libro complementario esc sab capitulo 06

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Capítulo 6 Victoria sobre las fuerzas del mal ay obras que han ejercido una influencia tan perdurable en nuestras vidas que con solo escuchar sus primeras palabras somos capaces de identificarlas. Por ejemplo, «En el principio creó Dios los cielos y la tierra», ¿a qué libro pertenecen? ¡Al Génesis! «En el principio era el Verbo», ¡Evangelio de Juan! Veamos si usted sabe qué libro inicia con esta frase: «Tanto la naturaleza como la revela- ción dan testimonio del amor de Dios». ¡Por supuesto que El camino a Cristo, de Elena G. de White! Muchos de ustedes quizá recuerden qué obra literaria comienza con esta frase: «En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...». ¡El Quijote! Cuando los domini- canos oímos esta expresión: «Hay un país en el mundo colocado en el mismo trayecto del sol, oriundo de la noche...», de inmediato recorda- mos el poema «Hay un país en el mundo», de nuestro Poeta Nacional, Don Pedro Mir. Aquí va el último, y le advierto que quizá le sea un tanto difícil sa- ber a qué libro pertenece: «Caminando por el desierto de este mundo, llegué a cierto lugar donde había una cueva, y en ella me acosté a dor- mir; y durmiendo soñé». 1 ¿Le suena familiar? Es probable que usted no tenga ni idea de qué libro se introduce con esas palabras. Si es así, entonces le vendría muy bien sacar tiempo para leerlo, puesto que es un documento que ocupa una posición encumbrada entre los clásicos de la literatura cristiana, ha sido traducido a más de cien idiomas y es una de «las obras más editadas de todos los tiempos». 2 Me refiero a El progreso del peregrino, de Juan Bunyan. A pesar de que esta obra fue publicada en 1678, su narrativa es tan vivida y tan realista, que da la impresión de que leemos un relato escrito por un autor del siglo XXI. Aquí me gustaría que nos fijemos en uno de los capítulos donde se des- H © Recursos Escuela Sabática

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Capítulo 6

Victoria sobre las fuerzas del mal

ay obras que han ejercido una influencia tan perdurable en nuestras vidas que con solo escuchar sus primeras palabras somos capaces de identificarlas. Por ejemplo, «En el principio

creó Dios los cielos y la tierra», ¿a qué libro pertenecen? ¡Al Génesis! «En el principio era el Verbo», ¡Evangelio de Juan! Veamos si usted sabe qué libro inicia con esta frase: «Tanto la naturaleza como la revela-ción dan testimonio del amor de Dios». ¡Por supuesto que El camino a Cristo, de Elena G. de White! Muchos de ustedes quizá recuerden qué obra literaria comienza con esta frase: «En un lugar de la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...». ¡El Quijote! Cuando los domini-canos oímos esta expresión: «Hay un país en el mundo colocado en el mismo trayecto del sol, oriundo de la noche...», de inmediato recorda-mos el poema «Hay un país en el mundo», de nuestro Poeta Nacional, Don Pedro Mir.

Aquí va el último, y le advierto que quizá le sea un tanto difícil sa-ber a qué libro pertenece: «Caminando por el desierto de este mundo, llegué a cierto lugar donde había una cueva, y en ella me acosté a dor-mir; y durmiendo soñé». 1 ¿Le suena familiar? Es probable que usted no tenga ni idea de qué libro se introduce con esas palabras. Si es así, entonces le vendría muy bien sacar tiempo para leerlo, puesto que es un documento que ocupa una posición encumbrada entre los clásicos de la literatura cristiana, ha sido traducido a más de cien idiomas y es una de «las obras más editadas de todos los tiempos». 2 Me refiero a El progreso del peregrino, de Juan Bunyan. A pesar de que esta obra fue publicada en 1678, su narrativa es tan vivida y tan realista, que da la impresión de que leemos un relato escrito por un autor del siglo XXI. Aquí me gustaría que nos fijemos en uno de los capítulos donde se des-

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cribe la batalla que libra Cristiano, el personaje central de la historia, con Apolión, el ángel destructor.

Cuando Cristiano entró en el Valle de Humillación, Apolión se le apareció y con voz queda y agradable le preguntó:

—¿De dónde vienes? Cristiano le dijo que venía de la Ciudad de Destrucción, pero que su

destino final era llegar a la Ciudad de Sion. Un poco impaciente, pero tratando de mantener el control sobre sus palabras, Apolión le advirtió:

—Veo que eres uno de mis discípulos, pues Ciudad de Destrucción es mía, yo soy príncipe y dios de ella. ¿Cómo es eso de que has huido de tu rey? Yo no me conformo con perderte a ti. Anda, regresa a Ciu-dad de Perdición, y te perdonaré.

Con mucho respeto, Cristiano miró fijamente a Apolión y le dijo: —Tienes razón, yo nací en tus dominios; pero el Príncipe bajo cuya

bandera sirvo, es capaz de absolverme y perdonarme de todo lo que hice cuando era siervo tuyo. Además, ¡oh, destructor!, por servirte a ti la única paga que recibo es la muerte. Yo prefiero servirle a él puesto que su paga, su país, su gobierno y su compañía, son mejores que los tuyos. Soy siervo de ese Príncipe y únicamente a él lo seguiré. No pier-das tiempo conmigo.

A estas alturas del diálogo Apolión pone de manifiesto su verdadera naturaleza:

—Yo soy enemigo de ese príncipe, lo aborrezco, odio sus leyes y a su pueblo, y he venido para matarte. Prepárate para morir; juro por mi caverna infernal que de aquí no pasas.

Luego, Apolión extendió sus piernas hasta ocupar todo el ancho del camino, y, dirigiéndolos a su pecho, arrojó dardos encendidos sobre Cristiano. Los dardos eran tan espesos como el mismo granizo. Cris-tiano se protegió con su escudo, pero la embestida del destructor no cesaba. Su cabeza, sus manos, sus pies habían sido heridos por Apo-lión. Sin embargo, con denuedo y firmeza, Cristiano resistía la ofensiva del implacable enemigo. Finalmente, Cristiano echó mano de su espa-da, y le dijo:

—No te huelgues de mí, enemigo, porque aunque caí, he de levan-tarme.

Entonces, le asestó una estocada a Apolión, que retrocedió como he-rido de muerte. Cristiano volvió a acometerlo y el demonio no tuvo más alternativa que salir corriendo.

Cuando la pelea hubo terminado, Cristiano expresó las siguientes

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palabras: —Gran Beelzebú, el capitán de este maligno, proyectó mi ruina, y

para este fin le envió armado, y él con furia infernal me acometió. Mas el príncipe bendito me auxilió, y yo con la fuerza de mi espada pronto obtuve la victoria. Por lo tanto, a él lo alabaré eternamente y le daré gracias, y bendeciré para siempre su santo nombre. 3

El secreto de la victoria Esta experiencia alegórica sin duda alguna constituye un reflejo real

de nuestra batalla contra Satanás. En este episodio de la vida de Cris-tiano se cumplió al pie de la letra la promesa bíblica: «Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Santiago 4:7). Fíjese que la clave de la victoria radica en «sometemos» a quien puede hacemos vic-toriosos: Dios. Antes de continuar, nos conviene saber que cuando San-tiago escribió su Epístola existían decenas de conjuros que pretendían ser efectivos para resistir y derrotar a Satanás. 4 Estos conjuros eran tan complejos como impracticables e inútiles. Veamos uno que es mencio-nado en el tratado Yoma del Talmud:

«Si uno es mordido por un perro sospechoso de estar endemo-niado, debe tomar una piel de hiena macho y escribir sobre ella: "Yo, X, hijo de Y, escribo sobre una piel de hiena macho, a propósito de ti: kanti, kanti kleros jah jah. Señor de los ejércitos, amén, amén, Selah". Que se quite la ropa, la entierre en una tumba durante doce meses, la desentierre, la queme en un horno y esparza las cenizas en la calle principal. Durante esos doce meses, cuando beba agua, que la beba solo en un tubo de cobre por miedo a ver [en el agua] la imagen de un demonio, exponiéndose con ello a un peligro». 5

Otro conjuro muy popular se le atribuía al rey Salomón, que, según la literatura apócrifa judía, tenía fama de ejercer dominio sobre «toda la potencia de los demonios» (Testamento de Salomón 3:5, 6). 6 Josefo, el historiador judío que vivió en la época de Pablo, hace referencia a uno de los conjuros salomónicos que se usaban en sus días. Según Josefo, un exorcista de nombre Eleazar, que llegó a expulsar demonios delante del emperador Vespasiano, hacía lo siguiente:

«Acercaba a las fosas nasales del endemoniado un anillo que tenía el sello de una raíz de una de las clases mencionadas por Salomón, lo hacía aspirar y le sacaba el demonio por la nariz. El hombre caía inme-diatamente al suelo y él ordenaba al demonio que no volviera nunca más, siempre mencionando a Salomón y recitando el encantamiento

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que había compuesto». 7

Menciono estos ejemplos a fin de que comprendamos la razón por la que a principios de la era cristiana tanta gente vivía sometida al mal. Resulta sumamente risible pretender expulsar a Satanás mediante prác-ticas magicorreligiosas que él mismo ha inventado. Lamentablemente, algunos creyentes de nuestra época también han caído en este tipo de trampa. Basta con mencionar a quienes suponen que con tener un cru-cifijo en mano y rociar «agua bendita», es suficiente para resistir al dia-blo; pero lo único que garantiza la derrota de nuestro malvado enemi-go, es sometemos por completo a Dios, puesto que él es quien nos rega-la la victoria. La victoria es un don de Dios. Al sometemos a él, le esta-mos diciendo que queremos ese regalo. Salomón puso de manifiesto esta verdad en uno de sus libros: «El caballo se apareja para el día de la batalla, pero Jehová es quien da la victoria» (Proverbios 21:31). El Espí-ritu de Profecía declara: «La victoria es segura para los que miran al Autor y Consumador de nuestra fe, puesto que dependen de la incom-parable pureza y perfección de Cristo». (The Review and Herald, 30 de noviembre de 1897).

Santiago también se refiere a las guerras, los pleitos, la codicia, las «pasiones que combaten» en nuestro interior, todo lo cual es resultado directo de nuestra amistad con el mundo (versículos 1-5). Sin embargo, cuando decidimos someternos a Dios; es decir, cuando nos propone-mos dejar de ser amigos del mundo, «él nos da mayor gracia». Ahora podemos sentir en nuestras vidas «la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa» (Efesios 1:19; cf. 3:7). No olvidemos que, aunque está dispo-nible para todos, esta gracia solo es efectiva en la vida de quienes han aceptado su condición pecaminosa, se han arrepentido y se han some-tido a Dios. 8 De esa manera, como dice John Ortberg, «la rendición, que nosotros pensamos equivale a la derrota, resulta ser el único ca-mino a la victoria». 9

Luego, mediante diez imperativos, Santiago procede a darnos el se-creto para obtener el triunfo ante la mundanalidad y el pecado. 10 Aquí solo nos concentraremos en el primero: «Someteos a Dios». La expre-sión «Someteos, pues, a Dios» es un mandato. No es opcional para un cristiano que de verdad anhela alcanzar la victoria. No debemos poner resistencia. Sometemos a Dios implica rendirnos a Cristo, renunciar al mundo y abandonar el pecado. No podemos negar que la orden de Santiago 4:7 es como una corriente de agua que fluye en contra de to-

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das nuestras inclinaciones naturales, puesto que cada fibra de nuestro podrido corazón late en pos de los estándares del mundo; pero el Señor está presto a darnos una mayor porción de su gracia, a fin de que po-damos entregarnos completamente a él, y de esa manera resistir los ataques de Satanás. Es la sumisión al poder divino lo que nos habilita para luchar contra el maligno. Así lo hizo Jesús, así debemos hacerlo nosotros. Elena G. de White lo expresó con estas palabras:

«Jesús venció por la sumisión a Dios y la fe en él, y mediante el apóstol nos dice: "Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y de vo-sotros huirá. Allegaos a Dios, y él se allegará a vosotros". No pode-mos salvarnos a nosotros mismos del poder del tentador; él venció a la humanidad, y cuando nosotros tratamos de resistirle con nuestra propia fuerza caemos víctimas de sus designios; pero torre fuerte es el nombre de Jehová: a él correrá el justo, y será levantado. Satanás tiembla y huye delante del alma más débil que busca refugio en ese nombre poderoso» (El Deseado de todas las gentes, cap. 13, p. 109).

En resumen, no hay conjuro que pueda derrotar los poderes maléfi-cos que operan tanto en el mundo como en nuestro cuerpo. Solo la gra-cia de Dios puede darnos la victoria sobre las fuerzas satánicas. Apoca-lipsis anuncia que los redimidos derrotarán al diablo «por medio de la sangre del Cordero» (Apocalipsis 12:11). El único «conjuro» que usó la iglesia primitiva para derrotar a los poderes demoníacos fue confiar sin reversas en el poder de Dios (ver Hechos 5:16; 8:7: 19:12, 13).

Victoria diaria sobre las fuerzas del mal ¿Cuándo fue la última vez que usted libró una batalla contra el de-

monio? ¿Ya le tocó luchar, como a Cristiano, cuerpo a cuerpo contra los ejércitos del mal? No olvide esto: Usted y yo combatimos mano a mano, cada día, contra las «huestes espirituales de maldad» (Efesios 6:12). La clave es que esa lucha, por lo general, ocurre dentro de noso-tros. Sin embargo, por estar absortos ante las malvadas obras que el diablo lleva a cabo en el mundo, solemos relegar a un segundo plano la realidad de que el verdadero campo de batalla es nuestro cuerpo. No olvidemos que Santiago menciona «los malos deseos que están siempre luchando» en nuestro interior (Santiago 4:2). Pablo dice abiertamente que «el mal está en mí» (Romanos 7:21) y, a renglón seguido, añade: «Veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros» (Romanos 7:23). De ahí que el mismo apóstol haya planteado la necesi-

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dad de que «el cuerpo de pecado sea destruido, a fin de que no sirva-mos más al pecado» (Romanos 6:6). Lo que esto significa es que nuestro mayor desafío consiste en obtener la victoria sobre las inclinaciones malignas que operan en nuestro cuerpo. «Ten cuidado de ti mismo» (1 Timoteo 4:16), advirtió Pablo al joven Timoteo. Entonces, ¿cómo nos venceremos a nosotros mismos?

La victoria sobre el «espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia» (Efesios 2:2), ha de ser alcanzada en el mismo lugar donde Jesús triunfó: en la cruz. Por ello Pablo dice que «nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente» con Cristo (Romanos 6:6). En Gála-tas, Pablo declaró: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gálatas 2:20). El «viejo hombre» es nuestro yo. El mismo Jesús nos explicó lo que significa ser crucificado: «Si alguno quiere venir en pos de mí, nié-guese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mateo 16:24). Nuestra ma-yor batalla es contra ese yo que procura hacer su propia voluntad.

Por desgracia, en muchos casos ese yo se ha convertido en un dios personal. Vivimos adorando y complaciendo todos los deseos de nues-tro viejo hombre, como si fuera el amo soberano de nuestra vida. Nues-tros mejores presentes son sacrificados ante el altar hedonista de nues-tra propia alma. Por ende, el gran Apolión contra el cual tenemos que luchar no se halla fuera de nosotros, sino que se esconde detrás del demoníaco camuflaje de la complacencia y el orgullo humanos. Esa es la lucha que día a día hemos librar: la batalla contra nuestros propios deseos; una guerra intestina, doméstica. Precisamente por esta razón Elena G. de White escribió en 1897 que «muchos, muchísimos [...], han sido bautizados, pero fueron sepultados vivos. No murió el yo, y por lo tanto no renacieron a una nueva vida» (Comentario bíblico adventista, tomo 7-A, p. 297).

Una vez más el triunfo de Cristo constituye la garantía de nuestra victoria. En medio de su angustiante lucha contra el pecado que mora-ba en él, y que lo llevó a sentirse miserable, Pablo exclamó: «¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!» (Romanos 7:24, 25). Pero ¿por qué en medio de tan fiera contienda el apóstol agradece por Jesu-cristo? Él mismo da la respuesta en dos pasajes de las Epístolas a los Corintios: «Dios nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucris-to» (1 Corintios 15:57). «Gracias a Dios, que nos lleva siempre en triun-fo en Cristo Jesús» (2 Corintios 2:14). ¡En Cristo no hay derrota! «La victoria de Cristo fue tan completa como lo había sido el fracaso de Adán» (El Deseado de todas las gentes, capítulo 13, p. 109) y ahora esa

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victoria está a disposición de todos los que se acercan «confiadamente al trono de la gracia» (Hebreos 4:16). Con la poderosa ayuda del Señor podemos triunfar sobre nuestras inclinaciones pecaminosas. De hecho, si hemos sido crucificados con Cristo, el yo ha sido desentronizado de nuestra vida. Como Pablo, también podemos decir: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gála-tas 2:20).

Y ahora usted se preguntará: ¿Por qué si nuestro viejo hombre fue crucificado seguimos teniendo esa inclinación a satisfacer los deseos del yo? Hay varias maneras de entender dicha situación. Así como Cristo resucitó, el viejo hombre también tiene la capacidad de resucitar "diariamente" en nuestra vida. Debido a esto, la crucifixión de nuestros «malos deseos» (Colosenses 3:5) tiene que ser una obra continua, y ha de repetirse cada día. A ello se refirió Pablo cuando dijo: «Cada día muero» (1 Corintios 15:31). Elena G. de White nos advierte: «Hay quie-nes tienen éxito momentáneo en la lucha contra su egoísta deseo de placer y comodidad. Son sinceros y fervientes, pero se cansan de los esfuerzos prolongados, del morir diariamente, de la lucha incesante» (Obreros evangélicos, p. 141). Es preciso que diariamente derrotemos a los poderes del mal. No podemos cansarnos ni desfallecer. El triunfo que por medio de Cristo logramos ayer, no será útil para hoy, ni el de hoy para mañana; pero, como bien lo dijo Elena G. de White, «la derro-ta de hoy prepara el camino para una derrota todavía mayor mañana. La victoria de hoy asegura una victoria más fácil mañana» (Nuestra elevada vocación, p. 246).

Por otro lado, la acción del viejo hombre en la vida del creyente es como la de los movimientos guerrilleros que sufren algunos países. Estos grupos nunca podrán obtener el poder por vías electorales, pero sí pueden causar problemas al gobierno y a la población. En la vida cristiana ocurre lo mismo. El pecado no se «enseñoreará» de nosotros (Romanos 6:14). «Aunque andamos en la carne, no militamos según la carne» (2 Corintios 10:3). Ningún cristiano sincero, aunque haya peca-do (1 Juan 2:1), se atrevería a permitir que sus antiguas pasiones siguie-ran gobernando su vida; pero nuestro viejo hombre, aunque ya no ocupa el lugar principal, como malvado guerrillero espiritual, sí podrá causarnos problemas en cualquier momento de descuido. Cada día recibiremos el ataque salvaje de nuestro antiguo amo. «El enemigo vendrá como un río», escribió el profeta Isaías, pero cuando ello suce-

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da, no temamos puesto que «el Espíritu de Jehová levantará bandera contra él» (Isaías 59:19, RV60).

Entonces, ¿hasta cuando batallaremos contra estas fuerzas que inten-tan dominar nuestra ciudadela interna? Nuestra cruzada concluirá cuando nuestro cuerpo «corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad» (1 Corintios 15:54). Mien-tras ese momento llega, si permanecemos «en Cristo», Dios nos llevará de triunfo en triunfo, pues como declara la sierva del Señor: «Satanás no puede permanecer cerca del alma que se aproxima a Dios» (Review and Herald, 3 de marzo de 1889).

La victoria y el crecimiento espiritual Justo antes de que Hitler llegara al poder, Dietrich Bonhoeffer escri-

bió: «No debemos sorprendemos si volvemos a tiempos en que se exija de nuestra Iglesia la sangre del martirio». 11 Quizá esta declaración fue-se una premonición de lo que ocurriría el 9 de abril de 1945, cuando su nombre fue agregado a la funesta lista de personas que morirían bajo el régimen fascista y totalitario del Tercer Reich. Ese día Bonhoeffer, pas-tor y teólogo, fue ahorcado en Flossenbürg. El médico del campo de concentración, el Dr. H. Fischer-Hüllstrung, describió los últimos minu-tos de la vida de Bonhoeffer con estas palabras: «Vi al pastor Bonhoef-fer, poco antes de salir de su celda, arrodillado y orando fervorosamen-te a su Dios. (... ] En el mismo lugar del suplicio elevó una breve ora-ción y después subió valiente y sereno las escaleras que lo llevaban a la horca. Murió a los pocos segundos. En mis cincuenta años de actividad profesional como médico no he visto a nadie morir tan completamente sometido a la voluntad de Dios». 12

A pesar de su muerte prematura, pues apenas tenías 39 años, Bon-hoeffer fue uno de los personajes más influyentes en el mundo cristiano durante el siglo XX, hasta el punto de que se han escritos más de cuatro mil títulos relacionados con su obra y pensamiento. 13 Su libro El precio de la gracia, publicado en 1937, ha sido considerado como uno de los cien libros cristianos más importantes del siglo XX. 14 Permítame com-partir con usted la siguiente declaración de Bonhoeffer:

«Toda llamada de Cristo conduce a la muerte. Bien sea porque debamos, como los primeros discípulos, dejar nuestra casa y nuestra profesión para seguirle, bien sea porque, como Lutero, debamos abandonar el claustro para volver al mundo, en ambos casos nos espera la misma muerte, la muerte en Jesucristo, la muerte de nuestro hombre viejo [...]. Todo mandamiento de Jesús nos ordena morir a

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todos nuestros deseos y apetitos» 15

La lucha de Bonhoeffer contra Hitler terminó con la muerte. Asi-mismo, nuestra batalla contra las fuerzas del mal concluirá también con nuestra muerte: la muerte al yo, al viejo hombre, al mundo y a sus de-seos. «Mientras reine Satanás tendremos que subyugar el yo, tendre-mos asedios que vencer, y no habrá punto en que detenerse, donde podamos decir que hemos alcanzado la plena victoria» (Testimonios para la iglesia, tomo 1, p. 304). No hemos de ceder ni un ápice. Cada victoria nos hará más fuertes. «Si flaqueas en el día de adversidad, tu fuerza quedará reducida» (Proverbios 24:10). En nuestra lucha contra el diablo y la carne nos veremos «atribulados en todo, pero no angustia-dos; en apuros, pero no desesperados; perseguidos, pero no desampa-rados; derribados, pero no destruidos» (2 Corintios 4:8, 9).

Cuando arrecie la batalla recordemos estas palabras del himno de Annie Johnson Flint:

«Su gracia es mayor si las cargas aumentan; su fuerza es mayor si la prueba es más cruel; si es grande la lucha, su gracia es mayor; si más son las penas, mayor es su paz». 16

La realidad de estas palabras ya las había expresado Hermas, un au-tor cristiano del siglo II de nuestra era, cuando escribió: «El diablo pue-de luchar contra ellos [los cristianos], pero no puede vencerlos». 17 Y antes, Moisés, cuando afirmó: «¡Bienaventurado tú, Israel! ¿Quién co-mo tú, pueblo salvado por Jehová? Él es tu escudo protector, la espada de tu triunfo» (Deuteronomio 33:29). La promesa divina es que en to-das nuestras batallas «seremos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Romanos 8:37). Cada victoria sobre las fuerzas del mal nos pondrá más cerca de «alcanzar la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:13).

Referencias 1 Juan Bunyan, El progreso del peregrino (El Paso, Texas: Casa Bautista de Publicaciones, 1982), p. 9. 2 César Vidal, Diccionario histórico del cristianismo (Estella: Verbo Divino, 1999), p. 64. 3 Bunyan, Op. cit., p. 51. 4 Craig S. Keener, Comentario del contexto cultural de la Biblia: Nuevo Testamento (El Paso,

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Texas: Mundo Hispano, 2006), p. 693. 5 Yoma 38B, citado por Alberto Maggi, Jesús y Belcebú (Henao, Bilbao: Desclée de Brouwer, 2000). 6 Antonio Piñeiro, «El testamento de Salomón» en A. Diez Macho, ed. Apócrifos del Antiguo Testamento, t. V (Madrid: Cristiandad, 1987), p 340. 7 Antigüedades de los judíos, libro VIII, 5 (Terrassa: CUE, 1990). 8 Ralph P. Martin, lames. Word Biblical Commentary, t. 48 (Nashville, Tennessee: Thomas Nelson, 1998), p. 151. 9 John Ortberg, El ser que quiero ser (Miami, Florida: Vida, 2010), p. 69. 10 William L. Blevins, «A Call to Repent, Love Others, and Remember God: James 4», Review and Expositor, 83, n“ 3 (verano de 1986), p. 422; Francis D. Nichol, ed. Comentario bíblico adventista, t. 7 (Buenos Aires: ACES, 1996), p. 549. 11 Citado por Manfred Suensson, Resistencia y gracia cara: El pensamiento de Dietrich Bon-hoeffer (Viladecavalls: CLIE, 2011), p. 11. 12 Eric Metaxas, Bonhoeffer: Pastor, Martyr, Prophet, Spy (Nashville, Tennessee: Thomas Nelson, 2010), p. 532. 13 Suensson, Op. cit., p. 12. 14 William Petersen y Randy Petersen, 100 Christian Books That Changed the Century (Grand Rapids, Michigan: Fleming H. Revell, 2000), pp. 64, 65. 15 El precio de la gracia, 6a ed. (Salamanca: Sígueme, 2004), p. 56. Aunque cito la edición en español, he hecho mi propia traducción. 16 Citada por Charles R. Swindoll, Comentario del Nuevo Testamento: Santiago y 1 y 2 Pedro (Miami, Florida: Vida, 2010), p. 85. 17 J. B. Lightfoot, Los padres apostólicos (Terrassa: CLIE, s. f.), p. 74.

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