Por Una Política de Los Seres Hablantes - MilnerJean-Claude

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Política y Psicoanálisis

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JEAN-CLAUDE MILNER

POR UNA POLÍTICA DE LOS SERES HABLANTES

BREVE TRATADO POLÍTICO 2

TRADUCCIÓN: JESÚS AMBEL

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© Grama ediciones, 2013.Av. Maipú 3511, I o A (1636) Olivos, Pda. de Buenos Aires Tel.: 4743-8766 · [email protected] http: / / www.gramaediciones.com.ar

© Éditions Verdier, 2011

Milner, Jean-ClaudePor una política de los seres hablantes : breve tratado político II. - la

ed. - Olivos : Grama Ediciones, 2013.90 p . ; 20x14 crn.

ISBN 978-987-1982-03-5

1. Psicoanálisis.CDD 150.195

Dirección de Afueras de la ciudad: Jorge Alemán

Diseño de tapa: Kilak I Diseño y Webwww.kilak.com

Hecho el depósito que determina la ley 11.723Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por me­dios gráficos, fotostáticos, electrónico o cualquier otro sin permiso del editor.

Impreso en Argentina

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I n d ic e

I. Hablar política.......................................................................

II. Lo moderno y lo fuera-de-la-política............................. 31

III. Anatomía de la discusión política................................. 47

IV. Salir de la discusión política........................................... 61

Aclaraciones............................................................................... 79

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I. H a b l a r d e po l ít ic a

§ 1

La política es asunto de seres hablantes1. Este debería ser el punto de partida. Pero también debería ser el punto de llegada.Y sin embargo, muchos espíritus relucientes desconocen una u otra de estas evidencias. Ya sea porque se equivocaron de punto de partida, ya sea porque erraron el punto de llegada, ya sea porque, en el transcurso de un periplo, se encaminaron hacia lu­gares de perdición, el caso es que naufragaron y con frecuencia todavía lo siguen haciendo. Pero al menos lo intentaron, procla­man los lisonjeros. Adujeron al respecto excelsas y bellas ideas. Ciertamente, y ahí está su más grave falta. Multiplicando las ideas, eligiéndolas cada vez más masivas y ornamentadas, ali­neándolas por creciente orden de talla y de magnificencia, han construido en torno al vocablo política un ramillete de represen­taciones maximalistas; de noble idea en idea noble, de sublime hipótesis en hipótesis aún más sublime, el vocablo lo abraza todo, es decir, nada. Es más justo seguir la pendiente inversa; si hay que hablar política, hay que atenerse al minimalismo. Hay que alcanzar la desnudez extrema, sin la cual nada sabríamos deducir, sin que se desvaneciera el vocablo mismo de política. Podremos proceder, a continuación, a los aditamentos necesa­rios. Podremos decidir si cuando decimos que la política es un

1 No he querido usar notas numeradas. Cuando me han parecido oportunos los esclarecimientos o los comentarios, los he ubicado al final del texto, con indicación expresa del parágrafo al que se remiten.

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asunto de seres hablantes, se entiende que es el principal, por no decir el único. No descartaremos de entrada la posibilidad de que el ser hablante pueda desinteresarse de ella, aunque sea asunto suyo o precisamente porque lo es. Podremos tener en cuenta las circunstancias para graduar lo posible y lo anhelado. Incluso entonces, el movimiento se someterá a la obligación de lo mínimo, so pena de caer en el regodeo.

Aflorará entonces que el minimalismo en política termina siendo un materialismo. Para la ocasión, la materia desnuda es el cuerpo. El cuerpo hablante del ser hablante. Toda política se desorienta desde que se aleja de este septentrión.

§ 2

Podemos interesamos en la política tal y como se practica. Su examen, desde Aristóteles hasta Foucault, desde Sócrates hasta Lacan, se ha llevado a cabo con perseverancia. Resulta que la política, tal y como se la practica, es simple y fácil. Para conocerla, basta con observar sus efectos; son cotidianos. Para comprenderla, basta con aplicar las leyes del choque, como en el billar, aderezadas con algunas máximas pesimistas sobre la naturaleza humana; La Rochefoucauld o Freud están a mano. Pero la política, tal y como se habla, va de otra cosa. Es oscura y confusa. De hecho, ni sabemos cómo nombrarla. ¿Haría falta partir de un adjetivo para llegar a un sustantivo, o bien partir de un sustantivo para llegar a un adjetivo? Si consideramos el adjetivo, ¿tenemos derecho a emplearlo como un predicado or­dinario que permitiría delimitar claramente lo que es político de lo que no lo es? ¿O bien lo que tenemos es algo casi-trans- cendental, que no permitiría ningún reparto entre lo político y lo no-político, porque todo sería político? En lo que se refiere al sustantivo, ¿es masculino de entrada -Lo político- o bien es femenino -la política? Si es femenino, ¿se emplea de manera absoluta, sin complemento del nombre, o debemos siempre su­ponerle un complemento de, incluso cuando este último no sea

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explícito? Si hay un complemento, ¿es un genitivo objetivo -la política de empleo- o bien un genitivo subjetivo, la política del avestruz? Sería bienvenida una pizca de claridad.

A menos que, por el contrario, la demanda de claridad es­conda lo esencial: que puede que hoy en día la política, como en otros tiempos la religión, se haya convertido en el lugar de lo oscuro y de lo confuso. Se dice que las sociedades tienen ne­cesidad de unos lugares así, en los que mediante la querella, los seres hablantes aligeran sus pensamientos de un peso que se les ha vuelto demasiado gravoso: el cuidado de su propio destino y del destino de aquellos que son sus allegados. La re­ligión aseguraba con frecuencia esta función y todavía la sigue asegurando en nuestros días. Pero parece que en las sociedades industriales la política ha tomado el relevo efectivo. Cuando esto sucede, el sabio se acuerda de Hermann Melville y repite, tras Bartleby, I would prefer not to.

Bien sopesado todo esto, es mejor que por el momento nos atengamos a la desnudez del vocablo política, conservándo­le sus equívocos y sin definirlo de antemano. La circularidad debe ser asumida: hay política cuando es materialmente posi­ble y está legalmente permitido hablar de política. Dejaremos a la observación y a la experiencia el cuidado de determinar las condiciones de posibilidad y de legalidad. Para fluidificar el discurso, nos quedaremos con el sustantivo, pero nos separare­mos lo menos posible de su uso corriente. Puesto que, para la ocasión, el género femenino puede sobre el masculino, diremos: la política es un arte de hablar política.

En lo que se refiere a determinar de qué hablamos cuando hablamos política, nos atendremos a la sabiduría de las nacio­nes: hablamos política desde que nos preguntamos si la razón del más fuerte es siempre la mejor. No hablaremos en serio si no tenemos en cuenta, directa o indirectamente, la cuestión de la fuerza. Situar este punto en el que la cuestión se vuelve explí­cita es, o debería ser, la regla de la política tal y como se habla. Ocultarlo, disimularlo, desviarse, desviar a otros, es una con­ducta corriente de la política tal y como se parlotea.

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§ 3

El sentido común se pregunta no obstante; hablar política ¿qué tendría de más común y natural? La experiencia así lo atestigua en apariencia; desde las conversaciones en los bares hasta las más elevadas de las disputas, la política se encarga de cubrir los silencios de nuestra sociedad. Nuestros pensamien­tos se ocupan y nuestras conversaciones se alimentan de las relaciones entre gobernantes y gobernados, de la crítica de la decisiones tomadas o dejadas de tomar o bien de las protestas contra los abusos de poder. Hemos llegado incluso al extremo de que la discusión política funcione, de hecho, como paradig­ma de cualquier posible discusión. Desde que la cosa se anima, hablar de cine, de fútbol, de cocina, de literatura supone, inva­riablemente, la retórica de la división, lo sistemático de la mala fe y la indiferencia hacia los hechos que la discusión política nos ha enseñado. En verdad, habría que darle la vuelta a las proposiciones: allí donde se puede establecer, la relación entre palabra y política impone su formato a las otras formas de rela­ción social; hasta el punto de haber encontrado, para nosotros los Europeos continentales, su forma primordial en la discusión política. Por supuesto que existen otras formas; la elocuencia po­lítica, el análisis político y la filosofía política han tenido su mo­mento de esplendor; subsisten, pero se percibe con presteza su vigente astenia. Conservan alguna vitalidad solo en la medida en que alimentan la discusión; con ese criterio se mide su éxito o su fracaso, tanto en la opinión como en la teoría. En el curso corriente de la vida cotidiana, la política, en tanto consiste en el hablar política, se ha refugiado por el momento en la discusión, que recoge como colector último la suma de las aguas residua­les. Ahora bien, la discusión se reduce, bien ponderado todo, a un arte de la conversación. Arte refinado de los cenáculos o arte bruto de los bares, la diferencia importa poco a la vista de la robustez elástica del dispositivo.

Cuando se habla política, se discute; cuando se discute, se habla política. Sea. Basta sin embargo un poco de historia y de

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geografía para apreciar que eso no pasa en todos lados y que no pasa desde siempre. Hubo un tiempo en el que no se hablaba política; hubo un tiempo y hubo lugares en los que hablar po­lítica no tenía la forma de una discusión. Puede que el miedo sirviera de obstáculo. En determinadas circunstancias, hablar política, suponía arriesgar la vida. Esto se ha constatado y se constata aún en nuestros días. Cuando, por el contrario, no hay peligro, cuando se es libre para hablar política, puede que no interese. Allí donde la discusión política manda sobre las otras variedades del hablar-política, está permitido aburrirse hasta el punto de abstenerse. Entre aquellos que pasan por indiferentes en política, muchos de ellos son únicamente indiferentes a la discusión política.

Cuando esta no deja indiferente, divide. Algunos hacen bur­la de lo que, a su modo de ver, no es más que una ocasión de hablar de manera verosímil de todas las cosas; otros, por el con­trario, exaltan una práctica lingüística en la que se ejerce, para ellos, una libertad fundamental, la de censurar o alabar a los poderosos. En general, más allá de la indiferencia, de la burla o de la exaltación, sería preferible preguntarse acerca de lo que autoriza la conexión entre política y palabra; se podrán exami­nar, a continuación, las particularidades de esta conexión tal y como la practicamos nosotros, Europeos continentales del siglo veintiuno, niños de los siglos diecinueve y veinte, herederos de las revoluciones, de las guerras y de las traiciones. Podremos preguntarnos, en fin, cómo que hemos privilegiado, de entre las conductas políticas, la pura y simple discusión, sin conclu­siones lógicas ni consecuencias de hecho. ¿De dónde nos vie­ne la discusión política, de dónde extrae su privilegio, qué nos permite conseguir, de qué permite escapar? Veremos que estas preguntas nos reenvían a nuestra posición de seres hablantes, pero también a un encadenamiento de episodios que, tomados en su conjunto, circunscriben el tiempo presente.

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§ 4

Volvamos al punto de partida: allí donde existe, la política es asunto de seres hablantes. Es lo mismo que decir que es asunto de cuerpos hablantes, porque no hablarían si no tuvieran cuer­po. Pero, a su vez, si tuvieran solo cuerpos y no hablasen, no tendrían necesidad de política. ¿Por qué? Por el plural. Porque dado que sus cuerpos pueblan el mundo, se despliegan en mul­titud. Y ahí comienzan las dificultades. Si un ser hablante pudie­ra satisfacerse de ser único, como un eterno célibe, los afables filósofos triunfarían sin esforzarse. A la vez sabio y príncipe, a la vez amo y esclavo, a la vez padre e hijo, a la vez hombre y mujer, el Solitario inauguraría en cada ocasión su reino propio. Pero los filósofos saben bien por ellos mismos que las cosas no van así en lo real. Los más perspicaces de entre ellos no duda­rían en confesar, al menos en privado, que profetizan para con­solar; que cada uno se jacta de hablar y de escribir en soledad, con tal de hacer que la pluralidad sea soportable para los otros.Y que ponen mucho ingenio en ello.

Es cierto que responden así a una demanda. El ser hablante se imagina con gusto como un prodigio singular. Narcisismo pri­mario, dice la doctrina freudiana. En cuanto se descubre como hablante, le parece que su singularidad debe fundarse sobre su cualidad de ser hablante. El ser hablante cree entonces que es el único en serlo y cuando se las ve con interlocutores, no son con­siderados sino como sus ecos pasivos. Mientras habla, concluye que no encontrará sino semejantes, es decir, cuerpos de los que hará semblante de admitir, por civismo, que hablan como él, aunque con la reserva de que lo hacen porque son su eco. Ser el único en hablar no significa el silencio generalizado, sino un entrecruzamiento de resonancias. Cuando, un poco más tarde, la presión de lo real se hace notar en demasía, el sujeto se ve impelido a admitir que no está tan solo como había imaginado. Desde ese instante, nace el miedo; el ser hablante descubre, a posteriori, que ha empleado su tiempo en imponer el silencio a los demás; cuando se obliga a concluir que los otros no son me­

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nos hablantes que él, entonces puede, a su vez, sentir el temor de poder ser reducido al silencio por cualquiera de ellos.

Por mucho tiempo que el sujeto sea el primero en hablar, nada sin embargo se pierde definitivamente de la singularidad. El uno ordinal reemplaza al uno cardinal. La primacía equivale a la unicidad. Narciso y Eco, anverso y reverso de la misma ilusión. Hasta que un día el sujeto experimenta, más pronto o más tarde, la vanidad del subterfugio. Los seres hablantes son irremediablemente varios, desde siempre y para siempre. Im­porta poco que se le parezcan o no, que le sean cercanos o no, que los pueda llamar o no; en todas las circunstancias, todos los seres hablantes lo son tanto como él. De ahí se sigue la con­secuencia infranqueable: no hay ninguno que no pueda hablar antes que él; no hay ninguno que, hablando antes que él, no pueda obligarlo a una casi desaparición vibratoria. Cada sujeto constata así que, por ser hablante, no goza de ningún privilegio. Cada sujeto experimenta que nada le otorga garantía contra la suspensión de lo que le hace ser hablante; nada pues, y mucho menos la pluralidad de los seres hablantes. Por ellos, por cada uno de ellos en la medida en que habla, puede pues ser reduci­do al silencio. No solamente hay siempre más de un ser habían­le, no solamente su multitud tiene la estructura de lo ilimitado, sino que esta multitud conlleva en sí la precariedad. No se trata solamente de que ningún ser hablante encuentre en ello una garantía, sino de que su estatus de ser hablante es recusable por cada uno de los miembros de la multitud hablante. A esta combinación de la multitud, de lo ilimitado, de la palabra y del silencio, a eso se le llama la masa.

§ 5

La masa no es pues una formación contingente y derivada. Aunque las megalópolis la hayan hecho más visible y casi om­nipresente, no es el producto de la civilización urbana. Aunque se realice materialmente en los tiempos modernos, su posibili­

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dad es un dato primitivo. Se encontraba ya de entrada en lo más álgido del soliloquio. Incumbe al ser hablante del ser hablan­te. Se incorpora a las murmurantes refracciones de la lengua. Porque el ser hablante habla a través de la lengua, habla por ello como masa. De entrada, es más de uno. Saussure tuvo la intuición, sin poderla desarrollar de otra forma que no fuera en jerga sociológica. El aforismo de Wittgenstein: "no hay lenguaje privado" no apunta a otra cosa. "Soy una multitud", escribe Sartre en A puerta cerrada; que es lo mismo que escribir: "Yo hablo". Lo que Sartre atribuye a la mirada incesante, a los ojos infernales que no parpadean, al tercero que vigila a cada uno de los otros dos, conviene atribuirlo a la lengua, que nunca se calla. Puesto que la tradición filosófica ha puesto el nombre de conciencia al principio de unicidad, se entiende que al tachar ese término con el nombre de inconsciente se afina la insistencia, en lo más secreto del ser hablante, de su ser varios. De otro modo, no se tardaría tanto en comprenderlo.

Durante el tiempo que pase hasta comprenderlo, el sujeto podrá escucharse a sí mismo proferir palabras y frases, pero no será todavía un ser hablante. En sentido estricto será un in- fans, el que no habla. El asunto le retornará solo cuando baje la guardia al respecto. El día en el que el descubrimiento se im­pone, comienza el final de la infancia. A cada uno su infancia; a cada infancia, su final. Para cada uno, ese instante en el que comprende que, para siempre, tendrá que arreglárselas con la pluralidad hablante. De hecho, lo estaba haciendo desde siem­pre, pero no lo sabía. El descubrimiento duele. Es cierto que el narcisismo está hecho para las heridas. Freud gustaba de hacer de ellas una lista; una lista que no vale gran cosa. Lo que im­porta es que podemos localizar, en los intersticios de sus textos, la más profunda marca: el ser hablante, por el hecho mismo de serlo, es ya para siempre varios. Es siempre más de uno en ser y en hablar. Uno entre otros, dice la lengua, donde el oído oye sílabas en demasía. Los otros están siempre de más para el tierno Narciso, hasta que concluya que él mismo está de más, desde el momento en el que es más de uno. Entonces, el revelador a

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veces azar de las homofonías, lo empuja hacia la antropología, encargada de hacer el censo de los tratamientos de lo de-más y del más-de-uno.

De ahí parten las formas con las que las ciencias humanas han elaborado su objeto: sistemas de parentesco, las buenas maneras en la mesa, literaturas, pasiones del alma, etc. Los Antiguos llamaban a ese conjunto paideia cuando se trataba de los Griegos y coutumes cuando se trataba de los Bárbaros. Los modernos dudan entre vocablos de tono conocido: cultura, ci­vilización. Se inclinan también por distinguir entre lo que les es próximo y lo que les es lejano; se vanaglorian de haber fun­dado una ciencia antropológica, pero cuando caen los falsos- semblantes se discierne bien, en la mayoría de ellos, la tranquila convicción de que no hay más antropología que la de los otros. Menos simple, Freud situaba la colisión entre el ser varios y el ser hablante en el cruce de los tres imposibles: educar, gobernar, psicoanalizar. Una lista más que apenas nos vale. Uno, dos, tres imposibles, ¿por qué no cuatro, o más, o menos? Aunque no importe la lista, los elementos que enumera pueden servir para orientarse. Lo que Freud ciñe como imposible por el juego de tres coordenadas, son los tratamientos de la intrínseca presen­cia de la pluralidad en el ser hablante. Puesto que esta presencia está materialmente soportada por los cuerpos, son también, en última instancia, tratamientos del cuerpo; puesto que la plura­lidad en el ser hablante se determina como masa, son intentos de imponerle algún tipo de límite. A la multitud exterior y a la multitud interior que persiste en lo más íntimo de cada uno y cuyo portavoz es la lengua. El inconsciente freudiano, ¿qué es, después de todo, sino el descubrimiento de que el ser hablante no es nunca uno, ni siquiera cuando duerme?

§6

La pluralidad es real; los tratamientos que se le proponen oscilan entre lo simbólico y lo imaginario. En el punto de equi-

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librio de la oscilación reaparecen con asiduidad lo artificial y lo mecánico. El término formas apunta de lleno a esta configura­ción. Sin las formas, cada ser hablante se vería desarmado ante el tosco hecho de la pluralidad pero también ante los furores que esta despierta en el corazón del narcisismo herido -e l de los semejantes y congéneres o en el suyo propio-, sin duda in­curable. Tendría que reinventar, cada vez, procedimientos de supervivencia, entre la evitación y el afrontamiento. El obstá­culo siempre puede ser contorneado mediante una maquinaria de reglas antropológicas o mecanismos institucionales. En estos artificios delega el ser hablante el cuidado de hacer simplemen­te soportable el más-de-uno. Porque se trata, en el sentido más banal, de supervivencia.

El nombre de Rousseau sale enseguida a colación. El autor del Contrato social sabía, mejor que nadie, que la política tiene un lazo esencial con las multitudes y con la supervivencia. Median­te la fuerza del razonamiento fijó reglas para las multitudes; me­diante la fuerza de la experiencia, se cercioró de que esas reglas no eran seguidas en ningún lado y menos aún en los países en los que moraba. Pensaba que en la gran ciudad, en la recóndita aldea y en toda la tierra tal y como la conocía, debía temer por su vida. Solo el paseo solitario y la ensoñación -variaciones refi­nadas de la masturbación- podían calmar su inquietud. Única­mente el diálogo consigo mismo podía evitar el dilema: o bien la soledad y el silencio, o bien el ser varios y arriesgarse a la herida incurable de no ser el único en hablar. Confesiones, Ensoñaciones, Diálogos. Se decía que deliraba; coherencia más bien entre una manera de pensar la política y una manera de pensarse a sí mis­mo. Entre el Contrato social y las Ensoñaciones, más político es el segundo de los textos que el primero.

Una razón entre cien respalda que Rousseau sea considera­do como el más político de los escritores: Rousseau aborda la cuestión del cuerpo y de su supervivencia. De entrada respon­de a las objeciones de Benjamín Constant: en efecto, la libertad de los modernos difiere esencialmente de la libertad de los An­tiguos; difiere hasta tal punto que se cumple en soledad, mien­

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tras que los Antiguos la encontraban en la ciudad; pero además es que la misma soledad ha cambiado de método, puesto que no es suficiente con alejarse para encontrarla en los márgenes del Ilisos; sin alejarse, hay que conquistarla en el corazón de la gran ciudad, allí donde la muchedumbre no cesa de inscribir su obsesiva presencia. A posteriori, Rousseau integra la objeción de Diógenes a Platón; puesto que hay leyes en La República, ¿poi­qué escribir las Leyes? Tras haber escrito el Contrato social, res­ponde Rousseau, hay que escribir las Ensoñaciones porque van a la contra de las Leyes. A decir verdad, el Contrato social no toca lo real de la política más que por efectos retroactivos desde las Ensoñaciones. ¿Por qué hay política en vez de nada?, se pregun­taba Rousseau; la respuesta turbaba su reposo hasta despertar en él un temor permanente. No sin razón, porque se topaba con la incesante posibilidad de los torturadores y de la amenaza de muerte. Tal y como algunos místicos mostraban con estigmas la seriedad que suponía para ellos la presencia divina, él también mostraba con síntomas lo serio de una política de los seres ha­blantes.

Nadie está obligado a someter su cuerpo a semejantes prue­bas, pero por poco que se plantee seriamente la cuestión polí­tica, por poco que uno se la plantee como ser hablante, debe saber que este asunto tiene una cara tenebrosa. Porque desde que se pasa del uno al dos y del dos al varios, el ser hablante encuentra el único real que merece provocar miedo; no las ca­tástrofes naturales, como suponía Lucrecio, sino el hecho bruto de la multitud hablante.

§ 7

Desde hace tiempo, al menos en Europa, la política se ha insertado en la cadena de las formas. Y consiste en ese gesto cuyo nacimiento se atribuye a la polis griega: puesto que cada uno quiere hablar primero para aparecer, por un instante y a sus propios ojos, como el único; puesto que para ello le hace

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Lilla, por un instante, reducir a los otros al silencio, el único procedimiento adecuado para tratar la multiplicidad intrínseca a los seres hablantes consiste en regular los turnos de palabra y de silencio. La técnica más eficaz pasa por una enumeración apoyada en cualidades mínimas (activo / pasivo, fuerte / débil). A continuación se definen órdenes y detalles: ¿Quién habla el primero, quién habla el segundo, etc.? ¿Qué debe prevalecer, la mayoría o la minoría? ¿Quién será el activo (gobernante)? ¿Uno, varios, todos? ¿Hay rotación entre los activos (gobernan­tes) y los pasivos (gobernados), o bien el reparto tiene vocación de ser permanente? ¿Los gobernados tienen derechos? ¿Tienen poderes? ¿Los gobernantes tienen deberes? ¿Qué significa débil y fuerte en política?

Al igual que en las formas antropológicas, se puede demos­trar que la política se reduce a técnicas del cuerpo. Escuchar, discurrir, agruparse, dispersarse, civilizar a las muchedumbres transformándolas en masas, en clases o en comunidades, deje­mos por un momento estos detalles a un lado; en última ins­tancia, el cuerpo está concernido. Las libertades políticas em­piezan y terminan por los cuerpos. Las dictaduras siempre la toman con los cuerpos. Aclaremos: con su anatomía y con su fisiología. So pena de beata ceguera y ante cualquier sistema político, debe el investigador plantearse cuestiones reales: ¿en qué momento aparecen, en el marco de las instituciones y de los aparatos, esas prácticas que llamamos brutalidades, torturas y ejecuciones? ¿Dónde se sitúan esos especialistas denominados verdugos? ¿Bajo qué máscaras se los disimula? Al tener conoci­miento de cualquiera de los discursos políticos, el investigador leal debe reparar, más allá de las retóricas, en la traza, fugitiva o patente, de un desprecio del cuerpo: desde ahí, podrá predecir que llegará la tiranía.

No nos dejemos extraviar por el estilo sublime. Los qualia de la política reenvían a las oposiciones corporales más elementa­les: activo y pasivo, fuerte y débil. Este substrato corporal re­pugna a la mayoría; algunos miran para otro lado, otros se ca­llan en nombre de valores más elevados -la justicia, la virtud, el

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bien, ¡qué sé yo, en fin!- Porque el cuerpo no se deja ignorar sin daño. La experiencia está ahí para dar fe de ello. Se comienza por despreciar lo que hay de corporal en las libertades; desde ahí se pasa con premura a la siguiente etapa: la indiferencia con respecto a lo que les suceda a los cuerpos hablantes, pensantes, móviles y mortales. El idealismo en política es el peor de los deslices; y el más frecuente entre los doctos. Haría falta sin em­bargo extraer lecciones de la experiencia. El que cede un instan­te al idealismo político, por adornados que sean sus propósitos, por admirada que sea su postura, se vuelve vulnerable ante el siguiente tirano que llegue. A fin de cuentas y en esta misma senda, uno se ve conducido a avalar el sufrimiento físico, prelu­dio del matar. Se lo avala para los otros y, camino de lo abyecto, uno lo avala para sí mismo.

§8

La política, como técnica del cuerpo, pretende aventajar en prestigio y eficacia a los otros tratamientos. Allí donde se ha mantenido, la política pasa por el eslabón decisivo de la cadena. Eso puede significar que es el eslabón más fuerte o el más débil; sea cual sea la hipótesis, los demás eslabones de la cadena se sostienen por la política. Para ser exactos, idolatrar la política es creer justamente eso. No creerlo no supone necesariamente permanecer indiferente o ser hostil a la política; es derribar un ídolo. Cuando se derriba un ídolo hay que preguntarse por lo que lo ha sostenido como plausible. Vale que la política no goce de ninguna preeminencia legítima, pero ¿de dónde le viene ese cariz de preeminencia?

El discurso de la política lo deja entrever desde que nació, con el trasfondo de la antigua esclavitud. La política tiene como privativo que se enfrenta sin mediación a la dimensión de ma­tar. Cuidemos las palabras. La política no solo se enfrenta a la muerte -de eso se ocupan otras formas antropológicas, por no decir que todas- sino a matar. Solo ella la afronta directamente,

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para ponerla a distancia. El ser hablante quiere hablar, es decir, por un momento, imponer el silencio; pero descubre que no hay que matar a un ser hablante para hacerle callar. Entonces nace la política. Hegel propone, a este respecto, un escenario, en el apó­logo, al tiempo célebre e incomprendido, del amo y del esclavo; dominar basta, matar es superfluo, esa es la moral de la fábula. Hacer callar y no matar son las dos caras del mismo axioma: el axioma inicial de la política. De Hegel a Guizot, de Guizot a Hanna Arendt, ha sido formulado con más o menos esmero.

Acantonar la condena a muerte individual en el registro judicial, contenerla en la pena de muerte para depurar así la política, para eso es para lo que sirve la división de poderes. Acantonar la muerte masiva en el registro de la guerra y ha­cer de ella un daño colateral que la política no tiene que bus­car directamente, es para lo que sirve la cantinela tomada de Clausewitz por aquellos que no lo han leído; en la definición: "la guerra, continuación de la política por otros medios", el vo­cablo decisivo es otros. Tal y como en otros tiempos la Iglesia se remitía a su brazo secular para ejecutar a los condenados, la política se remite a otros apéndices distintos al suyo para hacer correr la sangre.

Al excluir la matanza masiva salvo en caso de guerra, la po­lítica excluye también la condena a muerte individual cuando no es el resultado de un proceso judicial. El asesinato político es, propiamente hablando, una contradicción en sus términos. La política lo ubica fuera de sus límites; lo que equivale a decir que es su límite exterior. Piensen lo que piensen el o los que de­ciden, el asesinato debe considerarse como una suspensión de la política. A veces sucede que esta suspensión es consecuencia de decisiones políticas; no es menos cierto que también, y por razones políticas, se ha abandonado la política para, a continua­ción, volver a ella.

La historia está llena de ejemplos de asesinatos y de masa­cres que atañen a la política. Ocurre igual con esas variantes de matar que son los distintos cautiverios, suplicios, prisiones y campos. Tan frecuentemente como se lo franquee, el límite sin

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embargo persiste; aunque matar sea un medio de la política, no es ni debe ser su principal medio.

§9

En el mejor de los casos, puede ella autorizarse a partir del estatuto de excepción. Las consideraciones de Carl Schmitt so­bre la situación excepcional han vuelto a encontrar cierta noto­riedad en estos tiempos. Terminan siendo, una vez filtradas sus excelencias, una doctrina sobre el matar. "Es soberano, escribe Carl Schmitt en 1922, el que decide sobre el estado de excep­ción", Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet. Es una definición general con dos series: la soberanía divina, por un lado y la soberanía política, por otro. Cuando se trata de Dios, la excepción se realiza en forma de milagro, que contra­dice las leyes de la naturaleza. Cuando se trata de la soberanía política, y puesto que la regla fundamental de la política dice que la muerte es inútil, la excepción fundamental a la regla fun­damental debe decir exactamente lo contrario; es decir, que la muerte puede, ocasionalmente, ser considerada como política­mente útil. Por eso la política, según Carl Schmitt, reposa sobre la relación amigo/enemigo y el crimen del que se trata es el del asesinato del enemigo político. Se comienza por el asesinato político que, por excepción, deja de ser una contradicción en sus términos, para convertirse en una expresión perfectamente consistente: desde el punto de vista del soberano hay asesinatos que ejecutan la política y hay políticas que requieren asesina­tos. Más tarde llegan las variantes del asesinato: individuales o colectivas, directas o indirectas, inmediatas o demoradas en el tiempo.

En política, es soberano el que decide matar a sus enemigos. Es soberano, en lo que se refiere a los medios, el que se sirve de matar para conseguir sus fines; es soberano en cuanto a los fines el que hace de matar un fin último; es supremamente soberano el que se plantea el matar como exento de cualquier límite, que

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es lo que se llama un exterminio. Considerada en lo esencial, una doctrina de la soberanía política como esta, no persigue más que un único fin: reincorporar el matar a la lista de medios y fines políticos.

Para conseguirlo, hay que basarse en la lógica de la excep­ción. La tradición gramatical ya puso en juego una lógica pare­cida desde hace al menos dos milenios; los juristas medievales pusieron en juego otra versión que se resume en los términos de Cicerón: Exceptio probat regulara in casibus non exceptis, "la ex­cepción confirma la regla para los casos no mencionados en la excepción"; Kant analiza el recurso a la excepción en la segun­da Sección de los Fundamentos de la metafísica de las costumbres: "en todos los casos en los que violamos un deber..., es que no queremos realmente que nuestra máxima sea universal"; "es la máxima opuesta la que debe quedar como ley universal; solo que nos tomamos la libertad de hacer de eso una excepción". Resumamos; las lógicas de la excepción pueden variar pero tie­nen un rasgo en común que les es esencial: la regla es afirmada, siempre, por la misma doctrina que les resta validez. Matar nie­ga la política, Schmitt lo sabía mejor que nadie. Pero es nece­sario que, al mismo tiempo, proclame la política. La excepción sirve para eso. Hipocresía tal vez, hipocresía seguramente, pero que confirma la máxima de La Rochefoucauld de que la excep­ción viciosa rinde homenaje a la regla virtuosa.

Se dirá que no tiene nada de extraño que el menos morali­zante de los doctrinarios políticos legitime el matar; pero ¿por qué se siente Schmitt obligado a sobreentender que, como regla general, es inútil matar? La razón es evidente si tomamos nota del título de su escrito de 1922: Teología política. La regla general importa en grado sumo, aunque la reduzcamos a una ilusión, porque tiene que ver con la palabra política. Sin esa palabra, el discurso de Schmitt se diluiría como pura y simple teología. Ahora bien, Schmitt se propone reinar aquí abajo, en la tierra y no en el cielo. En la misma medida en la que recusa el matar, la política se remite indisolublemente al mundo de los mortales; la soberanía política debe ser definida, por tanto, con respecto

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al mundo de los mortales; sobre todo si consiste en reintroducir allí el matar.

Desde la primera frase, es pues necesario recordar la exis­tencia de la regla. Sin ese recuerdo indirecto, el conjunto de la operación táctica se vendría abajo antes de haber comenzado. Gracias a una palabra bien ubicada, fue evitado el escollo du­rante un tiempo, pero es sabido que la operación fracasó antes de haber comenzado. Los hombres que se hicieron con el poder en 1933 pudieron hacer uso de Schmitt, pero no tenían nada que hacer con sus estratagemas. Se dieron cuenta de que el homici­dio, individual o de masas, era una de las soluciones definitivas a los problemas que tenían; rechazaron de entrada el axioma po­lítico, sin embarrarse con la distinción entre regla y excepción. O erigieron, más bien, la excepción en regla. Al hacerlo, propusie­ron un vuelco sistemático de la política. La política nazi puede considerarse una política, con la sola condición de que al voca­blo política se le haya dado la vuelta como a un guante.

§10

Cuando decimos que matar es inútil, el axioma recae sobre los medios; pero emplaza a otro axioma, que se apoya sobre los fines. Sea cual sea el orden de las razones, no deja de ser decisivo: matar a otros o matarse uno mismo no puede ser el fin supremo de la política. La política quiere perpetuarse allí donde reina; su perpetuación exige que se pueda seguir hablando de política. El ser hablante político se enfrenta con la multitud dán­dose los medios para ser el único que habla; podemos, sin equi­vocarnos mucho, acordarle el propósito de imponer el silencio. Pero, precisamente, el silencio de los seres hablantes no debería confundirse con la mudez de las cosas; y solo es apreciado si está, en todo momento, a punto de romperse, para deber, en cualquier momento, ser restablecido. Un ser hablante político no puede querer que el silencio de los seres hablantes sea ni definitivo ni universal. So pena de que la política se apague en

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él y por fuera de él. Ni la muerte heroica ni la cobarde masacre, ni el suicidio ni el atentado deben reglar la colisión entre el ser varios y el ser hablante de los seres hablantes. Matar no es ni un medio mayor ni un fin supremo de la política; lo que puede resumirse en estos términos: en política, la demanda de super­vivencia no solo es legítima sino que ella es, en última instancia, la única legítima.

Ahí se sitúa la fractura que en la Antigüedad griega separa de manera irremediable el mundo de la Ilíada -fundado sobre la dualidad de la muerte bella y la muerte vergonzosa- y el mun­do de la ciudad -basado en la vida honorable o deshonrosa. Esta es la razón de que haya política en Atenas, al margen de las suspensiones debidas a la guerra civil, esa stasis en la que cada uno puede matar al otro y temer ser asesinado por el otro. Esta es la razón de que no haya política, salvo la clandestina y oculta, en Esparta. En eso consiste, más cerca de nosotros, el carácter intrínsecamente político de las libertades formales, en la exacta medida en la que estas se distinguen de las libertades reales. A poco que las despojemos de los abrigos metafísicos con los que se las ha envuelto, las libertades formales tienen como principio la pura y simple supervivencia. De la supervivencia de hecho extraen su legitimidad de derecho.

Las libertades formales se plasman en derechos del cuerpo hablante que vive entre la gente. Garantizan la posibilidad para cada ser hablante de seguir viviendo y, al seguir viviendo, seguir hablando y, al seguir hablando, seguir hablando de política. Y todo esto ocurre una vez que la multitud de seres hablantes ha tomado la forma de la masa. La demanda de supervivencia es ciertamente inmemorial, pero se enuncia en términos variables dependiendo de las épocas. De esta manera, la ciudad apare­ció durante mucho tiempo como un espacio seguro, en tanto que el campo prometía la muerte a cada curva del camino. Más tarde, las certidumbres se invirtieron; la ciudad se convirtió en un espacio de peligro y el campo en un lugar apacible. Estamos tentados de encontrarle un fundamento material a esa muta­ción en las representaciones. La demanda de supervivencia ha

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necesitado ser articulada de otra forma, desde el momento en el que la muchedumbre comenzó a imponerse en la escena histó­rica como actor habitual. No solo en periodos de crisis sino so­bre todo en periodos de calma. Este acontecimiento tuvo como teatro las calles antes que los campos y los bosques. Se entiende así que los derechos del hombre y del ciudadano fuesen formu­lados, explícitamente, en el momento y en las regiones en las que la gran ciudad estaba a punto de convertirse en el hábitat natural de los seres hablantes. Las libertades que enuncian son pues libertades del cuerpo en medio de la masa; son pues liber­tades urbanas y no rurales.

A las libertades modernas, homónimas pero no sinónimas de la libertad antigua y de la libertad de los filósofos, a las li­bertades ancladas en los cuerpos y no en las almas, las amenaza una disolución que proviene de esas técnicas matematizadas de la masa llamadas estadísticas. Una disolución que viene de ahí porque la masa, una vez atrapada por esas técnicas, pierde toda ligazón con el ser hablante para devenir una cosa, que es tan muda como parlanchína. Pero la amenaza es múltiple. Cuando no viene de la muchedumbre y de sus técnicas, puede venir de los pensadores partidarios del retorno a la dispersión; las liber­tades serán inútiles, nos susurran, cuando las ciudades vuelvan a ser aldeas y las masas clanes. ¿Y qué decir de los espíritus señoriales? Para ellos, ¿no es el cuerpo un andrajo y la supervi­vencia una frivolidad? Lo serio reside justamente en lo contra­rio. La demanda de supervivencia está en los fundamentos de los derechos y de las libertades porque está en los fundamentos de la política. Está en los fundamentos de la política porque la política es asunto de los seres hablantes que están siempre en demasía.

Ya provenga del coraje o de la cobardía, de la generosidad o del egoísmo, de la debilidad del cuerpo o de la fuerza del en­tendimiento, ¿quién, además de los pudorosos, se ocupa de la demanda de supervivencia? La política no consiste en pregun­tarse por quién o por qué se debe morir, sino por quién o por qué se debe vivir.

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H ii

Siihri' i’sla cuestión, así como sobre tantas otras, se ha pro­pinólo .1 la revolución cultural china como prueba experimen­tal, I )t*nunció la filosofía de la supervivencia. Alcanzó de esa manera su máxima coherencia. No se limitó, como tantos otros discursos, a exaltar la muerte gloriosa -heroísmo, sacrificio de sí o martirio-. No se limitó, como lo había hecho Mao Tse-tung en el transcurso de la guerra chino-japonesa, a distinguir entre las muertes que pesan el peso de una pluma y las que pesan más que una montaña. No se limitó, en fin, a matar en silencio, salvo para justificar las necesidades del momento, cuando el silencio ya no era posible.

Su proyecto lo resumió con el nombre que se había dado a sí misma: la Gran Revolución Cultural Proletaria. Una revolución, según esta doctrina, no es grande si no tiene una cultura dada como límite capaz de detenerla. Toda cultura tiene que ver con lo antiguo; una revolución tiene que ver con lo nuevo. Una re­volución no es grande si no aborda lo cultural. Por eso no sabría limitarse a destruir; la revolución no es negativa, es afirmativa. Si bien es cierto que lo nuevo anula sin deslindes lo que viene de antes, también debe, so pena de nihilismo, construirse una figura positiva; trabándose con el último hilo que les remitía al marxismo, los teóricos de la revolución cultural echaron mano entonces de la palabra clave: proletariado. Una revolución cul­tural no es verdaderamente revolución más que si es cultural. Una revolución cultural se define por rechazar que una cultura dada le establezca límites.

La Gran Revolución rechaza de golpe todos los límites que una cultura, sea cual sea, tenga establecidos. De entre estos lími­tes, el más fundamental y el más desconocido se llama supervi­vencia. Toda cultura hace de ella su precursora y su consecuen­cia. Para responder a la pretensión de supervivencia multiplica sus sistemas y sus reglas. No se trata pues y únicamente de la supervivencia como demanda espontánea de un ser vivo, sino de la supervivencia como filosofía reflexiva de un ser hablan­

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te. Rechazar la filosofía de la supervivencia es una tirada de dados; abóle todas las formaciones culturales y entre ellas, en primer plano, la política. Si es cierto que todas las formaciones culturales remiten a la supervivencia, la política lo hace de ma­nera eminente; es el discurso que la tematiza directamente y hace de ella su piedra angular. Para ser grande y proletaria, la revolución debía ser cultural; para introducir la revolución en la cultura, debía destruir las superestructuras una detrás de la otra. Terminó por destruir lo que el marxismo concebía como la superestructura de las superestructuras: la política misma.

Y entonces la política reveló su parte más profunda y su principio; es una técnica del cuerpo, a la vez vivo y mortal. Por­que la supervivencia no es nada si no es supervivencia del cuer­po, y la supervivencia del cuerpo no es nada si ese cuerpo no es, en cualquier momento, susceptible de ser inmolado. La su­pervivencia, en el sentido más banal del término -aunque este sentido sea precisamente el único válido-, la política lo eleva a la categoría de principio; es su manera de hacer soportable la multiplicidad a los seres hablantes. Reduciendo el cuerpo a su sola dimensión de supervivencia, la política lo eleva, en distin­ción y esplendor, sobre esos otros tratamientos del cuerpo que son las formas antropológicas. Por eso puede pretender una po­sición dominante en las civilizaciones y culturas en las que se despliega. No solo le concierne la supervivencia del grupo, sino también la de cada uno de los que componen el grupo, so pena de admitir la muerte de algunos como medio de supervivencia de los otros. No solo la vida, sino más bien la supervivencia, que implica la mortalidad. Así se evita que la pluralidad de los seres hablantes se convierta en una permanente amenaza.

Desde el momento en el que el ser hablante se ve obligado a admitir que no es el único en ser hablante, la política lo atrapa. Esta emerge en el punto exacto en el que el sujeto se ve obligado a pasar de lo singular a lo plural, que es el plural de los cuerpos. De ahí surge una reversibilidad; lo que la política toca de indi­vidual, lo convierte inmediatamente en colectivo y, a la inversa, lo que toca de colectivo, lo restaura en individual. La causa de la

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herida narcisista se convierte en un remedio, hasta el momento, siempre posible, en el que el remedio reabra la herida.

§12

Nada está definitivamente conseguido para el ser hablante. ¿Quién puede negar el lugar que tienen, en la vida política efec­tiva, lo que podríamos llamar, en sentido estricto, las palabras mortificantes: la calumnia, el rumor, la burla? Son sucedáneos del matar. Como sucedáneos, las palabras mortificantes presen­tan una doble faz. Atestiguan, por una parte, que ya no se trata de matar pero, por otra parte, si pueden sustituir el matar es porque son parientes. Las costumbres políticas son crueles en la exacta medida en que no son sangrientas; serán crueles tan largo tiempo como la política siga siendo asunto de los seres hablantes en cuanto son hablantes, en la medida en que son muchos y hasta tanto acepten dejarse vivir los unos con los otros. Pero, ¿cómo garantizar que la crueldad de las palabras no remonte, un día, hasta su fuente? Las palabras mortificantes pueden, a veces, preparar el matar en vez de sustituirlo. La po­lítica es, pues, frágil; siempre está a punto de convertirse en su contrario, so pena de negarse a sí misma, al reubicar el matar en el puesto de mando. Del medio excepcional al medio regula­rizado, del medio regularizado al fin último, no se interrumpe tan fácilmente el encadenamiento, una vez comenzado.

De ahí nace la seducción que ejerce la política de las cosas. Promete la tranquilidad.

Pero esta llega a un precio elevado, demasiado elevado, y lo que es más, se haga lo que se haga, no hay garantía, porque el matar insiste. Mejor entonces sostener firmemente la política hablante, aunque su ejercicio sea problemático y contradictorio. Ser hablante no sabría fundar ningún privilegio; este punto es infranqueable. Partiendo de este real se propone un camino es­carpado; sobre la base de lo que los seres hablantes, en plural, comparten, mantener la legitimidad de lo singular, no en opo­

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sición al plural, sino como condición de posibilidad del plural. Esta debería ser la apuesta de una política de los seres hablan­tes. Resumiremos así la paradoja: ¿es posible una política de los seres hablantes cuando se sabe que en su fundamento está la más profunda de las heridas que pueda sufrir un ser hablante?

¿Cómo mantenemos la apuesta nosotros los modernos? De hecho nos podemos preguntar si la sostenemos. Daríamos un gran paso si aclarásemos estas cuestiones.

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II. Lo MODERNO Y LO FUERA-DE-LA-POLÍTICA

§13

Y mucho más cuando la política como forma ha sufrido, de golpe, una mutación de la que todavía no está claro que se haya recuperado. Nacida en el cerrado mundo de los Griegos, sigue marcada por la figura de lo limitado. En todo caso, también los que nada deben a los Griegos hablan con ese horizonte cuando quieren sin embargo hablar de política. En forma invertida y aunque no sea el único caso, el maoísmo da testimonio de esto que decimos. Porque justamente, en nombre de una revolución sin límites, tuvo que disolver la política.

El material político, sea cual sea el término con el que se lo designe: ciudad, Estado, pueblo, ley, constitución, se piensa como un todo limitado. En la posibilidad de definir un límite reside la herencia y el tesoro de la política. La cuestión de su obsolescencia se plantea desde el momento en el que el univer­so deviene infinito o más bien ilimitado. Vayamos paso a paso. Hipotéticamente, la política intenta articular, uno con otro, el ser varios y lo hablante del ser hablante; pero si el ser hablante se inscribe en el universo moderno, entonces se producen dos desplazamientos: el ser varios, por sí mismo y por fuera de sí, se trasmuta en diversidad ilimitada; lo hablante, por sí mismo y por fuera de sí, se abre a un "eso habla", a lo que nada hace excepción. Y sin embargo, la política lo ignora o finge que lo hace; ella habla y se habla en la más completa indiferencia con respecto a lo que determina el universo moderno como moder­no. Su práctica puede que intente responder a las demandas de

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lo ilimitado, pero su lengua depende de las representaciones antiguas. La tierra no da vueltas, está en el centro del mundo, Galileo no ha existido.

Es cierto que los dogmáticos han hecho todo lo posible para disimular la ruptura. Durante mucho tiempo se intentó que la emergencia de lo ilimitado no afectase a la política, al situarlo bajo la exclusiva rúbrica del universo físico. Mediante la trans­posición de lo ilimitado en infinito cuantitativo, a la ciencia le tocó construir su discurso, sobre todo a la física matematizada; la filosofía se encargó de repartir los dominios y de proteger la política. Gracias a ese maravilloso reparto, pudo la política seguir pensándose despegada del universo; el griego y el latín, las lenguas del mundo cerrado, le parecieron a la vez necesarias y suficientes para tratar lo que hubiera de hablante y de poten­cialmente mortal en las multitudes.

§14

Revolución es la única palabra moderna en política. Los afi­cionados al latín hicieron la experiencia; se dieron cuenta, cuan­do tenían que traducirlo, de que no había un equivalente exacto y de que era necesario recurrir a una perífrasis: res novae, "cosas nuevas". En las lenguas vivas, el término ha sido largamente equívoco, entre el retorno inmutable de los cuerpos celestes y la agitación sin retorno de las sociedades humanas. No obstante, se edificó un tipo ideal a partir de la Revolución francesa; la Re­volución Soviética de Octubre de 1917 y la revolución china así lo confirmaron y así lo refinaron. Recientemente aún, revolucio­narios y contrarrevolucionarios se ponían de acuerdo acerca de sus rasgos distintivos, unos para el elogio y otros para el insul­to. Puede que abunde el término revolución pero la Revolución, en singular y con mayúscula, reenviaba a un tipo ideal único y bien definido. El surgimiento de este vocablo fue suficiente para inaugurar la lengua política en el universo moderno, ya fuese para designar la cima de la política -entusiasmo revolu-

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cionario- o el abismo insondable de lo que la política no debiera ser -la pasión contrarrevolucionaria-. Sostener, en efecto, que el término revolución sea moderno, no es solo un asunto propio del latín; se trata de la relación con lo ilimitado. La revolución, según su tipo ideal, es la única forma política que tropieza con lo ilimitado en el corazón de su acción política.

Ahora bien, asistimos con ello a un desplazamiento. En época reciente, el término revolución perdió la limpieza que le acreditaba hasta hace poco. Se ha usado al respecto de aconte­cimientos muy poco conformes al tipo ideal. Más exactamente, se ha empleado a propósito de acontecimientos que se oponen diametralmente al tipo ideal. Desde 1989, la revolución en Eu­ropa continental se presenta como una restauración de lo que, en nombre de Octubre de 1917, se había perdido. De acuerdo. Pero lo que se había perdido es lo que se hablaba en el horizonte del mundo cerrado. Revolución de terciopelo, revolución ruma­na, revolución naranja; sea cual sea el juicio que se emita sobre lo que efectivamente ocurrió en 1917 y después de 1989, resulta innegable que el vocablo revolución flota al albur de los humo­res. Lo que es tanto como decir que la lengua política ha perdi­do su único vocablo moderno. En el lado opuesto, democracia, república, monarquía, oligarquía, justicia, son sustantivos to­davía empleados; aunque huelan a antiguo. La lengua política se ha desviado de nuevo del universo; la irremediable división entre lengua política y práctica política se ha restablecido; no es sorprendente que, con la invocación del mundo cerrado, retor­nen a la política los cuentos y las leyendas. Están de vuelta los héroes fundadores que nos libraban de los monstruos; a Hércu­les y a Teseo se les resucita y se les reencarna de maneras diver­sas; pronuncian discursos largos, tristes, bellos y sus avatares consiguen a menudo el premio Nobel de la Paz. Está de vuelta el hecho religioso nacido, como en los tiempos de Lucrecio, de los desórdenes de la naturaleza y de la sociedad. Bajo el alto patronazgo de dioses y semidioses, la lengua política se vende al mejor postor.

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§15

Desde hace tiempo que a los partidarios de lo vetusto no les disgusta que lo ilimitado haya dejado su marca entre los seres hablantes. Lo ilimitado conoce bien otras variantes distintas al infinito matematizable del universo que no es, en verdad, más que una de sus racionalizaciones secundarias. Ilimitación de las cosas en el universo, ciertamente, pero ilimitación también de los bienes en el mercado; ilimitación de los habitantes del mundo, tomado esta vez como un domicilio extensible a me­dida de las necesidades y no como un cosmos; ilimitación de los apetitos. Las lindes que hace tiempo se marcaron para hacer creer que lo ilimitado estaba para siempre bajo control, cedieron ante lo ilimitado de los poderes técnicos. La política no puede sustraerse eternamente a estas mutaciones. Y no lo puede hacer en la medida en que atañe a los cuerpos. Hay un cuerpo moder­no; está atravesado, de parte a parte, por las ilimitaciones que se entrecruzan: ilimitado cuando observa el universo; ilimitado cuando se observa a sí mismo; ilimitado en sus necesidades, en sus apetitos, en los bienes a los que tiene derecho; ilimitado en su pluralidad material, el cuerpo moderno espera de la política lo que ella siempre le ha prometido: la supervivencia entre las masas. Desde la bóveda estrellada hasta el fuero interno, nada existe hoy en día que no se exprese en términos de masas, y eso es nuevo.

La política, sometida a necesidades inéditas, no quiere sin embargo despojarse de golpe de su propia herencia. Se volvería afásica; por eso no puede ni debe parar de hablar. Le va en ello su supervivencia, es decir la supervivencia de los seres hablan­tes. Surge de ahí una contradicción, que no sabría ser descuida­da. En los lugares en los que, a la vez, es posible y legítima, la política moderna se habla en régimen de colisión entre lo limi­tado y lo ilimitado. Lo limitado en el que se ordena su lengua y lo ilimitado que estructura su objeto.

Le es necesario resolver pues no una, sino dos dificultades:

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a. toda política del ser hablante trata, sin duda, de una he­rida imposible de tratar, producida por la colisión entre el ser hablante y el ser varios de los seres hablantes.

b. una política moderna del ser hablante se confronta con el hecho brutal de que el ser varios haya tomado la forma de lo ilimitado; ahora bien, la lengua de la que dispone depende de lo limitado; por eso, tanto tiempo como permanezca fiel a su lengua, la política deja de estar en sincronía con el universo y la sociedad modernas. Pérdida hay de todas las maneras, ya sea al renunciar a su lengua natal, ya sea al renunciar a lo que es. Por fortuna y para su confort, el ser hablante está dispuesto a transigir. Mediante transacciones, ha hecho de la política una cuestión de hablar, de hablar-política, cuyo léxico, sintaxis y es­tilística combinan materiales heredados y recientes. El que hoy día sabe hablar política, sabe tratar, disimulándolas, atenuán­dolas o negándolas, las dos colisiones: la colisión entre el varios y el hablante; la colisión entre lo limitado y lo ilimitado.

§16

En ese hablar, podemos describir varios idiomas. Depen­diendo de los lugares, en efecto, la transacción ha seguido métodos diferentes. Está fuera de dudas que por sus infinitas variaciones, expresadas en ilimitadas sectas, el protestantismo ofreció posibilidades más numerosas y más inmediatamente eficaces que la Contrarreforma. Por eso el hablar-política mo­derna comenzó en países protestantes y, a la par, abiertos a la forma-mercancía. De los Países Bajos a Inglaterra, de Inglaterra a América del Norte, el hablar-política ha caminado detrás de las sectas y de los negociantes. La colisión entre el ser varios y el ser hablante adoptó la forma de la democracia; la colisión de lo limitado con lo ilimitado adoptó la forma del mercado y de la conquista de nuevas tierras; el cuidado de los cuerpos adop­tó la forma del confort y de la prosperidad; el cuidado de la

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supervivencia adoptó la forma de la tranquilidad social y de la higiene. No obstante, la insistencia del dar muerte no cesó, pero se la mantuvo alejada de la política mediante guerras y castigos judiciales. Pensemos en las guerras indias que durante un siglo formaron parte de la construcción de ese templo político del idioma comercial que son los Estados Unidos; pensemos tam­bién en cómo el matar se presenta allí a la sombra del aparato judicial y policial en sus dos vertientes: el asesinato y la pena de muerte, anverso y reverso de la novela negra. Los dos procedi­mientos se han consolidado, hasta el punto de que su ligazón les parece a muchos tan necesaria como natural. Tan natural, en todo caso, como para que discutir sobre ello sea considerado superfluo. Cuando el idioma mercantil se impone, la discusión política se apaga. Se muestra vana y desplazada. Lo que no su­pone concluir que la política tenga que necesariamente enmu­decer. Se tercia que hable y a veces en voz alta. Es sabido que la elocuencia conserva aún su rango en la política americana; lo hemos podido constatar recientemente. La política se habla pues, pero de otra manera que mediante la discusión.

En Francia y en gran parte del continente europeo, la tran­sacción se anudó más tarde y más dramáticamente. De nada sirve ya remontarse a las monarquías absolutas y a los despotis­mos esclarecidos, hay que detenerse en la Revolución francesa, porque ella lo recubre todo.

Situemos, de una vez por todas, la dimensión: allí donde el mundo anglosajón reconoció lo ilimitado en la forma-mer­cancía, la Revolución francesa intentó inscribir lo ilimitado del lado de la política. Que de hecho fracasara o tuviera éxito en la empresa es una cuestión que no es simple de abordar. Entre otras cosas porque nadie ha definido verdaderamente lo que era fracasar o tener éxito en ese dominio. Una cosa es segura sin embargo; la Revolución francesa fracasó en la tarea de pen­sarse a sí misma. Las fulguraciones geniales de Sant-Just no le bastaron; la fuerza de las mismas consiste muy precisamente en señalar la hiancia en la que el pensamiento se detiene, turbado por la ausencia de palabras. Si, en efecto, la Revolución francesa

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fracasó en pensarse, lo fue porque fracasó en hablarse. Fraca­só en crear su lengua; nunca supo bien decir las rupturas que llevaba a cabo; la obsesiva referencia a lo antiguo no es solo el efecto de una retórica de escuela: es más bien un ruido blanco que satura el amasijo de silencios y tartamudeos. No hay que temer la atribución de esta carencia a causas graves y materia­les. Si la Revolución francesa fracasó en pensarse ella misma,lo fue porque estuvo atravesada, en su corazón, por una con­tradicción que oponía sus anhelos y sus medios. Tenía pensado inscribir lo ilimitado del lado de la política, pero se empeñó en inscribir la política del lado de lo limitado. Puesto que no hay elección cuyas consecuencias no lleguen hasta su término lógi­co, la contradicción que la atravesaba apareció sin velos y lo que tuvimos, a tenor de lo ocurrido, fue una verdadera introducción a la política experimental.

Atolondrada por el prestigio de la frugalidad espartana y de la sobriedad romana, la Revolución francesa decidió que la po­lítica comenzaba por el desprecio de los cuerpos. Ignoraba que se preparaba así para la miseria y las maquinaciones. Lo com­probó bien pronto. Porque el desprecio del cuerpo llevado a su extremo no puede evitar darse de bruces con la banalización del hecho de matar. El Terror, si lo llamamos por su nombre, les pareció, a los que lo decidieron, un medio inevitable; para la mayoría de sus contemporáneos fue también la transforma­ción de un medio en un fin, una manera de considerar el hecho de matar que se retroalimentaba a sí misma. Pero esto, esto es justamente lo que la política tiene por misión impedir. Aún así, las razones del Terror se atenían a la política. La política sin el Terror se pensó como impotente; y así, al pasar por el Terror, la política perdió la palabra. Y sin la palabra, la política se apagó.

§ 17

A las paradojas de fondo de una política de los seres hablan­tes, la Revolución francesa añadió también las suyas propias.

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Para ser más exactos, las paradojas que la atravesaron nos remi­ten a las paradojas fundamentales de una política moderna. La Revolución francesa fue la primera experiencia de la doble coli­sión: la colisión entre el ser hablante y el ser varios de los seres hablantes; la colisión entre el ser limitado de la lengua política y el ser ilimitado del varios. A pesar de que el término -revolu­ción- sea el único propiamente moderno que haya producido la lengua política, buscó su nombre del lado de los Antiguos; a pesar de que quiso transformar la política para responder al universo de Newton, produjo el acontecimiento más heterogé­neo que pueda haber con respecto a la política. El Terror es, por excelencia, lo fuera-de-la-política, en la medida precisa en que si está presente, no hay nada que hablar. Aunque nazca de la voluntad de que en el universo nada se escape a la lengua polí­tica. Con este horizonte, las paradojas no solo se redoblan sino que se ven elevadas a su máxima potencia. Y no solo las para­dojas propias de la Revolución, sino también las paradojas de la política en sí.

Correspondió a los Montañeses demostrar, si es que eso po­día hacerse, que se podía salir del dilema. Raramente lo consi­guieron; entre ellos, uno de los primeros en dudar fue el muy profundo y melancólico Robespierre. Después de la ley del Pradial y de lo que se llamó el Gran Terror, tras las exacciones de Fouché en Lyon, después de los ahogamientos de Nantes que horrorizaron a la Convención, ¿aún era matar el ocasional medio de un fin político, o se había convertido en un fin en sí mismo y, precisamente por eso, en la negación de cualquier política? Por no poder decidir sobre el hecho de matar, Robes­pierre no podía decidir sobre la política; con el paso de los me­ses, sus discursos se agrietaron; en las últimas semanas, fue de fracaso en fracaso tratando de juntar la política y el Terror en una sintaxis coherente. Se retiró. Balbuceaba. Guardó silencio. Comprobó que la pluralidad de los seres hablantes le era ene­miga. Los seres hablantes, en cuanto que son varios, no podían, a su entender, sino planear reducirlo al silencio. Cosa que efec­tivamente sucedió.

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Tropezó efectivamente con la sintaxis. Disponía de un sus­tantivo: la virtud, pero había que proyectarlo en frases. Armado con la historia romana, las Vidas de Plutarco y con la filosofía de Rousseau, pensó que podía hacer de ese único sustantivo el ele­mento seminal de una lengua política moderna. Cuando des­cubrió que no terminaba de conseguir articular en frases entre­lazadas el texto de sus propias convicciones, tuvo que concluir que su fracaso era radical. Recordó cómo Brutus, antes de sui­cidarse, había gritado: "Virtud, no eres más que una palabra"; comprendió entonces el alcance del aforismo: si la virtud no era sino una palabra, entonces no se puede pasar de la palabra a la frase, y sin frases, no hay lengua. Abandonado por todos y también en su propio abandono, Robespierre se expuso a lo que podemos llamar una muerte consentida.

Por un azar que excede al azar, sus últimas horas tomaron un cariz propio de la dramaturgia. Parecen escenificar la ausencia de la lengua en el corazón de la política revolucionaria. Con la voz quebrantada, resultó que el más grande orador de la Con­vención no podía articular ni una sílaba. Hablaba solo la masa indistinta, pero para burlarse e injuriarlo. Sobre el cadalso, se juzgó oportuno retirarle el apósito que rodeaba su garganta. Se dijo que para no dañar la hoja de la guillotina. Su última pala­bra fue un grito de animal.

Resulta banal el episodio de la transformación en bestia de un ser hablante; los nacidos en el siglo veinte sabemos que eso ya se ha producido a gran escala. Pero es más raro que ocurra en público y a propósito de un sujeto renombrado y conocido por todos. De loas homicidios de la Revolución, ninguno de ellos ha sido útil; ninguno ha sido insignificante. Ninguno pesa más o menos que otro. Y simplemente porque el hecho de matar es ingrávido. Por eso, ninguna muerte es igual a otra.

Como cualquiera de ellas, la muerte de Robespierre tuvo algo de singular que no se encuentra tan fácilmente. Organi­zada, tal vez a propósito, como una pasión cristiana, con sus estaciones y sus insultos (léase su relato), planteó sin embargo una pregunta que no es para nada cristiana. El 10 Termidor, año

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II (28 de julio de 1794), despojado de su estatuto de ser hablante por el ser varios de la masa, un sujeto encarnó el cambio total que él mismo había puesto en marcha y rechazado, el vuelco de la política en lo fuera-de-la-política.

§18

¿Por qué, en la puesta en marcha de un proyecto político, la revolución produce lo fuera-de-la-política? Por una simple razón: la irrupción de lo ilimitado, del que da testimonio, como nombre moderno, el término mismo de revolución, a espaldas de la mayoría de sus contemporáneos. En el fondo, los histo­riadores no han cesado de declinar la proposición: al final del Antiguo Régimen, una sociedad de lo ilimitado está en vías de constituirse; la demanda de libertad verbaliza esa naciente ili- mitación; por accidente o por estructura (los especialistas dis­putan al respecto hasta el infinito), la monarquía absoluta no respondió a las necesidades del momento.

Los oradores de la Revolución francesa se ocuparon del asun­to. Enardecidos por un coraje del que no midieron la temeridad, eligieron dar una respuesta en términos integralmente políticos. Porque tenían todo por descubrir e inventar sin dejar sombra de duda. No serían ellos los que se atrevieran a dejar sin tocar la cuestión de la esclavitud; estamos lejos del provincialismo de la revolución americana. No aceptaron la forma-mercancía sin proceder previamente a su crítica. La cuestión de la moneda les pareció que exigía soluciones innovadoras. Desde el calendario hasta la religión, ningún sector de la vida social escapó a su inte­rés. No había nada de lo que la política no pudiera ni debiera ha­blar. Aunque la fórmula "todo es política" todavía no estuviese disponible, se constató que nada ni nadie escapaba a la política desde el momento en el que esta se inscribía en la forma de la revolución. La política es pues convocada por lo ilimitado. Entre los mil signos posibles de ello, está la proliferación del nombre libertad. Por contraste, la política es pensada y hablada en tér­minos de límite; testigo de ello la insistencia del termino nación.

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Formados por el clasicismo francés, por Plutarco y por Rous­seau, los oradores se vieron condenados a toparse con un obstá­culo infranqueable en el hecho de que todo lo político se hubiera transformado en ilimitado, precisamente por la Revolución. Lo ilimitado les fue, a la vez, consustancial y radicalmente extran­jero. De golpe, la política deviene palabrerío y ya no se habla. Al no hablarse, se volvió impotente para cumplir con su misión de garantizar la supervivencia; convirtiéndose en su contrario, abrió el camino al hecho de matar, que es ilimitado. Lo ilimitado que no puede asumir la política se confina en lo que la vacía de sentido. Nadie puede evitar ser sospechoso; a cualquier sos­pechoso se le puede matar. Entre el hablante y el varios, entre lo ilimitado y lo ilimitado, dos colisiones se repercuten la una sobre la otra.

Así se construyó el dilema del que nunca logró escapar el siglo veinte. O bien lo ilimitado encuentra su soporte en la for- ma-mercancía y entonces, de golpe, la política se convierte en un puro y simple portavoz del mercado hasta llegar a construir una lengua superabundante pero que nada dice de los procesos efectivos. O bien se rechaza que la política se someta al mercado y se pretende que ella misma haga de soporte de lo ilimitado. Pero entonces las palabras le faltan porque la lengua política es limitada. De repente, la política se convierte en lo fuera-de-la- política. Lo fuera-de-la-política adopta la figura del matar y eso, con bastante más necesidad que el rechazo del mercado, nace de un desprecio de los cuerpos. Las revoluciones del tipo ideal eligieron la segunda vía; al no disponer, como lengua política, sino de una lengua marcada por el sello de lo limitado, cuando apuntaban a realizar una política acorde a lo ilimitado, fracasa­ron una y otra vez en explicitar su política. Arrastrados por el movimiento que desde el principio cebaba ese fracaso, al final terminaron por hacer exactamente lo contrario de lo que habían anunciado; en concreto, terminaron por tomarla directamente con los cuerpos, justo en esa dimensión que se opone radical­mente a la política: la masacre.

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§ 19

Stiilin estableció como teorema que las revoluciones no cam­biaban la lengua. De ahí se derivó un lema oculto: la revolución, por estructura, no tiene lengua propia. Si damos un paso más, se podía concluir: la revolución, por estructura, está fuera-de-la- lengua. Ahora bien, lo fuera-de-la-lengua también es fuera-de- la-política y lo fuera-de-la-política se realiza como la acción de matar. En una primera lectura, Stalin se limitó a acreditar la lin­güística como ciencia galileana y políticamente neutra; en una segunda lectura, se discierne que más allá del muy académico debate al respecto, el asunto tenía mucho que ver con la revolu­ción y con sus consecuencias. Haya sido o no conciente de ello, Stalin abrió, a partir de su teorema, el espacio del terror mudo.

La revolución cultural china, también llamada Gran Revolu­ción Cultural Proletaria (GRCP), nació de una parecida constata­ción sobre esta carencia; la revolución carecía de lengua. Pero el método elegido para remediarlo se opuso directamente a Stalin. Si la revolución carecía de lengua, entonces había que cambiar la lengua. Había que empezar por destruir las lenguas existentes, todas, sin excepción, hasta que no quedase de ellas ni una traza. Libros y documentos debían pues desaparecer. Resultó un de­sastre. En un laberinto, los caminos pueden bifurcarse, pero lle­van al mismo punto; la GRCP adoptó un punto de vista opuesto al de Stalin con respecto a la lengua pero, tal y como hizo Stalin, abandonó también la política y la cambió por matar; como con­secuencia de este abandono, desdeñó abiertamente la supervi­vencia y formuló así, abiertamente, la consigna.

Algunos espíritus sensibles se preguntaron por qué la Revo­lución francesa había gozado de un prestigio suficiente como para generar un tipo ideal. Los paladines del idioma mercantil se ofuscaron con este prestigio; en vez de rechazar el término revolución, quisieron desligarlo de la Revolución francesa. Con­cientes de que el idioma mercantil había cristalizado de manera privilegiada en la lengua inglesa, hicieron valer que en esa len­gua, justamente, las revoluciones se hablaban sin suscitar por

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olio lo fuera-de-la-política. Por supuesto, y la razón es evidente: esas revoluciones supuestamente exitosas alojaron sencillamen­te lo ilimitado en la forma-mercancía; podían en consecuencia hacer fácil uso de las lenguas políticas antiguas. Nadie puede uegar los encantos de la Constitución de los Estados Unidos; nos llegan directamente de una reflexión sobre Polibio y de su elogio sobre la constitución mixta de los Romanos. Contraria­mente a lo que había imaginado Jefferson, esta inspiración an­tigua no recusa de entrada la modernidad del capitalismo; más bien al contrario, lo autoriza, con la condición de que la política no sepa nada de ello porque decide no saber nada de lo ilimi­tado. Una constitución resueltamente pre-galileana para una sociedad post-newtoniana.

Como de costumbre, Hannah Arendt nos proporciona un elemento revelador.

Al igual que muchos otros de los Judíos de saber, decidió alejarse de Europa continental y aceptar la victoria de la mer­cancía, tras concluir, después de reconciliarse con Heidegger, que no podía seguir esperando más nada de la lengua alemana y tras concluir que le resultaban irremediables las sumisiones en las que había caído, a su parecer, la lengua francesa en 1939. Esto implicaba aceptar la supremacía de la lengua inglesa y de las universidades americanas. Con su perspicacia acostumbra­da, Hannah Arendt comprendió que para entrar en aquellos santuarios había que hacer un sacrificio. No se le pedía renegar de todo; más bien al contrario, se le hizo ver que su valor mer­cantil dependía de su exotismo; pero resultó que ese exotismo se sostenía en las creencias europeas de las que ella era portado­ra. Se le pidió por tanto un sacrificio parcial.

Cada Judío de saber fue convocado al mismo altar pero, para cada uno, el sacrificio fue diferente. Les correspondió, a cada uno, encontrar el punto determinante sobre el cual debían ce­der. Hannah Arendt, por su parte, acertó. Determinó de manera exacta la naturaleza de su renuncia; cuando uno se forma en la escuela del idealismo alemán y quiere no obstante hablar de política en lengua inglesa, se ve obligado, necesariamente, a to~

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car el tema de la Revolución francesa. Y entonces hay que hacer algo más que condenarla, hay que someterla a humillación. Con la boca pequeña y sin pestañear, Hannah Arendt hizo alarde de reducir la influencia de un acontecimiento que había sido im­portante para Kant, para Fitche y para Hegel. En 1963 pronun­ció su sentencia: la Revolución francesa fracasó en comparación con la revolución americana; esta última tuvo éxito porque supo instaurar, gracias a la Constitución de 1787, un régimen político equilibrado y estable; el prestigio del que gozaba la Revolución francesa era debido a una ilusión ideológica. Alabar 1776 para rebajar 1789 fue la prenda entregada a los oficiales de la inmi­gración intelectual.

Es verdad que fue algo que ocurrió al precio de algunos des­cuidos y de algunos olvidos. En el elogio de la Constitución de 1787, se silencia la cuestión de la esclavitud, cuando hizo fal­ta, con un siglo de retraso, una guerra civil para tratarla. Ni una palabra tampoco de las guerras contra los indios, cuando se alargaron durante más de un siglo y no tenían otro propósi­to que la total domesticación o el exterminio de una población autóctona. Un historiador digno de ese nombre podría argu­mentar que el proceso comenzado en 1776 no se acaba antes de la batalla de Wounded Knee, en 1890, una masacre metralle­ta mediante; podría plantearse si esta larga secuencia no se ha visto acompañada de violencias a la luz de las cuales las muy afamadas violencias de la Revolución francesa verían palidecer lo que tuvieran de siniestro. Se podría igualmente anotar que, en el siglo veinte, el asesinato político ha formado parte del fun­cionamiento efectivo de las instituciones en los Estados Unidos. ¿Qué queda pues de aquel éxito ponderado por parte de la más lúcida entre las lúcidas?

Descuidos e historicismos aparte, la cuestión recalcada por Hannah Arendt merece considerarse: ¿de dónde viene el presti­gio de la revolución francesa? Acepto que la cuestión sea cándida pero, justamente, toda cuestión cándida es, por principio, legíti­ma. Acepto que provenga de una duda pero, justamente, siempre hay una razón para dudar, aunque sea por malas razones.

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Admitido lo anterior, no hay que recular ante el momento de concluir. La respuesta la tenemos ya. Tenemos todo a mano como para comprender las razones que le han dado su presti­gio a la Revolución francesa; son las mismas razones por las que ha sido, y todavía lo sigue siendo, un horror para algunos. De manera más resuelta y con más lealtad que ninguna de las revoluciones que la han tomado como modelo, fue ella la que puso de manifiesto el rasgo por el que se reconoce el tipo ideal de revolución: suscitar, a propósito de la política, las paradojas del límite y de lo sin-límite. Más resuelta y más lealmente que ninguna otra, fue ella la que situó esas paradojas en la lengua; la política debe hablar, aunque su lengua se remita a lo limitado y el proyecto revolucionario se remita a lo ilimitado. Más resuelta y más lealmente que ninguna otra, hizo surgir lo fuera-de-la- política y no en las afueras de la política, sino en el corazón más íntimo de la política; a falta de hablarse, hizo surgir la forma de lo que, justamente, no tiene nombre en ninguna lengua.

§20

La Revolución francesa -con el artículo determinado y la ini­cial en mayúscula-, estampó el sello del fuera-de-la-política en la revolución. Pero hizo algo más. Hizo posible el advenimien­to de un hablar política nuevo. Entre las revoluciones de tipo ideal, ninguna de ellas consiguió un efecto comparable. Los picos de oro que se reclaman de estas últimas se inscriben to­davía en el hablar surgido de la Revolución francesa. La forma de la discusión política nos llega, por sinuosos derroteros, de la Revolución francesa. Hay quienes piensan que la discusión política es aburrida y frívola pero, si son honestos, reconocen que le siguen rindiendo tributo. Dependen así de lo que recha­zan, como Flaubert de la tontería. Una nueva pregunta se plan­tea entonces: ¿cómo después de haber fracasado en hablar de ella misma, cómo tras haber producido lo fuera-de-la política, la Revolución francesa logró un hablar política? Puesto que todo

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lo moderno en hablar política se asienta sobre una transacción entre lo limitado y lo ilimitado, ¿cómo consiguió la Revolución francesa una transacción largamente buscada, tras haber re­chazado sucesivamente todas las posibilidades de transacción? Para pasar del fuera-de-la-política a la discusión política, es ne­cesario que haya dado con una solución. Hace falta, además, que esta solución haya estado a la altura de una discordancia que se mostraba abismal. No entenderemos nada de los propó­sitos que circulan a diario si no desenredamos esta madeja.

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I I I . A n a to m ía d e l a d isc u sió n p o l ític a

§21

Sería legítimo retomar en detalle los acontecimientos. Pero hay otros recursos. La palabra, en el sentido del Witz freudiano, lleva con frecuencia más lejos que el relato. Preguntado, en 1793, acerca de lo que había hecho, Sieyés respondió: "he vivido", y resumía así, en una frase, los testimonios de los memorialis­tas, pero hacía algo más también; situaba de manera precisa lo que quedaba de una política llevada hasta su escoria, cuando el Terror instaló lo fuera-de-la-política en el puesto de mando. Iguales en profundidad, pero más enigmáticas y sorprendentes por sus circunstancias, unas palabras de Napoleón coniguieron celebridad durante largo tiempo. Todavía se las cita, sin com­prenderlas del todo o bien deformándolas. Pueden servirnos de punto de apoyo.

Napoleón recibe a Goethe, en Erfurt, el 2 de octubre de 1808, al mediodía. Goethe narra la entrevista en sus notas persona­les, resumiendo o bien citando literalmente los propósitos de su interlocutor. Se abordan varios temas y entre ellos, el de la tragedia. Napoleón comenta, de manera severa, obras que tra­taban sobre el destino; pertenecían, en su opinión, a tiempos de tinieblas. De este sentir, que parece apuntar a la tragedia griega, solo tenemos un resumen. La conclusión nos llega, sin embargo, verbatim: "¿Qué nos importa hoy en día el destino? El destino, es la política". Was will man jetzt mit dem Schicksal? Die Politik ist das Schicksal, escribe Goethe; retomará la segunda frase, en esos mismos términos, en marzo de 1832, en una de las últimas

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entrevistas con Eckermann, atribuyéndola de nuevo a Napo­león. Inscribe así en la lengua alemana una fórmula matriz de la que, más tarde, hará uso Freud: Die Anatomie ist das Schicksal, una frase ampliamente conocida; bastante menos conocido es que Freud se oponga a Napoleón al sostener el paso de la era de la política a la era de la ciencia. La lengua alemana se vio así marcada, aunque tengamos que recordar que la conversación de 1808 se desarrolló en francés. Entramos así en el régimen de las traducciones y las retraducciones. También en el régimen de sus variantes, porque Napoleón se explayó al respecto en varias ocasiones y en distintas circunstancias. Así por ejemplo, en el transcurso del atardecer precedente a la batalla de Austerlitz cuando se entrevista con Junot y su Estado Mayor en pleno: "¡La política debe convertirse en el gran resorte de la tragedia moderna! Es la que debe sustituir, en nuestro teatro, a la antigua fatalidad". Es posible que en Erfurt hubiese hablado de fatalidad en vez de destino. Se nos escapan los términos originales, pero la palabra permanece.

Fue un término que llamó la atención desde que se puso a circular. Desde Hegel a Hans Blumenberg, abundan los comen­tarios. Aunque diferentes, la mayoría coinciden sobre un pun­to. Salvo excepciones, atribuyen a Napoleón un diagnóstico de mutación de la tragedia. No está prohibido enfocarlo de manera diferente. Por supuesto que Napoleón pensaba en el teatro pero si nos quedamos ahí, nos quedamos solo con la significación. Para tocar el sentido hay que darle la vuelta al punto de vista. Si el teatro es puesto en cuestión, lo es en segundo plano. El diag­nóstico primero es sobre la política, sobre aquello en lo que se ha convertido tras la Revolución francesa. Una Revolución que está presente aunque no esté nombrada. El día a día de Napo­león está determinado por esa referencia; Goethe así lo entien­de, como testimonia el propósito que él afirma haber sostenido, tras la batalla de Valmy: "En este día y en este lugar comienza una nueva era de la historia del mundo". Para cada uno de los interlocutores, el adverbio jetzt reenvía a una mutación que la Revolución francesa operó en la política. Ahora bien, el mismo

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que invoca la cesura del tiempo, había proclamado el 24 frima- rio del año VIII (15 diciembre 1799), en calidad de Primer cón­sul de la República: "La Revolución se ha terminado".

La política de la que Napoleón habla en relación con el des­tino está determinada por la Revolución, pero de variadas y controvertidas maneras cada vez: en tanto que la Revolución ha tenido lugar y en la medida en que ha terminado; en cuanto apuntaba a lo ilimitado y concluye con un retorno de lo finito. La política se sustituye por el destino debido a la Revolución, pero para que así sea es necesario que la secuencia se cierre. En su devenir, la Revolución encontró la muerte como figura de lo ilimitado; al clausurar un periodo, la proclamación de 1799 res­tableció el reino de lo finito, que autoriza la política. Decir que la política sustituye al destino y decir que la Revolución está terminada, son dos afirmaciones en una: es justo pues que un mismo hombre las profiera. A igual que Goethe o De las Casas, Napoleón no sabe hablar más que de sí mismo. Domina lo co­tidiano en la misma medida en la que cierra las puertas al ayer; La sustitución del destino por la política es, para él, una causa eficiente. Al igual que Cronos hizo nacer a Afrodita castrando a Urano, Napoleón se imaginó hacer nacer la política moderna guillotinando el curso de la Revolución

§22

A pesar de ello, la frase de Erfurt no se reduce al fantasma de un sujeto que comienza a tomarse por Napoleón. Y eso por no hablar de otro fantasma al que no deberíamos silenciar: el del interlocutor que reescribe el diálogo con el cuidado de tratar de verse confirmado por la gloria. Más allá de la dialéctica de los fantasmas en espejo, no debemos tener miedo de exagerar: en una frase Napoleón establece, a la vez, que la política moderna consiste, para salir de la Revolución, en hablar de política y que hablar de política después de la Revolución requiere un espacio discursivo particular que no deba nada a la Antigüedad. De he­

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cho dibuja este espacio; de un solo golpe y con adelanto, carac­teriza el idioma del hablar-política moderno que se denomina la discusión política.

Igual que habla, sin nombrarla, de la Revolución francesa, solo al poner en juego un adverbio de tiempo -hoy-, también habla, sin nombrarla, de la tragedia antigua mediante la referen­cia al destino. Según deja adivinar, la tragedia tenía en la ciudad ateniense una función mayor; bajo la forma del destino presen­taba públicamente la instancia que, para cada uno, domina los destinos de cada uno. En la sociedad moderna surgida de las Luces y de la Revolución francesa, esta misma instancia no sa­bría aparecer sino revestida como una figura laica y seculariza­da: la política. Entre la palabra y esta figura nueva, de una vez se transforma el vínculo; la tragedia ya no es suficiente pero sí lo es la política en tanto que habla de la política. Imposible no evo­car a Aristóteles. Este escribió sobre la tragedia -en la Poética- y sobre la política -en la Política-, Hasta la Revolución francesa, la Poética había sido considerada como inevitable para toda re­flexión sobre la tragedia; la Política era considerada como inevi­table en toda filosofía política. Inevitable no quiere decir que se siga en todo a Aristóteles, sino que uno se refiere siempre a él, aunque sea para refutarlo. Napoleón invierte, sin darse cuenta, la relación entre las dos obras de Aristóteles. Y, además, en dos tiempos. En el tiempo negativo, plantea la tesis de que no hay mucho más que esperar de la Poética para el teatro y tampoco mucho más de la Política para la política. En el tiempo afirma­tivo, plantea la tesis de que la Poética permite comprender algo que ya no es del teatro sino de la política; se anuncian de esta forma y al mismo tiempo a Bertolt Brecht y a Walter Benjamín. Puesto que la Poética, y no solo el teatro, explica la política, el teatro tiene que evitar a Aristóteles; el teatro de la sociedad mo­derna será necesariamente anti-aristotélico (Brecht). Puesto que la política reclama la función que antes aseguraba la tragedia y puesto que esta función, que no era estética en sus comienzos, no ha cesado de caminar hacia la estética, entonces resulta que el riesgo mayor de la política es que se torne estética (Benjamín).

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§23

El hilo de las implicaciones tiene una continuidad. Puesto que la política se esclarece con la Poética, la Política de Aristóte­les no conviene a los tiempos modernos; dado que Aristóteles hace reposar el análisis de la política en la triple repartición to­dos/algunos/uno y sobre las relaciones entre el todo y la parte, se ven rechazados de golpe todos los análisis fundados sobre esta tripartición y sobre estas relaciones; y por lo tanto también, y muy en particular, el Contrato social. A partir de Aristóteles y de Rousseau, Napoleón establece un diagnóstico. A menos que su propósito no constituya por sí mismo el síntoma de un cambio total ya cumplido. Que la política, hablando de la po­lítica y en analogía con la tragedia antigua, se haya convertido en un discurso sobre el destino, no lo han pensado todos los modernos de manera explícita aunque su imaginario se haya visto determinado por ello. La política, tal y como ocurría con la tragedia antigua, congrega a los seres hablantes en un público también llamado pueblo; como en la tragedia, la política es la representación que ese pueblo se da a sí mismo al respecto de sí mismo. Al igual que en una tragedia, una política es una obra, con un principio, un tiempo medio y uno final; y se escande en peripecias y desenlaces. Sucede a veces que su final dependa de un error inicial, que se le llama precisamente el error político; como en la hamartia de la tragedia, al error político se le hace responsable de la caída del culpable. Es conocida la cantinela: "Es peor que un crimen, es un error". Se trata de una frase pro­nunciada en 1804 en la ejecución del duque de Enghien; ¿era de Talleyrand o de otro menos célebre? Fue una frase que sacudió los espíritus y que después perdió, por uso abusivo, su agude­za. Examinada en su singularidad, anuncia Erfurt. Del crimen como resorte de la desgracia trágica y de la marca del destino, se pasa al error político, ahora ya secularizado como una pura y simple equivocación.

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§24

Los términos de Erfurt dependen de la Revolución. El asun­to no admite dudas, pero hay que ir un poco más lejos. No so­lamente depende de ella sino que la tiene como diana; la trata para reinscribirla en la política, tanto como trata la política para que tenga en cuenta el corte revolucionario. Pronunciada por los mismos labios que habían proclamado: "la Revolución se ha terminado", concluye así su proceso de clausura. Al dar de baja el destino, se prende a lo fuera-de-la-política. Porque, a fin de cuentas, si la política reemplaza al destino, entonces el Terror no es un crimen; todo lo más que se trata es de un error -podemos suponer que Napoleón y Goethe estaban de acuerdo a este res­pecto-. El Terror se convierte, después de todo, en un error de cálculo; ni hecho sublime, ni abominación. Entra en el lenguaje bajo la forma de un episodio no ya fatal sino político. Un error, uno más, según Napoleón, aunque se trate de un error laico que no tiene por qué ser expiado.

Aquí encontramos un desplazamiento mayor. Mientras que el matar se retroalimentase a sí mismo, la política no podía ha­cer nada. Era necesario que el matar fuera domesticado de algu­na manera. Es lo que hizo Napoleón: la condena a muerte que legó la Revolución francesa a la política posterior, la delimitó de dos maneras que nos llevan al más puro de los clasicismos. Por una parte, recurrió a lo judicial para dejar de tener que hacer pa­rodias de procesos; por otra parte, recurrió a la guerra, para evi­tar el menoscabo de los cadáveres que esta dejaba tras de sí. "A todo condenado a muerte se le cortará la cabeza"; establecía un artículo del código penal de 1791; se votó su anulación en 1795 aunque su aplicación se aplazara hasta la paz. Si este artículo fue retomado en el Código imperial de 1810 fue a consecuencia de una elección pensada. El artículo es anterior al Terror pero adopta otro sentido tras su fin. En el discurso del siglo diecinue­ve se convirtió en su diáfana huella, pero expresaba también la convicción de que si se tomaban las debidas precauciones, el Terror no volvería a reventar la política. Paralelamente, las cam-

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pañas militares de Napoleón habían producido más muertos que el Terror; pero únicamente el Terror trastoca la política tal y como la trastocan los diversos terrores que se han producido después. Tan costosas como puedan resultar en vidas humanas y en destrucciones, las guerras pueden horrorizar, pero no ha­cen dudar de la política. Más bien al contrario, la confortan en su relación intrínseca con la supervivencia.

Legislador y conquistador para unos, carcelero y devorador de hombres para otros, el elogio y el insulto designan la misma realidad. Napoleón autoriza un retorno de la política en el uni­verso post-revolucionario. Lo fuera-de-la-política no le minará más desde el interior, hasta el punto de corromper la lengua. La política puede, de nuevo, hablar de política, gracias a algunas sustituciones sistemáticas llevadas a cabo sobre la lengua de la Antigüedad. Se podrá aducir que, por parte de Napoleón, se trataba de propósitos de salón inmediatamente desmentidos por sus acciones. Nadie puede creer de manera seria que, en efecto, él hubiese pensado en devolver la palabra a la políti­ca. Nadie puede creer que haya hecho otra cosa que ahogar la palabra cuando ejercía el poder. Nadie puede creer que haya tenido, tal y como conviene a un verdadero político, inquietud por la supervivencia. De acuerdo, sea; pero el propósito perma­neció y el devenir de los acontecimientos demostró que era así de cierto, más allá de los designios personales de su autor. Ante Goethe, Napoleón hizo de espíritu penetrante y llegó a serlo aunque no fuese más que por un instante y por disimulo. Se ha hablado de política en Europa continental según las reglas definidas en Erfurt. Se ha hablado en ella de esta manera en los siglos diecinueve y veinte; se hablará así por tanto tiempo como la Revolución francesa, cual espectro del padre de Hamlet, apa­rezca en escena. Pero entonces, ¿cómo habla pues la política?

Flaubert da testimonio de ello. Mientras la Revolución per­manezca en el horizonte, ya sea como nostalgia o como proyec­to, ya sea como temor o como esperanza, la política comienza por creerse que se habla desde la tribuna. Aunque siempre llega el momento en que es necesario constatar que por momentos

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la tribuna ha enmudecido. El discurso de los oradores se resu­me en el círculo de labradores. El verdadero sitio en el que se habla de política es la discusión, venero de las ideas recibidas. Flaubert es un testigo digno de fe, porque en verdad, lo que tiene de grande el conjunto de la novela francesa, desde Balzac a Proust o a Bernanos, es que ha acompañado el declinar de los oradores y el ascenso poderoso de la discusión política. De esta última, Flaubert redactó una cartografía. Recopiló, en una labor de retazos, otros mapas, un plano de las sensibilidades, un ma­pamundi, un plano del alma mentirosa, pero las coordenadas decisivas siguieron siendo parecidas a ellas mismas; provenían de la discusión política, que fija las leyes del intercambio verbal. Nos queda desempolvar los manuscritos de este mar Muerto.

§25

La política habla; al hablar, organiza lo que quiere que se vea; de hecho, lo organiza como un mundo. Lo que permite que se vea en este mundo no son los hombres sino las acciones de los hombres. A partir de esas acciones, se perfilan no los hombres sino los personajes, es decir, semblantes de hombres. Se habla de la política de Bismarck o de Churchill, como se habla de una tragedia de Sófocles. O incluso una posibilidad más: se habla de la tragedia de Edipo. Personajes políticos, escena política, obra política, acto político, destino político, error político, cada una de estas expresiones usa un sustantivo teatral; la proximidad léxi­ca no es un artificio de estilo, es de una estricta analogía.

El placer que había en la tragedia se plasmaba en los aplau­sos de los espectadores; el interés que hay en la política se veri­fica, para aquellos que discuten, en la toma de posición. Elegir el campo, tomar partido, incluso decidir, todo ello reposa, en última instancia, en las pasiones; terror y piedad, decía Aristó­teles. Se hablaría hoy día más bien de indignación, de cólera, de entusiasmo, pero esto carece de importancia. Al igual que el antiguo espectador se identificaba con los personajes trágicos,

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sabiendo como sabía que se encontraba radicalmente separa­do de ellos, lo mismo le sucede al individuo político moderno, gobernante o gobernado, cuando se considera un actor político a partir de que se pone a discutir. Cuando comienza la intriga que se desarrolla ante sus ojos, y que a veces va a modificar su propia suerte, reordena sus pasiones. Las remite a un objeto que está tan alejado de él como estaba para el espectador ateniense el camino de Orestes o de Edipo. Este objeto alejado que en la tragedia llamaba destino la tradición crítica, tiene varios nom­bres en política: poder, estado, libertad, justicia o simplemente, gobierno.

§26

Tal y como nace de la Revolución, pero de una Revolución considerada como terminada y ya sobrepasada, el idioma polí­tico reposa sobre tres supuestos:

a. El objeto político está alejado; lo está para aquellos que no pertenecen al personal político. Y para aquellos que sí que pertenecen, este se les aleja cuanto más se le acercan. En todos los casos, genera una totalidad homogénea a él mismo que se llama la política (con artículo determinado); se trata de una obrao, si se quiere, de un conjunto de obras, de las que cada una tiene su autor (individual o colectivo); cada obra forma un todo que tiene por vocación la de recubrir ese otro todo que se llama el mundo. En breve, todo es político porque la política es una figura del Todo.

b. Ese punto alejado, como el punto de fuga de un cuadro, permite ver el mundo. Si tuviera límites, los límites del todo po­lítico funcionarían como el marco de un cuadro, esto es, como los marcos de una ventana, es decir, como los marcos de una escena. Pero puesto que el todo político es objetivamente ili­mitado, sus límites son de una circunstancial convención. Las

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elecciones venideras, la anécdota reciente de este o aquel po­tentado, en suma, también las noticias del día, tal y como los periódicos nos las ofrecen.

Los antiguos estoicos se ejercitaban en describir los cuadros de los pintores. Los modernos se ejercitan en describir el mun­do. Con este propósito han desarrollado, por usar una expre­sión a medio camino entre Merleau-Ponty y Foucault, lo que podemos llamar una prosa del mundo. Desde la Revolución francesa, la política proporciona a esta prosa su sintaxis, su léxi­co e, incluso, su retórica. La visión política del mundo se enun­cia instantáneamente como prosa política del mundo; la prosa política del mundo se habla en términos de la discusión política de cada día; en este marco, es ella la que suscita instantánea­mente lo imaginario de la visión política del mundo. Lo que se ve se propone como un mundo; lo que se propone como un mundo se da a ver; lo que se da a ver se deja también decir. Así de grande es la potencia de la política y sobre todo la del objeto alejado del que la política es su plana proyección.

c. Por muy alejado que esté su objeto, la política puede acer­carse a cada uno gracias a la mimética, la versión moderna de la mimesis. Según Aristóteles, el espectador llora y tiembla ante la suerte de Edipo porque comparte esa suerte sabiendo que no es la suya. Siente simultáneamente un extrañamiento abso­luto (por eso el terror) y una familiaridad absoluta (por eso la piedad). El autor trágico y el actor imitan las acciones de los hombres; el espectador se reconoce en esa imitación; lo que es equivale a decir que se imita a sí mismo mediante el teatro. De la misma manera, el individuo moderno sabe que no interviene directamente en la política si no es en la dimensión del sem­blante. Cuando no está en disposición de gobernar, le es necesa­rio hablar como si decidiera acerca de todo y de cada detalle. En caso contrario, se instalaría el silencio que indicaría que la po­lítica y el hablar son disjuntos entre sí. Que la política no es ya un asunto de los seres hablantes. Para prevenir el riesgo del si­lencio, comienza la discusión política. Un discurso presidencial,

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una reunión de militantes, un charla alrededor de una copa, son conductas diferentes pero tienen que ver con el mismo dispo­sitivo. Si la política ha consistido siempre en hablar de política, ese hablar reposa, para nosotros europeos continentales y mo­dernos, sobre la mimética, en la medida exacta en que se lleve a cabo bajo la forma de la discusión.

§27

Alejamiento, visibilidad, mimética, son tres caracteres inter- relacionados. El alejamiento de lo político permite concebir la política como un todo; este alejamiento es colmado imaginaria­mente por la mimética; la mimética puede tener lugar por la ho­mogeneidad del todo con respecto a sí mismo: intercambiando sus lugares, no hay fractura que rompa el vaivén entre el que decide y el que no decide. Por eso el papel decisivo lo juega la mimética. Tocamos con ella el fundamento de la relación que se estableció entre palabra y política cuando nació la discusión po­lítica. Los términos de Napoleón llegan aquí a su consumación. Si la política sustituye al destino, entonces la discusión política sustituye a la tragedia. La discusión conserva, con respecto a la tragedia, algunos caracteres exteriores: la multiplicidad de las palabras y sus oposiciones frontales. Pero no está en eso lo esencial. Se trata de un dato en bruto y antaño fundamental: en la discusión, como en la tragedia, el motor del conjunto tiene que ver con la mimética.

No contenta con llevar a cabo una verdadera catarsis en los que a ella se consagran, no contenta con despertar en ellos las más vivas pasiones -cólera, envidia, conmiseración, etc.-, no contenta con causarlos para mejor diluirlos y depurarlos, la dis­cusión revela la verdad del idioma: ser un individuo político es hablar de política; no contenta con suscitarles para fluidificarlos al tiempo que los depura, la discusión proviene de la verdad del idioma: ser un individuo político es hablar de política: hablar de política es discutir de política; ahora bien, no se puede hablar

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y discutir más que poniéndose en el lugar del actor político, sa­biendo que uno no lo es. El proceso es evidente para los gober­nados, pero el secreto de los gobernantes es que no tienen más asidero efectivo sobre los acontecimientos que el que tenían los actores de la escena trágica, ya fuesen héroes, dioses o reyes. Ellos saben que también miman. O deberían saberlo.

§28

La mimesis de Aristóteles es una relación arremolinada; la tragedia imita las acciones de los hombres, pero los espectado­res imitan en su fuero interno las acciones de los personajes; sienten las pasiones que inducen esa imitación. La moderna mi- mética política también es una relación vertiginosa. El denomi­nado personal político dice representar a los ciudadanos (por la vía electiva, por vía carismática o bien de cualquier otra mane­ra); al representarlos, se arroga el derecho de pensar y de hablar por ellos. Los ciudadanos, por su parte, emiten opiniones sobre sus dirigentes pero sus pronunciamientos se agotan a menudo en la pura y simple mascarada conversacional: hablar como si uno estuviera en el lugar del dirigente. A esta mimética recipro­cidad se la llama frecuentemente democracia; más exactamen­te, el término democracia se circunscribe, según muchas plumas autorizadas, a resumir la creencia mimética y el susurro de las palabras que de ellas toman su autoridad. Mimética de la repre­sentación parlamentaria; mimética de los gestos militantes; mi­mética en espejo de gobernantes y gobernados. Cualquiera pue­de gobernar: tal sería para algunos la esencia de la democracia; ese sería, de paso, el escándalo que no soportarían los enemigos de la democracia. No hay necesidad de ser un gran experto en la materia para comprender de qué se trata; bajo el "cualquiera puede gobernar", el más ligero raspado haría aparecer la des­encantada sosería del "cualquiera puede hacer semblante de gobernar". Por supuesto; en eso consiste la discusión política una vez que se ha coloreado con la resignación. Mientras nos

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quedemos ahí, el escándalo anunciado abiertamente no podría conmover más que a sillones vacíos.

En muchos regímenes políticos modernos, la mimética hace soportable la tensión que supone la división entre gobernantes y gobernados. Como en la tragedia antigua, la mimesis hace so­portable la fractura entre los héroes trágicos y el público que se sabe excluido de esos lugares. El idioma político se lleva a cabo mediante un intercambio imaginario de lugares; este intercam­bio se lleva a cabo en forma de discusión. La prensa juega en ello un papel mayor, pero no tiene por eso el monopolio. Todo lo que se refiere a la comunicación contribuye a hacer posible el intercambio. Este intercambio debería llamarse el sin-lugar, lo que en griego se dice, a la letra, utopia. En una configuración en la que los lugares estuviesen fijados para siempre, no sabría entablarse la discusión política; en una configuración en la que la relación mayor con la política es justamente la discusión, los lugares deben poder intercambiarse -aunque sea imaginaria­mente- y por un tiempo breve -e l tiempo de la discusión-. En sentido propio, la utopía es la discusión misma. Los realistas o los supuestamente realistas no se escapan de ello, por supuesto. Porque ser realista es saber hablar como alguien que decide me­jor que lo hacen otros, cuando justamente uno no decide nada; ser realista es saber adivinar, mejor que otros, lo que siente al­guien que no decide, mientras que él se piensa del lado de los que deciden. Lo que viene a continuación es sencillo: del más realista al más utópico, ida y vuelta. Entre los serviciales laca­yos de la realidad política, a la vuelta de una frase, siempre se desconfía de la ilusión cómica del mimo que se pavonea ante su espejo y que se reviste allí, como un niño, con los hábitos anti­guos del profeta; entre los más fieles e inmaculados caballeros del ideal siempre se revela la pretensión inversa, pero tan infan­til y lúdica como la anterior: ¿y si por casualidad se convirtie­ran en poderosos y pudieran gobernar el curso de las cosas en lugar de lamentarse? Que el porvenir les proteja de conseguirlo. Perderían entonces su rutilante armadura y su montura de alta escuela.

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IV . S a l ir d e l a d isc u sió n po l ític a

§29

La mimética organiza nuestro idioma político. El que no de­cide habla como si la política le impusiera sus palabras; recom­pone así el todo de la obra política, incluso cuando el curso del mundo condujera a la desesperación. El que menos cuenta se comporta, cuando habla de política, como si fuera el amo de algo. Un paso más, y en una discusión, el sujeto se persuade de que podría, solo o en compañía, conducirse como si fuera dueño de un mundo. Basta para ello con ceñirse un poco más al teatro. Organizaciones y partidos, programas e intrigas ase­guran el estrechamiento necesario. Poder comportarse como dueño de un mundo, aleccionar, establecer consignas, son pro­mesas de seductor. Lo que confiere su poder de seducción al compromiso político es precisamente la promesa seductora. Por muy decepcionante que se muestre en la experiencia, es ella la que confiere su poder de seducción al compromiso político. Su discurso es propiamente diabólico y corrompe el pensamiento justo en lo que este tiene de más preciado. A menudo, la revolu­ción ha logrado ocultar el rostro del seductor pero no es la única que lo ha logrado. Sostengo, en lo que a mí se refiere, que la universalización de la fórmula hace que se oiga, en el extraño y bello jardín kantiano, el silbido de la serpiente. Guy Debord de­nunció la sociedad del espectáculo; creía ver en ella un reciente desarrollo de las nuevas formas del capitalismo. No captó que la dimensión del espectáculo nace desde el momento en el que la política se sostiene en la imitación. La imitación del que de­cide por parte del que no decide -y eso para gran divertimento

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del que decide-. A lo cual se añade, cada vez más, la imitación del que no decide por parte del que decide y al que se le escucha proclamar: "obedezco a las más altas obligaciones", para gran perjuicio, eso sí, de aquel que realmente nada decide.

§30

La discusión política reina. Con el paso del tiempo se siente sin embargo su fatiga. Supondría de buen grado que han con­tribuido a ello las efervescencias del siglo veinte. No faltan los estigmas de su decadencia.

La mimética debiera haber cubierto la distancia entre los que deciden y los que no deciden; se la ve cada vez más atrapada por la comunicación, que la empapa con la forma de la mercan­cía: el vendedor se pone en el lugar del comprador para adivi­nar sus pasiones; el comprador se pone en el lugar del vende­dor para interiorizar los mecanismos que comandan tanto en el eslogan como en el spot publicitario.

Por analogía con la tragedia antigua, la política era una obra. Pero la tragedia se presentaba como una de las figuras de lo serio; "majestuosa tristeza" escribía Racine, transponiendo con genio las dos pasiones aristotélicas: la piedad en tristeza y el terror en majestuosidad. Hubiera querido recordar a Aristóte­les pero, sin darse cuenta, describió la política tal y como se la percibía en Europa después de 1815. Tal y como comenzaron a escribirla de hecho Chateaubriand y Balzac. En la actualidad, prosigue la analogía de la política con la obra, pero está marca­da por lo que le llega del lado de las obras: por el triunfo de la estética y de lo lúdico.

Ya sea en boca de aquellos que la practican o en los escritos de los plumillas, la política se vuelve estética. Walter Benjamín creyó ver en ello un rasgo distintivo de los fascismos. Se equivo­caba; todas las formas de la política como obra se ven ya captu­radas por este dispositivo. Afición por las posturas deslucidas y sumisas entre los medio capacitados, afición por las posturas

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sublimes e indignadas entre los más capacitados, o a la inversa, poco importa; se trata siempre de posturas. La diferencia solo es estética. La infracción es parecida en todos aquellos que se imaginan que, simplemente por hablar, hacen como que imitan que deciden.

§31

Aunque solo sea para hacernos a la idea, estaría bien que pudiésemos zafarnos de todo esto. Hay que cambiar de sistema de coordenadas. Lo que es lo mismo que decir que hay que salir del sistema generado por el desdoblamiento de la Revolución francesa, entre el acontecimiento que tuvo lugar y el aconteci­miento que cesó de tener lugar. Porque no sirve de nada re­montarse a un mundo clausurado; eso sería evitar la dificultad principal. Si la política se habla, debe hablar en el horizonte de lo ilimitado. Cobran importancia entonces, si es que hablaron de política, los que se preguntaron por lo ilimitado por fuera de toda posible referencia a la Revolución francesa. Evocamos así a los filósofos-matemáticos de la época clásica. Por supuesto que hablaron de política.

Un texto mayor de Descartes permite comprender hasta qué punto nada es evidente. Se trata de una carta a la princesa Isa­bel de Bohemia, fechada en septiembre de 1646. En ella Des­cartes da cuenta de su lectura del Príncipe de Maquiavelo. Esta carta fue comentada, hace más de cuarenta años, por François Regnault, en los Cahiers pour l 'Analyse (n° 6, "La pensée du Prin­ce", enero-febrero 1967). La fecha y el contenido de este comen­tario importan porque iba a producirse, en los años siguientes, un retorno masivo de la política, es decir, de la discusión po­lítica, a la sombra del retorno —real o imaginario, no lo voy a discutir aquí porque lo he hecho en otro lado- de la revolución. Precisamente porque yo mismo formaba parte de ese retorno, descubrí en Descartes y en ese comentario, objeciones temibles. Cuando, a continuación, comencé a someter la noción misma

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de política a un examen crítico, no me alié sin embargo con Des­cartes. De hecho, no he dejado nunca de vacilar acerca de aque­lla carta de 1646 y de su comentario de 1967. Esclarecido por la experiencia y por la reflexión, estoy en la actualidad en mejores condiciones de detener mis vacilaciones.

§32

¿Qué decía Descartes? Un único párrafo bastará: "Por lo demás, no comparto la opinión de este Autor [Maquiavelo] en lo que dice en su Prefacio: Que al igual que hay que estar en el llano para mejor ver la figura de las montañas cuando hay que dibujarlas, lo mismo debe ser uno de condición privada para conocer bien el oficio de un Príncipe. Porque el dibujo no representa más que las cosas que se ven desde lo lejos; pero los principales motivos de las acciones de los Príncipes son con frecuencia circunstancias tan particulares que, si no se es Príncipe o bien no se ha participado largo tiempo de sus secretos, uno no los podría ni imaginar".

Descartes dice algo que es muy simple: el príncipe actúa por lo que ve; ahora bien, ocupa una posición que nadie más ocupa; ve pues cosas que no ven los demás; en este sentido, es vano querer ponerse en su lugar y aquellos que no están en la po­sición del príncipe deben limitar sus propósitos a lo que ellos pueden ver. Puesto que lo que ellos ven no es lo que ve el prín­cipe, sus propósitos se debilitan de inmediato. Descartes habla de príncipes porque se dirige a una princesa, porque acaba de leer a Maquiavelo y porque vive en un mundo en el que la mo­narquía domina; dicho lo cual, sabía que las formas de gobierno son múltiples. Lo sabía bien porque vivía en una de las escasas repúblicas que había entonces en Europa. Admitamos pues que cuando habla del príncipe, se refiera al lugar de los que deci­den, ya se trate de uno o de varios.

La política no puede entonces ser más que una cosa: decidir, o bien, cuando no se decide, estar del lado del que o de la que o de los que deciden. Para decirlo rápidamente, el objeto de la

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política tiene un único y verdadero nombre: la decisión. Para los que están en posición de decidir, este objeto está tremenda­mente próximo -en sentido estricto, está al alcance de su mano y ante sus ojos-; para los que no están en posición de decidir, este objeto está tremendamente alejado, pero entonces ese ale­jamiento los deja fuera de la política. Descartes plantea como doctrina que es irreductible la distancia que separa a los que deciden de los que no deciden; y que esta no sabría ser cubier­ta sino por el sueño, la locura o la ficción. De donde se sigue que no se pueden intercambiar las posiciones; el que decide no puede ubicarse en el lugar de aquel o de aquellos que no deci­den, porque eso sería hacer semblante de no ver lo que el ve; el que no decide no sabría ponerse en el lugar del que decide; eso sería hacer semblante de ver lo que no ve. De donde se sigue que es vano hablar de política; lo único importante es decidir o tomar parte en la decisión, porque el objeto de la política es la decisión. Lo demás es silencio. Escuchemos no obstante la ad­monición implícita: "los principales motivos de las acciones de los Príncipes son con frecuencia circunstancias tan particulares que, si no se es Príncipe o bien no se ha participado largo tiem­po de sus secretos, uno no los podría ni imaginar".

§ 3 3

Un discípulo de Cari Schmitt podría triunfar con esto. ¿Acaso la extrema particularidad a la que apela Descartes no anuncia la excepción de Schmitt? Aun así, la noción de excepción no le es suficiente a Descartes. La tomaría por una racionalización de la casualidad. De su doctrina se deduce una única interpretación: cuando el príncipe decide, se instala en el dominio de la imagi­nación y no en el dominio del razonamiento, y lo que es más, se instala en el dominio de la imaginación imposible de compartir. Vayamos aún más lejos; este se instala en el dominio de lo oscu­ro y de lo confuso en el que es imposible pasar de lo particular a lo general. En un dominio en el que también es imposible dis­

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tinguir en términos de razón entre lo menos probable y lo más probable -Descartes recusa de entrada la pertinencia de todo cálculo de probabilidades en materia de decisión-. Se autoriza a edificar un sistema del mundo encadenando conjeturas, con­jeturas racionales que cualquier entendimiento puede seguir; por el contrario, se desautoriza a conjeturar sobre el príncipe porque esas conjeturas escaparían al entendimiento. Anotemos como de pasada que diez años después de El Cid y dos años después de La Muerte de Pompeya y de Rodogune, Descartes per­fila el lugar de Corneille: el de alguien que imagina lo imposible de imaginar, que no es otra cosa que la decisión del príncipe. Tiene derecho a ello, porque desde un principio se inscribe en el campo de la ficción. De ahí surge una consecuencia implí­cita: por representar a príncipes, Corneille se desvía, desde el comienzo, de la imitación.

Ningún particular sabría imitar a un príncipe; el genio poé­tico puede ciertamente romper la barrera imposible que pone límite a la imaginación; Descartes sería el último en negarlo, precisamente él, que en sus sueños consultaba un Corpus poe­tarían. Pero para superar lo imposible de imaginar, el poeta no toma justamente el camino de la imitación. Estamos pues en el teatro pero sin la mimesis. Inútil e incierta en política, la mimé- tica no lo es menos en materia de tragedia. En conclusión: Cor­neille es radicalmente un anti-aristotélico; en ello consiste su enigma, que embelesaba a Racine antes de exasperar a Voltaire. Como de pasada, se deduce que tras meditar sobre Aristóteles y elegir permanecerle fiel, Racine prefiriera imitar lo imitable; nos mostrará a los príncipes tal y como son a los ojos de un sujeto: por motivos inconfesables, no son ellos los que deciden o bien deciden ciegamente.

§34

Para Descartes y para aquellos que todavía hoy le siguen, la política consiste, en el mundo de los seres hablantes, en decidir

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sobre lo oscuro y lo confuso. En lo tocante al político que deci­de, en cuanto al príncipe, se trata de alguien que ve claramente y con distinción que tiene que decidir; si él ve por qué decide en un sentido o en otro, nadie más que él mismo lo sabe y nadie más, por sabio e instruido que sea, puede imaginarlo. Descar­tes tampoco excluye que el que decide ignore absolutamente por qué decide esto o lo otro; esas circunstancias "tan particula­res" pueden serlo hasta el punto en el que den cuenta de lo que uno no sabría decirse ni siquiera a sí mismo. La excepción de Schmitt prosigue en el campo de la regla gramatical; supone regularidades y normas; y tanto las supone de manera expresa que de hecho pretende despegarse de ellas. En breve, supone un lenguaje; en la decisión cartesiana, por el contrario, el len­guaje se suspende y, con él, toda especie de norma.

Maquiavelo adoptó la posición exactamente contraria. Al hacerlo, se anticipó; instituyó sobre la marcha el intercambio de lugares que funda la miniética recíproca de la política moderna: el príncipe ve mejor que la persona privada los asuntos de las personas privadas; la persona privada ve mejor que el prínci­pe los asuntos de los príncipes. Porque, conviene señalarlo ya, Descartes se guarda de citar completamente a su autor; no re­tiene más que una única proposición, allí donde Maquiavelo enunciaba dos proposiciones, formuladas además en exacta si­metría: "Lo mismo que aquellos que quieren dibujar un paisaje bajan a la llanura para obtener la estructura y el aspecto de las montañas y lugares elevados y suben, al contrario, a las alturas cuando tienen que pintar las llanuras-, por lo mismo, hay que ser príncipe para conocer bien la naturaleza de los pueblos; y para co­nocer bien a los príncipes, hay que ser pueblo, (trad. francesa de Périés; en cursiva los pasajes omitidos por Descartes). ¿Des­cartes desenvuelto? Para nada. Descartes suprime la simetría porque rechaza el modelo que la hace posible; lo rechaza antes incluso de que se haya constituido explícitamente, porque es capaz de ver su seriedad. En 1641 evocaba, en la primera de sus Meditaciones, a los insensatos que "aseguran tenazmente que son reyes cuando son muy pobres"; así, uno cualquiera que

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hable de política no deja de ser un insensato porque se imagina conocer a los príncipes; Maquiavelo, el sabio, es un loco. Tan loco sería, en verdad, el príncipe que, partidario de la escuela de Maquiavelo, creyera que puede conocer a su pueblo. Y que los conocerá mejor cuanto más alto se eleve. "Hay que ser príncipe para conocer bien la naturaleza de los pueblos", "para conocer bien a los príncipes hay que ser pueblo", he ahí, para Descartes, dos fórmulas de despropósito.

Más tarde, Pascal comentará a Platón y a Aristóteles: "Si ellos escriben de política, lo hicieron como para organizar un hospital de locos. Y si ellos han hecho semblante de hablar de ello como de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes hablaban creían ser reyes y emperadores. Aceptan a sus príncipes para moderar su locura con el menor daño posible", (fr. 457, Séller = fr. 1306, Kaplan). Más allá de las apariencias, Descartes plantea una duda radical. Prescinde de la excusa de hacer semblante. Maquiavelo importaba, justamente, porque no hacía semblante. Si había locura, la había en él. Se admitirá que El Príncipe de Maquiavelo inaugura el espacio moderno en el que la política consiste en hablar política. Por anticipado, la discusión política recibe en herencia lo que más tarde se reve­lará como su suelo natal. De hecho, la dedicatoria a Lorenzo el Magnífico (lo que Descartes llama Prefacio) pone en marcha el engranaje de la mimética. En revancha, al rehusar lo que para él constituye el paso decisivo del método de Maquiavelo, Des­cartes anula una de las mayores variedades del hablar política. Para él, el hecho mismo de hablar de política remite al delirio. Y eso, por muy sabios y ponderados que sean los propósitos. Todo lo más que puede admitir es que aquel que está llamado por la fortuna a gobernar tenga, ocasionalmente, la necesidad de esa manera de hablar; como es mejor que haya gobierno que no lo haya, no comenta directamente la máxima: "para conocer la naturaleza de los pueblos es necesario ser príncipe". Prefiere suprimirla, dejando al lector atento el cuidado de concluir. Des­troza la sabia simetría de Maquiavelo. El que recuerde las Medi­taciones comprenderá la razón: cada una de las dos alas del bello

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palacio florentino abriga una semejante locura, forma límite de la mimética todavía por advenir.

§35

Los modernos no pueden sino poner objeciones a Descartes. Puedo dar testimonio de ello. Descartes pertenece a un mundo ya pasado, le dije a François Regnault; en el universo moderno, salido de la Revolución francesa y del capitalismo, han cambia­do las reparticiones. El idioma político europeo supone:

- que aquel que no decide puede ver más y mejor que el que decide: "el ojo de las masas ve justo", decía Mao Tse-Tung, aun­que no hiciera sino retomar una tradición de la que 1789 ya dio el más famoso de los ejemplos;

- que de todas formas los lugares son intercambiables de he­cho (gracias por ejemplo a las revoluciones), pero es que ade­más todo reposa, en derecho, sobre la intercambiabilidad: la democracia moderna es la posibilidad, para cada uno y aunque de hecho no decida, de ubicarse en la posición de alguien que decide. No solo porque se lo imagine sino por razonamiento y convicción;

- qvie desde Descartes, una nueva idea apareció en la his­toria: la Revolución. La Revolución no es solo ponerse imagi­nariamente en el lugar del que decide, es tomar por la fuerza el lugar del que decide. Descartes no ignoraba esta posibilidad -tenía la revolución inglesa justo a su lado-, pero no la exami­na. ¿Por qué? Porque ve ahí un principio de caos y el caos, para él, es como una nada. Pero nosotros los modernos vemos en la revolución el principio de un orden posible. Un nuevo orden, sin duda, un orden siempre por conseguir, tal vez un orden ca­lamitoso si uno es contrarrevolucionario, pero un orden a fin de cuentas.

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Estas eran mis objeciones. Descansan, en última instancia, en la cuestión del intercambio de lugares. Y eso es así porque el idioma político admite, sin discusión posible, un axioma: no se puede juzgar acerca de una decisión sino ubicándose, aunque no fuese mas que por un instante, en un lugar en el que uno no está. Aquel que no decide debe hablar como alguien que decide. La mimética es eso. La referencia a la revolución se ha convertido en simple soporte de una manera de hablar; no reenvía a ningún proceso real. Tal y como lo vislumbró Lévi-Strauss, al argumen­tar contra Sartre en El Pensamiento salvaje, la Revolución francesa despliega un mito, el mito fundador de la mimética. Mediante las oportunas adaptaciones, podríamos decir lo mismo de todas las revoluciones de tipo ideal. En la política tal y como se habla, los cuentos de hadas y los mitos superabundan; no es nada sor­prendente porque estos nos relatan, en lo esencial, historias de los cambios de posición. La pastora se vuelve princesa, el prínci­pe se vuelve sapo, la hilandera que se vuelve araña, el opresor se vuelve oprimido, el oprimido que se vuelve opresor. De Ovidio a Perrault, el idioma político europeo se reencuentra así con sus clásicos despreciados. Nadie duda de que Piel de Asno cause un extremo placer, pero tarde o temprano hay que salir de la infan­cia y empezar a hablar por uno mismo. Con la mimética pasa igual: tarde o temprano de ella hay que salir.

§36

El desvío por Descartes no significa que haya que ser carte­siano en política. Está por ver que se lo pueda ser: en política, callarse es un derecho. Y no es una obligación. Está permitido hablar de política sin tener que ir por eso hasta la locura o la mentira. Con una única condición: que se sepa desde dónde se habla. El desvío por Descartes tiene de eficaz que resta toda evi­dencia al modelo mimético. Una vez sustraída la evidencia al modelo mimético, cesa uno de encandilarse; caen las vendas de los ojos y algo se constata: el modelo mimético de la política no

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ha parado de fracturase desde el instante en el que se instituyó.Si queremos salir del impasse hay que volver a lo fundamen­

tal. ¿Es posible, cuando uno no es el que decide, hablar de po­lítica sin mimar el cambio de lugar? ¿No se puede elegir más que entre Descartes o la impostura? Descartes: el que no decide, se calla; impostura: el que habla de política y no decide, debe hacer semblante de que está en posición de decidir; el que habla de política y decide, debe hacer semblante de obedecer a una más alta autoridad: voluntad del pueblo, interés general, honor nacional, principio de prevención, etc.

Que los que deciden hablen como quieran; no me concier­nen, porque no soy uno de ellos y porque, precisamente, me prohíbo hacer como si fuese o pudiera ser un día uno de ellos. A no ser que sea por jugar o por divertirme; este juego y este divertimento no perjudican a nadie, en tanto sé lo que hago. El placer que me procuran es totalmente intelectual; en sentido estricto, es un placer inocente.

Pero para que lo inocuo perdure, también hay que saber abandonar lo lúdico. Tengo que resolver una cuestión que no es lúdica: la cuestión de los que no deciden. Estos, de los que yo mismo formo parte, ¿qué hay de ellos? Bien necesario sería hablar de política como alguien que no decide y sin hacer sem­blante de decidir. ¿Por qué? Porque incumbe al ser hablante que no está en posición de decidir y porque incumbe a su fuerza. Porque el que sabe que no está en posición de decidir cuando efectivamente no lo está, es el único que está en condiciones de construir tácticas y estrategias eficaces, precisamente cuando no consiente a lo que está ya decidido. Únicamente él lo puede, porque solo él tiene el conocimiento de su posición y no hace el semblante de intercambiarla por otra. Entre enfrentamiento directo y guerra de desgaste, entre astucia y denuncia abierta, entre determinaciones estratégicas y determinaciones tácticas, será él el que elija con conocimiento de causa. Por supuesto que puede que se equivoque pero el error no será, en fin, inevitable. Sí que lo es, en cambio, desde que se hace como si se confundie­ran las posiciones.

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§37

Para no confundir las posiciones hay que comenzar por no hacer de la política un todo. Porque si ella es un todo entonces, en ese todo, los caminos conducen a callejones sin salida donde los lugares se intercambian. Queda por tanto así una posibili­dad para el que no decide y comprende que le hace falta hacerse entender en cuanto no decide: fragmentar. Inundar la política con lo elemental del fragmento. Fragmento a fragmento y sin mimética, el que no decide puede eventualmente imponer su fuerza al que decide. Habrá impuesto su fuerza en un punto dado, sin por eso imaginarse que decide.

Golpe a golpe; circunstancia a circunstancia se determina el enemigo principal. A este enemigo concreto, será un detalle el que lo determine como enemigo y no lo será en cualquier otra circunstancia. Pero para que esto tenga un sentido, es necesario que el que no decide quiera algo preciso. Lo que queremos es todo, decían algunos en Mayo del 68. Hoy día lo diré a la inver­sa: lo que queremos no es justamente todo sino algo, algo que podemos designar y que ni es todo ni es nada. Queremos eso y lo queremos aquí y ahora. El eso del que se trate, será esbozado circunstancialmente por los sujetos, teniendo cuidado en no ilu­sionarse con la obra. Si hiciera falta, no se privarán de inspirarse en el prestidigitador, que atrae la mirada sobre el sitio en el que nada importante se juega a fin de lograr éxito con el truco que ha concebido. De esta forma, el que no decide habrá volcado la mesa en la que se jugaba la partida mimética. Le corresponde, a su vez, instrumentalizar a aquel o a aquellos que deciden. Eso se puede conseguir de manera ocasional, con la condición ex­presa de estar siempre dispuesto a cambiar de juego.

La experiencia puede ser instructiva a condición de que se la interprete bien. A fuerza de hablar como si uno se ubicase, aunque sea el tiempo de una réplica, en la postura de alguien que decide, puede entonces acabar por no querer nada más que ese momento de carnaval. Lo que sigue a la política como un todo y como un ficticio cambio de lugares es la extinción del

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querer. La mimética acaba en anorexia; devorado por hacer tan­to el semblante, el sujeto quiere cada vez menos, más tarde ya no quiere nada; y después lo que quiere es la nada. La política del fragmento es querer algo cada vez más preciso y, por los medios que en cada caso se han de precisar, arrancar ese algo a los que deciden. El que no decide, en tanto que no decide, debe imponer su querer; en la medida en que no decide, debe querer y poder. No ya el micropoder sino el fragmento y el querer.

§38

Se rompe, al renunciar a la mimética, lo que podemos llamar el encantamiento de Erfurt, que resultaba poderoso porque no había sido reconocido como tal. Podemos entonces volver a la Revolución francesa, liberándola del mito que denuncia­ba Lévi-Strauss y que alimentó esa doble tradición que va del elogio al insulto. Porque Taine o Furet no son más objetivos que Michelet; Joseph de Maistre no fantasea menos que Víctor Hugo; Hanna Arendt no acierta más que Sartre. A qué viene pues seguir engañándonos; unos y otros, sin saberlo, depen­den de Napoleón, el primer rapsoda y el primer hechicero del mito.

La visión política del mundo y su desnuda sombra, que es la discusión política, han conseguido nublar los espíritus. Desde el momento en el que los sujetos se imaginan hablar de política con el mayor de los compromisos, se alejan de lo que la política tiene de real: el cuidado de los cuerpos hablantes y el cuidado de la supervivencia de los cuerpos en tanto que los cuerpos ha­blan. Una vez ubicada la política como saber-vivir, podemos ir hasta 1793, hasta las purgas estalinistas, hasta la revolución cul­tural china para emitir juicios diferenciados e intrépidos. Nin­gún episodio se parece a otro, ninguno de ellos esclarece a otro, ninguno justifica o condena al otro y, no obstante, se inscriben en la misma colisión entre el ser varios y el ser hablante, entre lo limitado y lo ilimitado. Ello no nos autoriza a confundirlos,

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ya sea para elogiarlos, ya sea para censurarlos; más bien al con­trario, podemos entonces empezar a comprender qué es lo que los distingue. No hay entonces necesidad de tener en cuenta las pusilánimes simetrías de los revolucionarios y de los contrarre­volucionarios. Podemos incluso permitimos una pizca de auda­cia: podemos leer y citar a Saint-Just sin someterlo a la clave de lectura napoleónica.

En el último año de su vida, escribió Saint-Just Las Institu­ciones republicanas, fragmentos de un texto interrumpido por su condena a muerte. Puesto que la ha probado hasta la desespe­ración, se enfrenta con el impasse de la mimética política y de su temible maquinaria. La Revolución lo ha colocado en posición de amo. No cesan de pedirle que decida y, sin embargo, él se preocupa por los que no deciden. No cesa de repetir que él de­cide en nombre de ellos. Pero comienza a dudar del lenguaje de la representación (el que decide representa al que no decide); comienza a dudar de la reversibilidad y de la rotación (el que no decide debe llegar a ser, a intervalos regulares, el que decide); la ambivalencia se insinúa en su relación con la Antigüedad. Encuentra el matar en el Terror pero también lo encuentra en la guerra, él que precisamente fue enviado a misiones bélicas. Ahora bien, el campo de batalla contradice a la guillotina. Para salir del aprieto, para regular la relación de la política y del dar muerte a alguien, intenta responder en la lengua de las institu­ciones. Y escribe: "Nosotros les proponemos instituciones civi­les en las que un niño pueda resistir a la opresión de un hombre poderoso".

§39

Estemos atentos. La opresión no es aquí esa relación mul- tiusos en la que el siglo veinte acopiará todo lo que se opone a la demanda de igualdad. Hay que entenderla en términos materiales, como un cuerpo a cuerpo; es el brazo en alto que golpea, las palabras que abruman, el fuerte que se impone al

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débil y el horizonte de matar siempre como posible. Estemos aun más atentos: el niño no se convierte en hombre; el hombre no se convierte en niño; el niño no se hace fuerte; el poderoso no deviene débil; el niño, débil como un niño, puede sostener­se, ante el hombre que no se ha convertido, como por arte de magia, en débil como un niño. Y mucho menos se trata de hacer semblante. Ya no un cambio de lugares, ya no la imitación de un lugar desde otro lugar, ya no la representación de un lugar por otro: ahora ya, manteniendo los lugares y sin mimética, un fragmento de política: hacer que el más débil, permaneciendo como débil, sea fuerte ante el más fuerte.

Mejor que nadie sabe Saint-Just que, de hecho, a veces suce­de que los fuertes se vuelven débiles y que los débiles se vuel­van fuertes; en su lengua, esto se llama la Revolución; él ha sido uno de sus actores más rutilantes. Por eso precisamente calibra la posibilidad de que una inversión del débil por el fuerte no cambie nada de la dificultad real. El sustrato de los cuerpos ha­blantes todavía permanece cuando las representaciones sociales han cambiado. En su lengua y porque no sabe cómo pensarla, esta persistencia de los cuerpos se llama glaciación. La encuen­tra como extranjera a la Revolución, como lo contrario del fue­go revolucionario. "La Revolución está congelada", su célebre constatación, no tiene otro sentido. Al menos él se esfuerza por salir de ahí. Lo que llama una institución es justamente esto: vina regla que prohíbe tener en cuenta, fragmento a fragmento y punto por punto, algo que no sea la relación del débil con el fuerte, en tanto que justamente esta relación, aunque pueda ser trastocada por los hechos, debe ser considerada en el tiempo, por breve que sea, en el que todavía no lo ha sido.

§40

¿Tuvo éxito Saint-Just? Evidentemente no, si nos referimos a las definiciones corrientes de lo institucional, porque justamen­te se zambullen en la continuidad temporal. De la parábola del

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hombre y del niño nos quedaremos con lo decisivo: una relación de fuerza se calcula aquí y ahora, en lo integralmente actual.

Fijado ese principio metodológico, podemos volver sobre el pasado; podemos sobre todo volver sobre el presente y las si­tuaciones que lo articulan. La política es hablar de política. En la política no hay otra cosa que relaciones de fuerza. Hablar de política es hablar, directa o indirectamente, del débil y del fuer­te. La ilusión comienza desde el momento en el que se incluye en el cálculo la posibilidad eventual de un cambio de lugares, porque justamente el cálculo es inmediato y no sabría ser más que inmediato. Ahora bien, en lo inmediato, los lugares son lo que son. La vanidad se pasea entre los débiles cuando se ponen a discutir entre ellos, haciendo mimo de la fuerza que justamen­te no tienen. Si quieren hablar de política que lo hagan desde el lugar que efectivamente ocupan. La libertad no es considerar reversible la subordinación injusta; es, más bien al contrario, considerar la subordinación tal y como es, en el tiempo y en el lugar en el que está, como en un eterno presente, que dura exactamente tanto tiempo como dura el instante en el que se la siente como insoportable. El criterio de lo insoportable en polí­tica se busca del lado del cuerpo.

Nos ocupamos de nuevo y con razón del sufrimiento. La pa­labra sufrimiento no se emplea sin embargo sin riesgos; se presta con facilidad a lo espiritual. Se puede y se debe hacer uso de ella pero hay que prevenir sus derivas. Para ello, hay que acercarla permanentemente a su nudo real, que es el dolor físico. El sufri­miento moral existe; y también la tristeza y todas las pasiones del alma afligida. Pero en un momento u otro, el ser hablante los proyecta en ese algo que se imprime en su cuerpo. Ese mo­mento es el momento de lo real. Fugaz o permanente, podría­mos parafrasearlo si le damos la vuelta a la frase de Freud; wo Es war, solí Ich werden; "Donde estuvo ello, tengo que advenir yo", traduce Lacan. Ahí donde yo estaba, eso viene, tal sería el mo­mento físico del dolor. Es obsceno y feroz. En cada uno de los que lo sienten, tanto tiempo como lo sienten, nada se le excep­túa, nada le da sentido y nada se le articula.

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Hablemos pues sin ambages. Cuando se trata de injusticia, el mejor paradigma y tal vez el único, es el dolor físico. Escla­recidos por ese paradigma, sabremos tratar la subordinación injusta tal y como ella se merece, sin hacer hipótesis sobre el porvenir, porque el porvenir no sirve para nada. En lo que se refiere a instituciones e insurrecciones, en cuanto a todas esas variantes de la política maximalista, dejo para otra ocasión el trabajo de establecer si tienen que ver con placebos, con anti­piréticos o con somníferos. La política minimalista parte de los cuerpos hablantes y a ellos vuelve. Su tiempo no es ni el pasa­do temeroso ni el porvenir pleno de esperanza; su tiempo es el presente, furtivo portador de lo que sabemos y de lo que quere­mos, aquí y ahora.

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A c l a r a c io n e s

§ 9. Cari Schmitt, Teología política, Madrid, Trotta, 2009. Esta edi­ción incluye dos ensayos, uno de 1922 y el otro es de 1969. Nos im­porta el primero de ellos.

El texto de Kant es de fácil acceso; se consultará por ejemplo en la edición de Espasa Calpe, Madrid, 1990.

Hay dos concepciones de la excepción. El razonamiento gramati­cal comienza por plantear la regla y después, una vez que ha sido for­mulada, enumera las excepciones. Muy diferente es el razonamiento jurídico: permite inferir la regla a partir de la excepción, incluso an­tes de que la regla haya sido formulada. El primer ejemplo conocido se encuentra en Cicerón, Pro Balbo XII, 32. El caso tiene resonancias que pueden resultar modernas: Balbo, nacido de padres no roma­nos, fue acusado de usar indebidamente la cualidad de ciudadano romano. El acusador hizo valer contra él que el derecho romano ne­gaba explícitamente la ciudadanía romana a los oriundos de ciertos pueblos extranjeros. El acusador proponía pasar de lo particular a lo general y reglamentar que el derecho de ciudadanía debía ser ne­gado a todos los extranjeros. Cicerón le da la vuelta al argumento: al estar explícitamente limitado a ciertos pueblos, la negativa tenía el estatuto de excepción. Cicerón argumenta entonces que la regla, incluso sin formular, sería acordar la ciudadanía a los provenientes de pueblos extranjeros.

Esta forma de razonamiento todavía existe. En la Constitución francesa de 1958, el artículo 17 dice así: "el presidente de la Repúbli­ca tiene el derecho de gracia". La mayor parte de los juristas admiten que este artículo define una excepción; de ahí se extrae la regla (no formulada, pero esencial al estado de derecho): "nadie tiene el dere­cho de gracia". La excepción es primera, la regla viene después.

Toda teoría de la excepción debe ser situada según uno de estos dos polos. En Kant, la conciencia equivocada parte del deber, que ella conoce perfectamente y que ella respeta, para construir a conti­nuación una excepción. La regla es primera, la excepción es segunda. Para la ocasión, Kant es más gramático que jurista.

Schmitt, como de costumbre, es más retorcido. Aparentemente, adopta la concepción jurídica de la excepción; deja al lector atento

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el cuidado de reconstruir la regla a partir de la excepción. Pero, en realidad, Schmitt parte de la regla: la política excluye matar. Se apo­ya pues sobre el modelo gramatical. No formula la regla, por cierto, pero lo suyo es pura retórica. De lo que se trata es de disimular el verdadero contenido de la excepción: matar —asesinar o masacrar-.

§ 10. Para Grecia, remito a los trabajos de la escuela en lengua francesa, Jean-Pierre Vernant, Pierre Vidal-Naquet, Marcel Detien- ne y sus alumnos. Le doy especial importancia a los dos libros de Nicole Loraux, La invención de Atenas. Historia de la oración fúnebre en la “ciudad clásica", ed. Katz, Madrid, 2012 y La guerra civil en Atenas. La política entre la sombra y la utopía, Akal, Madrid, 2008 (una recopi­lación de artículos reeditados). En el primero, Nicole Loraux trata sobre la oración fúnebre y, en particular, acerca de la que pronunció Pericles al comienzo de la guerra del Peloponeso. Siendo minucio­sos, podemos decir que el héroe muere para su propia gloria y que la supervivencia de sus próximos llega por añadidura; en cambio, el ciudadano muere por la supervivencia de sus conciudadanos y de su familia y la gloria le viene por añadidura. El discurso de Perci­des se sitúa en la frontera entre ambas concepciones. Nicole Loraux mantiene que la oración fúnebre, así concebida, es una singularidad ateniense.

Pero el detalle es más complejo que todo eso. En la Iliada, Hector, esposo y amante padre, combate tanto por su familia y su ciudad como por su propia gloria. Lo que pasa es que resulta vencido. En lo que respecta a la Odisea, de la que se ha dicho que se oponía sistemá­ticamente a la Ilíada, está centrada sobre la supervivencia. Es verdad que Ulises deberá matar, de la más atroz manera, a sus enemigos: los que quieren serlo y los que les han servido. Pero esa masacre, aún no siendo heroica, prepara el reencuentro con Penélope. El último de los cantos adopta un estilo que podríamos llamar casi político, porque se trata de poner término a la sucesión de homicidios. Es justo lo que hace Atena, ante el pueblo de Itaca.

Los filólogos alejandrinos consideraban completamente inautên­tico ese canto. Tal vez eran sensibles al carácter propiamente anacró­nico de una visión del mundo ya acordada a la polis. Si nos fijamos en Atenas, no podemos escapar a una paradoja: la ciudad política por excelencia comienza por un crimen. En el 514, Harmodio y Aris­togiton matan al tirano Hiparco, lo que supone la caída del hermano

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de este último, Hipias. Al poner término a la tiranía, fundan la políti­ca que en Atenas es concebida exclusivamente como democracia. Su gloria es inmensa pero no se entiende sino con una ambivalencia, de la que testimonia Tucidades. Ver Burkhrad Fehr, Los tiranicidas, o ¿es posible eregir un monumento a la democracia?, Siglo XXI, Madrid, 1997.

De manera más general, la historia de la Atenas política es corta, tal vez alcanza menos de dos siglos. Se termina en efecto con el sui­cidio de Demóstenes en 322. Las fracturas antipolíticas son recurren­tes; recordemos situar en el primer plano de las mismas el periodo de los Treinta tiranos (404). Estos episodios tienen que ver con la sta- sis (= sedición, guerra civil, disturbios).

En los distintos artículos reunidos bajo el título: La guerra civil en Atenas. Nicole Loraux se ocupa con detalle de la noción de stasis, en la que había desempeñado buena parte de su trabajo de helenista. Tenemos la tentación de oponer dos tiempos en Atenas: el tiempo de la política, en el que se privaban de matar al adversario político; el tiempo de la stasis, en el que lo que se busca es matar al adversa­rio político. Que la stasis suspenda la política, que el indicador de esa suspensión sea precisamente la banalización del hecho de matar, creo poder deducirlo de los datos reunidos por Nicole Loraux y de los análisis que propone. No sabría asegurar que ella esté de acuer­do, sin embargo, con mi concepción.

§ 11. Durante la revolución cultural, cada número de El periódico del pueblo se encargaba de denunciar la filosofía de la supervivencia. Elegido al azar, veamos un ejemplo característico; lleva fecha de 20 de octubre de 1967: "Los revisionistas escritores soviéticos, cuando hablan de la última guerra antifascista, desprecian la justa guerra revolucionaria como si fuera algo espantoso (...) De hecho, hicieron elogio de los cobardes y traidores para propagar su filosofía de la supervivencia a cualquier precio."

A este respecto, el más diáfano de los textos de Mao Tsé-toung se encuentra en el artículo "Servir al pueblo", fechado en septiembre de 1944: "Todo hombre debe morir un día, pero no todas las muertes tienen la misma sgnificación. Un escritor de la antigua China, Sema Tsien, decía: Por supuesto que los hombres son mortales; pero la muerte de algunos tiene más peso que el monte Taichan, mientras que la de otros no tiene sino el de una pluma. Morir por los intereses del pueblo tiene más peso que el monte Taichan, pero... morir por los explotadores y los

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opresores tiene menos peso que una pluma". Véase El pequeño libro rojo, capítulo XVII (accesible en la web).

Conservo, para las palabras chinas, la ortografía que se usaba en la época de la revolución cultural.

§ 14. Antiguamente, la editorial Klincksieck proponía un manual de Phraséologie latine, escrito por el filólogo alemán C. Meissner (Ia edic., 1878) y adaptado al francés por C. Pascal (Ia edic., 1884). El principio era el siguiente: para las expresiones modernas, hacer que se corresponda con una expresión latina tomada de los mejores au­tores (Cicerón, Salustio, etc.). Ahí tenemos, en la página 275, una sec­ción "Demagogia-revolución-motín-anarquía". La ecuación res novae = revolución destaca entre otras. No podemos dejar de recordar la encíclica de León XIII, Rerum novarum (1891). ¿Utilizaban a Meissner los latinistas del Papa? No es imposible. En todo caso, en la web ofi­cial del Vaticano, la versión inglesa habla de "revolutionary change" y la versión española habla de "prurito revolucionario". La versión francesa habla, por el contrario, de "innovaciones"; las versiones ita­liana y portuguesa hacen análogas elecciones. La variación no es, sin duda, inocente; se deja adivinar que el Vaticano quería denunciar la revolución, pero no quería que los lectores lo supiesen. A algunos, a los franceses entre ellos, todavía les quemaba el término.

§ 17. Los pormenores de la ejecución de Robespierre se narran con pasión. Ningún testigo pudo ser neutro, en ese momento. La fuerza de la secuencia se impone, si nos atenemos a lo que está sólidamente establecido. A estos efectos, puede que baste el relato de Michelet(Historia de la Revolución francesa, Ikusager ediciones, 2008).

§ 19. Nadie ignora la influencia de Montesquieu en la redacción de la constitución de los Estados Unidos. Pero la influencia de Poli- bio no es de menor importancia. La investigación histórica es cada vez más conciente de esta segunda influencia.

Admitido que existen tres grandes tipos de constituciones, mo­narquía, oligarquía y democracia, una constitución mixta se puede proponer para combinarla en armonía. En la historia del pensamien­to político, ese modelo ha sido a menudo presentado como el mejor posible; más tarde, por influencia tal vez de Hobbes, fue presenta­do como el peor de los posibles. Los filósofos griegos pertenecen a

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la primera de las corrientes. Polibio los sigue en este punto preciso; hace elogio de la República romana por haber conseguido estabilizar la "mezcolanza". Con esta "mezcolanza", enlaza claramente unos te­mas con otros, el de la división de poderes o el de los contrapoderes. CF. Polibio, Historias, Akal, 1986. Los padres fundadores americanos tomaron buena nota. En la constitución de 1787, el poder legislativo es de tipo democrático; el poder judicial, en lo que concierne a la Corte suprema federal, es de tipo oligárquico; el poder ejecutivo, en lo que concierne al Presidente, es de tipo monárquico. Por los he­chos, se puede dudar de que la "mezcolanza" haya sido preservada. Tocqueville conocía a Polibio; en La Democracia en América, trata de demostrar que el carácter mixto de la Constitución es objetivamente abandonado en provecho de un régimen integralmente democrático. Deja entender que ese régimen, conforme a la teoría cíclica de Poli­bio, está avocado a degenerar en un gobierno de las masas (ochlocra- cia; cf. infra, aclaraciones del §21) Más recientemente se ha llegado a sostener, en contrario, que la "mezcolanza" habría sido reemplazada por un régimen monárquico, avocado a degenerar en tiranía. Este fue precisamente uno de los embrollos ideológicos del Watergate. Muchas series televisivas y algunas novelas de ficción han puesto de moda la denuncia del establecimiento de una oligarquía secreta de tipo militar o policial.

Al respecto de la historia de los Estados Unidos, me he apoyado en los datos y análisis propuestos por Élise Marienstras. Entre sus numerosas publicaciones, mencionaré especialmente Wounded Knee ou l Amérique fin de siècle, Complexe, 1966. Añadiré los trabajos, poco conocidos en Francia, del historiador americano Michael Rogin. Ver en particular, Fathers and Children: Andrew Jackson and the Subjuga­tion of the American Indian, Randon House, 1988, y Les Demons de VAmerique. Essais dhistorie politique des États-Unis, Seuil, 1998.

Para simplificar la discusión, admito que es legítimo hablar de re­volución a propósito de los acontecimientos de 1776-1783. Recuerdo sin embargo que esta posición no se sostiene tan fácilmente. Muchos historiadores la rechazan de hecho, en particular en Estados Unidos; para ellos, no ha habido revolución, sino una guerra de independen­cia. Le agradezco a Daniel Heller-Roazen haberme ilustrado sobre este tema.

El juicio de Hannah Arendt sobre la Revolución Francesa se en­cuentra en On Révolution, Viking Press, 1963. (versión en castellano

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en Sobre la revolución, Alianza editorial, 2006). Un análisis preciso crí­tico sobre el método de ese libro y, de manera más general sobre los historiadores del hecho revolucionario, ha sido llevado a cabo por Domenico Losurdo, Le Révisionnisme en historie, Albín Michel, 2006.

§211. A propósito del encuentro de Erfurt, cf., Goethe, "Entretien

avec Napoléon", Ecrits autobiographiques 1789-1815, trad. y edición de Jacques Le Rider, Bartillat, 2001. En lo que concierne a los datos historiográficos, estoy en deuda con el prefacio de Jacques Le Rider; indicaré con el acrónimo LR las informaciones que he tomado de él. Si quisiéramos atenernos a los datos en bruto, Napoleón nunca dijo: die Politik ist das Schicksal, puesto que hablaba en francés. Nunca dijo pues: "el destino, es la política", porque prefirió hablar de fata­lidad. También es posible que, en vez de una frase única en forma de sentencia, se librara a desplegar una profusa disertación. Lo que es cierto es que su reflexión no nació del encuentro con Goethe, porque ya la había expresado en muchos foros, antes de esa ocasión.

Mas que a las notas personales de Goethe (publicadas en 1836, LR), los términos de Napoleón deben su notoriedad a las Entrevistas con Eckermann (también publicadas en 1836, LR. Edición en caste­llano en El acantilado, Barcelona, 2007 y en la editorial de la Uni­versidad Nacional Autónoma de México, 2008). Al discutir sobre la tragedia, Goethe sostiene opiniones extremadamente próximas a las de Erfurt y concluye: Wir Neueren sagen jetzt besser mit Napoleón: die Politik ist das Schicksal. Resulta interesante recordar la primera tra­ducción que nos llegó a mediados del siglo XIX: "Nosotros, los mo­dernos, decimos con Napoleón: La política, he ahí la fatalidad". Confir­mamos así que fatalidad era entonces un término que se usaba y no así el de destino. Ahora bien, los dos términos no son intercambiables; sobre todo porque se puede decir: "es mi destino", pero no se puede decir "es mi fatalidad". Si lo acercamos a lo que verdaderamente su vocabulario de origen, los términos de Napoleón serían inaudibles hoy día.

2. La conversación entre Napoleón y su estado mayor en Auster- litz, nos llegó con detalle gracias a Philippe de Ségur, que estuvo allí. Cf. Philippe de Ségur, Un aide de camp de Napoléon, París, 1894, tomoI, p. 250-251.

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3. Die Anatomie ist das Schicksal. Freud empleó esta fórmula en dos ocasiones. En 1912, en la segunda de las Contribuciones a la psi­cología del amor, titulada: "Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa" (Obras completas, Amorrortu, t. XI, 1986, p. 183) y después, en 1924, en su importante artículo "El sepultamiento del complejo de Edipo", (Ibid, tomo XIX, p. 185). En los dos casos men­ciona a Napoleón, pero le parece superfluo citar expresamente die Politik ist das Schicksal, porque esa frase era muy conocida por su lec­tores alemanes.

Un poco de gramática no debe resultar inútil. Para comprender bien la frase de Goethe parece que haya que analizarla así: die Politik es el atributo; das Schicksal es el sujeto, mediante una inversión del orden sujeto-verbo, perfectamente regular en una construcción de este tipo. Para encontrar un efecto comparable, lo mejor es recurrir a: "el destino, es la política", adoptada por la mayor parte de los traductores en francés. La puesta en valor del atributo es obtenida en alemán por el orden de las palabras y un acento fónico fuerte sobre Politik; en francés, ese mismo efecto se obtiene por el operador de señalamiento c 'est.

Me autorizo a continuación a una pequeña digresión. La modu­lación de Freud tiene, en efecto, algunas dificultades en las que la gramática tiene su importancia. ¿Cómo se analiza la frase? ¿Cuál es el sujeto y cuál el predicado? Podemos pensar que Freud quiere ate­nerse a la frase original. Si así es, la mejor traducción sería: "el des­tino, es la anatomía"; así dicho, no hay destino. Lo ha reemplazado la anatomía.

Muchos traductores de Freud adoptan, sin embargo, una lectura inversa: "la anatomía, es el destino"; es esta la elección de los traduc­tores franceses en La Vie sexuelle, Denise Berger y Jean Laplanche. Esta versión supone que haya un destino; en vez de que la anatomía reemplace al destino, la anatomía se transforma en destino; el desti­no tiene la última palabra. Estamos en las antípodas de Napoleón y de Goethe.

Es evidentemente posible que Freud haya dado la vuelta a la construcción sintáctica de su modelo. Tendríamos así un retruécano sintáctico, una práctica más rara y sutil que los calambures ordina­rios, pero que no carece de ejemplos en Freud (cf. Infra, esclareci­mientos del § 40). En todo caso, habría que examinar con cuidado esta cuestión; en el artículo de 1924, compromete de manera decisiva

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la doctrina de la diferencia de los sexos y la cuestión del Edipo feme­nino. ¿Se transforma la anatomía en un destino o es la anatomía la que elimina el destino? Son dos doctrinas que no son equivalentes. Son más bien opuestas.

4. Hegel comenta las palabras de Napoleón en su curso de filoso­fía de la historia, impartido en 1822-1823. Véase la sección "El mundo romano" en G.W.F. Hegel, La Filosofía de la historia, I y II, Losada, Ma­drid, 2011. Se trata, efectivamente de las palabras de Napoleón ante Goethe y que Hegel resumen; no se trata de los términos exactos, que no son citados. Y no lo son por una buena razón: esas palabras, en la forma resumida que las ha hecho célebres, no serán conocidas por el público hasta 1836 (LR). Queda por aclarar un asunto: ¿cómo cono­cía Hegel el contenido de la entrevista de Erfurt? ¿Se apoya en una información ya conocida por el gran público (pero entonces, por qué vía?), o bien hace pública una anécdota hasta entonces confidencial (¿pero quién se la ha contado, tal vez el mismo Goethe, con quien estaba en comunicación?)

Por Hans Blumenberg, léase Arbeit am Mytos, Suhrkamp Verlag, 1979,1984.

5. La frase de Goethe sobre Valmy se encuentra en La Campagne de France, con fecha 19 de septiembre de 1792 (cf. Ecrits autobiográphi- cjues 1789-1815).

6. La frase "La Revolución está terminada" está entresacada de la Proclamación de los Cónsules de la República. Esta Proclamación acom­pañaba el texto de la constitución que fundaba el Consulado. He aquí su conclusión: "La Constitución está fundada sobre los ver­daderos principios de Gobierno representativo, sobre los sagrados derechos de la propiedad, la igualdad y la libertad. Los poderes que ella instituye serán fuertes y estables, tal y como deben serlo para garantizar los derechos de los ciudadanos y los intereses del Estado. Ciudadanos, la Revolución está asentada en los principios que le die­ron comienzo: ella está terminada". Esta última frase es relevante en más de un sentido.

En primer término, la frase une los dos opuestos sentidos de la palabra revolución, porque la transformación política se lleva a cabo por un retorno al comienzo.

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En segundo término, la referencia a Polibio es manifiesta. Polibio completa su elogio de la "mezcolanza" mediante una teoría cíclica: los regímenes no mixtos no terminan de asentarse y van necesaria­mente de lo mejor a lo peor. Cuando lo peor acecha se cambia de régi­men, generalmente por métodos violentos. La monarquía degenera en tiranía, después viene la aristocracia que degenera en oligarquía, después llega la democracia que degenera en ochlocracia (dictadura de las masas), después viene de nuevo la monarquía y así el ciclo recomienza. Por el contrario, una constitución mixta puede esperar, asentándolo, que se detenga el ciclo. La expresión "La Revolución está asentada" está plena de sentido. El término de Consulado hace evidentemente referencia a la República romana y a su "mezcolan­za". Se supone que, desde ese momento, Napoleón ya no se creía ni una palabra. Algunos años más tarde, en 1812, se expresará con des­precio a propósito de la antigua República romana (A. F. Villemain, Souvenirs contemporains, París, 1858,1, p. 150 y p. 156).

En tercer término, al presentar el Consulado de 1799 como un re­torno a 1789, la Proclamación borra lo que haya podido suceder entre tanto, es decir y muy en particular, el encadenamiento de aconteci­mientos que llevaron hasta el Terror. El retorno a 1789 es así concebi­do como un retorno a la política puesto que el Terror pertenece a lo fuera-de-la-política.

§ 23. El duque de Enghien fue acusado de haber tomado par­te en un complot monárquico contra Napoleón, entonces Primer Cónsul. Las pruebas eran escasamente sólidas y el duque vivía a la sazón fuera de Francia, en territorio de Badén. El 15 de marzo de 1804 Napoleón lo hizo secuestrar, menospreciando el derecho inter­nacional. Tras un simulacro de proceso, el duque fue condenado por alta traición y fusilado el 24 de marzo de 1804. El episodio produjo indignación en Francia y fuera de Francia. Menos de dos meses des­pués, Napoleón recibía el título de Emperador. Según Sainte-Beuve, alguien generalmente bien informado, los términos sobre la muerte del duque de Enghien se debieron a Antoine Boulay de la Meurthe, que entonces era miembro del Consejo de Estado y uno de los prin­cipales redactores del Código civil. Talleyrand no hizo sino repetir los términos de Boulay. Cf. Guerlac, Les citations françaises, Armand Colin, 1954, p. 273.

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§ 34 Sellier reenvía a la edición de Philippe Sellier, Pensées. Mercu­re de Francia, 1976. Kaplan reenvía la edición de Francis Kaplan, Les Pensées, Cerf, 2005.

§ 38. Cito a Saint-Just en la edición establecida y presentada por Anne Kupiec y Miguel Abensour: Oeuvres complètes, Folio/Galli­mard, 2004. La frase de las Institutions Républicaines pertenece al ca­pítulo I, ibid., p. 1090.

Saint-Just fue enviado al ejército del Rhin durante los últimos me­ses de 1793; poco después lo trasladaron, en tres ocasiones, al ejército del Norte, en el transcurso de los seis primeros meses de 1794.

§ 39. La frase de Saint-Just aparece en el "Tercer fragmento" de lasInstitutions Républicaines (ibid., p. 1141).

§ 40. Acerca del sufrimiento, les remito a § 13 de La politique des choses. Court traité de politique I, Verdier, 2011.

La frase de Freud está en la conferencia 31 de las "Nuevas con­ferencias de introducción al psicoanálisis", 1932, (Obras completas, Amorrortu, t. XXII, 1997, p. 74). Desde el punto de vista de la lengua, la frase reposa sobre lo que más arriba he denominado como un "ca­lambur sintáctico" (cf. supra, esclarecimientos del § 21). Lacan la ha comentado y traducido en muchas ocasiones. La traducción que cito es de 1957. Se encuentra en "La instancia de la letra en el inconsciente freudiano o la razón desde Freud", Escritos I, Siglo XXI, 2007, p. 504.

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