas.

—A Frau Dubiecki no le gusta quetengamos visitantes. Es una vieja urracaque se aprovecha de

nuestra situación. Allí nadie la quiere. Ypapá se enojaría. Además, Hannah, nohay espacio ni para sentarse.

Saca del bolsillo un pedazo de pannegro y se lleva un trozo enorme a laboca. Me brinda, pero no lo acepto. Heperdido el apetito: como porque debo

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comer. Pero Leo devora el pan con unhambre

feroz y, mientras come, puedo detallarlo.

Leo despide energía por cada poro. Estálleno de colores. Su piel es rojiza, susojos, marrones.

—¡La sangre circula por mis venas! —exclama, y sus mejillas resplandecen—.Tú, de tan pálida,

eres casi transparente. Te puedo ver pordentro, Hannah —y me sonrojo.

No gesticula mucho, ni necesita hacerlo:con solo una oración su rostro expresamil emociones.

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Al hablarme, no puedo dejar deatenderlo. Me bombardea con suspalabras. Me pone nerviosa, me hacereír, me hace temblar. Uno escucha aLeo e imagina que la ciudad va aexplotar en cualquier segundo.

Su cabello es ondeado, abundante,parece que no se hubiera peinado nunca.Es flaco y largo.

Aunque somos del mismo tamaño, lucevarias pulgadas más alto. Se muerde loslabios con tanta fuerza que parecen casia punto de sangrar cuando cuenta algoimportante. Tiene ojos asustados, muyabiertos, y sus pestañas son las máslargas y oscuras que yo haya visto

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jamás. Siempre «llegan antes que él»,me gusta decirle. Cómo las envidio. Lasmías me entristecen, son tan claras queparecen inexistentes, como las de mamá.

—No las necesitas —me reconforta Leo—. Con esos ojazos tan azules quetienes.

El hedor me recuerda que estamos en uncorredor asqueroso. El Ogro se muevede un lado a otro.

Rara vez sale, a menos que vaya a hacercompras.

Leo me cuenta que el Ogro trabajaba enla carnicería de Herr Schemuel, a unascuadras de aquí,

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hasta que él mismo denunció al dueño.Se siente en control desde que los Ogrostomaron el poder:

ellos le han dado libertad para hacer ydeshacer a un insignificante y minúsculopiojo como él.

La terrible noche de noviembre de laque nadie deja de hablar apedrearon lavidriera y cerraron

el negocio a los Schemuel. Desde esedía se hizo irresistible el hedor de laciudad: a cañería rota, agua de cloaca

y humo. A Herr Schemuel lo detuvierony no se supo nada más del hombre quemás conocía de cortes

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de carne en este barrio.

Ahora el Ogro se ha quedado sintrabajo: quisiera saber qué beneficiosobtuvo con denunciar a

Herr Schemuel.

Berlín se ha llenado de Ogros. En cadacuadra hay un vigilante. Son losencargados de delatar, de perseguir, dehacernos la vida imposible a los quepensamos diferente, a quienes venimosde familias que no encajan en suconcepto de una familia. Debemos tenercuidado con ellos, y con los impuros-basura, que piensan poder salvarsedelatándonos.

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—Es mejor vivir encerrados, conpuertas y ventanas clausuradas —insisteLeo.

Pero nosotros no podemos quedarnostranquilos en un lugar fijo. ¡Total, si alfinal nos mandarán

adonde a nuestros padres les dé la gana!

Es difícil que los Ogros se percaten dequién soy. Puedo sentarme en los bancosde los parques

que nos están prohibidos. Puedo entrar alos vagones exclusivos para puros deltranvía. Si quisiera comprarlo, tampocose negarían a venderme el periódico.

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Según Leo, puedo hacerme pasar porquien quiera. No llevo la marca porfuera, aunque por dentro cargo laimpureza que heredé de mis cuatroabuelos y que los Ogros desprecian. ALeo le pasa lo mismo. Piensan que escomo ellos, pero a él su nariz lo delata,asegura, o la manera en que mira.

En realidad, no le importa que lodescubran y lo llamen sucio, o que lointenten agredir, porque sabeescabullirse muy bien y, si quisiera,podría correr más rápido que el grancampeón olímpico americano JesseOwens.

Ese poder que tengo para hacerme pasar

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por quien quiera sin que me escupan ome pateen, se vuelve contra mí cuandoestoy con los que son como yo. Piensanque me avergüenzo de ellos. Nadie

me quiere, no pertenezco a ningúnbando, pero eso no me afectademasiado. Tengo a Leo.

A menudo, nos refugiamos en el pasillodel Ogro para mantenernos al día de loque pasa. Si una

tarde no nos da tiempo a llegar, Leo sequeda ansioso porque teme haberperdido alguna noticia que puedecambiar el destino de nuestras vidas.

El hijo del panadero, que se siente

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orgulloso de su nariz enorme, nosinterrumpe. Pero es amigo

de Leo. Yo bajo la cabeza. Si Leo sequiere ir a jugar, que se vaya. Yabuscaré otra cosa que hacer.

—¿Con ella de nuevo? —le grita suamigo—. Sal de ese hueco sucio y dejaa la niña alemana —

al decir niña alemana, marca cadasílaba y hace una mueca de desagrado—. Déjala. Ella se cree mejor quenadie, y vámonos a ver la pelea en laesquina. Se matan a palos. ¡Vamos!

Leo le indica que baje la voz y se vaya.

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— Liebchen, Liebchen, Liebchen —canturrea, como si Leo y yo fuéramosenamorados, y desaparece.

Leo se da cuenta de que estoyavergonzada, me pasa el brazo por loshombros e intenta consolarme.

—No le hagas caso. Es un tontocallejero —me dice con suavidad.

Yo quiero irme a casa a agrandarme lanariz, a rizarme el pelo y teñírmelo denegro. Estoy cansada de que meconfundan. Quizás no soy hija de mispadres, sino una huérfana pura, adoptadapor impuros adinerados que se creensuperiores porque tienen dinero, joyas,edificios.

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Las noticias, en la voz distorsionada dela maltrecha radio del Ogro me saca demis patéticas lamentaciones. Habránuevas regulaciones y leyes que cumplir.Doy un salto a cada nueva orden, queresuena como un rugido. Me duele.

Será obligatorio reportar todas nuestrasposesiones. Muchos tendremos quecambiarnos los nombres y vendernuestras propiedades, nuestras casas ynuestros negocios al precio que ellosdeterminen.

Somos monstruos. Robamos el dinero delos otros. Esclavizamos a quienes tienenmenos.

Destruimos el patrimonio del país.

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Hemos desangrado a Alemania.Apestamos. Creemos en diosesdiferentes. Somos urracas. Somosimpuros. Miro a Leo, me miro, y noconsigo ver la diferencia entre él, Gretely yo.

Ha comenzado la limpieza en Berlín, laciudad más sucia de Europa. Potentesmangueras de agua

comenzarán a empaparnos hastadejarnos limpios.

No nos quieren. Nadie nos quiere.

Leo me levanta de un tirón y partimos.Yo lo sigo, sin ningún rumbo. Me dejollevar.

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El Ogro se asoma orondo a la ventana,como todos los Ogros, feliz con lalimpieza que se avecina —¡ya era hora!—, esa que él mismo ya iniciara en subarrio. Llegó el momento de aplastar alos indeseables, de triturarlos, dequemarlos, de asfixiarlos hasta que noquede uno vivo a su alrededor, nadieque dañe su perfección, su pureza.

Y con la satisfacción que le da el poderde aniquilar, de ser quien es, de estarpor encima de los demás, de sentirseDios en su magnífico cuartel rodeado decolillas y fango, lanza otro sonoro ydenso escupitajo.

Anna

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Nueva York, 2014

Hoy me desperté más temprano. No seme va de la mente el rostro de la niñaalemana: sus facciones son las mías.Quiero abrir bien los ojos paraolvidarme de ella. En mi mesita denoche tengo la foto de papá y ahora,también, la postal descolorida delbarco.

Esa es mi imagen favorita de papá.Siento que me mira de frente. Tiene elcabello oscuro peinado

hacia atrás, los ojos grandes y caídos, lamirada perdida, las cejas gruesas ynegras escondidas detrás de losdelicados lentes montados al aire, una

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sonrisa incipiente en los labios finos, lamandíbula cuadrada, el cuello largo yfirme, la espalda ancha. No hay hombremás hermoso en el mundo que

papá.

Si necesito comentar algo de la escuela,o simplemente hacer un resumen de midía o compartir

con alguien mis preocupaciones, saco sufotografía y la coloco debajo de lalámpara con pantalla de un tono marfil,decorada con unicornios grises quecabalgan hasta que la luz se apaga y yome quedo dormida.

A veces tomamos té juntos, compartimos

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una galleta de chocolate o le leo unpasaje del libro de

la biblioteca asignado por la escuela.

Si tengo que practicar algunapresentación para la clase de español, lohago con papá. No existe

un mejor interlocutor: él es el máscomprensivo, benevolente y calmado.

Una vez mamá me contó que, de niño, sulibro favorito era Robinson Crusoe, y eldía que entré en la escuela me lo regaló.Me puso sobre los hombros sus manosdelicadas y me miró fijo a los ojos:

—Para que aprendas a leer rápido.

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Ahora tienes una meta.

Yo me detenía en los escasos dibujos deaquellos dos hombres vestidos deharapos en una isla salvaje, y mepreguntaba por qué no habría másimágenes en ese libro de más de uncentenar de páginas que papá veneraba.Para mí no había nada atractivo en unmontón de hojas llenas de palabrasnegras sobre fondo blanco, sin un ápicede color.

Cuando aprendí a leer, intentédescifrarlo con sumo cuidado,repitiendo cada sílaba, cada palabra,pero todavía era muy difícil. Aquellasfrases rebuscadas me eran ajenas y no

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podía pasar más allá de la primera.

«Si alguna vez ha merecido hacersepública la historia de las aventuras porel mundo de un hombre particular...»Aquí no se hablaba de perros, ni gatos,ni de lunas perdidas, ni de bosquesencantados. La única palabra familiarque encontré fue «aventura». Era unlibro de aventuras. Primera clavedescifrada.

Más adelante, comencé a leerle a papásílaba por sílaba. Todas las nochesvencíamos una página.

Al principio, con cierto ahogo. Luegolas oraciones fluían sin que me dieracuenta.

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El día que finalmente comprendí lahistoria de aquel hombre varado en unaisla donde las estaciones se reducían alluvia y seca, en medio de la nada con suamigo Viernes, al que salvó de los

caníbales, me llené de esperanzas. Ycomencé a crearme mis propiasaventuras.

Papá podía estar perdido en una islalejana y yo navegaría en mi majestuosobarco de velas, atravesaría mares yocéanos, batallaría contra las temiblestormentas y las olas de imponentesocéanos hasta encontrarlo.

Pero hoy no es día de lectura. Debocontarle sobre el paquete que hemos

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recibido de Cuba, una

verdadera reliquia familiar. Porque sialguien sabe algo sobre ese barco y ladedicatoria en alemán, tiene que ser él.Convenceré a mamá de que vayamos aun laboratorio fotográfico para revelarlas imágenes en blanco y negro. Y séque él me va a ayudar a desentrañarquiénes son. Es probable que en esasfotos estén sus padres, o sus abuelosporque, según entendemos, son de antesde la guerra. La segunda, la más terriblede todas.

Cada día, al despertar, tomo la foto y labeso, antes de ocuparme del café demamá. Solo así consigo que se levante.

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En la cocina preparo el café sin azúcarmientras respiro por la boca, porque elolor del oscuro

brebaje me da náuseas, pero a ella legusta y la despierta. Voy muy despaciocon su tazón. Lo sostengo por el asa paraevitar quemarme con la poción que lasacará de su letargo. Doy dos toquessuaves en la puerta y, como siempre, nome contesta. Abro lentamente y entraconmigo la luz del pasillo.

Entonces la veo: pálida, inmóvil, conlos ojos en blanco, la mandíbula apuntahacia lo alto, el cuerpo contorsionado enun gesto de desesperación. No pudesostener el café, que cayó al piso con

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estruendo y manchó las paredes blancasde su cuarto.

Corro hacia el pasillo, abro la puertacon dificultad y busco las escaleras.Subo hasta el cuarto piso y toco lapuerta del señor Levin. Al abrirme, saltahacia mí su perro Vago. No puedo jugarcontigo, Vago , mamá me necesita. Elseñor Levin nota mi angustia, me abrazay en ese momento ya no puedo contenerel llanto.

—¡Creo que mamá está mal! —le digo,porque no me atrevo a pronunciar lapalabra que más temo. Que la perdí, quese ha ido, que me ha abandonado. Que apartir de este instante no solo seré

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huérfana de padre, sino también demadre, y quizá tenga que dejar miapartamento, mis fotos, mi escuela, yque sabe Dios a dónde me manden avivir. A Cuba, quizás. Sí, podríapedirles a los oficiales que vengan abuscarme que localicen a mi familiacubana, a Hannah, lo único que mequeda en el mundo.

Bajé por las escaleras con Vago, elseñor Levin tomó el ascensor. Lleguéprimero y lo esperé en la entrada delcuarto, sin mirar hacia dentro. Micorazón bombeaba sin control. Loslatidos eran tan fuertes que me dolíatodo el cuerpo. Con mucha calma, elseñor Levin entró, encendió la luz, se

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sentó en la cama de mamá. Le tomó elpulso, me miró, sonrió.

Comenzó a llamarla.

—¡Ida!, ¡Ida!, ¡Ida! —gritaba, pero elcuerpo continuaba inmóvil.

Poco a poco vi que los brazos de mamácomenzaban a relajarse y que movíaligeramente la cabeza hacia la izquierda,como evitándonos. El color volvía conlentitud a sus mejillas, y con ciertamolestia reaccionó a la luz inusual de sucuarto.

—No te preocupes, Anna, ya llamé a unaambulancia. Tu mamá va a estar bien. ¿Aqué hora viene

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el autobús de la escuela? —me dijo elúnico amigo que tengo en el universo. Eldueño del perro más noble del edificio.

Mamá veía cómo corrían mis lágrimas, yla sentí más triste que nunca, como sipidiera perdón,

avergonzada, pero sin fuerzas parapronunciar una sola palabra. Me acerquéy la abracé con cuidado para nolastimarla.

Me sequé las lágrimas y corrí a buscarmi autobús. El señor Levin se asomó anuestro balcón para

asegurarse de que el chofer merecibiera, y al subir los escalones y

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recorrer el pasillo hasta mi asiento, losniños se dieron cuenta de que habíallorado. Me senté en la última fila y laniña de trenzas que estaba delante de míse volvió y vi cómo me observaba.Seguro habrá pensado que me castigaronporque me comporté mal: no hice latarea, o no recogí mi cuarto, o no quisetomar el desayuno, o no me lavé losdientes antes de salir.

No me pude concentrar en ninguna claseese día, pero no hubo un maestro que memolestara con

preguntas que no hubiera podidoresponder. No sabía si mamá sequedaría varios días en el hospital, si

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sería posible vivir un tiempo con elseñor Levin.

De regreso a casa, en el balcón estabaotra vez mi amigo. Ahí comprendí quemamá seguía en el

hospital y que yo tendría que encontraradónde ir.

Bajé del autobús sin despedirme delchofer. Me detuve por unos minutos enla entrada del edificio porque no queríaentrar. Vi los primeros brotes de verdede la parra virgen que cubre la esquinadel edificio: evitaba subir.

Primero recogí el correo, como cadadía. Luego corrí por las escaleras. Al

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entrar, Vago se abalanzó sobre mí ycomenzó a lamerme. Me senté en el pisoy lo acaricié por un rato largo, tratandode retrasar mi llegada a la sala. Por finentré y vi al señor Levin, ahora conVago a sus pies, y a mi madre en subutaca de piel junto a la puerta delbalcón, que estaba abierta. Ambossonrieron. Ella se levantó y vino haciamí con paso firme.

—Fue un susto nada más —me dijo aloído para que el señor Levin no la oyera—. No volverá a

suceder. Te lo prometo, mi niña.

Hacía mucho tiempo que no me llamaba«mi niña». Comenzó a acariciarme el

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pelo. Cerré los ojos y recosté la cabezaen su pecho, como cuando era una bebéy no podía saber realmente qué habíapasado con mi padre, cuando teníaesperanzas de que entrara por la puertaen cualquier momento.

Respiré profundo y sentí su olor a ropalimpia y jabón.

La abracé y permanecimos así porvarios minutos. De pronto, la habitaciónse hizo enorme y me

sentí mareada. No te separes, quédateun rato más así. Abrázame hasta que tecanses, hasta que no puedas más. Vagoviene a lamerme los pies y me saca demi ensueño, pero al abrir los ojos veo

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que es realidad: mamá está en pie,sonríe, tiene color en el rostro, ha vueltoa ser hermosa.

—La presión le bajó demasiado. Le vana cambiar los medicamentos y todo va aestar bien —dijo

el señor Levin y mamá le dio lasgracias, se desprendió de mí y fue hastala cocina.

—Ahora vamos a cenar. —Entró contoda disposición a una zona desconocidapara ella, al menos

durante los últimos años.

La mesa ya estaba puesta: servilletas,

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platos, cubiertos y vasos para tres.Desde el horno llegó el olor del salmóncon alcaparras y limón. Llevó la fuente ala mesa y comenzamos a cenar ensilencio.

—Mañana iremos a un laboratorio defotografías en Chelsea. Ya llamé y nosvan a recibir.

Eso era lo que necesitaba para olvidarel susto de hoy. De alguna manera mesentía culpable; sabía que en ocasioneshabía deseado que no se despertara, queno abriera más los ojos y siguiera en susueño sin dolor. Si pudiera le pediríaperdón. Pero ahora vamos a descubrirquiénes están en las fotos. Y yo siento

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que mamá está recuperando el control o,al menos, tiene más energía.

Acompaño al señor Levin y a Vago hastasu apartamento, y nos tropezamos con lavecina

cascarrabias que no quiere al perro másnoble del edificio.

—¡Es un perro sucio, encontrado en lacalle! Sabe Dios si está lleno de pulgas—le ha dicho a los otros vecinos, que latildan de loca.

Pero Vago, que es el mejor perro delmundo, la saluda al verla, sin importarlesu rechazo. A Vago le falta la mitad delpelo. Tiene un ojo gacho. Es un poco

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sordo. Tiene la cola chueca. Por eso lavieja no lo quiere, pero él es un perrofeliz. El señor Levin lo rescató y lehabla en francés.

«Mon clochard», lo llama, porque,según él, su dueña era una ancianafrancesa, otra solitaria como él, quehallaron muerta en La Touraine, uno delos edificios de apartamentos másantiguo de

Morningside Drive.

—Vivimos en la zona parisina deManhattan —le gustaba decir a mamá enla época en que me hacía cuentos antesde dormir.

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Cuando el superintendente abrió lapuerta de la señora francesa, Vago seescapó y no pudieron alcanzarlo. Unasemana más tarde, en una de suscaminatas al amanecer, el señor Levin lovio subir con gran esfuerzo lasempinadas escaleras del parque deMorningside y llegar a refugiarse a suspies.

— Mon clochard —lo llamó, y el perrosaltó de felicidad.

Vago siguió obedientemente al señorLevin, un anciano corpulento de cejaspobladas y grises, hasta su apartamento,y se convirtió en su compañero. El díaque me lo presentó, el señor Levin me

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dijo muy serio:

—El año que viene cumplo ochentaaños, y a esa edad uno cuenta losminutos que le quedan. No

quiero que a mi Clochard le pase lomismo otra vez. En el momento en quefuercen la puerta para ver por qué norespondo, quiero que mi perro conozcael camino a tu casa.

— Mon clochard —le dije a Vago conmi fuerte acento americano, mientras loacariciaba.

Aunque mamá nunca me ha permitidotener una mascota —solo peces, queduran lo que una rosa

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—, sabe que no se puede negar a queVago venga a vivir con nosotros, puessiempre estaremos en deuda con miúnico amigo.

—Anna, al señor Levin le quedantodavía muchos años de vida, así que note hagas ilusiones —

me respondió al insistirle en quetendríamos que hacernos cargo de superro.

Para mí el señor Levin no es ni viejo nijoven, ni grande ni pequeño. No esfuerte, lo sé porque

camina con mucha calma, pero su mentees aún tan ágil como la mía. Encuentra

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respuestas para todo y si te mira fijo alos ojos, tienes que atenderlo sindistraerte.

Ahora Vago no quiere que me vaya ycomienza a gemir.

—Vamos, perro malcriado —loconsuela el señor Levin—. La señoritaAnna tiene cosas más importantes quehacer.

Al despedirme en su puerta, el señorLevin toca la mezuzá y puedo divisaruna única foto en tono

sepia en su pared. Él, en la época queera un joven apuesto, sonriente, con elpelo negro y abundante, junto a sus

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padres. Quién sabe si el señor Levinguarda algún recuerdo de aquellos añosen un pueblo que entonces pertenecía aPolonia. Ha pasado mucho tiempo, debehaberse olvidado.

—Eres una niña con alma vieja —mecoloca su pesada mano sobre la cabezay me da un beso en

la frente.

No entiendo lo que quiere decir, pero lotomo como un cumplido.

Me retiro a mi cuarto, a hacerle elresumen del día a papá, que me esperaen la mesita de noche.

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Mañana saldremos y dejaremos losnegativos en un laboratorio defotografía. Le cuento de Vago, del señorLevin, de la cena preparada por mamá.Solo evité hablarle del susto quepasamos en la mañana.

No quiero preocuparlo con esas cosas.Todo va a estar bien. Lo sé.

Me siento más agotada que nunca. Losojos se me cierran. No puedo seguirhablando, ni apagar la

luz. Ya casi dormida siento que mamáentra a mi cuarto y apaga la lámpara demi mesita de noche: los unicornios dejande girar y se van a descansar, como yo.Me cubre con mi colcha de felpa morada

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y me da un beso, suave y largo.

A la mañana siguiente un rayo de sol medespierta: olvidé bajar las cortinas antesde dormirme.

Me levanto sobresaltada y dudo porunos segundos: ¿soñaba?

Siento ruidos afuera. Alguien está en lasala o en la cocina. Me visto a todaprisa y, sin peinarme, salgo a ver quésucede.

En la cocina, mamá acaricia su taza decafé, bebe despacio, sonríe, sus ojospardos se iluminan.

Vestida con una blusa lila, pantalones

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azul oscuro y los zapatos que ella llama« ballerinas», se acerca a mí y me da unbeso. No sé por qué, cuando la siento ami lado, tiendo a cerrar los ojos.

Comencé a desayunar con premura.

—Con calma, Anna...

Pero yo quería terminar lo antes posible,quería ver a los personajes de esasfotos, porque sentía que estábamos muycerca de descubrir a la familia de papá yla historia de un barco que tal veznaufragó en medio del océano.

Al salir del apartamento, la vi voltearsecon un breve gesto. Cerró la puerta conllave y se detuvo por un instante, como

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arrepentida.

Sin sujetarse de la baranda de hierro,bajó los seis escalones de la entrada deledificio que la separaban de un mundoque había olvidado. Una vez en la acera,me tomó de la mano e hice que apurarael paso, pero ella quería inhalar todo elaire posible, aunque aún estuviera unpoco frío, que la bañaran los rayos desol de una primavera atrasada. Sonreía alos transeúntes que se cruzaban en elcamino. Se sentía libre.

Cuando llegamos al estudio fotográficoen Chelsea, tuve que ayudarla a abrir laspesadas puertas

de cristal de la entrada. El hombre

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detrás del mostrador, que ya nosesperaba, se colocó unos guantesblancos, desplegó en una mesailuminada los rollos que le entregamos ycomenzó a revisarlos uno

por uno con una lupa.

Habíamos recibido un tesoro de LaHabana. Yo era la detective de unmisterio que estaba a punto

de descifrarse.

Las imágenes que veíamos estaban alrevés. Lo negro se volvía blanco; loblanco, negro. Como si

nuestros fantasmas se dispusieran a

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cobrar vida bajo lámparas potentes yemulsiones químicas.

Nos detenemos en uno de los contactos,marcado con una cruz blanca. En unaesquina, una nota

borrosa dice en alemán: «La tomó Leoel 13 de mayo de 1939», mamá nostraduce. Es la única foto

en que aparece una niña, muy parecida amí, en la ventanilla de lo que el hombrecanoso piensa que es, quizás, elcamarote de un barco.

Creo que se preocupa un poco al vermetan ilusionada con esos negativos.Piensa que espero de

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ellos demasiadas respuestas que noencontraré. Ahora la tarea seráinvestigar su procedencia, quéfamiliares de papá aparecen en las fotosy adónde fueron a dar. Al menossabemos que uno de ellos desembarcóen Cuba. ¿Y los demás?

Si papá nació a finales de 1959 y estosnegativos tienen setenta años, estamoshablando de la época en que misbisabuelos llegaron a La Habana. Esposible que también aparezca mi abuelocuando era un bebé, quién sabe. Mamácree que son fotos de Europa, de latravesía por mar, cuando

escapaban de la guerra que se

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avecinaba.

—Tu padre era de pocas palabras —merepite.

En el taxi de regreso a casa, me toma dela mano, busca toda mi atención. Sé queviene otra noticia, una que ha reservadotodos estos años. Aún cree que estoymuy pequeña, que no puedo entender porlo que ha pasado mi familia. Yo soyfuerte, mamá. Puedes decirmecualquier cosa. No me gustan lossecretos. Y, por lo que veo, esta familiaestá llena de secretos.

Hubiera sido más fácil decirme desde eldía que me aceptaron en la escuela, enFieldston, que soy huérfana de padre.

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Pero ella insistía en la misma frase: «Tupadre se fue un día y no regresó.» Coneso era suficiente.

—Creo que ya es hora de que sepasalgo. Por parte de papá eres tambiénalemana —dijo con una

leve sonrisa, como pidiendo perdón.

No le respondo. No reacciono.

El taxi entra en el West Side Highway,hacia el noroeste de la ciudad. Abro laventanilla. El aire frío del Hudson y elbullicio de la ciudad impiden que mamácontinúe. No puedo dejar de pensar enla nueva noticia.

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Llego a casa con la cara congelada yenrojecida, y nos topamos con el señorLevin y con Vago

que, después de caminar, suelen sentarsea descansar en los escalones de laentrada.

—¿Me puedo quedar un rato? —le pidoa mamá, que me responde con unasonrisa.

—¿Cuándo estarán listas las fotos? —me pregunta el señor Levin, pero Vagoestá encima de mí, me hace cosquillas,no me permite responder la pregunta desu amo. Vago es un perro muymalcriado, pero muy divertido.

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Al regresar a casa voy directamente a micuarto. Frente al espejo, empiezo aintentar descubrir los rasgos alemanesque debo haber heredado de un padreque creía cubano. ¿Qué veo en elespejo? A

una niña alemana. ¿No soy, acaso, unaRosen?

Los Rosen salieron de Alemania en1939 y se asentaron en La Habana. ¿Yqué más?

—Es lo único que sé, Anna —me dijo, yen lugar de irse a la cama se sentó a leeren su butacón.

No sé para qué aprendí español.

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Hubiera sido mejor el alemán. Lo llevoen la sangre, ¿no?

La niña alemana.

Hannah

Berlín, 1939

La cena está servida. El comedor se haconvertido en nuestra cárcel, con susparedes de madera

oscura que ya nadie pule. El techo, conpesados moldes cuadrados, parece apunto de caernos encima.

Ya no tenemos ayuda en casa; todos sehan ido. Hasta Eva, que me vio nacer.

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No es seguro para

ella, y no quiere vernos sufrir. Aunquecreo que, en realidad, nos abandonóporque no quiere verse en la disyuntivade tener que denunciarnos.

A escondidas, Eva no ha dejado devenir, y mamá le paga como si aún fueranuestra empleada.

—Ella es parte de la familia —le aclaraa papá, cada vez que él le advierte quedebemos reducir

los gastos, que nos quedaremos sindinero en Berlín.

En ocasiones, Eva nos trae pan, o cocina

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en su casa y viene con la comida en unaenorme vasija

para que la recalentemos. Siempre tuvollave de la casa y entraba por la puertaprincipal. Ahora solo accede por laentrada de servicio, para que FrauHofmeister no la vea.

Esa mujer está pendiente de lo quehacemos, es la vigilante del edificio.Tengo su mirada clavada en la nuca.Salgo a la calle y me sigue, sus ojos mepesan en la espalda. Es una sanguijuelaque daría cualquier cosa por quedarsecon algún vestido de mamá; por entrar anuestra casa y llevarse las joyas, losbolsos, los zapatos hechos a la medida

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que nunca entrarían en sus piesrechonchos.

—El dinero no compra el buen gusto —sentencia mamá.

Frau Hofmeister gasta una fortuna envestidos, pero en ella lucen prestados.

No entiendo por qué mamá se viste y searregla como si fuera a salir de fiesta.Se pone incluso

pestañas postizas, que le dan un aire aúnmás lánguido a sus ojos caídos. Tienegrandes párpados,

«ideales para el maquillaje»,comentaban sus amigas. Pero usa poco

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color en el cutis. Tonos color rosa,blanco, negro, un poco de gris. El rojoen los labios es solo para ocasionesespeciales.

Cada día que pasa, el comedor nosqueda más grande. Me hundo en la sillay veo a mis padres en

la distancia. No puedo distinguir susrostros, sus facciones se me vanborrando. La única luz es la de lalámpara que cuelga sobre la mesa y tiñede naranja pálido los platos blancos deporcelana.

Estamos encerrados alrededor de unamesa rectangular, de caoba y con patasgruesas. Junto al plato de papá, veo una

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edición de Das Deutsche Mädel, larevista de la liga de las niñas alemanas.

Todas mis amigas, o mejor, miscompañeras de clase, estaban suscritas aella, pero papá no me permitía traer acasa ningún ejemplar de esa «basuraimpresa», como la llamaba. Nocomprendo por

qué puede tener ahora un ejemplar a sulado. ¿Podemos empezar a comer?Ambos parecen absortos,

bajan la cabeza. No se atreven ahablarme. Se llevan a la boca, ensilencio y al unísono, la cucharada desopa que tragan con dificultad. No memiran. ¿Qué hice? Papá se detiene, alza

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la vista, me clava los ojos y voltea larevista lentamente, deslizándola haciamí con furia contenida.

No puedo creerlo. ¿Qué va a ser de mí?Leo me odiará. Tendré que olvidarnuestros encuentros

diarios al mediodía en el café de FrauFalkenhorst. Nadie tomará chocolatecaliente conmigo. El hijo

del panadero tenía razón, Leo. Debíashaberte separado de mí. No mebusques.

En la portada de la revista de las niñaspuras, las que no tienen manchasheredadas de sus cuatro abuelos, las de

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nariz pequeña y respingada, piel blancacomo la espuma, cabello rubio y ojosmás azules que el mismísimo cielo,donde no hay espacio para laimperfección, aparezco yo, sonriente,con la mirada fija en el futuro. Me hanconvertido en «la niña alemana» delmes.

Hay un vacío en el comedor. No sesiente ni el sonido de las cucharas altocar el miserable plato de sopa. Nadieme habla. Nadie me recrimina.

—No fue mi culpa, papá. ¡Créeme! —grito.

El fotógrafo que tomamos por unimpuro-basura terminó siendo un Ogro

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que trabajaba para La

niña alemana. Creí que habíadescubierto mi mancha, a pesar dehaberme bañado ese día hastaarrancarme la piel, y que por eso mefotografiaba.

—¿Cómo puede haberse equivocado?—Nadie me responde.

—Estás sucia, Hannah. No te quiero asíen la mesa —me dice mamá y, porprimera vez, oír que

me llamaran sucia fue como una caricia.

Sí, lo estoy, y quiero que el mundo sepaque no me importa estar sucia,

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manchada, arrugada.

Quiero decírselo a mis padres, pero nopuedo porque, al final, todos estamossucios. Nadie se salva.

Ni la pulcra y altiva Alma Strauss, hoyuna Rosenthal más, tan sucia comocualquiera de los impuros que vivenhacinados en los cuartos del barrioSpandauer Vorstadt. Ni papá, eleminente profesor Max Rosenthal, queahora deambula entristecido y con lacabeza gacha.

Me levanté de la mesa, me cambié deropa para satisfacerla. Me puse unvestido blanco de mangas

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cortas perfectamente planchado. ¿Así tegusta, mamá? No me llevaré estevestido el día que tengamos queabandonarlo todo. No me puedo mover.Si me muevo, se estruja. Si me siento, sequeda marcado.

Hasta una lágrima puede mancharlo. Ylas manos, me las enjaboné tanto queaún huelen a sulfato.

Mientras toma una cucharada de sopa,mamá me revisa, sin reproches.

Papá suspira. Toma la revista y laguarda en su portafolio.

—Quién sabe si tu rostro en esa portadanos servirá algún día —parece

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resignado. El daño está

hecho.

—¿Ya podemos cenar con tranquilidad?—sugiere con ironía mamá.

Se escucha el delicado sonar de lascucharas contra los platos de porcelanade Meissen que mamá

comenzó a usar desde el día que supoque pronto tendría que deshacerse deellos y que pasarían a manos de unavulgar familiar berlinesa.

—Una vajilla que lleva con los Straussmás de tres generaciones —suspira ytraga.

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No toco mi plato. Creo que si rompo unapieza no dudarán en enviar a esta niñaalemana en un

tren a Dios sabrá dónde. Y que ni se meocurra hacer ruido al probar la sopainsípida y clara, con un par de papas queflotan con dificultad y un trozo malcortado de cebolla morada, porque memandarían a la cama, a dormir con labarriga vacía.

—Madagascar —dice papá. No sé a quése refiere.

Mamá se lleva a la boca otra cucharadade sopa, ya fría, que traga a empujones.Silencio. Espero

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que papá continúe. Madagascar.

—¿En qué continente está Madagascar?¿África? ¿Nos vamos tan lejos? —pregunto y me ignoran.

La Divina deja escapar una lágrima queno puede contener a pesar de que seesfuerza. Se la seca

rápidamente con la servilleta de encajeblanco, sonríe y me roza la mano paraintentar mostrarme que esa lágrima nosignifica nada para ella. La tristezapasó. Hay que emigrar. Es la únicaopción.

—Mientras más distante esté el lugaradonde vayamos, mejor —y sella su

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aprobación con otra cucharada de sopa.Se lleva las blanquísimas manos a sucuello y se acaricia con cierto airearistocrático.

—Etiopía, Alaska, Rusia, Cuba —papácontinúa enumerando nuestros inciertosdestinos.

Mamá me mira, sonríe y comienza undiscurso que parece no tener fin.

—No hay que llorar, Hannah. Nosiremos adonde nos tengamos que ir. Paraeso sabemos varios

idiomas. Y si es necesario,aprenderemos otros. Somos distintos,aunque nos quieran arrojar al montón.

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Comenzaremos de nuevo. Si no podemostener una casa frente a un parque o unrío, la tendremos junto al mar.Disfrutemos nuestros últimos días enBerlín.

Su calma me asusta. Habla y marca cadapalabra, redondea las vocales con ciertaletanía. Hace una pausa, respira ycontinúa. Presiento que de pronto podríacomenzar a llorar, a recriminar a papá, amaldecir su terrible existencia, supasado, su herencia.

La veo tan frágil que dudo que puedaresistir, ya no un viaje a Madagascar,sino una simple salida al Hotel Adlon, aver por última vez la Puerta de

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Brandeburgo y despedirse delSiegessäule, la enorme columna de lavictoria que visitábamos las tardes deotoño.

—Podríamos ir al Adlon, Hannah.Deberíamos despedirnos de MonsieurFourneau, que siempre

ha sido tan amable con nosotras. Y, porsupuesto, de Louis.

Se me hizo la boca agua al pensar en losbombones que nos servía MonsieurFourneau. Recuerdo

cómo me acomodaba la servilleta, y sunariz puntiaguda se acercaba tanto a micara que podía sentir su respiración.

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Louis era el hijo del dueño, y ahorahabía tomado el mando. Le encantabamamá, la distinción que ella le daba a suhotel. Se sentaba con nosotras y noscontaba qué personajes de la altasociedad, o incluso de Hollywood,estaban hospedados por aquellos días.

A ella le es difícil aceptar el hecho deque ya no es bienvenida en el hotel queconsideraba suyo.

La enorgullecía decir que aquel lugarera el símbolo de la modernidadalemana, el símbolo de la elegancia: unafachada sobria, pero en el interiorenormes columnas de mármol y unaexótica fuente con la escultura de

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elefantes negros.

Incluso sus padres habían asistido a lainauguración en 1907. Ese día, el abuelole regaló a la abuela la Lágrima, la perlaimperfecta, su joya favorita. Que algúndía será mía, como mamá me recuerdacada año. Al cumplir doce años, laLágrima fue suya, y solo la lleva aeventos muy especiales.

Ahora Louis recibe a los Ogros. Sonellos quienes le dan categoría a su hotel,representan a la alta sociedad y alpoder, y no a una simple heredera que secree más misteriosa que la Divina,casada con un profesor venido a menos.Nosotros somos los impuros, los que

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dañamos la vista y la reputación de unainstitución legendaria.

Una vez, mientras limpiaban lasgigantescas alfombras persas de casa,nos quedamos en dos habitaciones convista a la Puerta de Brandeburgo. La míaera enorme y se comunicaba con la demis padres. Por las mañanas, corría lascortinas de terciopelo rojo y abría lasventanas para que entrara el sonido de laciudad. Me encantaba ver a la gentecorrer tras los tranvías, el caóticotráfico de la Unter den Linden. El airefrío de Berlín olía a tulipanes, a algodóndulce, al polvo azucarado de anís de lospfeffernüsse frescos.

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Yo desaparecía entre las almohadas depluma y las sábanas blanquísimas quenos cambiaban dos

veces al día. Me traían el desayuno a larecámara y me saludaban: GutenMorgen, Prinzessin Hannah.

Nos vestíamos elegantemente paraalmorzar, nos cambiábamos para tomarel té y aún nos poníamos

un tercer traje para la noche.

—Sí, los bombones de Louis, rellenosde cerezas —apruebo entusiasta conexpresión de niña tonta, malcriada, porseguirle el juego.

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La observo con detenimiento, su lentitudy su esfuerzo para llevarse una simplecucharada de sopa a la boca. Quiero queme mire, que sepa que existo. Me retiroa mi cuarto, sola. Mamá, por favor,vuelve a leerme en francés novelasrománticas del siglo pasado. Cuéntamede Madame Bovary, aquella mujerenamorada y aburrida. Casi llegas allamarme Emma inspirada en ella, peropapá no lo permitió. De esa historia deromances y traiciones, solo recuerdo aEmma tomando cucharadas de vinagrepara que su marido la viera enferma ydemacrada. Un día me levantétemprano, muy triste, pero ni ustedes,ni Eva, se dieron cuenta. Fui a lacocina y tomé vinagre, con la intención

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de que mi rostro reflejara lo que sentía.Y también quería tener listo un pañuelode batista, como el de Emma, con gotasde vinagre, por si alguien sedesmayaba. Pero aquí la única quepierde el conocimiento soy yo, apenasveo una simple gota de sangre.

Practiquemos el español con novelascaballerescas de quijotes y sanchos.Seamos Romeo y Julieta en ese inglésdifícil que dominas a la perfección.Volvamos a ser de nuevo la familia deantes.

Prométemelo, mamá.

No esperes ahora a la niña inteligente,la que sabe cómo comportarse y puede

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hablar de literatura y geografía en lossalones de té. No. Quiero ser conustedes una niña malcriada, que corre,grita, salta, llora. Es hora de unarabieta típica de mi edad. ¡No me voy!¡No quiero salir del cuarto!

¡Váyanse ustedes y déjenme aquí conEva!

Me llevo a la cama la muñeca vestida detafetán rojo que mamá me regaló el añopasado y que

detesto. Juego a ser niña y culpo a mispadres, pero al final sé que mi destinono está en mis manos ni en las de ellos;que intentan sobrevivir en medio de unaciudad que no puede sostenerse más.

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Tocan a la puerta. Me escondo bajo lassábanas y siento que alguien se acerca yse acuesta a mi lado. Es papá, que memira con compasión.

—Mi niña, mi niña alemana. —Y medejo mimar por el hombre que másquiero en el mundo—.

Nos vamos a vivir a América, a NuevaYork, pero aún estamos en la lista deespera para que nos dejen entrar. Es poreso que antes tendremos que ir a otropaís. Solo en tránsito, te lo prometo. —La voz de papá me calma. Su calor meinvade, su aliento me arropa. Si continúahablándome con esa cadencia, mequedaré dormida—. Ya nuestro

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apartamento está listo en la ciudad delos rascacielos, Hannah. Viviremos enun edificio con nombre de montaña,cubierto de hiedra, en la calleMorningside Drive. Desde la sala, en elMont Cenis, podremos ver el sol salirtodas las mañanas.

Es hora de que me duermas, papá. Dejade soñar. Quiero que me cantes unacanción de cuna, como cuando erapequeña y me quedaba dormida en tusbrazos, los más fuertes del mundo. Soyde nuevo la niña obediente y educadaque no interrumpe a los mayores. Laque no quiere separarse de ti y teabraza hasta que el sueño la rinde.

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Volveré a ser una bebé y despertaré, ypensaré que estamos en medio de unapesadilla. Que nada

ha cambiado.

Papá no sufre porque vayamos a perderlo que es nuestro, o porque tengamosque irnos de Berlín

al fin del mundo. Él tiene una profesión.Él puede comenzar de nuevo aunque nole quede un centavo en el bolsillo: lolleva en la sangre. Él sufre por mamá,porque ve que cada día que pasa es unaño que le cae encima. No creo quepueda adaptarse a vivir fuera de su casa,sin sus joyas, sin sus vestidos, sin susperfumes.

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Va a enloquecer. Lo sé. El dolor laaniquila. Está dejando poco a poco suvida entre las paredes que han sidosuyas por varias generaciones. El únicoespacio donde le ha gustado vivir, dondeestán las fotos de sus padres, dondeguarda la Cruz de Hierro que el abueloobtuvo en la Gran Guerra. Papáextrañará más su gramófono y susdiscos. Tendrá que despedirse parasiempre de Brahms, de Mozart, deChopin. Lo bueno con la música es que,como él dice, la llevas contigo, en tumente. Eso nadie te lo puede quitar.

Y yo, lo que ya he comenzado aextrañar, son las tardes con papá en sudespacho, descubriendo

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países en sus mapas antiguos,escuchando los relatos de sus viajes a laIndia y su recorrido por el Nilo,imaginándonos en una excursión a laAntártida o de safari en África.

—Algún día lo haremos —meconsolaba.

No me olvides, papá. Quiero volver aser tu alumna, aprender la geografía decontinentes lejanos.

Y soñar, solo soñar.

Anna

Nueva York, 2014

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Cierro los ojos y estoy en la cubierta deun barco enorme a la deriva. Abro losojos y el sol me

ciega. Soy la niña del barco, con el pelocorto, sola en medio del océano.Despierto y aún no sé quién soy: Hannaho Anna. Siento que somos la mismaniña.

Sobre la mesa de madera del comedor,mamá despliega las fotos en blanco ynegro que nos llegaron desde una islaque está allá abajo en el mapa, en mediodel Caribe.

En la pared blanca del pasillo, junto allibrero de madera que no debo tocar,está el retrato ampliado de la niña en la

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ventanilla de su camarote. No mira a laorilla, ni al agua, ni al horizonte.

Está como a la espera de algo. No esposible definir si se acercaban al puertoo estaban aún en medio del océano.Recuesta la cabeza en su mano,resignada. La raya del pelo marcada allado, con un corte que deja aldescubierto la cara redonda y el cuellodelicado. El pelo parece claro en unaimagen tan contrastada que me cuestatrabajo distinguir bien sus ojos, o sabersi en realidad se parece a mí.

—El perfil Anna, el perfil —me dicemamá sonriente, absorta en aquellasimágenes, en especial

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la de la niña.

Busco la revista de hojas frágiles, encolores tenues y gastados, y comprueboque la de la portada es la misma niñadel barco. La hojeo, pero no encuentroninguna referencia a una travesía por elAtlántico. No hay quien descifre esteenredo. Mamá es la que puede entenderun poco de alemán, pero no le dedicamucho tiempo a la revista: se concentraen las fotos. Comenzó a organizarlas portemas: retratos de familia, interiores, laciudad, las del barco. Colocó al finaltodas las que muestran al mismo niño.

No puedo creer que un sobre que llegóde Cuba haya conseguido sacar a mamá

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de la cama. Es otra. Todavía no sé si fueel sobre o el susto. Por primera vezsiento que me presta atención, que metoma en cuenta. La veo concentrada enaquellas imágenes que tienen que vercon una familia que huía de otrocontinente en vísperas de una guerraanunciada.

—Es como estar viendo una película deun Berlín en los años veinte o treinta. Unmundo a punto

de de-

saparecer. Ya no queda nada de esaépoca, Anna —me comenta mientrasrevisa cada foto.

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Y vuelve a hacer su gesto deacomodarse el pelo detrás de la oreja,como antes. También ha comenzado ausar un poco de color. Ojalá el fin desemana me permita maquillarla, jugarcon los cosméticos, como hacíamoscuando aún yo no iba a la escuela y ellano había caído en cama.

Es hora de hacer la tarea, pero prefieroquedarme con mamá en la mesa. Unosminutos más, sí, y

voy a la cocina para preparar un té.

Vidrieras rotas, la estrella de David,cristales por todas partes, grafitis en lasparedes, charcos de agua, un hombre quehuye de la cámara, un viejo triste con los

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brazos llenos de libros, una mujer quearrastra un enorme coche de bebé, otracon sombrero que salta

sobre un charco que parece un espejo,una pareja de enamorados en un parque,hombres con sombreros, vestidos denegro. Parecen uniformados. Todos loshombres con la cabeza cubierta.

Tranvías abarrotados. Y más cristales...El fotógrafo se obsesionó con loscristales en el piso.

Mamá trajo también las imágenesdigitalizadas, así que podré imprimirlasa mi antojo, recortarlas, ampliarlas. Haymucho por descubrir.

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Con el té servido, aprovecho y meacerco. Cierro los ojos y respiroprofundo para sentir su olor

a jabón. Me detengo en la foto de unhermoso edificio quemado y con eltecho destruido que tiene en la mano, yveo sus uñas cortas y pulcras, sus dedossin anillos, sin su aro dorado, y losacaricio. Ella recuesta su cabeza sobrela mía. Estamos juntas de nuevo.

—Esa fue la noche más terrible. Lanoche del nueve al diez de noviembre de1938. Nadie lo esperaba —mamá tieneun nudo en la garganta.

La escucho contar el terrible drama y nopuedo ponerme triste, porque estoy feliz

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de tenerla de

vuelta. Me asusta pensar que este dolorpueda mandarla de nuevo a la cama.Será mejor dejar las fotos hasta que serecupere.

Pero ella continúa.

—Rompieron los vidrios de cadanegocio, tal vez una de esas tiendasdestruidas fuera de tus bisabuelos.Quién sabe. Kristallnacht, la noche delos cristales rotos o la noche delpogromo, la llamaron. Quemaron todaslas sinagogas, solo una quedó en pie,Anna.

»Se llevaron a los hombres, separaron a

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las familias, todas las mujeres fueronobligadas a llamarse

Sarah, y los hombres, Israel —continuaba, sin hacer pausas—. Muchoslograron escapar, otros fueronexterminados en las cámaras de gas.Algunos lograron huir.

Una película de terror. No puedoimaginarnos solas, en esa ciudad, enaquella época. No sé si mamá hubierasobrevivido. Berlín era un infierno parala gente como nosotros. Lo perdierontodo.

—Dejaron sus casas, su vida. Muypocos sobrevivieron. Vivían escondidosen los sótanos. Huían.

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Era la única salida. Los agredían en lascalles, los detenían, los encarcelaban ydesaparecían para siempre. Algunosprefirieron mandar a sus hijos solos aotros países, a que fueran educados enotra cultura y otra religión, con familiasdesconocidas.

Cierro los ojos y respiro bien hondo.Veo a papá en Berlín, en La Habana, enNueva York. Soy

alemana. Esa es mi familia, obligada allamarse Sarah e Israel, a la que ledestruyeron los negocios.

La que huyó, la que sobrevivió. Vengode ahí.

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Las fotos de interiores eran las mástristes, piensa mamá, pero en esasimágenes aparecían un hombre y unamujer bien vestidos, en salones queparecían palacios. La mujer, alta yelegante, con un vestido entallado en lacintura, un sombrero ladeado, al pie deuna ventana. El hombre de traje ycorbata sentado junto a un gramófonoantiguo, con bocina en forma de floracampanada. En otra, aparecen amboslistos como para salir a una gala. Él defrac, ella con un traje largo de sedablanco.

—Sabe Dios si los separaron o silograron morir juntos —continúa mamá,emocionada.

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Mis fotos favoritas son las del niño deenormes ojos negros, que corre, salta,escala una ventana, trepa a un farol oaparece acostado en la hierba. Sí, es elmismo en todas esas fotos. Siempresonríe.

Me levanto y me detengo ante la imagenampliada. Realmente nos parecemos. Laniña del barco

es la misma que está en la portada de larevista de la Liga de las niñas alemanas.Creo que el fin de semana me voy acortar el pelo como ella.

—Es Hannah, la tía que crio a tu papá—le escucho decir a mamá, en piedetrás de mí. Me abraza

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y me da un beso—. Te llamas Anna porella.

Quiero salir de este encierro y no puedo.No sé dónde estoy. Intento abrir los ojosy mis párpados están sellados. ¡Aire,necesito aire! ¿Otra pesadilla o

estoy despierta? El peso de mis brazosme lanza al abismo. No siento laspiernas, están heladas. Sin fuerzas, en elinstante en que los pulmones no me danmás, pierdo el conocimiento y me voy,sabe

Dios a dónde. Levanto la cabeza y minariz sale ¿a flote? Me alzo, muevo lacabeza a la izquierda, a la derecha, tratode orientarme mientras el aire me golpea

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la frente sin piedad.

Tengo la cara mojada. Me arde la piel.El calor en la cabeza me atolondra, elfrío en el cuerpo me paraliza. Respirocon desesperación y trago aire y aguasalada a borbotones. Creo que me ahogoy

toso incontrolablemente, hasta rasgarmela garganta. Abro los ojos.

Estoy a la deriva.

En la superficie veo el reflejo de mirostro. Soy la niña del barco.

No sé cómo llegué aquí, pero ahoradebo ver cómo regreso, si es posible.

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Tengo las pupilas dilatadas, los ojosllenos de agua salada y aún no puedodistinguir dónde estoy. Comienzo amover los brazos para mantenerme aflote, vuelvo a sentir las piernas. Estoydespierta, estoy viva: creo que puedointentar nadar.

Me froto los ojos y me veo las palmasde las manos arrugadas. Quién sabecuánto tiempo llevo en

esta agua fría. ¿Estoy en una playa? No:floto en medio de un océano de aguasoscuras.

—¡Mamá! —para qué grito, si estoysola—. ¡Mamá!

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No vale la pena seguir consumiendo laspocas energías que me quedan. ¡Nadacuanto puedas! Tú

eres fuerte. Nada hasta la orilla,aprovecha cualquier impulso, el viento,una ola, sigue la corriente.

La luz me ciega. Debo mantener los ojoscerrados. Tengo sed, pero no quierotomar agua salada.

Ahora tengo heridas, aún más profundas,y el agua salada las penetra. El cuerpoentero me arde.

Debo nadar hacia el infinito. Contrarioal sol. Ya veo la orilla. Sí, puedodistinguir la ciudad. Hay árboles, arena

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blanca. No, no es una ciudad. Es unaisla.

Mis brazadas son cortas. El viento estáen mi contra. Las olas están en micontra. El sol está en mi contra. Elresplandor me ciega.

¡A la orilla! Esa es la meta. Tú puedes.¡Claro que puedo! Me quedo dormida.¡No! Despiértate y sigue. ¡No te puedesdetener! Me dejo llevar y doy vueltassin ningún sentido.

Papá me está esperando. Esta es la isla ala que llegó el día que desapareció: aquíencontró un refugio. Tal vez huyó en unavión, tuvo un accidente y cayó enmedio del mar. Nadó y nadó, como yo

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ahora, y llegó a tierra.

Por eso estoy varada en el mar, porquesé que tú estás ahí y velas por mí. Vinea ser tu Viernes, papá. Eso es lo únicoque me mantiene a flote: pensar quevoy a encontrarte. Que vamos a estarjuntos como Robinsones en esta isladesierta y que tú me protegerás de loscaníbales, de los piratas, de loshuracanes.

Al pasar los años, después desobrevivir tormentas, terremotos,volcanes en erupción, sequías yataques, vendrán a rescatarnos y nosiremos juntos a tierra firme, a uncontinente. Ahí estará mamá,

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esperándonos. Porque ella te necesita,papá, tanto como te necesito yo.

Ya no estoy en el agua. Mi cuerpo yacesobre la arena caliente, que se meadhiere a la piel quemada. El sol mede-

sorienta. Abro los ojos y te veo. ¿Erestú?

Sabía que no me podías abandonar.Que un día me buscarías. Que nosencontraríamos en un país

lejano, en otro continente, en una islaperdida en el medio del océano. Quesería tu niña. Tu única hija, a la queibas a cuidar siempre.

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—¡Anna! —me gritan.

Me levanto bruscamente. Es mamá. Mesiento sudada. Estoy en mi cama, en micuarto. Esta es mi

isla. Busco a papá en la mesita de nochey ahí está, mirándome con su mediasonrisa, junto al barco de la postal querecibí de la tía.

Me abraza y comienzo a llorar. Vuelvo aser su niñita y me dejo caer en susbrazos, para que me

calme, me acaricie. Comienza a tararear—¡no lo puedo creer!— una canción decuna. Cierro los ojos y oigo su voz, muysuave, que me susurra al oído.

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— Bye lulu-baby, bye lulu-baby, byelulu-baby, bye lullaby —canta.

Soy de nuevo su bebé. Me escondo enella, la estrecho y vuelvo a oír su voz.Sí, mamá me cantaba

esa canción de cuna cuando era pequeñay tenía pesadillas. No dejes de cantar,mamá. Las dos estamos aquí, esperandoa que un día nos llegue la sorpresa deque papá está vivo en una isla lejana,fue rescatado y regresó.

—¿Qué hacemos para tu cumpleaños?—deja de cantar, y abro los ojos.

No recuerdo que hayamos tenido algunavez una celebración que incluyera a

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nadie más que a nosotras dos, con uncupcake de chocolate y una vela rosada.Mis amigas de la escuela viven en sumayoría fuera de la ciudad, así que mirelación con ellas se limita a las clasesen Fieldston.

No me atraen mucho las fiestas. Quieroalgo mejor: un viaje. Sí, crucemos elgolfo de México.

Venzamos las olas del Caribe,divisemos la costa de una isla llena depalmeras y cocoteros, con mucho sol.Llegaremos a un puerto y nos recibiráncon flores y globos, y habrá música. Lagente estará bailando en la orilla y nosabrirán el camino para que entremos a la

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tierra prometida.

—¡Cuba, vayamos a Cuba!

Su rostro se contrae: despega los labiosal tiempo que sus ojos comienzan ailuminarse. La sonrisa llega antes a sumirada. Mamá, no estamos solas,quiero decirle, pero no me atrevo.

—Podríamos conocer a la familia depapá, a la tía que lo crio —le digo, yaún no reacciona.

Ojalá la tía esté dispuesta a cuidarme sia mamá le pasa algo. Quizás encuentreincluso otros tíos o primos que velenpor mí hasta que tenga edad para tomardecisiones por mí misma, sin que

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aparezca un oficial de la ciudad ydecida que debo irme a vivir con unafamilia que no conozco.

Ahora tengo un propósito: descubrirquién fue verdaderamente mi padre.

—¿Por qué no vamos a Cuba? —insisto.

Ella sigue en silencio, sonríe y meabraza:

—Mañana hablaremos con tu tíaHannah.

Hannah

Berlín, 1939

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Llego temprano a nuestro punto deencuentro en el café de FrauFalkenhorst, y al no ver a Leo

comienzo a dar vueltas por la estaciónde Hackescher Markt, que se ha llenadode Ogros uniformados. Hoy hay másgente que de costumbre. Algo sucede yLeo no está aquí conmigo. Más

banderas. Solo distingo el rojo y elnegro por todas partes. Es una tortura.Las calles están llenas de carteles, conhombres y mujeres con el brazolevantado hacia el infinito. Los rostrosde la perfección y la pureza.

Desde los altavoces, una voz exaltadamenciona un cumpleaños, la celebración

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del hombre que está cambiando eldestino de los alemanes. El hombre alque debemos seguir, admirar y venerar.El hombre más puro de un país en el quemuy pronto solo podrán vivir los puroscomo él. Los altavoces impidenescuchar los anuncios de salidas yllegadas de trenes. Un enorme cartel enrojo, negro y blanco, agradece al Ogromayor por la Alemania en que vivimos:« Wir danken dir. » Y una cantata deBach comienza a resonar en la estación:Wir danken dir, Gott, wir danken dir.Ahora, el Ogro es Dios.

Es 20 de abril.

Mi vestido verde se confunde con las

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baldosas del edificio. Me sientocamaleónica. Al verme, Leo

soltará su carcajada. Corro a la salidaque comunica con el café y tropiezo conél.

—¿Qué dice la niña alemana de laFranzösische Strasse? —se burla, conesa ironía que torna su

mirada más juguetona que de costumbre—. Nos vamos a Cuba. Y ya verás comoesa revista te abrirá

las puertas. ¡La niña alemana está aquí!—grita y se ríe.

Cuba. Un nuevo destino. Leo lo averigua

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todo. Es Cuba, de seguro. Comienza allover y corremos

hasta los grandes almacenes HermannTietz, que ya han perdido su nombre porser demasiado impuro. Ahora los llaman«Hertie», para que nadie se ofenda. Conla lluvia y a esta hora, las tiendas estánvacías.

—¿Adónde ha ido todo el mundo?

Buscamos las escaleras centrales ysubimos a toda velocidad. Tropezamoscon unas mujeres que

nos miran como preguntándose dóndepuede estar el adulto que nos acompaña.Pasamos por el piso

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de las alfombras persas, que cuelgan dela baranda, hasta llegar al último nivel,donde el techo es de cristal y podemosver caer la lluvia.

—¿Cuba? ¿Dónde está Cuba? ¿EnÁfrica, en el océano Índico? ¿Es unaisla? ¿Cómo se escribe?

—le insisto mientras lo sigo, sofocada,con deseos de sentarme y dejar deesquivar mujeres con bolsas decompras.

—K-H-U-B-A —deletrea—. Hablan decomprar un pasaje en barco. Tu papá nosva a ayudar a conseguir los nuestros.

Es una isla. No podremos irnos de ahí a

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ninguna parte. Que sea bien lejos de losOgros. Mientras

más distante, mejor.

—Ya escampó, vámonos. —Leo bajaantes que yo, sin darme tiempo arecuperar el aliento. Quién sabe a dóndequiere ir ahora.

Salimos a la plaza central, llena decharcos de agua.

Llegamos a la acera, a esperar untranvía, y Leo se agacha y comienza adibujar en el fango una

isla redonda, muy pequeña, al sur de unprimer dibujo que según él, es África.

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Ha creado un mapa de agua y fango. Enotro charco define la ciudad.

—Nuestra casa va a estar aquí, a orillasdel mar. —Me toma la mano y siento lasuya sucia y mojada—. ¡Nos vamos aKhuba, Hannah!

De golpe deja de sonreír: le preocupano haber sido capaz de contagiarme suentusiasmo.

—¿Qué vamos a hacer en esa isla? —eslo único que se me ocurre preguntarle,aunque sé que no

puede tener una respuesta.

La posibilidad de marcharnos se va

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haciendo cada vez más real y me hacesentir nerviosa. Hasta

ahora hemos podido sobrellevar a losOgros, ceder ante las crisis de mamá.De solo saber que pronto nos iremos metiemblan las manos.

De pronto Leo comienza a hablar dematrimonio, de tener hijos, de vivirjuntos, pero aún no me

ha dicho si somos novios o no . ¡Somostan pequeños, Leo! Creo que primerodebe pedírmelo para yo aceptar; así sehace siempre. Pero Leo no cree enconvenciones. Él tiene sus propiasreglas y diseña sus propios mapas deagua.

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Nos vamos a Khuba. Nuestros hijosserán khubanos. Y aprenderemos eldialecto khubano.

Mientras Leo dibuja agachado a lasalida de la Hermann Tietz, una mujerque lleva una caja de sombreros da unsalto y va a caer en medio del charco,borrando de un tirón nuestro mapa.

—¡Mugrosos! —nos agrede, y mira aLeo con desprecio.

Desde el suelo observo a la mujer queparece un gigante y detallo sus brazosgordos y velludos, y sus uñas comogarfios, pintadas de rojo escarlata.

No resisto la grosería. Cada día que

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pasa, los buenos modales desaparecenen una ciudad donde

todos se dedican a romper vidrieras ypatear al que se les atraviese. Ya no sonnecesarios los buenos modales. Se salvael más fuerte, el más blanco, el máspuro. Ya nadie habla, solo gritan. Elidioma ha perdido toda su hermosura,dice papá. Para mamá, el alemán, desdelos altavoces que inundan la ciudad, seha convertido en vómito de consonantes.

Miro hacia arriba y advierto que el cieloestá por desplomarse sobre nosotros.Una masa gris anuncia tormenta. Anuestro alrededor, la gente corre en lamisma dirección. Se dirigen hacia la

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Puerta de Brandeburgo para ver eldesfile que los altavoces anuncian. Esdía de fiesta: el hombre más puro deAlemania cumple cincuenta años.

¿Cuántas banderas más puede soportaresta ciudad? Intentamos llegar hasta laUnter den Linden y

nos cierran el paso. En las ventanas, enlos muros, en los balcones, niños yjóvenes se amontonan para ver la revistamilitar. Parecen gritar: «¡Somosinvencibles, dominaremos el mundo!»

Leo se burla, imitando el saludo con elbrazo recto, luego ríe y dobla la mano enseñal de «Pare».

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—¿Estás loco, Leo? Esta gente no juegacon esas cosas. —Tiro de su brazo y noslanzamos de nuevo contra lamuchedumbre.

Ahora la odisea será llegar a casa.

Un ruido ensordecedor viene desde loalto. Nos pasa por encima un aviónrasante; luego otro, y

otro más. Decenas de aviones cubren elcielo de Berlín. Leo se ponerepentinamente serio. Al despedirnos, senos acerca un grupo de soldados acaballo. Nos miran extrañados, comodiciendo:

«¿Qué hacen ustedes aquí, y no en el

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desfile?»

Ya en casa, lo primero que hago esbuscar el atlas. En las páginas de Áfricano encuentro Khuba,

ni en el océano Índico, ni en losalrededores de Australia, ni cerca deJapón. Khuba no existe, no aparece enningún continente. No es un país, ni unaisla. Voy a necesitar una lupa pararastrear los nombres más pequeños,perdidos en las manchas azul oscuro.

Puede que sea una isla dentro de otraisla, o una minúscula península que nopertenece a nadie.

También puede estar deshabitada, y

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seamos nosotros los primerospobladores.

Empezaremos de cero y convertiremos aKhuba en un país ideal, dondecualquiera podrá ser rubio o trigueño,alto o bajito, gordo o flaco. Donde sepodrá comprar el periódico, usar elteléfono, hablar el idioma que quieras yponerte el nombre que te venga en ganasin importar el color de piel que tengaso el dios en que creas.

Al menos en nuestros mapas de agua,Khuba ya existe.

Siempre he pensado que no hay nadiemás valiente e inteligente que papá. Ensus buenos tiempos,

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su perfil era perfecto, dice mamá; unaescultura griega. Ahora ha dejado decelebrarlo. Ya no corre a su lado alregresar cansado de la universidad,donde era reverenciado. Ya su rostro nose ilumina como cuando la llamaban «laseñora del doctor», o «la esposa delprofesor», en las fiestas de sociedad,donde lucía como una diosa los modelosdrapeados de Madame Grès.

—Las modistas francesas son únicas —se vanagloriaba entre aduladores.

Papá disfruta verla así: feliz, sensual,elegante. El don del misterio, que tantasestrellas de cine se construyen, en ellabrota de manera natural. Si alguien la

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encuentra por primera vez, no descansahasta ser presentado a la etérea AlmaStrauss.

Es la anfitriona ideal. Puede hablar deópera, literatura, historia, religión opolítica como una experta y sin ofendera nadie. Es el complemento perfectopara papá que, abstraído en sus propiasideas, a veces aturde a los demás conproyectos científicos incomprensibles.

Pero últimamente ha cambiado. Elsufrimiento y la preocupación porencontrar un país que nos

reciba lo tienen desolado. Este hombreinvencible es, al mismo tiempo, másdelicado que esa hoja del árbol más

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antiguo del Tiergarten que Leo meregaló y que guardo en mi diario. Cadadía llega con un achaque nuevo:

—Estoy perdiendo la vista —dijo estamañana.

Lo veo morir poco a poco. Lo sé. Yestoy preparada. Seré huérfana de padrey tendré que hacerme cargo de unamadre depresiva que no cesa de llorarpor su época de gloria.

No sé cómo romper esta inercia en quecaemos los tres al reunirnos en casa. Nollegamos a ninguna parte. No soy capazde predecir qué camino vamos a tomar.Vivo a la espera de alguna sorpresa. Ydetesto las sorpresas.

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Es hora de que tomemos nuestrasdecisiones. No importa que cometamosun error, que

terminemos en el lugar equivocado.¡Tenemos que hacer algo, papá! Aunquesea partir a Madagascar, o a Khuba.

¿Dónde está Khuba?

Anna

Nueva York, 2014

La tía abuela es una sobreviviente,aclara mamá, como el señor Levin.Debe estar llena de arrugas y manchas,el pelo blanco y escaso, encorvada yrígida. Quizás no pueda caminar, o se

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apoye en un bastón, o esté en una sillade ruedas. Eso sí, tiene la mente ágil, unsentido del humor difícil de entender, yuna dulzura mezclada con ciertaamargura que han cautivado a mamá. Haquedado sorprendida después de hablarcon ella. Dice que se expresa con muchaclaridad, de manera pausada, y que suvoz suena más joven de lo que realmentees. Se mueve entre el inglés y el españolsin dificultad. Mamá está segura de queno vamos a encontrar a una ancianitaaniquilada.

—Tiene una calma, una tranquilidad —cuenta, y parece que pensara en voz alta—. No está triste,

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Anna. Está resignada, y quiereconocerte. Lo necesita.

Para mí, Cuba es la nada. Cuandoescucho desde mi cuarto a mamáconversar con el señor Levin

sobre nuestro viaje, siempre hablan deun país lleno de carencias. Pero yo meimagino una isla salvaje, rodeada deaguas furiosas, batida por los huracanesy las tormentas tropicales. Un pequeñopunto en el medio del Golfo, sinedificios, ni calles, ni hospitales, niescuelas. La nada; o más bien el vacío.No sé cómo papá pudo haber estudiadoallí. Tal vez por eso terminó enManhattan, una isla como Dios manda, a

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un paso de la tierra firme.

La familia de papá llegó en un barco yallá se quedó. Pero él creció y se fue,como muchos de los que nacen en Cuba.De las islas hay que irse, le repetía amamá. Es lo que piensas al tener comoúnica frontera el mar infinito.

Papá era tímido. No sabía bailar, nobebía, nunca fumó. De cubano solo teníaun viejo pasaporte,

bromeaba mamá. Ah, y el español. Unespañol que hablaba sin estridencias,pronunciando las eses, sin aspirar lasconsonantes. El inglés era su segundoidioma y lo dominaba con un acentoneutral, gracias a esa tía que lo crio

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desde que sus padres murieron. Laciudadanía americana la obtuvo por supapá, que había nacido en Nueva York.Esa era toda la información que mamáhabía logrado obtener

durante sus pocos años de casada, y quecorroboró con la tía abuela en unallamada telefónica que constantementese interrumpía.

A veces una película la hacía recordaral hombre con quien había decididoformar la familia que

él nunca llegó a conocer. A papá lefascinaban Visconti, Antonioni, De Sicay hasta Madonna. Así eran suscontrastes. Gracias a él, mamá

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descubrió el cine italiano de laposguerra. Cuando comenzaron a salir,una de las primeras citas fue en el FilmForum del Village, para ver la versiónoriginal de Il giardino dei Finzi-Contini, una de sus películas favoritas.Papá siempre salía conmovido del cine.

—Le vi los ojos húmedos, y me dijo queme parecía a la protagonista —recuerdaella—. Fue algo

tan romántico de alguien que hablabapoco, que pensé: con este hombre puedovivir. Tu papá no mostraba susemociones, pero en el cine sedesmoronaba.

Los refugios de papá eran su trabajo, sus

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libros y la sala oscura donde secontaban historias a través de imágenesen movimiento. No tenía amigos. Me loimaginaba como un superhéroe quevenía

a rescatar a los oprimidos, a quienes notenían nada. Mamá se reía con misocurrencias de niña aventurera. Nuncalas objetó porque, para mí, él aún estabavivo.

Mamá está sola. Era hija única y suspadres murieron, uno inmediatamentedespués del otro, cuando ella estaba porterminar la universidad. Despuésapareció papá, y un día se fue de su vidasin avisar. Lo había conocido en un

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concierto de música barroca en laUniversidad de Columbia, donde

ella daba clases de LiteraturaHispanoamericana. El español los unió.

El día que anunció que se casaba, nadiele preguntó si papá era hispano, judío oun extranjero de paso. Su origen no eraimportante: hablaba bien el inglés y coneso bastaba. Tenía su trabajo en uncentro de estudios nucleares y un buenapartamento que había heredado de sufamilia; así que ella no tendríaproblemas para convivir con aqueldesconocido.

Papá trabajaba fuera de la ciudad, perotenía una oficina en el downtown a la

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que iba los martes.

Solo los martes llegaba tarde a casa,pero ella nunca se lo cuestionó. Papá noera un hombre al que se pudieracuestionar, y mucho menos celar. Noporque no fuera guapo, sino porque no legustaban las complicaciones, nada quelo sacara de su espacio, que ya teníamuy bien definido.

Nunca se lo presentó a sus compañerasde la facultad, así que no tuvo que darexplicaciones. No

quería que sintieran compasión por ella.De papá solo sabía que sus padreshabían muerto en un accidente aéreocuando tenía mi edad, y que había sido

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criado por una tía. Eso era suficiente. Élnunca mencionaba su pasado.

—Lo mejor es olvidar —le decía amamá.

Entro a su cuarto y la encuentroarrodillada frente al aparador. Rastreaentre papeles y libros, saca una viejacaja de zapatos. Distingo unos yugos decamisa, unas gafas oscuras de hombre,varios sobres.

Al sentirme en la puerta se voltea, y meofrece su mejor sonrisa.

—Son cosas de tu padre —dice alcerrar la caja, y me la entrega.

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Corro a mi isla con mi nuevo tesoro, yme encierro para explorarlo.

Mira cuántos tesoros tengo. Seguro lorecuerdas, le susurro a papá, para quemamá no me escuche. Hay documentos,cuentas de banco... ninguna foto. Penséque encontraría otra foto tuya.

Guardaré tus yugos y tus gafas en mimesita de noche.

En el fondo descubro un sobre azul. Loabro con cuidado, contiene un papelpequeño del mismo

color. Es la letra de papá: una carta sinfecha dirigida a mamá. De pronto piensoque debo mencionársela antes de leerla,

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pero no: ella me entregó lo que ha tenidoguardado por doce años.

Ahora me pertenece.

De repente siento hambre, siempre mepasa cuando estoy nerviosa. Debocalmarme, porque voy a

leer una carta tuya. No quierodescubrir ningún secreto, ya nosesperan bastantes sorpresas en Cuba.

La leeré para ti. Para que te acuerdesde mamá, que aunque pasen los añosnunca te olvida.

Ida mía:

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Hoy cumplimos cinco años juntos yrecuerdo como el primer día cuando tevi, en la última fila del concierto deotoño en la capilla Saint Paul de launiversidad.

Hablabas español con tus estudiantes yyo no podía dejar de mirarte. Teabandonaste a la música y aún puedover cómo te acomodabas el pelo detrásde las orejas y podía detallar tu perfil,

tan hermoso. Hubiera podidodelinearlo con mis dedos, de la frente alas cejas, la nariz, los labios, lasmejillas.

Tú aún recuerdas el concierto, lamúsica, los intérpretes. Yo solo puedo

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recordarte a ti.

Nunca te digo que te quiero, que eres lomejor que me ha pasado en la vida.Que disfruto tus

silencios, estar a tu lado, verte dormir,verte despertar, desayunar los fines desemanas con la salida del sol. ¿Algunavez te he dicho que esas mañanasjuntos, en las que a veces nipronunciamos una palabra, son misfavoritas porque te tengo a mi lado?

Llegaste a mi vida cuando estabaresignado a que nadie aceptaría misoledad. Un día debemos

irnos a recorrer el mundo, a perdernos

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entre la gente. Solo tú y yo. ¿Me loprometes?

Ida mía, aquí estaré siempre para ti.

Louis

Hannah

Berlín, 1939

Hay mañanas en que uno se levanta conuna sensación de agobio que no lo dejarespirar; días en

que presientes que se avecina unatragedia y tu corazón comienza apalpitar con una cadencia rota.

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Unas veces va muy rápido; otras, sedetiene de pronto. ¿Estoy viva? Ahoravuelve a acelerarse. Hoy es un día deesos. Es martes. Les tengo aversión a losmartes. Deberían ser borrados delcalendario.

Cuando lleguemos a Khuba, Leo y yoemitiremos un decreto: los martes seráneliminados.

Me despierto con el cuerpo febril y nadade catarro, ningún dolor. Papá, concorbata de nudo ancho y su sombrero defieltro gris ya en la mano, me toma latemperatura, sonríe y me da un beso enla frente.

—Estás bien. Levántate, sal de la cama.

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Permanece un rato cerca de mí, mevuelve a besar y me deja sola en micuarto. Siento el portazo

en la puerta de entrada y me sobresalto.Ahora estamos mamá y yo en la casa.Abandonadas.

No tengo fiebre, lo sé, no estoy enferma,pero mi cuerpo se resiste a levantarse.He perdido hasta los deseos de salir areunirme con Leo y tomar fotos. Tengouna premonición, pero no sé qué es. Nopuedo definirla.

Hoy mamá se ha maquilladoligeramente, sin pestañas postizas, ylleva un vestido azul oscuro de

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mangas largas que le da un aire deformalidad. Yo me pongo la boina colormarrón que ella me trajo de su últimoviaje a Viena, y me encierro en micuarto con el atlas, con la ilusión deencontrar nuestra pequeña isla, quesigue sin aparecer.

Estamos a punto de irnos, pero aún no séa dónde. Papá no puede seguirocultándonos cuál será

nuestro destino. Estoy lista paraaceptarlo. Nada más nos puede suceder:vivimos en estado de terror, en unaguerra aún no declarada; no creo quehaya muchas cosas peores.

Según Leo, ya papá incluso ha comprado

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una casa en Khuba.

—Si será una estancia breve, ¿para quénecesitamos la casa? —le pregunto aLeo que, como siempre, tiene unarespuesta.

—Es la manera más fácil para obtenerun permiso de entrada, una casa muestraque no seremos

una carga pública.

No sé a dónde va papá todas lasmañanas, si desde hace un mes leprohibieron el acceso a la universidad.Debe estar en consulados de países connombres extraños para conseguir unvisado, un permiso de refugiados. O con

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el papá de Leo, envueltos en algunaconspiración que pueda costarles lavida.

Imagino a papá como un héroe que vienea salvarnos, vestido de militar, concondecoraciones como las del abuelo,que venció al enemigo del puebloalemán. Lo veo entonces frente a losOgros, que no pueden aceptar suentereza y se rinden ante su valor.

Tantos pensamientos enrevesadoscomienzan a aturdirme, hasta que mamápone un disco en el

gramófono. Ese es el tesoro de papá, sujoya más preciada. Su territorio.

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Un día, mientras colocaba el disco degoma laca sobre la caja de maderapulida, papá me explicó

cómo funcionaba aquella maravilla quelo mantenía extasiado por horas. Era unverdadero acto de magia. La caja deresonancia de la RCA Victor, que élllamaba Victor, como quien se refiere aun amigo íntimo, tenía un brazo móvilque terminaba en una aguja de metal, yla aguja marcaba con una cadenciaperfecta los surcos de la placa negra,que giraba y giraba hasta provocarmemareos si la miraba fijamente. Las ondassonoras se transformaban en vibracionesmecánicas a través de una hermosabocina dorada en forma de trompeta, una

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enorme campanilla. Lo primero que seoía era un

chasquido, una especie de susurrometálico que duraba hasta quecomenzaba a emanar la música.

Cerrábamos los ojos y nos sentíamos enun concierto en la Staatsoper, de laUnter den Linden. La música brotaba deaquella trompeta, nuestra sala vibraba ynos dejábamos llevar a otros espacios.

Nos elevábamos: una sensacióndesconocida para mí.

Ya escucho los versos de su ariapredilecta, en la que mi corazón se abrea tu voz como las flores se abren a los

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besos de la mañana: «Mon cœur s’ouvreà ta voix, comme s’ouvrent les fleursaux baisers de l’aurore!»

No tengo por qué preocuparme. Mamáestá extasiada con la música delcompositor francés Camille Saint-Saëns,uno de esos discos que papá cuidacelosamente, limpiándolos antes ydespués de colocarlos en el Victor. Esuna grabación reciente, con sumezzosoprano favorita, Gertrud Pålson-Wettergren. Una vez se fue hasta Paríscon mamá solo para oírla cantar.Entonces descubro la mirada nostálgicade mamá. El ayer es ahora una nocióntan lejana para ella. En cambio yo,mientras escucho el aria de la mujer

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desconsolada, me imagino con Leoatravesando praderas, subiendomontañas y cruzando los ríos de la islaadonde iremos a vivir.

Nada va a pasar. Estamos bien. Papávendrá a cenar. Yo saldré a reunirme conLeo y encontraremos la misteriosa islaen mi atlas, en medio de algún océanodesconocido.

Ya sé lo que debo llevar en mi maleta.La cámara, con muchos rollos, porsupuesto. Y un par de

vestidos, no necesito más. Me gustaríaver el equipaje de mamá. Si le dejansacar sus joyas será feliz.

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Los perfumes. Las cremas. Vamos anecesitar un auto solamente para suequipaje.

De pronto, se escuchan dos golpes en lapuerta. Hace meses que nadie nos visita.Eva tiene llave

de la entrada de servicio. Mamá y yonos miramos. La música continúa.Sabemos que ha llegado el

momento, aunque a mí nadie me hapreparado. La miro, en busca de algunarespuesta, pero tarda en

reaccionar: no sabe qué hacer.

Se levanta de su sillón Berger y alza el

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brazo móvil del Victor. El disco deja degirar y el silencio se apodera de nuestrasala, que ahora resulta enorme como uncastillo, mientras yo me siento como uninsecto a la entrada del pasillo. Dosgolpes más en la puerta, y mamá seestremece. Los labios comienzan atemblarle, pero se incorpora, muyerguida, levanta la nariz, estira el cuelloy avanza hacia la puerta despacio, tandespacio que vuelven a resonar ya nodos, sino cuatro golpes secos quesacuden la habitación.

Abre la puerta, hace una sutil reverenciay con la mano los invita a pasar, sinpreguntar a quién buscan ni qué desean.Cuatro Ogros penetran en fila al salón y,

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con ellos, un aire muy frío. No puedodejar de temblar. La corriente gélida mepenetra los huesos de pies a cabeza.

Cuando el Ogro principal llega al centrode la sala y se detiene sobre la gruesaalfombra persa

que se hunde bajo su peso, mamá sehace a un lado para no limitar el ángulovisual de aquel hombre que venía acambiar para siempre nuestras vidas.

—Ustedes sí que viven bien —sentenciasin disimular su envidia, mientrascomienza a detallar minuciosamente elinterior: las cortinas de terciopelo verdebronce, las blancas de seda para matizarla luz de la ventana que da al patio, el

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imponente sofá con cojines amarilloPompeya; el retrato al óleo de mamá consu perla imperfecta al cuello y loshombros descubiertos.

Inspecciona cada objeto con la precisiónde un de-

salmado tasador de subastas. En susojos puede verse con claridad quépiezas le gustaban más, con cuálesplaneaba quedarse.

El salón se llena de olor a pólvora, apiel curtida, a madera quemada, acristales rotos, a cenizas.

Me planto entre los Ogros y mamá,como un escudo. Ella pone las manos

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sobre mis hombros y la

siento temblar.

—Tú debes ser Hannah —me dice elOgro con un acento berlinés refinado—.La niña alemana.

Eres casi perfecta.

Marca el «casi» con ciertainconformidad, en un tono que mesacude como una bofetada.

—Por lo que veo, Herr Rosenthal noestá.

Al mencionar el nombre de papá, elcorazón se me quiere salir del pecho.

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Respiro profundo para

intentar apaciguarlo, para evitar quesientan el grosero bombardeo de misangre, y comienzo a sudar.

Mamá continúa con su sonrisa estática.Sus manos frías me entumecen loshombros.

Debo pensar en otra cosa, evadirme dela sala, de mi madre, de los Ogros:comienzo a examinar

los brocados del tapiz de seda de lasparedes. Largas hojas de helechoterminan en ramilletes de flores que secomunican hasta el infinito. Sigue,Hannah, marca el camino de las raíces

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y no pienses en lo que va a pasar, merepito hasta el cansancio. Una, dos, treshojas por rama.

Una gota de sudor comienza a rodarmelentamente por la sien y medesconcentra. No me atrevo a

detenerla, dejo que continúe su caucehasta caer sobre mi pecho.

Presiento que mamá está pordesmoronarse. No llores, mamá, porfavor. No les demuestres que estamosdesesperadas. Mantén tu hermosasonrisa fría como hasta ahora. Tiemblalo que quieras, pero no llores.

Vienen por papá, y sabíamos que este

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momento llegaría. Ya era hora de quesintiéramos el estruendo en la puerta.

El Ogro principal se dirige a la ventanapara determinar a qué lado de la calleda el salón, y quizás calcular cuántovaldrá nuestro apartamento. Se acerca algramófono. Toma el frágil disco depapá, lo examina y mira a mamá.

—Una pieza clave para cualquiermezzosoprano.

Adivino en mamá el impulso debrindarles té o alguna otra bebida, eintento, con mi rigidez, comunicarmecon ella: No lo hagas. Quédate así,erguida, con tu sonrisa congelada. Yote protegeré, apóyate en mí. No te dejes

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caer. No les ofrezcas nada a los Ogros.

El hombre camina despacio alrededorde la sala, y con él se expande lacorriente gélida. No puedo dejar detemblar. El miedo consume, paraliza, tehace perder la voz, te hace sudar, llorar,orinar incluso. Tendría que correr albaño.

El Ogro le hace una señal a los otrospara que revisen el resto de lashabitaciones. Quizás planean robarnuestras joyas. No les será difícilencontrarlas: están en el cofre con labailarina solitaria, junto al reloj PatekPhilippe que papá solo lleva enocasiones especiales. Tal vez se hacen

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ilusiones con el dinero que mamá guardaen una de las gavetas de su mesita denoche. Todo el efectivo que tenemos

está ahí. Sé también que le dio una ciertacantidad a Eva para cualquieremergencia. El resto está en

cuentas de banco, en Suiza y Canadá.

El Ogro regresa al gramófono.

Levanta el brazo de la aguja y laobserva con avidez. Si la rompe, si algole sucede al gramófono, papá lo podríamatar. Eso sí que no se lo perdonaría anadie.

—Herr Rosenthal está al llegar —

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confirma mamá y me pregunto cómo esposible que les avise,

si sabe que están aquí para llevárselo.

De repente, comprendo que lo quebuscan no es el dinero, ni las joyas, nilos cuadros, ni el maldito gramófono depapá, sino los seis apartamentos denuestro edificio. Primero nos asustan,para luego quitárnoslos. Seguramente elOgro se mudará aquí, dormirá en elcuarto principal, ocupará el despacho depapá y sin duda destruirá nuestras fotos.

Silencio.

El Ogro se acomoda en la butaca deterciopelo de papá y la acaricia para

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verificar la calidad de la textura.Recorre el brazo con lentitud y con lavista fija en mí, comunicándome ensilencio que se dispone a esperar porpapá el tiempo que sea necesario. Estácómodo, y aprovecha para analizar lasfotos familiares de los Straussdesplegadas por la habitación.

Nunca antes me había percatado delcrujir de la escalera que conduce anuestro apartamento, pero

ahora lo siento como si fuerancampanadas. Llegó el momento.

Silencio.

El Ogro también escucha los pasos y se

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queda inmóvil, alerta. Desde el ánguloen que está controla todo el salón.

Un paso más y ya sé que papá estádetrás de la puerta. Mi corazón se quieresalir. La respiración de mamá seacelera, sus gemidos son soloperceptibles para mí, que la tengo a misespaldas.

Voy a gritar con todas mis fuerzas: ¡Noentres, papá! ¡Los Ogros están aquí!¡Hay uno sentado en tu sillón favorito!Pero advierto que no vale la pena. Notenemos a dónde escapar. Berlín es unapocilga, tarde o temprano se lollevarían. Y mamá está a punto dedesmayarse.

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El Ogro y su séquito se colocan detrásde la puerta. Puedo escuchar cómo lallave entra en la cerradura condificultad. Se atasca un poco, siemprepasa.

Silencio, cada vez más largo.

La pausa desconcierta un poco al Ogro,que intercambia una mirada con losotros. Cada segundo

me parece una hora. Llego a desear quelo acaben de detener, que desaparezcacon ellos. Unos minutos más y seré yoquien se desmaye. Quiero ir al baño, noaguanto. No quiero ser testigo delespectáculo humillante que el Ogro hapreparado con esmero para nosotras,

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para que supliquemos y

lloremos desconsoladas. Mamá continúainmutable.

La puerta se abre.

Y entra el hombre más fuerte y elegantedel mundo. El que me duerme y me besacuando tengo

miedo. El que me abraza, me mima y measegura que no pasa nada, que nosiremos bien lejos, a una

isla donde nunca llegarán los tentáculosde los Ogros.

Su mirada muestra pesar por nosotras,

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parece preguntarse cómo ha podidollegar a ponernos en

esta situación. Ya pasamos por unasimilar, cuando lo detuvieron aquellanoche de noviembre. Pero esta es ladefinitiva. No hay vuelta atrás, y él losabe. Es hora de despedirse de la mujerque ama, de la hija que adora.

—Herr Rosenthal, necesito que nosacompañe a la estación.

Papá asiente sin mirar al Ogro. Da unospasos para acercarse a mí y evita cruzarsu mirada con la

de mamá. Sabe que eso puededebilitarla. Yo soy la que puede resistir,

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la que al final se quedará sin un padreque la proteja de fantasmas, brujas,monstruos. De los Ogros, no. De esos,nadie puede defendernos.

Me rodea con sus brazos y toma entrelas suyas mis manos heladas. Las de élson cálidas: Pásame tu calor, papá, hazque el terror se aleje de mis huesos. Loabrazo con las pocas fuerzas que mequedan. Y lloro. Eso era lo que queríanlos Ogros: vernos sufrir.

—Mi Hannah, qué te hemos hecho... —me susurra con la voz quebrantada.

Yo cierro los ojos con fuerza. Meseparan del hombre que me ha protegidohasta hoy, en el que

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depositamos toda esperanza desalvarnos. Se lo llevan. Mamá mesujeta. Me atrae hacia ella, y de golpecomprendo que mi único sostén a partirde ahora es el ser más débil de la casa.Sigo con los ojos cerrados, bienapretados, llenos de lágrimas.

—No te preocupes, Hannah —es la vozde papá. Aún está aquí. Un segundo más.Un minuto más,

por favor—. Todo va a estar bien, miniña.

¿No se lo han llevado? ¿Searrepintieron?

—Asómate a la ventana —me dice papá

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—. Los tulipanes están a punto deflorecer.

Es lo último que escucho. Al abrir losojos, papá ha desaparecido con el Ogro.Corro a ver nuestros tulipanes. Eledificio entero podía oírme llorar. Gritopor la ventana:

—¡Papá!

Nadie me escucha. Nadie me ve. Anadie le importa.

Siento un murmullo a mis espaldas. Esmamá.

—¿A dónde se lo llevan? —preguntacon voz temblorosa.

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—Es rutinario —le oigo decir en lapuerta a uno de los Ogros—. Vamos a laestación de policía

en la Grolmanstrasse. No se asuste, nole pasará nada a su esposo.

Sí, claro. Nos lo devolverán sano ysalvo. Y él regresará y nos contará quelo trataron como a un digno caballero.Que en vez de agua le servían vino enuna celda amplia, luminosa y templada.Pero yo sé lo que realmente pasará:dormirá hacinado, pasará hambre. Y, sitenemos suerte, recibiremos noticias desu vida miserable.

Desde el día que se llevaron a HerrSchemuel, el hombre que más sabía de

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cortes de carne en el

barrio, no hemos vuelto a saber de él.No hay ninguna diferencia entre él y mipadre. A todos nos meten en el mismosaco. Y lo sé: de ese infierno nadieregresa.

Debí abrazarlo por más tiempo, grabarese instante que ya no puedo recordar,pero en mi mente

tienden a borrarse los momentos tristes.

Mamá se dirige deprisa al cuarto y da unportazo. Corro hacia ella, asustada, y laveo abrir gavetas, sacar documentos queexamina con prisa.

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—Tengo que irme —balbució—. Nosvemos más tarde.

No puedo creerlo: ¿A dónde vas,mamá? Ya no hay nada que hacer.¡Perdimos a papá! Pero es inútil. Con lafuerza de los Strauss, reprimida hastahoy, mamá se lanza a la calle después devarios meses de claustro. Da un portazoy desaparece, sin preocuparse por elmaquillaje, la combinación de loszapatos con el bolso, el vestidoplanchado o el adecuado perfumeprimaveral.

Cierro los ojos y me repito en voz alta:

—No puedo olvidar.

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Comienzo a enumerar todo cuanto debograbar en la memoria: el brocado de lasparedes, la luz

del pasillo, la butaca de terciopelo, lafragancia de mamá. Aun así se meescapa lo más importante: el

rostro de papá.

Estoy sola. En un instante vi cómo eraestar sin mis padres. Y vi tambien queno sería la última

vez. Lo sabía. Estaba escrito en midestino.

Anna

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Nueva York, 2014

La tía Hannah perdió a su sobrino, suúnico descendiente, su esperanza. Yoperdí a mi padre.

Hasta los cinco años, siempre tuve lacerteza de que papá entraría un día a lacasa, sin avisar, como cuando partió.Cada vez que tocaban el timbre deacceso a la entrada del edificio, corría ala puerta para ver quién llegaba.

—Pareces un perrito —me decía mamá.

Recuerdo que me regaló un enormemapa del mundo que coloqué en lacabecera de mi cama. Me

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imagi-

naba a papá recorriendo países exóticosen aviones de propulsión a chorro,submarinos nucleares, lanchas yzepelines. Lo vi escalar el Everest,bañarse en el mar Muerto, subir a lapirámide más alta de Egipto, salir deuna avalancha de nieve en elKilimanjaro, cruzar a nado el canal deSuez, lanzarse en canoa por las cataratasdel Niágara. Mi padre era un viajeroimaginario, que algún día vendría abuscarme y me llevaría con él a lugaresperdidos en hemisferios por descubrir.Toda una aventura.

Hasta un día nublado de septiembre; el

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quinto aniversario de aquel fatídico díaque papá eligió para desaparecer. Miescuela había organizado un homenaje yen el pequeño anfiteatro abarrotado deniños, alguien leía con solemnidad unalista de desaparecidos. El nombre depapá fue el último. Me quedé inmóvil,no sabía cómo reaccionar. Los niños demi clase comenzaron a abrazarme. Uno auno.

—Anna perdió a su padre —declarógravemente la maestra, cuandoregresamos a nuestra aula—.

Los que vivimos ese día, nunca vamos aolvidar lo que estábamos haciendo a esahora de la mañana

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—comenzó a contar la maestra. Hacíapausas y nos observaba para comprobarsi prestábamos atención. Abría mucholos ojos—. Ese martes yo estaba en elaula cuando me llamaron a la oficina deGeorge. Suspendieron deprisa lasclases, enviaron a los niños a sus casas.No había transporte público, los puenteshacia Manhattan estaban cerrados. Unaamiga me recogió aquí en la escuela, enFieldston y pasé la noche en su casa, enRiverdale. Fueron días de muchaangustia.

A la maestra se le llenaban los ojos delágrimas. Buscaba un pañuelo en subolso y continuaba.

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—Muchos en la escuela perdieron afamiliares, amigos o conocidos. Fue unlargo proceso de recuperación.

Traté de reaccionar con tranquilidad,aunque estaba desconcertada.

En el autobús de regreso a casa me sentésola en la última fila y comencé a lloraren silencio.

Delante de mí los niños gritaban y selanzaban lápices o gomas de borrar. Yointentaba comprender que, a partir deaquella mañana, sería para los otros lapobre niña que había perdido a su papáun martes de septiembre. Ese fue el díaque realmente comencé a ser huérfana.

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Mamá me esperaba en la entrada en eledificio. Al salir del autobús sindespedirme del chofer, caminé, sinmirarla, hasta el elevador. Al llegar anuestro piso la enfrenté:

—Hace cinco años que papá murió. Lamaestra lo dijo en la clase.

Al oír «murió», mamá se sobresaltó,pero se recompuso de inmediato, comopara aparentar que

la noticia no la afectaba demasiado.

Yo me fui a mi cuarto. No supe qué hizoella: no tenía energías, quizás ni leinteresaba darme una explicación. Suduelo ya había terminado. Ahora

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comenzaba el mío.

Más tarde entré a su cuarto, que estaba aoscuras, y la vi allí, aún con la ropa ylos zapatos puestos, acurrucada comouna bebé. Dejé que descansara. Debíacomprender que, a partir de ahora,

hablaríamos de papá en pasado. Yo mehabía convertido en huérfana. Ella, enviuda.

Empecé a soñar con él de una maneradiferente. Para mí seguía, de algúnmodo, perdido en una

isla lejana. Para mamá, ahora sí estabamuerto.

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Cada septiembre, metódicamente, piensoen cómo papá salió del apartamento unamañana soleada

y no regresó jamás.

El día que, con solo casi cinco años,supe cómo había desaparecido papá,dejé de ser una niña y

me refugié en mi cuarto con sufotografía. Antes había parques yárboles, vendedores de frutas y flores enlas esquinas de Broadway. Antes,salíamos a tomar helado en primavera,en verano e incluso en invierno. Hastaque cumplí cinco años. Mamá me habíaprometido enseñarme a montar en

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bicicleta en el Parque Central. Nunca locumplió.

De espaldas a mí, con la cabeza hundidaen la almohada y una monotonía en lavoz que sonaba en

extremo cansada, mamá narraba losucedido aquel tenebroso martes con unacadencia que me asustaba. Cadaseptiembre, su voz viene a mi memoriacomo una plegaria que se repite, sinvariaciones, desde que tengo cinco años.

Cuando el despertador sonó a las 6:30de la mañana, papá ya tenía los ojosbien abiertos, me repite mamá cadaaniversario, inexpresiva.

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Papá se volteó para comprobar quemamá aún dormía —aunque más bien sehacía la dormida—.

Había tenido una mala noche de náuseas,dolores de cabeza, viajes al baño.

Se quedó sentado al borde de la camapor unos segundos, en silencio. Llevó albaño su traje azul

oscuro para vestirse sin hacer ruido.Tomó una ducha, se afeitó con prisa y, alcerrar el último botón de la camisa, unagota de sangre amenazó su almidonadocuello blanco. Apretó el dedo índicecontra la pequeña herida, revisó elcorreo —dejó las cartas desordenadas,como de costumbre—, y se llevó dos

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sobres, asegura mamá: uno de su trabajoy el otro de su cuenta de fideicomiso.Comprobó que

mamá seguía en la cama y cerró tras desí, con extremo cuidado, la puerta.

Esa noche, ella pensaba darle la grannoticia. Había esperado tres mesesporque quería estar segura de que no setrataba de una falsa alarma. No le gustanlas celebraciones prematuras. Pudohabérselo dicho el lunes, en lugar delmartes. O tal vez en alguna de las tantasmadrugadas interrumpidas por losachaques del primer trimestre deembarazo. El doctor había confirmadolas doce semanas desde el viernes

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anterior. Demasiadas probabilidades.

Decidió esperar al martes. Compró suvino tinto favorito. Durante la cena lediría: el año que viene todo va acambiar. Vamos a ser padres. Soñabacon el momento perfecto para darle lasorpresa.

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Papá no tenía idea de lo que ella se traíaentre manos. Ese martes de septiembreera como cualquier otro. Algo fresco,soleado, el tráfico en pleno apogeo.Abrió la puerta del edificio, se detuvoen la entrada y respiró profundo. Aúnquedaban vestigios del verano. En laesquina de la calle

116 y Morningside Drive, contempló lasalida del sol y el parque aún frondoso.Eran las 7:30 de la mañana. A esa hora,el superintendente del edificio salía acaminar con su perro. Lo saludó y doblóen la 116 hacia el oeste. Atravesó elcampus de Columbia y en la esquina deBroadway tomó el tren de la línea 1.Mamá conocía perfectamente su rutina.

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Un martes más.

Al llegar a la estación de Chambers sedirigió hasta John Allan’s, en TrinityPlace, para su corte de cabello mensual.Se había hecho miembro de ese clubsolo para hombres al comienzo de susviajes semanales al distrito de negociosde Manhattan. Papá se sentía cómodoallí. Había un aire de privacidad que ledaba confianza. Le tenían preparado sucafé negro, sin azúcar, y revisó lostitulares del Wall Street Journal, NewYork Times y de El Diario La Prensa.

Nunca se cortó el pelo. Nunca llegó a suoficina. Eso está claro. Me preguntoadónde fue cuando a las 8:46 de la

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mañana escuchó la primera explosión.Se pudo haber quedado donde estabacomo los

demás, que se salvaron. Unos minutosmás y la evocación de mamá seríadiferente. Solo unos minutos más.

Quizás corrió a ver qué pasaba, o sipodía salvar a alguien. A las 9:03 fue lasegunda explosión.

Debían estar desorientados: nadie sabíaa ciencia cierta qué pasaba. Losteléfonos se quedaron sin señal.

Entonces comenzó la lluvia de cuerposcontra el pavimento. A las 9:58 unrascacielos colapsó. A

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las 10:28, el segundo.

Una densa nube de polvo cubrió la puntade la isla. No se podía respirar, eraimposible abrir los ojos. Se escuchabanlas ensordecedoras sirenas de losbomberos y la policía. Me imagino quede pronto se hizo de noche. Hombres ymujeres corrían en busca de la luz, enuna batalla contra el fuego, el terror, laangustia. Hacia el norte, debían correrhacia el norte.

Cierro los ojos y prefiero ver a papámientras carga a los heridos y los llevaa un lugar seguro.

Regresa al punto central de la masacre yse une a los bomberos en la operación

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de rescate. Él puede haber sido otravíctima. Tenía que ser un martes. Era elúnico día de la semana que iba a suoficina del downtown.

La primera vez que mamá me contó loque en realidad le sucedió a papá, yotenía solo cinco años.

Ella, de espaldas a mí, entre colchas yalmohadas; yo, de pie en la puerta de sucuarto. Cuando terminó, corrí a mihabitación a llorar.

Me gusta pensar que papá está a salvo,que aún está perdido, sin saber a dóndeir. Quizás olvidó su dirección, cómoregresar a casa.

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Con cada septiembre, al crecer sin papá,las posibilidades de su regreso se fueronreduciendo.

Seguramente quedó atrapado entre losescombros. Los edificios no eran másque polvo de acero, cristales rotos ytrozos de cemento.

No volvió nunca más.

La ciudad se paralizó. Mamá también.

Esperó dos días para reportar a papácomo desaparecido. No sé cómo pudodormir esa noche, levantarse, ir atrabajar al día siguiente y volver a lacama como si nada hubiese pasado.Siempre con la certidumbre de que papá

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regresaría. Así es mamá.

No podía vincularlo con la terriblematanza, se negaba a aceptar queestuviera sepultado entre los escombros.Esa era su defensa para no desquiciarse;para que yo no me desvaneciera en suinterior.

Se convirtió en un fantasma más dentrode la ciudad apagada. Los restaurantescerrados, los mercados vacíos, laslíneas de trenes fragmentadas, lasfamilias mutiladas. Un código postalborrado de la faz de la tierra. Lasesquinas se llenaron de fotos dehombres y mujeres que salieron atrabajar ese día, como papá, y nunca

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regresaron. En las entradas de losedificios, en los gimnasios, en lasoficinas, en las librerías, miles derostros perdidos. Cada mañana las carasse multiplicaban, nuevos semblantesaparecían. Menos el de papá.

No recorrió los hospitales, ni fue a lamorgue, ni a las estaciones de policía.Ella no era una víctima, mucho menos laesposa de una víctima. No aceptabapésames. Tampoco contestaba elteléfono: llamaban para darle unanoticia que se negaba a escuchar o paracompadecerse de ella. Papá no estabaherido ni muerto. Esa era su convicción.

Dejaría que pasara el tiempo, que lo

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pondría todo en su lugar. Ella no podíaenmendar lo que no

tenía solución. No iba a derramar unasola lágrima. No tenía por qué.

Se concentró en el silencio. Era el mejorrefugio. No escuchaba el ruido de losautos, ni las voces a su alrededor.Desapareció toda la música de fondo.Por las mañanas recorría el barrio conolor a humo, a metal derretido, a polvo,a escombros. En cada poste de luzcontinuaban las fotos. A veces sedetenía a mirarlas: los rostros leresultaban extrañamente conocidos.

Intentó continuar con sus rutinascotidianas. Ir al mercado, comprar café,

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recoger sus medicinas

en la farmacia. Se acostaba a dormir conel olor a humo y metal derretidoimpregnado en la piel.

Dejó el trabajo, y desde entonces no havuelto. Al principio solicitó un sabáticoque más tarde se extendió a una renunciano declarada. No necesitaba trabajar. Elapartamento de papá pertenecía a sufamilia desde antes de la guerra yvivíamos de la cuenta de fideicomisoque su abuelo había abierto hacíamuchos años.

A veces pienso que retirarse del mundofue la única salida que encontró parasoportar su dolor.

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No solo el de haber perdido a papá, sinoel de no haberle dicho que yo nacería.Que se iba a convertir en padre. Que lavida les iba a cambiar.

Lleva esa culpa en silencio hasta el díade hoy.

Hannah

Berlín, 1939

Abro las ventanas del comedor, corrolas cortinas y dejo entrar la luz de lamañana. En ese instante respiroprofundo. No hay olor a humo, ni ametal, ni a pólvora. Cierro los ojos ypuedo sentir la esencia del jazmín. Losabro y el té está servido en la mesa del

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comedor sobre un delicado mantel deencaje, en la esquina más cercana a laventana, para que nos dé un poco de sol.Ahí están las galletas de vainilla quetanto nos gustan a mi amiga Gretel y amí. Necesito un sombrero. Ah, y unabufanda. Sí, una bufanda de seda rosapara recibir a Gretel y a Don, su perro.Cuando terminemos, nos iremos a correrescaleras abajo.

Gretel abre la puerta, atraviesa el salónprincipal y el primero que entra es Don,que corre alrededor de la mesa como unloco. Trato de acariciarlo, lo sujeto porla cola para intentar calmarlo, pero nadalo detiene. Es libre.

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Gretel no deja de parlotear: Don hadicho «hola», está aprendiendo a cantar,la saca de la cama por las mañanas. Dones un terrier completamente blanco, sinuna mancha, sin una herida, sin un error,con las proporciones perfectas de unperro de su raza. Es un privilegiado.Incluso estuvo en la Villa Viola, dondeenseñan a comportarse a los perrospuros.

A Gretel le gusta tomar agua helada encopas de champaña y cierra los ojos concoquetería: finge

que las burbujas la marean. Me diviertomucho con ella. Dos veces a la semanaviene a casa, a tomar té y champaña sin

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burbujas.

—¿Qué haces sentada en la oscuridad?—llega a casa mamá e interrumpe miensueño, mis recuerdos de las tardes deté con Gretel.

La sigo a su cuarto y me invade el olor a10.600 flores de jazmín y 336 rosasbúlgaras. Así me

explicaba que estaba compuesta aquellaesencia, de la que sutilmente dejaba caeruna gota en la nuca y las muñecas.

Cuando era pequeña, pasaba horas enesa habitación, la más grande y olorosade la casa. La lámpara de brazos largoscomo los de una araña me asustaba y yo

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terminaba encerrada en el armariodescomunal de mamá. Me ponía suscollares de perlas, paseaba con susvoluminosos sombreros y zapatos detacón. Era la época en que ella reía alverme jugar, me embadurnaba la cara decarmín rojo y me llamaba «mi payasita».

Los tiempos han cambiado, aunque enlos tapices que ya nadie cuida, en lassábanas de batista que nadie plancha, enlas cortinas de seda llenas de polvo,continúa impregnada la esencia dejazmín, que se mezcla ahora con lanauseabunda naftalina. Mamá insiste enpreservar un pasado que se evapora

delante de nosotras, sin que podamos

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evitarlo.

Me acuesto sobre el cubrecama deencaje blanco, a mirar la araña del techoque ya no me atemoriza y la siento entraral cuarto. Va directamente al baño sindirigirme la palabra. Está extenuada.

Aquella mujer frágil, con las poseslánguidas de la Divina, ha recuperado,en el rostro y los movimientos, la fuerzade los Strauss, salida de un lugar remotoque quizás ni ella misma recordaba.

La desaparición de papá le ha dado unaentereza que llega incluso asorprenderla. Ahora soy yo quien nosale del encierro. Si hoy tampoco voy ami cita con Leo en el café de Frau

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Falkenhorst, será capaz de aparecerse enmi casa sin avisar, aunque corra elriesgo de encontrarse con la temibleFrau Hofmeister y la tonta de su hijaGretel.

Con el pelo mojado, sin maquillaje ycon las mejillas encendidas por el aguacaliente, mamá se ve aún más joven delo que es. Camina y se envuelve lacabeza en una pequeña toalla blanca.Cierra las cortinas y evita que entre elmás mínimo rayo de sol en la habitación.

Aún no ha pronunciado una sola palabra.No sé si ha sabido de papá, quégestiones hace. Nada.

Sentada ante su tocador, comienza su

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ritual de belleza y observa desde elespejo que me he sentado en su butacabergère à la reine, que tiene casidoscientos años, sin preguntarme si mehabía lavado las manos. Ya no leimporta que pueda mancharse su piezade colección firmada por un tal Avisse.Respira profundo y, mientras observaalguna arruga incipiente, me comunicacon voz grave:

—Nos vamos, Hannah.

Evita mirarme. Su hablar es tan apagadoque me cuesta trabajo entenderla, aunquesiento su energía: se trata de una orden.Yo no cuento, ni papá tampoco, ni Leo.Nos vamos, y eso es todo.

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—Tenemos los permisos, los visados.Solo falta que compremos nuestropasaje en el barco.

¿Y papá? No regresará, ella lo sabe;pero cómo podemos abandonarlo.

—¿Cuándo nos vamos? —es lo únicoque me atrevo a preguntar. Su respuestano es de mucha ayuda.

—Pronto.

Al menos no será hoy, ni mañana. Tengotiempo de buscar una estrategia con Leo,que ya debe

estar esperándome.

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—Mañana comenzamos a empacar.Habrá que decidir qué nos vamos allevar —habla tan

despacio que me inquieta.

Necesito salir a encontrarme con Leo,pero ella continúa.

—Aquí no volveremos más. Perosobreviviremos, Hannah. De eso estoysegura —me aclara

mientras se cepilla con rabia contenida.

Apaga la lámpara de la habitación ysolo deja encendida la del tocador. Nosquedamos en penumbras. No tiene nadamás que decirme.

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Me deslizo fuera del cuarto y corroescaleras abajo sin pensar en losvecinos que ansían el momento denuestra partida. Si solo supieran quesomos nosotros los primeros en querersalir de una vez de este absurdocalabozo.

Llego sin aliento a la estación deHackescher Markt y corro hasta el café.Leo saborea lo que queda de suchocolate.

—Es C-U-B-A —pronuncia cada letra atoda voz—. ¡Nos vamos a América!

Se incorpora y lo sigo. Aún no hepodido recuperar el aire. Estoy sofocadapor haber corrido tanto. Pero ha dicho

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«nos vamos». Eso es lo único que meinteresa. No el destino, sino el plural.

Nosotros. Le pregunto de nuevo, paraasegurarme, porque no quieromalentendidos.

—Nos vamos a América. Tu mamá hapagado una fortuna por los permisos.

A estas alturas debemos estar ya sindinero en efectivo. Estábamosconvencidos de que papá había

ayudado a costear los pasajes ypermisos de Leo y de su padre. Se habíaabierto esa posibilidad para

muchos en Berlín, y quienes pudieran

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hacerlo estarían a salvo. Ambasfamilias, ellos y nosotros, estábamosentre los bienaventurados.

La mejor noticia es que papá está vivo:

—Lo van a dejar salir. —Leo tiene unaseguridad que me hace enmudecer.

Papá es un hombre de suerte, no comoHerr Schemuel, que jamás regresó.Somos indeseables, pero los Rosenthaltambién somos afortunados. Han puestocomo condiciones que entreguemos eledificio, todas nuestras propiedades yabandonemos el país en menos de seismeses. Tan pronto como mamá garanticeel traspaso, dejarán libre a papá ypodremos obtener su visa y los pasajes

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para los tres. Por eso aún no los hemoscomprado. Ahora entiendo.

Será necesario ir a escuchar la radio alpasillo hediondo del Ogro; tenemos queestar al tanto de todas las nuevasregulaciones. Cada día se inventan algopara hacernos la vida imposible. Nosolo no nos quieren aquí, sino que estánhaciendo lo posible porque nadie en elmundo nos acepte. Si nos rechazan encada continente, ¿por qué serían elloslos únicos que tendrían que cargar connosotros?

Es la jugada perfecta: el triunfo de laraza superior.

Solo que ya alguien nos aceptó. Una isla

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en medio de las Américas va arecibirnos, permitirá que

nos asentemos y que formemos allínuestras familias. Trabajaremos, nosconvertiremos en cubanos y allí naceránnuestros hijos, nuestros nietos, nuestrosbisnietos.

Nadie necesita vivir en este paísinvadido por esas irritantes banderastricolores.

—Nos vamos el trece de mayo —explica Leo sin detenerse. Yo caminodetrás de él sin hacer preguntas—.Saldremos del puerto de Hamburgohacia La Habana.

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El 13 de mayo será sábado. Por suerteno nos iremos un martes.

Una piedra sucia. Un cristal roto yahumado. Una hoja seca. Serán esas lasúnicas reliquias de Berlín que esconderéen mi maleta el 13 de mayo. Por lasmañanas doy vueltas sin sentido por lacasa, con la piedra en mi mano. A vecespaso horas esperando a mamá. Al salirsiempre promete que regresará antes delmediodía, pero nunca lo cumple. Si algole sucediera, tendría que irme con Leo.

O quizás Eva pueda decir que soy supariente lejana y me acoja. Nadiedescubrirá que soy impura, me haránnuevos papeles de identidad, me

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quedaré junto a la mujer que me vionacer y terminaré ayudándola a hacerquehaceres en casas ajenas.

El silencio y la calma de este lugar mehacen pensar esas estupideces. Tenemosque irnos.

Los documentos ya están listos para quelo nuestro pase a manos de quienes nonos quieren. El

edificio, el apartamento donde nací, losmuebles, los adornos, mis libros, mismuñecas.

Mamá ha conseguido sacar de Berlín susjoyas más valiosas a través de unaamiga, que trabaja en

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la embajada de un país exótico. Loúnico que se niega a entregar es lapropiedad de la tumba familiar, que alos Ogros no les interesará porque estáen nuestro cementerio, en Weissensee.Allí descansan mis abuelos, misbisabuelos, y hubiéramos debidoterminar también nosotros, pero estoysegura de

que borrarán ese lugar como hanconseguido borrar tantas otras cosasvivas.

Hoy día proliferan los documentosfalsos para irse a Palestina o aInglaterra: cualquiera se aprovecha denuestra desesperación para robar y

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estafar. A veces son Ogros, pero otras,son impuros informantes sin piedad. Nose puede confiar en nadie.

Por eso mamá se aseguró de quenuestros permisos para entrar a Cubacomo refugiados fueran

válidos.

—Además de los ciento cincuentadólares por los permisos, pagué undepósito de otros quinientos. Es unagarantía de que no buscaremos trabajoen la isla, que no seremos una cargapara el país —explica y me da laespalda.

Nos vamos a una isla minúscula que se

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vanagloria de ser la más grande delCaribe. Un escupitajo

de tierra entre el norte y el sur. Pero eseescupitajo es el único lugar que nos estáabriendo las puertas.

—Por leyes geográficas, pertenece almundo occidental —aclara con ciertasatisfacción.

Partiremos de Hamburgo y tendremosque atravesar el océano Atlántico en unbarco alemán. Por

mucho que queramos, al final, no nospodemos sentir completamente a salvoen una embarcación tripulada por Ogros.

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—Los pasajes de primera clase van acostarnos unos ochocientos reichsmarks—mamá seguía con explicaciones sinsentido para mí— y la compañía exigeque sean de ida y vuelta, aunque sepanque no vamos a regresar.

Todos se aprovechan.

Hoy ha regresado temprano porque papádebe estar al llegar. Lleva un vestidonegro, una especie

de luto anticipado, y un cinturón blanco,que no deja de arreglarse. Su rostro estálimpio, con muy poco maquillaje. No seha puesto más sus pestañas postizas, nose ha marcado las cejas, no hayprofundidad en sus párpados. Es otra.

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Sentada en el borde de la silla, con lasmanos sobre las rodillas, parece estarde penitencia en la escuela a la que yano me envía porque no me aceptan.

—Tranquilízate —me advierte, al vermecaminar de un lado al otro por el enormesalón lleno de

polvo.

Papá está subiendo las escaleras. Looímos. Ya está ahí. ¡Nos vamos! ¡Lologramos! Iremos a vivir a unescupitajo de tierra, papá, donde nohay estaciones, solo verano. Lluvia yseca. Lo leí en el atlas.

Al entrar, papá luce más alto que nunca.

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Sus lentes están torcidos. Lo han rapadoal cero. El cuello de su camisa está tansucio que no es posible identificar elcolor. Pero esa delgadez lo hace aúnmás aristocrático: no ha perdido suporte, a pesar del hambre, del dolor, delhedor. Corro hacia él, lo abrazo y rompea llorar. No llores, papá. Tú eres mifortaleza. Ya estás aquí con nosotras, asalvo.

Permanezco abrazada a él y me traspasasu olor a sudor y cloaca. Siento surespiración entrecortada, su pechoconmovido. Levanta la cabeza y dirigesu mirada a mamá.

Me besa en la frente, como a una bebé,

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mientras ella comienza a ponerlo al día.Quisiera saber de dónde ha sacado esafuerza la mujer que antes no salía de lacasa y pasaba el día llorando. No meacostumbro a esta nueva Alma. Oírlahablar me sorprende aún más.

—Solo tenemos dos permisos de salidafirmados por el Departamento de Estadodel gobierno de

Cuba, porque acaban de emitir un nuevodecreto para limitar la entrada derefugiados alemanes a la isla —mamáno se detiene ni para recuperar el aliento—. Pero no hay que preocuparse: lasoficinas del Hamburg-Amerika Linievan a vender visas de turistas para

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estancia ilimitada, firmadas por eldirector general de inmigración, un talManuel Benítez.

Se esfuerza en pronunciar el nombre enperfecto español y marcaexageradamente la zeta.

—Necesitamos tan solo una. Siobtenemos una Benítez —ya habautizado las visas salvadoras—

avalada por el consulado cubano,podrás partir con nosotras. Pero hay queevitar comprarla a través deintermediarios. Será mejor quecompremos tres, para viajar todos conlos mismos documentos.

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—¿Y cuál sería la otra opción si noconseguimos la Benítez? —comencé abombardear con mis

preguntas—. ¿Nos vamos y dejamos apapá en Berlín?

No me responde. Sigue adelante con suexplicación desesperada:

—Al menos tenemos reservados doscamarotes en primera clase. Son unagarantía. El problema

es que solo nos autorizan a llevar diezreichsmarks por cada uno.

Un billete de veinte reichsmarks paramis padres, otro de diez para mí. Ese

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será el monto de nuestra fortuna.Podríamos llevar dinero escondido.Pero no, sería demasiado arriesgado:nos podrían quitar los permisos dedesembarque. O quizás el reloj de papá,alguna otra joya. Sería una gran ayuda.Por lo visto, nos iremos sin dinero.

—Hasta llegar a La Habana, notendremos acceso a la cuenta de Canadá.Será un viaje de dos semanas, no muchomás —continúa sin emoción—. Noshospedaremos en el Hotel Nacional losprimeros días, hasta que tengan listanuestra casa de tránsito. Estaremos unmes, un año tal vez. Quién sabe.

Termina de poner al tanto a papá y se

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encierra en su cuarto. No lo abrazó.Solo dos besos fríos en la mejilla. Notenemos más familia, estamos solos. Enlos últimos meses hemos perdido atodas las amistades. Cada quien intentasobrevivir como puede.

¿Y Leo? Tienen que haber ayudado aLeo y su papá con los pasajes.

La llegada de papá me impidió salir aencontrarme con mi amigo. Él viene abuscarme y, al bajar,

descubro que Frau Hofmeister lo estáinsultando.

—¡Sal de aquí, perro sucio! —le grita—. ¡Esto no es un basurero!

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Corremos hacia el parque Tiergarten.No nos queda mucho tiempo, él lo sabe.Aún no han conseguido los visados.

—Se acaban —me dice—. Falta el depapá.

Falta el de ellos.

Y por si fuera poco, tenemos un nuevoproblema: nuestros padres planeandeshacerse de nosotros

si no logramos salir de Berlín. Leo estáseguro.

Los escuchó hablar sobre un venenomortal. Lo sabe todo.

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—En esta época el cianuro tiene preciode oro —me explica, en tono detraficante. Es un exagerado. No le creo.Nadie quiere morir. Todos queremoshuir; eso es lo que buscamos—. Tupadre dijo que prefiere desaparecerantes que regresar a una celda —se hapuesto serio; deja de correr—. Le pidióa mi papá que comprara en el mercadonegro tres cápsulas para ustedes. ¿Nome

crees?

—Por supuesto que no lo creo, Leo. —Siento que me falta el aire—. Menosaún, de papá.

—Las cápsulas de cianuro se pusieron

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de moda durante la Gran Guerra... —ahora adopta un tono

de experto de circo itinerante a punto depresentar algún fenómeno de lanaturaleza.

Su papá tendría que haberse dado cuentade que este chico está siempre al tantode sus conversaciones. Leo es unpeligro.

—Era mejor morir antes que caerprisionero. Te quitaban las armas, perouna pequeña cápsula podías esconderlahasta debajo de la lengua, o en unamuela. —Leo dramatiza cada oración.

Habla del cianuro con grandes gestos y

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se detiene para observar mi reacción, siestoy furiosa o

siento miedo.

—Las cápsulas no se disuelven confacilidad. Tienen una fina cobertura decristal para evitar que se rompan poraccidente. Cuando llega el momentopreciso, muerdes la pequeña ampolla ytragas el

cianuro de potasio. —Hace una cómicapantomima: cae al piso, se estremece,tiembla, deja de respirar, abre bien losojos, tose. Luego resucita y vuelve a lacarga—. La solución tiene una

concentración tan alta que, al entrar en

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el sistema digestivo, provoca una muertecerebral inmediata.

—Respira profundo y se queda inmóvil,como una estatua.

—¿No duele? —sigo su juego.

—Es la muerte perfecta, Hannah —susurra y comienza otra vez con gestosgrandilocuentes—. Te

aniquila la mente para que no sientasnada, y después tu corazón deja de latir.

Al menos, ese es un consuelo: unamuerte sin sangre ni dolor. Medesmayaría de ver sangre, tampocoresisto el dolor.

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Si nos separan, sería ideal paranosotros, Leo. Nos quedamos dormidosy punto.

Me recuesto en un muro lleno decarteles. «Millones de hombres sintrabajo. Millones de niños

sin un futuro. Salva al pueblo alemán.»¡Yo también soy alemana! Vamos a verquién me va a salvar a mí.

—Tienes que encontrarlas —me ordenaLeo—. Registra toda la casa. No puedesirte sin ellas.

Tenemos que tirarlas.

—¿Deshacernos de algo que vale tanto

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como el oro, Leo? ¿No es mejorquedarnos con ellas y revenderlas?

Un problema más: ahora tendré querevisar bien lo que me den de comer,aunque no me parece

probable que vayan a mezclar elcontenido de la cápsula con la comida,enseguida lo notaría. Quiero saber cuáles el olor del cianuro. Debe tener unatextura peculiar, un sabor que lodistinga, pero Leo no habló de eso.Tendrá que averiguar un poco más. Cadasegundo cuenta.

Podrían llegar a mi cama después queme haya dormido, abrirme la boca ydejar caer el polvo de

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la cápsula rota. No gritaré, no lloraré.Solo los miraré fijamente a los ojos paraque vean cómo me apago, cómo sedetiene mi corazón. Así, no olvidaránnunca su crimen.

Mis padres están desesperados y en unasituación límite actúan sin pensar.Cualquier cosa es posible. No esperonada bueno de ellos. Pero no puedendecidir por mí. Voy a cumplir doce años.

No los necesito. Puedo escaparme conLeo; ya creceremos. El tiempo vuela.

Leo, ayúdame a salir de aquí.

Regreso a casa a dormir e intentarolvidar lo del cianuro, al menos por

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unas horas. Mañana, tan

pronto como papá y mamá salgan,comenzaré a buscar.

Me despierto más tarde de lo habitual.Leo me ha dejado extenuada. Aprovechola soledad para empezar mi exploraciónpor la caja fuerte escondida detrás delcuadro del abuelo, en la oficina de papá.La combinación es aún mi fecha denacimiento; pero al abrir la pequeñapuerta, solo encuentro documentos:sobres y más sobres.

Continúo en el joyero. Nada. Abrodespués el intocable portafolio de papá.Registro cada gaveta

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de la casa, hasta aquellas a las quenunca he tenido acceso. Rebusco entrelos libros, detrás de los adornos. Meacerco con cuidado al gramófono yreviso la bocina. Nada. Busco y busco.Las cápsulas no están aquí.

Probablemente las llevan con ellos.Creo que es la única posibilidad. Quizáspapá las tenga en su gruesa billetera. O,quién sabe, tal vez en la boca,convencido de que la ampolla de cristallo protege.

Esta tarea que me ha dado Leo deencontrar el maldito polvo me tieneexhausta.

No puedo más. No queda un solo rincón

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que no haya rastreado y es hora de irme.

Llego a la Rosenthaler Strasse almediodía y no veo a Leo en el café deFrau Falkenhorst. Casi

siempre es él quien espera por mí. Es suvenganza.

Entro y salgo del café, muchas mesasestán llenas de fumadores. Leo no havenido, y supongo que

ya no aparecerá. Me voy a laAlexanderplatz, doy vueltas dentro de laestación y me entretengo deslizando lasmanos por las frías baldosas verde gris.Mis dedos terminan negros de un hollínque no sé cómo limpiar.

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Tomo el S-Bahn y me aventuro a ir hastael pasillo maloliente del Ogro. Leopuede estar ahí, a la caza de nuevasnoticias en la radio. No sé qué hago solapor aquí. Me acerco a la ventana delhombre más pestilente de Berlín, con suradio estridente. ¿No ha visto porcasualidad a Leo? , siento deseos depreguntarle. En la radio anuncian quehay una reunión de Ogros en el HotelAdlon para decidir qué hacer con losimpuros. Pudieron haberse ido al HotelKaiserhof, pero no: han tenido quehacerlo en el Adlon, para que el dolorsea más intenso.

Con el Adlon, Berlín era una ciudadmajestuosa. Todos querían vivir aquí.

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Ahora huyen. Las banderas cuelgan decada ventana del hotel y de las farolasde las avenidas aledañas, que antestransitábamos felices.

Pero nosotros nos vamos. Eso es lo másimportante. Por suerte, no siento apego anada. Ni a la

casa, ni al parque, ni a mis recorridoscon Leo por los barrios de los impuros.

No soy alemana. No soy pura. No soynadie.

Tengo que encontrarlo y voy aarriesgarme: tomaré nuevamente el S-Bahn y apareceré en su casa,

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en el 40 de la Grosse HamburgerStrasse. Lo repito para no olvidarlo. Esel barrio en el que mamá se niega avivir, adonde han ido a parar todos losimpuros de Berlín. Leo pudo habermeesperado en los bajos de mi edificio. Élno le tiene miedo a nada, y menos a FrauHofmeister.

Me bajo en la estación de laOranienburger Strasse. Al llegar a laintersección con la Grosse HamburgerStrasse y sin hacer contacto visual connadie, tropiezo con una mujer que llevauna bolsa con espárragos blancos. Pidodisculpas y escucho a mis espaldas quela mujer se queja:

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—¿Qué puede estar haciendo sola unaniña pura en este barrio?

Al llegar a la calle de Leo deboorientarme. A la derecha está elcementerio de los impuros, y la escuelagratuita para los hijos de los impurosdonde se sentían libres. Es a laizquierda, en dirección a Koppenplatz.Ya estoy ubicada.

Los edificios en esta calle se amontonansin gracia alguna en bloques de tres acuatro pisos con

fachadas idénticas, sin balcones, sin unsolo contraste. El tono mostaza de lasparedes comienza a desvanecerse porfalta de pintura.

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Aquí la gente camina como si le sobrarael tiempo. Andan perdidos,desorientados. Dos ancianos

vestidos de negro están de pie a laentrada de uno de los edificios. Puedorespirar un aire de abandono y capas desudor sobre chaquetas que van de manoen mano, sin dueño fijo.

Al menos no hay olor a humo, aunqueaún quedan cristales rotos en las aceras.Pero a nadie le importa: caminan sobreellos y los resquebrajan. El chasquidome provoca escalofríos.

En una tienda han colocado enormesláminas de madera para sustituir lasvidrieras desaparecidas

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en noviembre. Con tinta negra, hanpintado sobre las tablas estrellas de seispuntas y frases que me niego a descifrar.

Yo solo busco el número 40. No meinteresa nada más. No quiero saber porqué no se mueven los

viejos de la entrada, o por qué un niñoque no llega a los cuatro años le darabiosos mordiscos a una papa cruda yluego la escupe.

El 40 es un edificio de tres pisos con elcolor mostaza ennegrecido por lahumedad. Las ventanas

están desencajadas, como si hubieranperdido las bisagras. La puerta, a un

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costado, tiene la cerradura rota. Subo laescalera estrecha y oscura, y dentro elaire es más frío aún. Es como entrar auna nevera mugrienta, con olor a comidadescompuesta. Solo una débil bombillailumina el pasillo. Unos niños bajancorriendo la escalera, me empujan. Mesujeto de la baranda para no caerme yalgo pegajoso se adhiere a la palma demi mano.

Entro despacio por el pasillo sin sabercómo limpiarme. Hay varios cuartos conlas puertas abiertas. Me imagino que enuna época fue el gran apartamento deuna única familia. Ahora está lleno deimpuros hacinados que han perdido suscasas.

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No hay rastros de Leo ni de su papá. Lapuerta del fondo se abre y sale unhombre descalzo y con

una camiseta manchada. Camino concautela. El hombre tiene la misma caradel hongo venenoso con

la estrella de seis puntas en su pecho dela portada de Der Giftpilz, el libro quenos obligaban a leer en la escuela. Sedetiene un momento al verme y se rascadetrás de la oreja. No dice nada y yocontinúo, porque no le temo. Ni a él, ni anadie.

Miro hacia dentro de uno de los cuartos,donde deben estar hirviendo papas,cebollas y carne con

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tomate. Una anciana se balancea en unsillón. Una mujer desgreñada prepara técaliente. Un niño me mira mientras seescarba la nariz.

Ahora comprendo por qué Leo no haquerido que yo vea dónde pasa lasnoches. No tenía nada que ver con queFrau Dubiecki, la encargada deledificio, fuese una despreciable urraca.Tiene que ver con esta tristeza: Leo meha protegido del horror.

Podías haber pedido ayuda. Habervenido a vivir con nosotros. Erapeligroso, lo sé, pero debimos abrirtelas puertas y no lo hicimos.Perdóname, Leo.

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Subo al segundo piso y alguien medetiene por el brazo.

—Aquí no puedes estar. —La mujer,baja y con una barriga enorme, piensaque no soy como ellos. Que soy pura.

—Busco el cuarto de la familia Martin—le respondo en un hilo de voz,tratando de ocultar que

realmente estoy muy asustada.

—¿A quién? —me pregunta con airedespectivo.

—Necesito hablar con Leo. Es urgente.Un asunto familiar muy grave. Soy suprima.

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—No eres su prima —responde lapequeña arpía y me da la espalda.

Ahora soy yo quien la detiene por elbrazo.

—¡Suéltame! —chilla—. No los vas aencontrar. Anoche se largaron con susmaletas, como ratas,

sin decirme nada.

No sabía si llorar o darle las gracias.Me detengo por unos segundos, la mirodirectamente a los

ojos y no puedo evitar sentir pena porella. Bajo corriendo las escaleras ysalgo a buscar la estación del S-Bahn,

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sin saber hacia dónde dirigirme.

En la acera, la luz me ciega y el ruido dela calle me paraliza. La campanilla de laentrada de la panadería resuena en micabeza como un golpe de metal que nodeja de vibrar. Los diálogos se mezclan.Una mujer le grita a su hijo. Percibo larespiración de los viejos de nariz tupidacomo ampliada por los altavoces, sualiento con restos de aguardiente, susfrases en una lengua incoherente.

Estoy perdida. No quiero caminar endirección al antiguo cementerio delápidas llenas de pequeñas piedras. Aquién se le ocurre vivir tan cerca de losmuertos. No tengo a Leo para que me

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guíe. Debo encontrar la estación.

Al fin la veo. Estoy a salvo. Tengo quesalir huyendo de aquí. No soy deninguna parte. Tendrás

mucho que explicarme, Leo, porquetengo muchas preguntas que no puedohacerles a mis padres.

De regreso en el tranvía, cada chasquidoentre la antena y el cable me hacetemblar. Hay una calma extraña entre lospasajeros, que van cabizbajos, vestidosde gris. Ni un solo color en esta masauniforme. Me arden las mejillas, tengolos ojos llenos de lágrimas retenidas ala fuerza, pero no puedo llorar aquí.Nadie se quiere sentar a mi lado, me

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evitan. Ya sé que parezco pura, pero soytan gris como ustedes. Vivo en unapartamento de lujo, pero a mí tambiénme han expulsado.

Regreso sola. Ya nadie va aacompañarme nunca más.

Todavía no puedo creer que Leo no hayatenido oportunidad de correr a mi casa,arriesgarse y

tocar a la puerta para hacerme saber quesu padre se lo llevaba a Inglaterra oadonde fuera, que me escribiría, quenunca íbamos a distanciarnos, aunquenos separara un continente, o un océano.

Solo acierto a pensar en prepararme

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para un viaje sin futuro a la pequeña islaque él ideó en sus mapas de agua.

Hoy es martes, lo sabía. Debí habermequedado en mi habitación, con la miradaen el techo. Ha

sido solo un sueño, o más bien unaterrible pesadilla. Mañana, al despertar,Leo estará ahí, como siempre, con susenormes pestañas y el pelo enmarañado,esperándome al mediodía en el café deFrau Falkenhorst.

Al abrir la puerta de casa, veo a papá enla ventana, contemplando los tulipanes.

Ahora es él quien permanece mástiempo sin salir. Se refugia en el

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despacho de madera oscura, a

sus espaldas la foto del abuelo, el de losgrandes bigotes con mirada de general.Vacía las gavetas, tira a la basuracientos de papeles: sus estudios, susescritos.

Me acerco, me rodea los hombros, meda un beso en la cabeza y se va a laventana a contemplar

el jardín. Él tiene que saber a dónde sehan llevado a Leo, si él y su padreconsiguieron o no los permisos paradesembarcar en La Habana.

—¿Y Leo y su papá? —me arriesgo apreguntar.

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Silencio. Papá no reacciona. Deja lostulipanes, papá: ¡esto es importantepara mí!

—Todo está bien, Hannah —respondesin mirarme.

No hay buenas noticias, lo sé.

Me voy al cuarto de mamá. Necesito quealguien me diga qué está pasando. Si nosvamos o no, si

el viaje sigue en pie. Ahora es ella laque sale cada mañana a hacer gestiones.

—Ya todo está arreglado, Hannah —ratifica—. No hay por qué preocuparse.Tenemos los pasajes

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y se consiguió el permiso dedesembarque, una Benítez, para papá.

—¿Qué más hace falta? —insisto.

—Debemos salir al amanecer delsábado. Iremos en nuestro auto, unexalumno de tu padre nos llevará. Elauto será su pago.

—Es de confianza. —Papá se asoma ala puerta del cuarto para calmarme.

Pero yo no puedo dejar de pensar enLeo.

El cuarto de mamá es un caos: trajes encada rincón; ropa interior, zapatos. Semueve agitada y la escucho tararear una

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canción. No la entiendo bien. Parecehaberse transformado en lo que era, o enla ilusión de lo que fue. Cada día tengouna madre diferente. Podría serdivertido, pero no hoy. Leo se fue sindecirme adiós.

Tiene cuatro enormes maletas llenas deropa. Ha enloquecido, sin duda.

—¿Qué te parece, Hannah? —se colocaun traje y comienza a bailar por lahabitación. Un vals.

Tararea un vals—. Si nos vamos aAmérica, debo llevarme un Mainbocher—continúa hablando de sus trajes degala, como si nos fuéramos devacaciones a una isla exótica.

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A nadie en Cuba le van a interesar lostrajes de marca que use. Llama a susvestidos por el nombre del diseñador.Un Madame Grès, un Molyneux, unPatou, un Piguet.

—Me los llevo todos —ríe, nerviosa.

Son tantos, que no tendrá que repetir niun modelo mientras dure la travesía.

Ella sabe que cada vez que se refugia enesa euforia, yo me distancio. Claro quesé que sufre: no nos vamos devacaciones. Es consciente de nuestratragedia, pero intenta que lasobrellevemos lo mejor posible.

¡Oh, mamá! ¡Si hubieras visto lo que vi

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hoy! Y tú, papá, no debiste haberabandonado a Leo y a su padre en esapesadilla.

Ya han hecho el inventario de todasnuestras posesiones, el Vermögens-Erklärung que le exigen a las familiasantes de que se vayan. Mamá podrállevarse sus vestidos y las joyas quelleve puestas, pero el resto de nuestravida se queda aquí. No podemos perderni romper nada que haya sidoinventariado. Un simple error y nuestrasalida sería pospuesta indefinidamente.

Y nos enviarían para siempre a unaprisión.

Anna

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Nueva York, 2014

El señor Levin nos ha puesto en contactocon una sobreviviente del Saint Louis,el trasatlántico en el que la tía Hannahllegó a Cuba. Hoy vamos a visitarla.Quizás haya conocido a la familia depapá, a mi familia. Llevamos copias delas postales y las fotos, quién sabe siincluso reconozca a los suyos en algunaimagen, o ella misma, jovencita. Esnuestra esperanza.

Dice el señor Levin que quedan pocossobrevivientes. Claro: han pasado tantosaños.

La señora Berenson vive en el Bronx.Nos recibirá su hijo, que le advirtió a

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mamá que encontraremos a una ancianaamable pero muy poco conversadora,que recuerda muy vívidamente el

pasado. El presente, lo olvida cada día.Ha convivido con el dolor por más desetenta años, resume su hijo. Para ellano existe el perdón. Aunque quieraolvidar, no puede.

Muchas veces, el hijo le ha pedido quecuente cómo sobrevivió, la persecuciónque sufrió, su odisea en el barco, la desus padres. Que lo deje plasmado enblanco y negro, pero se ha negado.

Aceptó nuestra visita solo porquetenemos las fotos.

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La señora Berenson tiene su mezuzá enel marco de la puerta. Al abrirnos, unvaho caliente nos

sorprende. Su hijo es también unanciano. El corredor está lleno de viejosretratos, montados sin orden alguno.Bodas recientes, cumpleaños, niñosrecién nacidos. La historia de losBerenson después de la guerra. De suvida en Alemania, nada.

En la sala, sentada en un sillón cercanoa la única ventana, la señora Berensondescansa sin voltearse. Los muebles sonde caoba oscura y pesada. Todo lo quehay en la casa debe haber costado unapequeña fortuna en su época. Quedan

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solo mínimos espacios para moverseentre vitrinas, mesas, sofás, sillones yadornos. Creo que si estornudo podríaromper algo. Y manteles de encaje sobrecada mueble. Qué obsesión por cubrirlas superficies. Hasta las paredes estánempapeladas de un triste color mostaza.

En esta casa, estoy segura, nunca haentrado el sol.

—La van a ver un poco nerviosa —aclara su hijo, quizás para que la madrelo oiga y reaccione.

Ella continúa inmóvil.

Mamá le toma la mano y responde conuna sonrisa.

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—Es lo mejor que puedo hacer a miedad, sonreír —dice y rompe el hielo.No entiendo bien sus

palabras. Ha vivido casi toda su vida enNueva York, pero su acento alemán esaún muy fuerte.

Me presentan e inclino la cabeza desdeuna esquina. La señora Berenson levantacon esfuerzo su

mano derecha llena de aros de oro yhace un leve movimiento parasaludarme.

—La tía abuela de mi hija nos envió losnegativos. Ella iba en el barco conusted. Hannah Rosenthal.

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Creo que no le interesa para nada saberde nuestra familia. Al sonreír, sus ojosse alargan y cobra un aire de niñatraviesa que oculta a la viejacascarrabias que sobrevivió a la guerray que ahora solo

puede moverse con ayuda.

—Eran un nombre y un apellido muycomunes en aquella época. ¿Trajo lasfotos?

No está interesada en conversar.Vayamos al grano. A lo que vinieron, ydespués pueden retirarse.

Quiere estar tranquila. Ha llegado a unaedad en la que no necesita hacer

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concesiones. Sonreír es más quesuficiente.

En una esquina, la maqueta de unedificio reposa sobre una mesa alta.Parece un teatro antiguo,

con la fachada completamente simétrica,lleno de puertas y ventanas, con una granentrada en el centro. Parece un museo.

—No te acerques demasiado, niña.

No puedo creer que me haya regañado.Nerviosa, me retiro con rapidez haciauna esquina de la

sala. La señora Berenson, quizásapenada, explica:

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—Me lo regaló mi nieto. Es la réplicade nuestro edificio en Berlín, que ya noexiste. Fue bombardeado por lossoviéticos al final de la guerra. ¿Vemoslas fotos?

Mamá despliega las fotografías sobre eltapete de la mesa que está a su lado y laanciana las comienza a tomar, una a una.

Se acomoda mejor en el asiento. Levantala cabeza y se concentra. Se olvida denosotros. Se ríe a carcajadas, señalandocon el dedo a los niños que jugaban.Dice varias frases en alemán. Seregodea en las imágenes: la piscina delbarco, el salón de baile, el gimnasio, lasmujeres elegantes. Unos tomaban el sol,

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otros posaban como galanes de cine.

Las revisa de nuevo y reacciona como silas viera por primera vez. El hijo sesorprende al verla: su madre está feliz.

—Nunca antes había visto el mar —fuesu primer comentario.

Saca un segundo sobre de fotos y laseñora continúa, ansiosa.

—Nunca había estado en un baile dedisfraces.

Espera un tercer sobre, ahora con ciertadesesperación.

—La comida era exquisita. Nos

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atendieron como reyes.

Hasta que se detiene en una foto.

Estaba tomada desde el puerto ¿de LaHabana? Podría ser. Había pasajerosamontonados a estribor. Decían adiós.Algunos cargaban a sus hijos. Otrosmostraban la desesperación en susrostros.

La mujer se lleva la fotografía al pecho,cierra los ojos y comienza sollozar. Enpocos segundos, los gemidos suaves sevan convirtiendo en aullidosdesesperados. No sé si llora osolamente grita. Su hijo se acerca paraconsolarla. La abraza y la anciana nodeja de temblar.

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—Es mejor que nos vayamos —ordenamamá y me toma por el brazo.

Dejamos las fotografías sobre la mesade centro. No podemos despedirnos deella. Aún tiene los

ojos cerrados y la imagen apretadacontra el pecho. Se calma por un instantey comienzan de nuevo sus aullidos.

Su hijo nos pide disculpas. Yo noentiendo nada.

Quisiera saber qué le pasó a la señoraBerenson. Quién sabe si reconoció a sufamilia en el barco.

¿Nunca desembarcaron en La Habana?

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Quizás naufragaron. A fin de cuentas, sehabía salvado: debía

sentirse feliz de haber tenido esa suerte,¿no?

Mientras esperamos por el elevador, aúnse escuchan sus alaridos de angustia.

Bajamos en silencio.

Los gritos continúan.

No puedo fallarle a papá como le fallé amamá. No puedo cargar con la mismaculpa. ¡Solo voy a

cumplir doce años! A los doce añostodavía uno quiere a sus padres a su

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lado. Que nos griten, que nos regañen,que nos castiguen, que no nos dejenjugar cuando queremos, que nos denórdenes y sermones si nos portamos mal.

A mamá le deseé que no se despertara,que se quedara para siempre entre sussábanas blancas, en

la oscuridad de su cuarto. Peroreaccioné a tiempo, corrí, pedí ayuda yla salvé. A papá, que se despertara, quesaliera de la penumbra, que viniera abuscarme y me llevara con él, bienlejos, tan lejos como pudiera, en unbarco de velas que desafiara los vientos.Ahora iré a encontrarme con su pasado.

Le pregunto sobre el calor en La

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Habana, la ciudad donde nació y creció.Despierta, papá, cuéntame algo. Muevola foto más cerca de la luz, que le da untono rojizo a su rostro, y siento queahora sí me escucha. Te aturdo con mispreguntas, ¿verdad, papá?

Nos han dicho que el calor en LaHabana es insoportable, y eso tiene amamá preocupada. El sol

te agrede, te abofetea, te debilita acualquier hora del día. Hay que llevarmucho protector solar, nos advierten.

—Pero no vamos al desierto de Sahara,mamá. Es una isla donde el aire corre, yel mar está por

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todas partes —le explico, y ella me miracomo preguntándose: ¿Qué sabrá estachiquilla, que nunca ha estado en elCaribe? Y sigue empecinada en que noestamos preparadas para lo que nosespera.

Ella hubiera preferido que nosquedáramos en un hotel, en unahabitación con vista al mar, pero la tíaabuela le ha insistido en que la casadonde tú naciste, papá, era tambiénnuestra casa, que nos pertenece. Nopodemos hacerle un desaire, y la heconvencido de que se olvide de loshoteles con nombre de ciudadesespañolas, islas italianas o playasfrancesas que encontró disponibles en

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La Habana.

Me da mucha curiosidad ver cómo viveuna alemana de voz suave y melodiosa,que construye sus

frases en español con tanto cuidado, enuna isla donde la gente habla a gritos ymueve rítmicamente las caderas alcaminar. Así dice el señor Levin.

Tal vez la tía nos tenga una gransorpresa. Llegaremos al aeropuerto deLa Habana, al atardecer, cuando el soly el calor hayan cedido. Nos bajaremosdel avión y al abrirse las puertasautomáticas de cristal que separan laTerminal de la ciudad, ahí estarás tú,con tus lentes montados al aire y tu

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sonrisa a medias, esperándonos. Omejor, saldremos del

aeropuerto y, al llegar a la casamajestuosa donde naciste, la tía abriráuna enorme puerta de madera, nosinvitará a pasar y en la amplia salailuminada te encontraremos. No hayuna sorpresa mejor.

No me hagas caso, son mis fantasías deniña. Lo que sí quiero es recorrer tucuarto, papá, donde diste tus primerospasos, donde jugabas. Seguro que la tíaconservará algunos de tus juguetes.

Ya está hecha mi maleta. Es mejortenerla lista con tiempo, para que nadase me olvide.

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No le cuento nada a papá sobre la visitaa la señora Berenson. Sus gritos aún meprovocan pesadillas. No me gustapreocuparlo. Sé que debe estar contentoporque nos vamos a Cuba. Pienso que lehubiera encantado hacer ese viaje connosotras.

A la hora de acostarme, comienzo ahojear el álbum donde mamá hacolocado las fotos del barco.

Busco a la niña que se parece a mí y laobservo por largo tiempo. Al cerrar losojos sigue ahí, frente

a mí, sonriendo. Me levanto y corro porla cubierta del barco gigantesco y vacío.Encuentro a la niña de los ojos grandes

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y el pelo rubio. La niña soy yo. Ella meabraza y me veo.

Despierto sobresaltada en mi cuarto, allado de papá. Lo beso y le doy lanoticia: nos vamos el fin de semana.Haremos una breve escala en Miami ysaldremos en un vuelo que dura solounos cuarenta

y cinco minutos.

Qué cerca estamos de la isla.Llegaremos al atardecer a casa de la tía.¡A La Habana!

Hannah

Berlín, 1939

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Es sábado. Hoy nos vamos.

Llevo un aburrido vestido azul marino,de textura un poco gruesa para estaépoca del año, diría

mamá, a quien esperamos pacientementepapá y yo en el salón. No me interesaprovocar ninguna impresión cuandolleguemos a Hamburgo, aunque en mimente escucho una de sus frasespreferidas:

—La primera impresión es la másimportante.

Tampoco me duele demasiado dejaratrás el único lugar donde he vivido yborrar de un golpe doce años de mi

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vida. Lo que me entristece es que Leo,mi único amigo, me haya abandonado;no saber a dónde escapó, qué mundosexóticos irá a descubrir sin mí. Solo meconsuela pensar que él

sabe que puede encontrarme en la isladonde un día soñamos crear una familia.Y no duda, lo sé, que hasta el último díaesperaré allí por él.

Lo único bueno desde que Leodesapareció es que me he olvidado delas cápsulas de cianuro. Me

importa poco la decisión que tomen mispadres. Por fin vamos a escapar; no lasnecesitaremos. Si fuese papá, nunca lasdejaría al alcance de mamá: un día en

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cama y otro de fiesta.

Le pregunto otra vez a papá sobre losMartin. Él tiene que saber algo.

—Están a salvo —es lo único que medice, pero eso no es suficiente para mí,porque no quiero

separarme de Leo—. Todo está bien.

Ahora sus frases favoritas son: «Nopasa nada», «no te preocupes», «todoestá bien».

Nunca pierde la compostura, incluso enlas situaciones más difíciles. Estásentado en el sofá, con la miradaperdida. Supongo que, a este punto, ya

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no siente nada. A sus pies, el sagradoportafolio de piel curtida. Le pregunto siquiere que prepare un té antes de irnos,pero no me responde, distraído.

Prefiere pensar que somos afortunados.Se niega a ser un perdedor.

Hay siete maletas muy pesadas en lapuerta. El antiguo estudiante de papá,que ahora pertenece al partido de losOgros, llega y comienza a llevarlas anuestro auto, que al final del día serásuyo, no sin antes pasar revista al salón.Pensará que algunas de las piezas másvaliosas que han pertenecido a losRosenthal y a los Strauss por variasgeneraciones podrían pasar a sus manos.

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Y quién sabe si después de dejarnos enel puerto y regresar a Berlín, invadanuestra casa y se lleve el jarrón deSèvres de la abuela, los cubiertos deplata, la vajilla de Meissen.

—Los vecinos están abajo —lecomunica a papá—. Han formado dosfilas a la salida del edificio.

¿No podríamos salir por detrás?

—Nos vamos por el frente y con lacabeza bien alta —declara mamásaliendo de su habitación,

radiante—. No somos prófugos. Lesdejamos nuestro edificio: que hagan conél lo que les venga en

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gana.

A su paso, deja una leve estela dejazmín y rosas búlgaras. Solo a ella sele ocurre viajar por carretera hastaHamburgo, aproximadamente a unas 180millas al noroeste, para montarse en un

trasatlántico con un vestido de cola. Unaredecilla le cubre la mitad del rostroperfectamente maquillado: las cejas enarco hasta las sienes, el rostroblanquísimo y los labios de un rojoencendido. Los complementos perfectospara su traje Lucien Lelong en blanco ynegro, rematado por un broche deplatino y diamantes en la cintura.

El vestido marca su esbelta figura y la

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obliga a dar pasos lo suficientementecortos como para que todos puedandisfrutar de esta visión espléndida. Estasí que es una primera impresión.

—¿Nos vamos? —insiste sin miraratrás. Sin despedirse de cuanto fue suyo.Sin una última ojeada

a los retratos de familia. Incluso sinadvertir cómo íbamos papá y yo. Nonecesitaba aprobar nuestro atuendo: subrillo opacaría cualquier cosa enderredor.

Es la primera en salir. El chofer cierrala puerta —¿ha pasado el pestillo?—, ycarga las dos últimas maletas.

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Lo primero que llega a la calle es laesencia de mamá. Las arpías que nosesperan para gritarnos

insultos quedan embriagadas —¡embrujadas!— por el perfume de laDivina. La primera impresión es

la que cuenta.

Quizás inclinan la cabeza mientrasabordamos el auto que pronto dejará deser nuestro. Prefiero

imaginarlos arrepentidos de su bajeza,mostrando al menos un ápice dehumanidad. No sé si está Gretel conellos. Qué importa. Frau Hofmeisterestará feliz. A partir de ahora, podrá

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ocupar el elevador a sus anchas, sin queuna niña sucia le fastidie el día.

Salimos del barrio como esas estrellasfugaces que papá y yo descubríamos enlas noches de verano en la casa del lago,en Wannsee, en las afueras de Berlín.Las calles elegantes de Mitte sedifuminan a nuestras espaldas.Atravesamos el bulevar que fue el máshermoso de Berlín, y me despido denuestro puente sobre el Spree, el quetantas veces crucé con Leo a todamarcha.

Mamá mira al frente, sentada entre papáy yo, atenta al tráfico de la ciudad, queuna vez fue la más vibrante de Europa.

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Evitamos cruzar nuestras miradas odirigirnos la palabra. Nadie derrama unalágrima.

Cuando Berlín se convierte en un puntolejano y la cercanía de Hamburgo esinevitable comienzo

a temblar. No puedo controlar miansiedad, pero no quiero que nadie en elauto la perciba. Debo actuar aún comouna niña malcriada de once años a quiennunca le ha faltado nada. Esa puede sermi salida. Una pataleta más antes dellegar al barco que nos sacará delinfierno. Sé que voy a llorar y meaguanto.

Hasta que reviento.

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—Vamos a estar bien, mi niña —meconsuela mamá, y siento en la mejilla suvestido, que no quiero manchar con misestúpidas lágrimas—. No hay que llorarpor lo que queda atrás. Ya verás quéhermosa es La Habana.

Quiero decirle que no lloro por lo queme quitaron, que lloro porque heperdido a mi mejor amigo. Por esotiemblo, no por un viejo apartamento; nopor esa ciudad que ya no significa nadapara mí.

—Tómate tu tiempo —al fin alguien ledirige la palabra al chofer.

Mamá saca un espejo del bolso ycomprueba que su maquillaje no se haya

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dañado.

—De hecho, será mejor si esperamos lahora apropiada —dice la Divina conresignación. Su voz

ahora es grave—. Quiero ser la últimaen subir al barco.

Nos detenemos en un callejón a esperarel momento perfecto para que ella hagasu entrada triunfal. El chofer enciende laradio y se escucha uno de losinterminables discursos de los últimos

días: «Hemos dejado que se vaya elveneno del pueblo, la basura, losladrones, los gusanos, los delincuentes.»Nosotros, esos somos nosotros. «Ningún

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país los quiere. ¿Por qué tendríamos quecargar con ellos? Limpiamos las calles yseguiremos limpiándolas hasta que elúltimo rincón del imperio quede libre desanguijuelas.»

—Creo que debemos acercarnos alpuerto —es la primera frase de papádesde que salimos de Berlín—. Essuficiente —le hace un gesto al Ogropara que nos movamos, para que apaguesu condenada radio.

Al doblar la esquina, nuestra isla desalvación comienza lentamente aaparecer. Una imponente masa de hierronegra y blanca, como el vestido demamá, flota y se alza hasta las nubes.

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Toda una ciudad sobre el mar. Esperoque estemos seguros ahí. Será nuestracárcel por las próximas dos semanas.Después, la libertad.

La bandera de los Ogros ondea en unextremo. Abajo, en letras blancas, unnombre que nos acompañará parasiempre: Saint Louis.

Los pocos pasos desde el auto hasta lapequeña caseta 76, de aduanas, quedivide el aquí y el allá, pueden pareceruna eternidad. Quieres llegar y nopuedes, aunque corras. El breve cruceconsume las pocas energías que mequedan. Mis padres hacen lo posible pormantenerse erguidos. Pronto llegará la

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hora de quitarse la máscara y poderdescansar, ser quienes son.

El viaje en auto ha sido el más largo,intenso y agotador de mi vida. Estoysegura de que las dos semanas quedurará nuestra travesía trasatlántica seirán en un abrir y cerrar de ojos; muchomás rápidamente que el viaje de Berlín,la gran capital, a Hamburgo, el principalpuerto de la gran Alemania.

Al acercarnos al punto de embarque unapequeña banda, con todos sus músicosvestidos de blanco, que había dejado detocar, comenzó con desgano a entonar«Frei Weg!». Salté del susto con elprimer acorde. Nunca he sido entusiasta

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de las marchas, su aire triunfalista mepone los pelos de punta. Es inevitablesentir una marcha titulada «¡Allávamos!» como una grosera patada. Nosé qué pretende la agencia naviera:elevarnos el ánimo o hacernos olvidarque, desde el momento en que pongamosun pie en el Saint Louis, nunca másvolveremos a Alemania, el país al quetuvimos la estúpida ilusión depertenecer.

El barco es más alto que nuestro edificioen Berlín. Una, dos, tres... puedo contarhasta seis cubiertas. Las pequeñasventanillas redondas, ahora cerradas,deben ser los camarotes. Hay muchagente en cada cubierta. Ya todos deben

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haber embarcado. Somos los últimos.Mamá, por supuesto, se sale con la suya.

Dos Ogros sentados a una mesaimprovisada al pie del tobogán nosmiran con desagravio. Papá

abre el portafolio y entrega, primero, lostres documentos firmados porfuncionarios cubanos de inmigración quenos autorizan a viajar y permanecer enLa Habana por tiempo indefinido. Loshombres revisan minuciosamente unospapeles que no pueden entender porqueestán en español, y le

piden a papá nuestros pasaportes y lospasajes de ida y vuelta en el SaintLouis.

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Mamá observa la rampa tambaleante quela separará del país donde nació. Creoadvertir que se sobrecoge. Sabe que enpocos minutos dejará de ser alemana.Será una mujer sin país, sin estado, sinclase. Dejará de ser una Strauss, unaRosenthal. Al menos seguirá siendoAlma. Su nombre no lo perderá. Rehúsadialogar con los Ogros, unos militaresde clase baja que osan tener laindignidad de

cuestionarla a ella, la hija de unveterano de la Gran Guerra galardonadocon la Cruz de Hierro.

Al terminar de detallar página porpágina nuestros documentos, el Ogro

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humedece en una almohadilla de tintaroja el sello con el que estampa nuestrapartida. Lo presiona con fuerza sobrenuestras fotografías, y con cada golpemamá se estremece sin bajar la mirada.Quedamos marcados

con una infame «J» roja en el únicodocumento de identidad que nosacompañará en nuestra aventura cubana.Una cicatriz indeleble. Perteneceremospor siempre a los desterrados, a los quenadie quiere, a los que expulsaron desus hogares desde épocas remotas.

Intenta reprimir el llanto, pero un par delágrimas amenazan su maquillajeimpecable, con el que

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planea entrar a ese espacio en el queespera ser feliz durante los próximosquince días. Quizás para evitar seguirllorando, me abraza por detrás y sientosus labios en mi oído.

—Te tengo una sorpresa.

Espero que no haga una locura: ¡Mamá,no olvides que en este minuto sedeciden nuestras vidas!

—En el camarote te lo diré.

Creo que solo trata de calmarme, decalmarse. Me hace prometerle que no lediré nada a papá.

Nos dará la noticia cuando estemos a

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salvo en el barco y las costas deAlemania hayan desaparecido.

La veo sonreír. Debe ser, en realidad,una buena noticia.

Uno de los Ogros no deja de observar amamá; sin duda, la pasajera máselegante del barco.

Quizás trata de contar los diamantes quelleva en la cintura. Ahí hay dinero, debehaber pensado.

Debimos habernos presentado mássencillamente, sin ostentar que somosdiferentes, o que nos creemos mejoresque nadie. Pero ella es así. No tiene porqué avergonzarse de lo que ha heredado

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de tantas generaciones de Strauss, dice.Ahora, un Ogro indigno se cree conalgún derecho a tomar posesión de esafortuna, que lleva y llevará siempre sumarca. Pero en las manos de este Ogroestá que ella pueda sacar sus joyas, quepodamos partir. En un abrir y cerrar deojos pueden rechazar nuestrosdocumentos y detener a papá. Nosquedaríamos sin futuro.

En todas las cubiertas del barco, seamontonan cientos de pasajeros,diminutos a lo lejos. Algunos nosobservan, otros buscan a sus familiaresen el puerto. De repente, nos ciega la luzde un flash. Un hombre ha comenzado atomarnos fotos. Me escondo detrás de

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papá. Debe ser algún enviado de DasDeutsche Mädel. ¡No soy pura!, sientodeseos de gritarle.

Mamá inclina la espalda hacia atrás, loshombros ligeramente hacia delante, yalarga aún más el

cuello mientras, con lentitud, adelanta labarbilla. No puedo creer que aun cuandoen cualquier momento puedenregistrarnos y quitarnos nuestrasposesiones, cancelar nuestra salida ydetenernos, ella encuentre tiempo paracuidar el ángulo en que la van afotografiar.

El Ogro vuelve a revisar todos losdocumentos y se detiene en uno. Es el de

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papá. Pienso en salir corriendo. Irme delpuerto. Perderme en las calles oscurasde Hamburgo.

—Gusanos —gruñe con menosprecio elOgro, con la vista fija en los documentosde papá, sin atreverse a mirarlo.

Mamá se estremece de ira. No tevuelvas, mamá, no le hagas caso, no tedejes herir. Para ellos somos gusanos,sanguijuelas, parásitos indeseables,ratas, cerdos; seres avariciosos,mentirosos, astutos, inescrupulosos,repulsivos y ladinos. Ahí tienen la listacompleta. Que nos llamen comoquieran. Ya nada me ofende.

Cuatro marineros descienden hacia

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nosotros desde el barco y observanatentos nuestros

movimientos. Papá dirige una mirada alos Ogros, luego a los marineros, sevuelve para comprobar

si ya su auto se marchó.

Los marineros nos rodean. Uno de ellostoma una de nuestras maletas, los demáslo siguen. Se reparten el equipaje ycomienzan a subir por el tobogán, que nodeja de moverse. Al menos las maletassuben al barco.

Una ola rompe contra el casco del SaintLouis.

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Los Ogros observan a papá. A nosotrasnos ignoran. Si detienen a papá, nosquedamos en tierra.

¡No podemos irnos sin él! Pero ahoramamá ha perdido el miedo, la mente fijaen su entrada. La ensaya.

—Herr Rosenthal, espero que notengamos que volver a vernos —declarael Ogro.

Quizás aguarda una respuesta. Pero papárecibe en silencio los documentos, losrevisa con cuidado y los devuelve a suportafolio.

Se inclina hacia mí y me susurra:

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—Este es el equipaje más importanteque llevamos. Podemos perder la ropa,nuestras

pertenencias, incluso el dinero, peroestos papeles son nuestra salvación.

Me besa y afirma en voz alta, con lamirada hacia el punto más alto del SaintLouis:

—Cuba es el único país que nos quiere.Nunca lo olvides, Hannah.

La banda deja de tocar. Las primerasmaletas ya deben estar en nuestroscamarotes. Faltan dos por subir. Ynosotros. Aún estamos en territorioalemán.

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La rampa de entrada está vacía. Mamáobserva con detenimiento la proa delbarco.

—Nuestros camarotes están en el pisomás alto —se acomoda el cabello y metoma de la mano—.

Es más pequeño que nuestrashabitaciones en casa, pero te va aencantar, Hannah. Ya verás.

Un marinero carga las maletas restantes.Papá intenta seguirlo y de inmediato ellalo detiene por el brazo. Me doy cuentaenseguida de que mamá nunca entraría alSaint Loui s junto al equipaje, aunquefuese el suyo. En el momento que vedesaparecer al marinero en la entrada

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principal del barco, y comprueba que eltobogán está completamente vacío, le daun beso en la mejilla a papá, la señalque él necesita para echar a andar.

Es el primero y yo, detrás, me sujeto confuerza para no caer al agua. ¡Cómo semueve el tobogán!

La sirena del barco me hace saltarasustada. Me vuelvo y veo a mamá, queavanza con lentitud detrás de mí con esemodo especial de moverse con la narizhacia lo alto, ignorando cuanto puedaestar a su alrededor.

Más allá de los hombros de mamá, veoque los Ogros permanecen ahí abajo. Sisomos los últimos en subir, no

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comprendo por qué no acaban de irse.Puedo divisar, también, nuestro auto.

Allá, al final del tobogán, nos espera unhombre pequeño, uniformado, con unridículo bigotito.

Parece un militar. No sonríe. Muyerguido, con las manos detrás de laespalda, se estira lo más que puede,como para comunicar que él es quienlleva las riendas del barco más grandeque había en el puerto.

—No tengas miedo, Hannah, es GustavSchröder, el Capitán —me tranquilizapapá.

Oprimo con fuerza la baranda para

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sostenerme. El aire es frío, lo sé, perono es lo que me hace

temblar. Tengo miedo, papá, quierodecirle, y lo miro para que entienda quelo necesito, que no puedo moverme, darun simple paso sin protección. Estamosllegando a cubierta y abro bien los oídospara escuchar si alguien lanza unaexclamación para detenernos, pero nosiento nada.

Estamos a salvo, trato de repetir, paracreérmelo. ¡Estamos a salvo!

Éramos realmente los últimos.

Comienzo a sentir los «te quiero» y los«nunca te olvidaré» de aquellos rostros

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desesperados, las

despedidas desde cubierta, el llanto quese confunde con las sirenas de losbarcos que están por llegar o partir.

Ya no estamos en tierra firme. Abajo,los que se quedan parecen minúsculas eindefensas hormigas que corren de unlado a otro para poder divisar a los quese van.

Con cada paso que doy, me siento másalta y segura. El puerto y los Ogros vanquedando atrás,

cada vez más pequeños. Yo, en cambio,soy ahora del tamaño del barco, me heconvertido en un gigante todopoderoso

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de hierro y, al mirar hacia atrás, elpuerto comienza a ser imperceptible.

Soy invencible. Hemos escalado lamontaña: ¡papá y yo llegamos a lacima! El miedo desaparece como porencanto al pisar la mole de hierro que esahora nuestro escudo. Ha comenzado laaventura.

El ruido es ensordecedor. Abajo nadiepuede oírlos, pero muchos continúangritando mensajes a

los condenados que no han podidoconseguir una visa de salvación, unpasaje en el barco que los liberaría.

Aquí está el Capitán. Es tan bajito que

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debe levantar la cabeza para mirar apapá. Con una cortesía a la que ya noestábamos acostumbrados, le extiende lamano a mis padres, que responden conuna

sonrisa distante.

—Herr Rosenthal, Frau Rosenthal —suvoz es grave, como la de un cantante deópera.

Toma con delicadeza mi mano derecha yla besa sin hacer contacto con mi piel.

—Bienvenida, Hannah.

Casi le respondo con una reverencia, sino hubiera estado tan confundida.

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Al fin, aquí estamos. En la cubierta nohay espacio para caminar. Los pasajerosse agrupan en las barandas que miran alpuerto, como buscando alguna cercaníaa lo que ya nunca más podrán ver, a

una imagen condenada a desaparecer dela memoria.

Apenas entramos, mamá se detiene,asustada. No quiere dar un paso más ymezclarse con los otros, losdesesperados. De golpe, se da cuenta deque tanto papá, como yo, e incluso ella,somos tan miserables como todos losdesterrados que estamos en este barco.Todos en el mismo saco, quiéralo o no.

Míralos bien, mamá: no existe la más

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mínima distancia entre esamuchedumbre de impuros y nosotros.Somos una masa desdichada que huye,expulsada a patadas. En pocos segundosnos hemos convertido en inmigrantes,algo que nunca has querido aceptar. Eshora de que veas la realidad.

De pronto, un brazo menudo intentaabrirse paso entre el gentío y llegarhasta donde está el Capitán, quepermanece junto a nosotros. Empujabruscamente a un señor que dice adiós yescucho

una voz de un niño que me ordena:

—Ven conmigo, apúrate.

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Tras el brazo aparece el pelo negro, másenmarañado que nunca, la camisacerrada hasta el último botón, lospantalones cortos. Y sus enormes ojos,con aquellas pestañas que siemprellegaban antes que él.

—¡Leo! ¡Eres tú! ¡No lo puedo creer! —grito para que pueda escucharme entre elalboroto.

—¿Qué, te quedaste muda? Vamos, correconmigo.

Claro que correré contigo. ¡Estás aquí,mi querido Leo!

Se escucha la sirena: nos vamos —¡juntos!— adonde nadie nos medirá la

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cabeza, ni la nariz, ni

compararán la textura de nuestroscabellos, ni clasificarán el color denuestros ojos. Nos vamos a la isla quedibujaste en los charcos de agua suciade una ciudad a la que nuncavolveremos.

A La Habana, Leo. Llegaremos, en doseternas semanas, a La Habana.

¿Sembraremos tulipanes? No lo sé:habrá que ver si florecen los tulipanesen Cuba.

SEGUNDA PARTE

Hannah

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Saint Louis, 1939

Sábado, 13 de mayo

He escuchado que, al morir, tu vida pasafrente a ti como las hojas de un libroantes de que el cerebro se despida, sincausarte dolor o nostalgia. Ahora mismoúnicamente puedo reproducir tresrecuerdos. Eso significa que aún mequeda tiempo de vida.

El primer recuerdo que tengo de miinfancia es en los brazos de Eva,recostada en sus enormes

pechos blandos y cálidos, en la cama dela diminuta habitación que daba a lacocina. Dice papá que yo era demasiado

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pequeña para tener una imagen tanvívida como esa, pero conservo conclaridad el aroma de la colonia delimón, bergamota y cedro, mezclada consudor y condimentos, de la mujer

que me vio nacer y me cuidó mientrasmamá se reponía de un parto que la dejóen el hospital por varias semanas.

Todavía puedo oír la ternura con quemamá me comunica que es hora de ir ami habitación, y mi

llanto desconsolado porque no quierosalir del cuarto de Eva, el único espaciodonde me sentía segura en la mansiónadonde me llevaron a vivir al abandonarel pabellón blanco de los recién

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nacidos.

También recuerdo que, a los cinco años,fui con papá a la universidad y meescondí debajo de su

es-

critorio en el anfiteatro donde dictabauna conferencia para un centenar deestudiantes. Los chicos escuchabanabsortos las explicaciones del hombremás inteligente del universo, quedescifraba el cuerpo humano conpalabras que parecían sacadas de unritual religioso. La voz de papá sonabacomo si recitara de memoria la Torá.Repetía la palabra «fémur» al tiempoque señalaba en el pizarrón las

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extremidades de un gigante. Siemprepensé que el día que me permitierantener un perro lo nombraría Fémur.

Otro recuerdo: el día que cumplí cincoaños, mis padres me prometieron quealgún día nos iríamos en un lujoso barcoa recorrer el mundo, y comencé por lasnoches a marcar en mi mapa de

cabecera nuestra ruta por los paíseslejanos que visitaríamos. Me sentía laniña más afortunada del mundo.

Tristemente, solo tres recuerdos vienena mi memoria. Uno de ellos tiene quever con Eva, a quien nunca más volveréa ver. Así comenzará mi proceso deborrado. Mi nuevo libro de memorias

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tiene las páginas en blanco.

Leo y yo nos alejamos de la multitud quese despide a estribor de sus familiares.Los que se quedan en tierra, a su vez,nos miran menos como los que sesalvaron que como los que sabe Dios adónde se irán.

Nos detenemos a contemplar el caucedel río Elba, en busca del estuario, haciael mar del Norte,

que nos alejará definitivamente del paísde los Ogros. Ya es hora de abandonarel puerto hediondo a grasa y pescado, yno quiero que mis ojos graben ni unfragmento más de este día. Los cierro,bien apretados, y me sostengo de Leo

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para no sentir el vaivén de esta enormemasa de hierro que se mueve

ahora más que nunca. Creo que voy amarearme. No, Hannah. Aún no hemosentrado en el mar abierto y las olas nosatacan, luego no sentirás nada. Yaverás. Sé fuerte.

El Capitán, que camina con las manoscruzadas a la espalda, y que a pesar desu ridículo bigote y su baja estatura tieneuna presencia imponente, nos observadesde lo alto. Con una seña nos invita asubir. Leo es el que más se emociona, ytira de mi mano para que corramos.Comienza la aventura.

Desde la cabina de control el puerto

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parece minúsculo. El olor a hierrooxidado y el vaivén desde lo alto merevuelven el estómago. El Capitán se dacuenta —para eso está al mando, ¿no?—, y me distrae con esa voz grave queno se corresponde con su cuerpodiminuto. Siempre pensé que losmarinos eran grandes y fornidos.

—En unos minutos nos estabilizaremos,y no verás moverse ni el agua dentro deun vaso. ¿Me presentas a tu amigo,Hannah?

Leo rebosa de alegría; antes quería serpiloto de avión, creo que ahora querráser capitán de barco. Se acerca a loscomandos con ansiedad cuando el

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Capitán le advierte:

—Aquí son bienvenidos, pero no puedentocar nada. Pondrían en peligro a los231 tripulantes y

los 900 pasajeros que llevamos a bordo.Y yo soy responsable por la vida decada uno de ellos.

Leo quiere saber con exactitud cuándollegaremos, qué velocidad alcanzará elbarco que tiene más de 16.000 toneladasy 575 pies de eslora.

—¿Qué pasaría si alguien cae alocéano? —pregunta Leo sin respirar—.¿Cuál será el primer puerto quedivisaremos? ¿Qué otros países

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recorreremos? ¿Y si alguien se enferma?

—La primera parada será en Cherburgo,en la costa francesa, para recoger aotros 37 pasajeros.

Demasiadas preguntas en tan pocotiempo. El Capitán no sonreía, pero Leoy yo tuvimos la misma sensación: estehombre pequeño es poderoso y sabemucho. Y algo más: nos gustaría quefuera nuestro amigo.

—Ahora bajen al salón —nos ordenó—.Ya han comenzado a servir la últimacomida del día.

Tomo la delantera y Leo me sigue hastael comedor de la primera clase. Vacila a

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la entrada y soy

yo quien tira de su brazo.

—Me van a echar de aquí, Hannah...

Al abrir la enorme puerta de espejos,hojas y flores en perfecta simetría, nosciega la luz del salón: madera pulida yenormes candelabros de lágrimas decristal, claros como diamantes. Leo no

lo puede creer. Estamos en un palacioflotante en medio del mar.

Un amable camarero uniformado deblanco, al estilo de los oficiales demarina, nos indica nuestros asientos ydiviso a mamá, que agitaba una mano

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desde la mesa principal del salón comosi saludara a sus admiradores.

Papá se levanta ceremoniosamente,como un perfecto caballero, y leextiende la mano a Leo, que

la toma con reserva y le hace unapequeña reverencia a mamá.

—Deben alimentarse bien. Será unatravesía larga —es la Divina de regreso,con su voz suave, sus vocales redondasy bien articuladas.

No sé en qué tiempo se cambió y retocósu maquillaje. El sencillo vestido rosa,de algodón grueso y sin mangas, la hacíaparecer una colegiala. Ha cambiado los

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aretes de perlas por unos brillantes quedespiden destellos cada vez que muevela cabeza. Papá lleva aún su traje gris defranela y su corbatín.

En un extremo del salón, una gran mesarebosa con diversos tipos de pan,salmón, caviar negro,

finos cortes de carne, verduras de todoslos colores. Es el «ligero buffet» conque nos recibe el Saint

Louis al salir de Hamburgo.

El camarero le sirve a mamá su bebidaburbujeante preferida, y a nosotros,leche tibia, para ayudarnos a dormir.

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El pecho de papá se yergue de nuevo, surostro comienza a recobrar el control decuanto lo rodea. Vuelve a inspirar elrespeto que merece. Ante nosotrosdesfilan cuatro hombres que,acompañados de sus familias,abandonan sus mesas para saludarlo. Lollaman «profesor Rosenthal».

Él se levanta y les estrecha la mano concortesía. Solo abraza al último. Con unapalmada en la espalda, le dice algo quenadie más puede escuchar. Saludantambién a mamá, sin hacer contactofísico con ella, que sonríe desde su sillavienesa, con una copa llena de burbujasen la mano derecha.

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Hace un poco de calor. Mamá saca unpañuelo y detiene algunas gotas de sudorque atentan contra

su maquillaje. Un par de tripulantescorren las cortinas de terciopelo rojodel salón y comienzan a abrir lasventanas. La brisa de la cubierta essuficiente para hacer más confortable lanoche. El aire de mar suaviza el olor apescado ahumado y carne sazonada queya empezaba a molestarme.

El camarero se acerca a Leo y lepregunta si necesita algo más. Lo llama«señor». No sé qué lo

asusta más: ser llamado «señor» o sentirque alguien se le acerca más de lo que

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para él puede ser una distanciaconfiable. Leo no le contesta, y elcamarero continúa por la mesa con suronda de preguntas.

Por lo visto, Leo no está acostumbradoal buen trato, menos aún si viene de unpuro.

—¿Puedes creerlo? —me murmura aloído, tan cerca que parecía a punto debesarme—. ¡Son Ogros los que nossirven!

Y comienza a reírse, levantando su vasode leche tibia para brindar conmigo.

—Arriba, marquesa Hannah. ¡Este seráun viaje largo y maravilloso!

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Respondí con una carcajada que hizosonreír a mamá.

—Sí, Leo, tómate la leche tibia, te harábien —replico con tono de viejamarquesa regañona.

En la mesa de al lado, cuatro hombresjóvenes brindan con sus copas en alto.Papá les sonríe e

inclina ligeramente la cabeza,participando desde lejos en un brindisque Leo y yo observamos conteniendo larisa.

—¡Cómo nos vamos a divertir mañana!—exclama en voz baja, y bebe de untirón su vaso de leche.

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13 DE MAYO DE 1939

OTROS DOS BARCOS ESTÁNCAMINO A LA HABANA, ELORDUÑA, DE GRAN BRETAÑA, YEL FLANDRE,

DE FRANCIA, CON EL MISMO TIPODE PASAJEROS. IMPERATIVO QUESE PONGAN EN MARCHA A TODA

VELOCIDAD. TENEMOSCONFIRMACIÓN DE QUE, SINIMPORTAR LO QUE PASE, SUSPASAJEROS

DESEMBARCARÁN. NO HAYRAZÓN PARA ALARMARSE.

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Cable de l Hamburg -Ame rika Linie

Lunes, 15 de mayo

Me siento desorientada. Al despertarescucho los acordes de violín delintermezzo de una de las óperas quepapá escuchaba en casa al atardecer.Estoy en medio de un sueño. Hemosregresado a Berlín. Los Ogros no sonmás que una pesadilla creada por micerebro trastornado.

Me veo a los pies de papá, junto algramófono. Me acaricia, me despeina yme cuenta sobre la heroína de una óperafrancesa: Thaïs, la cortesana ysacerdotisa de la poderosa Alejandría,en Egipto, a quien querían despojar de

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todas sus pertenencias y obligar a negara los dioses que siempre veneró.

La fuerzan a cruzar el desierto parapagar por sus pecados.

Abro los ojos y estoy en mi camarote.Las puertas por las que se comunica conel de papá están

abiertas, y veo el gramófono. En lacama, lee mientras escucha«Méditation», de la ópera Thaïs comoen los buenos tiempos. La orquesta loaísla.

Nos devolverán a Berlín por habernosllevado el gramófono. Estaba registradoentre nuestras posesiones el día que

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hicieron el inventario, de eso estoy

segura. A quién se le ocurre hacer undisparate así. Mamá no te lo perdonará.Comenzará a llorar y a recriminarme,a pedir que desaparezcamos todos, aintentar envenenarme con la malditacápsula que le obligaste a comprar alpapá de Leo.

Pero mamá entra en mi camarote conmás vida y más radiante que nunca. Si aella el gramófono

no le preocupa, si no cree que puedandevolvernos por la irresponsableveneración a la música de papá, esoquiere decir que estamos a salvo.

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Luce más estilizada. Haber salido de lamodorra de los últimos cuatro meses ala caza de nuestros permisos de salida, yrecorrer las polvorientas calles de unBerlín atiborrado de Ogros marchandoen enfermiza sincronización, le ha hechobien. Lleva pantalones largos y anchosde gabardina marfil, blusa de algodónazul y un turbante del mismo tono. Unpañuelo anudado al cuello, los labiosrojísimos y gafas oscuras de carey paraprotegerse del sol de la cubierta. Unancho brazalete de oro brilla en su brazoizquierdo, y el deslumbrante anillo debodas ha regresado a la mano derecha.

Es la Divina, en todo su esplendor.

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—Puedes ir adonde quieras, menos alcuarto de máquinas —me aclara coninsistencia—. Es peligroso. Ve ydiviértete, Hannah. Tu papá se quedaráleyendo. Hace un día precioso.

Sale del camarote como si fuera ladueña del barco, a respirar aire puro porprimera vez en muchos meses.

Aún estamos en Europa. El bullicio delpuerto llega de golpe. Ya quiero estarpor fin en alta mar.

Me molestan las gaviotas que merodean,el olor a pescado y sangre secamezclado con el óxido y los lubricantesde las máquinas, la sirena de los barcosque llegan y se van. No veo la hora de

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que estemos en medio del océano.

En la cubierta, la veo recostada en labaranda. Le sirven té mientrascontempla el puerto de Cherburgo. Mirasubir a cada uno de los 37 pasajeros. Alparecer, no reconoce a ninguno, y sedirige

hacia una de las sillas reclinables deestribor.

No me parece que vaya a hacer amistadcon alguna de las mujeres de primeraclase. Las ve pasar

y las saluda con amabilidad, pero luegose coloca los lentes oscuros, fingedormir e ignora a todas esas damas

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elegantes que añorarían sentarse a sulado. Disfruta de estar sola. Tantosmeses confinada, con las ventanascerradas y sin socializar con las quefueron sus amigas, la han vuelto un pocohuraña.

Sé que el aire de mar le sentará bien amamá. Ahora es libre. Puede vestir susmejores galas, usar joyas, teneralrededor a alguien que la sirva. Alsalón de fiestas no quería volver aentrar. Ayer, al abrir la puerta, encontróen la pared del fondo una banderablanca, roja y negra, hizo una mueca deasco que yo solo percibí y en silencio seretiró. Fue directamente a hablar con elCapitán. Nadie sabe qué le habrá dicho,

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lo cierto es que esta mañana, la banderahabía desaparecido. Lo primero quehizo al levantarse, antes de ir adesayunar, fue visitar el salón paracomprobar que el Capitán habíacumplido con su palabra.

—Mientras dure la travesía, él velarápor nosotros —dijo—. Es todo uncaballero.

El barco no deja de moverse. La sirenase escucha otra vez. Ahora sí nos vamos.

Detrás de sus lentes oscuros, mamásonríe con una paz que nunca antes lehabía visto.

Leo viene por detrás de mí y me cubre

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los ojos. Tiene las manos húmedas. Mepresto a su juego y

le pregunto si es papá.

Suelta una carcajada y me tira del brazocon toda su fuerza. Se ha adueñado de laprimera clase.

Entra y sale de nuestra cubierta comoseñor absoluto. Ha perdido el temor deque alguien lo mande de vuelta alcamarote de su padre, en la clase turista.Su lugar está aquí, conmigo. Lo sabe elCapitán, lo saben los camareros. Él losabe.

Me encanta verlo ponerse su mejoratuendo. La chaqueta marrón de botones

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grandes y bolsillos

en el pecho lo hacen lucir mayor, perolos pantalones cortos, las medias largasy los toscos zapatos delatan su edad.

Se aleja un poco para que puedadetallarlo, abre los brazos como parapreguntar qué me parece

su indumentaria trasatlántica y esperaansioso mi evaluación. Lo miro dearriba abajo sin decirle nada. Lo hagosufrir, y se desespera.

—¿No me vas a decir qué te parece?

—Todo un marqués —me burlo, y él seríe.

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—La única marquesa en este barco erestú, Hannah —contesta, y se acerca a labaranda para recorrer la cubierta deprimera clase.

Si hay alguien recostado, se excusa yespera que le cedan el paso: elrecorrido que ha planeado

para conocer en detalle el barco dondevamos a pasar las próximas dos semanasno puede ser modificado.

Yo, a su lado, lo sigo como si fuera sufiel escolta. Por primera vez lo veofeliz.

15 DE MAYO DE 1939

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ACORTAR LA PARADA ENCHERBURGO. DEBEN PARTIR LOANTES POSIBLE A TODAVELOCIDAD.

SITUACIÓN TENSA EN LAHABANA.

Cable de l Hamburg -Ame rika Linie

Miércoles, 17 de mayo

—Llevo horas aquí —dice Leo,recostado en una de las columnas dehierro de la terraza. Quién le va a creer.

—Mira, te traigo una galleta. Voy acompartir algo que me regalaron y quedebí guardar para antes de acostarme.

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—¡Al cuarto de máquinas!

—¿Cómo? ¡Ese es el único lugar que mehan prohibido visitar, Leo!

Por la cubierta de primera clasedeambulan algunas parejas,reconociendo el lugar. Hay un salón

de belleza, una pequeña tienda consouvenirs del barco, postales y pañuelosde seda. No creo que alguien vaya agastar allí los diez reichsmarks que nospermitieron sacar de Alemania.

Bajamos seis pisos y recorremos unlargo pasillo, hasta llegar a una pesadapuerta de hierro. Al

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abrirla, el ruido nos aturde y el olor agrasa quemada me fatiga. Si me apoyoen la pared puedo arruinar mi vestido delistas blancas y azules. No quierodisgustar a mamá.

Leo observa con curiosidad la complejamaquinaria que hace mover este giganteen el que navegamos. Si fuera por él,pasaría horas mirando oscilar aquellostubos a un compás preciso, inalterable.De golpe, abandona su puesto deobservación.

—¡Volvamos arriba, con los demás! —me grita, y su voz se pierde en el salónde máquinas: mientras habla, se lanza acorrer.

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Ya tiene varios amigos en el SaintLouis. Parece que llevara varios mesesa bordo. Subimos hasta el cuarto piso y,en una esquina de la cubierta, hay ungrupo de niños que nos esperaimpaciente, aunque, en realidad, lobuscan a él.

Un chico alto con cara de tonto y gorraladeada se incorpora cuando Leo se leacerca. Tiene los

cachetes quemados por el aire frío.

—Edmund, te vas a resfriar —le grita sumadre, envuelta en una gruesa colchamarrón, debajo de

uno de los toldos de la cubierta.

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Edmund no le presta atención y patea elpiso, como un bebé a punto de larabieta.

Los otros dos son muy pequeños,parecen tener unos cinco o seis años.Son hermanos, me dice

Walter al referirse a Kurt, que es elmayor y que me ignora. Ambos llevansombrero y chaqueta que les quedanenormes. Los zapatos también, y loscalcetines les cuelgan desmadejadossobre los tobillos. Creo que sus padresles compraron la ropa para el viajevarias tallas más grandes para que lesdure unos cuantos meses en Cuba, yprobablemente también adonde vayan

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después.

—Así que tú eres la famosa Hannah, «laniña alemana» —comenta con sornaWalter, y me doy cuenta de que tiene miedad, o tal vez sea apenas un pocomayor.

Me hago la desentendida. Leo trata dealiviar la tensión lanzándose a describirel barco: la chimenea, el cuarto demando, el mástil, que es el punto másalto, la diferencia entre babor y estribor.

Habla del Capitán como de un íntimoamigo que consultara con él susdecisiones cada noche, antes de

ejecutarlas al amanecer.

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«La niña alemana.» Sabía que alguien lomencionaría de un momento a otro. Es lamancha que llevo en el rostro. Lamaldita portada de Das Deutsche Mädelme va a perseguir toda la vida. Sí, soy laniña alemana, y qué. Seré muyalemana, pero también tan indeseablecomo tú, siento deseos de decirle.

—¿Saben que hay una piscina en elbarco? —nos interrumpe Kurt, que nodeja de acomodarse el

sombrero para que no le cubra los ojos—. Cuando estemos en medio delAtlántico habrá menos frío

y la abrirán. ¿Trajeron sus trajes debaño?

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El niño con cara de tonto que sigue aLeo propone que vayamos a jugar a lacubierta principal,

pero él no lo escucha, y nosotros solosomos la escolta del pasajero máspopular del Saint Louis. El que tiene elcontrol. El que manda. El que decidenuestros horarios de juego. Lo único quele falta es la gorra blanca con viseranegra del Capitán. Así que tambiénignoramos la propuesta del niño.

En realidad, lo que hemos hecho escorrer de un lado a otro, pero ha sidosuficiente para que Leo ya domine elbarco en su totalidad. Ha memorizadolos laberintos que conducen a los

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camarotes, los salones de fiestas, elgimnasio, los predios de mando delCapitán, donde se reúne la tripulación ajugar a cartas y fumar. Entra y sale a susanchas por los lugares másinimaginables. Ya nadie le prohíbe laentrada.

Los niños se han dividido por edades.Los más pequeños permanecen bajotecho. A las niñas no se

les ocurre mezclarse con los varones. Amí me verán diferente, supongo, porquepertenezco a la tropa de Leo. Walter, elmás torpe de los hermanos —desde quenos encontramos se ha caído, ha perdidoel sombrero y se ha quedado atrás tantas

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veces que estuvimos a punto de dejarlo—, tropieza con una de las niñas de bienque juegan a ser adolescentes.

—Mira por dónde caminas, si es que noquieres buscarte un problema —dice lamás alta, que lleva un grotesco sombrerode marinera y lentes oscuros que se leescurren por la nariz—. ¿Y qué

haces tú con esa tropa de maleantes?Deberías quedarte con nosotras. A FrauRosenthal no le va a causar ningunagracia saber que andas con esos chicos.

Me detengo un momento, no porquetenga interés alguno en socializar conestas niñas, educadas

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con un solo propósito en la vida —casarse—, sino porque estoy cansada decorrer. Ya Leo me buscará.

La niña de los lentes oscuros es unaSimons. Su familia era dueña de variosalmacenes en Berlín.

Para no perder la fortuna, tuvieron quepasar los títulos de sus negocios a unalemán puro que de alguna maneraestaba emparentado con ellos. Al final,terminaron como nosotros, en una huidade última hora hacia Cuba.

Mamá conocía a Johanna Simons, lamatriarca de la familia. Una vez fueronjuntas de compras a

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París, y yo tuve luego que ser amablecon su hija Inés por un par de horaseternas en el salón de té del Adlon,mientras nuestras madres hablaban dedrapeados, diseños y colores de latemporada. Desde entonces, Inés habíadado un sorprendente estirón. No lareconocí.

—Vamos al salón de té. Hay galletas ybizcochos —me dice ahora, y comienzaa andar con la seguridad de que todas laseguiremos.

El salón de té parecía no haber sidousado nunca. ¿Cómo puede un barco tangrande, que transporta unos milpasajeros en cada travesía y viaja

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durante varios meses al año, mantenerseen ese estado? Las alfombras,inmaculadas. Las cortinas de rojoborgoña recogidas en plieguessimétricos.

Los galones dorados de las sillas,intactos; los manteles de encaje sin unamancha y las cucharitas de

plata pulidas, con el emblema delHamburg-Amerika Linie. Lailuminación, tenue a esa hora del día,nos cubría con un tono rosa pálido.Mamá diría que, bajo una luz así,cualquiera se vería bello.

—Los alemanes —aclara Inés—. Asísomos los alemanes.

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Ay, Inés. ¿Alemanes? , quiero gritarle .Ya es hora que dejes de incluirte en esaliga. Mejor olvida de dónde eres.Estamos por comenzar una vida nueva,en un punto perdido del golfo deMéxico, donde el resto del mundo essolo una esperanza que no nos toca.

—En La Habana, estaremos de tránsitocon los Rosenthal —comienza Inés abalbucear—. Mi madre me dijo queprimero iríamos al Hotel Nacional porunos días y que luego nos instalaremosen Nueva York.

Inés vive de las fantasías de la señoraSimons. Siempre en las nubes, comodice mamá.

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Al fondo del salón, hay una chicasolitaria con expresión de profundatristeza. Sostiene la taza de té sinllevársela a la boca, sin colocarla en lamesa. Lleva un vestido oscuro que lahace parecer un poco mayor. El pelo quele cubre la cara no me permitedistinguirla muy bien. Debe tener unosveinte años, o menos, quién sabe.

—Será difícil que consiga marido —opina Inés, como una experta que tuvierauna fila de pretendientes en la puerta desu casa—. Es Else. Mamá reconoce quetiene unas piernas muy bonitas.

Pero una muchacha que nada más recibecumplidos sobre sus piernas no debe

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tener nada de bonita.

Las otras dos le ríen la gracia mientrasbeben a sorbos su té. Quiero huir deaquí. Esto es peor que jugar a lasmuñecas. Por suerte, Leo aparece en lapuerta, me busca, me hace señas de quesalga y lo siga. ¡Mi salvador! No haytiempo que perder: nos quedan menos dequince días en un lugar donde

podemos hacer lo que nos venga engana. Me rescata de convertirme en otraniña de bien.

Junto a las sillas reclinables han dejadocopias del periódico Der Stürmer.Definitivamente, algunos tripulantes nonos quieren, o desean amedrentarnos.

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Por lo menos yo, me niego a leer lostitulares, pero Leo posa la vista en uno yse torna serio.

—Nos están atacando en Berlín —adopta su tono clásico de conspirador yacelera el paso—. Los

periódicos hablan de nosotros. Esto nopuede terminar bien. A los que vamos enel Saint Louis nos acusan de haberrobado dinero, de saquear obras de arte.

Que digan lo que quieran, Leo. Yalogramos irnos, no pueden hacernosregresar. Estamos en aguasinternacionales y pronto llegaremos auna isla que nos ha otorgado permiso deresidencia indefinida, aunque muchos

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solo viviremos brevemente en eltrópico. Esperaremos el número mágico

de una lista de espera para entrar connuestras visas de inmigrantes a NuevaYork, la verdadera isla.

En una esquina, el Capitán le da órdenesen voz baja a un grupo de camarerosque, deprisa, comienzan a recoger todoslos periódicos.

Leo se para en firme y le hace un saludomilitar. El Capitán le sonríe y se lleva lamano a la frente.

Misión cumplida.

¡QUE SE VAYAN!

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Titular del periódico alemán DerStürmer

Mayo de 1939

Jueves, 18 de mayo

Los únicos con quienes mamá se siente agusto en el barco son los Adler, aunquequizás sean un

poco mayores para compartir con ellosuna larga velada. Su camarote está a dospuertas del nuestro, y siempre quesalimos a cubierta debemos pasar asaludarlos. Desde que subió al barco, elseñor Adler no ha querido levantarse dela cama. Le llevan sus comidas, perorara vez prueba algo. La señora Adler

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está muy preocupada: nunca antes lohabía visto así.

—Para él ha sido muy doloroso tenerque enviar primero a América a su hijoy su nuera —nos

comenta la señora Adler—. No se harecuperado de esa separación. Pensóque en pocos meses las aguas tomaríansu curso, pero la situación empeoró. Lohemos perdido todo. ¡Una vida entera!

Mientras conversa con nosotras, laseñora Adler le coloca compresas fríasen la frente al pobre

anciano de barba blanca, que no sedigna a abrir los ojos mientras estamos

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ahí, atentas a la cadencia suave de lamujer que lo cuida. Ahora le aplica unaceite mentolado que hace que los ojosse me llenen de lágrimas.

—Aceptó subir al barco porque leinsistí. Desde que salimos de casa, nodeja de repetir que es un viaje sinsentido. Ya no tiene fuerzas paracomenzar de nuevo.

La señora Adler parece salida de unlibro antiguo. Se recoge el pelo en loalto de la cabeza. Viste de largo, envarias capas, y lleva corsé, como lasdamas del siglo pasado. En cada visitame hace un regalo, y mamá me permiteaceptarlo. Unas veces es un pañuelo de

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encaje; otras, un pequeño brochedorado, o deliciosas galletas de vainillaespolvoreadas de azúcar, mispreferidas. Quién sabe de dónde lashabrá sacado, porque hace mucho quedesaparecieron de los estantes delmercado.

La escuchamos y nos dejamos llevar porla historia de la señora Adler, que es lahistoria de todos.

Una más. Nadie se compadece de ellos.

—Todos hemos perdido algo —hace unapausa, sonríe con una profunda tristeza—. O todo.

Ellos han vivido hasta los ochenta y

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siete años, no tienen de qué lamentarse.Ocho décadas y siete años. El dolor espara nosotros, que aún tenemos una vidapor delante.

Con cada hora que pasa, el deterioro sehace más evidente en los Adler. Elanciano, inmóvil en

una cama; ella, sola, contemplandocómo el amor de su vida, su sostén, sedeja ir aún más despacio que este barcoque navega hacia la isla de la salvación,el único camino que pudieron encontrara una edad en la que solo se espera pazpara poder decir adiós.

—Vivíamos de ilusiones, y despertamosmuy tarde —le dice mamá sin esperar un

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comentario de

la señora Adler, que solo se escucha a símisma—. Debimos haber aceptado loque se nos venía encima y habernosmarchado hace tiempo.

No quiero que mamá se entristezca. Enel Saint Louis ha vuelto a ser ella,mientras papá se refugia en la música, elverdadero escape que lo mantiene en susano juicio. La dama antigua deberíaguardar su tristeza para sí.

—¿Adónde, Alma? —le responde laseñora Adler con firmeza—. Nopodemos pasar la vida

comenzando de nuevo. Pasa una

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generación, nos aniquilan, comenzamosde nuevo, y nos vuelven a aniquilar. ¿Esesa nuestra fortuna?

Ambas me miran. Advierten que estoyahí y que las escucho atenta. No sepreocupen, no me asusta el pesimismocon que ustedes se maltratan. Yavivieron. Yo comienzo, y tengo a Leo.Estamos aquí para divertirnos. Lapesadilla quedó atrás.

El señor Adler comienza a temblar y unatos seca hace que su cuerpo pesado,pero débil, se estremezca. Se va a morir.Parece que no pudiera respirar.Debemos llamar a un médico. Todos seponen nerviosos.

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—Son crisis. —La señora Adler ya estáacostumbrada—. Vayan ustedes acontemplar el mar.

Se abrazan sin besarse. Se contagian lalástima y comparten la compasión. Lasllevan consigo.

Corro hacia el pasillo y mamá grita minombre, como si fuera otra vez una niñapequeña. ¡Y no

lo soy! Sabe muy bien que en unos díascumpliré doce años.

—¿No te vas a despedir?

Le sonrío de lejos —con eso basta— ala pobre señora Adler, que no ha podido

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disfrutar ni un

solo día de nuestro viaje en barco.

Cada día el sol se siente con más fuerzaen la cubierta y entra con rabia por lasportillas de nuestros camarotes.Debemos estar ya cerca del trópico. Quépena que los Adler vivan a oscuras. Hanconvertido su camarote de lujo en unafuneraria: las cortinas cerradas, la luzopaca, el aire enrarecido por el aceitementolado y el alcohol para bajar lafiebre, el denso aliento del viejoregordete que abordó un barco paradejarse morir.

Una banda de niños corre detrás de unhombre en patines. Parece estar por caer

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a cada segundo,

da vueltas como quien patina sobre unapista de hielo, y no sobre la resbaladizacubierta principal. Se desliza a granvelocidad, y nos hace temer que termineestrellándose contra la baranda. En elúltimo momento, frena con la punta delos pies y se paraliza, como a la esperade los aplausos. Levanta los brazos yhace una exagerada reverencia.

Los niños se apresuran para intentarderribarlo. Leo ríe. El hombre baila,feliz como una estrella de circo. Lamanada lo sigue a todas partes, y él semuestra orgulloso de su gran hazaña eneste lugar donde no pasa nada.

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—¡Tenemos que aprender a montar enpatines! —anuncia Leo. Reconozco sutono: debo tomar nota de este nuevoproyecto habanero—. El señorRosenthal y mi papá están reunidos conel Capitán.

¿Tendrá problemas el barco? ¿Sehundirá como el Titanic? —preguntaahora, como si contara una historia deterror que ni él mismo se cree.

—Leo, estamos en mayo, en medio delAtlántico, muy lejos de los glaciares.Dudo que vayamos a

oír gritar: «¡Iceberg a la vista!»

Me lleva a un rincón de la cubierta,

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lejos de la terraza de los pasajeros, ynos sentamos detrás de los escasos botessalvavidas que llevan la insignia deHAPAG, la compañía dueña del SaintLouis.

Estoy segura de que no hay suficientespara más de mil viajeros en caso denaufragio. Todo cuanto toco en estebarco está pegajoso de salitre.

—Voy a conseguir algo para ti —lanzaLeo sin prevenirme.

Cambia de tema constantemente y nopuedo dejar de mirarlo mientras mehabla. Me detengo en

sus ojos, tratando de descifrar lo que

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piensa. Me siento afortunada porque sededica solo a mí, como en nuestros díasde Berlín. No puedo descifrar en quéproyecto anda, qué busca. Algún plantendrá.

—Papá me prometió que me dará elanillo de bodas de mamá. Con lo quevale, podríamos

sobrevivir en Cuba. Pero yo quiero elanillo para ti, Hannah. Tengo queconvencerlo de que me lo entregueenseguida. Si algo nos pasa, debestenerlo contigo. Ya lo ajustaremos a tumedida.

Ha dicho todo eso sin mirarme. Sienteun poco de vergüenza. Baja la cabeza y

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juega con sus manos: se aprieta losdedos y tira de ellos como si quisieraarrancárselos.

¿Somos novios? No me atrevo apreguntarle, y al mismo tiempo no puedoocultarle mi alegría. Él debe notar cómobrillan mis ojos, con una lágrimaindiscreta que no dejaré rodar.

— Danke —le digo, mientras me ponelas manos sobre los hombros.

—A partir de ahora, olvídate del «danke». Es «gracias», ¿de acuerdo? —Leo insiste en hablarme a veces como unpadre que aconseja a su niña pequeña.

—Gracias. ¿Comenzarás a hablar

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español? —le pregunto en castellano, asabiendas de que no entenderá nada siuso mi acento pulido por horas depráctica.

Repite «gracias» con consonantes desobra al inicio y al final, una variaciónmuy cómica. Me echo a reír: es el únicoen el barco que consigue hacermeolvidar el pasado, porque él es mipresente.

De los altavoces llega una suavemelodía. Al inicio se escuchan solo unosacordes, muy bajos, que no puedodefinir.

Tras ese breve paréntesis de felicidad,Leo muestra cierta alarma. Su padre y el

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mío están en la

sala de control del Capitán y no lepermiten entrar. Evitan incluso hablardelante de él. Ya deben haberse dadocuenta de que está atento al menorincidente, siempre a la escucha, paraluego venir a mí con teorías y mediasverdades. Al final, su padre sabe queLeo no es más que un niño: para quépreocuparlo.

Mientras descansa, puedo observarlo sinque se moleste. Leo es ahora más alto,su mandíbula, más pronunciada, susojos, más grandes. El volumen de lamúsica sube: es «Moonlight Serenade»,de Glenn Miller y su orquesta, de moda

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en Berlín.

—¡Es música de América, Leo! —exclamo, y lo sacudo por los hombros,porque lo veo triste.

Tal vez tenga añoranza por lo que hemosdejado atrás. O quién sabe si extraña asu madre.

—¡Nos están dando la bienvenida, Leo!¡América nos recibe con los brazosabiertos!

Ahí están los trombones, ya entran losinstrumentos de cuerda. Me incorporo ycomienzo a tararear.

—Pongámosle letra a esa música —le

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digo, pero sigue sin reaccionar.

Una serenata bajo la luz plateada de laluna que, en la cubierta, es solo nuestra.Inventémosla. Giro con los ojoscerrados y me dejo llevar por losacordes que se pierden en el océano.

Leo me toma de la mano. Abro los ojosy lo descubro sonriente, girandoconmigo, muy despacio.

Nuestros movimientos coinciden con elvaivén del barco. Me dejo llevar por lamúsica. La brisa me despeina y no meimporta. ¡Estamos bailando! Yo sigo elcompás. No sé quién guía a quién, perobailamos. Va a terminar la canción. Sealargan las notas. Sí, es el final.

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Se escucha la sirena del barco.

Es hora de ir a cenar.

Se limita e l ing re so a Cuba de todoslos e xtranje ros. Para e ntrar al paísse re quie re una fianza de quinie ntospe sos y una visa e mitida por losconsulados de Cuba e n e l mundo,aprobada por la Se cre taría de Estadoy de Trabajo, no solo por la Dire cciónGe ne ral de Inmig ración. Seinvalidan los docume ntos e mitidosante riorme nte .

En vig or e l De cre to 937, firmado e l5 de mayo, por

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e l pre side nte de la Re pública deCuba,

Fe de rico Lare do Brú.

Gaceta de Cuba

Mayo de 1939

Viernes, 19 de mayo

Ayer pasamos una noche difícil.Estuvimos a punto de perder a mamá. Losé, debo estar preparada. En cualquiermomento me convierto en huérfana demadre. Así, tan pronto, antes de cumplirdoce años. No puede ser, mamá, nopuedes hacerme algo así. Mucho menosel día de mi cumpleaños, porque

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siempre que lo celebre te recordaré, yme inundará una profunda tristeza.

Papá estuvo hasta tarde encerrado en lacabina del Capitán, y esas reunionesmisteriosas la tienen preocupada:regresa encorvado, los hombros caídos;una joroba de cansancio acompañaahora al hombre que fuera una vez elmás elegante de Berlín.

Ella vomitó toda la noche. Tuve quedejarla sola en el baño. No soporto vercómo se desintegra.

—No pasa nada. Acuéstate a dormir.Mañana te explico.

Evidentemente, sabe algo que no se

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atreve a contarme. Que perdimos todo eldinero. Que los Ogros están listos paradominar América y falta poco para quecrucen el Atlántico. Que no tenemosescapatoria, que en el puerto de LaHabana nos estarán esperando.

Aun a través de la puerta cerrada seescuchaban los sonidos de su estómagoal despedir vómito en

ráfagas. Inclinada frente al inodoro,sacudida por movimientosespasmódicos, la veía tan frágil que measusté.

Un hedor insoportable comenzó a salirdel baño, atravesó su camarote y llegóal mío. Me coloqué

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la almohada sobre la cabeza paraaislarme de los quejidos y de una fetidezque ya se había impregnado en mimemoria. Después me quedé dormida.

Hoy por la mañana, la encuentro como sinada hubiera pasado. Pálida, como decostumbre, el maquillaje quizás muyelaborado para esa hora, el cabellorecién lavado y una sutil fragancia, queno reconozco. El nuevo aroma,mezclado ahora con el salitre, y surecuperación vertiginosa medesconciertan. Mamá se da cuenta y nospide que nos sentemos a su alrededor.Ni el perfume, ni los olores del jabón,las cremas, el maquillaje o losproductos para el cabello consiguen

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borrar de mi memoria la fetidez de lanoche anterior.

—Tengo una noticia que darles — su vozse hace más grave.

Es buena. Tiene que ser buena. Y en esemomento recuerdo que, antes de subir albarco, me había

prometido una sorpresa. Reencontrar aLeo me había hecho olvidar lo que meprometió contarme al

pie del tobogán.

Mira a papá, fija la vista en mí. Sonríe.¡Acaba de decirnos la noticia, mamá!

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—Esperé hasta hoy porque quería estarbien segura.

Otra pausa, y fija en nosotros la miradacon picardía. Nos anima a queadivinemos.

—Hannah — me mira e ignora a papá—, ¡vas a dejar de ser hija única!

Demoro algunos segundos en entender loque me quiere decir.

Está embarazada: ¡por eso eran losvómitos! No está preo-

cupada porque papá se reúna con elCapitán, esas son cosas de hombres.¡Voy a tener un hermanito...

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o una hermanita!

—¿Dónde va a nacer? — es lo que seme ocurre preguntar.

Qué torpe soy. La situación requería másbien alguna salida clásica de niña deaún once años.

Debí emocionarme, saltar hacia ella,abrazarla. Gritar a los cuatro vientos:¡No seré hija única! ¡Qué maravilla!

Se ha roto el hechizo de los hijos únicosde los Strauss. Un nuevo Rosenthal llegaa la comunidad de los impuros. Papá seinclina a besarla con gentileza, pero sinemoción.

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—Aún no sabemos cuánto tiempo nosquedaremos en La Habana. Nacerá afinales del otoño.

A ella la hace feliz que su hijo no vaya anacer alemán. Se quitará de encima elpeso agónico que su familia ha cargadopor varias generaciones y que ahora seborra de golpe.

—En la noche nos acercaremos a unasislas del Atlántico. Veremos la costa —les digo, para romper el silencioprovocado por esa noticia inesperada.Ambos me miran como si no mecomprendieran. O como si pensaran:¿será hija nuestra?

Papá se acerca por la espalda a mamá,

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la atrae hacia él en un abrazo a medias eignoran mis ocurrencias. Ya me conocen.Saben que soy una niña tonta. Pero nohay que angustiarse, es posible quevenga en camino un Rosenthal que estaráa la altura de lo que han soñado. Aveces pienso que yo he sido un error.

No me necesitan. El nuevo problema queella acaba de poner sobre la mesa esalgo que los dos

tienen que resolver, así que será mejorque los deje solos con su nuevo bebé.

Tomo mi cámara y me voy a cubierta.

—El señor Adler sigue mal — merecuerda mamá, aunque no espere que

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pase sola a saludarlos, así que memarcho para que puedan comenzar aconstruir el nido.

Intento fotografiar a los pasajeros de laclase turista, pero veo que les molesta.Reaccionan asustados. Algunos, por elcontrario, posan para mí al vermeenfocar, y dañan el efecto que busco. Enprimera clase es todavía peor: lasfamilias tienden a arreglarse los trajes, eincluso algunas mujeres me piden unossegundos para retocarse el maquillaje.El único que no posa es Leo. Si ve queme interesa una imagen, se detiene parano salir borroso.

He tomado una foto suya con su padre.

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El señor Martin se ve cansado, sentadoen un sillón, con

una manta gris sobre las piernas. Haenvejecido desde la última vez que lovi. A su lado, Leo sonríe y se lleva unamano a la cintura.

—El anillo será tuyo. Papá me loprometió. En La Habana, me lo dará —Leo habla sin pausas.

Mezcla las frases. La única que loentiende soy yo.

—Voy a tener un hermano. Mi mamátiene tres meses — es mi pretexto parano tener que agradecerle el anillo yescapar del momento embarazoso.

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—Una boca más que alimentar —es surespuesta.

Ahora soy yo quien queda a la espera deuna felicitación, un «qué bueno, vas atener un hermanito». Práctico y sin pelosen la lengua, así es Leo.

Somos los primeros en llegar a lacubierta principal cuando los altavocesanuncian que nos acercamos a las islasAzores.

Leo y yo nos unimos a mis padres en labaranda de babor, y contemplamos unasislas que empiezan a aparecer a lo lejos.Ya nadie grita «¡Tierra a la vista!» comoen los libros de aventuras.

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Todas las cubiertas se llenan depasajeros que observan el horizonte enun silencio sobrecogedor.

El aire está helado: está anocheciendo.Aunque Leo asegura que pronto abriránla piscina, no sé

quién se arriesgaría a meterse en el aguacon este aire frío. Todavía está lejos eltrópico como para salir a tomar bañosde sol.

Comienzo a sentir mareos, no sé si porhaber fijado demasiado la vista en elhorizonte o por la

noticia del bebé que viene en camino.Lo cierto es que debo sostenerme de la

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baranda para mantener el equilibrio. Amedida que el barco se acerca a lasislas, se mece mucho más.

Mamá se recuesta en papá. Vuelve asentirse protegida por el hombre másfuerte del mundo. Papá

la estrecha contra él; en sus ojos hayahora algo parecido al pánico. Trato dedescifrar sus sentimientos, qué estarápensando, qué le preocupa, si se sientemal, si está agotado, si se arrepintió dedar la batalla y se rindió. No sé a quépodría tener miedo, si estamos juntos.Nos salvamos, papá.

Logramos huir. Alemania está cada vezmás lejana.

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Las islas Azores pasan de largo a granvelocidad. Las vemos desaparecer ababor pensando en una oportunidadperdida, como quien deja escapar unsalvoconducto a la libertad. Quién sabecómo

sería vivir ahí, lejos de los Ogros.Debimos haber comprado visas a lasAzores.

Podríamos ser los primeros pobladores.Les cambiaríamos el nombre, porsupuesto. Yo, en lugar

de Azores, las llamaría Impuras.Podríamos irnos a vivir a las islasImpuras. Nuestros hijos hablaríanimpuro, una lengua que inventaremos y

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que será distinta de nuestra lenguamaterna. El primer estado de losimpuros.

Aquí nacería mi hermano, o mi hermana,sin la desgracia de ser alemán, sin tenerque hablar alemán. ¡Felices de serimpuros! Sin tener que escondernos denadie, porque no habrá un solo puroalrededor. Imagínate, Leo, quémaravilla.

Al ver que las islas desaparecen, Leome aferra la mano. Mis padres no se dancuenta, porque están ensimismados, unoapoyado en el otro, con la vista perdidaen el horizonte, donde comienzan aborrarse las islas en medio del

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desconsolado Atlántico.

Mi mano está helada, pero la de Leotiene la tibieza que necesito.

—Conseguí un par de patines paramañana —Leo tiene el poder de borrarcualquier pensamiento

oscuro. Ya puedo imaginar lo que meespera al levantarme.

—¿Serás capaz de aprender en unahora? — le pregunto. Me mira comodiciendo Claro que voy a aprender, ymucho más rápido de lo que teimaginas. Sus carcajadas soncontagiosas. Reír es lo mejor quepodemos hacer.

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Descubro entonces que papá me observacon cierta angustia —¡y yo pensando enLeo y sus patines!—. Creo que es horade romper tu silencio, papá, dehacernos sentir que estás aquí connosotras, que nos tomas en cuenta. Quesi algo pasa nos lo dirás, porque sabesque soy fuerte. Contigo siempre nossentimos a salvo.

Su voz es solemne cuando anunciasecamente:

—Estamos a la mitad del camino.

19 DE MAYO DE 1939

EMPEORA LA SITUACIÓN EN LAHABANA. VARIAS PROTESTAS

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CONTRA LOS INMIGRANTES

EUROPEOS. SIGA SU CURSO.

Cable de l Hamburg -Ame rika Linie

Martes, 23 de mayo

Martes tenía que ser. Desde quellegamos al barco nadie tiene en cuentalos días de la semana. Lo que lesinteresa es el número, los días que faltanpara desembarcar. A mí, no. Yo vivopendiente de la llegada del sábado y,por supuesto, evito los martes.

Para colmo, hoy es mi cumpleaños y hacaído en martes, el peor día. En fin, queme da lo mismo.

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Porque estamos flotando en el Atlántico,y así estaremos por una semana máshasta llegar a nuestro destino.

Y a estas alturas, ya no creo ni en mimala suerte.

Estoy despierta desde temprano, porquealguien vino a buscar a papá de partedel Capitán. No se

lo pienso mencionar a Leo, quecomenzaría con sus interminableselucubraciones, sus teoríasconspirativas.

Mamá lleva días intranquila. Pensé querevelar su secreto le habría aligerado laexistencia, pero no ha sido así. Ahora la

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abruman sus presentimientos, muchasveces sin fundamento, y los analiza alpie de la letra. Se queda en cama, entresábanas blancas y almohadas de pluma.Comienzan a entrar los rayos de sol porlas escotillas y ella los rehúye como sile doliera cada contacto con su blancuratransparente.

Todos saben que no deseo una fiesta decumpleaños. No hay nada que celebrar,pero hasta el Capitán se ha enterado.Dice Leo que mi regalo será muyespecial, que debo tener paciencia. Meimagino que continúa a la caza delfamoso anillo de su madre, pero seríauna locura que su padre se deshiciera delo único valioso que les queda.

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Al levantarse, mamá ha venidodirectamente a mi cama y se ha tendido ami lado. De su cuerpo se

desprende un frío que me hace temblar.

—Mi Hannah —me llama, y me acariciael cabello.

No quisiera que el tiempo pasara.Hablemos con papá y compremos unbarco para irnos a vivir en alta mar, enaguas de nadie. De hecho, creo que esuna gran idea. Sería una soluciónperfecta. Si nuestros padres compranuna flotilla de barcos podríamos crearuna zona en medio del mar paranosotros. El mar de los impuros. De allínadie podría expulsarnos.

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En medio del silencio siento que quieredecirme algo. Me vuelvo hacia ella y lamiro con atención, para ayudarla acomenzar.

—Es hora de que recibas la Lágrima,Hannah.

Sus manos muy frías llegan a mi cuellocon lentitud. Comienza a colocarme laperla imperfecta

que su padre había encargado para quemi abuela la llevara en la inauguracióndel Hotel Adlon, y que ella recibió a laedad que cumplo hoy. Los eslabones deoro blanco de la cadena son tandelicados como la misma perla en formade pera, engarzada en un cono también

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de oro blanco y con un diminutobrillante en la punta.

El cuarto se hace pequeño. La lámparade bronce, con tres gradas de cristalesnevados, parece un

pastel de boda que cuelga invertido deltecho, y compite con los rayos del solque se filtran a través de la escotilla. Enel centro de esa caja de luz, estamos lasdos. La perla que ahora descansa en mipecho me intimida, con ella contraigo elcompromiso de preservar una joya queha estado en la familia por generaciones.Corro al espejo a contemplar miLágrima y decido ponerme un suéterrosa de lana muy suave que sea un

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marco apropiado para mi regalo.

Al contemplar mi emoción, mamádecide levantarse y viene a miencuentro. Improviso para ella

poses familiares, le hago creer que hoytambién yo me siento Divina. Ríe.Jugamos por unos instantes a ser felices.

Se pone un vestido azul y blanco, ysalimos juntas a celebrar micumpleaños.

Al acercarnos al camarote de los Adler,percibimos un movimiento inusual detripulantes que entran y salen. Tocamos ala puerta, pero nadie responde. Alinsistir, nos damos cuenta de que la han

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dejado abierta. Mamá entra, yo la sigo ynos encontramos en el salón con papá, elCapitán, dos marinos y el médico oficialdel barco, todos con carasapesadumbradas. Papá nos abraza. Traeconsigo el aire mentolado del camarotede los Adler.

—Anoche comenzó a respirar conmucha dificultad. El señor Adler se nosfue.

Se fue, partió, se retiró, nos dejó, está enotro lugar, se marchó, nos abandonó.Sería más fácil decir «se murió», perono. Todos le temen a la palabra. Laseñora Adler se acerca con una sonrisatriste, sin derramar una lágrima, y toma

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la mano de mamá.

—Quería darle sepultura en La Habana,pero el Capitán ha recibido un cabledonde le comunican

que es imposible. Tendremos que hacerel servicio fúnebre de noche, en lacubierta, y luego lanzarlo al mar. ¿Teimaginas, Alma, qué final?

El Capitán habla con los dos tripulantes,que le muestran los cables másrecientes. En un momento, levanta lavista y me dice en voz baja, tan baja quesolo puedo entenderlo porque leo elmovimiento de sus labios:

— Alles Gute zum Geburtstag, Hannah.

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Ya todos saben que es mi cumpleaños.Le había advertido a mamá que noquería otra celebración

colectiva como las de noches anteriorespara otros niños del barco. Confío enque, con el fallecimiento del señorAdler, nadie tenga el ánimo para fiestas.

Me escabullo y salgo a buscar a Leoque, por supuesto, ya estaba enterado detodo. Y me cuenta

además que hubo otra muerte durante lanoche.

—¿Un pasajero?

—No, un tripulante. Al parecer se

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suicidó lanzándose al mar. No pudieronrescatarlo. Una tragedia detrás de laotra.

Vaya noticias para comenzar un día decumpleaños. Martes, claro.

—Lo del señor Adler era de esperar —le comento—. No se levantó de la camadesde que subió al

barco. Se dejó morir. Estaba cansado.

No siento pesar por él, que al final serindió, sino compasión por la señoraAdler, que es la que tiene que darlesepultura y seguir en esta batallaincierta. Leo percibe mi melancolía. Mepone las manos sobre los hombros y me

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dice:

—Hannah, prométeme algo. Viviremosjuntos hasta los ochenta y siete años.Después de esa edad

no vale la pena vivir. ¿Quién quiereestar postrado en una cama como elseñor Adler?

Te lo prometo, Leo, claro que te loprometo, digo para mí, pues él ya hacomenzado a moverse sin esperar mirespuesta.

La noticia de ambas muertes corre entrelos pasajeros. Walter ha ideado otrateoría conspirativa.

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Que el señor Adler se había suicidado.Que al tripulante lo mataron. Que podríahaber otros intentos de suicidio.

—Nuestras visas no tienen valor. Dicenque el gobierno cubano exige ahora unbono por cada uno de nosotros, unafortuna que ni el más rico podría pagar—murmura. Mira a ambos lados, intentaque nadie más escuche su secreto.

—No lo creo. Mi madre recibió nuestrasvisas en el consulado cubano en Berlín,y la de papá la

compró en las oficinas de HAPAG, enHamburgo —le hablo con firmeza.

Estoy harta de las especulaciones, de las

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teorías sin sentido. Todo va a estar bien.Estoy convencida.

—Sí, como las nuestras. Esas son lasque ahora no tienen validez —Walterhabla con una seguridad que intimida.

—Si no nos dejan entrar a Cuba,¿tenemos otras opciones? —reacciono,comenzando a

preocuparme.

—Aún están en negociaciones para versi nos acepta otra isla del Caribe —Leovuelve a tomar el

control. No quiere sentirse detrás de lanoticia. Es él quien se encarga de las

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novedades, y no Walter, que se cree unsabelotodo.

Al menos, nadie menciona que nosdevuelvan a Alemania. Esa no puede seruna posibilidad. Ya

entregamos nuestras propiedades: notendríamos a dónde ir. Nadiesobreviviría. Ahora entiendo las razonespara especular sobre los suicidios.

—¿Crees que debería confrontar a mispadres para que me digan la verdad? —le pregunto a Leo

sin que los otros me escuchen.

—No. Lo que tienes que hacer es

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encontrar las cápsulas lo antes posible.Si les niegan la entrada a ustedes enCuba, los Rosenthal ya tienen un plan —me explica, convencido—. Y eso no lopodemos

permitir, Hannah. Pase lo que pase,tenemos que estar juntos.

Y yo lo obedezco. A él, a un niño que essolo un par de meses mayor que yo.

Estamos en una nueva pesadilla. No sési es real. No sé si es un sueño.

Llego al camarote de mis padres y losencuentro en silencio, inmóviles,absortos. Voy a encerrarme en mi cuartoy descubro que sobre mi mesita de

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noche descansa un sobre con la insigniadel Saint Louis: «Para Hannah.»

Dentro, hay una postal del barco másgrande y lujoso que haya cruzado losmares. «Alles Gute zum Geburtstag,Hannah.» La firma Der Kapitän. Escierto lo que dice mamá: este hombre esun caballero. Debo ir al cuarto demando y darle las gracias.

Detrás de la puerta, siento llorar amamá. Me llevo la postal al pecho ycierro los ojos. Quiero

tener la ilusión de que estamos a salvoen esta isla de hierro. Entrecortada porel llanto, su voz se hace más aguda yapenas puedo entender lo que dice:

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—No hay discusión. Si no podemosbajar los tres, no baja ninguno. Pero niHannah, ni mi hijo

por nacer, ni yo regresaremos aAlemania, Max. De eso puedes estarseguro.

23 DE MAYO DE 1939

LA MAYORÍA DE SUS PASAJEROSVIOLAN EL NUEVO DECRETO 937DEL GOBIERNO CUBANO Y NO LES

PERMITIRÁN DESEMBARCAR. LASITUACIÓN NO ESCOMPLETAMENTE CLARA, PEROES CRÍTICA, SI

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ES QUE NO SE RESUELVE ANTESDE SU LLEGADA A LA HABANA.

Cable de l Hamburg -Ame rika Linie

Jueves, 25 de mayo

No le tengo miedo a la muerte. A quellegue la hora final, que todo se apague yme quede en penumbras. A verme entrelas nubes, contemplando a quienes aúncaminan con libertad por la ciudad.

Morirse es como si la luz se apagara y,con ella, todas tus ilusiones.

Pero no estoy dispuesta a aceptar quemis padres decidan cuándo debo irme.Todavía no es hora de convertirme en

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polvo. No se atrevan, porque medefenderé. No me importa que nuestrasvisas no

tengan valor, o que no nos dejen entraren esa isla anodina.

En la noche, dormida —¿o, quizás,despierta?—, oigo voces que meordenan que me levante, salga delcuarto, vaya a cubierta y me lance alocéano. La corriente me llevará adondeúnico puedo llegar y ser aceptada, a otraisla minúscula que no aparece en losmapas. Me veo sola: sin mis padres, sinLeo. Desde lo alto, apenas alcanzo adistinguirme como un punto minúsculo, yme pierdo en la

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orilla. Siempre sola. Así debe ser lamuerte.

Desde que nacemos, los impurosestamos preparados para una muerteprematura. Desde hace años, incluso enla época en que éramos felices, laesquivábamos a cada paso,tropezábamos con ella y seguíamosadelante. A veces me pregunto qué nosda derecho a creer que podemossobrevivir mientras los demás caencomo moscas.

Lo que me espanta de la muerte es nopoder despedirme, irme sin decir adiós.De solo pensarlo

me estremezco.

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No debo permitir que otros decidan mifuturo. ¡Tengo doce años! No estoy lista,así que debo localizar esas malditascápsulas. Si no las encuentro hoy, seráLeo quien me mate. Me ha explicado quedebo buscar un pequeño cilindro debronce con tapa de rosca. Dentro estánlas tres ampolletas de fino vidrio con lasustancia letal, las que mamá sugirióayer que la liberarían de su agonía encaso de que no nos permitan bajar en LaHabana.

Tengo que escudriñar todos los rincones,cada una de las maletas, y borrar lashuellas del caos,

dejar todo de nuevo en su lugar para que

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nadie se dé cuenta.

Hoy por la noche será el baile dedisfraces que se celebra en el SaintLouis poco antes de llegar al puerto. Esuna tradición. Pero no sabemos aún sillegaremos, si el barco anclará, si nospermitirán bajar. Nosotros no tenemosdestino.

La sirena anuncia que es hora de ir alsalón. Ya Leo olvidó los patines, suscarreras por la cubierta, nuestro juegodel marqués y la marquesa. Se acabó elrecreo. El conspirador ha regresado.

Después de la discusión que han tenidomis padres en el camarote, dudo quetengan intenciones de

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asistir a una mascarada sin sentido.Atravieso el pasillo de la primera clase,que cada día se me hace más angosto: eltecho casi cae sobre mí y esas lucesamarillas en las paredes lo llenan todode sombras. Busco las escaleraslaterales y bajo con desgano, harta delas quejas de mamá, del silencio depapá, de las demandas de Leo. Llegohasta la puerta del mezanine y, alabrirla, puedo sentir el descorchar delas botellas de champaña, el bullicio delos pasajeros a la espera de quecomience a

tocar la orquesta, las carcajadas dequienes todavía confían en bajar a tierrala mañana que lleguemos al puerto de La

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Habana.

Los niños no estamos autorizados aentrar, pero Leo nos tiene reservado unespacio en el balcón

del mezanine, que han adornado conflores de papel, para ver cómo sedivierte esa masa de ignorantes antes derecibir la bofetada de las autoridadescubanas al amanecer del sábado.

Aún reina la calma. De ello se hanocupado el Capitán y el comité depasajeros, que se sienten responsablespor esas 936 almas a la deriva. Ya unoquedó en el camino, sepultado en mediode las aguas.

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Walter y Kurt no pueden contener suemoción. Señalan con el dedo cada vezque un disfraz los sorprende. Leo, conojo de conspirador, analiza los gestos delos invitados.

Todos deambulan entre lustrososcandelabros, exageradamente decoradoscon guirnaldas a fin de

crear una falsa impresión festiva en laque ya muy pocos creen.

Desde nuestro punto de observación, elsalón, que antes me había impresionadopor su majestuosidad, ahora me pareceun mediocre escenario teatral. Puedo veren el techo las molduras de yeso quesimulan las de un palacio francés, las

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burdas copias de paisajes bucólicos enelaborados marcos dorados, elempanelado de maderas preciosas, losapliques de esfinges de bronce, loscristales esmerilados. Una fantasía en elmar. Lujo barato, diría mamá.

Los invitados son como espíritus. Flotanen un barco que avanza a todavelocidad, sueñan ser los

primeros en llegar a un puerto dondenadie sabe aún si seremos bienvenidos.

Inés permanece triste, a la espera de unpretendiente que no llegará. Lleva unglamuroso vestido

de tul y encaje blanco que parece hecho

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de algodón de feria y una diadema dediamantes falsos. Se ha disfrazado deprincesa sin reino, y el aire altivo conque saluda a sus cortesanos completa supersonaje. Hay tres chicas de azulceleste, cada una con una rosa blanca enel escote y pendientes de brillantes. A lamás delgada, el vestido le queda unpoco grande. Advierte que lasobservamos desde arriba y nos saludacon reserva.

Walter y Kurt están a punto de aplaudiral ver al hombre que irrumpe en el salóncon la cara muy

maquillada. Lleva colorete, las cejasmarcadas en negro, sombra azul en los

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párpados y una corona dorada de hojasde laurel. Viste un traje blanco, cubiertopor una dramática capa de terciopelorojo.

Una señora alta que viaja sola lleva untraje negro de lentejuelas con anchasmangas de tul salpicadas de estrellas. Ensu pelo brilla una diadema de perlas, yuna enorme pluma en el centro de lacabeza completa el atuendo. Los labiosde rojo escarlata y unas profundasojeras le dan un aire lúgubre. Seesconde a medias tras un enormeabanico de plumas de avestruz alatravesar el salón, donde ya es casiimposible dar un paso.

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—¡Es la reina de la noche! —exclamaKurt.

—¡No! ¡Es una vampira! —lo corrigeWalter, y todos nos reímos.

Los más comunes son los disfraces depirata. Algunos se han puesto pañuelosen la cabeza, otros

se han cubierto un ojo; otros, una cintaen la frente. Un par de chicos van demarineros. Hay también varias diosasgriegas, con vestidos drapeados y unhombro descubierto.

En la algarabía que se incrementapodemos escuchar el choque de lascopas llenas de embriagadoras burbujas.

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La orquesta, ubicada entre las escalerasque dan acceso al salón, comienza atocar nostálgicas canciones alemanasque le oscurecen el ánimo a todos. Nonos permiten olvidar.

La orquesta se detiene y hay un brevesilencio. Entran dos trompetistas que secolocan al centro, y comienzan a tocaresa melodía que, al menos para mí, ya esnuestra. Leo me mira: él también la

reconoce. Es la última celebración delSaint Louis, la bienvenida americana.Con las primeras notas de «MoonlightSerenade» veo entrar a papá, con su fraccortado a la medida, que le abre paso ala Divina, que lleva un vestido de encaje

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negro que se abre a media pierna ytermina en una cola. Ambos llevanantifaces de terciopelo negro. El demamá está decorado con plumas ybrillantes.

Bajan lentamente, al compás de losacordes de una orquesta que se esfuerzaen sonar a lo Glenn

Miller. Todos se detienen a admirar laentrada triunfal de los Rosenthal: siellos han venido al baile, no debe haberproblemas. Desembarcaremos sincontratiempos en el anhelado puerto deLa Habana.

Ese era el mensaje que el Capitánnecesitaba que los Rosenthal

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transmitieran a los desalentadosviajeros. Pero a ese punto, ni la alegremúsica de la banda, ni el colorido de losdisfraces, ni la distinción de mis padreshubieran podido conjurar el espíritusombrío de la fiesta.

Detrás de su antifaz, papá parece elprotagonista de un melodrama barato.Ella, con el rostro congelado, trata envano de sonreír. Parece decirle a papá:«Me has obligado a venir y aquí estoy;no pretendas que también sea feliz.»

Las parejas vuelven a unirse al compásde «Moonlight Serenade». Papá conducea mamá al centro

del salón. Ella deja caer la cabeza sobre

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el hombro de él, que da pasos cortos,como quien intenta bailar un vals fuerade compás: no conoce esa música nueva.

Mientras giran al ritmo de la banda,papá saluda a los hombres con unabreve inclinación de cabeza. Ella losignora y elude cualquier contacto visual.

Doce días, solo doce días ha duradonuestra felicidad.

Ahora tengo que irme. Ha llegado elmomento de inspeccionar el camarote.

26 DE MAYO DE 1939

AL LLEGAR, MANTÉNGASE LEJOSDEL EMBARCADERO. QUÉDENSE

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EN EL PUERTO, PERO NO

ACERQUE EL BARCO AL LITORAL.

Cable de la oficina e n Cuba de lHamburg -Ame rika Linie

Sábado, 27 de mayo

Hoy es el día. Desembarcaremos en elpuerto, muchos se unirán con susfamilias, otros irán a sus

casas o se hospedarán en algún hotel. Seasentarán en la isla, aprenderán español,crearán negocios, tendrán hijos. Muchosvivirán allí solo unos meses, a la esperade llegar a Ellis Island, la puerta deentrada a Nueva York, el destino final.

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Nos reproduciremos en La Habana, quese llenará poco a poco de impuros. Yaunque hayamos creado nuestros hogaresy nuestros trabajos, siempre estaremosalerta, porque los Ogros tienen largostentáculos y quién sabe si un día lleguentambién al Caribe.

La fortuna de las 936 almas a bordo delSaint Louis está en las manos de unhombre. Quién sabe si, en dependenciade cómo se despierte, dirá sí o no. Asíde sencillo. Tal vez el presidente deCuba se haya levantado de mal humor yno quiera saber de nosotros, nos prohíbaacercarnos al puerto y nos expulse desus aguas como a ratas hediondas. Nosdevolverán al país de los Ogros,

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seremos enviados a prisión y le daremosla bienvenida a nuestra muerteprematura, que no podremos eludir.

Ya estoy despierta cuando, a las cuatrode la madrugada, la sirena del barcoavisa que estamos entrando al puerto.Llevo dos días buscando las cápsulas.Duermo apenas un par de horas cadanoche.

He puesto patas arriba el cuarto demamá y he tenido que volver a ordenarlocon extremo cuidado:

nada. Leo ha llegado a pensar que papálas lleva escondidas en las suelas de loszapatos.

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Walter y Kurt están convencidos de que,al final, nos permitirán desembarcar,pero Leo tiene dudas. Yo no sé quéesperar.

Todos han sacado sus equipajes alpasillo; es imposible caminar sin dar untropezón. Ante cada

puerta hay una fila de maletas de variostamaños. Frente a nuestra puerta no haynada, y eso me preocupa. Las bocinasdejan escuchar la llamada al desayuno.La rutina parece indicar que losproblemas se han solucionado. Almenos, eso es lo que se percibe en elbarco, aunque en nuestro camarotecontinúa la incertidumbre. Mis padres

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no están preparados para salir de sucuarto. Parecen estar seguros de que novamos a bajar.

El desayuno transcurre con rapidez. Hayuna gran excitación en el ambiente y losniños corren de

arriba abajo. Los pasajeros se hanpuesto sus mejores galas. Yo no. Estoycómoda con mi blusa y mi pantalón: ¡elcalor y la humedad son insoportables!

—Prepárate para los meses de verano.No los vas a resistir —así me animaLeo, es su estilo.

Sabe que puedo leer entre líneas: si elcalor será insoportable en el futuro, eso

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quiere decir que bajaremos. Se sienta ami lado. Walter y Kurt se unen también.No hay espacio en las mesas.

—Todo está solucionado —afirma Kurt—. Mi papá dice que los periódicos delmundo entero están al tanto de lo quenos pasa.

Eso a mí no me confirma nada. Losperiódicos no ganan batallas.

Un médico cubano ha subido a bordo.Van a revisarnos. Dicen que debemospermanecer en el comedor. Quién sabelo que buscan. Pensarán que venimos deÁfrica. Dejo a mis amigos en medio

del desayuno y corro a avisarle a mamá.

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Avanzo lo más rápido que puedo,esquivando maletas, y abro la puerta denuestro camarote sin

llamar. Ambos estaban vestidos, listospara el chequeo médico. Mamá,arrinconada, busca protección en lasombra. La palidez de su rostro measusta. Papá se acerca a mí.

—Acompaña a tu madre. El Capitán meespera.

No me lo pide con su dulzura decostumbre. Es una orden. Ya no soy suniña.

Abrazo a mamá, que responde con ungesto de rechazo. Enseguida se disculpa,

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sonríe y comienza

a acomodarme los mechones detrás delas orejas. No me mira. Nos quedamos,juntas, a la espera de

las órdenes de papá.

El barco está anclado en medio delpuerto, pero no deja de moverse. Sicierro los ojos, el camarote gira sincesar, el mundo entero da vueltas.

—Voy a acostarme un rato —me empujacon delicadeza y se va a la cama.

Acaba de levantarse y ya está de nuevoentre sus almohadas.

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Regreso al comedor, donde Leo mellama. Tiene en las manos algo amarilloque chorrea un líquido pegajoso. Es unafruta.

—Tienes que probar esto.

Han traído piñas cubanas. Comienzo asaborear un pequeño trozo y me parecedelicioso, aunque

me deja la boca ardiendo.

—Primero mastiquen para extraer eljugo y luego escupan. —El expertoWalter nos da

instrucciones; a nosotros, los ignorantes.

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Estamos en el trópico: el paladardescubre la sorpresa de las frutascubanas.

—Un barco que salió hoy de Hamburgocon destino a La Habana fue desviado alrecibir noticias

de que el gobierno cubano no los dejaríaentrar —asegura Leo, que se las ingeniapara estar al día de lo que pasa.

No sé cómo podría afectarnos algo así.Tal vez desviaron el barco porque, connosotros aquí, no

pueden procesar a tantos pasajeros. Porfortuna, todos en el Saint Louis tenemospermisos de desembarque firmados y

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aprobados por Cuba, y muchos tenemosincluso visas para Canadá y los EstadosUnidos. Estamos en la lista de espera ysolo nos quedaremos un tiempo, entránsito. Eso calmará a las autoridades.Todo va a estar bien.

Es mi esperanza: no tengo por qué creerotra cosa. Todo va a estar bien. Todo vaa estar bien.

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Todo va a estar bien.

Salimos a cubierta, donde la brisa traelos olores de Cuba: una mezcla dulzonade salitre y gasolina.

—¡Mira los cocoteros, Hannah! —Leoes ahora un niño maravillado, hechizadopor el

descubrimiento de un sitio nuevo.

Los señoriales edificios habaneroscomienzan a divisarse a la salida delsol. Vemos en tierra a un primer grupode tres hombres, al que se unen otroscuatro. Hay cerca de diez personas quecorren hacia la orilla del puerto.¡Estamos aquí! ¡Ya no pueden hacernos

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regresar! Mis amigos y yo comenzamosa saltar, a gritar. Leo baila una cómicadanza.

Los familiares de muchos de lospasajeros del Saint Louis han recibidola noticia de la llegada y, en pocashoras, el puerto es un hervidero degente.

Pequeñas embarcaciones repletas defamiliares desesperados comienzan aaproximarse, aunque los obligan amantener una distancia prudencial delbarco maldito. La guardia costera nosrodea como a criminales.

Por los altavoces piden que tengamoslista nuestra documentación. Van a

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comprobar la validez de

nuestros permisos de desembarque encombinación con otras visas.

Walter llega corriendo. Apenas recobrael aliento, explota:

—¡Están exigiendo un bono de garantíade quinientos pesos cubanos! —se lo haescuchado decir

a sus padres.

—¿Cuánto sería eso? —pregunto.

—Serían unos quinientos dólaresamericanos. Una cifra imposible. —Lascuentas de Leo son siempre claras.

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El poco dinero en efectivo que nosquedaba lo habíamos gastado en objetosvaliosos que pudiéramos revender enCuba.

—Este circo es un horror —se queja unaseñora de pamela blanca junto anosotros—. Un horror

—insiste, como para que alguien laescuche y reaccione.

Tiene que haber una solución. ElCapitán no va a permitir que nosregresen porque él está de nuestra parte.No es un Ogro.

Miro la larga avenida habanera y, pormucho que lo intento, no consigo

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imaginarme allí con Leo

y mi familia.

Espérase que hoy quede resuelto elproblema

de los hebreos llegados de puertoseuropeos.

Diario de la Marina, periódicohabanero.

28 de mayo de 1939

Martes, 30 de mayo

Hay momentos en los que es mejoraceptar que todo terminó, que no hay

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nada más que hacer.

Renuncia y abandona tus esperanzas:ríndete. Así me siento hoy.

No creo en milagros. Esto nos hasucedido porque nos hemos empecinadoen cambiar un destino

que ya estaba escrito. No tenemosderecho a nada. No podemos reinventarla historia. Estamos condenados alengaño desde que vinimos al mundo.

Si Leo se queda en el barco, yo tambiénme quedo. Si papá se queda, mamátambién se quedará.

Hasta ahora han dejado bajar a dos

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cubanos y cuatro españoles. Nunca losvimos, no hablaron con

nadie. No se mezclaron.

Es posible que por la tarde continúe elproceso de documentación y dejendesembarcar a otros. Si

continuamos a este ritmo y soloautorizan a salir en grupos de a seis,estaremos aquí más de tres meses. Yeste vaivén acabará conmigo. Sivomitara, podría deshacerme de estaamargura y me sentiría mejor. Por untiempo, al menos.

Desde la escotilla de mi camarote LaHabana aparece borrosa, pequeña,

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inalcanzable, como una

vieja postal abandonada por un turistade paso, pero mantengo el cristalcerrado porque no quiero escuchar losgritos de los familiares que rodean elSaint Louis en desvencijados botes demadera que una ola podría hacernaufragar. Apellidos y nombres viajandesde la cubierta del barco más grandeatracado frente a La Habana hasta esosfrágiles barquitos, entre dos aguas. Losgritos se mezclan: Koeppel, Karliner,Moser, Edelstein, Ball, Richter,Velmann, Muenz, Leyser, Jordan,Wachtel, Goldbaum, Siegel. Todos sebuscan. Nadie se encuentra. No quieroescuchar un nombre más, pero regresan

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una y otra vez. Ni Leo ni yo tenemos anadie gritando nuestros apellidos.Estamos solos.

Nadie viene a salvarnos.

Puedo ver también la avenida quebordea el puerto, con autos que larecorren como si no pasara

nada: para ellos no es más que otrobarco lleno de gente extraña, que quiénsabe por qué insiste en asentarse en unaisla donde escasea el trabajo y el solaniquila la voluntad.

Tocan a la puerta. Como siempre, meestremezco: quizás vengan a buscar apapá. Los Ogros están

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en todas partes, hasta en esta isla que noacaba de figurar en mi mente como partedel futuro.

El señor y la señora Moser han venido avernos. Están en el salón. Los saludo yla señora Moser,

bañada en sudor, me abraza. Veo queestán a punto de echarse a llorar. Elseñor Moser tiene el rostro demacrado,debe llevar varios días sin dormir.

—Prefiere morirse —explica exaltadala señora Moser—, quiere lanzarse almar. ¿Y nosotros?

¿Qué pasaría con mis tres hijos? Sincasa, sin dinero, sin país.

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Mis padres la escuchan con calma.Mamá se levanta y guía al señor Moser,que toma asiento, se

inclina sobre sí mismo y, avergonzado,esconde su rostro entre las manos.Mamá siente una profunda piedad poreste hombre, pero no por lo que sufre,sino porque ve que él y su esposa creenque los poderosos Rosenthal puedenayudarlos a salir de su tormento.

La señora Moser continúa:

—No puedo dejarlo solo. Quierecortarse las venas, lanzarse al mar,ahorcarse en el camarote...

Al parecer, lo ha sorprendido en medio

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de cada una de esas tentativas dedespedida prematura. Lo

tiene escrito en la frente: puede ser hoyo mañana, pero será.

Pienso que, en realidad, el señor Moserno quiere suicidarse, sino jugar con susuerte. Quien desea matarse, se mata. Esfácil, si de veras te lo propones. Telanzas al vacío. O te das una cuchilladaen la muñeca mientras los demásduermen.

—Aunque tenemos las manos atadas —comienza a decir papá, intentandocalmar a los

angustiados señores Moser—, podemos

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encontrar una solución.

En un segundo es de nuevo el profesor,el que convence, el que tiene la verdaden sus manos. El

señor Moser levanta la cabeza, se secalas lágrimas y le dedica su másesperanzada atención al hombre quetodos consideran como el más poderosodel Saint Louis. Solo él puede cambiarel destino de los más de novecientospasajeros. Él, y el Capitán.

—Debemos escribirle al presidente deCuba, al de Estados Unidos, al deCanadá, a nombre de las

mujeres y niños que están en el barco —

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continúa papá.

El señor y la señora Moser sonríen concierto temor y, poco a poco, se iluminan:están frente a la salvación y, por primeravez en muchos días, sienten que puedehaber una razón para seguir adelante.

Han enloquecido. Ya no queda nadieaquí en su sano juicio. Qué poder puedetener una carta. A los presidentes lesimporta un demonio a dónde iremos aparar. Nadie quiere cargar con nuestrosproblemas. Nadie quiere tener aAlemania de enemigo. Qué sentidopuede tener traer impureza a sus países,paraísos de armonía y bienestar.

El primer gran error fue zarpar de

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Hamburgo. Durante estos días no hemosvivido más que de patéticas ilusiones.No creo en las fantasías. No creo en unmundo irreal. Por eso he detestadosiempre mis macabras muñecas,impávidas y con la vista clavada en mí,preguntándome por qué las

ignoro si son espléndidas, perfectas,rubias y altamente cotizadas.

Los ahorros de una vida se diluyeron enlos permisos de desembarque en Cuba ylos pasajes para

su familia en el Saint Louis, pero elseñor Moser ha recuperado la fe solo deoír hablar a papá. Y se lanza a describirsu trauma como si fuera exclusivo, como

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si fuesen ellos los únicos desterradosdel barco.

—Lo perdimos todo. Mi hermano nosespera en La Habana con una casa yacomprada. Si nos devuelven, notendríamos a dónde ir. ¿Qué va a pasarcon mis tres hijos? Si le escribimos alpresidente de Cuba, estoy seguro de quesu corazón se ablandará.

Su esposa, al escucharlo tanesperanzado, creerá que el peligro haquedado atrás. Que el padre de sus hijosdesistirá de quitarse una vida que fuepreciada. La familia regresará a sucamarote, ella les preparará las camas.Hoy podrá dormir tranquila; ha

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comenzado incluso a respirar con másserenidad. Pero el destino de esa familiaya estaba escrito: desde el momento enque vi salir de nuestro camarote al señorMoser cabizbajo y feliz, supe lo quesucedería.

Me voy a la cama, cierro los ojos y micabeza comienza a dar vueltas, sindetenerse, sin dejarme

dormir en paz.

La señora Moser acostará primero a sushijos, les cantará una canción de cuna,los arropará, les

dará un beso de buenas noches,respirará enternecida el sutil aliento de

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los inocentes y se retirará a descansarjunto al hombre en el que siempre haconfiado, con quien había decididocrear una familia.

El hombre por quien se marchó de supueblo y abandonó a padres y hermanospara asumir un

apellido desconocido. Se quedarádormida junto a él, como en tiempos deprosperidad.

Cuando su familia duerma, el señorMoser se levantará de la cama conextremo cuidado. Irá al baño, buscará lanavaja plateada en cuyo mango de pielbrilla la insignia del Saint Louis, y deun tajo firme se cortará las arterias.

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Primero sentirá una sensación de ahogo,pero el pánico borrará el dolor.

Caerá al suelo y su cuerpo, presa deconvulsiones, se desangrará con lentitud,a una velocidad que le permitirá ver porúltima vez, desde el piso frío del baño,cómo duermen confiados los seres quemás ha amado en su vida.

Sus movimientos espasmódicos haránque la sangre, aún caliente, salga aborbotones. Aunque permanezca alerta,su vista comenzará a nublarse y loslatidos de su corazón se harán másdistantes.

Al final, quedará inmóvil. La sangre,aún tibia, comenzará a secarse. El rojo

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se tornará negro. El líquido sesolidificará.

Al amanecer, la señora Moser selevantará. Se dará cuenta de que sumarido no está a su lado.

Tocará las sábanas frías, sin vestigiosdel calor del cuerpo amado. Verá lapuerta del baño entreabierta. Caminarádespacio, con horror de lo que puedaencontrar. Tiene una corazonada. Surespiración se acelera. Querrá gritar,pero no podrá. Al detenerse en la puertaya podrá ver la imagen, algo confusa, deuna escena en la que ha evitado pensardurante los últimos días, semanas, quiénsabe si meses. Cierra los ojos, respira

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profundo y comienza a llorar ensilencio.

Sobre el piso del baño, el cuerpo de sumarido está en posición fetal. Su rostroes ahora tan blanco como las escasaslosas que pueden distinguirse entre elrojo y el negro de la sangre, lacombinación de los tres coloresabominables que han sido su desgracia.Se arrodilla y lo abraza.

Sabe que él no siente nada, que ya noestá. Un grito brota rajado de sugarganta, y ahora el llanto esdesgarrador. La primera en llegar es suhija menor, de cuatro años, apretando unosito blanco de peluche. Luego, el niño

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de seis. La primogénita, de diez, trata dellevarse a sus hermanos, evitarles eltrauma que marcará sus vidas. Observacon desprecio a sus padres, que los hanpuesto en una situación semejante. Aquién se le ocurre. Sus hermanos noreaccionan. La niña tiene la mirada fijaen su madre. Se niega a mirar el rostrodel hombre que se rindió, que los dejó ala deriva. Los tres tienen los ojos bienabiertos. Graban la escenaminuciosamente.

Al despertar, alguien viene a darle lanoticia a papá. Nadie reacciona.Demasiadas

preocupaciones: cada uno carga con su

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angustia.

Yo permanezco en la cama. No puedodejar de pensar en la señora Moserfrente al cadáver de su

esposo. Espera que sus hijos no olvidenese día. No podrán olvidar. Debenrecordar a los culpables.

Alguien tendrá que pagar.

Unos 900 pasaje ros, 400 muje re s yniños, le pide n que use su influe ncia ynos ayude a salir de e sta te rriblesituación. El humanitarismo y e l sentimie nto de sus muje re s nos da la espe ranza de que uste d no re chazará

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nue stro pe dido.

Comité de pasaje ros de l Saint Louisa la prime ra dama Le onor Monte sde Lare do Brú, e sposa de l pre sidente de Cuba Fe de rico Lare do Brú

30 de mayo de 1939

Miércoles, 31 de mayo

—Hoy vamos a quemar el barco —medice Leo al oído apenas salgo de micamarote, y corre hacia la cubierta.

En menos de diez minutos hemos subidoy bajado escaleras, ido al cuarto demáquinas, corrido

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de la primera clase a la última. No séqué buscamos.

—Si no nos dejan bajar, lo quemaremos.

No será necesario, Leo. Ya el calorhace arder las barandas y el suelo dela cubierta. Es imposible permanecerafuera. El sol es otro enemigo.

Hasta ahora, Cuba ha aceptado aveintiocho pasajeros con permisos dedesembarque emitidos por

el Departamento de Estado, rechazandolos de la Dirección General deInmigración, firmados por el tal Benítez.Un tránsfuga que, junto a su mentor yaliado militar, se ha quedado con

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nuestro dinero.

Las «Benítez» ya habían perdido suvalidez mientras cruzábamos elAtlántico. O tal vez mucho antes, quiénsabe.

Ahora, ese jefe militar, el verdaderodueño del poder en la isla, convalece enuna cama de su fastuosa residencia,rodeado de su familia y su escolta, y nose atreve a dar la cara.

—Su médico de cabecera le impidecontestar el teléfono —me cuenta Leo—.No quiere que lo molesten con minucias—¡la vida de más de novecientospasajeros!—. Debe cuidarse porque seha resfriado.

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Cuando mamá compró la Benítez parapapá, adquirió dos más para nosotras,porque pensó que

las que había conseguido antes seríanlas que podrían perder validez. Perotenemos, además, las visas americanas,a la espera de nuestro turno de entrada.No sé qué más esperan de nosotros.

—Hay posibilidades de que mañana seresuelva todo —Leo pronuncia mañanaen su sonoro y ridículo acento español—. Mañana —la única palabra que,además de gracias, puede decir en elidioma de la isla— será el último día delas negociaciones.

» Mañana —repite, como si esas tres

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sílabas tuvieran otro significado,pudieran transmitir una esperanza.

En el pasaporte de papá ya hanestampado la R —de «retorno», de«rechazo», de «repudio»—.

También lo han hecho en los pasaportesde Leo, el señor Martin, Walter, Kurt, sufamilia, Inés. Nadie se salva. No somosmás que una horda de indeseables, listospara ser lanzados al mar, o enviados devuelta al infierno de los Ogros.

A nadie le importa que hayamoscomprado documentos con los ahorrosde nuestras vidas. Ahora

un presidente desalmado se atreve a

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firmar un decreto para invalidarlos.

Leo piensa que, si quemamos el barco,lograremos ser tomados en cuenta. Peroaquí nadie tiene

compasión. El comité que papá presideperdió sus poderes de convencimiento onegociación, si es que alguna vez lostuvo. El Capitán no sabe cómo darle lacara a los pasajeros, que han depositadosu confianza en él. Desde el primer día,el hombre más poderoso del barco nosha hecho creer que

desembarcaríamos, que no habríadificultades al llegar al maldito puertode La Habana.

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Dos semanas perdidas. Nosotros, lostontos esperanzados, creímos a losOgros cuando nos autorizaron a salir acambio de nuestros negocios, denuestras casas, de nuestras fortunas.Cómo pudimos confiar tanestúpidamente. Todo estaba ya planeado,desde antes de que mamá comprara los

documentos de desembarque para Cubaescritos en español. Lo sabían desde quezarpamos de Hamburgo; la banda quenos despidió fue otra farsa. Ahora estámuy claro por qué nos obligaron a

comprar boletos de ida y vuelta: eranecesario cubrir los gastos del regreso.

En Cuba nos desprecian, el mundo nos

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ignora. Todos bajan la mirada conturbación, como queriendo salir de estasituación embarazosa. Quieren lavarselas manos para evitar cargar con laculpa.

Los tres jóvenes que brindaban en elprimer banquete, conspiran ahora conLeo —¡un niño de doce años!—, paraincendiar un descomunal trasatlántico.Basta de tonterías, por favor. Seríamejor que dejaran las aventuras paracuando pisen tierra firme, si es que alfinal lo conseguimos.

Hay quienes no dudan en tomar el barcopor asalto, desviarlo, destituir alCapitán del mando. Un

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secuestro en alta mar. O, más bien, enuna bahía venida a menos.

—¿Qué hace ella aquí? —le pregunta aLeo el joven con porte de galán de cine.

—Ella es de confianza, nos puedeayudar —¿ayudarlos a qué, Leo? Si medetengo un segundo más a pensar en loque intentan, es muy posible que salgacorriendo y los deje con la organizaciónde su descabellado ataque.

Pero tampoco este muchacho sin futuroestá para melindres. En sudesesperación —no quiere regresar, esdemasiado joven y guapo para enfrentaruna muerte prematura—, es capaz delanzar al

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mar a quien se le oponga con tal desobrevivir. Solo a un grupo de tontos seles puede ocurrir incendiar unmastodonte de hierro de 16.000toneladas, me siento tentada a decirles,pero decido dejarlos con suconspiración y subir a la cubierta. Debotomar fotos.

Que lo quemen, si pueden. Que lodestruyan. Que hundan el barco másgrande que hay en la bahía.

Y, con él, a nosotros. Es lo mejor quepodría sucedernos.

Me voy al otro extremo de la cubierta,donde no hay nadie implorandodesembarcar; ni gente que,

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desde ínfimos barcos, observe nuestradesesperación; desde donde no puedaverse el litoral de una ciudad que pagarábien cara su indiferencia —no hoy, nimañana, pero pagará.

Me apoyo en la baranda y cierro losojos, porque tampoco quiero ver el mar,ni ese faro a oscuras que llaman elMorro, cuando siento a alguien a misespaldas. No tengo que voltearme.

Reconozco su olor a salón de máquinas,a galleta de vainilla, a leche tibia. Secoloca a mi lado y toma mi mano; laaprieta con todas sus fuerzas, y yosonrío.

Abro los ojos, porque sé que aún podré

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contemplar las largas pestañas de miúnico amigo.

Mírame, Leo, nos queda poco tiempo,quiero decirle, pero permanezcocallada. Si alguien lo sabe, es él. Leo losabe todo. Siempre.

De este lado no se escuchan los gritos.El silencio es nuestro. Un barco seacerca, lleno de pasajeros. Son puros,supongo, porque el barco entra alpuerto, se dirige a su desembarcadero yhace sonar la sirena como es debido.

Y nosotros aquí, sin decirnos unapalabra, tomados de la mano, lo vemospasar y volvemos nuestra vista, una vezmás, al infinito.

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Arriba, Leo. Vamos a lanzarnos al mary dejarnos llevar por la corriente.Alguien nos rescatará lejos de estepuerto, y si nos pregunta nuestrosnombres, inventaremos uno que noprovoque asco, ni

rechazo, ni odio.

Hubiera sido mejor quedarnos enBerlín. Tú y yo, sin nuestros padres.Estaríamos recorriendo calles llenasde cristales rotos, burlándonos de losOgros, escuchando la radio en unpasillo oscuro.

Allí, a nuestra manera, fuimos libres yfelices.

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Mis pensamientos van más rápido quemis palabras y no logro articularlos.

Mírame, Leo, no me ignores. No medejes sola aquí. Juguemos. Vayamos apatinar de cubierta en cubierta. ¿Porqué me aprietas tanto la mano? ¿Quépiensas hacer? Te aseguro que yo harélo que tú digas. Decide tú. Eres elmayor.

Adelante: llegó la hora.

Junio de 1939

Su excelencia, Federico Laredo Brú

Presidente de la República de Cuba

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Mi querido presidente:

De acuerdo a la conferencia otorgadapor usted, tengo el honor depresentarle a su excelencia la

siguiente propuesta del ComitéNacional de Coordinación de Ayuda alos refugiados e inmigrantes que

vienen de Alemania, para la entradaen Cuba de los refugiados que están abordo del SS Saint Louis:

Un bono de la Maryland CasualtyCompany, autorizada a hacer negociosen Cuba, será depositado

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inmediatamente, con su aprobación anombre de la República de Cuba, porun valor de $50,000.

Lawrence Berenson, Consejerohonorario del National CoordinatingCommittee for Aid to Refugees and

Emigrants Coming from Germany

Jueves, 1 de junio

Mañana es el último día. Mañana —lapalabra más popular entre los pasajeros,la que Leo no cesa de repetir con sufuerte acento—, se decidirá nuestrasuerte.

Mis padres esperarán a que me duerma.

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Sacarán de su escondite el envase debronce donde guardan el polvo salvador.Él me sujetará, ella me abrirá la boca yyo, sin oponer la menor resistencia,morderé la ampolleta de cristal paraliberar el cianuro de potasio que meprovocará una muerte cerebralinmediata. No habrá dolor. Gracias,mamá y papá, por no hacerme sufrir, porpensar en mí, por poner fin a mi agonía.Me despediré feliz, con una sonrisa. Yaera hora.

Me acuesto junto a papá en la cama yobservamos a mamá mientras se preparapara la última cena

a bordo. Va hasta la cómoda y toma su

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joyero, una antigua caja de música.

De pequeña, me hipnotizaba abrir esecofre negro con incrustaciones de nácary madreperla, y ver aparecer labailarina mecánica que bailaba alcompás de Für Elise, de Beethoven.Mamá me dejaba jugar con ella y podíapasar horas dándole cuerda a la cajitade música. Hasta la cama llega elperfume que asocio a sus joyas, elaroma delicado de las flores de lavanda,conservadas en una bolsita de sedadentro del cofre. En el compartimentoque esconde el mecanismo de cuerda dela bailarina, mamá abre un cajoncitoimperceptible del que saca su anillo debodas, la joya más valiosa que ha traído

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de Berlín.

Y en ese momento, como un relámpago,lo descubro. Poco ha faltado para quesaltara, pero me

contengo: ¡tantos días intentandoencontrar el envase de bronce y apareceasí, en mis narices! ¡Ese tenía que ser elescondite! Si las cápsulas son máscotizadas que el oro, qué mejor sitiopara conservarlas que junto al grandiamante. La Fortuna protegida por lafortuna.

Se escucha otra vez la bocina del barco.Creo que nada me enerva más que eseestruendo. Sí, el

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golpe de desconocidos en la puerta. Eshora de volver al salón, donde serviránnuestra última cena en La Habana. Mispadres van de blanco, parecencongelados en el tiempo.

—Bajo pronto, aún no estoy lista —lesdigo, y me miran extrañados, perodeciden en silencio respetar mi rutina,que cada día se torna más absurda.

Sentada frente a la cómoda, tomo en mismanos el cofre. Podría lanzarlo al mar yhacerlo desaparecer con joyas y todo.Acciono la cuerda y observo girar a lafrágil bailarina. Una vuelta, otra. Y otramás. No me atrevo a abrir elcompartimento secreto. Si no están ahí,

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me rindo.

Apenas puedo controlar el temblor demis dedos cuando logro abrir elcajoncito escondido y percibo el brillodel envase de bronce. Es tan pequeño,que casi me hace reír. Entoncescomienzo a sentir palpitaciones. Tanfuertes, que temo que alguien, inclusofuera del camarote, pueda escucharlas.

Tomo con mucho cuidado el recipientedel polvo letal y, al intentar de-

senroscar la tapa, tiemblo como unahoja.

Cálmate, Hannah. No pasa nada.

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En una ocasión como esta, Leo deberíaestar a mi lado.

Al destaparlo, contengo la respiración.Veo que, efectivamente, contiene lacápsula cristalina y en un segundovuelvo a cerrarlo. Temo que, al abrirlo,minúsculas partículas de cianuro seescapen, contaminen el ambiente yquedemos todos paralizados. El tintineointerior me hace notar que hay más deuna. ¡Claro: tienen que ser tres!

No entiendo cómo algo tan pequeñopuede sentirse tan poderoso. Inhalas, ote cae una molécula

en la piel y te vas al otro mundo.Debería llevarme una a la boca,

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acostarme, cerrar los ojos, pensar enLeo y en lo que hubiera sido nuestravida en la isla, y romper de un mordiscola fina capa de cristal que separa la vidade la muerte. Pondría fin a esta odisea.Les facilitaría el camino a mis padres.No tendrían que arrastrar la culpa dehaberme matado.

Pero no puedo hacerle algo así a Leo. Esuna decisión de los dos, y sería unatraición que no me

perdonaría nunca. ¡Tomemos la cápsulajuntos, Leo!

Y corro a buscarlo.

Tropiezo en mi carrera con los

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pasajeros de primera clase que bajan ala cena de despedida. Al

entrar al salón, me aturde el ruido de loscubiertos contra la vajilla, el murmullode los comensales, el olor a carneasada. Distingo a Leo asomado a una delas puertas laterales, flanqueado por suescolta habitual, Walter y Kurt.

Al verme, hace una discreta señal paraindicarme que no debo moverme: élvendría hasta mí. Se

acerca a grandes zancadas, baja la vistahacia mi mano derecha y de inmediatocomprende que ya tengo el tesoro. Nosonríe. De hecho, creo que está, porprimera vez, muy asustado. Es un

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disparate lanzar al mar algo tan valioso.

Tengo una idea mejor, Leo. Usémoslas.Ahora son nuestras.

Me toma la mano, la abro y dejo caer enla suya el pequeño tubo de bronce conlas tres cápsulas

de cianuro de potasio. Leo se asegura deque nadie esté mirando, que nadie losiga, y abandona el salón sin hablarme,como un auténtico conspirador.

Veo a mis padres conversar con uno delos camareros. La señora Moser, sin sushijos, se sienta

sola a una mesa, y mamá la invita a la

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suya. Ella accede, con timidez.

La última cena es un festín que comienzacon caviar negro sobre tostadas augratin, apio en aceite de oliva,espárragos en salsa holandesa,espinacas bañadas en crema de vino yminestrone. Continúa con cortes desolomillo y papas fritas de Saratoga,macarrones a la parmesana, patataslionesas, duraznos de California y quesobrie con frambuesas. Apenas pruebo losmacarrones y los duraznos: solo quierover llegar a su fin el absurdo protocolode la cena de despedida. Siento como simañana nos fueran a decapitar.

Comienza el baile: chicos y chicas se

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acercan a la plataforma de los músicos.La orquesta abre con el vals «Flor deLoto», de Ohlse, continúa con el «Tornaa Surriento», luego un popurrí deSchreiner y alguna pieza de Lehár. Hanapagado las luces de las grandeslámparas y ahora la iluminación esmucho más suave: una luz ámbar caesobre los bailadores, que parecen flotarsobre

una capa de fría neblina.

De pronto, la orquesta hace una pausa.

Las parejas esperan la próxima pieza sinregresar a sus asientos y la algarabíacrece entre las mesas. Los camareroshacen malabares para atravesar el salón,

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que cada vez está más concurrido.

Una mujer alta y delgada, con un vestidoamarillo de hombros descubiertos y unaenorme flor roja detrás de la oreja, subedesganada al escenario, como obligadaa ser la protagonista del próximo acto.Se dirige a los músicos, que cierran suspartituras. Al parecer, no las van anecesitar. La mujer

toma el micrófono con ambas manos,cierra los ojos y, en un tono muy bajo,comienza a cantar.

Al escuchar el primer verso en alemánde «In einem kühlen Grunde» se hace elsilencio: In einem kühlen Grunde, dageht ein Mühlenrad. Mein Liebchen ist

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verschwunden, das dort gewohnet hat.«En un valle frío, un molino de vientogira su rueda. Mi amor me haabandonado, el que vivía allí...»

Nadie se atreve a dar un paso. Lasparejas se abrazan, y la orquestaacompaña con precisión a la

mujer que, apenas termina de entonar laúltima frase, se retira en silencio. Elambiente se ha vuelto luctuoso. Dehecho, papá y mamá, vestidos de blanco,eran una nota discordante en aquellamarea de negro, gris y marrón.

Leo regresa sofocado, se me acerca pordetrás.

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—Misión cumplida — me susurra aloído, tratando de recobrar el aliento.

Me estremezco. Las ha lanzado al mar.¡Acabamos de perder nuestra únicaoportunidad de salvarnos juntos! No sele ocurrió que esa podía ser nuestra víade escape.

Se sienta a mi lado y observa encantadola profusión de manjares con nombresexóticos. Se le iluminan los ojosmientras se sirve todo cuanto quepa enel plato de porcelana con el emblemadel barco. Ya ha olvidado las cápsulas,las posibilidades de lanzarnos al mar, dehuir.

Tiene hambre, y esa bacanal que un

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camarero describe con nombresininteligibles, para él no es

más que ensalada, carne con papas,frutas y queso. Y la devora como sifuera, en efecto, la última cena. Suprimer comentario parece sacado de unode los cables que el Capitán recibe y leentrega a papá:

—Estás a salvo.

No tengo por qué tener miedo: llevo laperla y mi mejor amigo está a mi lado.

Por decreto presidencial se dispone lainmediata salida del vapor San Luis.Deberá abandonar el puerto con losinmigrantes que se hallan a bordo. Si no

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zarpa por sus máquinas, lo remolcará uncrucero cubano varias millas mar afuera.

Diario de la Marina, periódicohabanero.

2 de junio de 1939

Viernes, 2 de junio

Me despiertan los gritos de mamá.

Acaba de amanecer y las escotillas estánabiertas. Un bullicio intermitente llegadel puerto, y con él un vaho caliente queme sofoca. Mamá recorre desesperadael pequeño espacio donde hapermanecido toda la noche despierta.Los cojines de seda y la sobrecama

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yacen revueltos en una esquina de lacama.

De la cena vino directamente alcamarote. Se negó incluso a ver LaHabana en el horizonte. Era la ciudadque nunca iba a pertenecerle.

Parece haber pasado una tormenta.Maletas abiertas, gavetasdesparramadas, ropas en el piso.

Como si nos hubieran asaltado mientrasdormíamos. Mis padres deben llevarhoras despiertos. El cansancio losvuelve lentos. Cierro los ojos. Noquiero ser incluida en esta batalla sinenemigos.

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Quiero seguir dormida, que crean que nolos escucho, que no existo para ellos, nipara nadie.

Soy invisible, nadie me encontrará.

—No pueden haber desaparecido, Max.Alguien las tiene que haber robado. Esaera mi única esperanza, Max,entiéndeme. Yo no puedo volver, Max.Ni Hannah ni yo resistiríamos —repiteel nombre de papá en cada frase, comoun conjuro que pudiera salvarla.

Las cápsulas. No encuentran lascápsulas. Terminarán descubriendo quefui yo. Que Leo las lanzó

al mar y se desintegraron en las aguas

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cálidas del Golfo. Dios mío, qué hehecho. Perdóname, mamá.

Llora, y siento que se desangra con cadalágrima. Papá, de espaldas al huracánque mamá ha provocado en nuestrocamarote, contempla abstraído el litoralde La Habana. La ciudad es una sombra,una masa de aire sin vida. El puerto, unalínea lejana e inalcanzable para todos abordo. Yo sigo con los ojos cerrados,aprieto los párpados con todas misfuerzas y quisiera hacer lo mismo conmis oídos, para no tener que escucharlos gritos de esta mujer desesperada.

Ha llegado el final, y será mucho peorpor mi culpa. Los dos tendrán ahora que

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asfixiarme con

una almohada en la cabeza. Estoy lista:no opondré resistencia. Aquí estoy, nohabrá cápsulas. La sofocación seráagónica, pero me lo merezco, porquesoy la única culpable de que notengamos la

sustancia que nos hubiera evitado eldolor. He sido muy irresponsable.

Ya no hay vuelta atrás. Confesaré micrimen. Me escupirán. Me desheredarán.Me golpearán. Me

lanzarán al mar.

Finalmente, miro de reojo y la veo

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sentada sobre la cama, más tranquila.Lista, quizás, para convertirse enasesina. Que no la culpen. Yo no laculpo, nunca lo haré.

Se viste. Se pone muy despacio susmedias de seda y sus zapatos blancoshechos a la medida. Se

cepilla la corta melena y se pinta loslabios de un rosa suave. Ahora se aplicacrema en los brazos, en el cuello, en lacara. Una coraza para protegerse delsol.

Hay tres maletas en la puerta. Una es lamía. La reconozco. Espero que hayaempacado mi cámara.

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Papá se desentiende. Tiene la miradaperdida. No hay solución. Es hora dedespedirse.

—Hannah —la voz de mamá ha dejadode ser sutil—. Nos vamos —mecomunica en español.

Finjo despertarme. Aún llevo puesto elvestido con el que me quedé dormida.Apenas me pongo

los zapatos y no me da tiempo a nadamás. No quiero ocasionarle másproblemas.

Tocan a la puerta y me asusto, comosiempre. Son los Ogros, que vienen pornosotros. Nos lanzarán a la bahía, al

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abismo.

Un tripulante uniformado nos notificaque ha llegado el momento dedesembarcar. Nos llevarán

en un bote al puerto de una ciudad quedesde la cubierta parece un lugarimaginario, completamente irreal.

Mamá sale primero, yo la sigo, y sientoa papá caminar detrás de mí. Acelera supaso, se coloca

al lado de ella y deja caer su valiosoreloj en el bolso de mamá.

En cubierta solo se escuchan gritos,llantos, familias que repiten sus

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apellidos con la esperanza de quealguien los reconozca en el litoral que sedifumina, alguien que los ponga a salvode su miseria.

El Capitán nos espera. Es una figuraminúscula al lado de papá. ¿Y Leo?¿Dónde está Leo?

Necesito verlo, que me dejendespedirme de él.

Con dificultad, nos abrimos paso entreel gentío. Los oficiales cubanos, de caragrasienta y uniformes sudados, nosmiran con desprecio. Ya estamosacostumbrados.

Hay una conmoción en cubierta. Alguien

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se abre paso.

—Todos no podemos estar aquí. Esperesu turno —grita un anciano que apenaspuede sostenerse

en pie al ver caer al piso su bastón depuño plateado.

Una mano recoge el bastón y se lodevuelve al viejo. ¡Es Leo! ¡Sabía queno me abandonarías, Leo! Saltemosjuntos, huyamos. El mar es nuestro:nademos hasta un cayo, alguno que nosquiera...

¡Tenemos tiempo para salvarnos, Leo!

Leo toma mi mano y me coloca en la

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palma algo, no sé qué, porque ahorasolo quiero mirarlo a

él. Me aterroriza la idea de olvidar sucara. Cierro con fuerza la mano, para noperder mi regalo.

Entonces aparece su padre, que tira desu brazo, separándonos sin que puedasiquiera darle las gracias. Leo seresiste, se acerca de nuevo a mí:

—¡No abrirás el cofre hasta que nosencontremos, Hannah! ¡Te buscaré, te lojuro! ¡Será hoy, mañana o en otra vida,pero voy a encontrarte! ¿Me oyes,Hannah...?

Siento que mi cuerpo está a punto de

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convulsionar, que voy a caerme. Leoestá aún delante de mí.

Los labios le tiemblan. No entiendo quéme quiere decir. Sigue junto a mí, Leo,no dejes que nos separen.

—Si nunca más nos vemos, espera acumplir ochenta y siete años paraabrirlo.

Es la edad a la que nos prometimosllegar juntos.

—No, Leo. Tú vendrás a buscarme. Noquiero llegar sola a los ochenta y sieteaños, ¿para qué?

—le digo, y veo que está a punto de

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echarse a llorar.

Me va a besar. No podemos abrazarnos,el gentío nos separa.

—Leo, no llores —le suplico con unhilo de voz.

Pero tiene los ojos anegados en unaslágrimas que sus largas pestañas apenasconsiguen detener.

Se las seca. No quiere que lo vea llorar.Yo dejo de respirar y siento que elcorazón me estalla en el pecho.

Leo desaparece con su padre entre lamultitud.

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—¡Leo! —grito sin saber si todavía meescucha. Mi voz se disuelve en elbullicio de los desesperados. Lo pierdode vista—. ¡Leo! ¿Dónde estás...?

—¡Prométemelo, Hannah! —escucho suvoz que se aleja, pero ya no puedoverlo.

No quiero que me vean llorar. Ya esimposible controlar mis lágrimas. Elsol, el salitre, el calor, son los que hacenque mis lagrimales pierdan el control.Le respondí muy tarde a Leo. No supequé decir.

—Claro que te lo prometo: no me iré deesta isla hasta que tú llegues, no abriréla caja hasta que te encuentre —

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murmuro desolada, porque sé que él yano puede escucharme.

Me acerco la mano al pecho y abro losdedos para ver qué me ha dado, yencuentro un cofre minúsculo, azul añil.Lo aprieto con tanta fuerza que me dejamarcas en la palma.

La caja no puede abrirse. Leo la selló:sé que es el anillo. Finalmente pudoconseguir lo que me

prometió. El anillo nos mantendráunidos hasta el último día, hasta losochenta y siete años.

Mamá ya no llora. Tampoco quedanrastros de su maquillaje, solo un leve

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rosa en los labios cuarteados. Losoficiales cubanos revisan nuestrosdocumentos, nuestras visas cubanas yamericanas.

Abajo, nos espera un barco, el Argus,minúsculo y destartalado, ocupado pormilitares y familiares de algunos de lospasajeros. Todos se amontonan en laproa, y parece estar por hundirse,deshecho por el vaivén de las olas y eltumulto de sus pasajeros.

Clava sus ojos en los de papá y, con unavoz que nunca antes le había escuchadoa la Divina, exclamó:

—¡Mi hijo no nacerá en esta isla! —acentuando con infinito desprecio la

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palabra isla—. Puedes estar seguro quelo pagarán, Max. A partir de hoy no soyalemana, no soy judía, no soy nada.

Fue lo último que dijo en alemán, elidioma que prometió no volver a hablarjamás.

—¡Alma! —alguien la llama.

No tiene energía para buscar de dóndeha salido esa voz desesperada.Reconoce en lo alto a la señora Mosercon sus tres hijos, que la mira comosuplicando: «Llévatelos, por favor,salva a mis hijos!» Como si fueraposible.

—¿Por qué ellos sí y nosotros no? —

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implora una mujer con un bebé enbrazos, y evito mirarla a

los ojos.

Mamá no le responde. No se despide.No besa a papá.

Yo me lanzo en brazos del hombre másfuerte del mundo y lo estrecho con todasmis fuerzas. Él

se acerca a mi oído y con su voz grave,me dice algo en voz tan baja que no locomprendo. Siento el calor de susmejillas. Abrázame fuerte, papá, nodejes que me lleven, no me abandones.Papá repite lo que me ha dicho antes,pero sigue siendo un susurro

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indescifrable.

Aunque su pecho es una enorme coraza,puedo sentir los latidos de su corazón,puedo escuchar

cómo su sangre circula a una aterradoravelocidad. Una vez más me susurra aloído. No quiero que

los segundos pasen, quiero que todo separalice, que nos ignoren, que nos dejenen el tobogán, en tierra de nadie.

Un oficial cubano me separabruscamente de él. Al tiempo que grito,alguien me arrastra por la

escalerilla que se tambalea. Me

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sostengo con fuerza de la barandamojada de salitre. Cierro los ojos paraatrapar el olor de papá, pero solopercibo el vaho de sudor y brillantinadel militar que me conduce. Mamá vadelante, con paso firme. Lo que temoahora es que, de un tirón, me haganperder

mi cofre azul añil, y lo aferro con todasmis fuerzas.

—¡Papá! ¡Papá! —comienzo a gritar,pero no me responde.

Lloro sin control, ya sin la menorintención de disimularlo. Mis propiosgemidos me ahogan.

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Papá se niega a mirarme, a verme partir.

El llanto me corta la voz, me avergüenzode mi suerte y llamo a gritos a mi padre.¡Nos están separando! ¡Nos abandonanen una isla desconocida donde nopodremos sobrevivir solas! ¡Papá...!

Los pasajeros me ven llorar y sedesesperan. Alguien me llama. Oigo minombre.

—¡Hannah! —no puedo distinguir quiénes.

Alguien se despide de mí. Quizás seamejor que nunca sepa quién fue. Solo aunos treinta nos han

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permitido desembarcar. Los elegidos,los afortunados. Una suerte que, para mí,no es más que una condena, un terriblecastigo.

En el barco se quedan los desgraciados,los que no tienen futuro. Nadie sabe quéva a pasar con

ellos. El Capitán no podrá hacer nada,regresará a alta mar con 906 pasajeros,muy despacio, para evitar tocar tierra enHamburgo. Allí estará mi padre. Allíestará Leo.

Mamá aborda el Argus sin mirar atrás,resbala con el agua que entra al barco ymancha sus zapatos blancos. Se sostienede la baranda y le da la espalda al Saint

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Louis sin mirar a papá, que intentaimponer sobre las otras su vozquebrantada.

Pero yo lo escucho. Es él. Quiero quetodos callen, que me dejen escucharlo.Me concentro; aíslo

el clamor y me concentro. Al fin loconsigo. Me pide algo. No te entiendobien, papá...

—¡Olvida tu nombre! —repite en vozalta, muy alta.

Ya no oigo los gritos desesperados de lamultitud. Ahora solo existe mi padre.

Pero no me llama «Hannah».

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—¡Olvida tu nombre! —grita con todassus fuerzas.

El Argus arranca con estrépito, cubre dehumo negro la bahía y comienza aalejarse del barco más grande quehubiera visto jamás el puerto de LaHabana. Aquí no nos esperaba unabanda con marchas triunfales. Nuestramúsica eran los gritos de quienespermanecían en un barco a la deriva, sindestino.

Los Ogros me arrebataron a papá. LosOgros cubanos. No pude despedirme deél, ni de Leo, ni

del Capitán.

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Quisiera lanzarme al mar. A esas aguasoscuras que hacen oscilar al Argus. Esmi última oportunidad. No quiero oírnada más, solo espero que se detenga elmotor.

De golpe, todos callan: llegamos alatracadero. Desde la orilla lanzan unacuerda.

Silencio. Ahora sí. Silencio total. Enmedio de la calma, escucho por últimavez la voz de papá,

que se pierde en el aire, que resuena enun espacio donde soñábamos ser felices.

—¡Hannah, olvida tu nombre!

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TERCERA PARTE

Hannah y Anna

La Habana, 1939-2014

Anna

2014

Hoy voy a descubrir quién soy. Aquíestoy papá, en la tierra donde naciste.

La oscuridad me agobia: tanto sol afueray, en cambio, al llegar al aeropuertopasamos por inmigración y aduanas casia ciegas.

A mamá le registran el equipaje y la

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oficial cubana celebra su ropa interior.

—Nunca he tenido algo así. ¿Cuántosdías va a estar? Ahí tiene paracambiarse varias veces —

alargaba las vocales sin dejar de moverlos músculos de la cara. Solo de mirarlame siento agotada.

Hoy voy a conocer a la tía Hannah, merepito para calmarme.

El hombre que nos ayuda a cerrar elequipaje

le pregunta a mamá si le sobra un frascode analgé-

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sicos.

—Aquí son difíciles de conseguir.

No sabemos si se trata de una prueba osi realmente el hombre mal rasurado yvestido de militar

quiere quedarse con el frasco deaspirinas porque padece de un dolor decabeza crónico. Ella se lo entrega, y nosindican la salida.

—Es la primera vez que me pongonerviosa al pasar aduanas —me dice envoz baja—. Me siento

como si hubiera cometido un delito.

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Avanzamos entre el tumulto que seagolpa a la salida del aeropuerto a laespera de otros pasajeros, y subimos aun auto enviado por la tía Hannah.

El olor a gasolina me ha mareado: nosrecibe al bajarnos del avión, al subir alauto, al entrar en la ciudad. Intentoponerme el cinturón, pero no funciona.Mamá me mira de reojo. Trata de seramable con el chofer, que pareceasustado.

—¿Quieren oír música? —nos pregunta.

—¡No! —contestamos al unísono.

Nos reímos y bajamos las ventanillaspara evitar el olor a tabaco impregnado

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en el forro deshecho de los asientos.

Los baches de las calles y la pésimaamortiguación del auto me hacen temerque en cualquier momento salgamosvolando por la ventanilla. Mamá no dejade sonreírle, y el chofer se lanza en unlargo discurso sobre las dificultades delpaís y la carencia de recursos parareparar las calles de La Habana.

—Las hay mejores —dice comodisculpándose, pero nosotras loignoramos.

A medida que nos alejamos delaeropuerto el aire se hace más denso.Me pregunto si toda La Habana será así.

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Un joven sin camisa en una bicicletaoxidada se detiene a nuestro lado,debajo del semáforo.

—¡Qué tal! ¿Turistas? ¿De dóndevienen?

A una mirada de nuestro conductor, elchico baja la cabeza y se aleja, sinesperar respuesta.

—¡Un vago! —comenta el chofer,mientras se dirige al Vedado, donde vivela tía Hannah desde

que llegó de Berlín. El vecindario dondenació papá—. Es uno de los mejoresbarrios de la ciudad —

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nos aclara el hombre—. Está en elcentro, se puede caminar a cualquierlugar.

Dejamos atrás la avenida del aeropuertoy atravesamos una gran plaza, con unobelisco gris al pie de la escultura deuno de los próceres de la isla, rodeadade enormes vallas propagandísticas ymodernos edificios donde, nos explicanuestro guía, está la sede del gobierno.

La plaza se abre a una amplia avenida,con un paseo arbolado en el centro ymansiones destartaladas a ambos lados.En varias esquinas, grupos de gentehacen filas delante de casonasdespintadas que parecen ser mercados.

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—¿Ya estamos en el Vedado? —rompoel silencio, en español, y el choferasiente con una sonrisa.

Desde una escuela, varios jóvenes enuniforme nos saludan. Parece quetuviéramos una señal de

turistas estampada en la frente. ¡Ya nosacostumbraremos!

Por alguna razón, presiento que estamosllegando. El chofer disminuye la marcha,se aproxima a

la acera y estaciona detrás de un autodel siglo pasado. Mamá me toma de lamano al tiempo que observa una casadespintada con plantas marchitas en el

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jardín. El portal está vacío y tiene eltecho agrietado. Una maltrecha verja dehierro la separa de la acera, levantadaen varios puntos por las raíces de unfrondoso árbol que parecía estar puestoallí a propósito, para protegerla delduro sol tropical.

Un niño sentado al pie del árbol mesaluda y le respondo con una sonrisa.Mamá se aproxima a la

casa con las maletas. El niño se meacerca.

—Qué, ¿tú eres familia de la alemana?—me pregunta sin saber si yo habloespañol—. ¿Eres alemana? ¿Vienes avivir aquí o estás de visita?

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La andanada de preguntas no me permitepensar qué contestar.

—Yo vivo en la esquina —insiste—, siquieres, te puedo enseñar La Habana.Soy un buen guía, y

no tienes que pagarme.

Me echo a reír, y él también.

Trato de entrar al jardín sin tocar lapesada verja de hierro, pero el chico seme adelanta.

—Soy Diego. Entonces, ¿alquilaron uncuarto en la casa de la alemana? Aquítodos comentan que

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ella es nazi. Que huyó a Cuba alfinalizar la guerra.

—Es la tía de mi papá —le respondo—.Lo crio desde que tenía mi edad, cuandose quedó huérfano. Sí, es alemana. Huyócon sus padres antes de que comenzarala guerra. Y no es nazi, de eso puedesestar seguro. ¿Qué más quieres saber?—le pregunto, en un tono áspero.

—¡Bueno, bueno, no te pongas brava! Laoferta de llevarte a conocer La Habanasigue en pie.

Sales aquí afuera, gritas mi nombre yaparezco en un pestañazo. Si tambiéneres nazi, no me importa.

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Su insolencia me hace reír otra vez. Ledoy la espalda y entro al portal en elmomento en que alguien abre la puerta.Me refugio detrás de mamá, tomándoleuna mano que ella me aprieta con fuerza.

Al abrirse la puerta de maderacarcomida, sentimos olor a agua devioletas.

—Bienvenidas a La Habana —seescucha una voz débil, casiimperceptible, en inglés.

Es la niña del barco.

Aún no puedo ver su rostro. Es difícildeterminar si es la voz de una joven o deuna anciana. La tía Hannah se mantiene

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en el umbral, esquivando la luz, como siquisiera evitar ser vista. No se adelanta

a saludarnos, sino que abre los brazospara recibirnos dentro.

—Gracias, Ida —le dice a media voz, yenseguida baja la mirada hacia mí,sonriendo—: ¡Qué bonita eres, Anna!

Entro y la abrazo con reserva, un pocosobrecogida. Aún, para mí, es unasombra. El pelo es blanco, con destellosamarillos, con el mismo corte de susfotos de niña, solo que ya no es rubia nitiene flequillo. Ahora lleva las puntashacia dentro, una raya al lado y lamelena detrás de las orejas.

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Comienzo a detallarla con curiosidad.Mamá me coloca una mano en elhombro, como queriendo decir:«¡Basta!»

En la penumbra de la sala, la tía parecetan joven como mamá. Tiene lamandíbula bien marcada y

el cuello largo. Es pálida, alta ydelgada. Al moverse un poco más haciala luz, aparecen las arrugas sobre unrostro que comunica placidez. Tengo lasensación de conocer desde hace años aesta mujer que aún me sostiene la mano.

Su blusa es de algodón beige conbotones de perlas; la falda gris, estrechay larga; las medias de seda y los zapatos

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negros, de tacón bajo.

La tía Hannah habla con suavidad.Entona las vocales y marca lasconsonantes al final de cada palabra conextremo cuidado.

—Anna, ven. Esta es la casa de tu padre,y también la tuya.

Percibo que su voz clara se quiebra, demanera casi imperceptible. Al mirarlade cerca puedo ver

surcos en su rostro, manchas en lasmanos atravesadas de venas. Sus ojosazules brillan contra una tez tan blancaque parece no haber sido expuesta jamásal sol del trópico.

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—Tu padre hubiera sido muy feliz a tulado —suspiró.

Enseguida nos conduce al fondo de lacasa por un pasillo de losasajedrezadas. Las ventanas cerradas estáncubiertas por gruesas cortinas grises.

En el comedor hay un fuerte olor a caférecién hecho. Nos sentamos a la mesa,cuya superficie es

un espejo cuarteado y lleno de manchas.

La tía Hannah se disculpa, va a la cocinay regresa acompañada de una anciananegra que camina

con dificultad. Sirven café para ellas y a

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mí me ofrecen una limonada. La mujerse acerca y lleva con suavidad micabeza a su vientre, que huele a canela ylimón.

Nos dice que su nombre es Catalina, yes difícil saber quién ayuda a quién,porque ambas parecen

tener la misma edad. Hannah semantiene erguida, pero Catalina, deestatura mediana, se inclina haciadelante, quizás por el peso de susenormes pechos. Y arrastra los pies alcaminar, no sé si por costumbre o porcansancio.

—¡Niña, eres igualita a tu tía! —exclama, desordenándome el pelo y con

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una confianza que nos

sorprende.

Las dos conversan acerca del viaje, y yorecorro con la vista los techosmanchados de humedad,

las vigas oxidadas, las paredesdesconchadas, los mueblesdesvencijados de una familia que parecehaber vivido espléndidamente en unaépoca muy lejana.

Mientras mamá hace el recuento denuestra vida en Nueva York, la tía nodeja de observarme. Me

pregunta si estoy aburrida, si tal vez no

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sería buena idea dejarme salir a la calle,para que el niño que habla rápido melleve a conocer la ciudad.

—Puedes salir a jugar un rato, si quieres—reitera.

No creo que haya nada con qué jugarpor aquí, pienso en silencio.

—Mejor quédate y descansa —sugieremamá. Y saca de su bolso el sobre conlas fotos.

Me parece que no es el momentooportuno. Acabamos de llegar. Obligarlaa viajar a una época tan lejana quizássea pedirle demasiado a la tía, pero amamá parecen habérsele agotado los

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temas de conversación. Después detodo, acabamos de conocerla.

Me gustaría recorrer el segundo piso,donde deben estar las habitaciones.Quisiera que me dejaran sola, descubrirla casa por mi cuenta, ver dónde dormíapapá, dónde estaban sus juguetes y suslibros.

Mamá despliega las fotografías deBerlín sobre el espejo roto de la mesadel comedor. Hannah

sonríe, aunque creo que preferiría seguirestudiándome en lugar de regresar alpasado.

—Esos fueron los días más felices de mi

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vida —afirmó.

El azul de sus ojos se hace más profundoal recordar. Siento que cobra vida,aunque es evidente

que no le interesa mucho, al menos porahora, hablar de aquella travesíafrustrada. Me sorprende oírle decir quefueron días felices.

—Tenía tu edad, y corría con libertadpor la cubierta del barco, a veces hastaaltas horas de la noche —me explica, yno sé qué decir.

Hace largos silencios entre una frase yotra.

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—¡Mi madre era tan hermosa! Y papáera el hombre más distinguido yrespetado del Saint Louis.

Toma la foto de un hombre uniformado ynos la muestra.

—Ah, y el Capitán... ¡Lo adorábamos!

Mamá señala la instantánea de un niño,que aparece tanto en las imágenes deBerlín como en las

del barco:

—Este chico, ¿quién es?

—¡Oh, es Leo! —y hace una pausa—.Éramos muy niños —otro largo silencio,

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antes de volver a

mirarnos—. Me traicionó, y lo borré demi vida. Pero creo que ya es hora deperdonar —tercera pausa—. ¿Estaremosalgún día preparados para el perdón?

No sabemos qué responder.Esperábamos que contara la historia dela única persona que posaba

con gracia, aquel que era, obviamente,el protagonista de la colección de fotos.Me quedé intrigada.

Quería saber más sobre Leo: si habíallegado a Cuba más tarde, en qué habíaconsistido su traición. Si le pregunto,mamá me mata. Continúa el silencio. La

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tía toma entonces una postal del barcoen medio del océano.

—El Saint Louis era el trasatlántico máslujoso que había llegado al puerto de LaHabana en aquellos años —rememora,exhalando un suspiro—. Fue nuestraúnica esperanza, nuestra salvación,

o eso pensábamos, querida Anna, hastaque nos dimos cuenta de que nosengañaban. Uno murió durante latravesía y fue lanzado al mar. Solo unosveintiocho pudimos bajar. A los demáslos mandaron de vuelta a Europa, y enmenos de tres meses comenzó la guerra.Nadie nos quería.

Éramos indeseables. Pero yo tenía tu

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edad, Anna, y no podía entender porqué.

Mamá se incorpora, se acerca a ella y laabraza. Yo lo que deseo es dar porterminada la conversación y acabar conel suplicio al que hemos sometido a lapobre anciana: ¡acabamos de llegar! Yestá muy claro que piensa que la únicacura para su mal es el olvido. Más bienparece interesada en conocer nuestropresente, pues somos lo único que quedadel niño que se hizo hombre a su lado yque desapareció bajo los escombros dedos altos edificios, en una ciudad lejanay desconocida.

—¡Todos los días me pregunto por qué

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aún sigo viva! —susurra, y de repenteempieza a llorar.

Hannah

1939

El auto bordeó la costa y dejó atrás elpuerto. Sentimos la lejana sirena delSaint Louis, pero mi madre ni siquierareaccionó. Me volví a mirar por laventanilla trasera, y vi cómo nosalejábamos. El barco dejaba atrás labahía y nosotros nos dirigíamos alcentro de la ciudad. Entonces dejé dellorar.

Mi padre era apenas un punto en elinfinito, otra voz perdida en el enorme

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trasatlántico donde habíamos sido unafamilia por última vez.

La señora que viajaba junto al choferdecidió dirigirnos la palabra en elmomento en que dejé de

llorar.

—Soy la señora Samuels —explicó—.Nos dirigimos al Hotel Nacional.Espero que sea solo por

un par de semanas, hasta que la casa delVedado esté amueblada y lista. El señorRosenthal dejó todo organizado.

Al oír su nombre me estremecí. Queríaborrar el pasado, olvidar, dejar de

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sufrir. Estábamos en

tierra y había perdido a mi padre y aLeo.

—¿Y este sería el equivalente del HotelAdlon? —preguntó la Divina al entrar alHotel Nacional,

alzando una ceja con ironía.

Por suerte, nuestra habitación no mirabaal mar, sino a la ciudad, evitándonos verla entrada y salida de los barcos en elpuerto. De cualquier manera, la vista eralo menos importante: ella mantuvo lascortinas cerradas durante las dossemanas que permanecimos allí.

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—Hay que protegerse del sol y delpolvo —insistía.

Cuando llegaban a hacer la habitación,profería un tajante «¡No!» si la mucamaintentaba correr

las cortinas. Cada día venía unaempleada diferente, y no salíamos hastaque llegaba al cuarto, solo para que ellapudiera advertirle que no quería ni unrayo de luz allí dentro.

En esas semanas, no mencionó elnombre de papá. Se reunía a diario conla señora Samuels en

una de las terrazas del patio interior, laúnica donde estábamos a salvo de una

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orquesta que, en su opinión, nada mássabía interpretar guarachas.

—Música de islas —declaraba, condesdén.

En ocasiones le ordenaba al camareroque, por favor, bajaran el volumen de lamúsica o que, directamente, dejaran detocar.

—Por supuesto, señora Alma —y larespuesta la irritaba aún más, porque elempleado la llamaba

por su primer nombre, quizás porque noera capaz de pronunciar su apellidoalemán, mientras que

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ella, una extranjera, podía expresarse enperfecto español.

Mientras tanto, la guaracha continuaba.

Mi madre decidió usar el mismo trajeazul índigo en cada uno de losencuentros con la señora Samuels. Alsubir a la habitación lo mandaba a lavary planchar. Esa era nuestra rutinahabanera en un hotel al que juró novolver jamás.

Por las mañanas se reunía con nuestroabogado, el señor Dannón, que tramitabalos documentos de estadía en Cuba; porlas tardes con el representante del bancocanadiense al que papá había transferidogran parte del dinero, y que manejaba

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nuestra cuenta de fideicomiso; luego conel administrador del hotel, para el quesiempre tenía quejas, principalmente dela orquesta y del ruido que entraba en lahabitación, aun con las ventanascerradas.

El día que llegaron las cartas deidentidad cubanas, la vi satisfecha. Noporque se hubiera resuelto el trámitelegal de estadía, que nos permitiríaasentarnos en la casa que hasta esemomento se había resistido a visitar,sino porque podría, de una vez y portodas, deshacerse de su apellidoancestral gracias a la burocracia, o a laignorancia de funcionarios ineptos,incapaces de deletrear Rosenthal.

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Ahora que habían castellanizadonuestros nombres, sería conocida como«la señora Rosen». A mí me

cambiaron el «Hannah» por «Ana»,aunque yo decidí que le iba a aclarar atodo el mundo que mi nombre sepronunciaba «Jana», con jota.

No lo mandó a enmendar, aunque sí leinsistió al abogado, que llevaba el peloembadurnado de

grasa y fumaba puros, que seríanecesario actualizar de inmediato suvisado americano, pues debía estar enNueva York en unos cuatro meses. Elhombre nos agobiaba con decretos yresoluciones legales de un gobierno

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cuya división de poderes se tambaleabaentre lo civil y lo militar. De regreso ala habitación, me repitió, como si yo nolo hubiera escuchado en el barco, que mihermano nacería en Nueva York.

Al principio me dirigía a ella en alemán,solo para comprobar si aún se manteníafirme en la promesa que le había hecho ami padre, pero me respondía en español.Decidí que ese sería el idioma en quenos comunicaríamos durante nuestrabreve estancia en la isla.

Protestaba de la mañana a la noche, yafuera por el calor o las arrugas que noscausaría el sol, o por la ausencia demodales de los isleños. Hablaban a

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gritos, eran impuntuales, abusaban delcomino, ponían demasiada azúcar en lospostres, las carnes estaban muy cocidasy el agua de beber tenía sabor a cañeríaoxidada. Comprendí que, mientras másdetestaba lo que la rodeaba, másentretenida estaba y con más rapidezolvidaba lo ocurrido a los 906 quehabían quedado varados en el SaintLouis, evitando así hablar de papá. Aesas alturas, no sabíamos qué pasaríacon ellos, si encontrarían alguna otraisla que los recibiera, si seríandevueltos a Alemania.

El día que por fin bajamos al lobby delhotel a encontrarnos con el chofer quenos llevaría a nuestra casa en el barrio

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del Vedado, el señor Dannón noscomunicó que el Saint Louis habíadesembarcado en Amberes, y que sehabía logrado que los pasajeros fueranaceptados en Gran Bretaña, Francia,Holanda y Bélgica.

—El señor Rosenthal ya salió en un trencon destino a París.

Ella no reaccionó. Se negó a expresarsentimiento alguno ante un desconocidoque sin duda le cobraba más de lodebido por sus servicios. Se fijó en unoshombres que entraban al hotel consombreros ligeros de fibra vegetal ycamisas con pliegues y botones de nácar.El uniforme de los cubanos, pensó, y lo

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consideró vulgar.

La señora Samuels nos presentó a unchofer vestido con traje negro deabotonadura dorada, y una

gorra que más bien parecía de policía.Tenía los ojos de-

sorbitados, y no me fue posible precisarsu edad: a veces parecía muy joven, yotras, mayor que papá.

—Buenos días, señora. Soy Eulogio.

Se quitó el sombrero con la manoizquierda y descubrió su oscura cabezaafeitada. Extendió la mano derecha,enorme y callosa, primero a mi madre y

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luego a mí. Nunca había sentido unamano

tan caliente. Era el mismo hombre quenos había recogido unos días antes en elpuerto, y al que no habíamos prestadodemasiada atención. Me resultó difícilidentificar su acento, no sabía si era uncubano típico —hablar incompleto, con«eses» aspiradas— o un extranjerovenido de otras islas, o

tal vez de África. Ahora el chofer teníanombre, aunque aún no supiéramos suapellido, y nos acompañaría durantenuestra estancia en Cuba.

Salimos del Hotel Nacional por laavenida O para tomar la calle 23. Las

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avenidas tenían nombres

de letras, y ascendían a medida queavanzábamos. Abrí la ventanilla parasentir la brisa caliente y el alboroto dela ciudad. Cerré los ojos para tratar deimaginar a papá en el tren, junto a Leo yal señor Martin, arribando a la estaciónGare du Nord, en París. En un taxiviajarían hasta Le Marais, y en la Ruede Turenne compartirían un piso detránsito hasta que nuestras visasamericanas estuvieran listas.

Comencé a ver, en las calles de LaHabana, bulevares de París. Papásentado en la terraza de un

café, con su periódico; yo corriendo con

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Leo hacia la Place des Vosges, una delas más antiguas de la ciudad, desde laque se puede contemplar la ventana dela habitación donde escribía VictorHugo.

Me sentía desubicada. El auto frenóbruscamente y me devolvió a una isla enla que no quisiera

permanecer por nada del mundo. Meentretuve mirando unos pequeñosbloques de piedra en las esquinas queidentificaban las calles.

Doblamos en una avenida llamadaPaseo, sombreada de árboles, y luego enla calle 21. Pasamos

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la avenida A y el auto se detuvo unospocos metros antes de llegar a laesquina.

Mi madre identificó la casa de soloverla, abrió la pesada reja de hierro yentramos al jardín de crotos amarillos,rojos y verdes, que daba acceso a unpequeño portal techado. Era una casasólida, de dos plantas, bastante modestacomparada con la mansión aleda-

ña, que ocupaba el doble del terreno dela nuestra. El señor Eulogio comenzó abajar las maletas y yo me quedé en laacera. Quería explorar el barrio dondeviviría durante los próximos meses.

Ella se detuvo en el portal, a la espera

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de que el hombre con la piel más oscuraque hubiera visto en su vida le abriera lapuerta. Una señora de baja estatura, concanas en las sienes, apareció en elumbral. Llevaba blusa blanca, faldanegra y un delantal azul.

—Bienvenidas —dijo con voz suave yfirme—. Soy Hortensia.

Al franquear la puerta se entraba directoa una sala cuadrada, con paredes ytechos ornamentados.

¡Un pequeño palacio en medio delCaribe! Los muebles imitaban estilosclásicos franceses: sillones conrespaldo de medallón, patas cabriola ydetalles dorados. Al verlos, la nueva

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señora Rosen soltó una sonoracarcajada:

—¿A dónde hemos venido a parar?¡Hannah, bienvenida al Petit Trianon!

Un largo corredor comunicaba laentrada con el fondo de la casa. Al final,estaba el comedor de

pesados muebles, con una mesa cuyasuperficie era un espejo. Una escaleraconducía a los cuatro cuartos ampliosdel segundo piso. Había espejos portodas partes, con marcos dorados einfinitas decoraciones sobre elaboradamarquetería.

Mi cuarto miraba a la calle, sobre el

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portal. Tenía muebles de color verdeclaro, con una pequeña cómoda enmedia luna rodeada de espejos y unarmario con flores pintadas a mano.Abrí una puerta

creyendo que era un clóset y resultó sermi baño. Me llevé otra sorpresa al verlas baldosas, que me transportaronenseguida a la estación Alexanderplatz:tenían el mismo color verde gris dellugar donde solía encontrarme con Leoal mediodía.

El cuarto de mi madre estaba al fondo, yallí los muebles de madera oscura teníanlíneas limpias y rectas. Nos asomamos ala ventana, que mantendríamos cerrada a

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partir de ahora, y divisamos la casa

para huéspedes situada en los altos deun garaje que ocupaba la mayor partedel patio.

—Ahí vivo yo —afirmó Hortensia—. Allado, está el cuarto de Eulogio.

A mi madre no le hizo ninguna graciatener a tanta gente viviendo en suspredios, pero no protestó. Al final,pensó que sería mejor tenerlos en casa.La señora Samuels había insistido:

—Son de absoluta confianza.

Abajo había una oficina preparada parapapá, y me alegró ver que aún lo

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teníamos en cuenta.

Junto a la oficina, una pequeñabiblioteca hizo despertar a mamá delletargo en que la había sumido laprimera conversación con aquellaseñora bajita y regordeta que seríanuestra única compañía quién sabe porcuánto tiempo. Revisó títulos y autoresque, en su mayoría, rechazó con sustípicas expresiones: levantaba una ceja,se mordía los labios o movía la cabezacon los ojos entornados.

—¿Literatura cubana? ¡No quiero aquí aun solo autor de esta isla! —decretó,tajante.

No estoy segura de que Hortensia los

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conociera, pero de todas manerasasentía. Cada vez que mamá pasabacerca de una ventana, la cerraba, peropermitió que el sol entrara en la cocina yen el comedor, porque en ese momentocalculó que serían los espacios deHortensia, y no se abrían a la

calle, sino al patio interior.

—Eulogio es un joven muy trabajador—declaró Hortensia en tono protector, yasí pude salir de

mis dudas: Eulogio no era viejo, nisiquiera tenía la edad de mis padres.Creo que era unos diez o veinte añosmayor que yo, aunque ya tenía laexpresión de cansancio de un anciano.

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La curiosidad me tenía intranquila.Quería saber de dónde era, quiénes eransus padres, si estaban vivos o muertos.

Subí a mi cuarto y sentí llegar a laseñora Samuels. Desde el piso altopodía ser escuchado todo

cuanto se hablara en la casa, y tambiénlos sonidos que llegaban del exterior.Comenzaba a comprender cómo eravivir en una casa abierta a una ciudadllena de ruidos.

Me arrojé en la cama, cerré los ojos ypensé en papá y en Leo. Debimoshabernos quedado con

ellos: ¡ahora estaríamos todos en

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París! Traté de dormir, de que mi mentese detuviera, pero escuché decir minombre y presté atención:permaneceríamos unos tres meses allí, ydebíamos mantener absoluta discreciónmientras residiéramos en el PetitTrianon.

—En este país no miran con buenos ojosa los extranjeros —explicaba la señoraSamuels—.

Piensan que venimos a robarles sutrabajo, sus propiedades, sus negocios.Eviten usar joyas o trajes demasiadollamativos. No lleven nada valioso. Sisalen a la calle, deben mantenersealejadas de las aglomeraciones. Poco a

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poco las cosas volverán a lanormalidad, y el Saint Louis pasará alolvido.

Aquella lista de limitaciones con las quedebíamos vivir no nos afectó en lo másmínimo.

—En dos meses comenzarán las clases—agregó la señora Samuels—. La mejorescuela para Hannah es Baldor. Quedamás o menos cerca. Yo me ocuparé delos trámites.

¡Dos meses! ¡Una eternidad! En eseinstante de iluminación comprendí quenuestra «transición habanera» no seríade meses. Al menos un año.

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Al llover, estallan los olores en Cuba.La hierba húmeda, la cal de las paredes,el viento y el salitre se entremezclan. Micerebro se activa e intento mantenercada aroma por separado. No meacostumbro a los aguaceros tropicales.Pareciera que el mundo se va a acabar.

—¡Prepárate para los huracanes! Yaverás desde la ventana las tejas volar,los árboles caer. ¡Solo aquí, Ana! —exclama Hortensia.

—Debe agregarle una jota a mi Ana, siquiere que le responda, porque aunqueme hayan inscrito

en Cuba sin la h, mi nombre es Jana —la corrijo de inmediato, con toda la

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severidad de la que soy capaz.

—¡Ay, chica, Ana es más fácil, perocomo quieras, Jana! Ya veremos,porque en la escuela no vas a estarcorrigiendo a todo el mundo.

En ese momento pensé en Eva. Era laprimera vez que la recordaba desde quesalimos de Berlín.

Eva era parte de la familia, había estadoconmigo desde que nací, y, no obstante,siempre nos trataba con respeto.Hortensia, que nos acababa de conocer,se dirigía a nosotras con una confianza ala que no estábamos acostumbradas.

El verano llegaba a su fin —si es que en

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alguna época deja de ser verano en estaisla— el día que recibimos las primerasnoticias de papá. Su carta demoró másde un mes en llegar a La Habana, conmatasellos de París. Eulogio le entregó ami madre la correspondencia y ellacorrió a encerrarse en su cuarto. Noquiso bajar a comer, no respondió aninguno de nuestros llamados.

—Estoy bien, no se preocupen —fue suúnica explicación.

Pensamos que quizás su retiro tuvieraque ver con los resultados de losexámenes médicos, pues

iba sola al doctor, y jamás permitió queHortensia o yo la acompañáramos.

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Quizás el bebé venía con problemas, ola señora tuviera la presión baja, osangrados, especuló Hortensia.

—Dejémosla reposar —aconsejó.

Mamá esperó a que las luces de la casase apagaran, y a que Hortensia y Eulogiose retiraran, para entrar a mi cuarto.Siempre detestó mostrar sussentimientos ante los extraños.

—Recibimos noticias de papá —dijo,sin más, y se acostó a mi lado, como enla época en que teníamos el mundo anuestros pies.

A papá no le era fácil comunicarse connosotras. El plan era que nos

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reuniríamos en La Habana o

en Nueva York. Estaba viviendo conausteridad, en un barrio bastantetranquilo de París. Todavía habíatensión por allá, aunque no pudieracompararse con Berlín.

Quiero que me cuente más, que me dédetalles.

—Nos pide que nos cuidemos, que nosalimentemos bien, que pensemos en lacriatura que viene

en camino. Debemos ser pacientes,Hannah.

Lo intentaría, no tenía otra opción. Pero

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necesitaba ver, oír a papá.

—¿Por qué no me escribió unas líneas amí? —me atreví a reclamarle.

—Papá te adora, sabe que eres muyfuerte, mucho más fuerte que yo, y te loha dicho.

Me quedé dormida en sus brazos. Notuve pesadillas. Me dejé llevar por unsueño profundo.

Mañana sería otro día, aunque aquí lopeor era el paso del tiempo: denso,lento, con demasiadas pausas. Un díapodía ser una eternidad, pero ya nosacostumbraríamos.

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En realidad, quería saber de Leo. Sabersi su papá y él compartían la mismahabitación en Le Marais. Si estaban asalvo. Papá debía haberlo mencionadoen su carta. Quise preguntarle; pero no:mejor entraría a su cuarto y buscaría lacarta, la leería en secreto, o inclusopodría quedarme con ella. Solo medetuvo el temor a que se repitiera elepisodio del Saint Louis: no podíasuceder lo mismo que había pasado conlas cápsulas. Si mamá enloqueciera enLa Habana podría perderla, podríanllevársela a una clínica, encerrarla, oquizás deportarla, y no volvería a verlamás. ¡Pero yo quería ver, sentir lacaligrafía de papá!

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Nunca accedió a enseñarme la carta, yhasta llegué a pensar que se la habíainventado para mantenerme ilusionada, asabiendas de que ninguna de las dostendríamos futuro, que papá habíamuerto en la travesía o que nuncaencontró un país que lo aceptara yterminó de vuelta en Alemania.

Nunca he podido entenderla. Lo heintentado, pero el problema es quesomos muy diferentes. Ella lo sabía.

Con papá era distinto. No seavergonzaba de expresar lo que sentía,ya fuese dolor, frustración,

pérdida o fracaso. Yo era su niña, laúnica que lo comprendía y la única

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persona en quien podía refugiarse. Laúnica que no le reclamaba ni lo culpabade nada.

El día en que por fin mamá viajaba aNueva York, con una chaqueta ancha queencubría su embarazo, nos llamó aHortensia y a mí a la sala antes dedesayunar. Tomó las manos de Hortensia

con firmeza y la miró fijamente a losojos.

—No quiero a Hannah fuera de la casa.Manténganse aquí siempre que puedan.Los lunes por la

mañana pasará el señor Dannón para verqué necesitan. Cuídame a Hannah,

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Hortensia —le dijo, y selló su peticióncon una rápida sonrisa.

Mientras ella estaba lejos, albergué laesperanza de que papá escribiera, deque su carta llegara a mis manos y no alas suyas... pero nada. La guerra habíacomenzado, e imaginé a papá escondido,sin salir de su oscura buhardilla, en lagrisura interminable del otoño y elinvierno parisinos.

Sin mi madre en casa, la vida era másligera. Abríamos las ventanas y yoayudaba a Hortensia con

los quehaceres. Me enseñó a cocinarnatilla, arroz con leche, pudín de pan,flan de calabaza; los postres que había

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aprendido de su abuela materna, que eragallega y muy buena repostera.

Un día le dije que quería aprender ahacer una torta con merengue blanco,para cuando celebráramos algúncumpleaños. Hortensia continuó con sufaena, sin contestarme.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —insistí.

Se encogió de hombros.

Tuve la impresión de que no inscribían alos nacidos en Cuba. O de que Hortensiapudo haber llegado de otro país, deEspaña, como su abuela, y por eso notenía documentos legales.

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—Soy testigo de Jehová —dijo,circunspecta—. Nosotros no celebramoscumpleaños ni

Navidades.

Me dio la espalda y se fue a fregar. Meavergoncé de mi indiscreción, dehaberla puesto en apuros, e intentéponerme en su lugar. Recordé los díasen Berlín, nuestra amargura, eldesprecio a nuestro alrededor. Unareligión impura. A su manera, tambiénHortensia era impura. Cerré los ojos yla vi perseguida por las calles de Berlín,golpeada, detenida, expulsada de sucasa.

Por su expresión, me imaginé que esos

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«testigos» también eran indeseables enLa Habana.

Hortensia no mencionó su condición conorgullo, aunque tampoco con vergüenza,sino con el tono

de voz de algo que debe permanecer enprivado.

No te preocupes, pensé decirle.Nosotros tampoco celebramos lasNavidades. A no ser que mi madre, ensu nueva vida habanera, decidacomenzar a hacerlo para pasar por«persona normal», ocultando que esuna refugiada sin país que la acepte.

Me encantaba pasar tiempo con

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Hortensia, que era viuda, según mecontó una de esas noches habaneras sinbrisa. En aquellos días, para que no mesintiera tan desamparada en la casa,Hortensia dormía en el cuarto contiguoal mío. Yo le aseguraba que no sentíamiedo, que podía quedarme sola, que yatenía doce años. Pero le había hecho unapromesa a mi madre, y su palabraempeñada constituía una deuda paraella.

Su marido había muerto de una terribleenfermedad sobre la que preferí noindagar. Tenía una

hermana menor, Esperanza, que vivía enlas afueras de La Habana y que recién se

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había casado.

—Fue una boda muy linda, Jana —mecontó con los ojos iluminados, tal vezporque la suya había

sido insignificante, o porque terminó endesgracia.

Nunca tuvo hijos. Ahora su hermana seocuparía de hacer crecer a una familiaque corría el riesgo de quedarse sindescendientes.

—Ella es testigo, y su esposo también—dijo en voz baja.

Crecía nuestro secreto, y decidimos queno lo compartiríamos con nadie.

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Yo había comenzado a asistir a Baldor ycada día regresaba más convencida deque no tenía nada

nuevo que aprender. Me aburría en laescuela, donde pretendían entrenarmepara ser una niña de bien.

Clases de corte y costura, cocina,mecanografía, artes manuales, caligrafía.Me llamaban «la polaca», y yo lopermitía. No intenté hacer amigosporque sabía que al final nos iríamos deesta isla en la que nada se nos habíaperdido. En la escuela se hablaba todoel tiempo de la guerra, y eso era lo quede veras me angustiaba.

Siempre que llegaba el correo, esperaba

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encontrar alguna carta de papá, pero loúnico que recibíamos eran postales demi madre desde Nueva York. Me pasópor la mente que ella podía decidir, porel bien del bebé, quedarse a vivir ennuestro apartamento de Manhattan.Habría que ver quién se ocuparía de losgastos, de mi visa y mis documentos; yono tenía acceso a nada. Me sentíadesvalida y me refugié en Hortensia, queme hablaba más de la vida de sus padresen España que de la suya en Cuba.Quizás esta fuera también una isla detránsito para esta mujer, viuda y sinhijos, condenada a enterrar aquí a susseres queridos y donde muyprobablemente la enterraran también a

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ella, porque España fue una ilusión quequedó en el pasado.

—Es un varón. Pesó siete libras. Lollamaron Gustav. La señora Alma avisócuando estabas en la

escuela.

Hortensia estaba aún más feliz que yo.Me contaba los detalles sin dejar derevolver una crema que se cocinaba afuego lento. Creo que me habríailusionado más la idea de tener unahermana, con quien poder jugar y con laque pudiera ir a vivir a París, junto apapá.

—Haber tenido un varón es lo mejor que

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podía haber pasado —asegurabaHortensia—. Un

hombre puede buscarse la vida y cuidarde ustedes, dos mujeres solas en estepaís.

Al enterarme de que ya no era hijaúnica, me fui a nuestra pequeñabiblioteca con la idea de darle unasorpresa a mi madre cuando regresara, yme dediqué a sacar de los anaqueles loslibros de autores de la isla, como habíaordenado al tomar posesión de la casa.Ese sería mi regalo.

Eulogio nos llevó a una librería en elcentro de La Habana, y buscamos cuantohubiera de literatura francesa. El único

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problema era que los libros estaban enespañol. No había ediciones en idiomaoriginal. Hortensia me señaló al hombreque atendía la librería, o que quizásfuera el dueño.

—Es un «polaco», como tú.

—No soy polaca —insistí, sin podercontenerme—. ¡Qué obsesión con lospolacos!

El hombre sonrió al verme; al parecerhabía percibido de inmediato que yo eraun fantasma como

él. Que llevaba la misma mancha en elrostro. Que ambos éramos indeseables,perdidos en una ciudad castigada sin

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piedad por los rayos solares. Hortensiay yo nos acercamos a preguntarle por loslibros en lenguas originales.

Primero se dirigió a mí en hebreo, y mesobresalté. Luego me habló en alemán yyo, sin titubear,

le contesté en español. Al ver que yo nocedía, el hombre me recordó, de nuevoen hebreo, que nadie entendería lo quehablábamos, que no tenía por quéasustarme. Se me humedecieron los ojosy él pudo ver el terror en mi rostro.

No llores, Hannah, no te han hechonada, cálmate, cálmate..., me decía a mímisma, y sentía que las piernas meflaqueaban. ¡No debí salir de casa, debí

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haber seguido el consejo de la señoraSamuels! Mantenerme escondida, sinllamar la atención, evitar a los nativos,vivir con las ventanas cerradas, en laoscuridad total.

Recuperé mis fuerzas sin transigir.

—¿Dónde puedo encontrar libros deProust en francés? —le pregunté enespañol.

El hombre, que tenía una nariz enorme,el pelo rizado y los hombros del trajecubiertos de caspa, me contestó en unespañol con restos de alemán que, acausa de la guerra, no podía garantizarlos envíos de libros desde Europa.

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—Antes se podían encargar y llegabande Francia en menos de un mes.

Con una amable sonrisa, luego de unalarga explicación en un francés muchomás fluido que su

español, me preguntó si era francesa.

Solo atiné a darle las gracias, yHortensia quedó un poco desconcertadacon mi torpeza, pero no

hizo preguntas. Partimos con uncargamento que mi madre, ciertamente,iba a adorar: Flaubert, Proust, Hugo,Balzac, Dumas... todos en castellano.Los adornos perfectos para su PetitTrianon.

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Estaba por verse si Gustav le dejaríatiempo para la lectura, que siemprehabía sido uno de sus mayores placeres.

Eulogio no entendió para qué queríamosmás libros, si aún no habíamos leído losque teníamos

en la biblioteca. Opinaba que su únicautilidad era evitar que los estantes sevieran vacíos. ¡Cosas de ricos!

En ausencia de «la señora Alma»transgredíamos las reglas. Por ejemplo,Hortensia se sentaba conmigo en elasiento trasero del auto, y me insistía enque debía buscar amigos:

—En unos años, que pasarán volando, si

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no te casas, vas a quedarte solterona. Yen una señorita,

eso no es nada bueno que digamos.

Sus comentarios me hacían reír, y labrisa que entraba por las ventanillasabiertas del auto nos despeinaba. Mevino a la memoria el rostro de Leo.Estaba convencida de que él vendría abuscarme y que estaríamos juntos toda lavida. Pero aquel era mi más íntimosecreto, y no tenía por qué confesárseloa Hortensia.

Lo mejor de mis días con ella fue queme hicieron olvidar un poco nuestrosverdaderos problemas. Aprendí que,para sobrevivir, lo más conveniente era

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vivir en el presente. En esta isla no haypasado ni futuro. El destino es hoy.

Poco antes de llegar a la casa, mientrasrecorríamos en el auto aquellas callesllenas de conductores que ignorabandirecciones y señales, me atreví apreguntarle a Eulogio sobre sus padres.

Su familia era muy pobre, me contó. Supadre había abandonado a su madre.Eran nueve hermanos:

seis varones y tres hembras. Eulogio erael del medio. Logró salir de la miseriagracias a un tío materno que era chofer yque lo entrenó. El tío decía que, detodos sus hermanos, él era el único queera honesto y «tenía presencia».

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Ayudaba a su madre y, cada vez quepodía, iba a visitarla. Sus hermanoshabían hecho sus vidas y estabandispersos por el país. Sus abueloshabían sido esclavos africanos, pero sufamilia era de Guanabacoa, un pequeñopueblo, muy hermoso y rodeado decolinas, donde todo el mundo se conoce.

—¿Dónde está Guanabacoa? —lepregunté, intrigada.

—Está en las afueras, al sureste de laciudad, no muy lejos de aquí. Un día tevoy a llevar. Apuesto que te gustará. Ahícrecí, lo conozco como la palma de mimano.

Pisó los frenos para darle paso a una

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señora que empujaba un cochecito debebé.

—Allí está también el cementerio deustedes —añadió.

No entendí lo que quería decir. Hubo unmomento de silencio. Fue una situaciónembarazosa, en

especial para Hortensia, que se sentíaculpable por haberme permitido entraren confianza con un empleado. Si mimadre se enteraba, ella y Eulogio podíanser despedidos.

En vez de quedarme callada, seguíindagando.

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—¿El cementerio de quién?

Hortensia lo miró, a la espera de suspróximas palabras. Al doblar la esquinade Paseo para entrar en la calle 21,Eulogio me lo aclaró:

—El cementerio de los polacos.

Anna

2014

Nuestra primera salida en La Habana esa un cementerio. Nunca antes habíaentrado a una ciudad

dedicada a los muertos. La tía hainsistido en visitar a Alma —su madre,

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la abuela de papá, mi bisabuela—, quereposa en tierra cubana desde 1970. Amamá no le encanta la idea, pero al vermi ademán de entusiasmo, consiente.

Subimos a otro auto destartalado;Catalina delante y nosotras detrás. La tíase ha bañado en agua de violetas. Mamáva cubierta de una espesa capa deprotector solar que le da un aspectocadavérico.

Al subir por la avenida 12 y cruzar lacalle 23 para entrar al cementerio, meagreden los aromas de tantas flores,cortadas solo para apaciguar a losvivos. No sé por qué asocio el perfumede los nardos a los funerales, si nunca he

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estado en ninguno.

A esta hora del día, los perfumesviolentos de las rosas y los jazmines semezclan sin compasión

con el azahar y la albahaca. Ramilletesde un verde intenso, rosas rojas,amarillas y blancas comparten unacarretilla, arrastrada por una viejaconsumida, con el pelo desgreñado y lapiel quemada por el sol.

Quiero comenzar a tomar fotos, pero elauto sigue en movimiento. Nosdetenemos para que Catalina compre susrosas. El olor que despide la vieja,mezcla de cigarrillo y sudor, me obliga acontener la respiración al enfocarla con

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la cámara y percibir que se asusta.Cuando ya los pulmones me pidenoxígeno a gritos, me acerco a la tía, paraprotegerme con su fragancia de violetasy evitar, de paso, la pestilencia de unacalle llena de huecos que conduce a lamonumental entrada.

¡Demasiados olores!

La tía toma mi gesto como unamanifestación de cariño y me acaricialas mejillas, encendidas por

el calor. Mamá está orgullosa de mí. Yo,la niña esquiva y solitaria, soy amablecon la única persona que representa unlazo con el padre que nunca conocí.Cierro los ojos y me dejo llevar. Me

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siento, por primera vez, cercana a la tía.

El cementerio es una verdadera ciudadintramuros. La monumental entrada demármol está coronada por una esculturade tema religioso.

—Son la Caridad, la Fe y la Esperanza—nos explica Catalina, y yo trato deseguir con la vista

cada detalle.

Estacionamos dentro del cementerio, elresto de la visita lo haremos a pie.Catalina lleva rosas rojas y blancas, yhojas de albahaca detrás de la oreja.

—Me refrescan —aclara.

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Al comprender que trato de reparar entodo lo que sucede a mi alrededor, ellase convierte en mi

intérprete.

—La señora Alma aún no ha encontradola paz. Sufrió mucho. Se fue con unamaleta llena, y a la

tumba uno debe llegar lo más ligeroposible. Recuerda lo que te digo, mija.Y eso va también para ti...

—alza la voz para que la escuche la tíaHannah.

Nos sorprende la familiaridad con queCatalina trata a la tía. No comprendemos

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si es falta de educación o extremaconfianza. Lo cierto es que no la llama«usted», aunque le demuestra respeto.Le habla como si tuviera másexperiencia.

—El pasado hay que dejarlo atrás —resume Catalina, oliendo las rosas, ycontinúa—: Estas son

para la señora Alma. ¡Ella todavíanecesita mucha ayuda!

Vamos despacio, no a causa de la tía,sino de Catalina, a quien le pesan laspiernas. No deja de abanicarse. La tía sesostiene del brazo de mamá, queobserva las calles llenas de mausoleos.Al salir de la avenida principal nos

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sorprende un mar de esculturas demármol, cruces hasta donde se pierde lavista, ramas de laurel y antorchasinvertidas que adornan los nichos de losfallecidos. Una verdadera oda a lamuerte.

Algunos mausoleos parecen palaciosdesahuciados y, según la tía, muchos hansido presa de toda

clase de actos vandálicos. «¡Qué gransociedad venida a menos!», me comentaen voz baja mamá.

Me detengo a leer las lápidas. Hay unadedicada a los próceres de la república;otra a los bomberos; otra a los mártires;no pueden faltar el panteón militar y el

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literario. En una tumba descubro esteepitafio: «Bondadoso caminante:Abstrae tu mente del ingrato mundo unosmomentos,

y dedica un pensamiento de amor y paz aestos dos seres a quienes el destinotruncó su felicidad terrenal y cuyosrestos mortales reposan en esta sepulturacumpliendo un sagrado juramento. Tedamos las gracias desde lo eterno.» Laliteratura fúnebre me distrae delinsoportable calor de mayo.

A pedido de Catalina, nos acercamos ala capilla central. Quiere rezar por susmuertos, dice, y supongo que tambiénpor los nuestros. Mientras la esperamos,

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nos mantenemos en silencio. A suregreso, doblamos en la intersecciónFray Jacinto en busca del lote de losRosen, hasta que llegamos a unmausoleo con seis columnas y un pórticoabierto. Un templo que ofrece sombra alos muertos, y también a quienes vienena visitarlos. En el frontón está grabadoel nombre de la familia: Rosen.

Hay cinco lápidas, una para cada uno delos Rosen, sin importar que hubiesennacido, vivido o muerto en este supuestolugar de tránsito. La primera reza «MaxRosen, 1895-1942»; la segunda

«Alma Rosen, 1900-1970»; la tercera«Gustav Rosen, 1939-1968»; la cuarta

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es la dedicada a papá,

«Louis Rosen, 1959-2001». Una quintalápida permanece en blanco. Supongoque es la reservada a la tía, la últimaRosen en la isla.

Catalina se arrodilla con mucho esfuerzofrente a la tumba de la bisabuela Almaporque, a fin de

cuentas, nos aclara, es la única querealmente contiene un cuerpo. Las otrasson sepulturas simbólicas.

El mausoleo guardará para la eternidadsolo a las dos mujeres que un díadescendieron de un trasatlántico sindestino. Los hombres de la familia

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murieron lejos, y nunca se recuperaronsus cuerpos.

Catalina junta las manos, baja la cabezay permanece por unos minutos diciendosus plegarias por

una mujer que «vino al mundo a sufrir yse fue llena de dolor». Acomoda lasrosas sobre la lápida de mi bisabuela yse incorpora muy despacio. Mamáextrae cuatro piedras de su bolso —¿dónde las habrá recogido?— y lascoloca en cada una de las tumbas connombre. Catalina la mira casi ofendida,abriendo mucho los ojos para demostrarsu asombro, como a la espera de unaexplicación que nadie

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se digna a ofrecerle. Para ella, ha sidoun gesto descortés.

—No hay muerto en el mundo queprefiera una piedra en lugar de una flor—me reafirma en voz

baja, para no incomodar a mamá ni a latía, que observa complacida el gesto deesa mujer que también amó a su queridoLouis.

—Las flores se marchitan —le explico aCatalina—; las piedras quedan. Estaránahí siempre, a menos que alguien seatreva a quitarlas. Las piedrasresguardan.

Por mucho que se lo explique, Catalina

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nunca entenderá. Las rosas, según surazonamiento, han

costado dinero, fueron cultivadas ycuidadas. Las piedras, cubiertas depolvo, sabe Dios de dónde habránsalido. No está bien que seandepositadas junto a los muertos.

Enfrascada aún en este debate que noconduce a ninguna parte, Catalina seinterrumpe, me toma de

la mano y me pide que la siga. La tía ymamá permanecen en silencio en elmausoleo que mi bisabuela ordenóconstruir cuando recibió la noticia de lamuerte del bisabuelo. En el caminohacia acá, la tía nos contó que, aquel

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día, Alma hizo una promesa: tanto losRosen que terminaran sus días en la isla,como los que nacieran aquí, debían serenterrados en el panteón. Para labisabuela no existía el perdón. La culpade su desgracia y de la tragedia de sufamilia, la tendría que pagar esta tierradurante, decía, al menos cien años.

—¡La maldición de los Rosen! —resume la tía con una suave sonrisa,resignada al odio que su madre intentóinculcarle sin éxito.

Catalina me guía hasta una tumba muyvisitada, cubierta de flores. Veo quevarias personas permanecen en actitudde veneración ante la imagen en mármol

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blanco de una mujer con un bebé en

brazos, recostada a una cruz. Losdevotos abandonan el lugar sin atreversea darle la espalda a la escultura.

Levanto la cámara y Catalina me dirigeuna mirada severa.

—Aquí no —me ordena y cubre el lentecon su mano.

Cierra los ojos, se mantiene en silenciopor unos minutos y anuncia sin másdetalles:

—Es la tumba de Amelia, la Milagrosa.

A la espera de su explicación, continúo

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contemplando el discreto ritual de losperegrinos.

—La Milagrosa fue una mujer que murióen el parto. La enterraron con el bebé asus pies y años

más tarde, al abrir la tumba, encontraronal niño en sus brazos.

Catalina me obliga a acercarme y mehace acariciar la cabeza del bebé demármol:

—Para la buena suerte —me susurra.

De regreso a nuestro panteón, vemos ala tía con una mano sobre la lápida de sumadre. Se incorpora y pienso que nos

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tocará a nosotros, sus descendientes,grabar su nombre en la lápida que leestá destinada. Algún día vendremos yle dejaremos una piedra. Catalina, si lasobrevive, le traerá flores.

—Creo que llegó la hora de recuperarnuestro verdadero apellido —dice convoz grave la tía Hannah, observando elfrontón del pequeño templo griego enmedio del Caribe—. De que volvamos

a ser los Rosenthal.

Le hablaba a su madre, al tiempo quecolocaba otra piedra sobre la lápida.

Al anochecer regresamos a casa, ymamá y yo nos vamos a la cama sin

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cenar. Creo que hemos

alarmado un poco a la tía y a Catalina,pero lo cierto es que estamosextenuadas. En la cama, mamá no dejade hablar de la tía hasta que me quedodormida.

Dice que la tía es delgada y frágil, peroque su dignidad le sirve de coraza. A míme impresiona

también su blancura, que hace que elazul de sus ojos resplandezca; y su torsoderecho como el de una bailarina.Aunque sus gestos son firmes, mamáopina que su feminidad les da unadulzura inusual. A pesar de lo que hasufrido, la tía se niega a mostrar una

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pizca de amargura en su rostro.

—Te veo en ella, Anna. Has heredado subelleza y su firmeza —me susurra aloído, y casi no la

escucho porque el sueño me rinde—.¡Ha sido una gran suerte haberlaencontrado!

Hannah

1940-1942

Mi madre extrañaba los amaneceresfríos. Detestaba el eterno verano y losinterminables aguaceros tropicales.

—Un archipiélago para ranas y salvajes.

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¿No sientes nostalgia por las estaciones?¿Alguna vez volveremos a disfrutar delotoño, el invierno, la primavera...? Elverano debe ser un período detransición, Hannah —repetía.

Vivimos en una isla con dos estaciones,la lluvia y la seca; donde la vegetaciónbrota con rabia; donde todos se quejan yhablan del pasado. ¡Si realmentesupieran lo que es el pasado! El pasadono existe, es una ilusión. No se puedevolver atrás.

Regresó a casa con Gustav un caluroso yhúmedo 31 de diciembre. Era el bebémás pequeño que

yo hubiera visto. Sin un pelo en la

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cabeza, y muy gruñón.

—Parece un viejito cascarrabias —reíaHortensia.

La llegada del bebé había cambiado a laintransigente «señora Alma», al menospor el momento.

No se quejó de las ventanas abiertas quedejaban entrar los rayos de sol, o de lagritería de la vecina que embutía a sushijos con arroz y frijoles negros.Tampoco pareció molestarle queoyéramos en la radio de la cocinaradionovelas absurdas, plagadas detraiciones, lágrimas y embarazosilegítimos, ni que Hortensia me enseñaraa preparar deliciosos buñuelos, o que

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inundáramos la casa con esencia devainilla y canela.

Esa primera noche nos quedamos solascon el bebé. Eulogio fue a esperar elaño nuevo con su

familia en Guanabacoa, y Hortensia nospidió unos días de asueto. Noregresarían hasta el 6 de enero.

Tan pronto como partieron, me revelóuna sorpresa:

—¡Papá está bien!

No le pregunté cómo lo sabía. Si habíarecibido otra carta no me lo revelaría.Traté de no expresar emoción alguna,

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mantuve el rostro impasible y continuéhaciéndole gracias a aquel bebé amorfoque no reaccionaba con mis canciones,mis gracias ni mis chillidos.

Sin noticias de Leo, fue lo único quepensé. Era difícil para mí entender porqué no recibía ni una mínima señal suya.

Me di cuenta de que estábamos solaspor primera vez en una ciudad extraña,una ciudad hostil.

Solas y con un bebé recién nacido: sinmédico de cabecera, sin nadie a quienacudir en caso de emergencia. Hortensianos había dejado alguna carnepreparada, yo me ocuparía del resto. Alverme tomar control de la cocina, mi

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madre no daba crédito a sus ojos. Sugesto parecía decir : ¡La he perdido!Otro mes fuera de aquí, y no lareconozco...

Regresó a su cuarto, con el bebé en lacanasta de mimbre que Hortensia habíatraído a casa antes

de que volvieran de Nueva York. Lahabía forrado primorosamente conpañales bordados en seda azul, y lallamaba «moisés»: «Mueve el moiséspara acá», «¡No pongas tan alto elmoisés!», «Mece al

bebé en el moisés y verás cómo seduerme», repetía, y al principio nosotrasnos mirábamos sin entender de qué

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hablaba.

Lo cierto es que el famoso «moisés» fuede gran ayuda durante los primerosmeses de Gustav, porque podíamostransportarlo con facilidad por toda lacasa, e incluso sacarlo al patio para queal atardecer, o temprano en la mañana,recibiera un poco de sol, el más suavedel día —si es que podía hablarse desuavidad—. Mi madre repetía que losbebés, como las plantas, necesitabancalor y luz para crecer, y yo me ocupabade los baños de sol de mi hermano.

Aquel 31 de diciembre, alrededor de lasnueve de la noche, los tres nosquedamos dormidos en el

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cuarto de mi madre. Había sido un díalargo y agotador. Era necesarioalimentar a Gustav cada tres horas,porque de lo contrario sus gritos podíanescucharse en el Polo Norte. Cada vezque ella lo amamantaba se quedabadormido, pero apenas se despertabacomenzaba a chillar de nuevo. Un ciclo

que no tenía fin.

No nos sentíamos con ánimos decelebración. En realidad, no teníamosnada que festejar: nosotras, varadas enel Caribe; papá, escondido junto a otrosimpuros en un barrio de París, con losOgros pisándoles los talones. Y ahora,un niño que, con cada minuto que

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transcurría, me hacía preguntarme porqué lo habríamos traído a este mundohostil. Así, nos fuimos a la cama, casisin percatarnos de que terminaba un añoy comenzaba otro, tan terrible como elque habíamos dejado atrás.

A medianoche escuchamos disparos yuna algarabía inusual en aquel barrio tantranquilo. Mamá

se levantó sobresaltada, cerró la ventanay corrió las cortinas. Fuimos a mi cuartopara asomarnos por las persianas yvimos a los vecinos lanzando baldes deagua a la calle. Algunos, incluso,arrojaban agua con hielo. Noentendíamos qué sucedía, si estábamos

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bajo amenaza o si se trataba de algunaextravagante tradición local.

La vecina de al lado abrió, con un gestodesenfrenado, una botella de champaña:el corcho salió

disparado y casi golpea nuestra ventana;después bebió directamente de la botellay se la pasó a su marido, un hombrecalvo, sin camisa, con el pecho muyvelludo. Entonces comenzó la música.

Guarachas mezcladas con gritos de«¡Feliz año nuevo!» que salían de todaspartes.

Dejábamos otra década atrás. Elsiniestro 1939 era parte del pasado. Mi

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madre miraba el insólito

espec-

táculo desde su Petit Trianon, protegidapor los muros de la casa quetransformaría en fortaleza.

Al vernos en la ventana, la vecina alzósu botella burbujeante y nos deseó un«¡Feliz 1940!».

Nos fuimos a dormir y, al despertar, yaestábamos en la nueva década. Noshabía cambiado la vida. Teníamos a unnuevo miembro en la familia, un niñoque pasaría más tiempo en brazos de una

desconocida que en los de su madre.

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Poco a poco y aunque nos pesaraadmitirlo, Hortensia se iríaconvirtiendo, a su manera, en otraRosenthal.

No entendía por qué aquella mujer seempecinaba en cubrir a mi hermano detalco y mojarle la

cabeza con agua de colonia con cadacambio de ropa. El niño comenzaba agritar en el instante que lo rociaban conaquel alcohol perfumado color lila.

—Lo refresca —insistía.

En esta isla, «refrescarse» es una manía.Más bien, una especie de obsesión. Laidea de

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«refrescarse» le da sentido a lapresencia de los árboles, las palmas, loscocoteros, las sombrillas, los

ventiladores, los abanicos y lalimonada, que se bebe a toda hora.«Siéntate aquí, al lado de la ventana,para que te dé la brisa. Vamos por laacera de enfrente, que es la de lasombra. Esperemos a que el sol baje.Date un chapuzón. Cúbrete la cabeza.Abre la ventana para que corra elaire...» Pocas cosas son consideradasmás importantes que «refrescarse».

Hortensia hizo pintar de azul el cuartode mi hermano, y colgó en las ventanascortinas de encaje en combinación con

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los muebles blancos. Gustav era apenasuna mancha rojiza en medio de lassábanas azules. Un caballito de madera,abandonado debajo de la ventana, y unoso gris con la mirada triste eran susúnicos juguetes.

Le hablábamos en inglés, preparándolopara nuestro viaje a Nueva York, a vivircon papá.

Hortensia nos miraba extrañada eintentaba descifrar un lenguaje que lesonaba áspero.

—¿Para qué complicarle la vida a unniño que aún no ha pronunciado suprimera palabra? —

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murmuraba para sí.

Ella le hablaba en español, con unasuavidad y una cadencia maternal paralas que no habíamos

sido entrenadas. Una mañana, mientraslo cambiaba, la oímos conversar conGustav, a quien ya comenzaban aaparecerle la cabellera rojiza y lasprimeras pecas.

—¿Qué dice mi polaquito hermoso?

Abrimos los ojos y no hicimos ningúncomentario. Solo nos reímos en silencioy dejamos que

continuara. Ese día caí en la cuenta de

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que mi madre no había circuncidado aGustav, violando un pacto de siglos. Nola juzgué, no tenía derecho a hacerlo.Comprendí que se dedicaba a borrarcada posible huella de culpa, la culpapor la que huimos del país al que algunavez pensé pertenecer.

Quería salvar a su hijo; que tuviera laoportunidad de comenzar de cero. Élhabía nacido en Nueva York y mientrasviviera en Cuba, nunca conocería elorigen de sus padres. Su plan eraperfecto.

De cualquier manera, circuncidado o no,Gustav sería aquí un «polaco» más.

Sin consultarnos, Hortensia, le había

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regalado una pequeña joya al niño. Mimadre se sintió un poco incómoda, puesno sabía si agradecérsela, devolvérselao remunerársela. Además, pensaba que

llevar en sus camisones un broche,aunque fuese de oro, podía ser peligrosopara el bebé. La pequeña cuenta de ónixque colgaba de un alfiler fue colocadapermanentemente en su bata de hiloblanco, del lado del corazón.

—Es un azabache, para protegerlo detodo mal —le explicó muy seriaHortensia a mi madre, sin

esperar aprobación o rechazo, puesestaba segura de que también nosotrasqueríamos el bien para el niño.

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Aquella piedra negra en su pecho seconvertiría en su inseparable talismán.Lo aceptamos porque,

si parte de la infancia de Gustav iba atranscurrir aquí, tendría que aprender avivir con las costumbres y tradicionesdel país que lo había acogido.

En cuestión de meses, mi cuerpocomenzó a transformarse: curvas yvolúmenes brotaban donde

menos los esperaba. Empecé a usarblusas holgadas, más bien por el calor,pero una mañana, al verme sacar aGustav del moisés, mi madre pareciópercibirlo de repente, y se fue a lacocina a secretear con Hortensia.

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Yo no estaba lista para convertirme enmujer. Aún veía en sueños a Leo comoun niño y me aterraba pensar que yocrecía mientras él permanecía pequeño,como en mi recuerdo.

Pocos días después, Eulogio apareciócon el encargo que alteraría la vida en elPetit Trianon: la

máquina de coser Singer, junto a uncargamento de tela que fue difícilacomodar en la entrada del comedor. Mepareció divertido, porque al menosahora tendríamos un proyecto concreto,y me dispuse a organizar en un armariolos rollos de tela de colores, cajas debotones, ovillos de hilo, cintas de seda,

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rollos de encaje, elásticos ycremalleras. Había también largospliegos de papel, patrones de cartónpara diferentes tallas, cintas métricas,agujas y dedales.

La pequeña mesa con base de hierroescondía en su interior lo que Hortensiallamaba «el brazo»:

un mecanismo preciso y minúsculo deagujas, carretes y poleas. En la parteinferior, tenía un pedal que me encantabausar cada vez que me pedían rebobinarel hilo interior, porque yo era «la quetenía mejor vista». La llamábamos,simplemente, «la Singer».

Modista y costurera se dedicaron a

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tomarme medidas y diseñar patronespara mi nuevo vestuario,

que adornábamos con cintas y encajes.Olvidaban sus preo-

cupaciones y se concentraban enalforzas, vuelos y plisados. Pocodespués, Eulogio trajo un torso demaniquí que mi madre recibió casi coneuforia. Creo recordar que, por aquellosdías, fue feliz, aunque su nuevo«uniforme cubano» hiciera pensar locontrario: falda negra y blusa blanca demangas largas, cerrada hasta el últimobotón.

El estilo de la Divina, su glamurberlinés, había cedido paso a la más

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discreta simplicidad.

También su ritual de belleza se redujo aun simple corte en casa. Hortensia, tijeraen mano, se encargaba de que la melenano le pasara de los hombros.

—¡Arriba, Hortensia, sin miedo! —exhortaba a su peluquera improvisadaque cortaba, temerosa,

una pulgada más.

Los días de la Divina habían quedadoatrás, y lo cierto era que no tenía tiempo,ni energías, para la nostalgia.

Hortensia tejía para Gustav abrigos queél se negaba a usar, y ponía tanto

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almidón en el cuello de sus camisas queél, al apenas verlas, comenzaba a llorar.Para calmarlo, Hortensia lo apretabacontra su pecho y le cantaba bolerossobre muertes y sepulturas que a mí medaban escalofríos, pero que, por algunarazón inexplicable, a él lotranquilizaban.

A los dos años y medio, Gustav era unniño curioso, intranquilo y rebelde.Había perdido el distanciamiento de losRosenthal: era capaz de mostrar susemociones con asombrosa facilidad. Amí no me veía como a una hermana, sinomás bien como a una tía; y su apego aHortensia, lejos de preocuparnos, másbien nos causaba ternura.

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El español era, para él, el idioma delcariño, del juego, de los sabores y losaromas. El inglés, el del orden y ladisciplina. Nosotras caíamos,obviamente, en ese último grupo.

Gustav, nombre de capitán de barco,pasó a ser Gustavo sin que nos diéramoscuenta, y así lo aceptamos. La versión enespañol le venía mejor a aquel niñoimpaciente, que andaba casi siempresemidesnudo y bañado en sudor.

Tenía un apetito voraz. Hortensia loalimentaba con platos cubanos: arrozcon frijoles negros, fricasé de pollo,tostones, frituras de malanga, sopasespesas llenas de viandas y embutidos,

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más los postres que yo había llegado adominar a la perfección. Por las tardes,yo ayudaba a Hortensia a preparar losdulces con los que mimaba a ese niñoque hubiera querido tener solo para sí, yal que le hablaba, exclusivamente, endiminutivos.

De nosotras, Gustavo no había heredadonada. No habíamos conseguidotransmitirle ni un mínimo hábito otradición del lugar de dondeproveníamos. Quién sabe si algún díadescubriría que nuestra lengua maternaera el alemán. Y que su apellido, enlugar de Rosen, era Rosenthal.

Gustavo le pertenecía a Hortensia. Aún

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pendiente de la sombra de papá, mimadre fue desentendiéndose poco apoco de educarlo. La inseguridad, ladesinformación, la imposibilidad depensar en el futuro, le impedíanconcentrarse en un hijo que ella no habíapedido traer al mundo. A veces, incluso,el niño dormía en la habitación deHortensia, o se iba con ella a pasar elfin de semana a la casa de Esperanza,donde tampoco celebraban cumpleaños,ni Navidades, ni fin de año.

La vida fuera del Petit Trianon existíapara Gustavo gracias a una simple mujera la que pagábamos para que noscuidara. Por las noches, era Hortensiaquien lo llevaba a la cama, le contaba

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cuentos lúgubres de brujas y princesasdormidas y le cantaba canciones decuna: «Duérmete mi niño, duérmete miamor, duérmete pedazo de mi corazón.»Era su fórmula para que Gustavo serindiera hasta el día siguiente.

Era juguetón y travieso. Tambiéndisfrutaba sentándose en las piernas deEulogio, detrás del volante, y fingir quemanejaba a toda velocidad.

—¡Tú vas a llegar muy lejos en estepaís, muchacho! —lo animaba Eulogio—. ¡Este niño sabe mucho!

Y esa predicción nos aterraba. Quiénquería llegar lejos en «este país», si loque ansiábamos era, más bien, salir

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corriendo y poder asentarnos lejos deleterno calor.

Tres años más tarde, mi estatura era lade una mujer adulta, demasiado alta parael trópico. En mi clase, sobrepasabahasta a los chicos que, por esa precisarazón, me evitaban. Me veían como unaaliada de la maestra. En algunasocasiones, la pobre mujer me pedíaayuda para controlar a aquella sarta deignorantes que, por provenir de familiasricas, se creían mejores que ella.Continuamente me provocaban: que «lospolacos» nada más se casaban entreellos, que no se bañaban todos los días,que eran tacaños y avariciosos. Yofingía no escucharlos, porque al final,

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pensaba, aquellos idiotas nunca podríandarse cuenta de que yo no era polaca, yque en ninguna circunstancia se mehubiera ocurrido buscar su tontaaceptación.

Mi madre continuaba concentrada en eldiseño y la costura de su único modelotropical en blanco

y negro. La comunicación con papá sehabía cortado completamente. TambiénLeo y mi padre se desvanecían en unolvido sereno. No podíamos hacer otracosa. La guerra estaba en su apogeo, ycada noche, antes de cerrar los ojos, yorogaba ver el fin. Pero en mi súplicaingenua, nunca aludía al posible

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perdedor. Lo que me interesaba era elrestablecimiento del «orden», un ordenque, en realidad, se refería al correo:quería poder recibir y enviar cartas aParís, tener noticias de los nuestros.

Un martes —¡tenía que ser un martes!—en pleno verano, la peor época del añoen esta ciudad miserable, el abogado acargo de nuestras finanzas y nuestrasituación legal apareció una tarde sinprevio aviso.

Ese día, que vino a sumarse a miinventario de martes trágicos, comprendíque el señor Dannón

era como nosotros: aunque el trópicohubiese suavizado sus impurezas, era tan

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indeseable como los Rosenthal, aquienes ayudaba por una cuota mensual.Lo cierto es que a él no lo llamaban«polaco»

porque sus ancestros habían llegado deEspaña, o tal vez de Turquía, quiénsabe. Como nosotros, sus padreshuyeron y encontraron refugio en unaisla que les permitió entrar con toda sufamilia. Sin dividirla, como habíanhecho con la nuestra.

En un tono grave, el señor Dannón noshizo sentar a ambas en la sala. Hortensiase llevó a

Gustavo al patio para dejarnos a solascon él. Sabía que el abogado, aunque no

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le inspirara confianza, traía siemprenoticias importantes.

No puedo reproducir sus palabrasporque no las entendí. Solo «campo» y«concentración» me resonaban en losoídos. No lograba entender por qué aúnno terminábamos de saldar nuestrasculpas.

Tuve deseos de salir a la calle y gritar:¡Papá!, pero ¿quién me escucharía?¿Qué habíamos hecho?

¿Hasta cuándo deberíamos seguirsoportando dolores? Me llevé las manosa la cara y comencé a llorardesconsoladamente. ¡Papá, papá! Almenos podía gritar dentro de mí, en

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silencio, y llorar delante del señorDannón, aunque a mi madre lemolestara. ¡Papá!

En un gesto de intempestiva solidaridad,quizás para aliviar nuestra pena o lasuya, el abogado —

que a fin de cuentas era poco más que undesconocido— nos contó que habíaperdido a su hija única.

Una epidemia de tifus, que habíaarrebatado la vida a miles de niños enLa Habana, la condenó a permanecer encama hasta que su diminuto cuerpo serindió. Por eso él y su mujer habíandecidido

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permanecer aquí, junto a los restos de sucriatura.

No tenemos fuerzas para llorar por unaniña desconocida, tuve deseos dedecirle. Qué torpeza.

Nos quedan muy pocas lágrimas, señor.No espere compasión de nosotras. Aúnnos queda mucho por llorar.

—¡Papá! —no pude más y grité.Hortensia acudió, asustada. Gustavo,detrás de ella, comenzó a chillar.

Subí a mi cuarto y me encerré. Buscabaconsuelo en mis ensueños con Leo, peroevitando imaginarlo en París. ¡No sabíacuál había sido su destino! Solo el Leo

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que conocí, aquel con quien corrí porlas calles de Berlín y las cubiertas delSaint Louis, podía ayudarme en aquelmomento.

Derramé todas las lágrimas que mequedaban. Esperé que mi dolor secontrajera en mi pecho, que

mis ojos no reflejaran la angustia y elodio que me consumían. Anhelé unaepidemia de tifus, o de cualquier otracosa que me sacara de aquí. Me imaginéen la cama, amarillenta y debilitada porla fiebre tifoidea, el pelo cayendo apuñados sobre mi almohada, médicos ami alrededor, mi madre en una esquinadel cuarto, pálida y nerviosa. ¿Y papá?

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¿Y Leo? Ni papá ni Leo aparecen en misueño, aun cuando soy yo quien decidecómo empieza y cómo termina.

Encerrada también en su cuarto, mimadre pasó la noche desesperada.Acallaba sus gritos contra

la almohada, pero aun así era posibleescucharla.

Permanecí en mi habitación hasta el díasiguiente, hasta que sentí que estabacompletamente seca.

Hortensia no preguntó qué había pasado.Debió haber pensado lo peor.Desayunamos como si nada

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hubiera sucedido. Al final, no sabíamosen realidad cuál sería el destino depapá.

No me atreví a preguntar si no seríamejor que nos fuéramos a nuestroapartamento en Nueva York, donde seveía salir el sol desde la sala que da alparque. A una ciudad con cuatroestaciones, donde florecen los tulipanes.Comprendí que tal vez mi madre temíano poder librarse de los tentáculos delos Ogros, que habían logrado llegarhasta el más lejano rincón de Europa.París estaba rodeada por los altavocesdel terror y teñida de la más nefastacombinación de colores: rojo, blanco ynegro.

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Pronto sentiríamos su presencia tambiénen Cuba, un país que, de hecho, yarespondía con favores. Al final, estabasegura de que los cubanos habíanpactado con los Ogros para impedir laentrada del barco que pudo haber sidonuestra salvación.

Desde ese día, mi madre se alejó parasiempre de la Singer. Comprendí que noestábamos de paso

en la isla. Nuestra transición iba a sereterna.

Anna

2014

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Diego aparece recién bañado, con elpelo mojado, vistiendo su mejor ropa:una camisa planchada

por dentro del arrugado pantalón corto.Medias blancas y unos tenis negros queusa en ocasiones especiales.

Tengo que definir su olor, pero no esfácil: es una mezcla de sol, mar y talco.En La Habana todos se cubren de talco.Se puede ver en el pecho de las mujeres,en el cuello de los niños, en la nuca delos hombres. La blancura del polvocontrasta con la piel de Diego.Comprendí por qué se deja el pelohúmedo: parece recién peinado. Amedida que se secan, sus rizos

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comienzan a enmarañarse sin control.

Lo que no me permiten hacer en NuevaYork puedo hacerlo aquí. No es quemamá confíe tremendamente en Diego,que debe tener la misma edad que yo,sino que evita contradecir a la tía, queinsiste en que no se preocupe, que es unbuen chico, querido por todos en elbarrio.

—Déjala que se divierta. No va apasarle nada —le asegura.

Creo que podría vivir en La Habana. Mesiento libre, y Diego se da cuenta y seríe. Me toma de la mano y nos vamos acorrer juntos por una calle lateral.

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—Hacia el mar —dice.

En la esquina, hay un perro escuálido, yDiego se detiene.

—Mejor doblamos por aquí —meadvierte, y se dirige, en direccióncontraria, hacia la avenida

cubierta de árboles que reconozcoenseguida: Paseo, la que vimos al llegar.

Tiene miedo de los perros. Sinpreguntarle, lo sigo en silencio: no tengointenciones de avergonzar a mi únicoamigo en esta parte del planeta. Bajamospor el centro de Paseo, camino al litoral,al límite de la isla.

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—Después de ahí, lo que queda es elNorte, donde tú vives —me explica—.Allá se fue mi padre

un día y nunca regresó.

Llegamos al muro del Malecón y nopuedo distinguir, en ese punto, dóndecomienza o termina la

larga estructura de cemento carcomido.Le pregunto si a toda La Habana labordea un muro como este.

—¿Pero tú estás loca, chica? Es solo untramo. ¡Dale, vamos! —dice, y se lanzaa correr.

También yo, aunque me falta el aire,

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corro por un trecho pues no quieroperderlo de vista, no sé

si sabría regresar. Paseo arriba hasta lacalle 21, me repito para no olvidarlo.Paseo y 21, y desde allí, sí, creo quepodría encontrar la casa de la tía. LaNazi, la única alemana en ese barrio deárboles con grandes raíces quedestruyen la acera. Todos la debenconocer y me guiarán. No estoy perdida.

No me voy a perder.

Diego se detiene finalmente, y se sientaen el muro áspero, húmedo de salitre yennegrecido por

el hollín de los autos.

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—¿Qué tal con la tía?

Me hace reír. No tiene filtros. Preguntalo que se le antoja. Creo que lo mejorserá contestarle del mismo modo, entraren su juego.

—Mi abuela dice que tu tía ahogó a sumadre con una almohada hace muchosaños. Que la vieja

no se moría y que tu tía se cansó y lamató.

No paro de reírme, y como ve que no meofende, sigue adelante con su historietabarata:

—No hubo funeral. Por ahí comentan

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que todavía tiene el cadáver disecado enuna bolsa, dentro

de un escaparate.

—Diego, ayer fuimos al cementerio.Vimos la tumba de mi bisabuela. Vi lalápida con su nombre.

Créeme, no hay ningún cadávermomificado en la casa. Pero si quieres,te invito a que le preguntes túdirectamente a la tía. ¿Te atreves?

—Los Rosen están malditos desde quellegaron a Cuba —continúa, disparandoa una velocidad increíble palabrasincompletas—. Uno murió en unaccidente de avión. Otro, cuando se

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cayeron las

torres gemelas.

—Ese era mi papá —lo interrumpo, yahí termina el juego. Se pone serio ybaja la cabeza, avergonzado. Esperounos segundos, para martirizarlo unpoco. No le digo que no conocí a mipadre, que murió antes de yo nacer. Queno me entristece que hable de su muerteporque ha sido siempre así para mí: sinrecuerdos de papá.

El primero en romper el silencio es él,que se lanza en una nueva carrera por laacera del Malecón, hasta llegar a unaexplanada llena de banderas negras ycarteles con mensajes raros. Unos

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altavoces emiten discursos que no puedocomprender: «A la revolución se lodebemos todo»,

«Socialismo o muerte», «Aquí no serinde nadie».

—¿Qué lugar es este? —Los altavocesme acosan. Diego me ve asustada y metoma de la mano.

—No pasa nada. Ya estamosacostumbrados. La gente no hace caso—dice entre carcajadas.

Pero, aunque trate de calmarme, estoysegura de haber entrado en una zona depeligro. Los uniformados podrían venira detenernos.

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—Tranquila: aquí un extranjero valemás que un cubano. Nadie te va adetener. En cualquier caso,

me llevarían a mí, por andar contigo.

—Vámonos ya, Diego. No quiero que sepreocupen en casa. Nos hemos alejadodemasiado.

En medio del escándalo de los altavocesy de la cháchara de Diego, que intentadarme mil explicaciones que nocomprendo, estoy a punto de caer al pisoy rendirme. Me siento mareada ycomienzo a temblar.

Al otro día, en la mesa del desayuno, latía nos espera con una foto amarillenta.

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Tiene una sonrisa en los labios y unbrillo especial en los ojos azules.

—Es lo que pudimos recuperar de papá—nos dice, y muestra la pequeña imagende una niña sentada en las piernas deuna mujer—. Y su estrella amarilla, elúnico objeto suyo que yace en elmausoleo de los Rosen. Otra idea de labisabuela Alma.

En la foto aparecen Alma y Hannah. Fuela última instantánea que se tomaronantes de partir de

Berlín y que el bisabuelo Max conservóen sus largos peregrinajes.

—Papá fue uno de los 224 pasajeros que

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ubicaron en Francia después que elSaint Louis fuera rechazado en el puertode La Habana, y que Estados Unidos yCanadá también se negaran a recibirlo.

Tal vez porque dominaba el francés, oporque conocía la ciudad, a papá loenviaron a París, en lugar de a Holandao Bélgica, otros dos lugares queacogieron a pasajeros. Si hubiera estadoentre los 287

que destinaron a Inglaterra —los únicosque se salvaron de la guerra y noterminaron en los campos de exterminio—, hoy tendríamos un cuerpo que honraren el mausoleo, junto al de mi madre.

La tía recita la historia sin pausas, en

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voz baja, como si ella misma seresistiera a oírla. Habla de cifras yfechas con una frialdad que sorprende amamá. Su sonrisa comienza adesdibujarse y sus ojos son ahora de unazul nebuloso. Prosigue:

—La noche del 16 de julio de 1942, mipadre fue una de las víctimas de latristemente célebre

«redada del Velódromo de Invierno deParís», dirigida por la policía francesa.Luego, fue transportado en tren aAuschwitz, el campo de exterminio —hace una pausa, suspira—. Nosobrevivió. Estaba muy débil, y estoysegura de que se dejó morir. En esta

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familia no nos matamos: nos dejamosmorir.

Nos mira a los ojos y nos toma lasmanos. Las suyas están frías, quizásporque ya la sangre no le circula bien, oporque nos cuenta algo que ha queridoolvidar sin conseguirlo.

Mamá, hasta ese momento ecuánime,comienza a sollozar en silencio. Noquiere incomodar a la

tía, que avanza en su relato condificultad y una triste sonrisa.

El señor Albert, un amigo del bisabueloque estuvo junto a él durante losprimeros meses en Auschwitz, recuperó

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para ellas la foto y la estrella.

—Papá le pidió que me las hicierallegar, porque pensaba que mi madre sehabría rendido en el

camino y ya estaría descansando en paz.Todos subestimaron a Alma —sonríe denuevo—. Era más

fuerte de lo que pensábamos. Hasta undía en que tampoco ella pudo más.

El corazón de mamá está a punto deestallar. La tía Hannah continúa.

—Debimos habernos quedado en elSaint Louis —ahora la tía habla en tonode resignación, y el azul de sus ojos se

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torna gris—. El señor Albert, que lecerró los ojos a papá, nos visitó en LaHabana

—aquí vuelve a sonreír, comoagradecida—. Se sentía en deuda con elhombre que lo había ayudado

a sobrevivir. Cuando papá llegó alcampo de exterminio, el señor Albert nolograba recuperarse de haber perdido asu mujer y sus dos hijas, y enfermó.Papá lo cuidó, haciendo por él todo eltrabajo que les ordenaban, hasta queAlbert pudo restablecerse un poco.

La tía hace una larga pausa.

—«El trabajo os hará libres», eso

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pretendían —suspira—. Arbeit machtfrei. Habían colocado a la entrada deaquel infierno esa inscripción enalemán. Un día, fue papá el que no pudomás, y se dejó morir.

Otro largo silencio.

—«Ustedes guardan la estrella amarillade Max, que fue un buen hombre», nosdijo el señor Albert años después, en LaHabana.

Aquí nos confesó que había sidoenviado a Auschwitz porque él y sufamilia eran testigos de Jehová: «Peroyo no tengo a quién dejarle mi triángulomorado», se lamentaba.

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—Para mí, el señor Albert había tenidosuerte —continúa explicando la tía—.Para él, en cambio,

Max era el afortunado. Qué sentido teníahaber sobrevivido después depresenciar la aniquilación de su esposa,sus padres, sus dos hijas, su familia.Según él, papá había quedado en elcamino, pero nosotras estábamos asalvo. El señor Albert hubiera preferidoese destino. Estaba solo, con la pérdidaen el corazón y el triángulo morado delos testigos de Jehová en el bolsillo.

—¿Y qué pasó con el señor Albert? —me atrevo a preguntar.

—Nunca más supimos de él —me

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responde la tía, que se encoge dehombros y se seca una lágrima. Ahorasus pupilas son transparentes: el pococolor que les quedaba se ha borrado.

Catalina entra y sale del comedor sinprestar demasiada atención a laslágrimas de mamá, la sonrisa triste de latía o la historia, que ya debe saber dememoria, de esos muertos que noconoció.

Ella tiene sus propias desgracias. Y estáahí para ayudar, para sanar heridas, paradisipar el odio. Por eso regresa con sucafé.

—Hacen falta muchas rosas rojas yblancas en esta casa —afirma, y llena

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las pequeñas tacitas.

En mi memoria, la fragancia de las rosasse une a la del café caliente que preparaCatalina con un preciso ritual. En LaHabana se consume café constantemente,para mantener los ojos bien abiertos.

—Mi madre había llorado el llanto quele quedaba desde que supo que habíandetenido a papá.

Quizás por eso no lo hizo al recibir laconfirmación de su muerte —nos cuentala tía—. Después de todas las lágrimasderramadas en Berlín, en el Saint Louisy en esta oscura casona de La Habana,su reacción fue más bien de amargura alconfirmar que la historia de Berlín se

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repetía en París, que papá habíasucumbido al horror de Auschwitz. Sudolor se transformó en fría serenidad.

Desde ese día, nunca más se abrieronlas ventanas, ni se descorrieron lascortinas, ni se escuchó música en lacasa. La bisabuela decidió vivir entinieblas. Hablaba poco, y comía porqueno le quedaba otro remedio. Pasaba eltiempo recluida en su habitación,leyendo literatura francesa en español,en traducciones que hacían aún másdistantes aquellas historias de siglospasados. No me la puedo imaginar.

Para la tía fue una sorpresa cuando labisabuela mandó construir el mausoleo

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para la familia. No

en el cementerio de Guanabacoa, queera el de los «polacos», sino en el deColón, el más grande del país.

—«Aquí tendremos espacio paratodos», decía cada vez que iba asupervisar la construcción del

panteón —recuerda la tía, imitando eltono de voz firme de su madre—. Másque para honrar a sus

muertos, lo hizo para que, al menos, sucuerpo y el mío terminaran en tierracubana, que cargaría eternamente con laculpa de no habernos aceptado cuandoel barco llegó al puerto de La Habana.

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Otro silencio. Catalina abre bien losojos y sacude la cabeza.

—Me hizo prometerle que nunca me iríade Cuba —continúa—, que mis huesosdebían reposar

junto a los suyos en esta isla que sedisponía a maldecir con su últimoaliento.

Catalina deja escapar un agudo gemido.

—«Van a pagar por los próximos cienaños», repetía —la tía imita nuevamentea la bisabuela Alma, agitando una manocon energía, y luego se queda ensilencio.

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La mirábamos sin salir de nuestroasombro. Además de tristes, estábamosalarmadas. Mantenerse

cuerda todos estos años tiene que habersido una odisea para ella. Debió haberhuido de la maldición, bien lejos deaquí.

Catalina se mantiene ocupada en susquehaceres pero, al escuchar losdesignios de Alma, se estremece y sepasa una mano por la cabeza, como paralimpiarse del mal que aún pudieraalbergar la casa. Le trae un vaso de aguaa la tía Hannah para que se aclare lagarganta y deje correr el dolor que laatraganta. Le pasa una mano por la

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cabeza, y exclama en voz baja:

—¡Suéltala! ¡Échate pa’llá! ¡Elévate,Alma!

La tía tiembla. Se hace una pausaincómoda mientras Catalina aún davueltas por el comedor. Yo

decido romper el silencio:

—¿Y qué pasó con Leo? —pregunto, ymamá me abre los ojos como parahacerme callar.

—Esa es otra historia —responde la tía,de vuelta con su sonrisa y el azul intensode sus ojos.

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Tragó en seco y resistió una lágrima apunto de correr por su rostro lleno desurcos.

—Después de la guerra logrécomunicarme con un hermano de lamadre de Leo, en Canadá. Ella

había fallecido poco antes de lacapitulación. Era una época debúsquedas, de intentos desesperados porencontrar sobrevivientes, por reunificarfamilias fragmentadas. Los mensajesiban, y regresaban casi siempre sinrespuesta. Nadie sabía nada. Hasta que,un día, recibí una carta con remitentecanadiense.

Baja la cabeza, se acomoda el pelo

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detrás de las orejas y se seca el sudor dela frente con una servilleta.

—Leo y su papá nunca bajaron delbarco.

Hannah

1950

Mi madre se había convertido en unfantasma, y Gustavo estaba cada vez másesquivo. Eulogio lo

llevaba y lo traía del Colegio de Belén,pero nunca conocimos a ninguno de susamigos. Desde que

cumplió diez años, Hortensia lo llevaba

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los fines de semana a casa de Esperanza,que había tenido un niño, Rafael. Apesar de la diferencia de edad, Gustavotenía al menos un amigo con quien jugar,aunque no le hacía mucha gracia visitaraquella casa de madera que cualquierhuracán podría derrumbar, donde lehablaban del Apocalipsis y de un diosque no le importaba.

Poco a poco comenzó a separarse denosotras, y en especial de Hortensia.

Había crecido con la vitalidad, eldesenfado y la espontaneidad de loscubanos. Supongo que se

avergonzaba de su madre y de mí, unasmujeres incapaces de mostrar sus

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sentimientos en público, llenas desecretos. Un par de locas encerradas enuna casa donde no se recibíanperiódicos, ni se escuchaba la radio, nise veía la televisión, ni se celebrabancumpleaños, Navidades o fin de año.Una casa donde nunca entraba un rayode sol.

Le molestaba hasta nuestra manera dehablar en español, que para él erapretenciosa, enrevesada y pedante. Loveíamos entrar y salir de casa como unextraño, y evitábamos hablar delante deél. En las cenas en familia, Gustavotrataba de hablar de política, peronosotras nos cambiábamos a temas quepara él eran frivolidades de mujeres. Su

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puesto en la mesa comenzó a estarvacío.

Hortensia aseguraba que se trataba de larebeldía propia de los adolescentes, yseguía intentando mimarlo como si fuerasu eterno bebé. En cambio, para él,Hortensia había regresado a ser unaempleada de servicio.

Con Gustavo, la guaracha, el ruidoambiental de La Habana quedesquiciaba a mi madre, entró con furiaa la casa. Se llevó la radio —que nohabía vuelto a encenderse— a su cuartopintado de verde, y allí escuchabamúsica cubana. Un día, al pasar delantede su puerta, lo vi bailar solo. Movía las

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caderas, se agachaba, levantaba losbrazos y cruzaba los pies al ritmo de unamúsica sin sentido, hecha de frasesincompletas y versos que consistían enlas más simples exclamaciones. A sumanera, era feliz.

Comencé a estudiar en la universidad ydecidí que sería farmacéutica. Queríadejar de depender

del dinero que papá había depositado envarias cuentas dispersas por el mundo,nadie sabía hasta cuándo tendríamosacceso a aquellos fondos. Me concentréen mis estudios, y mi madre y Gustavo

pasaron a segundo plano. La traición deLeo, de la que me enteré un poco tarde,

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también me permitió dejar de pensar enél con tanta frecuencia, y mi mundo seredujo a las clases de química orgánica,inorgánica, cuantitativa y cualitativa.Subía la escalinata universitaria, y hastaque no entraba a las aulas señoriales dela Facultad de Farmacia, a un lado de laescultura de bronce del Alma Mater, no

me sentía segura.

La casona del Vedado desaparecía porunas horas. Mi mancha se difuminaba yya nadie me llamaba «polaca», al menosen mi cara. En una ocasión, mi profesorfavorito, el señor Núñez, un hombrepequeño y calvo con dos mechones depelo rojo detrás de las orejas, se me

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acercó y me colocó una mano en elhombro mientras revisaba misecuaciones. El peso de su mano me hizosentir

un inexplicable vínculo. ¡Era otro más,uno como yo! Quizás Núñez no fuera suverdadero nombre,

quizás había logrado llegar con sufamilia, o había venido siendo niño, a laespera de unos padres que nuncadesembarcaron.

Sin poder explicármelo, comencé atemblar. Estaba cansada de tropezar conmis fantasmas. El profesor Núñez lonotó: quizás él mismo había estado enalguna situación similar. No dijo una

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palabra. Me dio dos palmaditas en laespalda y continuó revisando tareas. Apartir de ese incidente, y aunque nosiempre fueron del todo merecidas, medio las mejores calificaciones.

Cada vez que salía de clase y regresabaa casa por un camino diferente, o meperdía entre los callejones de LaHabana, pensaba en Leo. Sentía mi manopequeña en la suya, guiándome por lascalles de Berlín. Quién sabe por quéhabía tomado semejante decisión. Enuna época de miseria que nos hizomiserables, cada uno encontró susalvación como pudo.

Hubiera sido mejor para mí haber

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descubierto su engaño recién llegada aLa Habana. Tuve que

esperar que transcurrieran muchos añospara saber que Leo nunca se deshizo denuestras valiosas ampolletas —nuestras,de los Rosenthal, y no de los Martin—.Nunca las lanzó al océano, como me

aseguró aquella última noche, durante laúltima cena en el Saint Louis.

Por muchos años tuve la esperanza dereencontrarlo, de que crearíamos lafamilia que habíamos

soñado en aquellos días de los mapas deagua que dibujaba en Berlín.

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Leo no era de los que se rinden. Pero elLeo que se quedó en el barco era otro.El dolor de la pérdida nos transforma.

Nunca sabré lo qué pasó realmente eldía que el Saint Louis partió de regresoa Alemania. Decidí pensar que Leo,feliz por el hallazgo, le comentó a supadre que tenía las valiosas cápsulas ensu poder. ¿Tirarlas al mar? ¡Imposible!¡Había logrado arrebatárselas de lasmanos a los desesperados Rosenthal!Haberme salvado la vida era mucho másimportante para él.

Cerca de las islas Azores, la mitad delcamino que los devolvería al infierno, aldescubrirse desamparados en medio del

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océano y sin esperanzas de encontrar unpaís que los recibiera, tal vez Leo y supadre se refugiaran en el espacio dondese sentían seguros: el pequeño camarotecon olor a barniz. Allí se acostaron adormir.

Leo soñó conmigo. Sabía que lo estabaesperando, que lo esperaría con micajita azul añil hasta

que regresara y me colocara en el dedoel anillo de brillantes que perteneció asu madre y que su padre le había dadopara mí. Nos iríamos a vivir cerca delmar, lejos de los Martin, de losRosenthal, de un pasado que no nosconcernía. Tendríamos muchos hijos, sin

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manchas ni rencores. No hay nada

mejor que soñar.

A medianoche, el señor Martin, quevelaba el sueño profundo y feliz de suúnico hijo, se levantó y contempló alniño de las pestañas más largas delmundo. ¡Cómo se parece a su madre! ,pensó. Tenía delante al ser que másamaba en la vida: su esperanza, sudescendencia, su porvenir.

Lo acarició y lo abrazó con extremadelicadeza, muy despacio, para nodespertarlo. Sintió su cuerpo diminuto,aún cálido de vida, latiendo cerca de él.No pensó, no quiso analizar lo que sedisponía a hacer. Pero no había otro

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camino. Hay momentos en que uno sesabe condenado al final.

Para el señor Martin, ese instante habíallegado.

Sacó del bolsillo su pequeño tesoro, elenvase de bronce que, paradójicamente,había comprado

él mismo para Herr Rosenthal en elmercado negro, y lo destapó. Extrajo unadiminuta ampolleta de cristal, laprimera, y la colocó con sumo cuidadodentro de la boca de su hijo de solodoce años. Con el dedo índice la guiohacia lo profundo, entre los molares, sinque el niño se despertara.

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Leo soltó un suspiro, se acomodó y seestrechó más contra su padre, buscandoaquello que solo

podía esperar de él: protección. Elpadre lo abrazó de nuevo. El últimoabrazo, pensó. Colocó sus labios muycerca de la mejilla del niño queconfiaba a ciegas en él y que tanto loadmiraba. Su niño querido.

El señor Martin cerró los ojos. Pensabaque podría abstraerse de ese minuto, delque ya era tarde para huir, y apretó ladelicada mandíbula de su hijo. Sintiócómo la ampolleta de cristal crujía, y elchasquido resonó en lo profundo de sucerebro. Leo abrió los ojos y su padre

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no se atrevió a observar cómo la vida desu hijo se apagaba. La respiracióncomenzó a fallarle, se ahogaba, Leo noentendía qué pasaba, ni por qué laamargura que sentía en la boca y que loquemaba, iba separándolo del padre, delhombre con quien había salido aconquistar el mundo.

No hubo lágrimas, ni quejas. No hubotiempo. Sus ojos abiertos, orlados deenormes pestañas, miraban al vacío.

El señor Martin se llevó las restantesampolletas a la boca. Era la mejormanera de no sobrevivir a su terribletragedia. No se atrevió a llorar, ni agritar, lo único que sintió fue un odio

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profundo por todo cuanto lo rodeaba. Lehabía arrebatado la vida a su hijo.Únicamente una fuerza diabólica pudohaberlo empujado a cometer semejanteatrocidad. No quiso demorar más laagonía. El cianuro de potasio entró encontacto con sus glándulas salivales. Nopudo, siquiera, detectar el sabor ni latextura del polvo letal. Muerte cerebralinstantánea. Muy poco después, sucorazón dejó de latir.

Al siguiente día, cuando ya cadapasajero había recibido permiso dedesembarque fuera de Alemania,encontraron los cuerpos de padre e hijo.Un cable le ordenó al Capitán que, porrazones sanitarias, no sería posible

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esperar hasta tocar el puerto en Amberespara hacerles un funeral. El niño de laspestañas largas y su padre fueronsepultados en el océano, cerca de lasAzores.

Así preferí imaginar el fin de mi únicoamigo, el niño que creyó en mí. Mi Leoquerido.

Anna

2014

El cuarto de la tía es austero. Se hadedicado a borrar minuciosamente lashuellas del pasado. Por eso recibimoslos negativos, las postales del barco, elejemplar de La niña alemana con su

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foto en la portada. No quiere guardarnada.

—Basta con tenerlo aquí —dice, y setoca la sien—. Ojalá pudiera borrarlotambién.

Puede cerrar los ojos y recorrer laamplia habitación con ventanas a lacalle sin tropezar con butacas, cómodas,la mecedora, la percha para lossombreros y las mantillas. Conserva enla mente cada milímetro de ese espacioque alguna vez asumió como temporal.La habitación de la niña es ahora elcuarto de una anciana.

No hay fotos. Ni en las paredes, ni sobrelos muebles, ni en los estantes. Tampoco

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tiene libros.

Pensé encontrar su habitación cubiertade fotografías de su época en Berlín, desus antepasados.

Somos muy distintas. Yo me paso la vidacubriendo las paredes de mi cuarto conimágenes; ella las borra.

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A veces pienso que la tía nunca tuvoniñez, que la Hannah de las fotografíasde Berlín y de la portada de la revista esotra niña que murió en la travesía.

Sobre la cómoda hay una vasija deporcelana blanca decorada en azul.

—Era de mi farmacia. La perdí. En esosaños te lo quitaban todo en este paísimpredecible —

comenta, sin dar más explicaciones.

No conserva el envase por nostalgia dela Farmacia Rosen, que una vez existióen una esquina del

Vedado, sino para guardar lo que no

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quiere que sea tocado por el implacablepolvo tropical.

En el armario, tras una puerta que seatasca, puedo ver la colección de blusasblancas de suave algodón y las faldasoscuras de textura pesada, el uniformeque ha adoptado en sus años finales enLa Habana.

Abre la gaveta de su mesita de noche yme muestra un pequeño cofre azul.

—Es lo único que conservo de mis tressemanas en el Saint Louis. Va siendohora de cumplir la promesa. Falta pocopara abrirlo.

Me pregunto cómo ha podido guardar

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tanto tiempo esa caja sin saber qué tienedentro. Ya sabía

que Leo no iba a regresar, que lo habíaperdido para siempre.

También me muestra la Leica que supadre le regaló antes de subir al SaintLouis.

—Tómala, Anna. Es tuya. Desde quellegamos a La Habana ha estado ahíguardada, tal vez aún funcione.

Antes de que cierre la gaveta, veo elrevés de una fotografía que tiene algoescrito. Alcanzo a leer:

«Nueva York, 10 de agosto de 1963.»

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La tía advierte mi interés, toma la foto yse queda mirándola por un buen rato. Esun hombre vestido con sobretodo, en unade las entradas del Parque Central.

—Es Julián, con jota —me comentasonriendo.

No había escuchado antes ese nombre, yespero que me explique. Por la maneraen que lo mira, y

también porque esta foto no estaba en elsobre que nos llegó a Nueva York,comprendo que no es alguien de lafamilia.

—Nos conocimos cuando estudiábamosen la universidad. Era una época muy

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convulsa.

La tía sigue mirando la imagen en blancoy negro, borrosa y un poco arrugada. Esuna de las pocas fotografías queconserva en la casa.

—Nos dejamos de ver por algunos años,porque él se había ido a estudiar aNueva York. Luego

regresó y nos volvimos a encontrar enmi farmacia. Fuimos inseparables, perose fue de nuevo. De

aquí todos se van. ¡Menos nosotras!

Le pregunto si era su novio y suelta unacarcajada. Guarda la foto en la gaveta,

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se levanta con cierta dificultad y sale alpasillo.

Entre su cuarto y el nuestro median doshabitaciones cerradas con llave. La tíase da cuenta de que, aunque no medecido a preguntarle, observo esaspuertas con curiosidad.

—Ese era el cuarto de Gustavo. ¡Fuimoslas culpables de crear ese engendro! Nome atreví a darle

su habitación al niño, tu padre, el díaque vino a vivir con nosotras. Aquelotro fue su cuarto, contiguo al de mimadre. En esos años tu papá era nuestraúnica esperanza. Ahora lo eres tú.

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Me sostengo de la baranda para bajarlas escaleras detrás de la tía, que pisacon cuidado cada escalón. No por temora caerse, sino para mantener una posturacorrecta. Paso la mano por las paredes,y me imagino a papá en esas escaleras, ami edad, detrás de la tía que lo salvó decrecer al lado de un «engendro». Suspadres habían desaparecido en unaccidente aéreo, su abuela estabapostrada en una cama y la tía se dedicó acuidarlo. Creció protegido en lapequeña fortaleza del Vedado. Sería elúnico que abandonaría la isla en la queellas tenían el compromiso de morir.

La tía parece haber puesto punto final asus explicaciones. Pero desde que dijo

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la palabra engendro para referirse aGustavo, sabe que estoy intrigada. Hayun vacío entre los años en que Gustavoestudiaba y el momento del accidente deavión. Ya llegará la oportunidad, todo asu tiempo.

Salimos juntas al portal. Por algunosminutos contemplamos el jardín donde,me cuenta, había flores de pascua, rosas,buganvilias y crotos de diferentescolores.

—Aquí todo se seca. Y yo que teníailusión de cultivar tulipanes. Mi padre yyo amábamos los tulipanes.

Por primera vez detecté una profundanostalgia en su voz. Sus ojos parecían

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estar llenos de lágrimas que no llegabana brotar, sino que se estancaban y loshacían lucir más azules.

La dejo con mamá, pues Diego meespera para llevarme a descubrir otrosrincones secretos de la

ciudad. Al encontrarlo, me recibe con sutorpeza habitual:

—Yo creo que tu tía debe tener comocien años...

Hannah

1953-1958

Aquí los cambios suceden sin previo

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aviso. Sales a la calle con un sol queabrasa, pero el aire mueve una nube ytodo se transforma. En un segundo tepuedes empapar antes de abrir elparaguas.

Llueve y el agua cae a raudales, elviento te sacude, las ramas sedesprenden, el jardín se inunda.

Después de la lluvia, del asfalto sube unvaho asfixiante, se amalgaman losolores, se decoloran las casas y la gentecorre despavorida. Al final, uno seacostumbra. Son los aguacerostropicales. No puedes hacerlesresistencia.

La primera gota la sentí en la esquina de

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la calle 23. Doblé a la derecha en laavenida L y no me dio tiempo a hacernada más: estaba empapada. Al subirpor la escalinata hacia la Facultad deFarmacia, el sol brillaba otra vez y miblusa comenzaba a secarse, pero mi pelochorreaba agua.

En un abrir y cerrar de ojos, decenas deestudiantes comenzaron a bajar laescalinata. Se empujaban unos a otros,no comprendí si huían. Vi a algunosencima del Alma Mater, haciendoondear una bandera. Gritaban frases queno podía descifrar, pues se confundíancon el sonido de las sirenas de laspatrullas de policía que se estacionaronal pie de la escalinata.

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Una chica que venía a mi lado estaba tanatemorizada que se sujetó de mi brazo, yme lo oprimía

sin decir nada. Lloraba, en pánico.Dudábamos entre subir la escalinata obajar por la avenida San Lázaro y dejaratrás la universidad.

Los gritos se hacían másensordecedores. Un ruido, como ungolpe contra algo metálico, quizás

un disparo, nos espantó todavía más, yun muchacho que bajaba nos ordenó quenos lanzáramos al

suelo. Lo obedecimos y me vi contra losescalones mojados, mi blusa gris

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irremediablemente manchada. Me cubríla cara con las manos. De repente, lachica se levantó y salió corriendoescaleras abajo. Yo traté de acercarmelo más posible al muro para evitar queme aplastaran y me mantuve inmóvilcontra los escalones.

—Ya puedes levantarte —me dijo elchico, pero no respondí de inmediato.

Permanecí tumbada unos segundos más,y al comprobar que la calma habíaregresado, alcé la vista y lo descubrícon mis libros bajo el brazo. Meextendió una mano para ayudarme.

—Arriba, que me tengo que ir a clases.

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Me sostuve de él sin mirarlo, me arregléla falda, intenté en vano limpiar miblusa.

—¿No te vas a presentar? —mepregunta—. No te doy los libros hastaque no me digas tu nombre.

—Hannah —respondí, pero tan bajo queno me escuchó. Arrugó la frente, levantóuna ceja: no entendía, e insistió en untono un poco alto.

—¿Ana? ¿Te llamas Ana? ¿Estás en laFacultad de Farmacia?

Otro más. Nunca terminaría de explicarcómo me llamo.

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—Ana, pero con una jota —no pudecontenerme—. Y sí, estudio Farmacia.

No tenía por qué permitirle quepronunciara mal mi nombre.

—«Jana», me llamo «Jana» —y leagradecí que me hubiese ayudado.

—Mucho gusto, «Ana con jota». Ahoradebo correr a mis clases...

Lo vi subir de dos en dos los escalones.Llegó a la cima, se detuvo entre lascolumnas, se volvió y gritó desde allí:

—¡Te veo luego, «Ana con jota»!

Algunos profesores faltaron ese día. En

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uno de los salones, varias chicasatemorizadas murmuraban sobre tiranosy dictaduras, golpes de estado yrevolución. A mí, nada de lo que estabaocurriendo me intimidaba. Eran díasconvulsos en la universidad, pero noestaba interesada en indagar, y muchomenos en ser parte de disturbios con losque no tenía nada que ver.

A la hora de la salida, me demoré unpoco en el baño intentando adecentar miblusa. No había nada que hacer: se habíaarruinado completamente. Al salir, demal humor, lo encontré de nuevo,recostado en la entrada de la facultad.

—Eres el chico de la escalinata, ¿no? —

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le pregunté sin detenerme, fingiendodesinterés.

—No te dije mi nombre, «Ana con jota».Por eso vine hasta aquí. Llevo una horaen esta puerta.

Le sonreí, le di las gracias por segundavez, seguí mi camino y él se mantuvo ami lado, mirándome en silencio. No memolestaba; más bien me intrigaba hastadónde pensaría seguirme.

El cielo se había despejado un poco.Ahora, las nubes oscuras podíandivisarse al final de la avenida SanLázaro. Quizás llovía a unas cuadras deallí, pensé comentarle, pero preferí nohablar tonterías impulsada por la

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necesidad de decir algo, y permanecí ensilencio hasta que él decidió que, sicaminábamos juntos, debíamosconversar.

—Me llamo Julián. ¿Ves? Estamosunidos por la jota.

No me pareció nada gracioso. Bajamosjuntos la escalinata y yo continuabamuda.

—Estudio Derecho.

Quién sabe lo que habrá pensado: no seme ocurría qué decir, así que memantuve callada hasta

llegar a la calle 23. Allí, como cada día,

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doblé a la izquierda para irme a casa. Éldebía bajar por la avenida L, así que nosdespedimos en la esquina. O, más bien,se despidió él, porque yo solo acerté adecirle adiós con la mano.

—Te veo mañana,«Ana con jota» —leescuché decir mientras desaparecía porla avenida.

Era el primer chico cubano que se fijabaen mí. Por lo visto, Julián se negaba adecir mi nombre

correctamente. Tenía el pelo un pocolargo para mi gusto, y unos rizosdesordenados que le caían en la frente.Su nariz era larga y recta y sus labios,gruesos. Al sonreír, se le alargaban los

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ojos debajo de unas cejas muy negras yespesas. Al fin había conocido a unchico más alto que yo.

Pero lo que más me impresionó deJulián fueron sus manos. Tenía dedoslarguísimos y anchos.

Eran manos fuertes. Llevaba la camisaremangada, sin corbata, y el sacocolgado en un hombro con

desenfado. Sus zapatos estaban rayadosy sucios, quizás a causa del caos quehabíamos vivido unas horas antes.

Desde nuestra llegada, no había tenidoel más mínimo interés en hacer amigosen un lugar que aún seguía siendo

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transitorio para nosotras, pero al llegara casa seguía pensando en él. Lo quemás me desconcertó fue que, cada vezque me venía a la mente su rostro orecordaba su voz llamándome

«Ana con jota», me sorprendíasonriendo.

Ir a clases había sido mi evasión. Ahora,la evasión tendría un motivo más: volvera ver al «chico de la jota». Al díasiguiente llegué temprano a la facultad,pero no lo encontré. Esperé incluso unos

minutos a la entrada, hasta llegar a temerque llegaría tarde a clases. Mejor seríaolvidar a alguien que ni siquiera habíaintentado pronunciar mi nombre como

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debe ser, pensé. Cuando estaba porentrar, a pocos minutos de que cerraranla puerta del aula, me sorprendió altomarme por el brazo.

Sin tiempo para evitarlo, me volví conla más deslumbrante de mis sonrisas.

—Vine porque no me dijiste tu apellido,«Ana con jota».

Sentí que me sonrojaba sin remedio. Nopor lo que me había dicho, sino por eltemor de que me

notara demasiado eufórica.

—Rosen, mi apellido es Rosen —le dije—. Y ahora me tengo que ir, o no me

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dejarán entrar a clase.

Debí haberle preguntado también suapellido, pero estaba muy nerviosa. Alsalir comprobé desencantada que noestaba allí. Al día siguiente, tampoco.Pasó una semana y el chico de laescalinata no volvió a aparecer, pero yoseguí pensando en él. Si intentabaestudiar o dormir, recordaba su risa oveía ante mí sus rizos y sentía deseos deacomodárselos.

No lo volví a ver.

Al terminar la universidad hablé con mimadre para abrir una farmacia que yomisma podría atender. No se entusiasmódemasiado con el proyecto, porque

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implicaba una idea de permanencia a lacual se negaba, aun cuando todo parecíaindicar que no tendríamos otraalternativa, después de diecisiete añosvarados en una isla. Lo consultó con elseñor Dannón y él fue el primero enapoyarme con entusiasmo, más aúnporque se trataría de un ingreso nuevo yestable.

Inauguramos la Farmacia Rosen unsábado nublado de diciembre. Estabamuy cerca de la casa, enfrente delparque de los flamboyanes. A ella no legustaba la idea de abrir un negociodurante el fin de semana, pero lossábados para mí siempre trajeronbuenos augurios. Ella hubiera preferido

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un lunes, pero los lunes están demasiadocerca de los martes. Como no cedí,decidió no asistir a la ceremonia decortar la cinta.

Por esa época comencé a pasar el día, ymuchas veces la noche, preparandorecetas en un universo que se medía engramos y mililitros. Le di empleo aEsperanza, la hermana de Hortensia,

que se convirtió en el rostro de lafarmacia. O de la botica, como ella lallamaba. Atendía a los clientes detrásdel estrecho mostrador. Tenía «don degente», como dicen aquí. Eraextremadamente paciente y escuchabacon dulzura las penas de los vecinos,

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que a veces ni siquiera venían por sumedicina, sino solo para ser escuchadosy aliviar sus pesares conversando conaquella apacible mujer de ojoscándidos. Era mucho más joven queHortensia, pero parecían de la mismaedad. No se

depilaba las cejas, no usaba carmín:nada de maquillaje en el rostro ásperoque, no obstante, destilaba bondad.

Esperanza trajo del instituto de segundaenseñanza a su hijo Rafael, que comenzóa ayudarnos con

las entregas a domicilio. Rafael era altoy delgado, con el pelo oscuro y lacio, lanariz aguileña, los ojos pequeños y

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rasgados y una boca enorme. Taneducado y respetuoso como su madre.Ambos vivían en un perpetuo sobresalto.En una isla donde la mayoría pertenecíaa una misma religión, ellos profesabanotra: compartían el pecado de serdiferentes.

Por eso nunca comprendí cómo, aunviviendo con miedo, tanto ella como él aveces

aprovechaban para deslizar «la palabrade Dios» en aquellas terapias furtivas.«Tenemos la misión de predicar lapalabra», decían. A mí, por suerte, nome aludían en su celo proselitista.Estaba

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convencida de que Hortensia les habíaadvertido que yo era una «polaca», y alos «polacos» era mejor dejarlos en paz.

Con Esperanza y Rafael me sentíasegura; a una distancia saludable de laoscuridad, la amargura y el dolor de mimadre, que cada día lucía mástransparente. Las venas eran el únicocolor en aquella piel que huía del solcon obstinación. Había perdido a papá,estaba atrapada en un país que detestabay Gustavo se le había ido de las manos.Para ella, mi farmacia era mi intento deser feliz y eso la agobiaba, pues tenía lacerteza de que, para los Rosenthal, lafelicidad sería siempre una utopía. Lamuerte prematura estaba en nuestra

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esencia. Para qué pretender lo contrario.

Las salidas de casa también implicabanciertos riesgos. En cualquier esquinapodían

sorprenderme los fantasmas. Por esocoloqué a Esperanza en el mostrador:sabía que, si me dedicaba a atender alos clientes, en algún momentoaparecería uno como yo, me reconoceríay querría entablar un diálogo que hastaahora había conseguido eludir.

Rafael me acompañaba a los almacenesa recoger encargos voluminosos y, porel camino, yo evitaba hacer contactovisual con los transeúntes. Si alguien seme acercaba demasiado, o si en una

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esquina había un grupo de jóvenes,bajaba la vista. Si veía venir a unaanciana, me pasaba a la acera contraria.Tenía la certeza de que en cualquierparte me los podía encontrar. Ese era mitemor.

Un martes, bajábamos por la calle Ihasta Línea y encontramos un jardín enel que comencé a admirar las rosas quecrecían a ambos lados de la entradaprincipal. Al alzar la vista, apareció unedificio de líneas modernas einscripciones antiguas en la puerta; unasinscripciones que no había visto en añosy que reconocí de inmediato. Tresmuchachas vestidas de blanco salían deledificio. Yo estaba paralizada: me

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habían reconocido, sin duda. Una vezmás, los fantasmas se las arreglabanpara sorprenderme. Comencé atranspirar desaforadamente.

Rafael, que no acertaba a comprender loque sucedía, me sostuvo. Cambié lavista, tratando de ignorarlas, pero alvolverme vi en sus rostros una sonrisairónica, una mirada de perversasatisfacción. Me habían encontrado, nopodía esconderme. Pertenecemos a lamisma ralea: refugiadas en una isla.Hemos huido de lo mismo, pero notenemos escapatoria.

Rafael me miró extrañado.

—Es la iglesia de los polacos —me

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dijo, como si yo no lo supiera, sinpercatarse de que, en realidad, hubierapreferido no saberlo.

Al regreso del almacén, evitamos aquelcamino. Desde ese día, la calle I noexiste para mí.

Antes de cerrar cada noche las puertasde la botica, nos sentábamos Esperanza,Rafael y yo a conversar un rato.Atenuábamos la luz para evitar que acualquier vecino se le ocurriera entrar einterrumpiera nuestras pláticas sobre elviejo gruñón que vivía encima de labodega y contaba cada una de laspíldoras de su envío a domicilio, osobre la mujer que recibía sus ámpulas y

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le pedía al mismo Rafael que se lasinyectara, o sobre el hombre que cadavez que al aceptar en la puerta lamedicina para su esposa, le advertía ami empleado que no tenía interés en oírhablar de Dios. A veces me quedabasola por horas, observando el ritmo delas hélices del ruidoso ventilador quehabíamos instalado en el techo, con elque casi tropezaba si se me ocurríalevantar una mano.

En aquellas noches tambiénescuchábamos música: Esperanzabuscaba en la radio una estación quetransmitía boleros. Nos deleitábamoscon canciones de amores imposibles,naves sin rumbo, olvidos, obsesiones,

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dolores y perdones; de lunas con aretes;de arrullos de palmas; de abrazos y

desvelos; de envidias y bellosamaneceres. Melodramas cantados semezclaban con la fragancia dulzona delas pociones, del mentol alcanforado, eléter, la sal de Vichy y el alcohol parabajar la fiebre, que en esa época era loque más se vendía.

Nos reíamos. Esperanza cantaba alcompás de los boleros y descansábamosdespués de un largo

día que yo no quería ver llegar a su fin.Ellos se iban a su casa, y yo al oscuroPetit Trianon.

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Hortensia no sabía cómo agradecermeque le hubiera dado trabajo a suhermana y a su sobrino.

Nunca entendería que la agradecida erayo. Para mí habría sido muy difícilencontrar empleados de confianza paranuestra farmacia, que según mi madreestaba condenada al fracaso por habersido inaugurada un sábado.

Gustavo comenzó a estudiar en laescuela de leyes, y venía con menosfrecuencia a dormir a la

casa. Nunca nos atrevimos a preguntarlecon quién o dónde se quedaba, perotemíamos por él. Había una ola deviolencia desatada en las calles de La

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Habana, según Hortensia, aunquedespués de lo que habíamos pasado enBerlín, nada nos quitaba el sueño. Paramí, la ciudad permanecía igual en sumonotonía: el bullicio invasivo, el calor,la humedad, la llovizna y el polvo eraninvariables.

Una noche, después de habernos ido a lacama, llegó Gustavo de improviso, conla camisa rota,

sucio y golpeado. Hortensia se lo llevóa su habitación para evitar que nosasustáramos, pero alcanzamos a verlodesde la ventana entreabierta de sucuarto. Mi madre no se inmutó.

Después de bañarse y cambiarse,

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Gustavo subió a su habitación y duranteuna semana no salió de

casa. No sabíamos si estaba huyendo, silo buscaban para encarcelarlo o si lohabrían expulsado de la universidad,que continuábamos pagando conpuntualidad. La respuesta de mi madreera siempre la

misma:

—Ya es un adulto, y sabrá lo que hace.

Por esos días, nos dio la noticia durantela cena: habían asesinado a un líderestudiantil; la universidad estabacerrada. No pude dejar de pensar enJulián, al pie de la escalinata. «¡Ana con

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jota!», podía escuchar con claridad, eimaginarlo a la salida de la Facultad deDerecho. ¿Adónde te fuiste, Julián?¿Por qué no me buscaste más?

El olor del fricasé de pollo que Gustavodevoraba con ansiedad me condujo devuelta a la conversación. Continuabacon su discurso de muertes, dictaduras,opresión y desigualdad. Movía sin cesarlos brazos al hablar: las manos erancomo aletas; la voz, toda pasión.Hortensia le había colocado en la sienuna venda de gasa, que yo no podíadejar de mirar mientras la cara se leenrojecía de furia e impotencia. Alzabala voz, y yo le respondía en un susurro;se desesperaba, intentando sacudirme

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con discursos que no conseguíanconmoverme. Hortensia iba de un lugara otro nerviosa,

recogía los platos, servía agua y al finaltrajo el postre con una gran sensación dealivio: terminaríamos de cenar, seacabaría la discusión y cada uno seretiraría a su cuarto, pensaba.

Pero en un minuto vi que la venda deGustavo se teñía de rojo. Comenzósiendo un pequeño punto, imperceptiblepara los demás; luego una mancha quefue creciendo hasta que un delgado hilode sangre comenzó a correr camino a suoreja.

Me desperté en el suelo, entre Hortensia

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y Gustavo. Él tenía en la frente una gasanueva, sin rastro de sangre. Sentí que elcalor regresaba a mi cuerpo. Hortensiasonreía.

—Arriba, niña, cómete el postrecito.¿Vas a desmayarte por una gotica desangre?

Mi madre no se había movido de lamesa. Vi que se llevaba lentamente a laboca una cucharada de

arroz con leche y canela. Alincorporarme, ella se excusó y subió asu cuarto.

Mi desmayo no la había alarmado: loque la incomodaba era que Gustavo le

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hubiera dado

participación a Hortensia en losconflictos familiares, y también quepudiera estar de algún modo vinculado aesa muerte, ya fuera del lado de loscriminales o del asesinado. Ambasopciones eran inaceptables para ella,que había tomado la decisión desobrevivir en la isla sin llamar laatención.

Después de haber hecho tantossacrificios para borrar la mancha conque lo trajo al mundo, lo veía ahorainmiscuido en conflictos inconvenientespara los Rosen. Conflictos que, además,podían costarle la vida.

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Gustavo no entendía cómo podíamos sertan frías, no reaccionar a las injusticiasde un país que él consideraba suyo,vivir tan aisladas de lo que sucedía anuestro alrededor. Me lo preguntó, pero,a esas alturas, yo no tenía energías paracontinuar un diálogo que no nos llevaríaa ninguna parte.

Tengo a una madre que puedeenloquecer de la noche a la mañana yuna farmacia que atender, me repetía amí misma hasta el cansancio.

En su habitual tono apasionado, Gustavome hablaba de derechos sociales, detiranos, de gobiernos corruptos. Yo loescuchaba pensando ¿qué sabrás tú de

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tiranías?, pero mi hermano había nacidocon la necesidad de enfrentarse al podery cambiar el orden establecido. Supasión por su propio discurso, sugesticulación agresiva, la intensidad y elvolumen de su voz, nos ponían aHortensia y a mí en estado de pánico.Teníamos la sensación de que un díapodría despertarse y salir iracundo a lacalle a organizar una rebelión nacional.No creía ya más en las leyes ni el ordende un país que, según él, se venía abajo.

—Tú naciste en Nueva York, eresciudadano americano. Puedes irte deaquí sin problemas —le recordé,tratando de ofrecerle una alternativa. Micomentario tuvo el efecto de una

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bofetada.

—Ustedes no me entienden. ¿Es que noles corre sangre por las venas? —megritó exasperado,

llevándose las manos a la cabeza.

Se levantó con furia de la mesa y lanzóel plato del postre contra una esquinadel comedor.

Hortensia corrió a limpiar la manchaque había dejado en la pared, y con unamirada de súplica se aseguró de que memantuviera callada.

—Déjalo, ya se le pasará —me pidió envoz baja, como una madre que protege al

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hijo de sus propios errores.

Si alguien sufría con la distancia abiertaentre Gustavo y nosotras, era ella. Temíaque su niño adorado se metiera enproblemas.

—Si algo le sucediera ¿quién lodefendería? ¿Tres mujeres encerradas enuna casona? —

murmuraba.

Aquella noche, Gustavo subió a sucuarto y dio un portazo. Lanzaba objetoscontra el piso, hablaba solo, caminabade un lado a otro. Encendió la radio,obligándonos a escuchar una guaracha atodo volumen. Media hora más tarde,

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bajó con una maleta, dio un portazo ydesapareció.

No supimos más de él hasta después deun fin de año turbulento en que todocambió de manera

radical. Esa mañana, mi madre predijoque volveríamos a vivir en otro estadode terror.

Anna

2014

Ahora, mamá y la tía tienen un proyecto.Se disponen a vaciar los cuartos de unafamilia que ya

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no existe, y las descubro susurrando,como si se conocieran de toda la vida.

De un viejo estante que abre condificultad, la tía extrae bufandas de lanade varios colores. Mamá se sorprende alverlas. Bufandas para el calor tropical.

—Llévenselas a Nueva York —dice, yme las coloca al cuello, una por una.

Saca también sus agujas de tejer y unovillo de estambre. La observosorprendida e intento comprender elsentido de tejer piezas que nadie usa.

—Me alivia la artritis —aclara, ycomienza a bajar las escaleras apoyadaen el brazo de mamá.

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Dejo sobre mi cama esta nuevacolección de bufandas —el último delos regalos que pensé encontrar en Cuba— y les aviso que voy a salir con Diego.Su madre nos ha invitado a almorzar y élha venido por mí.

La casa donde vive Diego, que una vezfue blanca, conserva una puerta demadera sólida, inmune

a los golpes y al paso de los años. A laderecha, en el marco, un pequeño objetose confunde con las deformidades de lamadera, cubierto por innumerablescapas de pintura. Diego no entiende porqué

me detengo en la entrada. Al acercarme

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más, compruebo que es una mezuzá.¡Una mezuzá! No lo puedo creer.

Dentro de la casa hay cajas por doquier,como si estuvieran por mudarse. Diegome explica que

las usan para almacenar cosas.

—¿Pero qué guardan? —le pregunto.

—Cosas —insiste, un poco sorprendidopor mi curiosidad.

En el comedor, la mesa está preparada,cubierta por un mantel de hule. La madreentra y, sin presentarse, sonríe y mebesa. Es delgada como Diego, con elpelo negro y rizado, el cuello largo, los

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pechos terriblemente caídos, el vientremarcado por un vestido muy ceñido.Antes de sentarnos, Diego le aclara quehablo español, que no soy alemana, quevivo en Nueva York y que tenemos lamisma edad. Yo le sonrío sin decirpalabra.

La madre trae una fuente humeante dearroz blanco, un potaje oscuro y un platocolorido de revoltillo de huevo. Intentodeterminar de una ojeada si está hechocon embutidos, verduras o tomates, peroel contenido de los trozos amarillos yverdes es indefinible.

Me sirvo la menor cantidad de comidaposible para prevenir un desaire en caso

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de que no me guste y, mientras comemos,observo los retratos de familia quecuelgan de las paredes. Intento ver enaquellos rostros un parentesco con miamigo cubano o con su madre. Quizássean sus abuelos o sus

tatarabuelos.

Descubro algo más: sobre el aparadordescansa una menorá, con los sietebrazos cubiertos por la

cera de varias velas derretidas.Intrigada y sorprendida, dejo de comer,y la madre de Diego se da

cuenta:

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—No te preocupes, es difícil quetengamos un apagón hoy. Nos hemosquedado sin velas. El mes

pasado nos quitaron la luz varias veces,ya sabes, lo hacen para ahorrar. Come,mi niña, come...

Primero la mezuzá, después la menorá.Y ahora estos retratos de antepasados.Decido que lo mejor será preguntar.Elijo uno de los retratos, una pareja.

—¿Son sus padres? —Y la madre deDiego no puede evitar un estallido derisa, con la boca llena

de arroz y frijoles. Se lleva la mano alos labios y mastica con rapidez para

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poder responder antes de que yocontinúe.

—Son fotos de la familia que vivía aquí.Nos dieron su casa pocos días despuésque ellos se fueron del país. Yo tenía laedad de ustedes.

No puedo entender cómo laspertenencias de aquella familia puedenhaber pasado a ser de esta otra. Por lovisto, ocuparon una casa abandonada.

—Hace unos treinta años hubo unacrisis, y el gobierno permitió que sefuera mucha gente. Se iban por mar, enbarcos que sus familiares mandabandesde Estados Unidos —comienza acontar la

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madre de Diego—. Fueron unos mesesterribles. Los periódicos anunciaban lahuida de los enemigos

del pueblo; «la escoria», los llamaban,«los traidores». «¡Que se vayan!»,repetían los titulares.

Recuerdo que el día que la familia quevivía aquí estaba por marcharse, losvecinos los esperaron afuera paraagredirlos con lo que entonces llamaban«un mitin de repudio».

No deja de comer mientras cuenta: enrealidad, ha pasado mucho tiempo desdeaquellos días, y ella no se sienteresponsable.

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—Los escupían, les gritaban: «¡Váyanse,gusanos!» —continúa—. La niña de esafamilia iba a la

escuela conmigo. Yo no podía entenderqué crimen habían cometido para sertratados así, ni por qué llamaban«gusana» a una niña de doce años. Aúnrecuerdo la mirada que me lanzó desdeel auto cuando se alejaba.

Intenté reconocer a la niña en alguna delas fotos de las paredes, pero no pude.

—Había mucho odio y dolor en sus ojos—dice seria, ya sin comida en la boca—. Aquellos

«gusanos» ahora se convirtieron en

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mariposas y los recibimos con losbrazos abiertos —suelta una

carcajada—. Todo cambia con los años.O con las necesidades.

El relato proseguía. Yo intentocomprender, pero es difícil.

—El gobierno le entregó la propiedad amis padres, que estaban en una lista deespera para adquirir una casa desde queun huracán destrozara el techo de lanuestra.

Me imagino a la madre de Diego en elcuarto de la niña que la había miradocon desprecio al partir. Su ropa, susjuguetes, pasaron a ser de ella. Se había

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convertido en una impostora.

—Al principio no podía dormir enaquella habitación enorme llena decortinas, pero poco a poco

me fui acostumbrando...

Ahora se interrumpe y va a la cocina.Regresa con un postre de lechegranulada en sirope que sabe un poco alicorice.

—Mis padres dejaron la casa tal cual —cuenta, al tiempo que sirve el postre.Come deprisa como

si temiera que la comida fuera adesaparecer—. Mantuvieron los

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cuadros, los muebles, cada cosa dondeestaba antes.

El postre y la historia de la casa hanterminado. Con una sonrisa, la madre deDiego comienza a

recoger la mesa. Me acerco a un librerolleno de polvo y me detengo ante unviejo tomo con carátula de piel. Es unaantigua edición en inglés de uno de lostítulos más largos que alguna vez sehayan

escrito: The Life and StrangeSurprizing Adventures of RobinsonCrusoe, Of York, Mariner: Who livedEight and Twenty Years, all alone in anun-inhabited Island on the Coast of

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America, near the Mouth of the GreatRiver of Oroonoque; Having been caston Shore by Shipwreck, wherein all theMen perished but himself. With AnAccount how he was at last as strangelydeliver’d by Pyrates. Written byHimself.

—Yo puedo recitar este libro casi dememoria —le comento a Diego—. Paramí, papá era mi Robinson, y yo teníacelos de Viernes.

Diego me mira extrañado. No entiendenada.

Le doy la espalda y comienzo a hojear ellibro. Algunas noches, antes de dormir,anotaba, como

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Robinson, lo bueno y lo malo que mehabía sucedido. Aún recuerdo muchasde mis notas: « MALO:

No conocí a mi padre. BUENO: Tengosu fotografía y todos los días conversocon él, y sé que está conmigo y meprotege.» O la primera página de midiario, a la manera de Robinson, alcumplir siete años:

— Doce de mayo de dos mil nueve. Yo,pobre y mísera Anna Rosen, trasquedarme huérfana de padre en mediode una isla, durante un terrible ataque,llegué a mi orilla, sola —digo en inglés,en voz alta. Me olvido que Diego nopuede entenderme.

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Mi amigo me mira como a unadesquiciada y se echa a reír.

—¿Puedo sacar el libro del estante? —le pido con cierto temor.

—Claro, niña, y llévatelo si quieres. Enesta casa nadie lee.

La edición era de 1939, fiel a laoriginal, con su largo título. En laprimera página había una dedicatoria enhebreo: «A la niña de mis ojos.»

Firmaba, «Papá».

Hannah

1959-1963

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En esta isla turbulenta, los fines de añoson grandes conmociones. Amedianoche todo puede cambiar demanera drástica. Te vas a la cama, teduermes y amaneces en otro mundo,completamente

impredecible. Cosas del trópico, decíami madre.

Ese fin de año Hortensia inundó la casacon el aroma del romero. Lo habíamoscultivado en el patio y creció con unafuerza que nos impresionó. Antes del findel verano hicimos la recolección y lopusimos a secar. Hortensia guardó lashojas en una caja de cartón y para elotoño comenzó a prepararnos infusiones.

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Con cada sorbo que tomábamos,enumeraba las mágicas propiedades dela hierba. Aquella última noche del año,mis manos, mi pelo y hasta mis sábanasestaban impregnados

de romero.

A la mañana siguiente, Hortensia estabaansiosa por ponernos al día con susimprecisiones habituales. Se habíaconvertido en nuestro único contacto conel exterior. Todo cuanto sucedía afueranos llegaba a través del filtro de unamujer que sentía que la isla se deshacía,y matizaba cada evento con su visiónalarmista. Para ella, nos acercábamoscada vez más al Apocalipsis, al

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Armagedón; vivíamos los últimos días,el fin del mundo. Con discreción,ignorábamos sus prédicas sobre lavenida del esperado reino de Dios.

—¡La guerra se desató, no hay gobierno!—exclamó al vernos entrar al comedor,aún más exaltada que de costumbre.

Aun cuando acostumbraba a hablarnossin interrumpir sus actividadesdomésticas —a veces, si trajinaba deespaldas a nosotras, nos costaba trabajoentenderla—, se sentó a la mesa y bajóla voz.

Nos apresuramos a sentarnos junto aella, y noté que mi madre estaba un pocoagitada.

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—Se fueron en un avión, después de lamedianoche.

—¿Quién se fue? —la interrumpí.

¡Ay, aquellas historias de Hortensia!Siempre presuponía que estuviéramosenteradas de todo, como ella.

—Se fue el que dice «Salud, salud» alterminar sus discursos. Ahora yo soy laque le desea salud

—aclara.

Me imaginé que la euforia, quizáscontenida por el temor a lo que pudieravenir, se estaría sintiendo a lo largo delpaís, y principalmente en La Habana.

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Pero nosotros vivíamos en una isladentro de otra isla. Encerradas en elPetit Trianon, no nos enterábamos denada y, por lo tanto, no teníamos nadaque celebrar.

Ese 1 de enero de 1959, muy pocosfestejaron en nuestro barrio. El alborotose concentraba alrededor de los hotelesy en las arterias principales de laciudad. Nuestra vecina bulliciosa habíaactuado con prudencia: a medianoche noabrió su botella de champaña. Soloalgunos lanzaron a la calle baldes deagua con hielo. Había muchaincertidumbre.

Sin tocar, Gustavo abrió la puerta de la

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casa. Vestía un uniforme extraño paranosotras. Cuando lo vimos entrar deverde olivo y con una insignia roja,negra y blanca —aquella fatídicacombinación de colores— en el brazoderecho, mi madre cerró los ojos. Lahistoria se repetía. Era su condena,pensó.

Él fue hasta ella y la besó con unasonrisa, a mí me abrazó por la cintura yllamó a Hortensia, que vino corriendodesde la cocina al oír su voz, sin tiempode secarse las manos. Tras él, una mujerjoven, también uniformada, apareció enel umbral.

—Les presento a Viera, mi esposa —al

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escuchar aquel nombre, mi madre sesobresaltó.

De una ojeada, analizó de pies a cabezaa la mujer. Escudriñó su fisionomía,detalló sus facciones, su perfil, sudentadura, la textura de su cabelleracastaña, el verde amarillento de susojos.

—Acabamos de casarnos, y Viera estáembarazada, ¡así que viene otro Rosenen camino!

Al mirar el rostro de mi madrecomprendí lo que estaba pasando por sumente: No podemos perder a este niño.Mira en lo que hemos convertido aGustavo por insistir en una huida

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imposible, por no dejar de pensar enlos que se quedaron del otro lado delAtlántico, por no habernos asentadocomo debíamos en esta isla donde nohay vuelta atrás. Ese bebé sería lasalvación de la familia, el único que notendría que cargar con nuestras culpas.Se levantó de su sillón, ignoró aGustavo y abrazó a Viera.

Entusiasmada, colocó su mano sobre elvientre aún plano de aquelladesconocida que traería al mundo a unbebé deseado, su primer nieto. Vierapareció asustarse un poco, pero se dejóacariciar por la anciana que, para ella ysu marido, vivía en el pasado, deespaldas a un país que no le interesaba.

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No sabía si celebrar o deplorar que suhijo —al que no había circuncidado, alque había enviado a una escuela dondese encargarían de borrar cualquiervestigio que lo pudiera condenar—hubiera terminado casándose con unamujer impura, tan impura como nosotros.Quién sabe de dónde habría

venido su familia o cómo se integró a lavida en la isla. Quién sabe si también aella la habrían mandado a una escuelaque la forzara a integrarse. No se atrevióa preguntarle el apellido. ¿Para qué?

Ya el mal estaba hecho.

Con el año nuevo también perdimos aEulogio. Decidió que era tiempo de

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comenzar su vida fuera

del control de una familia que no era lasuya. De la noche a la mañana, pasó deser chofer a ser obrero, y se sintió porprimera vez como un hombre libre enmedio de una revolución quecomenzaba. Al fin, le dijo a Hortensia,todos éramos iguales en este país, sinimportar la cantidad de dinero quetuviéramos ni en qué cuna hubiéramosnacido. Recogió sus maletas y se fue sindespedirse. Creo que se sentía liberadode verdad.

Hortensia no se lo perdonó, pero parami madre aquella partida tenía una parteconveniente: era

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un salario menos que pagar.

A medida que pasaban los días, lascalles se llenaban de militares barbudos,con el pelo largo y

aquel brazalete imposible de ignorar.Los vecinos salían a vitorearlos, lasmujeres se lanzaban a sus brazos, yalgunas hasta los besaban. La avenidaPaseo se convirtió en la arteria de losmilitares. Las multitudes marchabanjunto a ellos, camino a la gran plaza.Allí escuchaban arengas revolucionariasque podían durar una noche entera, en lavoz de un joven líder que,evidentemente, adoraba escucharse a símismo. Gustavo tenía un lugar en la

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tribuna, junto al hombre que habíatomado el

poder por las armas, nos contóHortensia con orgullo. Mi madre laescuchó con un estremecimiento, pero noderramó una sola lágrima. Ya no lequedaban.

Una tarde de octubre, Viera bajó delauto con su bebé en brazos y Gustavo sequedó junto al chofer. Venían delhospital. Al vernos, anunció sin dar lasbuenas tardes:

—Les presento a Louis —murmuró parano despertar al bebé.

Nos miramos extrañadas: ¿Louis?

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Gustavo no deja de sorprendernos. Mimadre lo tomó en brazos, luegoHortensia. Yo lo besé en la frente,pensando que tenía más parecido a lalínea de papá.

Había nacido con pelo abundante yoscuro.

Viera no quiso tomar nada, ni siquiera sesentó.

—Gustavo me espera en el auto y seimpacienta, no quiero incomodarlo —nos dijo, y se marcharon deprisa.

Ya Hortensia se había dedicado aaveriguar «de dónde había salidoViera», un dato que, a fin de

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cuentas, carecía de importancia, puesdesde el primer día mi madre tuvo lacerteza de que Viera era como nosotras.Una tarde nos confirmó la noticia:

—Viera es «polaca». Nació enAlemania, como ustedes, y con cincoaños la enviaron en un barco

a Cuba a vivir con un tío que habíallegado antes. Al parecer, perdió a todasu familia durante la guerra.

Mi madre abría los ojos y yo podíasentir cómo su respiración seentrecortaba.

—El tío, un hombre mayor con ideaslibertarias, está vinculado a los nuevos

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dueños del poder en

la isla —nos aclaró Hortensia—. Suverdadero nombre es Abraham, pero selo cambió a Fabius al

llegar a Cuba.

Me fui a la farmacia ilusionada con lallegada del nuevo Rosen, sin permitirque las noticias de

Hortensia me atormentaran. Al subir losescalones vi a Esperanza hablandoanimadamente con un hombre alto. Nopodía discernir si discutían oconversaban. Al verme, Esperanzasonrió, él se volvió hacia mí y ellaregresó al mostrador.

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Desde mi perspectiva, el hombre estabaaún en una zona oscura. El resplandordel sol me impedía

distinguir quién era. Apenas podía verque llevaba un traje beige, que sushombros eran anchos.

Entonces vi sus manos. Y las reconocí.

Allí estaba Julián. Sin rizos, con lamandíbula más ancha y cuadrada, elcuello fuerte, las cejas espesas quedividían su rostro en dos. Sonreímos:sus ojos se alargaban como antes. Suboca era la misma, su mirada pícaratambién.

—Mi querida «Ana con jota», ¿pensaste

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que me había olvidado de ti? ¡FarmaciaRosen, qué bien!

Lo abracé sin pensar y pareciósorprenderse, pero respondió con unacarcajada y repitió mi nombre.

—«Ana con jota» —esta vez como unsusurro—, tendrás mucho quecontarme...

Lo tomé del brazo, cruzamos la calle ynos fuimos al parque, a sentarnos bajolos flamboyanes.

En medio de la crisis de la universidad,su familia había decidido enviarlo aestudiar a Estados Unidos.

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—Terminé mi carrera de Derecho, yacabo de regresar para ayudar a mipadre en el bufete... y me

encuentro con esta ciudad llena demilitares.

Yo no podía dejar de mirarlo mientrashablaba. Julián había dejado de ser unjovencito universitario.

—Pensé todo el tiempo en ti —me dijo,y bajó la cabeza, un poco avergonzado.

Yo había sido siempre una extraña en laciudad. Ahora él también lo era, y esonos unía. Por primera vez, tuveesperanzas. Quizás un círculo secerraría para mí.

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A partir de ese día, Julián venía a lafarmacia cada noche, antes de quecerráramos. Nos quedábamos un ratoconversando en el parque y luego meacompañaba a casa. A veces venía almediodía y caminábamos por la calle 23para almorzar en El Carmelo.

Julián quería saber más de mí, pero mivida era intrascendente: papá habíamuerto en la guerra

mientras lo esperábamos aquí para irnosa Nueva York, y la que iba a ser unaestancia de unos meses en La Habana,terminó siendo toda nuestra vida.

Nos tomábamos de la mano y a veces meechaba un brazo sobre los hombros,

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incluso en ocasiones me sostenía por lacintura al cruzar una calle para hacermeacelerar el paso, y nos quedábamos asípor horas. Lo más atrevido que hice fuerecostar la cabeza en su hombro, unatarde, mientras esperábamos quecambiara la luz del semáforo.

Esperanza se refería a Julián como minovio, y yo no la corregía. Estabacansada de dar explicaciones: que minombre no era Ana, que no era«polaca». Y ahora, que Julián no eramás que

un buen amigo cuya compañíadisfrutaba.

Nunca me pidió entrar a nuestra mansión

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oscura. Tampoco yo lo invité. Los díaspasaban, y disfrutábamos más delsilencio que de la conversación.Podíamos estar horas mirándonos sinhablar, o disfrutando el alboroto de losestudiantes al salir del instituto quemiraba al parque.

Me di cuenta de que, a veces, Julián semostraba distante, que su mente estabaen otra parte, que una preocupación loangustiaba y no se atrevía a contármela.

Una tarde, me llamó a la farmacia.Esperanza me anunció que era él y enese instante tuve un extrañopresentimiento. Sus padres habíanconseguido un permiso de salida para

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Estados Unidos.

Acababa de despedirlos en elaeropuerto. Quién sabría cuándovolverían a encontrarse.

Aquel hombre lleno de energía yoptimismo que me daba seguridad, queresolvía con una sonrisa

cualquier problema, que era grande yfuerte como un árbol del Tiergarten,estaba abatido. Me pidió que fuera a suapartamento.

Tomé mi bolso y salí de la farmacia sindecirle nada a Esperanza. Caminé hastala esquina de Línea y L, donde vivíaJulián, precisamente en los altos de una

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farmacia.

Era un edificio blanco con ampliosbalcones. Tomé el ascensor hasta eloctavo piso y al tocar a la puerta de suapartamento, comprobé que estabaabierta.

—¿Julián? —llamé en voz baja, sinrespuesta. Recorrí un corto pasillo quedesembocaba en una

sala sin muebles, con sombras decuadros en las paredes. En el balcónestaba Julián, con la vista perdida en elnorte.

Me acerqué despacio y volví, tantotiempo después, a ver el mar desde lo

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alto. Respiré y mis pulmones se llenaronde la brisa del Malecón.

—¿Julián?

Silencio. Di un paso más y sentí el calorde su cuerpo. Estaba tan cerca de él quepodía tocarlo. Mi corazón comenzó alatir sin control, cerré los ojos y meabracé a su espalda. Él giró, meestrechó con fuerza y comenzó a llorar.

—¿Qué pasa, Julián?

Estaba desolado. Sus padres habíantenido que huir: sus negocios no teníanlugar bajo el nuevo gobierno. Antes deirse, habían logrado vender los mueblesy algunos objetos de valor. Sacaron las

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joyas de la familia a través de unaembajada. Con el cambio de monedadecretado por el gobierno, el

dinero que tenían en el banco habíaperdido su valor.

—Me he quedado para liquidar lo quenos queda —le temblaba la voz.

—¿Te vas a ir también?

Sabía que no me respondería. Lo miréfijamente por pocos segundos, despuéscerré los ojos y lo

besé. No quería pensar. No queríaarrepentirme. Al abrir los ojos, vi lasolas golpear contra los arrecifes del

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Malecón. Sentí que mi boca se llenabade salitre y de lágrimas. Me era difícilentender lo que me ocurría. Estabaexperimentando sensacionesdesconocidas para mí.

Julián me tomó de la mano y lo seguícomo si hubiese perdido la voluntad. Mellevó a su cuarto.

En el centro, una cama con sábanasblancas. Cerré los ojos, su rostro seconfundió con el mío.

—Ana, mi «Ana con jota» —me repetíaal oído. Sus dedos me dibujaban con unadelicadeza que

no hubiera esperado de sus manos

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grandes y pesadas. Mis cejas, mis ojos,mi nariz, mis labios...

No sé en qué momento salí de aquelapartamento, cómo regresé a lafarmacia, cómo dormí esa

noche.

Desde esa tarde, a la hora del almuerzo,iba a oler el mar desde el octavo piso yperderme en sus brazos.

La Habana comenzó a tener otradimensión. Junto a Julián, me detenía enel follaje de los enormes árboles delVedado. Bajábamos por la avenidaPaseo y nos sentábamos en los bancosque encontrábamos en el camino. A su

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lado, los días, las semanas y los mesespara mí eran apenas horas.

En ocasiones caminábamos desde Paseohasta la calle Línea y de ahí a suedificio, sin importarnos si hacía calor,si llovía, si había una manifestación afavor o en contra de causas que nos eranajenas.

Un lunes me llamó a la farmacia paradecirme que esa semana no podríamosvernos, que necesitaba tiempo parahacer varias cosas. No me preocupé. Ala semana siguiente, continuaba sinllamar y comencé a alarmarme, aunqueen el fondo sabía que Julián estabadestinado a desaparecer.

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El día que llegaron los militares aintervenir la farmacia en nombre delgobierno revolucionario, yo habíallegado temprano. Al abrir, encontré unacarta bajo la puerta. Era de Julián.

Mi querida Ana con jota:

No supe cómo despedirme, no soybueno para las despedidas. Regreso aNueva York con mi familia. Lo hemosperdido todo. Aquí no hay lugar paramí.

Sé que no puedes desamparar a tumadre, que tienes una deuda con tufamilia. Lo mismo me

sucede con la mía. Soy lo único que les

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queda.

Quisiera tenerte a mi lado, que nadamás existiéramos tú y yo. Y sé quealgún día nos volveremos a ver. Ya nosseparamos una vez y te encontré.

Voy a extrañar nuestras tardes en elparque, tu voz, tu piel tan blanca, tupelo. Pero, sobre todo, guardaré en mimemoria los ojos más azules que hevisto en mi vida.

Tú serás siempre mi «Ana con jota».

Julián

No lloré, pero tampoco pude trabajar.Leí la carta tantas veces que la

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memoricé. La leí en silencio, en vozalta; regresaba a cada frase, alcomienzo, al final. Mis encuentros conél en el apartamento del

octavo piso con vista al mar habíanquedado grabados en mi corazón, en micabeza, en mi piel. Era suficiente, merepetía.

Y también la lluvia. Desde aquellosdías, siempre que llueve veo a Juliánque me tiende el brazo, que me levanta,que me abraza. Tenía mucho queagradecerle.

Prometí, a partir de ese momento, quenadie más entraría en mi vida. Lasilusiones no estaban hechas para mí.

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Con cada minuto que transcurría, elrostro de Julián se desdibujaba en mimemoria.

Lo que aún permanecía con claridad erasu voz: «Ana con jota.»

Entonces llegaron los militares.

Los vi bajar del auto y acercarse a laentrada de la farmacia. Yo me repetía ensilencio la carta de despedida, como unconjuro que pudiera protegerme.Afortunadamente, Esperanza estaba muyserena

y consiguió transmitirme su calma. Losesperé detrás del mostrador, sin deciruna palabra. Venían a quitarme lo que

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era mío, lo que había construidotrabajando. No tenía nada más queperder.

Mirándolos a los ojos, tomé la carta y larompí en mil pedazos. Mi gran secretoterminaba a mis pies, en un pequeñocesto de basura.

No dejé que me hablaran.Desconcertados, los militares sededicaban a observarme. Todavía ensilencio, abracé a Esperanza y a Rafaely salí de la farmacia sin mirar atrás. Quese quedaran con todo. Ya no sabía lo queera el miedo.

Camino a casa, aceleraba el paso y merepetía en silencio: esta es una ciudad

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de tránsito, aquí no vinimos a echarraíces, como esos viejos árboles.

Al llegar a casa, Gustavo y Vieraestaban en la sala con el niño, querecién había cumplido tres

años. Gustavo se había propuesto queLouis creciera alejado de nosotras, nosé si para castigarnos o para evitar quele inculcáramos a su hijo nuestro rencorhacia un país por el que él estabadispuesto a dar la vida. Si nos lo trajodespués de tanto tiempo, pensábamos,era solo para contemplar cómohabíamos tomado la intervención de lafarmacia.

Lo que había sido nuestro, ahora pasaba

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a manos de una jerarquía a la quepertenecía mi hermano.

Las noches se hacían cada vez másdifíciles para mí. Si lograba dormir, misrecuerdos se mezclaban sin sentido.Confundía a Julián con Leo. Enocasiones, me despertaba sobresaltadaporque había visto a Julián en lacubierta del Saint Louis tomándome dela mano, subiendo y bajando escaleras, ya Leo, adulto, sentado a mi lado en elparque de los flamboyanes.

Volví a la rutina en casa, y comencé adar clases de inglés a niños a los que lesimportaba un bledo aprenderlo. Meconvertí en la profesora alemana que

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enseñaba inglés en un barrio donde me

conocían como la Polaca. Los niños yjóvenes que venían al portal de la casa aque les enseñara que

« Tom is a boy and Mary is a girl»estaban en una lista de espera paraabandonar el país con sus familias. Unode ellos, un joven que debía marcharse acumplir con el servicio militarobligatorio al terminar el bachillerato,estaba desesperado por irse del país,pero me contaba que su «edad militar»

se lo impedía. Yo me habíatransformado en maestra; y mi portal, enun confesionario.

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Esperanza y Rafael no perdieron elempleo después de la intervención de lafarmacia. A veces pasaban a visitarme yme contaban cómo iban las cosas con elnuevo dueño, el Estado.

Otra novedad fue que, con los militaresen el poder, el esposo de Esperanzaterminó en la cárcel

por practicar una religión desconocidapara aquel gobierno improvisado. Laconsideraban como una

secta que ponía en peligro el patriotismoque trataban de inculcar a una masaferviente y ansiosa de

cambios. Esperanza, su familia y sus

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correligionarios no saludaban labandera, no cantaban el himno nacional,estaban en contra de la guerra. Eraninaceptables en una sociedad que debíaestar permanentemente lista para unacontienda nunca declarada.

Una tarde, al despedirnos, noté aEsperanza preocupada. En un susurro ysin que yo pudiera entender bien a quése refería, me advirtió que el nuevogobierno «se había convertido en unmelón: verde por fuera y rojo pordentro».

Viera se dedicó a trabajar día y nochecon Gustavo, así que comenzaron a dejaral niño con nosotras. Sin que sus padres

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lo supieran, le hablábamos a Louis eninglés. A los pocos meses, ya podíaentendernos. Un año después, su inglésera mejor que su español. Aldescubrirlo, ni Viera ni Gustavoprotestaron. Estaban enfrascados en uncaótico proceso social al que dedicabantodo su tiempo. La familia no era lo másimportante en aquella época deebullición.

Louis terminó durmiendo en casa casitodos los días de la semana. Mi madredecidió que debía

tener su propio cuarto y le habilitamosuno junto al de ella. Teníamos unaesperanza. No sé de qué, pero vivíamos

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con regocijo. A mí me entusiasmaba vercrecer a un niño libre de la culpa de losRosenthal.

Nos sorprendía un poco que Hortensiase mantuviera distanciada de Louis, adiferencia de cuando

Gustavo llegó recién nacido de NuevaYork. Creo que en aquella época noshabía visto desvalidas; pero con esteniño era diferente: le estábamosdedicando tiempo, le demostrábamoscariño. O quizás no queríacomprometerse emocionalmente paraterminar otra vez en el lugar queGustavo al final le dio: el de una simpleempleada, y no el de la mujer que lo

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cuidó, lo alimentó y le dio su amor enlos años que más lo necesitaba.

Un verano, el más caluroso de todos losque habíamos sufrido hasta esemomento, recibí un sobre de Juliándesde Nueva York. Dentro, una fotosuya, en un parque como aquel en el quenos encontrábamos a diario.

No había una carta: simplemente la foto,la fecha y una dedicatoria. Julián era depocas palabras.

Asumí como una despedida las breveslíneas que había escrito en el envés:«Para mi Ana de su J.

Nunca te olvidaré.»

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Anna

2014

Aquí amanece de repente. En un minutoes de noche y al siguiente es de día. Nohay transiciones.

Me despierta un sol que me atraviesa lospárpados y siento a mamá a misespaldas. Me contempla sonriente y medesenreda el pelo. Hoy también ella haamanecido con olor de violetas.

Miro la foto de papá que traje conmigo,la reacomodo a un lado de la lámpara.Nos miramos y lo

descubro feliz. Todos hemos cambiado

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en este viaje.

—Te tengo un poco abandonado, lo sé,¡pero ahora estás en tu casa! —Mamásonríe al verme hablar con la foto.

Nos levantamos, nos alistamos y vamoshasta el comedor, donde ya nos espera latía.

Desde que llegamos, mamá y la tíaHannah se han vuelto inseparables.Pasan horas conversando.

¿Qué te parece, papá?

Ambas han recorrido cada rincón, hanescudriñado cada armario. Mamá sabeque detrás de una

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camisa doblada, de un broche, de unamoneda antigua, hay una historia que aella le interesa rescatar.

—No deberías deshacerte de esto — lerecomienda a la tía, señalando unospapeles amarillentos atados con cintaroja —. Guárdalos, uno nunca sabe.

Son los títulos de propiedad del edificiode Berlín, que para ella son ahorasagrados.

—Aunque no tuvieran validez, sonreliquias familiares —insiste, y le tomala mano a la tía y se la acaricia.

Cada día, papá está más cerca de ella.Ha dejado de ser el hombre que conoció

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en un concierto en

la capilla de Saint Paul. Ahora tienepasado, su familia tiene un rostro, tuvouna infancia. La tía Hannah abrió paranosotros el libro de papá, nos contó suhistoria. Sus razones para quejarse vandesapareciendo. Es cierto que ella haperdido a su esposo y yo a mi padre,pero la tía Hannah perdió toda su vida.

Creo que la lápida en el cementerio conel nombre de papá, o su contacto con lahistoria de los

Rosenthal, han puesto en perspectiva eldolor de mamá. La abrazo y, por si tienedudas, le digo que todo va a estar bien,que siento como si hubiera conocido a

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papá, que ahora tenemos a alguien aquien cuidar.

Con el paso de los días, la tía Hannahparece más frágil, a veces hasta perdida,sin saber qué hacer o adónde ir. Laprimera vez que la vi en el umbral de lacasa, tenía casi la altura del marco de lapuerta. Desde hace unos días siento quese ha encorvado un poco y camina con lalentitud, la torpeza y el peso de losancianos. Quizás es que yo también hecrecido en La Habana, eso piensa mamá.

Ahora a mamá le ha dado porque yatiene deseos de regresar a Nueva York.

No comprendo para qué. Tal vez quieravolver a sus clases de Literatura

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Española en la universidad, retomar lavida que abandonó hace años. Si fuerapor mí, nos quedaríamos a vivir aquí, encasa de la tía, y buscaríamos una escuelaa la que yo pudiera asistir.

Al narrar sus historias, las pausas de latía se van haciendo más largas yfrecuentes. Sus cuentos son de un pasadomuy lejano, pero a veces los narra en unpresente que nos confunde.

Me quedo horas frente a ella, y escuchoatenta esa especie de monólogo que nodeja espacio para

interrupciones. Durante sus largosdiscursos, me dedico a tomarle fotos, yno parece incomodarle.

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Nosotras la escuchamos y dejamos quenos conduzca a su imparable montañarusa. Si permanece en

silencio, vemos que se hace vulnerable.Al conversar, en cambio, algo de colorregresa a sus pálidas mejillas.

Si bien es cierto que, al final de esteviaje, mamá no tendrá nada más quéindagar sobre papá, todo parece indicarque nos iremos sin saber lo querealmente pasó con el abuelo. La tíasigue sin darnos detalles sobre Gustavo.Ahora se concentra en Louis.

Diego está impaciente, desde la puertalo puedo divisar. Ya no sabe qué hacer:lanza piedras al árbol, levanta un pedazo

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de la acera en la que se nos enredan lospies. Se limpia las manos en el pantalóny trata de buscarme sin llamar laatención. Tiene miedo de que salga lavieja alemana, que para él sigue siendouna nazi y busque a su mamá para darlelas quejas del atrevido de su hijo.

Al final logro salir, me abraza efusivo yyo me vuelvo para comprobar si alguiennos ha visto.

Todavía no me creo esto de que un chicome esté abrazando en plena luz del día,en una ciudad que no conozco. Es misecreto, y me lo llevo conmigo.

Nos vamos a correr bajo un sol que hacearder el pavimento. Llegamos a un

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parque y me muestra

una farmacia en la esquina.

—Mira, dice mi abuela que esa era labotica de tu tía.

En las paredes manchadas de humedadaún prevalecen rastros de pinturaamarilla. Grabadas en la

entrada, sobre el cemento, se puedenleer las letras gastadas de mi apellido:Farmacia Rosen.

Bajamos hasta la avenida Calzada yatravesamos un estrecho pasillo entredos casonas. Prefiero

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no preguntarle a Diego adónde vamos, osi tiene permiso para entrar. Ya es tarde,porque estamos dentro de una propiedadajena. Llegamos al patio y subimos poruna escalera metálica de caracol queoscila como si fuera a desprenderse. Amedida que escalamos, comenzamos aescuchar que alguien

toca el piano y una voz de mujer daórdenes en francés y pronuncia unextraño conteo.

Saltamos un pequeño muro que daacceso a una terraza techada y allí, através de una ventana, aparece una clasede ballet. Las niñas, alineadas a laperfección y con los brazos en alto,

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parecen buscar el infinito.Probablemente aspiran a ser etéreas,pero desde arriba se ven pesadas,aniquiladas por la gravedad. Diego sesienta de espaldas a la ventana. Seconcentra en la música.

—A veces tienen una orquesta, o un parde violines acompañando al piano —mecuenta, extasiado.

Diego tiene ocurrencias que medesconciertan porque no las espero:nunca permanece quieto en

un lugar, y ahora se detiene a escucharmonótonos ejercicios escondido en unaterraza privada.

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Quiero irme. Me siento incómoda en unlugar al que no hemos sido invitados,pero él prefiere continuar con su terapiamusical.

—Ten cuidado, que puedes aplastar amis hormigas.

Allí arriba, Diego tiene un hormiguero.Les lleva azúcar o migas de pan, lasobserva. Son sus mascotas. Se saca delbolsillo un pedazo de papel dobladovarias veces, donde guarda el polvomágico. Ya las hormigas lo conocen. Éldeja caer los cristales de azúcar en unaesquina y ellas

aparecen de inmediato. Algunas sonrojas, otras negras. Crean un largo

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camino, de una punta a la otra de lapared. Diego se detiene a mirar cómo sellevan a casa los pequeños granosblancos. Toma una con la mano y lacontempla de cerca.

—Estas no pican —me advierte.

Luego coloca a la hormiga de vuelta enel camino de azúcar que sus compañerashan trazado.

—En unos años aprenderé a nadar, memontaré en una balsa y me tendrás porallá.

—¿Tú también, Diego? ¿Entonces esverdad que todos aquí estánobsesionados con lanzarse al mar?

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—Aquí no hay futuro, Anna —responde,muy serio.

Habla con el pesimismo que ya henotado en los adultos. Se marchará en unbarco improvisado a

atravesar el estrecho de la Florida, ynoventa millas más adelante tocarátierra. O se deshidratará en el camino, ose romperá su balsa y él caerá al aguainfestada de tiburones, o será rescatadopor los guardacostas, que lo devolverána territorio cubano. O quizás logre llegara las costas de cayo Hueso, donde ledarán la bienvenida. Luego tomará unvuelo a Nueva York e irá a visitarme, yyo le mostraré mi barrio, porque a esas

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alturas ya seré mayor de edad, o almenos lo suficientemente mayor comopara que me permitan salir sola, tomarel metro y pasear con mi amigo cubanopor otra

isla, una llena de rascacielos. Mi isla.

—¿Quieres ser mi novia? —me preguntade improviso. Le ha sido difícil, no memira. Menos mal, porque no soporto quealguien vea que me sonrojo, aun cuandoes algo que no puedo controlar:cualquiera puede percibir misemociones. Y mis emociones soníntimas, no son para compartir.

En ese momento me veo en Fieldston,contándole a las niñas de mi clase que

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estoy enamorada de

un chico de pelo negro y rizado, de ojosgrandes y piel quemada por el sol quesolo habla español, que aspira las«eses» hasta hacerlas desaparecer, queno lee casi nada, que corre por lascalles de La Habana y que quiere irse desu país en una balsa improvisada, tanpronto como aprenda a nadar.

—Diego, vivo en Nueva York. ¿Novios?¿Estás loco?

Él no me contesta, sigue de espaldas amí. Debe estar arrepentido de lo queacaba de decir y no

sabe cómo salir de la situación. Y yo no

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puedo ayudarlo, no sé cómo.

Le tomo la mano y se sobresalta —¿habrá entendido mi gesto como un sí?—. Aferra la mía con

fuerza y no sé cómo desasirme. Haydemasiado calor para estar tan cerca.No quiero ser grosera.

Al fin me deja ir, se levanta y se dirige ala desvencijada escalera.

—Mañana vamos a bañarnos en elMalecón.

Hannah

1964-1968

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El señor Dannón vino a visitarnos porúltima vez. Entró con su aire pomposo ysu habitual olor a

tabaco, pero un poco despeinado. Labrillantina escaseaba, y su pelo rebeldehubiera necesitado un poco más parapermanecer aplastado contra su enormecráneo.

Pasó al comedor, a diferencia de otrasveces en las que mi madre lo recibía enla sala. Creo que

ella intuyó que el abogado venía a ponerpunto final a una relación que siemprefue meramente económica y convenientepara ambos, pero por la cual siempreestuvo agradecida, aunque nunca se

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lo mencionara.

En realidad, no sé qué hubiera sido denosotras sin él durante estos años. Noscobraba una fortuna por sus servicios,pero nunca nos abandonó. Ni nos estafó,de eso estaba segura.

Hortensia le sirvió café acabado dehacer y un vaso de agua helada, luego seacercó a mí y se compadeció de él.

—El pobre está en una encrucijada —me secreteó.

Aunque el señor Dannón no hubieraexpresado ninguno de sus conflictos,ella podía deducirlos al

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advertir cómo transpiraba, cómo sesecaba con ansiedad el sudor de lafrente tratando de acomodar sus rizos,que se rebelaban contra la pocabrillantina que una vez los habíamantenido bajo control.

Desde el día en que nos contó que habíaperdido a su única hija, Hortensia lomiraba con otros ojos.

Y creo que mi madre también.

A mí, su penetrante olor a tabaco no mepermitía aproximarme. Lo más quepodía hacer era compartir con él unmismo espacio. Se sentó muy cerca demi madre y le habló casi al oído por un

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rato largo, mientras ella escuchaba encalma. Ni Hortensia ni yo podíamosentender si se trataba de buenas o malasnoticias. De repente, ella se levantó ysubió las escaleras. El señor Dannónbebió de un trago el agua fría, se secólos labios con una servilleta blanca quedejó manchada de marrón, tomó supesado portafolio y la siguió hasta sucuarto.

—Algo malo está pasando —sentencióHortensia, pero decidí no hacerle muchocaso.

En realidad estaba un poco nerviosa,pero no quería empezar a hacermepreguntas que no me conducirían a

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ninguna parte. Ya me hastiaba agotar laspeores posibilidades para que me tocarala menos mala. Además, nuncaconseguía adivinar. Era un juego que, aesas alturas, ya no funcionaba.

Fui a sentarme con Hortensia en losescalones del patio, a esperar que elseñor Dannón se marchara y pudierarecibir noticias de nuestra situaciónlegal y financiera en Cuba. Quizás hastatuviéramos que irnos a otro país.

En una hora, yo debía recoger a Louis ensu escuela con nombre de mártir, dondehabía ya comenzado el kindergarten yestaba feliz. Durante los primeros días,lloraba al dejarlo en la clase. Al

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recogerlo, volvía a llorar desconsolado,como para hacerme sentir culpable. Unasemana después, ya estaba adaptado, yaunque no tenía una especial facilidadpara hacer amigos, aprendía con rapidezla

dinámica de cómo sobrevivir ensociedad. Su única queja de la escuelaera que los niños hablaban muy alto. Yocomentaba para mis adentros: Vives enel Caribe, ya te acostumbrarás.

El señor Dannón bajó del cuarto muynervioso, y nos dijo que queríadespedirse. No creo que esperara unabrazo, pero se sorprendió un pococuando le extendí la mano. No me la

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estrechó, más

bien la aceptó dócilmente, y mis dedosse perdieron en la palma de su manoblanda y húmeda. Era la primera vez, entantos años, que teníamos algún contactofísico.

—Cuídeseme mucho. Le deseo suerte —le dijo Hortensia, y le dio unaspalmadas en la espalda transpirada ydescomunal.

Con un portafolio ahora más liviano,salió de la casa. Se detuvo en la verjade hierro de la entrada y se volvió paradecirnos adiós. Desde la entrada,observó por unos segundos la casa, losárboles, la acera rota; luego suspiró y

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subió a su auto. Salimos al portal paraverlo marcharse.

Sentí un poco de ansiedad. No por lanoticia que nos hubiera traído, sinoporque estaba segura de que noregresaría nunca más. Comprendí quenos habíamos quedado desamparadas enun país sin rumbo fijo y en permanentedisposición para la guerra. Un paísdominado por militares iracundos que sehabían propuesto reinventar la historia,contarla a su manera y cambiarle elcurso a su conveniencia.

Ya nuestras visas americanas se habíanvencido, pero yo estaba segura de quepodríamos encontrar una manera de

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irnos si hubiéramos querido hacerlo.Solo que esa posibilidad no le pasónunca por la mente a mi madre. Ya habíadecidido que sus huesos descansarían enel cementerio de

Colón. Y menos ahora, que los nivelesde su amargura y su rencor habíandisminuido desde la llegada de Louis.Creo que, de algún modo, sentía que supresencia era necesaria en Cuba, y losería hasta el día que ella decidieracomo el último. De hecho, ni aun asípodrían librarse de ella, porque estatierra tropical «tendría que acoger sushuesos al menos por otro siglo».

Tampoco iba a abandonar a Louis en

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manos de aquellos padres convencidosde estar inventando

un nuevo sistema social, que en realidadno era más que un juego del absurdo, un«quítate tú pa’

ponerme yo», como rezaba un dichopopular. Le arrebataban el poder al ricoy se lo entregaban al

pobre, que pasaba entonces a ser rico,ocupaba casas y propiedades y se sentíainvulnerable. El círculo viciosorecomenzaba: siempre quedaba alguienabajo, aplastado.

Mi madre me llamó a su cuarto yHortensia me indicó con un gesto que no

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la hiciera esperar.

Sabía que nunca compartiría con ella susnoticias, buenas o malas. Además, noera necesario: al vernos a la hora de lacena, ella comprendería de inmediato.

Al señor Dannón, como era de suponer,le habían intervenido su bufete. Hacía yatres años que Cuba y Estados Unidoshabían roto relaciones diplomáticas,pero él y su esposa tenían un permiso desalida, y partirían de un puerto cercano aLa Habana al que llegaban barcos desdeMiami a recoger a familias enteras. Noera conveniente que nos visitara más,porque ahora era considerado un

«gusano».

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Al escuchar esa palabra, mi madre seestremeció. Así habían comenzado allamar a quienes tenían

intenciones de irse del país o estaban endesacuerdo con el gobierno. Para ella,era como revivir una pesadilla. Otra vezeran «gusanos». La historia se repetía.Qué poca imaginación, pensé.

El señor Dannón le dejó una cantidadconsiderable de dinero. A partir de esemomento se haría

más difícil el acceso a nuestra cuenta defideicomiso en Canadá, que podríaincluso ser considerada ilegal por elnuevo gobierno, y probablemente hastatendríamos que renunciar a ella.

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Decidimos no alarmarnos demasiado.Podíamos sobrevivir con el dinero queteníamos. Yo

recibía una ridícula pequeña cuotamensual como indemnización por lafarmacia que el gobierno se habíaincautado, y también daba mis clases deinglés. No necesitábamos mucho más.

Esa noche, después de la cena,Hortensia recibió una llamada urgentede su hermana, que no quiso

darle detalles por teléfono. Ambastenían miedo de que sus conversacionesfueran escuchadas por agentes delgobierno. Nos pidió dos días de permisoy se marchó, muy alarmada. Nunca la

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había visto así.

Los dos días se extendieron a cinco, ynos llamó por teléfono anunciando queuna mujer llamada

Catalina vendría a ayudarnos. Desde esedía, aquella mujer fornida tomó controlde la casa y nunca más se separó denosotros.

Catalina era un huracán. Estabaobsesionada con el orden y con losperfumes. Insistía en que nuncasaliéramos de casa sin un toque defragancia. Fue en esa época que yocomencé también a usar el agua devioletas que ella compraba para rociarla cabeza de Louis todos los días, antes

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de que se fuera a la escuela.

—Para protegerlo del mal de ojo, mija—aclaraba.

Descendiente de esclavos africanos quese mezclaron con españoles durante lacolonia, su madre

fue la única familia que conoció. Era delotro extremo del país, la zona oriental.Dos años antes había llegado sola a LaHabana, después de que un ciclóndestruyera su casa y las inundacionessepultaran su pueblo en el fango. Tras elpaso devastador del ciclón, tambiénperdió a su madre. Había trabajado muyduro toda su vida, decía. Nunca «tuvotiempo para maridos», ni para crear una

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familia.

Con Catalina, la vida volvió a su antiguarutina y la casa se llenó de girasoles.

—Donde quiera que los pongas, ellosbuscan la luz —decía.

Se convirtió en la sombra de mi madre,con quien se comunicaba a la perfeccióna pesar de su lenguaje entrecortado ylleno de expresiones coloquiales quemuchas veces nos costaba trabajoentender. Me tuteaba, y nos trataba conuna confianza que, al final, nos resultabadivertida.

—Estamos en el Caribe. Qué máspodemos esperar —comentaba mi

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madre.

Nos fuimos acostumbrando a vivir sinHortensia. Era obvio que su hermanaEsperanza, con el esposo en prisión, lanecesitaba más; o quién sabe si habíaalguien enfermo en la familia. Enrealidad, no sabíamos lo que le habíasucedido.

Catalina comenzó a sembrar menta —que ella llamaba hierbabuena— en elpatio, para preparar

sus brebajes. También sembró albahacapara espantar unos insectos a los quellamaba «guasasas»; y jazmín de noche,para que al irnos a la cama entrara porlas ventanas una brisa perfumada que

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nos ayudara a descansar.

Una semana más tarde y sin previoaviso, Hortensia y su hermanaaparecieron a altas horas de la

noche. Ya Louis estaba dormido ynosotras nos habíamos retirado anuestras habitaciones. Catalina nos pidióque bajáramos, pues nos esperaban en elcomedor.

No nos saludaron, no respondieron a misonrisa; más bien me ignoraron.Únicamente miraban anhelantes a mimadre, que fue a sentarse a la cabecerade la mesa. Al parecer, solo ella podíahacer algo en la situación desesperadaen la que se encontraban. Se apresuraron

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a sentarse a ambos lados.

Catalina y yo permanecimos de pie, alfondo del comedor, pues pensé quequerrían alguna privacidad, pero estabantan ansiosas por hablar con ella que noreparaban en nada más.

Hortensia trataba de contenerse, aunqueera evidente que no sabía cómo reprimirla rabia. Su

rostro denotaba un desprecio que yo nopodía comprender. No conseguíasiquiera articular palabras porque, alparecer, si llegaba a pronunciar unafrase terminaría gritando, y sabía quenos debía respeto. Comprendí que nuncamás trabajaría con nosotros, que esa

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sería la última vez que la veríamos. Nose atrevía a mirarme de frente, pero sumirada expresaba una profundarepulsión, incluso asco de compartir elmismo techo con nosotras.

Esperanza comenzó a hablar:

—Una noche, cuando estábamos porcerrar la farmacia, vinieron a buscar aRafael. Era un auto

lleno de militares. Me atreví areclamarles, les pedí saber por qué lodetenían, cuál era su delito, a dónde selo llevaban, pero ninguno me respondió.Me ignoraron y se llevaron a mi hijo.

Desesperada, Esperanza recorrió las

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estaciones de policía de los alrededoressin resultado. Al día siguiente, supo quese estaban llevando a todos los jóvenesde su congregación a un estadio en elbarrio de

Marianao. Ahí fue que comprendió loque estaba sucediendo, y se arrojó alpiso de su casa a llorar.

Comenzó a maldecirse, se culpó por elfervor con que había criado a su hijo.Rafael era un muchacho que nada másconocía el bien, que era incapaz dehacerle mal a nadie. Hacía tiempo queintentaban irse del país, pero se leshabía hecho imposible conseguir unpermiso de salida desde que el gran

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líder acusara a su grupo religioso de seruna «temible lacra de la sociedad». Notenían dinero ni familiares en otro paísque pudieran ayudarlos. Dependían de lacompasión de los hermanos de «la

congregación», que ya era oficialmenteconsiderada ilegal.

Mi madre escuchaba inmóvil aEsperanza, con los brazos pegados alcuerpo y las manos apretadas en elregazo. No estaba frente a una limpiezaracial que buscara la perfección física,la medida y el color para lograr lapureza. Se trataba de una limpieza deideas. Le temían a la mente, no al físico.Pensó por un instante en las dudas de un

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filósofo desquiciado de su tierra, al queacostumbraba a leer con ironía: ¿Es elhombre un error de Dios, o es Dios unerror del hombre?

Como Rafael era considerado menor deedad —faltaban unos meses para quecumpliera

dieciocho años—, consiguieron permisopara visitarlo en un campo de trabajo enel centro del país.

Habían concentrado allí a los desafectosal nuevo gobierno y a quienes tuvierancreencias religiosas.

Dios, ahora, se había convertido en elprincipal enemigo del poder imperante.

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El gobierno se concentraba endepuraciones políticas, morales yreligiosas. El campamento de trabajosforzados donde habían confinado aRafael estaba rodeado de cercas de púasy a la entrada exhibía un enorme cartelque rezaba: «El trabajo os haráhombres.» Pudieron estar con él pormedia hora. No tuvo que decirles —nopodía, porque el encuentro fue enpresencia de los guardianes— lo malque le iba.

Había adelgazado más de veinte libras.Le habían cortado el pelo al cero.

—Tenía ampollas en las manos. Loobligaban a saludar la bandera, a cantar

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el himno nacional, a

renegar de su religión. Él se oponía, ycada día aumentaban y reforzaban loscastigos. A un niño, Alma, a un niño —repetía Esperanza.

Rafael tuvo tiempo de contarles que unadelegación había ido a inspeccionar loscampamentos, bautizados como campos«de trabajo como rehabilitaciónterapéutica». En el grupo había variosrepresentantes del gobierno, que sepreocuparon por las condiciones en quevivían los presos y preguntaron cómoiba la reeducación. Reconoció a uno deellos, que le devolvió la mirada. Rafaelsonrió, y se llenó de esperanzas.

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—En ese séquito iba Gustavo —dijoEsperanza, mirando a los ojos a mimadre.

Al oír el nombre de su hijo —el niñoque no circuncidó, al que educó para serlibre—, mi madre

comenzó a temblar. No derramabalágrimas, pero unos gemidos silenciososle estremecían el cuerpo.

Era evidente que no solo su alma estabasiendo torturada: sufría físicamente.

Catalina me abrazó. Yo estaba muda, nopodía creerlo. Hortensia se arrodillófrente a ella y le tomó las manos.

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—Alma, usted es la única que nos puedeayudar. Rafael es nuestra vida. Es unniño, Alma —

suplicó.

Mi madre cerró los ojos con toda suenergía. No quería escuchar. No podíaentender por qué debía seguir pagandoculpas.

—Hable con Gustavo. Ruéguele que noslo entreguen. No le pediremos nada más.Si Rafael se nos

muere... —Hortensia dejó la fraseinconclusa y tragó en seco.

Mi madre continuaba ausente, la vista

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fija en la pared. Tiritaba.

Después de un largo silencio, Hortensiase puso de pie. Esperanza la sostuvo delbrazo y caminaron con paso firme haciala salida. No se despidieron. Nunca mássupimos de ellas.

Mi madre intentó, temblorosa,levantarse de su silla. Catalina y yocorrimos a ayudarla. Se le dificultabacaminar y con mucho esfuerzo lallevamos, casi en andas, hasta su cama.Se refugió entre sus sábanas blancas,hundió la cabeza en la almohada yaparentó haberse quedado dormida.

Al amanecer fui a su cuarto con Louispara que se despidiera de ella antes de

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ir a la escuela.

Cuando el niño la besó en la frente,abrió los ojos, lo tomó del brazo convehemencia y lo miró.

Haciendo acopio de las pocas fuerzasque le quedaban, le susurró al oído en unidioma desconocido para él.

— Du bist ein Rosenthal.

Quería que recordara que era unRosenthal. Desde que llegamos al puertode La Habana y bajamos del desdichadoSaint Louis, esta era la primera vez quemi madre hablaba alemán. También fuela última.

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Anna

2014

Para mamá ha sido más difícil de lo quepensaba. No entiende cómo Cuba, elpaís que ella idealizaba como elbaluarte de los logros sociales en elcontinente, haya creado, ante laindiferencia del mundo, campos deconcentración para depurar a susindeseables. Quizás el abuelo Gustavopensó que hacía lo correcto, querealmente estaba rehabilitando a losdescarriados, a una lacra que debía serreformada. El crimen del abueloGustavo fue un gesto de salvación. Loque no entiendo es por qué la tía no le

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pidió a su hermano que interviniera afavor de Rafael. Lo dejó todo en manosde la bisabuela.

Un año pasó antes de que liberaran aRafael y toda la familia pudiera salir delpaís, desterrada. Al enterarse, Catalinacorrió a darle la noticia a la bisabuela,que vivía refugiada en su cama, en unacto de perenne flagelación. De cadaporo de su cuerpo brotaba odio, yCatalina pudo darse cuenta de quemaldecía a su propio hijo.

Cuando los abuelos Gustavo y Vierafueron al cuarto para comunicarle que seiban a un país lejano como embajadoresde la nación que ella tanto despreciaba,

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la bisabuela volteó la cara. Fue la únicarespuesta que su cuerpo les dio. Catalinacuenta que bastó esa señal para entenderque les deseaba la muerte, y que aquelgesto de rechazo le llegó al alma aGustavo. Mi papá se quedó con la tíadesde el día que ellos se marcharon alotro lado del mundo.

Catalina se dedicó a cuidarla conesmero, a alimentarla, a bañarla, acambiarle las sábanas diariamente, acurar las terribles escaras que poco apoco iban deshaciendo su cuerpo. Amedida que se secaba, su pelo ibarecobrando el antiguo brillo y las canasdesaparecían, como si el alimento querecibía de manos de Catalina se

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concentrara en su cuero cabelludo.

Me fui a solas al cuarto oloroso adesinfectante de la bisabuela. Lasobrecama gris, tendida sobre elcolchón de muelles vencidos, aúnconserva algo de su energía. Me senté enuna esquina y pude percibir supresencia, el dolor de sus últimos añospostrada en perenne silencio.

En un cofre de madera negra la tíaHannah guarda un mechón rubio deAlma, una de las reliquias

de los Rosenthal, junto a las joyas máspreciadas de la familia. Ahí veo tambiénla caja azul que la tía nunca se haatrevido a abrir, fiel a la promesa que

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hizo en el barco en el que huyó deAlemania y un cuaderno de pieldescolorido.

Catalina entra al cuarto y posa un brazosobre mis hombros.

—Es lo único que tenemos de Viera. Esun álbum de fotos de su familia y unascartas que le escribió su madre cuandola dejó en La Habana con su tío. Ellatenía el presentimiento de que nunca sereencontrarían. —Catalina se queda ensilencio—. Alma era una buena mujer—me asegura, como

para que deje de preocuparme—. Yomisma le di la noticia de que su hijo yViera habían muerto en

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un accidente aéreo. Por mucho quedesprecies a tu hijo, la muerte siemprees un trauma, mija. Otra tumba sincuerpo en el cementerio.

Según Catalina, la bisabuela ya llevabamucho tiempo sin vida, pero no sabíacómo dejarse ir.

Sabía que ya era hora de reunirse con sumarido y su hijo.

—Si no tienes fe ni estás dispuesto alperdón, si no crees en nada, no hayforma de que tu cuerpo y tu alma sevayan juntos. A mí me queda poco. Eldía que caiga postrada, me dejo ir ¡y seacabó!

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¿Para qué tanto sufrimiento?

Catalina es una vieja sabia.

Los últimos días de la bisabuela fueronterribles: no podía respirar ni tragar.Catalina dormía a su lado, en un sillón, ypasaba los días y las noches hablándoleal oído.

—Ya puedes irte, Alma. Todo está bien.No sufras más —le susurraba.

Una mañana, al despertar, vio que labisabuela Alma había dejado de respirary que su corazón no

latía más. Catalina le cerró los ojos, seatrevió a hacerle la señal de la cruz

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sobre el rostro frío y gris, y se despidiócon un beso.

Ahora comprendo por qué la tía aseguraque en esta familia nadie se muere: másbien nos abandonamos, decidimoscuándo partir. Y pienso en papá, aquelmartes de septiembre, antes de que

yo naciera. Quizás, una vez atrapado,también él se habría dejado morir bajolos escombros.

Hannah

1985-2014

Todos los días, al abrir la ventana de micuarto y ver los árboles frondosos que

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me protegen del

agresivo sol matutino, compruebo queaún estoy viva y que sigo en esta isla, ala que me lanzaron mis padres contra mivoluntad. Mi mente comienza a viajar auna velocidad que mi memoria ignora.

Mis pensamientos se mueven con másrapidez que mi capacidad paraguardarlos. No recuerdo lo que

sueño. No recuerdo lo que pienso.

Las noches son intranquilas. No tengopaz. Me despierto sobresaltada sin saberpor qué. Ya no estoy en nuestra casa enel centro de Berlín, ni veo los tulipanesdesde la sala. El Saint Louis quedó tan

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lejos en mi memoria que ya me esimposible revivir los olores de lacubierta.

Los años en La Habana son unaconfusión. A veces pienso que Hortensiaestá por entrar a mi cuarto, o que voycon Eulogio a una librería en el centrode la ciudad. La farmacia, Esperanza,mis paseos con Julián, la llegada deGustavo, el nacimiento de Louis. Todose combina

desordenadamente. Puedo imaginar aGustavo niño a mi lado mientras veo aLouis decir adiós.

El único que tendría la posibilidad desalvarse.

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Al terminar la universidad, Louiscomenzó a trabajar en un centro deestudios de física. Llegaba

de la oficina y se encerraba a leer.Devoraba cualquier libro queencontrara. Por sus manos podían pasarestudios sobre la producción de azúcar,un tratado de álgebra, la teoría de larelatividad o las obras completas deStendhal. Leía con detenimiento páginapor página.

Hablaba poco y mantenía con Catalinauna comunicación especial. Sinnecesidad de preguntarle,

ella sabía lo que él necesitaba. A mí mebesaba en la frente cada vez que se iba o

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regresaba. Con eso me bastaba.

Los fines de semana los dedicaba alcine. Allí no tenía que dialogar connadie. Era el eterno observador.

Desde que se fue a Nueva York, llamabapor teléfono todos los meses para avisarque nos había

hecho un depósito de dinero, hasta quelas comunicaciones se fueronespaciando poco a poco.

Cuando supimos lo que había sucedidoen Manhattan ese terrible martes deseptiembre, dedujimos que quedaríamosaisladas por un algún tiempo.

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Pero el intervalo se alargaba demasiadoy decidí escribir a la oficina de nuestrofideicomiso. Una mañana, recibí unallamada telefónica: Louis había muerto.Así de simple.

El dolor me derribó, pero no me tomópor sorpresa la noticia: Ya lo habíamosperdido mucho antes.

—No se llora dos veces por el mismomuerto —me dijo Catalina—. Él nos fuepreparando.

Estamos condenados a la muerteprematura. Lo sé.

Una noche, de esas en las que el calorno permite dormir, me bañé en esencia

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de violetas. Sí, para refrescarme y paratener a Louis cerca. En menos de unahora estaba dormida.

Abrí los ojos y lo vi caminar por lascalles de Nueva York, entre líneasparalelas de rascacielos.

Era un minúsculo punto en la enormeciudad. Había silencio. No se escuchabani el ruido de los autos, ni el pasoapresurado de los transeúntes, ni elviento. No había nadie, y desde lejos lopude distinguir, sentado en una esquinafría y oscura. Sentí su respiraciónentrecortada. Pensé: está listo para loque se avecina.

De pronto, el sol se escondió. Una

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explosión. A los pocos minutos, otra; yla ciudad comenzó a

hundirse muy despacio.

Corrí hacia él en medio de las tinieblasy lo encontré dormido, como un reciénnacido. Volvía a

ser mi niño pequeño, al que le hablabaen inglés. Cerré los ojos y pude aspirarsu fragancia, los abrí y ahí tenía denuevo a mi bebé en los brazos. Comencéa cantarle una canción de cuna:«Morgen früh, wenn Gott will, wirst duwieder geweckt.» («Mañana por lamañana, si Dios quiere, nos volveremosa despertar.»)

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«Vamos juntos en busca del sol», lesusurré al oído, en español. No estabaen Berlín, no estaba en Nueva York, noestaba en La Habana.

Ese día dejé de existir, hasta que supeque Louis había tenido una hija.

Un abogado de Nueva York me contactó:quería saber si estaba interesada en unlitigio para reclamar mi parte de lacuenta creada por mi padre para losRosenthal. Aquel hombre, que esperabaobtener alguna ganancia de una demandaque yo nunca interpondría, me habíahecho un precioso regalo: había unaRosen, Anna, alguien que había llegadoal mundo sin la carga de los Rosenthal.

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No podíamos creer lo que nos contaba:Catalina saltaba de alegría, meabrazaba. Ese día la vi llorar porprimera vez. Louis no solo tenía unaesposa, sino también una hija quellevaba su apellido.

Ellas eran sus herederas. Después deuna tragedia suelen llegar buenasnoticias, me confirmaba Catalina, lasabia.

Catalina cree que los Rosen vinimos aeste mundo con una cruz a cuestas y nopuedo evitar reírme. Trato de explicarleque eso es imposible, y mucho menostratándose de los Rosenthal.

El agua de violetas es la huella de Louis

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en esta casa. Desde el instante en quesupe que había una Rosenthal, una hijasuya, no he dejado de usar sus gotaslilas en mis canas. Ahora siempre lollevo conmigo.

Estaba por cumplir ochenta y siete años,la edad en que uno debe empezar adespedirse, y pensé

que debía comunicarme con Anna, elúnico rastro que nuestra familia dejaríaen este mundo. No hubiera sido justocon mis padres borrar su legado. Unodebe saber de dónde vino. Uno debesaber

cómo hacer las paces con el pasado.

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Ya tengo más de ochenta años. A estasalturas solo me queda una deuda, undeseo por cumplir: abrir con Leo lapequeña caja azul añil.

La última vez que apagué una vela decumpleaños fue en el Saint Louis. Hapasado mucho tiempo.

Llegó el momento de celebrar.

Anna

2014

Papá creció muy cerca de la tía y deCatalina. Ambas se dedicaron a hacer deél un hombre independiente y, quizás sinhaber tenido esa intención, también un

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solitario.

—La muerte de Gustavo y Viera noafectó tanto a tu papá, que entonces teníanueve años —me cuenta la tía—. Lo quetuvo un efecto terrible en él fue ver, enel cementerio, cómo bajaban el cuerposin peso de su abuela en un ataúd. Paraél, sus padres se habían ido un día y nohabían regresado más.

Eso le bastaba. Pero esa vez se tratabade un cadáver, el primero, en una cajaque iban a enterrar.

Vivió entre dos idiomas. El inglés seconvirtió en el idioma del hogar, y elespañol en el de la escuela, que no legustaba. La tía decidió que no

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necesitaría el alemán. Estudió físicanuclear y, poco antes de graduarse, la tíaHannah lo acompañó a la oficina deintereses de Estados Unidos en LaHabana, cerca del Malecón. Llevabacon ella la inscripción de nacimiento deGustavo para solicitar la ciudadaníaamericana para Louis, su hijo. Al final,ella no podría irse del país.

—Fue tu padre quien finalmente tuvo laposibilidad de librarse del estigma delos Rosenthal —

continúa.

La tía Hannah se sentía obligada aquedarse en Cuba con los restos de sumadre, a lanzar sus huesos junto a los de

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ella, para que el país pagara por lo quele había hecho a su familia. Por muchoque me explique las razones para nohaberse ido a vivir a Nueva York, nopuedo entenderla.

Al llegar a su nuevo país, papá tomóposesión del que es ahora nuestroapartamento neoyorquino

y activó las cuentas del fideicomiso delbisabuelo Max.

Ni en su habitación, ni en ningún espaciode esta casa, se siente su presencia. Lade la tía Hannah y la de la bisabuelaAlma son demasiado fuertes para queaún sobreviva alguna huella de papá.

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Tampoco hay fotografías familiares. Laúnica instantánea que la tía conserva esla imagen borrosa y amarillenta en laque aparece sentada en las piernas de sumadre, la que su padre conservó hasta eldía en que se dejó morir en tierrasdominadas por los Ogros. El resto de lasimágenes, las de sus años en Berlín y enel Saint Louis, están en nuestro poder.

Me sentía agotada, y fui a buscar aDiego. Me había prometido que iríamosa bañarnos en el Malecón. Al menos, loharía él: yo no me atrevía a lanzarme alas aguas oscuras, con olas violentas quevenían a estrellarse contra el muro. Aesa hora, el litoral, lleno de arrecifes yerizos, era el centro de reunión de los

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niños del barrio. En algún momentopensé que el olor a pescado podrido yagua

estancada, mezclado con algas secas yorines, me provocaría náuseas, pero,para mi sorpresa, a los pocos minutos lohabía olvidado. Diego se lanzó aaquellas aguas salvajes. Parecía quefuera a ahogarse: hundía la cabeza yretornaba con esfuerzo a la superficie,pero se reía y jugaba con los otrosniños.

Al enfocarlo con la cámara, saltaba ysonreía entre aquellas olasdescontroladas que lo hundían.

De regreso al muro, noté que cojeaba.

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Volví a fotografiarlo y posó con lapierna levantada. Tenía

la planta del pie derecho llena de púasde erizo. Se sentó a mi lado y, conextrema paciencia, comencé a quitarle,una a una, las agujas negras. Aguantabael dolor sin quejarse, pero tenía los ojosllenos de lágrimas. Sonreía, se fingíafuerte y enseñaba los dientes, comodiciendo: «¡Esto no es nada, he pasadopor cosas peores!»

Terminé de sacarle las espinas y selanzó de nuevo al mar. El sol descendíaen el horizonte y mis pensamientos sefueron a otra parte mientras le tomabafotos. Quiero llevarme a casa todas las

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imágenes suyas que pueda. Una nube noscubrió y por unos minutos quedamos a lasombra.

Bajé mi cámara y me sentí abatida. Nopodía dejar de pensar en Diego y en estafamilia, mi familia, que recién descubro.¡Soy una Rosenthal! Es demasiado tardepara volver atrás.

Camino a casa, Diego está intranquilo.Sabe que en dos días nos iremos.Comenzarán las clases

para mí también, y quizás nosescribiremos. Tengo que convencer amamá de que regresemos a Cuba.Después de haber conocido a la tíaHannah, creo que no nos será posible

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abandonarla. Somos

su única familia.

Diego no deja de hablar de sus planesde irse del país. No quiere ser como sustíos, temerosos de que la casa les caigaencima, amargados, sin esperanzas. Unacatástrofe por familia es suficiente. Talvez encuentre allá a su padre, o yo lopueda ayudar a localizarlo en algúnbarrio de Miami; tal vez se compadezcade su hijo y lo reclame. En un abrir ycerrar de ojos estaría allá, en el Norte,me dice.

Habla de su partida, no de nuestraseparación.

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Es hora de descansar, mañana será otrodía.

Antes de regresar a Nueva York, mamáquiere que volvamos al cementerio paradespedirnos.

Vamos solas, y el auto nos deja cerca dela capilla. Mamá no entra, pero sedetiene por unos minutos, cierra los ojosy respira profundo.

Tampoco yo quiero leer lápidas, niadmirar ángeles congelados en elmármol, ni ver gente que

llora. ¡Regresan los olores!

A lo lejos, divisamos el mausoleo

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familiar. Mamá se da cuenta de que latía ha hecho cambiar la

inscripción del frontón. Ahora se lee«Familia Rosenthal». Y abajo, «Valle derosas». Hannah ha regresado a suesencia. Dejó de ser una Rosen paraconvertirse en lo que siempre fue: lahija de su padre.

Ahí están las lápidas, con susinscripciones. La de los bisabuelosAlma y Max; la del abuelo Gustavo; lade papá y ¡la de la tía!: HannahRosenthal, 1927-2014. Al descubrirlo,solo atinamos a tomarnos de las manos.La tía ha decidido que este será suúltimo año. Y, ya lo sabemos, en nuestra

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familia no nos morimos: nos dejamosmorir.

Mamá aparentó no darle muchaimportancia a nuestro descubrimientopara evitar preocuparme,

pero era inevitable ver en su rostro unaexpresión de terror nueva para mí.Buscó la manera de romper la tensión:

—Ya cambiará la fecha. A esa edad unopiensa que tiene un pie en la sepultura.No te preocupes,

Anna, todavía hay tía Hannah para rato.

Allí estaban las flores marchitas deCatalina y las piedras que mamá había

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colocado sobre cada

una de las lápidas, excepto en la de latía Hannah. Ahora le ofrenda otra piedraa todos nuestros difuntos. De pie, frentea la lápida de la tía, piensa quizás dejaruna allí también, pero al momentoreacciona. Sabe que la estoy mirando yque no debe, frente a mí, admitir quesabe lo que yo también

sé: que la tía Hannah ya ha tomado ladecisión, que nadie podrá hacerlacambiar de idea. La piedra regresa a subolso.

En camino a nuestro taxi, el sol castigacon fuerza la marea blanca de mármolque nos ciega.

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Pienso que la tía ha llegado a una edadque no esperaba alcanzar, en un paísdonde no esperaba quedarse. Hapreferido volver a su valle de rosas.

Regresamos a casa y comenzamos apreparar la celebración. Catalina y yohornearemos una torta

de cumpleaños para la tía. Bato loshuevos hasta que se hacen espuma ycrecen tanto que están a punto dedesbordar el bol de porcelana. Poco apoco, la harina torna densa la espuma.Una cucharada de aceite, una pizca desal, el molde engrasado ¡y al horno!Pero antes, la baño en vainilla, y elambiente se torna dulce y cálido. ¡Mi

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primera torta!

Después, preparo el merengue. Laespuma blanca crece y la endulzo hastaque se espesa. Unas gotas de limón, saly polvo de canela. El merengue cubre lamasa, y la transforma en una deforme

bola de nieve: mi regalo para la tíaHannah.

Mamá está asombrada, y me pide quepreparemos una torta juntas cada año.

La festejada ha estado observándonostodo el tiempo, con su hermosa sonrisa ycomo poseída por

una dulce paz. Nunca la había visto así.

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Saber que nos vamos de la isla, que laposibilidad que les fue negada a ella y asu madre desde el día que bajaron delSaint Louis existe para nosotras, bastapara hacerla feliz.

Catalina se sienta a descansar en unabutaca y se queda dormida. Siempre quetiene una oportunidad, se acomoda encualquier parte, cierra los ojos y hay quesacudirla para despertarla.

Cada vez oye menos. Vive en unaperenne sinfonía interior que no lepermite escuchar con claridad lo quesucede fuera.

—Son los años, que no perdonan —dice, esbozando una sonrisa, y se

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levanta para continuar haciendo algo,cualquier cosa que la mantenga ocupada.

Mamá cree que la tía Hannah y Catalinanecesitan a alguien que las ayude. Hablade ellas como si

fueran familia. Lo son.

La tía pide que celebremos al atardecer,la hora en que el Capitán del SaintLouis entró a su camarote con una postalpara ella que ahora está en nuestropoder. Cumplía doce años. Lo quesiguió fue una larga vida en este lugarque nunca hizo suyo. Para ella, sus añosen Cuba siguen siendo los menosimportantes. Su verdadera vidatranscurrió en Berlín y en el Saint Louis.

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El resto ha sido una pesadilla.

Catalina encontró una vela a medioconsumir en una gaveta de la cocina y laplantó en el centro

de la panetela blanca. Salí a buscar aDiego, que me esperaba en el portal, ylo invité a probar mi primera torta.

Apagamos las luces del comedor ymamá encendió la vela. Primerocantamos en inglés, por mí,

aunque ya mi cumpleaños pasó. La tíainsistió y la complacimos. Sentí que mesonrojaba, y miré a Diego. Cerré losojos y pedí un deseo. Lo que más queríaen ese instante era poder regresar a La

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Habana.

Volvimos a encender la vela, ahora parala tía. Catalina cantó una versión quenunca había escuchado: «FelicidadesHannah en tu día, que lo pases con sanaalegría, muchos años de paz y armonía,felicidad, felicidad, felicidad...»

Mi tía Hannah, emocionada, se inclinósobre la torta, cerró los ojos y pidió ensecreto un deseo.

Tras una larga pausa, sonrió. Sopló lavela, pero la llama no se dejó vencerpor su débil aliento.

Finalmente la apagó con los dedos,sonrió radiante y me abrazó.

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Al irme a la cama encontré sobre mialmohada un pequeño frasco de agua devioletas y una nota

con letras grandes y temblorosas: «Parami niña.»

CUARTA PARTE

Hannah y Anna

La Habana, martes, 24 de mayo de2014

Anna

Es hora de despedirnos, y no sé cómodecir adiós. Mamá entra y sale de lacasa con las maletas, se acomoda el

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pelo, se seca el sudor, nerviosa, y yopermanezco en la acera, a medio caminoentre la tía, que espera en su portal, yDiego, de espaldas a mí, en la esquina,cabizbajo.

—¡Anna, es hora! No podemos seguirdemorándonos. ¡Arriba, que no nosvamos para el fin del

mundo! —la voz de mamá me despierta.

Corro hacia la tía y siento cómo tiemblay se apoya en mí para evitar caerse.

—¡Cuidado! Tu tía tiene ochenta y sieteaños... —me advierte mamá.

Ochenta y siete años. No sé por qué se

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lo recuerda.

—Espera, abrázame un rato más. Así, miniña, y luego vete corriendo de esta isla—la voz de la

tía se quebranta.

Siento sus manos frías en los hombros ysigo rodeándola, sin saber si Diego seha marchado.

—Mira, Anna, esta lágrima es para ti.¿Me dejas colocarla en tu cuello? —suvoz se ha debilitado

—. Es una perla imperfecta, y tú erescomo ella, única. Ha estado en nuestrafamilia desde mucho antes de que yo

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naciera, es hora de que sea tuya.Cuídala. Las perlas son para toda lavida. Tu bisabuela siempre repetía quecada mujer debe tener al menos una.

Comienzo a palpar la perla diminuta. Nola puedo perder. Al llegar a casa la deboguardar bien,

en mi mesita de noche, junto a losrecuerdos de papá.

Siento que los minutos vuelan. Quenunca más vamos a regresar.

—Mi madre me la regaló en nuestrocamarote del Saint Louis el día quecumplí doce años. Ahora es tuya.

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Aferro la perla e intento separarme,pero la tía me mantiene abrazada.

—Y no olvides, cuando llegues a NuevaYork, sembrar tulipanes, Anna —mesusurra—. A papá y

a mí nos encantaba verlos florecer desdela ventana que daba al patio interior denuestra casa. En esta isla no se dan lostulipanes.

Corro hacia Diego y lo abrazo por laespalda. No se atreve a mirarme porquetiene los ojos llenos de lágrimas. Llora,Diego, no te avergüences.

Se voltea y me da un beso que noalcanzo a esquivar. ¡Diego me besó!

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¿Alguien lo habrá visto?

¡Mi primer beso!, quiero gritar sinatreverme a hacerlo.

—Esto es para ti —dice, y me mirafijamente.

Abre la mano derecha y me muestra unpequeño caracol amarillo, verde y rojo,que tomo con extremo cuidado. Yvuelvo a abrazarlo.

—Pronto nos encontraremos, ya verás—quiero que esté seguro de queregresaré.

Camino y cuento cada uno de mis pasoshacia el auto donde mamá me espera.

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Ahí sigue la tía, sonriente junto a lapuerta, y yo no quiero mirarla, no quierollorar. De pronto cesa la brisa. Todosestán detenidos y yo me tardo en dar unúltimo paso.

—¡Anna! —grita la tía y me acerco aella—. Aquí tienes otra historia pordescubrir.

Me entrega el álbum de piel marrón dela abuela Viera, que conservó junto alpequeño cofre azul.

Nos abrazamos en silencio.

—Te pertenece.

Poco a poco me deja ir, entro al auto y

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me recuesto en mamá, que baja laventanilla al mismo tiempo que nosponemos en marcha sin mirar atrás.

En una mano guardo el caracol. En laotra, el álbum de fotos.

—Mi primer beso, mamá, me dieron miprimer beso...

—Nunca te olvidarás del primero —dice mamá y sonríe.

Permanecemos en silencio al pasar porla vieja escuela de ladrillos rojos dondeestudió papá. Me

lo imagino con el uniforme azul y blancoque me describió la tía. Ahí está,

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desfilando en alguna marcha obligatoria.O sentado en el muro de la escuela, conotros jóvenes de su clase, mientras haceondear banderitas cubanas de papel.

Adiós, papá. Saco su foto del bolsillo demi blusa.

—Aquí estamos: cumplimos tu sueño —le digo a la foto, y le doy un beso—.Hicimos el viaje juntos.

Guardo la foto en el álbum y cierro losojos.

Llegamos al aeropuerto, que estáabarrotado de familias que carganpesadas maletas. Detallo los

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rostros, que me parecen conocidos: unafrágil anciana que va de visita a Miami,un militar revisa con precisión losdocumentos de viaje de una pareja consu hija, una niña pequeña no deja deobservarme y luego corre a refugiarsejunto a las piernas de su madre. En susmiradas descubro el temor al repudio.

Desde la ventanilla del avión medespido del país donde nació el padreque no conocí. Nos alejamos de LaHabana y volamos sobre el estrecho dela Florida. No puedo dejar de pensar siserá esta la última vez que veré a Diegoy a la tía. No sé si algún díaregresaremos a la tierra donde estáenterrada mi bisabuela. Me recuesto en

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la ventanilla y me quedo dormida hastaque anuncian la llegada a Nueva York.

Abrazo a mamá, que comienza aacariciarme la cabeza, y descubrolágrimas en sus ojos.

Estamos a punto de aterrizar. Abro elálbum y la primera imagen es una postalde un trasatlántico con las insignias ST.LOUIS Hamburg-Amerika Linie.

—Recuerda los tulipanes, mamá. Vamosa sembrar tulipanes.

Hannah

Aún tengo un destino, al menos hoy, quees martes. Y voy a definirlo. Puedo

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decidir a dónde ir, a dónde lanzarme, serquien quiera ser, abandonarlo todo yempezar de nuevo o terminar parasiempre.

Es mi sentencia, me siento liberada.

Puedo volver a perderme entre loscrotos de colores, las flores de pascua,las plantas de romero, de albahaca y dehierbabuena en el jardín deshecho de laque ha sido mi fortaleza en una ciudadque nunca llegué a conocer. Dejo que meinvada el aroma del café recién colado,mezclado con la canela de los dulcesacabados de salir del horno. Tengo elpoder de ver y experimentar lo quedesee, y me siento afortunada.

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En el umbral de nuestro Petit Trianon,donde vi a Anna por primera vez y mereconocí en ella,

tomo su mano tibia y puedo percibir ami alrededor el mundo que ya noconoceré a través de sus ojos, que ahorason los míos.

Mi madre odiaba las despedidas. No seatrevió a despedirse ni de mí. Se aislóen una cama con los ojos cerrados y sedejó secar.

Pero lo cierto es que yo necesito lasdespedidas. Han transcurrido sietedécadas y no puedo olvidar que no mepermitieron decirle adiós a Leo, ni a mipadre, ni al Capitán, ni a Gustav, ni a

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Louis, ni a Julián. Hoy nadie va aimpedírmelo. Cada minuto que pasa meveo en Anna, en lo que pude ser y no fui.

Estoy confundida. Anna permanece a lasombra del barco que se aleja de labahía. No logro divisar los rostros delos que aún nos dicen adiós, peroescucho de repente la voz de papá.

«¡Olvida tu nombre!»

No puedo despedirme de ella en paz. Latengo en mis brazos y en mis oídosresuenan los gritos

desesperados del hombre más noble delmundo.

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Cierro los ojos y estoy junto a Diego yAnna, que se abrazan. Sí, Diego, quédolorosas son las

despedidas. Vamos, bésala, aprovechacada segundo. Gracias, mis niños, porregalarme este momento.

El azul del cielo es ahora más profundo,las nubes corren con velocidad ydespejan el sol que va

cayendo y duele menos sobre esta piel,que ya no resiste mucho más. Meenvuelve el olor del mar. La brisacomienza a despeinarnos. Estamos solosen esta esquina del Vedado. Los tres. ¿YLeo? Falta Leo.

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Soy feliz al lado de Anna. Estamos tancerca... Diego la besa, y es su primerbeso. No lo puede creer, yo tampoco. Habesado a un chico al comenzar a vivir suaño trece, y a mí me toca sufrir sudespedida.

Abro los ojos y la dejo ir. Todo sedetiene. Se va. La pierdo. La distanciaentre Anna y Diego, entre Anna y yo,comienza dolorosamente a crecer.

Diego y yo nos hemos quedadodesorientados. No deja de llorar, y aldarse cuenta de que lo observo, de-

saparece a la carrera.

Estas dos semanas han sido una

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eternidad. He vuelto a vivir cadainstante de una vida que nunca

tuvo sentido. Setenta y cinco añosencerrada en una ciudad irreal, viendo atanta gente marcharse, huir y dejarnosaquí, condenadas a descansar en unatierra que nunca nos quiso.

Me hubiera gustado ser Anna por unosminutos más. En esta casonadestartalada dejo el pasado:

basta de pagar las culpas de otros, lasmaldiciones de los demás. No meimporta si se olvida lo que hemossufrido. No me interesa recordar.

Todos se han ido. Solo Catalina

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permanece detrás de mí. Me vuelvo y laabrazo. No sé cómo despedirme de ella.Me mira y sabe; ella entiende, y prefiereno decir nada. Me da la espalda y, consu andar lento y pesado, entra en mi PetitTrianon, que ahora es suyo, y da unportazo.

La sirena del barco llega hasta mí. Es laseñal. Es hora de volver al mar.

Bajo por la avenida Paseo, y cuentocada paso que me falta para llegar alMalecón. Descubro nuevos edificios,jardines descuidados, las raíces de losárboles frondosos que se niegan apermanecer bajo la acera.

Anna no está conmigo, y me duele. Me

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empeño en mirar casas descoloridas yniños que se lanzan

en bicicleta Paseo abajo, pero no puedo.Solo la veo a ella frente a mí, aunque séque no nació para vivir en esta isladonde yo estoy condenada a morir, comodecía mi madre. Después de todo, esaidea me reconforta.

Un día como hoy, después de celebrarmi cumpleaños, me cuesta entendercómo sobreviví a toda

mi familia. A Leo, mi primer amor, quetrazó nuestro destino en mapas de agua yfango en los callejones de Berlín. AJulián, una ilusión que desde el inicioestuvo destinada al olvido.

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Ya no quiero volver al pasado. Esnecesario ponerle fin: el dolor tienecaducidad. Vivo el presente, sí, elinmediato, el que implica un respiromás, aunque sea el último. La meta estácada vez más cerca, y siento que tengouna voz. Existo, aunque hoy no sea másque el fantasma de lo que fui.

No puedo evitar que cada prenda quellevo me sofoque. Las perlas tiran de míhacia el pavimento

como un lastre, y el vestido es unacoraza de hierro que me impidetranspirar. Los zapatos se adhieren a laacera como si no quisieran dar un pasomás. El tenue carmín que me puse para

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revelarme que aún estoy viva, medemuestra ser solo un arma pueril enesta batalla para vivir en el presente.

Mi memoria es densa, tan densa que lasdespedidas se pierden en el olvido.

Puedo reconstruir hasta el último detalledel vestido con que mi madre subió alSaint Louis hace setenta y cinco años,pero no recuerdo lo que hice antes dedespedirme de Anna. ¿Cerré la puerta demi cuarto? No sé si dejé las lucesencendidas, si me despedí de Catalina,si Anna aceptó nuestra perla.

Al menos sé que llevo carmín. Sí, hayvida en mi rostro.

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Lo único que me interesa es el hoy. Elayer y el mañana son para los otros, nopara una vieja que ha llegado a losochenta y siete años. Las huellas que aúnquedan de una familia que nunca debiósobrevivir están en tu poder, Anna. Poreso me deshice de esas fotos y de laperla.

Sí, llegó el momento y estoy aquí para ti.

¿Me escuchas, Leo? Llevo mi pequeñabolsa marrón. Ahí están las llaves, lapolvera, el carmín, el gastado pañuelode encaje de Brujas que papá me trajode uno de sus viajes. Y tu regalo, Leo, elúltimo, el que he esperado hasta hoypara abrir: el pequeño estuche azul añil

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que pusiste en mi mano antes de que melanzaran lejos de ti. No tuvimos laoportunidad de decirnos adiós, comoAnna y Diego. Nunca pude darte el besoque te prometí.

Aún tengo una voz, y me lo repito paraconvencerme, pero el carmín en mismejillas me separa de ti, de mi niñez.No obstante, sé que cada paso que doynos acerca.

Finalmente distingo el horizonte. Meapoyo en el muro que protege a laciudad del mar, carcomido por los añosy el salitre.

«Cumplí ochenta y siete años», digo envoz alta, y sorprendo a una pareja de

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enamorados sentados en el muro delMalecón. Me responden, pero noescucho lo que dicen. Me heacostumbrado

a vivir en un constante murmullo. Amedida que pasa el tiempo, entiendomenos lo que hablan los otros. Ya nointento descifrar frases o aprenderpalabras nuevas. A mi edad, ¿quésentido tendría?

Camino hasta acercarme al túnel quecomunica el Vedado con Miramar y larespiración comienza

a fallarme, siento frío y tiemblo, pero notengo miedo. Los latidos de mi corazónse apagan y me voy quedando sin

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aliento.

Aquí, entre las rocas, junto a las ruinasde un antiguo restaurante abandonado,me dejo caer en una silla de hierro quefue plateada. Me detengo a mirar lasolas romper contra los arrecifes, muylejos del puerto. He llegado hasta laedad a la que nos prometimos alcanzarjuntos, ¿recuerdas, Leo?

Soy la única sobreviviente de mifamilia, y no estoy postrada en una camacomo los Adler, me digo paraconvencerme de que esta espera valió lapena. No hay que pensar más. Estoy listapara el último suspiro.

He cumplido con todo y me reconforta

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saber que Anna es lo mejor que nospodía haber pasado a

nosotros, los Rosenthal. Cuántasgeneraciones perdidas...

Con cuidado, busco en mi bolsa la cajaazul añil que me regalaste cuando nossepararon en la cubierta caótica delSaint Louis. Cumplí la promesa, Leo.No puedo dejar de sonreír, al tiempoque me doy cuenta de que durante estosaños de soledad en la ciudad a la quemis padres me condenaron, tú siempreestuviste conmigo.

Llegó el momento de teñirme las manosde azul añil, y aprieto con las fuerzasque me quedan el

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pequeño cofre que me diste hace setentay cinco años, en medio de las súplicasde mi padre para que olvidara mimaldito nombre.

Es hora de despedirme de la isla. Lapequeña caja, ya descolorida, ha sido miamuleto hasta hoy.

Ochenta y siete años. Lo logramos, Leo.

Reúno las pocas energías que me quedanpara dedicarlas a ti. Es nuestro instante,el que tanto hemos esperado. Gracias,Leo, por este regalo, pero no puedoabrirlo sola. Te necesito aquí.

Cierro los ojos y ya siento que teacercas. Tú también tienes ochenta y

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siete años, Leo, y caminas lentamente.No te apures: te he esperado tanto queun minuto más no cambiará nuestrodestino.

Respiro profundo y llegas a mí con lamisma intensidad que transmitíasdurante aquellos años de infancia enBerlín, en la época en que jugábamos aser adultos.

Estás cerca. Ya te siento. Estás aquí.

Me tomas de la mano y me levanto paraabrazarte, algo a lo que nunca nosatrevimos. Tiemblas y

yo me apoyo en ti, para que poco a pocome transmitas tu calor. No es el

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momento de llorar: esta es nuestrailusión.

Eres más alto que yo, más fuerte, y tupiel luce aún más morena, porque ahoratus rizos son blancos, tan blancos comomi pobre melena. ¿Y las pestañas? Aúnllegan antes que tú...

Esperaste setenta y cinco años parareaparecer, porque estabas convencidode que yo estaría aquí, a la orilla delmar, a la hora de la puesta del sol, paradescubrir juntos el tesoro que heguardado celosamente por ti.

Estoy soñando, lo sé. Pero es mi sueño,y voy a hacer con él lo que quiera.

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Abrimos juntos la cajita muy despacio yaquí está, intacto, el anillo de brillantesde tu madre. Mira cómo resplandece a laluz, Leo. A su lado, no puedo creer loque veo: una pequeña piedra de cristalamarillento.

Mi corazón busca fuerzas de donde yano hay y bombea un poco más rápido.Tengo que resistir.

Cierro los ojos y al fin puedo entender:es la última cápsula de cianuro que mipadre compró antes de partir en el SaintLouis. La tercera cápsula, la única quequedó. ¡Me la dejaste a mí, Leo!

Me arrepiento —y es una de las pocasveces en mi vida que lo hago— de

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haberlos culpado de traición, a ti y alseñor Martin, al quedarse con lasampolletas que nos pertenecían a mí y amis padres. Ahora comprendo: aún eraincierto cuántas otras islas estaríanprohibidas para ustedes. Todas las islasdel mundo se escudaban en el silencio.Y ya sabemos: en las guerras, el silencioes una bomba de tiempo.

Era inevitable que te quedaras con ellas.Estaba escrito en el destino de todos.

La vieja y valiosa cápsula quereservaste para mí está vencida. Nopuede provocarme muerte cerebral, nova a paralizar mi corazón. Pero ya no lanecesito. Esperé tanto porque te di mi

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palabra: cumplí con la promesa que hiceal niño de las pestañas largas. Es horade irme, de dejarme partir.

Te veo más cerca que nunca, Leo, y meestremezco de felicidad. Pero no puedoevitar sentirme

culpable, pues mis padres están ausentesen estos últimos pensamientos. Porquelo cierto es que tú y Anna son para mí laesperanza y la luz, pero Max y Alma sonparte intrínseca de mi tragedia.

No quiero sentirme culpable. La levedades esencial desde el momento en que unodecide partir.

El atardecer tiene una intensidad

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diferente cuando es el último. La brisallega en varias dimensiones. Mi cuerpoes aún demasiado pesado, y meconcentro en las olas, en el terrible olora salitre que le daba náuseas a mimadre, en la algarabía de los jóvenesque atraviesan el túnel y en la músicaestruendosa de algunos

autos. Y, por supuesto, siento el húmedoe irritante calor del trópico, con el quehe tenido que vivir hasta hoy. Hasta miúltimo día.

Entonces pierdo la noción del tiempo.Dejo que mi mente se precipite al vacíoy, cuando siento

que mi

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corazón está por detenerse, me colocasel anillo de diamantes en el dedo anulary llevo a mis labios la cápsula —loúltimo que tocaste con tus manos aúntibias—, como si al fin te besara. En unsegundo, estamos juntos en el luminosocamarote de mis padres en el SaintLouis.

Los tulipanes, Leo, ya prontocomenzarán a florecer los tulipanes, tedigo al oído mientras te miro

—¿me escuchas?—, con los ojoscerrados y esas pestañas larguísimasque siempre llegaban antes que tú.

Tú tienes ahora veinte años y eres unjoven hermoso, y yo también tengo

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veinte años, una edad

que ninguno de los dos llegó a disfrutar.Me acerco a tu rostro, aún cálido, yfinalmente es tuyo el beso que prometídarte el día que nos reencontráramos ennuestra isla imaginaria. Seguimostomados de la mano, tan cerca comonunca estuvimos, y puedo verte junto amí, en lo alto del mástil, el punto máscercano al cielo del esplendoroso SaintLouis. Dejo atrás el peso que he llevadoconmigo desde que nos separamos, y eneste instante alcanzo la levedad paradejarme ir.

Comenzamos a volar sobre el extensomuro del Malecón, a mirar la avenida

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desde aquí arriba, y

por primera vez La Habana es nuestra.Al llegar a la bahía, nos posamos frenteal silencioso Castillo del Morromirando hacia la ciudad, que parece unavieja postal abandonada por algúnturista de paso.

Volvemos a tener doce años y nadie nospuede separar. El día no se acaba, Leo,es ahora que va a

amanecer. La Habana queda en laoscuridad, bañada por la tímida luzámbar de las farolas. Solo podemosdivisar algunos edificios, rodeados decocoteros y palmeras.

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Y entonces escuchamos laestremecedora sirena del barco.

Estamos en el mismo lugar, en lacubierta, desde donde descubrimos laciudad. Cuando no podíamos entenderpor qué nadie nos quería, hace setenta ycinco años. Pero ahora tenemos elsilencio. No hay súplicas, ni vocesdesesperadas lanzando nombres yapellidos al vacío. Otra vez mis padresinsisten en separarme de ti, arrastrarmecontra mi voluntad a un minúsculopedazo de tierra entre dos continentes.

Y no grito, ni derramo lágrimas, niimploro que me permitan quedarme a tulado, Leo, en el Saint Louis, el único

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espacio donde fuimos libres y felices.

Tomo la delicada y tersa mano de mimadre y, sin mirar atrás, accedo a queme lancen al abismo.

Y esta vez sí puedo decirte: Shalom.

Nota del autor

A las ocho de la noche del sábado, 13de mayo

de 1939, zarpó del puerto de Hamburgoel trasatlántico Saint Louis, delHamburg-Amerika Linie (HAPAG), condestino a La Habana, Cuba. La navellevaba a bordo 900 pasajeros —en sumayoría,

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refugiados judíos alemanes— y 231tripulantes. Dos días mas tarde, en elpuerto de Cherburgo, embarcaron otros37 pasajeros.

Los refugiados poseían permisos paradesembarcar en La Habana emitidos porManuel Benítez,

director general del Departamento deInmigración de Cuba. Habían sidoadquiridos a través de la compañíaHAPAG, que tenía oficinas en LaHabana. La isla sería un destino detránsito, pues los viajeros ya contabancon visas estadounidenses. Solamentedebían permanecer en Cuba en espera de

su turno para entrar a Estados Unidos,

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una estancia que podía durar entre unmes y algunos años.

Una semana antes de que el barcozarpara de Hamburgo, el presidente deCuba, Federico Laredo

Brú, emitió el decreto 937 (nombradoasí por el número de pasajeros quetransportaría el Saint Louis), con el cualinvalidaba los permisos de desembarquefirmados por Benítez. El país soloaceptaría los documentos otorgados porla Secretaría del Estado y el Trabajo deCuba. Los refugiados habían pagadociento cincuenta dólares por cadapermiso, y los pasajes del Saint Louiscostaban entre seiscientos y ochocientos

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reichsmarks. Al partir, Alemania habíaexigido a cada refugiado comprarpasajes de ida y vuelta, y solo se lespermitió sacar del país, con ellos, diezreichsmarks por persona.

El barco arribó al puerto de La Habanael sábado, 27 de mayo, a las cuatro de lamadrugada, y las autoridades cubanas leprohibieron atracar en la zonacorrespondiente a HAPAG, su compañíamatriz, por lo que tuvo que anclarse enmedio de la bahía.

Algunos de los pasajeros tenían en LaHabana a familiares que los esperaban,muchos de los cuales alquilaron botespara acercarse al barco, pero no les fue

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permitido subir a la cubierta.

Solo cuatro cubanos y dos españoles nojudíos fueron autorizados a bajar, asícomo veintidós refugiados que habíanobtenido permisos del Departamento deEstado de Cuba con anterioridad a losemitidos por Benítez, que contaba con elapoyo del jefe del ejército, FulgencioBatista.

El 1 de junio, el abogado LawrenceBerenson, representante del ComitéEstadounidense para la DistribuciónConjunta (JDC, American Jewish JointDistribution Committee), se reunió conel presidente Laredo Brú en La Habana,sin poder llegar a un acuerdo para que

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los pasajeros desembarcaran.

Continuaron las negociaciones, y elsiguiente paso fue que el presidente deCuba le exigiera a Berenson un bono degarantía de quinientos dólares por cadapasajero para permitirles desembarcar.

Los representantes de variasorganizaciones judías, así comomiembros de la embajada de EstadosUnidos en Cuba, dialogaroninfructuosamente con Laredo Brú.Intentaron también contactar a Batista,pero su médico personal les informó queel general padecía un resfriadoprecisamente desde el día de la llegadadel Saint Louis a Cuba, que debía

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guardar reposo y que no podía, siquiera,contestar el

teléfono.

Cuando Berenson intentó unacontraoferta que reducía en $23.16 porpasajero el monto del dinero

exigido como garantía, el presidentecubano decidió cancelar lasnegociaciones y exigió la salida delbarco de las aguas territoriales cubanasel 2 de junio a las once de la mañana.De no cumplir esa orden, seríaremolcado a mar abierto por lasautoridades de la isla.

El capitán del barco, Gustav Schröder,

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había protegido a sus pasajeros desde lapartida de Hamburgo, y comenzó a hacertodo lo posible por encontrar un puertono alemán donde desembarcar.

El Saint Louis partió rumbo a Miami yya muy cerca de sus costas, el gobiernode Franklin D.

Roosevelt le negó la entrada a EstadosUnidos. La negativa se repitió por partedel gobierno de Mackenzie King, enCanadá.

El Saint Louis debía, entonces, regresara Hamburgo. Pocos días antes de tocarpuerto, Morris Troper, director delComité Europeo para la DistribuciónConjunta (JDC), negoció un arreglo para

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que varios países recibieran a losrefugiados.

Gran Bretaña aceptó a 287; Francia a224; Bélgica a 214 y Holanda a 181refugiados. En septiembre, Alemaniadeclaró la guerra y los países de Europacontinental que habían aceptado a lospasajeros fueron ocupados por AdolfHitler.

Solo los 287 que fueron acogidos enGran Bretaña estuvieron a salvo. Elresto de los antiguos pasajeros del SaintLouis, en su mayoría, sufrieron losestragos de la guerra o fueronexterminados en campos deconcentración nazis.

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El capitán Gustav Schröder comandó elSaint Louis una vez más, y su regreso aAlemania coincidió con el inicio de laSegunda Guerra Mundial. No volvió anavegar, y fue asignado a trabajosburocráticos en la naviera. Durante losbombardeos de los aliados sobreterritorio alemán, el Saint Louis fuedestruido. Después de la guerra, duranteel proceso de desnazificación, el capitánSchröder fue llevado a juicio, y graciasa declaraciones y cartas a su favor delos sobrevivientes del Saint Louis, loscargos en su contra fueron retirados. En1949, escribió el libro Heimatlos aufhoher See, sobre la travesía del SaintLouis. En 1957, el gobierno federal dela república alemana le otorgó la Orden

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al Mérito, por sus servicios en el rescatede refugiados.

El capitán Schröder murió en 1959, alos setenta y tres años. El 11 de marzode ese año, Yad Vashem, la instituciónoficial israelí dedicada a salvaguardarla memoria de las víctimas delHolocausto, lo reconoció,póstumamente, como Righteous Amongthe Nations.

En 2009, el Senado de Estados Unidosemitió la Resolución 111, que «reconoceel sufrimiento de

aquellos refugiados causado por lanegativa de los gobiernos de Cuba,Estados Unidos y Canadá a brindarles

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asilo político». En 2012, elDepartamento de Estado se disculpópúblicamente por los sucesos del SaintLouis, e invitó a los sobrevivientes a susede para que contaran su historia.

En 2011, fue develado en Halifax,Canadá, un monumento financiado por elgobierno canadiense,

conocido como The Wheel ofConscience, que recuerda y lamenta lanegativa de ese país a recibir a losrefugiados del Saint Louis.

En Cuba, hasta el día de hoy, la tragediadel Saint Louis es un tema ignorado enclases y libros de historia. Todos losdocumentos relacionados con la llegada

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del barco a La Habana y lasnegociaciones con el gobierno deFederico Laredo Brú y FulgencioBatista han desaparecido del ArchivoNacional.

Agradecimientos

A Johanna Castillo, que me motivó a querescatara la tragedia del Saint Louis.Ella fue la primera lectora e impulsorade esta historia y su lúcida editora.

A Judith Curr y a todo el excepcionalequipo de Atria Books en Simon &Schuster por haber creído en mí, por elapoyo y el cuidadoso trabajo con Laniña alemana.

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A mi abuela Tomasita, la primerapersona que me habló, siendo niño, de latragedia del Saint Louis, y me envió atomar clases de inglés en La Habana conun vecino que en 1939 había emigradode Alemania y era injustamenteconocido en el barrio como el Nazi.

A Aaron, mi amigo judío en La Habana.

A Guido, mi amigo testigo de Jehová enla escuela primaria.

A mi tía Monina, por sus historias comoestudiante de Farmacia en laUniversidad de La Habana, y

por darme a conocer la vida de lostestigos de Jehová a través de su familia.

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A la madrina Lydia, que rescató para mísu época de estudiante en Baldor en ladécada de 1940, en La Habana.

A Scott Miller, director de curaduría delMuseo del Holocausto de EstadosUnidos, en Washington,

DC, un experto en la tragedia del SaintLouis, que me facilitó más de 1.200documentos y me puso en contacto conlos sobrevivientes del barco.

A Carmen Pinilla, por guiarme enBerlín, por el cuidado con que leyó laprimera parte del libro y por susprecisos consejos.

A Néstor y Esther María, por el

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meticuloso trabajo de corrección deestilo.

A Ray, por su apoyo y confianza.

A Mirta, que creyó desde el inicio eneste proyecto.

A la mamá de Mirta, que no permitióque Hannah se despidiera sin Leo.

A Carole, que se apasionó por minovela antes de leerla y me animó aescribirla.

A María, emocionada desde queconoció a la niña alemana, que evitó quemi personaje fuera completamenteinfeliz en La Habana.

Page 1011: La niña alemana

A Leonor, Osvaldo, Romy, Hilarito, AnaMaría, Ovidio, Yisel, Diana, Betzaida,Rafo, Rafote, Herman, Sonia, SoniaMaría, Radamés, Gerardo, Laura, Boris:mi familia y mis amigos, que soportaronpacientemente mi obsesión con el SaintLouis.

A mi mamá y mi hermana, más queprotagonistas de estas páginas.

A Gonzalo, por su apoyo incondicional,y por estar al frente de la familia cuandonecesitaba tiempo

para escribir.

A Emma, Anna y Lucas, la verdaderafuente de inspiración de esta historia.

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A los 907 pasajeros del Saint Louis, aquienes les fue negada la entrada aCuba, a Estados Unidos y a Canadá, ycon quienes siempre estaremos endeuda.

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Los pasajeros del St. Louis

Las imágenes a continuación son unareproducción de la lista original de los937 pasajeros que

comenzaron el funesto viaje a bordo deltrasatlántico St. Louis en busca de su

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salvación. La niña alemana estádedicada a ellos.

Estas fotografías son cortesía delUnited States Holocaust MemorialMuseum en Washington, DC.

United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Julie Klein, fotopor Max Reid.

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Elly Reutlinger con su hija Renate, denueve años, posando cerca de uno de losrestaurantes del barco.

(United States Holocaust Memorial

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Museum, cortesía de Renate ReutlingerBreslow)

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Ana María (Karman) Gordon y Sidonie,su madre, en la cubierta, mayo de 1939.

(Cortesía de Ana María Gordon)

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De izquierda a derecha: Ilse Karliner,Rose Guttman, Henry Goldstein(Gallant), Harry Guttman, Alfred ySophie Aron.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Herbert y VeraKarliner)

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De izquierda a derecha: Irmgard, Josef,Jakob y Judith Koeppel, una familia derefugiados judíos alemanes. Irmgard yJosef fueron exterminados más tarde enAuschwitz, y Judith fue a vivir con sustíos a Estados Unidos.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Judith KoeppelSteel)

Herbert Karliner junto a su padre,Joseph, en la cubierta del St. Louis.Herbert y su hermano, Walter, fueron losúnicos miembros de su familia quesobrevivieron la guerra y consiguieronrefugio en EE.UU. en 1946.

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(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Herbert y VeraKarliner)

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Un grupo de niños judíos en el St. Louis.Entre ellos: Evelyn Klein, HerbertKarliner, Walter Karliner y Harry Fuld.

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A la familia Klein se les permitiódesembarcar en Cuba.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Don Altman)

Gustav Schröder, capitán del MS St.Louis.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Herbert y VeraKarliner)

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Pasajeros a bordo del St. Louis.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Dr. Liane Reif-Lehrer)

Fritz (ahora Fred) Buff y Vera Hess en elsalón de baile. Después de desembarcaren Bélgica, Fritz pudo llegar a NuevaYork en 1940.

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(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de Fred Buff)

Los pasajeros intentan comunicarse consus amigos y familiares en Cuba, aquienes no les permitieron acercarse albarco, en las pequeñas embarcaciones.

(United States Holocaust MemorialMuseum, cortesía de National Archivesy Records Administration, CollegePark)

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Document OutlinePortadaCréditosContenidoDedicatoriaCitasPRIMERA PARTE: Hannah yAnna. Berlín-Nueva YorkSEGUNDA PARTE: Hannah. SaintLouis, 1939TERCERA PARTE: Hannah yAnna. La Habana, 1939-2014CUARTA PARTE: Hannah y Anna.La Habana, martes, 24 de mayo de2014

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Nota del autorAgradecimientosBibliografíaLos pasajeros del St. Louis