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1 Doctrina Eutanasia, muerte asisti- da y retiro de soporte vital: breve delimitación concep- tual y tratamiento del tema en el derecho comparado y en el ordenamiento jurídi- co argentino por LUIS F. NIÑO (1) I. El título de esta aportación puede generar algún desconcierto al lector del compendio de mi tesis doctoral, consagrada al derecho a morir con dignidad en el ámbito médico y a las consecuencias jurídico-penales de su reconocimiento, cuya elaboración emprendí más de un cuarto de siglo atrás en la Universidad de Salamanca (2) . En aquella actividad académica intenté despojar a la voz “eutanasia” del lastre peyorativo que un indebido uso había adosado a su expresión, eti- mológicamente asociada al buen morir; y reconducir su marco semántico a ese origen de estoico cuño. Luego, dejando atrás las incontables defi- niciones analizadas, apelé a una que permitiera excluir del horizonte de (1) Catedrático Derecho Penal y Procesal Penal (UBA) - Miembro de la Academia Argentina de Ética en Medicina. (2) NIÑO, Luis F.: “Eutanasia – Morir con Dignidad - Consecuencias jurídico-penales”, Edito- rial Universidad, Bs. As., 1994.

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Eutanasia, muerte asisti-da y retiro de soporte vital: breve delimitación concep-tual y tratamiento del tema en el derecho comparado y en el ordenamiento jurídi-co argentinopor Luis F. Niño (1)

I. El título de esta aportación puede generar algún desconcierto al lector del compendio de mi tesis doctoral, consagrada al derecho a morir con dignidad en el ámbito médico y a las consecuencias jurídico-penales de su reconocimiento, cuya elaboración emprendí más de un cuarto de siglo atrás en la Universidad de Salamanca (2).

En aquella actividad académica intenté despojar a la voz “eutanasia” del lastre peyorativo que un indebido uso había adosado a su expresión, eti-mológicamente asociada al buen morir; y reconducir su marco semántico a ese origen de estoico cuño. Luego, dejando atrás las incontables defi-niciones analizadas, apelé a una que permitiera excluir del horizonte de

(1) Catedrático Derecho Penal y Procesal Penal (UBA) - Miembro de la Academia Argentina de Ética en Medicina.

(2) NIÑO, Luis F.: “Eutanasia – Morir con Dignidad - Consecuencias jurídico-penales”, Edito-rial Universidad, Bs. As., 1994.

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proyección de mi trabajo manifestaciones perversas tales como las de las mal llamadas eutanasias eugenésica y económica, de las que configuró un acabado paradigma el fatídico Euthanasieprogramme, implementado por el nacionalsocialismo alemán a partir del 1° de setiembre de 1939, así como otros comportamientos en los que la dimensión cuantitativa de la vida, angostada por grave enfermedad o accidente, no jugare un rol de-terminante. Hube de caracterizarla, pues, como la abreviación intencional del curso vital de otro, ante la inminencia de su deceso y en su propio interés.

A partir de tal precisión terminológica, ensayé una clasificación que distin-guiera los procedimientos paliativos, calmantes o lenitivos que no inciden en las expectativas de supervivencia del paciente, relevantes en terreno jurídico tan sólo como deberes de quienes le asisten, de aquellos que alteran concretamente tal decurso, acortándolo. Limitando a estos últimos mi atención, diferencié la eutanasia activa directa como la única pasible de ser considerada un injusto penal (3); califiqué a la eutanasia activa indirecta o de doble enlace como un caso de atipicidad por conglobación (4), y esti-mé justificada la eutanasia pasiva (5), ubicando junto a ella, como igualmen-te justificada, la modalidad operativa llamada adistanasia o antidistanasia, consistente —específicamente— en la abstención o retiro del llamado soporte vital, representado por los modernos mecanismos artificiales de reanimación. En un artículo posterior, redactado en coautoría con Rodrigo Sanabria y aparecido en 2008, dentro de una obra colectiva sobre “Bioéti-ca en Medicina” compilada por Oscar Garay, insistíamos aun en distinguir,

(3) Tal modalidad encuadra en el tipo de homicidio -simple o agravado, según los casos- a título de dolo directo; y no cumple, por regla, con el requisito de causación del menor daño al bien que se sacrifica, que justificaría la conducta a tenor del artículo 34, inciso 3° del Có-digo Penal

(4) En ella, el médico se mantiene en el rol de curar cuando es posible, aliviar a menudo, consolar siempre (“guérir quelquefois, soulager souvent, consoler toujours”), según la clásica síntesis del médico francés Adolphe Gubler, manteniendo hasta el final de la existencia de su paciente las proporciones entre calidad y cantidad de vida, al neutralizar el dolor y demás síntomas indeseables de un estado terminal, aunque tal paliación pudiere redundar, indirecta o eventualmente, en un debilitamiento general del cuadro de aquel a quien asiste.

(5) Abstención o retiro de abordajes terapéuticos dirigidos a enfrentar nuevas manifestacio-nes de una grave patología ya diagnosticada, o bien procesos patológicos intercurrentes, cuando aquellos aparecieren desproporcionados, tomando en cuenta las mortificaciones que pudieren producir frente a los escasos o nulos beneficios de cara al cuadro presentado por el paciente.

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desde la óptica del Derecho Penal, los variados supuestos de lo que podría considerarse objetivamente una anticipación de la muerte de otro como acto médico, resaltando, obviamente, las muy distintas consecuencias jurídicas asignables a unos u otros, mediante una meticulosa adjetivación del género eutanasia (6).

La razón del desplazamiento de la adistanasia de dicho repertorio obedece, en mi caso, a nuevas reflexiones sobre el tópico, debidas en buena parte a oportunos cruces de ideas con el reconocido galeno especialista en terapia intensiva Dr. Carlos Gherardi (7), que me condujeron a replantear el cuadro general anteriormente diseñado —adecuándolo a la realidad impuesta en el mundo de la Medicina por la naturalización del instrumental tecnológico incorporado a ella— y a simplificarlo, proporcionando caracteres propios a los comportamientos relacionados con el empleo de los diversos mecanismos artificiales de reanimación.

Si bien se mira, desde una perspectiva lingüística, y complementando una idea bosquejada por el propio Gherardi en el texto de referencia, la necesidad de anteponer dos prefijos “a” o “anti” y “dis”, respectivamente, para agrupar bajo el tronco común de la llamada “ortotanasia”a las conductas vinculadas al soporte vital denota hoy cierta extravagancia que era oportuno detectar y expurgar, tras más de medio siglo de puesta en marcha de las unidades de terapia intensiva. Luce, oportuna, paralelamente, la frase por él acuñada, aludiendo a la “muerte intervenida”, para mencionar específicamente las acciones médicas desplegadas en el ámbito de tales salas de cuidados intensivos con relación a la abstención, utilización o retiro de aquel soporte.

Sin desmedro de lo apuntado, valdrá apreciar, hacia el final de este recorrido, la posibilidad de estimar incluidas, en el derecho positivo vigente, las restantes situaciones contempladas en aquel cuadro general, con excepción de la única que continuamos estimando un injusto penal.

(6) NIÑO, Luis F. – SANABRIA, Rodrigo L.: “Eutanasia y suicidio asistido”, en GARAY, Oscar E. (comp) “Bioética y Medicina”, Ad.Hoc, Bs. As., 2008, pp. 349/386.

(7) GHERARDI, Carlos R.: “Vida y muerte en Terapia Intensiva – Estrategias para conocer y participar en las decisiones”, Editorial Biblos, Bs.As. 2007.

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Completando la trilogía que da título a este trabajo, cuadra agregar que se denomina suicidio asistido a la autoeliminación del enfermo o accidentado en fase terminal a través de medios sugeridos o provistos por un médico que le asiste en el trance a su solicitud, sin actuación directa del profesional en el momento de su efectiva utilización. De cara a este último, valga apuntarlo desde ya, la conducta continúa encuadrada paradigmáticamente en el ámbito descrito en el artículo 83 del Código Penal, que reserva una pena atenuada al auxiliador o instigador al suicidio.

II. Definidos los supuestos de hecho, cuadrará mencionar, en primer lugar, el tratamiento legal proporcionado en el Derecho Comparado a la eutanasia y al suicidio asistido. Tras ello, daré cuenta de los relativos avances registrados en el área hispanoamericana respecto del retiro de soporte vital y finalizaré la labor glosando las variaciones más trascendentes introducidas al ordenamiento jurídico argentino por la sanción de la ley de los derechos del paciente, registrada bajo el n° 26.529, y de su reciente norma modificatoria, conocida como ley de muerte digna y registrada bajo el n° 26.742. Veremos, al término de ese recorrido, si es ajustada tal denominación, o bien si persisten falencias en el andamiaje jurídico estatuido respecto del universo de la «muerte intervenida».

Dos son los países que han legalizado hasta el momento la eutanasia y el suicidio asistido como actos médicos, Holanda y Bélgica. Veamos de qué manera han plasmado tales alternativas del tratamiento médico.

a. Holanda la instituyó mediante la ley 26.691, titulada “Verificación (o comproba-ción) de la terminación de la vida a petición propia y de ayuda al suicidio”, del 28 de noviembre de 2000, que entró en vigor el 1° de abril de 2002.

Es interesante advertir, en primer lugar, que, en las variadas definiciones que proporciona en el artículo 1°, la ley no menciona la acción eutanásica propiamente dicha, esto es, la de provocación deliberada de la muerte del paciente, a su pedido y en su propio interés, englobando bajo la frase “auxilio al suicidio”, en el inciso b de dicho artículo, las conductas de “ayudar deliberadamente a una persona a suicidarse o facilitarle los medios necesarios a tal fin”.

Parecería que, aun en el país más vanguardista en la materia, existe cierto pudor por llamar a las cosas por su nombre, acudiendo entonces a un eufemismo —ayudar deliberadamente a una persona a suicidarse—, que

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confunde la eutanasia propiamente dicha con el suicidio asistido, descrito con la frase subsiguiente: facilitarle los medios necesarios a tal fin.

De todas maneras, al brindar la definición de los protagonistas del acto eutanásico, el mismo precepto distingue las situaciones, al señalar, en el inciso c, como “el médico” a aquel facultativo que, según la notificación, ha llevado a cabo la terminación de la vida a petición del paciente o ha prestado auxilio al suicidio; y como “el asesor”, en el inciso d, al “médico al que se ha consultado sobre la intención de un médico de llevar a cabo la terminación de la vida a petición del paciente o de prestar auxilio al suicidio”.

También es importante resaltar que la legislación holandesa mantiene como delito el homicidio consentido o a ruego. Así, en su artículo 293, el Código Penal de ese país prescribe: “1. El que quitare la vida a otra persona, según el deseo expreso y serio de la misma, será castigado con pena de prisión de hasta doce años o con una pena de multa de la quinta categoría”.

Es en el segundo párrafo de ese mismo precepto donde se señala la excepción a esa regla punitiva. Reza así: “(e)l supuesto al que se refiere el párrafo 1 no será punible en el caso de que haya sido cometido por un médico que haya cumplido con los ‘requisitos de cuidados’ recogidos en el artículo 2 de la Ley sobre comprobación de la terminación de la vida a petición propia y del auxilio al suicidio, y se lo haya comunicado al forense municipal conforme al artículo 7, párrafo segundo de la Ley Reguladora de los Funerales” (8).

Como cabe apreciar, según la legislación holandesa en la materia, la situación excepcional del médico practicante de la eutanasia dependerá del oportuno cumplimiento de los “requisitos de cuidado”, que son los

(8) Repárese en que el caso del primer párrafo, un homicidio consentido o a ruego practi-cado por cualquier persona, no se halla contemplado en el Código Penal argentino, lo que conduce a encuadrarlo en el homicidio —simple o calificado, según las circunstancias— con una pena de ocho a veinticinco años de prisión para el primero y de prisión perpetua para el segundo. Por su parte, el Código Penal uruguayo mantiene desde la fecha de su sanción, en 1934, la cláusula prevista en su artículo 37 que faculta a los jueces para exonerar de castigo al sujeto de antecedentes honorables, autor de un homicidio efectuado por móviles de piedad, mediante súplicas reiteradas de la víctima.

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contemplados en el artículo 2, primer párrafo, de la ley especial antes mencionada.

Tales requisitos implican que el médico se encuentre en la siguiente si-tuación:

a. que haya llegado al convencimiento de que la petición del paciente es volun-taria y bien meditada,

b. que haya llegado al convencimiento de que el padecimiento del paciente es insoportable y sin esperanzas de mejora,

c. que haya informado al paciente de la situación en que se encuentra y de sus perspectivas de futuro,

d. que haya llegado al convencimiento, junto con el paciente, de que no existe ninguna otra solución razonable para la situación en la que se encuentra este último,

e. que haya consultado, por lo menos, con un médico independiente, que haya visto al paciente y que haya emitido su dictamen por escrito sobre el cumpli-miento de los requisitos de cuidado a los que se refieren los apartados a. al d.

f. que haya llevado a cabo la terminación de la vida o el auxilio al suicidio con el máximo cuidado y esmero profesional posibles

Claro está que no acaban allí los recaudos de la ley de los Países Bajos. El médico podrá atender la petición de un paciente que ya no esté en con-diciones de expresar su voluntad pero que haya estado en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses al respecto, antes de pa-sar a encontrarse en el citado estado de incapacidad, siempre que cuente, al menos, con dieciséis años de edad, y que haya redactado una decla-ración por escrito que contenga una petición de terminación de su vida, aplicándose, por analogía, los requisitos de cuidado antes mencionados.

En caso de tratarse de un paciente cuya edad esté comprendida entre los dieciséis y los dieciocho años, al que se pueda considerar en condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses sobre el particular, el médico podrá atender igualmente su petición de terminación de su vida o

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su petición de auxilio al suicidio, después de que los padres o el padre o la madre que ejerza(n) la patria potestad, o la persona que tenga la tutela sobre el menor, haya(n) participado en la toma de la decisión.

Aun en el caso de que el paciente menor de edad tenga una edad com-prendida entre los doce y los dieciséis años, siempre que se le pueda con-siderar en condiciones de realizar una valoración razonable de sus inte-reses en este asunto, el médico podrá atender una petición del paciente de terminación de su vida o de auxilio al suicidio, en el caso de que los padres o el padre o la madre que ejerza(n) la patria potestad o la persona que tenga la tutela sobre el menor, esté(n) de acuerdo con la terminación de la vida del paciente o con el auxilio al suicidio.

Como cabe apreciar, mientras en el caso del menor de edad de dieciséis a dieciocho años se requiere la mera participación de los padres o del tutor en la toma de decisión, en este último supuesto es condición que dichos adultos responsables hayan prestado su acuerdo con la petición del paciente.

Paralelamente, corresponde añadir que, además de la relevancia penal del homicidio consentido o a ruego, antes mencionada, mantiene vigen-cia en el ordenamiento penal holandés la punición genérica para lo que en nuestra doctrina penal conocemos como instigación o auxilio no ejecutivo al suicidio.

El primer párrafo del artículo 294 del Código Penal de aquel país estable-ce lo siguiente: “El que de forma intencionada indujere a otro para que se suicide será castigado, en caso de que el suicidio se produzca, con una pena de prisión de hasta tres años o con una pena de multa de la categoría cuarta”, en tanto que el párrafo siguiente reprime con iguales sanciones al que “de forma intencionada prestare auxilio a otro para que se suicide o le facilitare los medios necesarios para ese fin”.

Sentada la escala penal para ambas modalidades de suicidio asistido, el mismo texto del artículo 294 remite, por analogía, al artículo 293, párrafo segundo, concisa fórmula que reproduce, para estos casos, los requisitos de cuidado consignados para el caso de petición de terminación de la vida.

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En este sentido, vale recordar que el recordado artículo 83 del Código Penal argentino prevé una pena privativa de libertad similar a la del có-digo holandés, prisión de uno a cuatro años, pero con una importante salvedad. La doctrina y la jurisprudencia han considerado pacíficamente que la acción consistente en “poner manos” sobre el suicida, vale decir, la comisión de cualquier acto de ejecución por parte del sujeto activo equi-vale inexorablemente a homicidio, postura que, por lo que quedó dicho, conduce a la tipificación de tal comportamiento como homicidio simple o calificado, al no estar contemplada la morigeración existente en otros có-digos, originada en el consenso o la piedad, con el correlato de las fuertes respuestas punitivas contenidas en los artículos 79 y 80, respectivamente, de nuestro cuerpo de leyes en la materia (9).

Estimo importante dejar sentado, antes de continuar, que la ley holandesa 26.691, a la que venimos refiriéndonos, también ha instituido un severo sistema de control para la comprobación de las peticiones de eutanasia y suicidio asistido. Existen, así, conforme lo dispone en su artículo 3°, co-misiones regionales para la comprobación de las notificaciones de casos en los que se haya llevado a cabo la terminación de la vida a petición propia y el auxilio al suicidio a las que se refieren los artículos 293 y 294, en sus respectivos segundos párrafos, del Código Penal. Dichas comisio-nes, compuestas por un número impar de miembros, deben contar en su integración con un jurista como presidente, un médico y un experto en cuestiones éticas o en problemas de aplicación de las normas al caso concreto, nombrados por los ministros de Justicia y de Sanidad, Bienestar y Deportes.

Por último, también merece destacarse que, conforme al artículo 7°, pá-rrafo segundo, de esa ley, “(e)n caso de que el fallecimiento se haya pro-ducido como consecuencia de la aplicación de técnicas destinadas a la terminación de la vida a petición propia o al auxilio al suicidio, el médico que trató al paciente no expedirá ningún certificado de defunción e infor-mará inmediatamente, mediante la cumplimentación [palabra altisonante pero existente en nuestra lengua] de un formulario y su remisión al forense municipal, referido a las causas de dicho fallecimiento. Además del for-mulario, el médico enviará un informe motivado sobre el cumplimiento de

(9) V., por todos, SOLER, Sebastián: “Derecho Penal Argentino”, TEA, Bs. As., 1992, T. III, p. 95.

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los requisitos de cuidado a la comisión regional respectiva para el debido contralor del caso”.

b. En el caso de Bélgica, la ley fue aprobada por el Senado el 16 de mayo de 2002, promulgada el 28 de dicho mes y publicada en el Moniteur Belge, el boletín oficial de ese país, el 22 de junio, para entrar en vigor el 23 de setiembre de ese mismo año.

Se define en su artículo 2° a la eutanasia como “el acto practicado por un tercero, que pone fin intencionadamente a la vida de una persona a peti-ción de ésta”, escueta fórmula que, a juzgar por los informes emitidos por las autoridades de control, como veremos luego, engloba las prácticas de propia mano y los suicidios asistidos.

Varias y de distinto signo son las diferencias que cabe anotar entre esta norma y la que acabamos de analizar someramente.

Por un lado, a diferencia de la ley holandesa, se exige en la belga que el paciente sea mayor de edad, capaz y consciente en el momento de su petición, especificándose concretamente que su petición debe ser volun-taria, meditada y reiterada, y que no debe surgir como resultado de pre-siones externas, conforme lo exige el artículo 3°, primer párrafo.

Además, la petición debe formularse por escrito, tal como lo ordena el mismo artículo en su párrafo segundo, con el añadido de que tendrá valor aquella redactada y certificada con anterioridad al momento en que se reúnan las condiciones para la práctica de la eutanasia, en previsión de futuras condiciones de incapacidad, contando dicha directiva anticipada con una vigencia de cinco años desde su emisión.

Es deber del médico informar al paciente acerca de su estado de salud y de su esperanza de vida, plantear las posibilidades terapéuticas, así como las que ofrecen los cuidados paliativos y sus consecuencias. Se exige —y en este punto las leyes holandesa y belga son casi idénticas— que, junto al paciente, el facultativo haya llegado a la convicción de que la eutanasia es la única solución razonable para la situación que aqueja a aquél, así como a la certeza en punto a la voluntariedad de su petición.

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Pero, además de las exigencias de la mayoría de edad y de la forma es-crita, el médico actuante debe realizar una consulta con todo el equipo sanitario encargado de la atención del enfermo, si lo hubiere, y con un médico independiente y con competencia en la enfermedad del paciente.

Frente a los requisitos relevados hasta aquí, que apuntan a restringir el campo de aplicación de la ley belga frente a la del país vecino, otras dos cuestiones amplían su alcance, habiendo concitado, al momento de su sanción y promulgación, acerbas críticas de los partidos opositores.

De acuerdo con el texto legal que examinamos, el médico que recibe la petición debe verificar que el paciente se encuentre en una situación clínica sin esperanza de recuperación y que comporte un sufrimiento físico o psí-quico constante e insoportable, que no puede ser calmado, sea como con-secuencia de un accidente o de un trastorno patológico grave e incurable.

Como puede advertirse, de una parte, se equipara el sufrimiento psíquico al físico, pues se emplea la conjunción disyuntiva “o” y no la copulativa “y”, lo que conlleva la mayor dificultad de mensurar ese tipo de padeci-miento. De otra, si bien es cierto que se prevé que el médico debe asegu-rarse de la persistencia del sufrimiento físico o psíquico del paciente y de su voluntad reiterada, así como está obligado a consultar a otro médico en cuanto al carácter grave e incurable de la afección - el cual, por lo demás, tras examinar la historia clínica y al propio paciente, tendrá a su cargo asegurarse y constatar la existencia de dicho sufrimiento -físico o psíquico- y de su carácter constante, insoportable e imposible de aliviar-, la propia ley se encarga de sortear el virtual requisito de una inminencia o cercanía del deceso, al prescribir que, si el médico pronostica que la muerte no ocurrirá en breve plazo, ha de consultar a un segundo médico, psiquiatra o especialista de la patología en cuestión, y deberá dejar trans-currir un mes, al menos, de reflexión entre el momento de la petición de la eutanasia y su ejecución.

Aun cuando se entienda que, en casos como el recién citado, las consultas a colegas deban ser forzosamente dos, la del médico independiente antes mencionado y la del psiquiatra o especialista en la patología propia del caso, además de la dirigida al equipo sanitario actuante, si éste existiera, lo cierto es que el ejercicio de la eutanasia respecto de un paciente que

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no cursa la fase terminal de su patología o bien el serio compromiso vital derivado de un accidente grave, y a base de su mera afección psíquica, abre una brecha que ha recibido críticas contundentes en el país y en el extranjero, a las que presta asidero argumental la actual existencia de cui-dados paliativos de reconocida eficacia.

Otra diferencia notoria desde el punto de vista estrictamente jurídico está dada por el hecho de que la ley belga no modificó al Código Penal, como sí ocurrió con la holandesa, como ya hemos visto, por lo que el incumpli-miento de los llamados “requisitos de cuidado” no conduce automática-mente al marco de un homicidio consentido sino que el caso dependerá de que la comisión de evaluación, informada del suceso, estime que el profesional ha obrado indebidamente, dando parte a la justicia para su conocimiento y decisión.

Vale apuntar que, conforme al primer informe oportunamente redactado por las comisiones evaluadoras, se registraron 259 eutanasias en los pri-meros quince meses de vigencia de la ley, de las cuales sólo una obedeció a una directiva anticipada. En 237 de tales procedimientos, lo que equivale al 91,5% de los casos informados, era previsible a corto plazo la muerte del paciente, no así en los 22 restantes, el 8,5% del total, compuesto por per-sonas aquejadas de degeneraciones neurológicas progresivas, trastornos neuromusculares no evolutivo postraumático o cáncer.

Otro dato de importancia lo proporciona la escasa cantidad de suicidios asistidos en dicho lapso inicial, operaciones que, como aclaré al comenzar la glosa de la ley belga, quedan incluidas en la breve definición del artículo 2°. Sólo fueron cinco los casos en que el paciente ingirió por sí el barbitú-rico proporcionado por el médico tratante. En los 254 casos restantes, se trató de una eutanasia activa por parte del profesional.

III. Fuera de los dos regímenes legales reseñados, los restantes que aporta el panorama del Derecho Comparado de nuestra órbita cultural se remi-ten a permitir meramente el suicidio asistido, en el caso de los estados de Oregon y Washington, en los Estados Unidos de Norteamérica, o a tole-rarlo, de manera similar a lo acontecido durante años en Holanda antes de la sanción de la ley que comentamos, en Estonia, Suecia y la Confedera-ción Helvética.

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La ley de Oregon que posibilita el suicidio asistido por un médico data de 1994, pero durante tres años se vio neutralizada por contiendas políticas y judiciales, hasta que en una consulta popular obtuvo su confirmación, en noviembre de 1997.

En el Estado de Washington, las alternativas en torno al tema fueron más complejas aun. Tras la declaración de inconstitucionalidad por parte del Tribunal del 9° Circuito de ese de una ley local que prohibía el suicidio asistido, en el célebre caso “Washington v. Glucksberg”, la Corte Su-prema estadounidense declaró que dicha ley estadual no violaba la Ley Fundamental de ese país, diferenciando, precisamente, entre la libertad, constitucionalmente protegida, de rechazar los tratamientos sanitarios no deseados, incluyendo los mecanismos de nutrición e hidratación, y la ale-gada existencia de un derecho a ser asistido en el suicidio, toda vez que, textualmente, aunque “la decisión de suicidarse con la ayuda de otra per-sona puede ser tan profunda y personal como el rechazo de los tratamien-tos sanitarios”, “no ha gozado jamás de una protección semejante” (10). En el mismo año, el Fiscal General del Estado de Nueva York, Vacco, logró un pronunciamiento análogo en otro conocido caso, “Vacco vs. Quill” (11). No obstante ello, una nueva iniciativa, aprobada el 4 de noviembre de 2008, legalizó el suicidio asistido, de manera análoga a la legislada en Oregon, consistiendo, básicamente, en la prescripción autorizada de dosis letales de medicamentos. Los pacientes deben ser mayores de edad y residentes permanentes en el Estado. Para obtener la correspondiente prescripción médica, el paciente deberá hacer dos peticiones orales seguidas por una tercera formal y escrita, refrendada por dos testigos sin vínculos familiares o amistosos, y someterse a sendas revisiones médicas a cargo de dife-rentes profesionales, mediante las cuales se confirme que el cálculo de supervivencia respectivo no supera los seis meses.

En otros estados de esa Unión, como California, las propuestas en tal sen-tido no lograron cristalizar.

(10) Identificado bajo el epígrafe 521 US 702. La sinopsis del caso reza: “The “liberty” protec-ted by the Due Process Clause of the United States Constitution does not include the right to assist suicide” (“La ‘libertad’ protegida por la cláusula del debido proceso de la Constitución de los Estados Unidos no incluye el derecho al suicidio asistido).

(11) 521 US 793 (1997).

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IV. En América Latina no existe legislación que permita el suicidio asistido. Fuera del caso de Uruguay (12), Bolivia, Brasil, Colombia, El Salvador, Para-guay y Perú incluyen en sus respectivos códigos penales meras atenuantes para tal situación.

No obstante ello, una decisión de la Corte Constitucional de Colombia, del 20 de mayo de 1997 (13), aunque declaró exequible, esto es, provisto de efecto jurídico, el artículo 326 del Código Penal, que es el que pena, aunque en forma atenuada, el homicidio por piedad, lo hizo con la adver-tencia de que, “en el caso de los enfermos terminales en que concurra la voluntad libre del sujeto pasivo del acto, no podrá derivarse responsabili-dad para el médico autor, pues la conducta está justificada”.

Vale reproducir aquí algunos párrafos de la doctrina del fallo colombiano, porque no son frecuentes, diría que no existen, en la jurisprudencia de todo nuestro continente, declaraciones tan categóricas en este terreno.

Señaló ese Alto Tribunal que “(l)a Constitución establece que el Estado colombiano está fundado en el respeto a la dignidad de la persona huma-na; esto significa que, como valor supremo, la dignidad irradia el conjunto de derechos fundamentales reconocidos, los cuales encuentran en el li-bre desarrollo de la personalidad su máxima expresión. El principio de la dignidad humana atiende necesariamente a la superación de la persona, respetando en todo momento su autonomía e identidad”.

Añadió que “(e)l mismo artículo 1° de la Constitución, en concordancia con el artículo 95, consagra la solidaridad como uno de los postulados básicos del Estado Colombiano, principio que envuelve el deber positivo de todo ciudadano de socorrer a quien se encuentra en una situación de necesidad, con medidas humanitarias. Y no es difícil descubrir el móvil altruista y solidario de quien obra movido por el impulso de suprimir el sufrimiento ajeno, venciendo, seguramente, su propia inhibición y repug-nancia frente a un acto encaminado a aniquilar una existencia cuya pro-tección es justificativa de todo el ordenamiento, cuando las circunstancias que la dignifican la constituyen en el valor fundante de todas las demás”.

(12) V. nota 7.

(13) Caso identificado como “C - 239/97” en el nomenclador judicial de ese hermano país.

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“La Constitución —prosigue el fallo— se inspira en la consideración de la persona como un sujeto moral, capaz de asumir en forma responsable y autónoma las decisiones sobre los asuntos que en primer término a él incumben, debiendo el Estado limitarse a imponerle deberes, en princi-pio, en función de los otros sujetos morales con quienes está avocado a convivir, y por tanto, si la manera en que los individuos ven la muerte refleja sus propias convicciones, ellos no pueden ser forzados a continuar viviendo  cuando, por las circunstancias extremas en que se encuentran, no lo estiman deseable ni compatible con su propia dignidad, con el ar-gumento inadmisible de que una mayoría lo juzga un imperativo religioso o moral. De nadie puede el Estado demandar conductas heroicas, menos aún si el fundamento de ellas está adscrito a una creencia religiosa o a una actitud moral que, bajo un sistema pluralista, sólo puede revestir el carác-ter de una opción. Nada tan cruel como obligar a una persona a subsistir en medio de padecimientos oprobiosos, en nombre de creencias ajenas, así una inmensa mayoría de la población las estime intangibles. Porque, precisamente, la filosofía que informa la Carta se cifra en su propósito de erradicar la crueldad. Desde una perspectiva pluralista no puede afirmarse el deber absoluto de vivir. Quien vive como obligatoria una conducta, en función de sus creencias religiosas o morales, no puede pretender que ella se haga coercitivamente exigible a todos; sólo que a él se le permita vivir su vida moral plena y actuar en función de ella sin interferencias. Además, si el respeto a la dignidad humana, irradia el ordenamiento, es claro que la vida no puede verse simplemente como algo sagrado, hasta el punto de desconocer la situación real en la que se encuentra el individuo y su posi-ción frente el valor de la vida para sí. En palabras de esta Corte: el derecho a la vida no puede reducirse a la mera subsistencia, sino que implica el vivir adecuadamente en condiciones de dignidad”.

En otro párrafo del resonante decisorio, se advierte, empero, la confusión entre el rechazo al tratamiento y el suicidio asistido. Se señala en él que “(l)a Constitución no sólo protege la vida como un derecho sino que además la incorpora como un valor del ordenamiento, que implica competencias de intervención, e incluso deberes, para el Estado y para los particulares. La Carta no es neutra frente al valor vida sino que es un ordenamiento claramente en favor de él, opción política que tiene implicaciones, ya que comporta efectivamente un deber del Estado de proteger la vida. Sin em-bargo, tal y como la Corte ya lo mostró en anteriores decisiones, el Estado

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no puede pretender cumplir esa obligación desconociendo la autonomía y la dignidad de las propias personas. Por ello ha sido doctrina constante de esta Corporación que toda terapia debe contar con el consentimien-to informado del paciente, quien puede entonces rehusar determinados tratamientos que objetivamente podrían prolongar la duración de su exis-tencia biológica pero que él considera incompatibles con sus más hondas convicciones personales. Sólo el titular del derecho a la vida puede decidir hasta cuándo es ella deseable y compatible con la dignidad humana. Y si los derechos no son absolutos, tampoco lo es el deber de garantizarlos, que puede encontrar límites en la decisión de los individuos, respecto a aquellos asuntos que sólo a ellos les atañen”.

Sin perjuicio de ello, párrafos más adelante reubica la cuestión del suicidio asistido en su sitio, al indicar: “El Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre una enfermedad terminal que le produce dolores insoporta-bles, incompatibles con su idea de dignidad. Por consiguiente, si un enfer-mo terminal que se encuentra en las condiciones objetivas que plantea el Código Penal considera que su vida debe concluir, porque la juzga incom-patible con su dignidad, puede proceder en consecuencia, en ejercicio de su libertad, sin que el Estado esté habilitado para oponerse a su designio, ni impedir, a través de la prohibición o de la sanción, que un tercero le ayu-de a hacer uso de su opción. No se trata de restarle importancia al deber del Estado de proteger la vida sino, de reconocer que esta obligación no se traduce en la preservación de la vida sólo como hecho biológico”.

Y como si con lo dicho fuera poco para distanciar este singular pronun-ciamiento de todo el material tribunalicio del continente, la Corte Cons-titucional especifica, acto seguido, proyectando prácticamente la legisla-ción sobre el asunto, que “(e)l consentimiento del sujeto pasivo debe ser libre, manifestado inequívocamente por una persona con capacidad de comprender la situación en que se encuentra. Es decir, el consentimiento implica que la persona posee información seria y fiable acerca de su en-fermedad y de las opciones terapéuticas y su pronóstico, y cuenta con la capacidad intelectual suficiente para tomar la decisión. Por ello la Corte concluye que el sujeto activo debe de ser un médico, puesto que es el

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único profesional capaz no sólo de suministrar esa información al pacien-te sino además de brindarle las condiciones para morir dignamente. Por ende, en los casos de enfermos terminales, los médicos que ejecuten el hecho descrito en la norma penal con el consentimiento del sujeto pasivo no pueden ser, entonces, objeto de sanción y, en consecuencia, los jueces deben exonerar de responsabilidad a quienes así obren” (14).

De más está decir que esa resolución dio pie a la presentación de diversos proyectos de ley en los años siguientes, sin que ninguno haya logrado convertirse en derecho positivo hasta el presente.

V. Delineado el panorama en lo referente a la eutanasia y al suicidio asis-tido, pasaré a hacer mención a diversas disposiciones legales, reglamen-tarias o deontológicas atinentes a la abstención o retiro del soporte vital.

a. En Brasil, país en el que, como ya se ha expresado aquí, el Código Penal repri-me, aunque con pena menor, el homicidio impulsado por relevante valor moral (art. 121, parágrafo primero), identificado, conforme a la Exposición de Motivos del propio código con la eutanasia, cuando ese valor es la compasión por el sufrimiento del enfermo, la doctrina pugna por distanciar plausiblemente de ese marco legal la conducta del profesional de la Medicina que se abstiene de implantar instrumentos de reanimación o que decide retirarlos una vez implan-tados, tras debatir la decisión con su equipo, con la familia del paciente y/o

(14) Para no dejar dudas del camino señalado al Poder Legislativo sobre el tópico, el voto del magistrado ponente, al que adhirió la mayoría del Tribunal, hacia el final de su exposición apostrofa: “Los puntos esenciales de esa regulación serán sin duda: 1. Verificación rigurosa, por personas competentes, de la situación real del paciente, de la enfermedad que padece, de la madurez de su juicio y de la voluntad inequívoca de morir; 2. Indicación clara de las personas (sujetos calificados) que deben intervenir en el proceso; 3. Circunstancias bajo las cuales debe manifestar su consentimiento la persona que consiente en su muerte o solicita que se ponga término a su sufrimiento: forma como debe expresarlo, sujetos ante quienes debe expresarlo, verificación de su sano juicio por un profesional competente, etc; 4. Me-didas que deben ser usadas por el sujeto calificado para obtener el resultado filantrópico, y 5. Incorporación al proceso educativo de temas como el valor de la vida y su relación con la responsabilidad social, la libertad y la autonomía de la persona, de tal manera que la regulación penal aparezca como la última instancia en un proceso que puede converger en otras soluciones. Y, como colofón, resuelve: “La Corte considera que, mientras se regula el tema, en principio, todo homicidio por piedad de enfermos terminales debe dar lugar a la correspondiente investigación penal, a fin de que en ella, los funcionarios judiciales, tomando en consideración todos los aspectos relevantes para la determinación de la auten-ticidad y fiabilidad del consentimiento, establezcan si la conducta del médico ha sido o no antijurídica, en los términos señalados en esta sentencia”. “En aras de la seguridad jurídica, la Corte exhortará al Congreso para que en el tiempo más breve posible, y conforme a los principios constitucionales y a elementales consideraciones de humanidad, regule el tema de la muerte digna”.

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con este último, en caso de ausencia de perspectivas racionales de mejoría en el cuadro planteado.

Penalistas clásicos del vecino país alertaban ya, décadas atrás, acerca de que ninguna razón obliga al médico a hacer durar un poco más una vida que, natural e irremediablemente, se extingue, a no ser por una solicitud especial del paciente, acotando que, en tales casos, no existe omisión de socorro en sentido penal, pues el enfermo no se halla en situación de abandono. En tal sentido, frente a casos incurables, en los que se hubiere realizado todo lo que fuera posible hacer, la obligación pasa a ser de cui-dado, paliativa, reconfortante, no así de ejercitar tratamientos agresivos y nada promisorios (15).

En esa misma línea, estudiosos del tema como Maria Elisa Villas-Boas (16), entienden que, aun con la legislación vigente en Brasil, la llamada orto-tanasia, consistente, según la nomenclatura que ella adopta, en las con-ductas médicas restrictivas en punto al uso de mecanismos artificiales de reanimación, de ningún modo son ilícitas sino que constituyen la mera decisión de indicación o no indicación médica de tratamiento, propician-do, en definitiva, la edición de una norma específica que permita confirmar con mayor facilidad su atipicidad, tomando en cuenta los datos consig-nados en la historia clínica. Por lo demás, esa ha sido la tendencia de los anteproyectos de reforma de la Parte Especial del Código Penal brasileño a partir de 1984.

Las conductas médicas en las que ella concentra el término “ortotana-sia”, han de ser debatidas con el paciente y su familia, y no representan abreviación del ciclo vital sino la evitación de su prolongación precaria y artificial. Luego, cuestionada la conducta médica y verificada la futilidad de la terapéutica suspendida, no es posible hablar de homicidio, siquiera privilegiado o atenuado, tratándose, por el contrario, de un acto en plena consonancia con el espíritu legal y constitucional vigentes.

(15) V., por todos, BRUNO, Aníbal: “Direito penal”, Editora Forense, Rio de Janeiro, 1972. vol. 4, p.124.

(16) VILLAS BOÂS, Elisa: “A ortotanásia e o Direito Penal brasileiro”, en “Revista Bioética”, Conselho Federal de Medicina,2008, n° 16 (1), pp.61 - 83

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En el orden civil, el artículo 15 del Código Civil brasileño de 2002 ha con-sagrado, entre los derechos de la personalidad, el de rechazar el trata-miento. El hecho de que dicha norma aclare que se reconoce tal derecho en ausencia de riesgo de vida no puede ser interpretado rigurosamente, habida cuenta de que no existe procedimiento alguno exento de riesgos; y, por añadidura, de cara al paciente en fase terminal, el riesgo está dado por su patología o accidente grave y no por cualquier decisión que pueda adoptarse sobre su tratamiento.

En el terreno de la Deontología Médica, el Código de Ética del Hospital Brasileño prescribe, en su artículo 8° que “(e)l derecho del paciente a la esperanza por la propia vida convierte en ilícita, independientemente de eventuales sanciones legales pasibles de aplicación, la interrupción de te-rapias que la sustenten. Exceptúanse, no obstante, los casos fundados en el criterio médico, suscritos por comisión especialmente designada para determinar la irreversabilidad del caso, en enfermedades terminales”.

En el nivel estadual, a fines de la década de los noventa, la Secretaría de Salud de Sâo Paulo publicó una Cartilha dos Direitos do Paciente, en la que se especifica que el enfermo tiene derecho a una muerte digna y sere-na, pudiendo optar él mismo, en la medida en que se hallare lúcido, o bien la familia o el responsable, por el lugar y la compañía y, aun, si desea o no el uso de tratamientos dolorosos y extraordinarios para prolongar la vida.

En el mismo Estado brasileño, el artículo 20 de la ley 10.245 prevé que son derechos de los usuarios de los servicios de salud estatales los de consen-tir o rechazar, libre, voluntaria y esclarecidamente, mediando información adecuada, procedimientos diagnósticos o terapéuticos a serle realizados, así como rechazar tratamientos dolorosos o extraordinarios para intentar prolongar su vida, y optar por el lugar donde morir.

Por último, merece mención la resolución 1805, de noviembre de 2006, del Consejo Federal de Medicina de Brasil. Reza así: “En la fase termi-nal de enfermedades graves e incurables es permitido al médico limitar o suspender procedimientos y tratamientos que prolonguen la vida del paciente, garantizándole los cuidados necesarios para aliviar los síntomas que conducen al sufrimiento, en la perspectiva de una asistencia integral, respetada a voluntad del paciente o de su representante legal”.

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Dicha norma ha sido blanco de críticas por parte de ciertos sectores con-servadores del mundo jurídico, faltas de fundamento científico, pero efi-caces en cuanto a haber logrado su suspensión preventiva en el año 2007 y hasta la fecha.

b. En México se encuentra vigente un Reglamento de la Ley General de Salud en materia de prestación de servicios de atención médica.

Conforme a su artículo 80, “(e)n todo hospital y siempre que el estado del paciente lo permita, deberá recabarse a su ingreso autorización escrita y firmada para practicarle, con fines de diagnóstico terapéuticos, los proce-dimientos médico-quirúrgicos necesarios de acuerdo al padecimiento de que se trate, debiendo informarle claramente el tipo de documento que se le presenta para su firma. Esta autorización inicial no excluye la nece-sidad de recabar después la correspondiente a cada procedimiento que entrañe un alto riesgo para el paciente”.

Frente a tan lacónica e insuficiente normativa, ha venido a erigirse una Carta de los Derechos Generales del Paciente. Para su confección fueron convocados líderes de opinión de la sociedad mexicana, expertos de las principales instituciones nacionales de salud, educación y organismos no gubernamentales de México, en procura de analizar y sistematizar los de-rechos de los pacientes. Se recabaron 1117 opiniones en total, y el resul-tado fue presentado a la sociedad ante el presidente de la República, en diciembre de 2001.

Los derechos planteados han sido: recibir atención médica adecuada; trato digno y respetuoso; información suficiente, clara, oportuna y veraz; decidir libremente sobre la atención; otorgar o no consentimiento válida-mente informado; ser tratado con confidencialidad; contar con facilidades para obtener una segunda opinión; recibir atención médica en caso de urgencia y disponer de un expediente clínico.

En cuanto a decidir libremente sobre su atención, en el apartado 4° se señala lo siguiente: “El paciente o, en su caso, el responsable, tiene de-recho a decidir con libertad, de manera personal y sin ninguna forma de presión, aceptar o rechazar cada procedimiento diagnóstico o terapéutico ofrecido, así como el uso de medidas extraordinarias de supervivencia en pacientes terminales”.

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El apartado 5°, complementario del anterior, señala: “(e)l paciente, o en su caso el responsable, en los supuestos que así lo señale la normativa, tiene derecho a expresar su consentimiento, siempre por escrito, cuando acep-te sujetarse con fines de diagnóstico o terapéuticos, a procedimientos que impliquen un riesgo, para lo cual deberá ser informado en forma amplia y completa en qué consisten, de los beneficios que se esperan, así como de las complicaciones o eventos negativos que pudieran presentarse a con-secuencia del acto médico. Lo anterior incluye las situaciones en las cuales el paciente decida participar en estudios de investigación o en el caso de donación de órganos”.

c. En Chile, un proyecto de ley destinado a regular los derechos y deberes que tienen las personas en relación con acciones vinculadas a su atención de salud, identificado bajo el número 4.398-11, dio lugar a un encendido debate en el seno de la Comisión de Salud del Congreso Nacional. De resultas del mismo, el 20 de julio de 2007 se logró consenso en torno a un articulado del que me interesa relevar algunas disposiciones.

Conforme al artículo 14 del proyecto revisado, “(t)oda persona tiene de-recho a otorgar o denegar su voluntad para someterse a cualquier proce-dimiento o tratamiento vinculado a su atención de salud, con las limita-ciones establecidas en el artículo 17”, al que aludiremos enseguida. “Este derecho debe ser ejercido en forma libre, voluntaria, expresa e informada, para lo cual será necesario que el profesional tratante entregue informa-ción adecuada, suficiente y comprensible…” “Por regla general, este pro-ceso se efectuará en forma verbal, pero deberá constar por escrito en el caso de intervenciones quirúrgicas, procedimientos diagnósticos y tera-péuticos invasivos y, en general, para la aplicación de procedimientos que conlleven un riesgo relevante y conocido para la salud del afectado...”.

Tal amplitud se ve limitada a partir del artículo subsiguiente, el número 15, que advierte: “No obstante lo establecido en el artículo anterior, no se requerirá la manifestación de voluntad en las siguientes situaciones:

a. En caso de que la falta de aplicación de los procedimientos, tratamientos o intervenciones señalados en el artículo 14, supongan un riesgo para la salud pública, de conformidad con lo dispuesto en la ley, debiendo dejarse constan-cia de ello en la ficha clínica de la persona.

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b. En aquellos casos en que la condición de salud o cuadro clínico de la persona implique riesgo vital y/o secuela funcional grave de no mediar atención médica inmediata e impostergable y ésta no se encuentre en condiciones de expresar su voluntad ni sea posible obtener el consentimiento de su representante legal, apoderado o de la persona a cuyo cuidado se encuentre, según corresponda.

c. Cuando la persona se encuentra en incapacidad de manifestar su voluntad y no es posible obtenerla de su representante legal, por no existir o por no ser habido. En estos casos se deberán adoptar las medidas apropiadas en orden a garantizar la protección de la vida”.

En el artículo 16 se prevé el caso de “personas con dificultades de enten-dimiento o con alteración de conciencia, o que carezcan de capacidad para expresar su voluntad por causa de enfermedad mental, certificada por un médico cirujano. Respecto de ellos se establece que, “igualmente se les deberá informar y consultar su opinión, sin perjuicio que la decisión temporal o definitiva, según corresponda, deberá ser adoptada por quien tenga su representación legal o, en su defecto, por el apoderado designa-do para fines vinculados a su tratamiento y, en último caso, por la persona a cuyo cuidado se encuentre”. En cuanto a “(l)os mayores de catorce años de edad y menores de dieciocho” se estatuye que “expresarán su volun-tad personalmente. Por su parte, el médico deberá, con consentimiento del menor, consultar la opinión de los padres o representantes legales, o en su defecto, de quien lo tenga bajo su tuición o cuidado. En caso que el menor se oponga a que dicha opinión sea requerida, corresponderá al comité de ética decidir acerca de la pertinencia de que el médico efec-túe la consulta. Asimismo, dicho comité deberá resolver, en caso de que exista discrepancia entre la voluntad expresada por el menor y la opinión de sus padres o representantes, cuál de los dos pareceres será tenido en cuenta. Igualmente, el médico consultará su opinión a los menores de ca-torce años de edad, atendiendo sus condiciones de desarrollo psíquico, su competencia cognitiva y su situación personal, sin perjuicio que la deci-sión definitiva corresponderá a los representantes legales”.

Frente a tal saludable vanguardismo, el ya mentado artículo 17 comienza por dar un alerta que, según como se lo interprete, puede desbaratar los avances registrados o significar un freno al avance en materia de derechos del paciente.

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Conforme a su texto, “(e)n el caso que se trate de una situación en que la persona fuere informada por el profesional tratante de que su estado de salud es calificado como terminal, el rechazo de los tratamientos no podrá implicar como objetivo la aceleración artificial del proceso de muerte. Para los efectos de esta ley se entenderá que el estado de salud es terminal cuando la persona padezca un precario estado de salud, producto de una lesión corporal o una enfermedad grave e incurable, y que los tratamien-tos que se le pueden ofrecer sólo tendrían por efecto retardar innecesa-riamente la muerte. El rechazo de tratamientos en estas circunstancias no podrá implicar la renuncia al derecho a recibir los cuidados paliativos que permitan a la persona hacer más soportables los efectos de su enferme-dad, ni a la compañía de sus familiares y personas que estén a su cuidado, como tampoco a recibir, cuando lo requiera, asistencia espiritual. Sin per-juicio de lo anterior, podrá solicitar el alta voluntaria la misma persona o el apoderado designado de acuerdo al inciso segundo del artículo siguiente o los parientes señalados en el artículo 42 del Código Civil, en orden pre-ferente y excluyente, conforme a dicha enumeración”.

Retomando la concepción amplia, el artículo 18 consagra la facultad de toda persona de “manifestar anticipadamente su voluntad de someterse a cualquier procedimiento o tratamiento vinculado a su atención de salud. Dicha manifestación de voluntad deberá expresarse por escrito ante un ministro de fe o, al momento de la internación, ante el Director del esta-blecimiento o en quien éste delegue tal función y el profesional de la sa-lud responsable de su ingreso. Mediante esta declaración anticipada una persona podrá manifestar su voluntad sobre los cuidados y tratamientos a los que desearía ser sometida en el evento de que se encuentre en una situación en la cual no esté en condiciones de expresar su consentimiento personalmente. En esta declaración también se podrá expresar la volun-tad de donar órganos de acuerdo a lo establecido en la ley Nº 19.451 [que es la ley de trasplantes del país trasandino]. También en ella podrá de-signarse un apoderado para las decisiones vinculadas a los tratamientos. Asimismo, podrá expresarse la voluntad de que todos o algunos de los antecedentes específicos de su salud y de su ficha clínica no sean comu-

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nicados a terceros. De la existencia de esta declaración se deberá dejar constancia en la ficha clínica de la persona”.

No obstante, a esa altura de la citada disposición, se introduce una nue-va cortapisa, al señalarse: “(e)n esta declaración no se podrán incorporar decisiones o mandatos contrarios al ordenamiento jurídico vigente o pro-pios del arte médico. En caso de duda, su aplicación concreta deberá ser revisada por el comité de ética que corresponda al establecimiento de salud donde ésta sea atendida, el que velará especialmente por el cumpli-miento de los supuestos de hecho en ella descritos. De lo anterior, deberá dejarse constancia en la ficha clínica de la persona…” (17).

(17) Tras los debates surgidos por la presentación del proyecto chileno, tres estudiosos de la Bioética de ese país, Juan Pablo Beca, José Miguel Montes y Juan Abarca, dieron a la luz un artículo que bien podría erigirse en un clásico de la literatura especializada referida a ese tópico, titulado “Diez mitos sobre el retiro de la ventilación mecánica en enfermos termina-les” (Revista Médica de Chile, v.138 n° 5, Santiago, mayo 2010, p. 639/44), merecedor de ex-tensa glosa . Después de caracterizar el panorama actual relativo al ámbito de las unidades de terapia intensiva, los expertos señalan textualmente: “La limitación de esfuerzos terapéu-ticos (LET), que algunos prefieren llamar adecuación, no se refiere a una sola decisión, sino a una amplia gama de tratamientos y procedimientos médicos que se pueden iniciar o no, y que una vez iniciados se pueden continuar o suspender, cuando el enfermo está ante una muerte inminente. Lo más difícil –puntualizan- no es la suspensión de tratamientos comple-mentarios o de dudosa utilidad, sino el retiro de medidas de soporte vital, por cuanto esta acción probablemente se seguirá de la muerte del enfermo. Entre las diferentes medidas de soporte vital la que mayor dificultad produce a familiares, a médicos y otros miembros del equipo profesional es el retiro de la ventilación mecánica (VM). Las incertidumbres y temores son diversas, combinándose de diferente manera entre ellas. Frente a este tipo de decisión, muchos presentan una comprensible angustia, algunos tienen dudas o prejuicios morales, mientras otros manifiestan interrogantes legales o inseguridad acerca de cómo resolver los aspectos prácticos. El tema del retiro de la ventilación mecánica en enfermos terminales no ha sido suficientemente analizado entre especialistas y está abierto a diferentes opiniones. Con el propósito de contribuir a clarificar conceptos, en este artículo se presenta un análisis de esta decisión clínica, expresando algunas de las dudas y argumentos más frecuentes a modo de aseveraciones o “mitos” que se argumentan como aseveraciones incorrectas”. Frente al mito consistente en creer que “retirar la ventilación mecánica produce la muerte del enfermo”,enfatizan que (l)a causa de muerte no es la suspensión de medidas de soporte vital que, en esta situación, sólo prolongan la agonía, sino la enfermedad de base que ha llegado a una etapa final y ya no puede ser revertida. Desde el punto de vista ético –añaden- más bien se puede considerar que no suspender la VM en estas condiciones atenta contra el bienestar y la dignidad del enfermo, lo cual estaría contraindicado. La suspensión o retiro de la ventilación mecánica constituye una manera de permitir la muerte del enfermo y no de producirla. La intención del acto es evitar la prolongación del sufrimiento o agonía del enfer-mo y no acelerar su muerte que, a causa de la evolución de la enfermedad, ha llegado a ser inevitable”. En segundo lugar, enfrentan la creencia consistente en considerar que retirar la ventilación mecánica es un acto de eutanasia. Parten de adoptar la propuesta de llamar eu-tanasia, exclusivamente, a la acción médica destinada a quitar intencionadamente la vida de un enfermo en fase terminal, cercana a la muerte, quien lo ha solicitado y presenta un sufri-miento insoportable e imposible de mitigar. De acuerdo con esta definición, estiman los au-

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d. En España, el derecho a la protección de la salud se encuentra reconocido

tores, el retiro de la VM no es eutanasia porque no es un acto médico cuyo propósito sea producir la muerte del enfermo. También se alzan contra la opinión según la cual no iniciar y retirar la ventilación mecánica son actos moralmente diferentes. Tal como lo consideran, des-de el punto de vista ético no hay diferencia entre la abstención y la suspensión de tratamien-tos. Ambas decisiones se fundamentan en un juicio de proporcionalidad y una estimación de futilidad del tratamiento en relación al posible beneficio para el enfermo. En este sentido, redundan en lo obvio pero, paradójicamente, tan malinterpretado, al consignar: “Desde el punto de vista clínico es frecuente que la suspensión de tratamientos de soporte vital se realice después de haber demostrado su fracaso, de manera que puede haber mayor funda-mento que para no iniciarlo. Más aun resulta lógico considerar que cada vez que se inicia un tratamiento se debería estar preparado para suspenderlo si no se logra su objetivo. Y rema-tan con una conclusión que merece ser incorporada por los operadores de la Medicina y del Derecho, a saber: “Por otra parte, desconocer que retirar la ventilación mecánica es moral-mente equivalente a no iniciarla, puede llevar a no ventilar a algunos enfermos por temor a no poder suspender la VM, o a prolongar excesivamente su agonía y sufrimiento. Con análo-ga soltura, desbaratan la falacia según la cual sólo se puede retirar la ventilación mecánica si el enfermo lo ha pedido antes. Tal como lo definen, “(l)os enfermos deben ser considerados agentes claves en la toma de decisión acerca de sus tratamientos, de acuerdo a la doctrina del consentimiento informado y al principio de autonomía. Fuera de los casos excepcionales en los que los enfermos han firmado documentos de voluntad anticipada, expresando for-malmente su voluntad de no ser tratados con medidas extraordinarias o invasivas como la ventilación mecánica, destacan que “en la mayoría de las situaciones en las cuales se plantea el retiro de la VM, la decisión se toma conjuntamente por los médicos tratantes y los familia-res del enfermo, quienes lo representan en base al conocimiento de sus criterios, sus valores o expresiones verbales de voluntad. A pesar de las dificultades emocionales, la subrogación familiar para la decisión de retirar la VM se acepta como válida ante la ausencia de directrices anticipadas explícitas”. Desmienten, asimismo, la idea de que la legislación vigente sólo permite retirar la ventilación mecánica en caso de muerte cerebral. Distinguen, en tal senti-do, entre esta última concepción, contenida en la ley de trasplantes y donación de órganos n° 19451, y la condición de un paciente que no ha llegado a esa instancia, pero a cuyo res-pecto se adopta la decisión clínica de suspender medidas de soporte vital cuando se las considere fútiles o desproporcionadas. También descartan el sofisma conforme al cual no se puede retirar la ventilación mecánica si el afectado no es donante de órganos. El hecho de que se mantenga ventilados a los hipotéticos donantes hasta tanto se verifique su muerte cerebral, a los efectos de la procuración de órganos, no permite arribar a la conclusión de que quienes no revisten esa condición deban permanecer indefinidamente ventilados. Por el contrario, la abstención o retiro del soporte vital se basará en la consideración de la futilidad y de la proporcionalidad, “considerando la enfermedad de base, la condición global y el pronóstico del paciente”. Salen, seguidamente, al cruce de la aprensión generalizada en la clase médica en punto al riesgo de resultar demandados por el retiro de soporte vital, indi-cando que una decisión tomada por el equipo médico tratante y compartida con el paciente o con su familia, con el tiempo suficiente para su cabal comprensión, aleja sensiblemente el peligro de una demanda judicial. Descartan, por lo demás, la necesidad de recibir la autori-zación de un comité de ética, de un asesor legal o de una autoridad institucional para proce-der a retirar la ventilación mecánica. En la medida en que se trata de “una decisión clínica basada en diagnósticos demostrados, irrecuperabilidad, pronóstico de sobrevida casi impo-sible y una estimación de proporcionalidad y futilidad terapéutica, bastará con que se adop-te tras un proceso de deliberación, con participación de los médicos a cargo, del enfermo, si es posible, y de la familia. Ante dudas o incertidumbres, la consulta al comité de ética asis-tencial será oportuna y conveniente, pero su rol se habrá de ceñir a la formulación de reco-mendaciones debidamente fundamentadas, y no una pretendida autorización. En sus dos

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globalmente por el artículo 43 de la Constitución de 1978, y por la Ley General de Sanidad 14/1986, de 25 de abril. Mas, en el aspecto que aquí nos convoca, el instrumento fundamental es la ley 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de infor-mación y documentación clínica.

Se subraya en su exposición de motivos, además de la cláusula constitu-cional y de la ley general precedentemente aludidas, la relevancia especial del Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio sobre los derechos del hombre y la bio-medicina), suscrito el 4 de abril de 1997, en vigor en el Reino de España desde el 1 de enero de 2000, con carácter vinculante para los países que lo suscriben.

Los principios básicos de la ley española están vertidos en el artículo 2°, tal vez el más importante de todo su texto. Son ellos la dignidad de la persona humana, el respeto a la autonomía de su voluntad y a su intimi-dad. Se establece en dicho precepto que “(t)oda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios. El consentimiento, que debe obtenerse después de que el paciente reciba una información adecuada, se hará por escrito en los supuestos previstos en la Ley. El paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles. Todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados en la Ley. Su negativa al tratamiento constará por escrito”.

Como contrapartida, los pacientes o usuarios tienen el deber de facilitar los datos sobre su estado físico o sobre su salud de manera leal y verda-

últimas posiciones, los especialistas chilenos rebaten, en primer término, la idea de que la modalidad del retiro del soporte vital deba realizarse de una manera determinada. limitándo-se a señalar generalidades, como la conveniencia de evitar la obstrucción de la vía aérea su-perior, la disnea o las sensaciones de angustia, mediante el suministro de sedantes y opiá-ceos, con la excepción de pacientes en coma profundo, y la oportunidad de proceder al retiro de tubos o monitores para permitir el contacto del paciente con sus seres queridos. Finalmente, en torno al hipotético sufrimiento familiar debido al retiro de la ventilación, po-nen de relieve que lo esencial es dar a entender a los allegados al paciente que no se trata de abandonar al aquejado sino de una alternativa del tratamiento en la que se conjuga la necesaria sedación, el apoyo emocional y el cuidado espiritual del enfermo y de su grupo familiar.

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dera, así como el de colaborar en su obtención, especialmente cuando sean necesarios por razones de interés público o con motivo de la asisten-cia sanitaria. Por su parte, todo profesional que interviene en la actividad asistencial está obligado, no sólo a la correcta prestación de sus técnicas, sino al cumplimiento de los deberes de información y de documentación clínica, y al respeto de las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente.

En el artículo 3° se define como consentimiento informado “la conformi-dad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”. Y como “libre elec-ción”, “la facultad del paciente o usuario de optar, libre y voluntariamente, entre dos o más alternativas asistenciales, entre varios facultativos o entre centros asistenciales, en los términos y condiciones que establezcan los servicios de salud competentes, en cada caso”. Consecuentemente, en el artículo 4° se declara que “los pacientes tienen derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la informa-ción disponible sobre la misma, salvando los supuestos exceptuados por la Ley. Además, toda persona tiene derecho a que se respete su voluntad de no ser informada. La información, que como regla general se propor-cionará verbalmente dejando constancia en la historia clínica, comprende, como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias”.

En el mismo orden de ideas, se aclara en el artículo 5° que “el titular del derecho a la información es el paciente”, sin perjuicio de lo cual “también serán informadas las personas vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, en la medida que el paciente lo permita de manera expresa o táci-ta. El paciente será informado, incluso en caso de incapacidad, de modo adecuado a sus posibilidades de comprensión, cumpliendo con el deber de informar también a su representante legal”.

Al referirse al consentimiento informado, en el artículo 8°, la ley españo-la es sumamente clara: “Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso”. El consentimiento será verbal por regla

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general. Sin embargo, se prestará por escrito en los casos siguientes: in-tervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invaso-res y, en general, aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente. Además, “(e)l paciente puede revocar libremente por escrito su consentimiento en cualquier momento”.

Entre las excepciones a esa regla, se contempla que los facultativos pue-dan llevar a cabo las intervenciones clínicas indispensables en favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su consentimiento, en distintos casos, entre los que interesa destacar aquí el de la existencia de un riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del en-fermo, cuando no fuere posible conseguir su autorización, consultando, cuando las circunstancias lo permitan, a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él. No obstante ello, se reitera que “(e)l paciente participará en la medida de lo posible en la toma de decisiones a lo largo del proceso sanitario”.

Otra disposición de trascendencia es la del artículo décimo, que regula las condiciones de la información y consentimiento por escrito, puesto que pone en cabeza del médico responsable la ponderación “en cada caso, que cuanto más dudoso sea el resultado de una intervención, más necesario resulta el previo consentimiento por escrito del paciente”.

Se prevé la posibilidad de estatuir instrucciones previas, vale decir, directivas anticipadas. Sin embargo, una vez más aparecen las limitaciones y, una vez más, vertidas de manera poco clara: señala el artículo 11 que no serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico, a la «lex artis», ni las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas.

Refiriéndose a esta ley de autonomía del paciente, voces autorizadas como la del profesor de Derecho Sanitario de la Universidad Complutense de Madrid, Dr. Miguel Fernández de Sevilla, responsable de la sección de Derecho Sanitario de la Revista de la Escuela de Medicina Legal,

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han destacado el reconocimiento claro del derecho del paciente a la autodeterminación, ampliando el que le había reconocido la Ley General de Sanidad, avanzando en el tema del consentimiento informado y reconociendo el derecho a las voluntades anticipadas y al acceso a la historia clínica (18). No obstante, ello, se ha coincidido en señalar que la sanción de dicho instrumento no se vio acompañado por una adecuada campaña de difusión, lo que explica la exigua cantidad de directivas anticipadas que se labran, en parte por desconocimiento de los pacientes respecto de ese derecho, y en parte por la falta de conciencia de los propios facultativos en punto a su deber de instruir a aquellos sobre el particular.

VI. Como se puede apreciar, los avances en torno a los derechos del paciente, a su protagonismo y el de su grupo familiar en la toma de decisiones y a la facultad de prever directivas anticipadas para el caso de no poder ejercer su autodeterminación en determinada etapa de su tratamiento son comparables a los que se registraron en nuestro país, a partir de la sanción de la ley 26529, promulgada el 18 de noviembre de 2008, bajo el epígrafe de Ley de Derechos del Paciente en su relación con los profesionales e instituciones de la Salud.

También son equiparables las oscuridades e indefiniciones que generaron cláusulas como las que hemos glosado puntualmente con referencia a las leyes chilena y española, con la que continúa figurando en el artículo 9°, inciso b, de nuestra ley, al incluir entre las excepciones para requerir el consentimiento informado, la configurada por una “situación de emergencia, con grave peligro para la salud o vida del paciente”; o la incluida en el artículo 11° que, tras declarar la posibilidad de toda persona capaz mayor de edad de disponer directivas anticipadas sobre su salud, pudiendo consentir o rechazar determinados tratamientos médicos, preventivos o paliativos, y decisiones relativas a su salud y puntualizar el deber del médico a cargo de aceptarlas, introduce la críptica frase “salvo las que impliquen desarrollar prácticas eutanásicas, las que se tendrán como inexistentes”, generando, en la praxis, una inacabable polémica, zozobra para los facultativos y cercenamiento de la autonomía para sus pacientes.

(18) En esos términos se ha expresado en el XV Congreso Nacional de Derecho Sanitario, dictado en el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid del 16 al 18 de Octubre de 2008.

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Empero, justo es reconocer que la reforma introducida en el cuerpo de la referida normativa por la ley 26742 (B.O. 24-5-12) concurre a disipar gran parte de las dudas creadas por el texto original, merced -básicamente- a la inclusión de las situaciones de “muerte intervenida” entre las que posibilitan el rechazo o retiro de tratamientos terapéuticos extraordinarios o desproporcionados.

En primer lugar, el reemplazo de la mezquina redacción del crucial inciso ‹e› del artículo 2° original, dedicado al principio de la autonomía de la vo-luntad, por el actualmente vigente innova en varios sentidos. Al explicitar, en el tercer párrafo de dicho inciso, los alcances de la cláusula general del primero, conjuga el requisito del consentimiento informado con la situa-ción de pacientes aquejados por enfermedad irreversible o incurable o en estado terminal, a los que reconoce la potestad de rechazar tratamien-tos, entre los que nombra —junto a los clásicos procedimientos quirúrgi-cos— los de reanimación artificial y el retiro de medidas de soporte vital, colocando en su justo sitial a la facultad del paciente de evitar abordajes signados por la futilidad y proclives al encarnizamiento terapéutico; con un añadido de indudable trascendencia, consistente en la posibilidad de rechazo de procedimientos de hidratación o alimentación cuando los mis-mos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estadio terminal irreversible o incurable. Todo ello, lógicamente, sin per-juicio de la continuidad de «aquellas medidas y acciones para el adecuado control y alivio del sufrimiento del paciente».

Vale consignar también que, a la par de esa clara ampliación de potes-tades en cabeza del paciente, se mantiene la cláusula que plasma el de-recho de niñas, niños y adolescentes a intervenir a los fines de la toma de decisiones relativos a terapias y procedimientos médicos o biológicos que involucren su vida o su salud, extremo compatible con una norma de jerarquía constitucional cual es la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (Ley 23849 y art. 75 inciso 22 CN), cuyo artículo 12 es sumamente expresivo en torno al derecho de todo niño o niña de expresar su opinión -y de que ella se tenga en cuenta- en todos los asuntos que le afectan.

Estas auténticas novedades normativas se complementan con la nueva redacción del artículo 5°, alusivo al consentimiento informado, al incluirse,

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dentro de la «información clara, precisa y adecuada» a suministrar por el profesional interviniente a los pacientes involucrados en cualquiera de las hipótesis enunciadas precedentemente, elenco al que aquí se suma el caso de quien hubiere sufrido lesiones que lo coloquen en igual situación, la del derecho que les asiste de rechazar todos los procedimientos antes mencionados, incluyendo el retiro de medidas de soporte vital, cuando fueren extraordinarios o desproporcionados en relación con las perspectivas de mejoría, o produjeren sufrimiento desmesurado, consignando por separado, para que no queden dudas sobre el tópico, el derecho de rechazar procedimientos de hidratación y alimentación cuando los mismos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estadio terminal irreversible e incurable (inciso g); todo ello, obviamente, sin perjuicio del derecho a recibir cuidados paliativos integrales en el proceso de atención de su enfermedad o padecimiento, conforme lo prevé el inciso h del mismo artículo.

Ambos incisos incorporados por la nueva norma implican un giro copernicano en la regulación de esta delicada realidad, que alcanza su más vasta proyección al preverse, en otra trascendente disposición, la del segundo párrafo del artículo 6°, para el supuesto de incapacidad del paciente, o imposibilidad de brindar el consentimiento informado a causa de su estado físico o psíquico, la posibilidad de su emisión por parte de las personas mencionadas en el artículo 21 de la Ley 24.193, con los requisitos y con el orden de prelación allí establecido; sin perjuicio de lo cual, deberá garantizarse que el paciente en la medida de sus posibilidades, participe en la toma de decisiones a lo largo del proceso sanitario, como se advierte en el tercero y último párrafo de ese precepto.

En lógico paralelo con tal amplitud conceptual, se prescribe la eminente revocabilidad de la decisión del paciente, en cuanto a consentir o rechazar los tratamientos indicados y la correlativa obligación del profesional actuante de «acatar tal decisión y dejar expresa constancia de ello en la historia clínica, adoptando para el caso todas las formalidades que resulten menester a los fines de acreditar fehacientemente tal manifestación de voluntad, y que la misma fue adoptada en conocimiento de los riesgos previsibles que la decisión implica», extendiéndose aquella potestad a las personas habilitadas para emitir el consentimiento informado, según la redacción del nuevo artículo 10° de la Ley 26.529.

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Con relación a las directivas anticipadas, aunque —como ya se expresó— se mantuvo en el artículo 11° la alusión a la veda de las «prácticas eutanásicas», la inclusión de un segundo párrafo referido a las formalidades que debe revestir su declaración y a la posibilidad de su eventual revocación- interpretado sistemáticamente con las innovaciones antes señaladas, brinda escaso margen a formulación de posiciones adversas a la abstención o retiro de los mecanismos artificiales de reanimación en los casos escrupulosamente descritos en la normativa actualmente en vigor.

Más aun: la redacción de los dispositivos legales reseñados ofrece al binomio médico-paciente la posibilidad de acordar tanto la plena operatividad cuanto la renuncia a la adopción de medidas terapéuticas de otro orden, en base al juicio compartido sobre su carácter ordinario o extraodinario y su proporcionalidad; por lo que cabe estimar incluidas en la ley aquellas situaciones oportunamente tipificadas como de eutanasia activa indirecta o de doble enlace, así como las calificadas de eutanasia pasiva, en la tesis doctoral referida al comienzo de esta contribución.

Como corolario de las considerables reformas instrumentadas, y a fin de colocar a buen resguardo a los facultativos involucrados en el tratamiento de cualquier paciente, mas con singular incidencia en el ámbito de las decisiones vinculadas a patologías o accidentes en fase terminal, la ley 26.742 añade un nuevo artículo —el 11° bis— al texto de su homóloga 26.529, mediante el cual se libera de cualquier responsabilidad civil, penal o administrativa a todo profesional que hubiere obrado de acuerdo con las nuevas disposiciones legales, por situaciones derivadas del cumplimiento de la misma.

Cierto es que hubiera resultado preferible la celebración de un debate integral de estos temas, con efectiva participación ciudadana, para apun-talar la admisión como meros actos médicos, carentes de cualquier reper-cusión judicial, de las decisiones en torno a la muerte intervenida y a todas aquellas distintas de la eutanasia activa directa. Sin perjuicio de ello, el texto legal analizado, vigente desde el 24 de Mayo de 2012, es pondera-ble por la claridad formal de su articulado y por el equilibrio que exhibe su contenido, al definir las facultades y deberes del médico y de sus auxiliares así como los derechos del paciente quien, como todo individuo, demanda un trato digno, tanto en el vivir como en la etapa personalísima del morir, bajo el marco de una democracia liberal.