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Vincent Price Vincent Price (1992) La opinión pública. Esfera pública y La opinión pública. Esfera pública y comunicación comunicación Barcelona, Paidós, 2001. Sumario Prefacio: 1 1. Introducción: 2 Esquema del libro: 3 2. Problemas respecto a la opinión pública: 4 Orígenes de la idea: 4 El nacimiento de la opinión pública: 6 La opinión pública como objeto de estudio: 9 Principales problemas relativos a la opinión pública: 10 3. El concepto de “público”: 13 Multitud, público y masas: 14 Las cuestiones y los públicos: 17 La observación del público: 19 4. Conceptualización de las opiniones: 25 Opiniones y actitudes: 26 La inferencia de bases psicológicas para las opiniones: 28 Observación de opiniones: 33 5. Conceptualización del proceso de la opinión pública: 39 Aspectos colectivo e individual: 40 La noción de debate público: 41 Actores de la política, periodistas y público atento: 43 Observación de la opinión pública: 45 Observación del proceso de debate público: 49 Conclusión: la opinión pública como concepto comunicativo: 50 Bibliografía: 50 Prefacio 1 Análisis de la Opinión Pública La Opinión Pública- V. Price USAL - FCEyCS Cátedra Unificada, 2009

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Vincent PriceVincent Price (1992)

La opinión pública. Esfera pública y comunicación La opinión pública. Esfera pública y comunicación Barcelona, Paidós, 2001.

Sumario

Prefacio: 1

1. Introducción: 2Esquema del libro: 3

2. Problemas respecto a la opinión pública: 4Orígenes de la idea: 4El nacimiento de la opinión pública: 6La opinión pública como objeto de estudio: 9Principales problemas relativos a la opinión pública: 10

3. El concepto de “público”: 13Multitud, público y masas: 14Las cuestiones y los públicos: 17La observación del público: 19

4. Conceptualización de las opiniones: 25Opiniones y actitudes: 26La inferencia de bases psicológicas para las opiniones: 28Observación de opiniones: 33

5. Conceptualización del proceso de la opinión pública: 39Aspectos colectivo e individual: 40La noción de debate público: 41Actores de la política, periodistas y público atento: 43Observación de la opinión pública: 45Observación del proceso de debate público: 49Conclusión: la opinión pública como concepto comunicativo: 50

Bibliografía: 50

Prefacio

A través del análisis y la interpretación de las publicaciones universitarias, especialistas de cada área investigan hasta dónde se ha llegado en el uso de un determinado concepto y señalan prometedoras direcciones para trabajos posteriores.

En este volumen dedicado a la opinión pública, Vincent Price analiza uno de los temas principales de nuestro campo. La comunicación, en muchos aspectos, ha estado inextrica-blemente unida al análisis de la opinión pública durante generaciones, pro gran parte de los vínculos no se han explicado hasta ahora. Price aclara las muchas formas en que la opinión pública es, en lo esencial, un concepto relacionado con el proceso y los efectos de la comu-nicación. Para los estudiantes de la comunicación, esto realza la relevancia del libro; para los que se acercan al tema procedentes de otros campos, esta característica les proporciona

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un fácil acceso a las publicaciones sobre comunicación. El análisis de Price ocupa una posi-ción destacada entre los tratamientos típicos de la opinión pública por parte de los especia-listas en ciencias políticas, sociólogos y socio-psicólogos.

El texto empieza con una visión histórica del concepto de opinión pública tal como surgió en la filosofía de la Ilustración. Esto implica tener en consideración las variadas concepcio-nes de lo que significaba público en la teoría democrática clásica. Este primer estudio va se-guido de una cuidada explicación de los diversos usos, en el siglo XX, de opinión y otros conceptos relacionados. Queda claro que la aparición de la industria de encuestas de opi-nión y la conexión, investigada por los psicólogos, entre opinión y actitud han removido la opinión pública de sus raíces intelectuales al tiempo que han abierto nuevas y fascinantes lí-neas de investigación.

El libro integra estas visiones divergentes en un modelo discursivo de opinión pública, enfocándolo a las interacciones entre (y dentro de) las agrupaciones sociales, lo que antici-pa la discusión sobre cuestiones públicas. Price presenta una interpretación convincente de modelos reunidos basados en datos de nivel individual y modela “un público” que se define respecto a una situación. Su modelo revisa lo publicado actualmente y señala el camino a futuras investigaciones que quisieran incorporar el papel de periodistas, políticos y encuesta-dores en el modelo del discurso público.

El libro yuxtapone el trabajo de historiadores, filósofos, psicólogos, especialistas en cien-cias políticas y sociólogos de varias tendencias y ofrece a los estudiosos en tales disciplinas una visión de la opinión pública tal y como se utiliza en los estudios sobre comunicación. Pa-ra el estudiante que aún desconoce la materia, proporciona una concisa introducción a un vasto tema y, además, también considera intrincados problemas conceptuales que conti-núan ocupando las mejores mentes de este campo.

Ellen Wartella, editor asociadoSteven H. Chaffee, director de la serie

1. Introducción

El concepto de opinión pública es uno de los más importantes y vitales de las ciencias sociales. Se aplica extensamente en psicología, sociología, historia, ciencias políticas y co-municación, tanto en investigaciones universitarias como en el entorno de su aplicación. Po-cos conceptos han creado un interés social y político y un debate intelectual tan extensos. Pocos tienen, ciertamente, unas raíces tan profundas en el pensamiento occidental. Pueden encontrarse ideas respecto a la opinión pública en la filosofía del siglo XVIII, en la literatura del Renacimiento, e incluso en trabajos de Platón y Aristóteles. Las publicaciones sobre opi-nión pública abarcan el paisaje completo de la información social, desde los argumentos de influyentes teóricos de la democracia y críticos sociales (por ejemplo, Rousseau, 1762; Ben-tham, 1838; Bryce, 1888; Lowell, 1913; Lippmann, 1922) hasta destacados trabajos de so-ciología y psicología social (por ejemplo, Tarde, 1890; McDougall, 1920; Allport, 1924) y los estudios empíricos seminales sobre los efectos de los medios de comunicación de masas (Lazarsfeld, Berelson y Gaudet, 1944; Hovland, Lumsdaine y Sheffield, 1949).

A pesar de su uso, el concepto de opinión pública continúa siendo controvertido. Desde el advenimiento de las técnicas de encuestas y su aplicación a la opinión pública, a principio del siglo XX, los analistas se han visto continuamente forzados a refinar, adaptar y ampliar viejos conceptos y nociones teóricas a la luz de esfuerzos empíricos de investigación. A lo largo del camino, los investigadores se han enfrentado frecuentemente por sus aproximacio-nes conceptuales, e incluso en sus propias definiciones de opinión pública. ¿Es la simple su-ma de puntos de vista individuales (Childs, 1939)? ¿O es, por el contrario, un nivel colectivo, producto emergente del debate y la discusión que no puede reducirse a individualidades (Cooley, 1902; Blumer, 1948)? La dificultad de definir la opinión pública como un objeto em-pírico de estudio quedó mejor expresada, tal vez, por Key, en 1961. “Hablar con precisión de

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opinión pública”, escribió, “es un empeño no muy diferente de vérselas con el Espíritu Santo” (p. 8).

Las publicaciones sobre investigación en torno a la opinión pública son ya muchas, van en continuo aumento, y dependen del debate teórico. Incluso para los investigadores activos de este campo, el trabajo de clasificación de los escritos dedicados a la opinión pública pue-de ser bastante desalentador. Por tal razón, el presente libro está pensado como un plano para este extenso terreno de investigación, diseñado para servir como introducción a los principales caminos conceptuales y los puentes que unen la investigación sobre opinión pú-blica a través de diversas disciplinas.

Esquema del libro

Baker (1990) sugirió que la idea de opinión pública, como se concebía durante el siglo XVIII, era implícitamente paradójica. Al otorgar el título de “pública” a la opinión, los pensa-dores de la Ilustración implicaban universalidad, objetividad y racionalidad. Por otra parte, el propio concepto de opinión sugiere una considerable fluctuación y una gran incertidumbre. Unir los conceptos de pública y de opinión representó un intento filosófico-liberal de unir el “uno” y los “muchos”, unir el bienestar colectivo a las ideas y preferencias individuales. No es extraño, pues, que los esfuerzos para definir el concepto vacilen entre puntos de vista tan opuestos que localizan la opinión pública en el reino de la colectividad, y definiciones reduc-cionistas que la encuentran en los individuos.

En vistas de su compleja, incluso paradójica naturaleza, la opinión pública se analiza en este libro mayoritariamente en forma dialéctica. Este método es evidente en el esquema ge-neral del libro, que primero trata separadamente y después intenta unir los aspectos colecti-vo e individual del concepto. La discusión intenta asimismo aclarar otras dialécticas impor-tantes –entre estabilidad social y cambio social, entre pensamiento y acción, entre elite y masa– que encuentran su expresión, sino su resolución, en el concepto de opinión pública. Se previene a los lectores que el libro no propone una sencilla y comprensible definición de opinión pública. Se propone, en cambio, identificar los temas principales que circulan a tra-vés de las diversas publicaciones que invocan el concepto.

El libro sigue asimismo una trayectoria cronológica. Empieza presentando algunos de los conceptos más afianzados, cuestiones filosóficas y problemas políticos que han modelado el pensamiento sobre la opinión pública. El capítulo segundo investiga la historia que tras el desarrollo del concepto, especialmente sus orígenes en la filosofía político-democrática de los siglos XVIII y XIX, e identifica algunas de las principales cuestiones e intereses normati-vos sobre la opinión pública que han motivado la investigación científica social.

El capítulo tercero trata aproximaciones conceptuales para el entendimiento de público como una entidad colectiva. En él se investigan concepciones sociológicas –desarrolladas principalmente en la primera parte del siglo XX– que definen al público como un grupo social transitorio e imprecisamente organizado que emerge de la discusión y debate sobre un asunto. Esta formulación de público, considerándolo esencialmente como un ejemplo de conducta colectiva, quedó eclipsada por la investigación de la opinión en el nivel individual tras el advenimiento de las técnicas de encuesta y los avances en la medición de la actitud. Sin embargo, una revisión de los agrupamientos colectivos, que se invocan de forma diversa en la investigación contemporánea sobre opinión pública, sugiere que los modelos sociológi-cos tradicionales, aún implícitamente, aún no nos han abandonado.

El capítulo cuarto trata sobre aproximaciones conceptuales para el entendimiento de opi-niones. El refinamiento de las técnicas de investigación y medición de la actitud llevó a la in-vestigación sobre opinión pública a la vanguardia de las ciencias sociales en América en los años treinta y cuarenta, y con este florecer de la investigación llegó un aumento de la aten-ción conceptual y teórica hacia la opinión de los individuos y sus determinantes. Los temas tratados en el capítulo cuarto incluyen las principales propiedades de las opiniones tal como se conceptualizan y miden en la mayoría de las investigaciones; el origen y desarrollo de las

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opiniones a través de la comunicación; y las relaciones entre opiniones y otros conceptos ín-timamente relacionados tales como actitudes, creencias y valores.

Las principales secciones del libro abordan la opinión pública en términos de conducta colectiva (capítulo 3) o como un fenómeno individual (capítulo 4). El capítulo final se dirige hacia un punto de vista integrador de la opinión pública que implique los dos aspectos, co-lectivo e individual. Se atiende, específicamente, a los procesos comunicativos que permiten a las personas organizarse como público y ejercer su influencia. El capítulo 5 se enfoca ha-cia una explicación del concepto de debate, acabando con una revisión sobre las formas en que los investigadores de la opinión pública intentan observar este proceso tal como se des-pliega en el tiempo.

2. Problemas respecto a la opinión pública

Muchos escritores sobre el tema de la opinión pública comienzan, con bastante razón, por hacerse la pregunta básica: ¿qué entendemos exactamente por opinión pública? Cual-quier búsqueda de una definición clara y simple del concepto se demostrará, sin embargo, infructuosa. En un artículo sobre investigación de la opinión pública preparado para la Inter-nacional Encyclopedia of the Social Sciences, Davidson (1968) anotaba que “no hay una de-finición generalmente aceptada” del término (p. 188). La ausencia no se debe, ciertamente, a una falta de interés. Noelle-Neumann (1984) señala que “generaciones de filósofos, juris-tas, historiadores, teóricos de la política y periodistas universitarios se han estrujado el cere-bro en un intento de proporcionar una definición clara” (p. 58). Childs (1965) consiguió reunir cuatro docenas de definiciones diferentes del significado de opinión pública, y observó que lo publicado en este campo está “plagado de intentos entusiastas” (p. 14).

Admitir que una definición general aceptable del concepto queda fuera de nuestro alcan-ce, no significa, sin embargo, que “opinión pública” sea algo, en ningún sentido, carente de significado. El concepto continúa utilizándose en investigación, en artículos sobre el go-bierno, y en explicaciones de la conducta social humana, tanto desde el punto de vista cien-tífico como desde cualquier otro. Y el propio hecho de su uso continuado puede considerar-se como firme testimonio de la existencia del significado. Más que llegar a una definición simple de la opinión pública, nuestro objetivo es entender sus diferentes usos. Como indicó Kaplan (1964): “El significado de un término es un asunto de familia entre sus varios senti -dos” (p. 48).

Los problemas que originariamente dieron vida al concepto de opinión pública no son ne-cesariamente los mismos problemas que afectan a su uso hoy en día. Aun así hay muchos temas comunes que aparecen en artículos sobre la opinión pública, extendiéndose a lo largo de varios siglos. El propósito de este capítulo es, en consecuencia, doble. Primero, se revi-san los orígenes históricos de la opinión pública como concepto, observando las varias for-mas en que se aplicó tal idea al formularse modelos democráticos de sociedad en los siglos XVIII y XIX. A continuación, avanzando en el tiempo, se comenta la intensa relación entre el interés por la nueva fuerza de la opinión pública en la sociedad, y el crecimiento expansivo de los medios de comunicación de masas a finales del siglo XIX y principios del XX, prestan-do especial atención a algunas preocupaciones y miedos recurrentes sobre el status de la opinión pública moderna. Como veremos en los capítulos subsiguientes, muchas apli-caciones de la investigación contemporánea no sólo comparten el legado conceptual de la opinión pública en su evolución histórica, sino que continúan reflejando las mismas preocu-paciones fundamentales sobre su solidez.

Orígenes de la idea

El concepto de opinión pública es claramente un producto de la Ilustración. La idea esta íntimamente ligada a las filosofías políticas de finales del siglo XVII y del siglo XVIII (por ejemplo, Locke, 1690; Rousseau, 1762) y especialmente a la teoría democrática del siglo XIX (por ejemplo, Bentham, 1838). Aunque no es mi intención realizar una revisión del de-

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sarrollo histórico del concepto de opinión pública –y, ciertamente, menos aún revisar la evo-lución de la filosofía política– es, sin embargo, útil revisar las formas originarias de uso de este término.1

Anticipaciones y aproximaciones. Aunque el concepto no se propuso explícitamente has-ta el siglo XVIII, muchos escritores anteriores incluyeron “anticipaciones y aproximaciones a la teoría moderna sobre la opinión pública” (Palmer, 1936). La filosofía política de la antigua Grecia, por ejemplo, trataba de los peligros y beneficios potenciales del gobierno popular. Platón menospreció pronto a los políticos democráticos, considerando la filosofía como la le-gítima rectora de los asuntos humanos, y poniendo en cuestión la competencia de cualquier grupo numeroso de personas para deliberar asuntos filosóficos. Aristóteles, por otra parte, creía que los sentimientos colectivos de la demos podían contribuir, con una especie de sen-tido común, a los asuntos políticos (Minar, 1960). A pesar de las referencias, en las obras clásicas, a fenómenos que se asemejan a la opinión pública, sin embargo, la distinción mo-derna entre Estado y sociedad en general y entre funcionarios especializados y el público común, no formaban parte, ciertamente, de la filosofía política de Atenas (Held, 1987). La combinación de los términos opinión y pública en un concepto compuesto, con significado político, aparece mucho después, en las filosofías democráticas y liberales del siglo XVII.

Concepciones primitivas sobre la opinión. Bastante antes de su definición en términos li-berales y democráticos, existían, en general, dos sentidos discernibles de la palabra opinión, que aún persisten (Habermas, 1962). El primer sentido es esencialmente epistemológico y proviene de su uso para distinguir una cuestión de juicio de un asunto de hecho, o algo in-cierto de algo que se sabe ser cierto, sea por demostración o fe. Esta noción –tomada de la expresión latina opinio y tal vez el sentido primitivo del término– se refleja aún hoy en su uso general, cuando alguien se refiere a una aserción en particular como “una cuestión de opi-nión” más que a un hecho (Hume, 1777). Cuando se une a la sociedad en general, el tér-mino toma a veces un sentido peyorativo que se refleja en expresiones tales como “opinión común”, “opinión general” y “opinión vulgar” (incorporando este último el latín vulgus, con el significado de “gente corriente, la multitud”). A pesar de sus connotaciones, a veces negati-vas, opinión, usado en esta forma epistemológica, se relaciona esencialmente con un estado cognoscitivo, una forma menor de conocimiento.

Un segundo sentido de opinión, que aparece en algunas consideraciones contemporá-neas más estrechamente relacionadas con sus connotaciones modernas, la considera equi-valente a maneras, morales y costumbres (Noelle-Neumann, 1979, 1984). En estos casos se destaca el papel de la opinión popular como una clase informal de presión y control so-cial. Opinión es equivalente a reputación, a consideración y a visión general de los demás, de interés principalmente porque restringe la conducta humana (Speier, 1950). Esta forma de entender la opinión quedó cristalizada en los escritos de Locke (1690), que identifica tres leyes generales que gobiernan la conducta humana: la ley divina, la ley civil y la “ley de opi-nión o reputación” (que él denomina “ley del uso” y “ley de la censura privada”). Más que considerar la opinión como una forma de conocimiento, este sentido del término se enfoca hacia una aprobación o censura social: opinión como una manera informal de condonar o condenar. La opinión, bajo esta luz, es generalmente perjudicial y no racional, relacionada con el sentimiento como opuesto a la razón (Ozouf, 1988).

Concepciones primitivas de público. El término público tuvo muchas acepciones diferen-tes en su uso primitivo, pero, de nuevo aquí, podemos señalar dos, en particular, que mere-cen destacarse. La palabra latina publicus fue, con mucha probabilidad, un derivado de po-plicus o populus, que quería decir “el pueblo”. Pero había, al menos, dos sentidos diferentes de “el pueblo” presentes en los primeros usos de la palabra público. En un sentido, el tér-mino hacía referencia al acceso común, como en “lugar público”. Según Habermas (1962),

1 La disertación doctoral de Palmer de 1934 (resumida por Palmer, 1936) es un análisis muy citado de la historia del interés por la opinión pública. Otros tratamientos históricos de utilidad incluyen Speier (1950), Minar (1960), Gunn (1983), Ozouf (1988) y Baker (1990). Tratamientos de la longitud de un libro aparecen en Noelle-Neumann (1984) y Habermas (1962). Aunque menos directamente interesados por la propia opinión pública, trabajos sobre la teoría democrática, tales como los de Schumpeter (1943), Pateman (1970), Dahl (1956, 1971, 1985) y Held (1987), son también valiosos para entender el desarro-llo del concepto.

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la res publica era cualquier propiedad generalmente abierta a la población, y en los tiempos feudales ciertos espacios comunes se consideraban públicos porque se proporcionaba ac-ceso abierto a la fuente y a la plaza del mercado. El concepto fundamental es de apertura o accesibilidad. En su gran mayoría esta noción continúa en uso en la actualidad, cuando por ejemplo empleamos la expresión hacer público para referirnos al proceso de hacer algo am-pliamente accesible.

Tal vez tuvo mayor predominio el uso del término “público” en referencia a cuestiones de interés general y, más específicamente, a asuntos relacionados con la administración y el Estado (Speier, 1950). Este segundo sentido del término tiene poco que ver con acceso co-mún, refiriéndose sin embargo a interés común o bien común. Tal como señala Ozouf (1988), antes de 1830 los diccionarios franceses oponían público no a privé (“privado”), sino a particulier (“particular, individual”). La misma idea persiste hoy día en referencia a “trabajos públicos” y “leyes públicas”. Un edificio gubernamental puede considerarse público, incluso si no está permitido el acceso a nadie. Antes de la evolución del concepto contemporáneo de gobierno, los equipos personales y actividades de los mandatarios se consideraban públi-cos. En los escritos medievales, lordly (“señorial”) y público se utilizaban como sinónimos y publicare significaba pedir al señor (Habermas, 1962). Según la teoría del absolutismo real, predominante en Europa antes del siglo XVIII, el monarca era considerado la única persona pública: “origen y principio de unidad en una sociedad particularista” (Baker, l990). El tér-mino público pasó a referirse más tarde al Estado, al evolucionar hacia “una entidad que tie-ne existencia objetiva sobre y contra la persona que gobierna” (Habermas, 1962/1989, p. 11). Hoy día, inspirándose en gran manera en estas conexiones primitivas entre el término público y el bienestar colectivo, apenas se puede evitar la asociación de asuntos públicos con asuntos gubernamentales.

Aunque la noción de opinión pública no emerge hasta la Ilustración, los términos opinión y público llevaban consigo, antes de dicho tiempo, múltiples usos que continúan relaciona-dos a nuestro entendimiento contemporáneo de tales conceptos. Principalmente, opinión se utilizaba para referirse a racional/cognitivo y a no racional/proceso social, dualidad que ha pasado virtualmente a todos los escritos subsiguientes sobre la opinión pública. El término público comparte una dualidad de uso similar. Siguiendo las famosas palabras de Abraham Lincoln, la palabra “público” significaba originalmente dos cosas: “del pueblo” (al referirse a acceso común) y “para el pueblo” (al referirse al bien común). Sólo llego a significar “por el pueblo” (es decir, realizado por la gente corriente, en el sentido en que, a menudo, pensa-mos en el término hoy día) mucho más tarde.

El nacimiento de la opinión pública

La combinación de público y opinión en una expresión única, utilizada para referirse a juicios colectivos fuera de la esfera del gobierno que afecten a la toma de decisiones políti-cas, apareció siguiendo varias tendencias políticas, económicas y sociales europeas (Speier, 1950; Lazarsfeld, 1957; Ginsberg, 1986). Aunque al menos un historiador acredita que los ingleses usaban frases tales como “opinión del pueblo” y “opinión del público”, en época tan temprana como 1741 (Gunn, 1983), se considera a los franceses, la mayoría de las veces, como inventores y popularizadores del concepto (Habermas, 1962; Noelle-Neumann, 1984; Ozouf, 1988). Noelle-Neumann (1984) acredita a Rousseau como primer usuario de la frase l’opinion publique, hacia 1744, utilizándola en el segundo sentido de opi-nión anteriormente definido, como referencia a las costumbres y modos de la sociedad (véa-se también Baker, 1990). De cualquier forma, hacia 1780 los escritores franceses hacían uso extensivo de la opinión pública para referirse a un fenómeno más político que social, a menudo en unión con “bien público” (bien public), “espíritu público” (esprit public), “concien-cia pública” (conscience publique), y otros términos relacionados (Ozouf, 1988).

Los hechos históricos involucrados comienzan en época temprana, en el siglo XV, con el advenimiento de la imprenta de tipos móviles (Childs, 1965). Este desarrollo tecnológico per-mitió una amplia difusión de las publicaciones, que se reforzaron en el siglo XVI con el incre-

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mento de comerciantes y clases dirigentes y una expansión de la alfabetización. La última tendencia fue impulsada por la Reforma protestante, que creó un amplio público lector, sin mediación formal de la iglesia, con respecto a la literatura religiosa escrita en lenguas verná-culas (Speier, 1950). La profesionalización de las artes, especialmente la literatura, reempla-zó el primitivo sistema de mecenazgo por otro en el cual autores y artistas dependían, para su sustento, del apoyo popular (Habermas, 1962). Sociedades de lectores y librerías de se-gunda mano empezaron a florecer, y hacia finales del siglo XVII la literatura moral y política era bastante popular entre las clases cultas (Speier, 1950; Habermas, 1962; Darnton, 1982).

La Reforma fue importante por varias razones, más allá de sus efectos en la circulación de la literatura. Las enseñanzas de Calvino y Lutero cuestionaron el orden sociopolítico de la autoridad y la jurisdicción papal, de tan larga permanencia. Tal vez de forma más crítica, las enseñanzas protestantes contenían en su esencia una nueva concepción individualista de la persona. Sancionaron la autoridad seglar en todo, excepto en los dominios directamente morales o religiosos de la vida, y apoyaron la idea de que los individuos son “dueños de sus propios destinos” (Held, 1987). A finales del siglo XVII, las ideas desencadenadas por la Re-forma habían evolucionado hacia filosofías liberales más profundas (por ejemplo, Locke, 1690), que afirmaban que los individuos deberían ser libres de seguir sus propias preferen-cias en todos los aspectos de la vida: religiosos, económicos y políticos.

Emergencia de una esfera pública. Habermas (1962) indicaba que estas tendencias his-tóricas, íntimamente unidas al crecimiento del capitalismo y el dominio de una burguesía eu-ropea, con el tiempo dieron como resultado una esfera pública de razonamiento crítico. A lo largo de finales del siglo XVII y principios del XVIII, una diversidad de nuevas instituciones sociales empezaron a destacar: los cafés de Inglaterra (se decía que había más de 2000 en Londres a principios del siglo XVIII), los salones de París, y las sociedades de tertulias de Alemania (Tistchgesellschaften). Estos sitios de reunión, en los que la devoción a la literatu-ra y el arte de la conversación se tenían en gran estima, llegaron a convertirse –especial-mente los salones franceses– en lugares donde la autoridad de la argumentación suplantó a la autoridad de un título. Según Habermas, el público ilustrado del siglo XVIII ganó fuerza pública al consolidarse la burguesía y empezar a articularse una crítica liberal del Estado ab-solutista existente, al principio, a través de la circulación de publicaciones políticas y su am-plia discusión en salones y cafés. El libre intercambio de información y crítica, y el razo-namiento abierto se convirtieron en los instrumentos de la “afirmación pública” en cuestiones políticas (Nathans, 1990). Con el incremento de una esfera pública política activa, la opinión pública emergió como una nueva forma de autoridad política, con la cual la burguesía podía desafiar al gobierno absoluto.

Habermas (1962) destaca las características de igualitarismo y raciocinio de la opinión pública durante la Ilustración. Primero, se la considera como procedente del discurso razo-nado, la conversación activa y el debate. El debate es “público” en el sentido de intentar de-terminar la voluntad común, el bien común, no es un simple encuentro de intereses indivi-duales. El debate es, asimismo, abierto; el proceso es “público” en el sentido de que la parti-cipación abierta, si no totalmente asegurada, es lo que se desea. Es soberano e igualitario; opera independientemente del status económico y social, abriendo camino al mérito de las ideas más que al poder político. Finalmente, el debate, si persigue opiniones correctas, debe ilustrarse a través de una publicidad de los asuntos políticos y sus consecuencias. Como ve-remos, estas nociones tendrán mucho que ver con los últimos intentos sistemáticos de los sociólogos (por ejemplo, Park, 1904; Blumer, 1946; Mills, 1956) por definir de forma más precisa la naturaleza del público como un colectivo social (capítulo 4). Estas características proporcionaron el esquema de lo que se llamaría más tarde el modelo “clásico” de opinión pública (Berelson, 1950; Lazarsfeld, 1957), así como un conjunto de estándares con los cua-les, incluso en las sociedades modernas, se juzga a veces a la opinión pública.

Ambigüedades en cuanto al significado de opinión pública. El estudio de Habermas (1962) ha tenido mucha influencia, aunque los historiadores se han preguntado respecto a la exactitud de su interpretación, especialmente su lectura marxista de la esfera pública como un aspecto del dominio burgués-capitalista (Nathans, 1990). Es igualmente debatible si las características de igualitarismo, crítica y racionalidad, adscritas a la opinión pública del siglo

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XVIII, casan bien con los puntos de vista sobre la opinión pública que prevalecían (espe-cialmente en Francia) en aquel momento. Por ejemplo, el análisis de Darnton sobre el perio-dismo francés del siglo XVIII cuestiona la imagen racional del discurso público. Darnton indi-ca que gran parte de las publicaciones políticas que circulaban en la Francia prerrevolucio-naria no eran de una filosofía liberal imparcial, sino bastante sensacionalistas y de un criti-cismo moral orientado hacia las celebridades (“político-pornografía” en términos de Darnton) que abordaba temas de depravación sexual y corrupción.

Otros historiadores han sugerido que los intelectuales de la Ilustración distaban de ser igualitarios incondicionales (Nathans, 1990). Muchos eran, de hecho, profundamente ambi-valentes respecto al individualismo y el valor de la contestación abierta en política. Baker (1990) indica que los pensadores políticos franceses de mediados del siglo XVIII se mostra-ban cautelosos de la libertad extrema que disfrutaban los ingleses, que parecía invitar a la división, confrontación sin fin e inestabilidad política. Había, pues, una considerable renuen-cia a la hora de aceptar la emancipación completa del individuo (Ozouf, 1988). Rousseau (1762), aunque decía que el bien común, o “voluntad general”, sólo es discernible por medio de la participación continua y directa de individuos libres que debaten elecciones colectivas, no abogó por la unión de los intereses individuales. Sin embargo, creía que los miembros del pueblo, decidiendo juntos lo que es mejor para su comunidad, sometían sus intereses privados y sus asuntos al bienestar común. El problema de cómo adivinar la opinión pública a partir de una masa contradictoria de opiniones individuales era el dilema central de la filo-sofía política liberal. La razón innata de la autonomía de la opinión pública fue una solución. Aunque imprecisos para indicar exactamente qué era la opinión pública, una gran mayoría de escritores indicaba claramente que no era la opinión de la multitud. Era, en cambio, un “tribunal anónimo e impersonal”, una nueva corte que tenía muchos de los mismos atributos –“infalibilidad, externalización y unidad”– que caracterizaban a la antigua autoridad absolu-tista (Ozouf, 1988; Baker, 1990). Esta noción –que la opinión pública trasciende la opinión individual y refleja un bien común abstracto, más que un mero compromiso de intereses indi-viduales– continuaría influyendo en el pensamiento sobre la opinión pública hasta bien en-trado el siglo XX (por ejemplo, Lowell, 1913; Berelson, 1950).

Los que escribieron al principio sobre opinión pública, raramente fueron explícitos en re-lación a lo que se referían. Ozouf (1988) sugiere que la opinión pública fue, con frecuencia, implícitamente equiparada por los franceses con la opinión de “los hombres de letras”, refi-riéndose a su papel (en gran parte autoconcedido) de árbitros de los asuntos sociales y polí-ticos. Un segundo grupo sociológicamente calificado de portadores de opinión eran los par-lements, que se tomaron la licencia de hacer circular sus protestas contra el rey en un es-fuerzo por ganarse el “entusiasmo” público en su favor. Tal como Ozouf (1988) y Baker (1990) señalan, sin embargo, la opinión pública no se invocó únicamente en el contexto de la crítica a la monarquía. Baker indica que el concepto arraigó como consecuencia de una disipación gradual de la autoridad absoluta. En medio de una crisis del absolutismo, la coro-na francesa así como sus oponentes, “inventaron y apelaron a un principio de legitimidad más allá del sistema (existente) para presionar sobre las demandas de sus competidores” (Baker, 1990, p. 171). El público era principalmente una creación política o ideológica sin un referente sociológico claro; proporcionó un nuevo sistema implícito de autoridad en el que el gobierno y sus críticos tenían que pedir el juicio de la opinión pública para asegurarse sus respectivos objetivos. “Ciertamente uno puede entender los conflictos de la prerrevolución como una serie de luchas para fijar el referente sociológico del concepto en favor de uno u otro grupo competidor” (Baker, 1990, p. 186). A pesar de Habermas, la opinión pública era más que un simple instrumento de la naciente burguesía.

Necker, la persona a la que normalmente se atribuye la popularización de la frase l’opo-nion publique durante la década de 1780/1790, sirvió a la corona francesa como Ministro de Hacienda. De alguna forma, la aplicación que Necker hace de la frase es bastante moderna en su espíritu. Utilizaba el término para referirse a una creciente dependencia del status fi-nanciero del gobierno con respecto a la opinión de sus acreedores. Necker reconocía que era necesario el apoyo de la elite francesa para el éxito de la política del gobierno. Con este fin, abogaba por la publicidad total de las actividades estatales. Publicó un informe de las

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cuentas del gobierno (Compte Rendu de 1781) principalmente para calmar a los acreedores públicos y reafirmarles en la seguridad del tesoro nacional (Speier, 1950; Baker, 1990). Ne-cker puede, en consecuencia, haber sido de los primeros en proponer relaciones sis-temáticas entre público y gobierno. “Sólo los locos, los teóricos puros, o los aprendices”, ob-servó en 1792, “dejan de tener en cuenta a la opinión pública” (citado en Palmer, 1936).

Opinión pública y dominio mayoritario. Aunque los cafés y salones de la Ilustración die-ron lugar a la idea original de opinión pública, los escritos del siglo XVIII dejaron el concepto indefinido en muchos aspectos. La opinión pública iba unida a la discusión y al libre flujo de información, se suponía que reflejaba el bien común, y se modeló como un nuevo y podero-so tribunal para revisar las acciones del Estado. Pero otros aspectos clave de nuestra con-cepción contemporánea sobre la opinión pública tienen sus orígenes en escritos posteriores de la democracia representativa, tales como los de Madison (1788) y especialmente los del teórico utilitarista inglés Bentham (1838) y Mill (1824).

Escritos del siglo XVIII, que emplean generalmente el término opinión pública referido a la conducta social, generalmente, o cuando se refieren a su impacto político, no son claros respecto al mecanismo preciso por medio del cual habría de influir en los asuntos del go-bierno. A lo largo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, sin embargo, los trabajos de Mill y Bentham atribuyeron un papel político mucho más formal a la opinión pública en el go-bierno, basado en términos legislativos y electorales. En contraste con Rousseau, estos es-critores opinan que la gente actúa primariamente para satisfacer sus deseos individuales y para evitar el dolor. La sociedad consiste, pues, en una serie de individuos que intentan sa-tisfacer al máximo sus propios intereses y servicios. Se necesitaba un mecanismo que ar-monizase estos intereses dispares. La respuesta al problema de resolver intereses distintos y opuestos fue el gobierno dé la mayoría, establecido por medio de elecciones regulares y plebiscito. La opinión pública, en esta visión mayoritaria, quedó mejor expresada como “la reunión de intereses de los hombres de una comunidad” (Minar, 1960, p. 36). El Estado ha-bía de desempeñar esencialmente el papel de árbitro sobre individuos y grupos que rivalizan en conseguir el máximo de sus intereses por medio de la competencia económica y el libre intercambio. De ahí que “el voto libre y el mercado libre fueran el sine qua non” (Held, 1987, p. 67).

Minar (1960) indica que el modelo democrático utilitarista es la visión moderna más ca-racterística de la opinión pública, y básicamente subyace en los esfuerzos del siglo XX por medirla y cuantificarla regularmente a través de la institución del sondeo de opinión. Los puntos de divergencia entre la concepción utilitaria de la opinión pública y las primeras no-ciones de la Ilustración residen principalmente en las diferentes propuestas para determinar el bien común. El primitivo pensamiento liberal (por ejemplo Rousseau) vio la opinión pública como una forma de realizar la voluntad común, bien discernida por medio de la implicación popular continua en forma de debate igualitario y razonado. En la nueva formulación, la opi-nión pública se resuelve, en cambio, extremando la función de las voluntades de individuos diversos, esto es, a través del gobierno de la mayoría. La idea más fiel a la voluntad general deja paso en la estructura utilitaria a la idea más comúnmente sostenida. Esto no quiere de-cir, ni mucho menos, que el debate público activo no forme ya parte del conjunto. La libertad de prensa fue vigorosamente apoyada por Bentham y Mill. Siguiendo el punto de vista de Necker, Bentham consideró a la prensa como un órgano especialmente importante de lo que él llamó “el tribunal de la opinión pública”. Volviendo a las nociones de opinión común como presión social, pidió la publicidad regular de todas las actividades del gobierno, como una salvaguarda contra los abusos del poder. Tal visión de la prensa anticipó en forma significa-tiva nuestra noción contemporánea de libertad de información y la moderna condición de los medios de comunicación como vigilantes públicos (Comisión para la Libertad de Prensa, 1947; véase también Macaulay, 1898, sobre la prensa como cuarto poder). Pero la implica-ción popular continua en el debate de las cuestiones públicas no fue, en sí misma, propues-ta como el mejor o el más práctico mecanismo para determinar el bien común; es más, la re-solución de los deseos populares estriba en la elección de la mayoría, expresada a través de elecciones regulares.

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Un segundo cambio en la conceptualización acompañó también a la filosofía democráti-ca mayoritaria. El propio público, definido vagamente en las primeras publicaciones como aquellos miembros de las clases ilustradas que frecuentaban los cafés y salones, se identifi-ca en las nuevas estructuras con el electorado deseable. Bentham abogaba en sus últimos escritos por el sufragio universal y las elecciones parlamentarias anuales para mantener una vigilancia pública cercana sobre los representantes, los “diputados” del pueblo. El resultado fue una considerable expansión en el tamaño y heterogeneidad del “público”. Algunos sugie-ren que el modelo de democracia de Bentham –como el de Rousseau– asume que todo ciu-dadano debería ser competente para formarse opiniones políticas en los asuntos urgentes de cada día (por ejemplo, Schumpeter, 1943). Sin embargo, Pateman (1970) concluye que ni Mill ni Bentham abrigaban expectativas especialmente elevadas respecto a la habilidad de este amplio electorado para deliberar activamente en política. Estos teóricos estaban más preocupados, insiste Pateman (1970), por la habilidad pública para seleccionar o rechazar representantes que por su capacidad de sostener opiniones políticas informadas en cuanto tales.

La opinión pública como objeto de estudio

Hacia mediados del siglo XIX, la mayor parte de las publicaciones que trataban sobre opinión pública eran normativas y filosóficas en su naturaleza, al ser estudios de política teó-rica más que estudios de la propia opinión pública. (Los escritos de Necker son una notable excepción.) Aunque la teoría democrática representativa ganó apoyo creciente a lo largo del siglo XIX, las publicaciones de esta época no eran, en absoluto, firmes, resueltas, al evaluar la competencia de la opinión pública. Los partidarios de las reformas liberales democráticas la veían como la voz de la clase media ilustrada, como una salvaguarda contra el desgo-bierno, y como un agente de progreso, mientras que críticos más conservadores la enten-dían antitéticamente, como potencialmente peligrosa, superficial y transitoria; en gran medi-da desinformada, y necesitada de limitaciones prácticas como fuerza política (Palmer, 1936).

Hacia el final del siglo XIX, la opinión pública se encontró enfrentada a crecientes análi-sis sistemáticos a la manera empírica característica de las ciencias sociales en desarrollo (Lazarsfeld, 1957). Los escritores estaban intrigados por la “nueva fuerza” de la opinión pú-blica en la sociedad, que parecía ir ganando poder y expandiéndose hacia prácticamente to-das las clases sociales, con muchos logros en educación y con la aparición de medios de comunicación de masas más eficientes (Bryce, 1888; Tarde, 1890; Cooley, 1902; Lowell, 1913). Al aproximarse 1900, hubo un cambio de enfoque y método en el análisis de la opi-nión pública. A consecuencia del crecimiento de las ciencias sociales en la universidad, los trabajos del siglo XX sobre opinión pública reflejan con más claridad preocupaciones socio-lógicas y psicológicas, más que políticas o filosóficas. Mientras que muchas de las primeras disquisiciones sobre opinión pública habían tratado principalmente sobre el problema filosófi-co de transmutar deseos individuales e independientes en la voluntad del Estado, ahora los analistas vuelven, con mayor frecuencia, su atención al problema de comprensión de aspec-tos sociales y de conducta de la opinión pública. El interés se ha vuelto hacia “la cuestión de la función y los poderes de la opinión pública en la sociedad, los medios con los que puede modificarse o controlarse, y la relativa importancia de los factores emocional e intelectual en su formulación” (Binkley, 1928, p. 393). Esta línea de investigación llevó al estudio de la opi-nión pública en nuevos campos académicos: conducta colectiva y psicología social, investi-gación sobre la actitud y la opinión, análisis de la propaganda, conducta política e investiga-ción sobre los medios de comunicación de masas.

Principales problemas relativos a la opinión pública

A comienzos del siglo XX, muchos de los conceptos subyacentes y distinciones concep-tuales que aparecerían en las últimas publicaciones teóricas e investigaciones empíricas so-

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bre la opinión pública habían, de una u otra forma, salido ya a la luz (Lasswell, 1957). Aun-que basada principalmente en términos de debate informado y gobierno mayoritario (como un legado de la Ilustración y de la teoría democrática representativa, respectivamente), la expresión “opinión pública” llevaba consigo, también, otros sentidos importantes. Los escri-tores de la Ilustración, a pesar de su énfasis en la razón humana y el progreso de la socie-dad a través de la educación, no dejaron de comprender los aspectos no racionales y emo-cionales de la opinión pública. Por ejemplo, Speier (1950) refiere el esfuerzo de algunos pensadores de la Ilustración para establecer espectáculos públicos y celebraciones naciona-les deliberadamente dirigidos a conseguir sentimientos patrióticos más que apoyo razonado. A lo largo del siglo XVIII y XIX, el papel de la opinión general como valedora de tradiciones y costumbres sociales, cumpliendo con la “ley del uso” de Locke, no escapó a la atención críti-ca. Ciertamente, las huelgas generales y los motines del siglo XIX dieron a los estudiosos de la opinión qué pensar sobre el asunto de la supuesta naturaleza racional de la opinión públi-ca. Los aspectos no racionales de la conducta pública fueron cuidadosamente estudiados en la última parte del siglo XIX por escritores que dedicaron especial atención a la conducta imi-tativa y al “contagio” emocional en las multitudes (por ejemplo, Tarde, 1890; LeBon, 1895).

Aunque, en cierta medida, la investigación científica social y el análisis filosófico normati-vo de la opinión pública han seguido caminos separados desde principios del siglo XX, aún hay una importante y animada conexión entre ambos. Los descubrimientos empíricos que tratan sobre cómo se desarrolla y opera la opinión pública en la sociedad no pueden por me-nos que interpretarse a la luz de cómo consideramos que debería funcionar la opinión públi-ca (Berelson, 1950). Serias consideraciones de las cuestiones normativas subyacentes que conciernen a la opinión pública, han continuado apareciendo a lo largo del siglo XX: Lowell (1913), Lippmann (1922), Dewey (1927), Lasswell (1941), Mills (1956), Schattschneider (1960) y Ginsberg (1986), son sólo unos pocos ejemplos de tales pensadores.

Para cerrar este capítulo –y fijar una estructura alrededor de los conceptos científico-so-ciales y las investigaciones aplicadas de los próximos capítulos– consideraremos brevemen-te algunos de los principales miedos y preocupaciones que han motivado y sostenido la in-vestigación sobre la opinión pública. Podemos organizar esta discusión alrededor de cinco problemas básicos que acosan al público moderno: dos relativos a su potencial superficiali-dad –falta de competencia y falta de recursos– y tres relativos a su potencial susceptibilidad, hacia la tiranía de la mayoría, hacia la propaganda o la persuasión de masas, y hacia una sutil dominación por parte de elites minoritarias.

Falta de competencia. Las reservas respecto a la capacidad del público en general para dirigir los asuntos públicos datan de antiguo, como hemos visto, al menos desde Platón, y fueron importantes durante la Ilustración. Pero tal vez las críticas más fuertes al gobierno de la opinión popular sean producto del siglo XX: Public Opinion, de Lippmann (1922), y su se-cuela The Phantom Public (1925). El principal argumento de Lippmann es que la teoría de-mocrática pide demasiado a los ciudadanos ordinarios. No puede esperarse de ellos que ac-túen como legisladores, que sean activos y se impliquen en todos los asuntos importantes del momento. Parte del problema, en la estimación de Lippmann, es la desatención general del público y su falta de interés por las cuestiones políticas. Tal como Bryce (1888) había ob-servado, “las cuestiones públicas ocupan el tercer o cuarto lugar entre los intereses de la vi-da” (p. 8). Las personas invierten poco tiempo y poca energía en aprender los necesarios “hechos no visibles” del mundo político. Complicando el problema aparece la forma en que las opiniones –basadas en las “imágenes que tenemos en la cabeza”, como dijo Lippmann– se desarrollan. El conocimiento exacto de los asuntos públicos, en los que deben basarse las opiniones sólidas, es sencillamente inalcanzable para el ciudadano ordinario. El mundo político queda “fuera de su alcance, de su vista y de su mente” (Lippmann, 1922, p. 29). Los ciudadanos forman sus ideas a partir de informaciones gravemente incompletas, man-teniendo poco o ningún contacto con los hechos reales; filtran lo que ven y oyen a través de sus propios prejuicios y temores. Aunque en sociedades más simples el gobierno dirigido por la opinión pública pueda tener éxito, el mundo industrial moderno se ha convertido en demasiado grande y complicado. “El ciudadano privado de hoy día”, observó irónicamente Lippmann, “llega a sentirse como un espectador sordo de la última fila, que debiera mante-

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ner su atención fija en la trama general, pero apenas puede conseguir mantenerse despier-to” (1925. p. 13).

La prensa, considerada por los demócratas progresistas un instrumento para educar y formar al público (por ejemplo, Cooley, 1909), sólo contribuye a los males de la opinión pú-blica, según el punto de vista de Lippmann. “No es factible”, indicó terminantemente, “y cuando consideras la naturaleza de las noticias, no es ni siquiera pensable... Si se ha de confiar a los periódicos el deber de interpretar toda la vida pública de la humanidad, seguro que fracasarán, pues están condenados al fracaso, y en cualquier futuro continuarán fraca-sando” (1922, p. 362).

Lippmann no fue el primero en señalar la discrepancia entre la imagen de la participación pública en la democracia –heredada de los salones y cafés de la época anterior– y los traba-jos sobre la opinión pública en una nación legislativa moderna (véase Tocqueville 1835; Bry-ce, 1888), pero sus escritos fueron notables por su vigor y penetración y, especialmente, por su recomendación de una radical remodelación de la gobernabilidad democrática. Abando-nando la esperanza de una opinión popular competente, Lippmann cree que la opinión públi-ca moderna no puede mejorar a menos que una organización independiente y experta, con personal de “ciencias políticas”, pueda hacer “inteligibles los hechos invisibles” para quienes hubieren de tomar decisiones, y “organizar la opinión pública” para la prensa (1922, p. 32). Soñaba con una red de agencias de recolección de información (una para cada gabinete fe-deral) con fuentes de fondos independientes, ocupación garantizada, y un “acceso a los he-chos” sin restricciones, para cumplir tales tareas (1922, p 386).

Falta de recursos. Críticos posteriores, aunque no en desacuerdo con el retrato general de Lippmann sobre la opinión pública moderna, sin embargo, consideran una excepción su valoración de la capacidad del público para el gobierno democrático. Con mayor insistencia, Dewey (1927) consideraba que el problema no era la incompetencia por parte del público, sino más bien una falta de métodos suficientes para la comunicación pública. “Los medios fí-sicos y externos de recoger información”, observó, “han sobrepasado con mucho la fase in-telectual de investigación y organización de los resultados” (p. 180). Al contrario que Lipp-mann, que consideraba que la “Gran Sociedad” nunca podría convertirse en la “Gran Comu-nidad” que se requería para una auténtica democracia nacional, Dewey creía que ello era realmente concebible, aunque nunca pudiera poseer todas las cualidades de una comunidad local. La respuesta, en parte, es la educación. No es necesario que la gente tenga el conoci-miento y la habilidad necesarios para llevar a cabo investigaciones sistemáticas para cada asunto general, sugería Dewey, únicamente debían tener la habilidad de juzgar el conoci-miento proporcionado por expertos en tales asuntos. Estaba de acuerdo con Lippmann so-bre que las ciencias sociales desempeñarían un papel central en la corrección del Estado democrático, pero Dewey pensaba en un tipo de papel muy diferente. No proponía un siste-ma de información de alto nivel sino, en su lugar, un tipo de ciencia social basada en la co-munidad que difundiera sus interpretaciones al público por medio de ingeniosas presentacio-nes en la prensa popular. “La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los mé-todos y condiciones de debate, discusión y persuasión. Éste es el problema del público” (Dewey, 1927, p. 208). En una línea similar, el título de un capítulo del libro de Lasswell (1941) Democracy Through Public Opinion presenta el asunto de forma sucinta: “La demo-cracia necesita una nueva forma de hablar”.

Otros han considerado también un objetivo principal el proporcionar recursos adecuados al público. Schattschneider (1960) proclamaba que si en realidad hay un problema con la opinión pública, reside en las asunciones pretendidas por la teoría democrática clásica (por ejemplo, la necesidad de ciudadanos omnicompetentes), no en el propio público. “La gente es capaz de sobrevivir en el mundo moderno aprendiendo lo que necesita saber y lo que no necesita saber”, indicaba (p. 137). Los ciudadanos no necesitan implicarse en todos los de-talles diarios de gobierno. Cuando es necesario, quedan envueltos de forma natural en el conflicto, al correr riesgo sus asuntos e intereses. Lo que los ciudadanos necesitan, sugiere Schattschneider, es un sistema político competitivo con un liderazgo fuerte, controversia y alternativas claras. Otros críticos han establecido argumentos similares, culpando, de una u otra forma, no al público sino a la cámara de representantes o a la oficina del editor (por

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ejemplo, Entman, 1989). La solución, se ha sugerido, radica en ofrecer mejores recursos –especialmente a través de los medios de comunicación– para que los utilice el público.

Tiranía de la mayoría. Un tercer problema de importancia que concierne a los analistas de la opinión pública es el peligro de que prevalezca una mediocridad en la opinión –el me-nor denominador común– creada y mantenida por la presión de la mayoría. Desde otro pun-to de vista, el peligro es que frente a amplias mayorías, los puntos de vista de minorías im-portantes, aun siendo válidos, no puedan hacerse valer con fuerza. Este temor lo expresó pronto, en el siglo XIX, Tocqueville (1835), quien advirtió que en una sociedad de iguales, los individuos de una minoría quedarían “solos y desprotegidos” frente a la mayoría domi-nante. A lo largo del siglo XX, el problema de la conformación respecto a la opinión mayori-taria ha sido un tema persistente, en la crítica social y en las ciencias sociales (White, 1961; Allen, 1975). Noelle-Neumann (1984) reafirmó estas preocupaciones en la investigación so-bre la opinión pública, refiriéndose al retraimiento de la minoría frente a la presión de la ma-yoría como “una espiral de silencio”.

Muchos analistas han advertido que el poder de la mayoría podría resultar crecientemen-te problemático con el tiempo. “Cuanto más tiempo haya gobernado la opinión pública”, su-gería Bryce (1888), “más absoluta será la autoridad de la mayoría, menos probabilidades tendrán las minorías activas de rebelarse, y más dispuestos estarán los políticos a preocu-parse, no de formar la opinión, sino de descubrirla y apresurarse a obedecerla” (p. 23). La respuesta al problema, proponen Bryce y otros críticos, es la apropiada socialización demo-crática y la educación. Una democracia debe cultivar una individualidad vigorosa en sus ciu-dadanos para asegurar que los asuntos minoritarios sean apoyados adecuadamente.2

Susceptibilidad a la persuasión. Una cuarta preocupación se centra en la susceptibilidad del público a la persuasión y, en particular, a llamamientos altamente emocionales y no ra-cionales. Esta preocupación parece justificada. Hasta qué punto las apelaciones emociona-les forman parte de la política es algo que puede observarse bastante comúnmente. Lipp-mann (1925), para hablar de un modelo temprano, observó que “la consecución de una vo-luntad general de entre una multitud de deseos diferentes no es un misterio hegeliano, como muchos filósofos políticos han imaginado, sino un arte bien conocido por los líderes, políti-cos y comités dirigentes. Consiste esencialmente en el uso de símbolos que unan emocio-nes tras haber sido separados de sus ideas” (p. 47).

El éxito de los regímenes fascistas en Europa entre las dos guerras, a la par que su in-tenso uso de los medios de comunicación, alentó un tremendo interés entre los científicos sociales de América por el análisis de la propaganda y la persuasión. El pánico causado por la transmisión de Orson Welles de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, en 1938 (Can-tril, Gaudet y Herzog, 1940) sugirió que la capacidad de los medios de comunicación para precipitar la conducta irracional de las masas era considerable. No es de extrañar que, a lo largo de este siglo, la investigación sobre opinión pública y el interés sobre la persuasión de masas hayan ido de la mano. Desde 1927, en que Lasswell publicó su influyente Propagan-da Technique in the World War, hasta bien entrados los años cincuenta, el estudio de la opi-nión pública y la propaganda estuvieron muy estrechamente conectados. Muchas de las pri-meras obras sobre este campo, por ejemplo, llevan la palabra “propaganda” en sus títulos (por ejemplo, Smith, Lasswell y Casey, 1946; Doob, 1948; Katz, Cartwright, Eldersveld y Lee, 1954).

Dominio de las elites. Aunque algunos habían temido una sobreabundancia de poder en manos del público, a muchos otros les preocupa que sea demasiado poco. Una quinta cau-sa de interés respecto a la opinión pública se enfoca hacia lo que Ginsberg (1986) ha llama-do “la domesticación de las creencias de la masa”. Se considera el problema desde el punto de vista de la creciente pasividad por parte del público, que lo conduce, de varias maneras, a su dominio por parte del gobierno y las elites agrupadas. Mills (1956), por ejemplo, vio la sociedad americana compuesta de tres estratos jerárquicos: el primero, una fina capa de eli-

2 El cultivo de la individualidad puede presentar sus propias dificultades. Una de ellas, comentada por Lowell (1913), sucede cuando, tras un debate razonable, una irreconciliable minoría rechaza totalmente la opinión de la mayoría. Una democracia requiere, según estima Lowell, un equilibrio entre la tolerancia para los puntos de vista de las minorías y la aceptación de la voluntad de la mayoría (véase su discusión de la doctrina de la armonía de intereses, pp. 28-29).

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tes poderosas; el segundo, un grupo estancado de fuerzas políticas contrapuestas; y el ter-cero, una amplia, y cada vez con menos poder, masa de ciudadanos. Lejos de disfrutar de la idealizada y libre discusión del debate democrático, Mills indicaba que la población america-na había sido transformada por los medios de comunicación en un mercado que consume, más que en un público que produce, ideas y opiniones (véase también Habermas, 1962; Gi-tlin, 1978).

Otros críticos contemporáneos, que ven mecanismos diferentes de control de la elite (por ejemplo, Herman y Chomsky, 1988), han descrito más formas de dominio. Ginsberg (1986) indica que con el advenimiento de la democracia electoral, la relación tradicionalmente ad-versa entre el pueblo y el gobierno se ha suplantado por una relación de dependencia. Aho-ra las personas apoyan voluntariamente al Estado, pues se han convertido en crecientemen-te dependientes de sus servicios. Tal como lo indica él, “con el desarrollo de las instituciones electorales, la expresión de la opinión de la masa se ha hecho menos subversiva; cuando los ciudadanos empezaron a ver al gobierno como una fuente de beneficios, la opinión se hi-zo fundamentalmente menos hostil hacia la autoridad central... En resumen, los regímenes occidentales convirtieron la opinión de la masa, de una fuerza hostil, impredecible y, con fre-cuencia, destructiva en un fenómeno menos peligroso y más tratable” (p. 58). Ginsberg ve la propia industria de sondeos de opinión, a pesar de sus intenciones establecidas de aumen-tar la voz democrática del pueblo (Gallup y Rae, 1940), como parte central de este proceso de domesticación. En líneas similares, Habermas (1962) indica que los mecanismos de for-mación del consenso político en las naciones democráticas, tales como las elecciones regu-lares y las campañas electorales populares –aunque ciertamente aseguren una presión pe-riódica sobre el gobierno para satisfacer las necesidades básicas de la población– no fo-mentan, y pueden incluso suprimir, la argumentación racional o la discusión popular de am-plia extensión, característica de una verdadera esfera pública (pp. 211-222, pero véase tam-bién Crespi, 1989, pp. 93-130).

Hay otros asuntos importantes, pero estos cinco han atraído de forma más continuada la atención. En un nivel general, la cuestión clave es si los procesos de la opinión pública en su actuación natural son, de hecho, realmente democráticos en el sentido implícito en las pri-meras nociones de la Ilustración; en otras palabras, si la “verdadera” opinión pública, o la que influye en la elección política (Key, 1961), está en realidad formada por una comunica-ción igualitaria, de arriba abajo, de los intereses públicos y las ideas a los políticos. Cuando volvamos a nuestra discusión sobre el tratamiento científico social de la opinión pública, ve-remos no sólo cómo los investigadores en opinión pública han aproximado sus trabajos con-ceptualmente sino también cómo han derramado, de distintas formas, nueva luz sobre estas importantes cuestiones.

3. El concepto de “público”

Tal vez la concepción más común de “opinión pública” hoy en día la equipare a una unión más o menos sencilla de opiniones individuales, o “lo que intentan medir los sondeos de opinión” (Converse, 1987; Childs, 1939; Minar, 1960). Cuando comparamos esta noción con las que prevalecían a principios del siglo XX, el contraste es impresionante. Los prime-ros analistas estaban mucho más predispuestos a formular la opinión pública como un fenó-meno supraindividual inherentemente colectivo o, como señaló Cooley (1909), como un “producto cooperativo de comunicación e influencia racional” (p. 121). Aunque la existencia de los sondeos de opinión tenderá más tarde a individualizar el concepto –poniéndolo estre-chamente en línea con la visión mayoritaria discutida anteriormente– la opinión pública era considerada, por lo general, en los primeros años del siglo, como una clase especial de pro-ducto social, no como una colección de opiniones públicas diversas, sino como la opinión de un público.

Esta tendencia a concebir la opinión pública en términos supraindividuales era parte inte-grante de la época. Los estudiosos de la vida psicológica y social humana a comienzos del

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siglo XX, tanto en Europa como en América (por ejemplo, Tarde, 1890; James, 1890; Bal-dwin, 1893; LeBon, 1895; Cooley, 1902, 1909), estaban claramente intrigados por las im-portantes manifestaciones de conducta colectiva tipificadas en ese período: multitudes es-pontáneas, huelgas, manifestaciones masivas y disturbios. Los analistas estaban igualmente fascinados por el papel que los modernos medios de comunicación –especialmente la pren-sa– parecían desempeñar a la hora de configurar y guiar la “psicología de las masas”. Los primeros intentos de proporcionar un tratamiento científico social a la opinión pública se pre-sentaron sobre un telón de interés intelectual general en fenómenos tales como la conducta de las masas y las multitudes.

El objetivo de este capítulo es revisar estos primeros e influyentes tratamientos del públi-co: concepciones que identificaban la opinión pública como bastante próxima a la conducta colectiva, y la enfocaban básicamente explicando la naturaleza sociológica del público como un grupo estructurado imprecisa y transitoriamente (véase Park, 1904; Blumer, 1946; Davi-son, 1958; Foote y Hart, 1953). Es esencial en estos tratamientos la noción de que la opi-nión pública podía observarse como parte de un proceso sociológico más amplio, como un mecanismo a través del cual las sociedades estables se adaptan a las circunstancias cam-biantes por medio de la discusión y el debate. Se presta igualmente una especial atención al concepto de asunto público, singularmente a la forma en que “el público”, como una entidad social en desarrollo, se forma, teóricamente, a través del tiempo, por medio de argumentos espontáneos, la discusión y la oposición colectiva respecto a un asunto. Por estas razones, escritos posteriores se han referido a veces a esta conceptualización del público como un modelo discursivo (Young, 1948; Bogardus, 1951; Price y Roberts, 1987; Price, 1988). Aun-que la estructura conceptual tiene ya casi un año, continúa conformando, a veces de forma indirecta, el pensamiento actual sobre la opinión pública en una variedad de disciplinas.

Con su fuerte énfasis en la opinión pública como procedente del debate, esta formula-ción sociológica es, en muchos aspectos, descendiente directa de las ideas de la Ilustración del siglo XVIII, previamente comentadas. Pero la estructura analítica propuesta por Park (1904) y reelaborada por Blumer (1946) representó un avance en varios aspectos importan-tes. Se desarrollaba a partir de un interés científico general por comprender las relaciones sociales humanas, tratando de entender la opinión pública a la luz de su significado socioló-gico más amplio.3 Más importante aún, fusionó ideas filosófico-políticas previas sobre la opi-nión pública (por ejemplo, la noción de que la opinión pública expresa la “voluntad general”) con modernas preocupaciones psicológico-sociales, formando, en consecuencia, un puente de unión con los últimos estudios científico-sociales de las actitudes y las opiniones (capítulo 4). El modelo discursivo de orientación sociológica continúa vertiendo luz conceptual sobre las formas en que la opinión pública es fundamentalmente comunicativa por naturaleza (Pri-ce, 1988) y nos proporciona una posición ventajosa para supervisar las diferentes entidades que, en la investigación contemporánea sobre la opinión pública, se equiparan de formas distintas con el público. El objetivo de la última parte de este capítulo es revisar, a la luz de estas concepciones sociológicas del público, el amplio campo de agrupaciones colectivas –tales como elites, público hostil, público atento y público general– que se invocan general-mente en la investigación empírica de la opinión. La intención no es argumentar a favor o en contra de ninguna concepción concreta del público, sino simplemente señalar las formas en que investigadores y analistas continúan empleando una variedad de conceptos de nivel co-lectivo y definiciones operacionales al describir y analizar al público.4

3 Esfuerzos analíticos como los de Park y Blumer figuran de una manera destacada en el establecimiento de la conducta co -lectiva como un subcampo vital en la sociología americana, campo que se ha desarrollado independientemente de la investi-gación sobre la opinión pública (véase Turner y Killian, 1957; Elsner, 1972).4 Key (1961), de forma similar, resiste la tentación de argumentar sobre una definición de conjunto de el público, contentán-dose con decir que “en una cuestión dada, el público operativo puede consistir en una asociación altamente estructurada, mientras en otro asunto las opiniones pueden difundirse a través de un amplio público sin una organización especial” (p. 11). Pero esta valoración de las primeras concepciones sociológicas del público es mucho menos optimista que la ofrecida aquí. Key rechazó algunas de las principales nociones del modelo discursivo (por ejemplo, que el público se forma y organiza por medio de la discusión que rodea a un asunto concreto, citando a Davison (1958)) como orgánico por naturaleza y de “utilidad más poética que práctica” (pp. 8-9). Generalmente, menosprecia los esfuerzos para conceptualizar al público como “una espe-cie de asociación imprecisamente organizada u otra fantasmal entidad sociológica” (p. 15).

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Multitud, público y masas

Es útil tener en mente que las concepciones sociológicas de “público”, originalmente, se desarrollaron junto con la nueva ciencia psicológica de la multitud, a finales del siglo XIX y principios del XX. Moscovici (1985) indica que la totalidad de la psicología social moderna puede seguirse a través de los intereses surgidos en este período sobre la “masificación” de la sociedad y sus males concomitantes: estallidos violentos, pánico masivo y otras vívidas indicaciones de las “transformaciones radicales” que las personas pueden experimentar en entornos colectivos. El rompecabezas que había de resolverse consistía en el hecho de có-mo individuos por lo demás civilizados podían transformarse en multitudes coléricas o mani-festantes entusiastas. Esta cuestión fue analizada por LeBon (1895) en su influyente libro La Psychologie des Foules, en el cual buscaba sentar las bases para una ciencia de la psicolo-gía de la multitud. Aunque el concepto de multitud se invoca raramente hoy en día, aclara y refleja algunas de las características esenciales de dos conceptos colectivos contemporá-neos: las masas y el público.

La multitud. Al argumentar sobre el estudio científico de las multitudes, LeBon (1895/1960) observó que el ascenso de las “clases populares” en la vida política era, tal vez, el desarrollo más significativo de la sociedad moderna. Vio a la multitud como uno de los principales mecanismos con los que estas clases, de forma creciente, presionaban para conseguir sus demandas, con intensificación de la destrucción y la violencia. “El derecho di-vino de las masas”, observó, “está a punto de reemplazar al derecho divino de los reyes” (p. 10). Una comprensión científica de estas multitudes, y su forma de conducta, habría de ocu-par, por esta razón, un lugar primordial en el estudio de la sociedad moderna.

“La ley de la unidad mental de las multitudes” de LeBon, se basaba ampliamente en los descubrimientos psicológicos del momento, especialmente en las ideas de hipnosis y suges-tión inconsciente. Identificó tres causas básicas de la conducta de la multitud. Primera, el anonimato consistente en formar parte de una multitud relaja las limitaciones civilizadas so-bre los instintos básicos de las personas. Segunda, las emociones y las acciones se extien-den rápidamente por imitación espontánea y “contagio” (véase también Tarde, 1890). Terce-ra, y más importante, la “personalidad consciente se desvanece” bajo la influencia de una multitud, y el individuo queda sujeto a la persuasión y la sugestión inconsciente, es decir, queda esencialmente hipnotizado por la voluntad colectiva de la multitud (LeBon, 1895/1960, p. 27; Park, 1904/1972, p. 50). Es este estado hipnótico el que permite a la multitud actuar al unísono, a menudo con efectos terroríficos.

Los análisis posteriores de la conducta colectiva no compartieron necesariamente las te-rribles caracterizaciones de la vida en la “era de las multitudes”, y la mayoría abandonó su marco conceptual hipnótico. Sin embargo, continuaron no menos interesados por las asocia-ciones multitudinarias, imprecisamente estructuradas, y las diversas funciones sociales a las que servían. Al desarrollarse el campo de estudio de la conducta colectiva, se tomó en con-sideración, no sólo a las multitudes sino también muchas formas semejantes, tales como las modas, las manías y los movimientos sociales. Foote y Hart (1953) indicaron que diversos ti-pos de conducta colectiva, incluyendo fenómenos multitudinarios, podían estar implicados en la formación de la opinión pública, especialmente en sus primeros estadios. Sugirieron que los analistas sacarían provecho de la atención a estos procesos colectivos relativamen-te indefinidos, preparatorios o provisionales, de los cuales emergen, finalmente, los modos de acción social más organizados y racionales, tales como el debate público. Sin embargo, muchos conceptos del campo de la conducta colectiva, tal como la propia idea de multitud, no se han utilizado nunca demasiado en estudios de la opinión pública. Al contrario, “multi-tud” ha servido principalmente como concepto contrario al que se define como “el público”.

El público. El logro conceptual de Park (1904) es que consideró a la multitud y al público como fundamentalmente similares en un aspecto clave: ambos son mecanismos de adapta-ción social y cambio, formas sociales transitorias utilizadas por grupos sociales para “trans-formarse” en nuevas organizaciones. Por otra parte, el público y la multitud pueden servir,

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ambos, como caminos iniciales para la creación de entidades sociales totalmente nuevas; en otras palabras, métodos por los que personas de diferentes grupos establecidos pueden organizarse en grupos nuevos. Tanto la multitud como el grupo son dominados por una es-pecie de fuerza colectiva, o voluntad general, propuso Park, pero se trata de una fuerza que aún no ha asumido el status de norma social clara. No pueden, en consecuencia, conside-rarse una sociedad. La multitud y el público no son grupos formalmente organizados, sino un “estado preliminar empírico” en el proceso de formación de un grupo.

Por otro lado, hay diferencias conceptuales importantes entre la multitud y el público. Pa-rk (1904/1972) sugirió que la multitud está marcada por la unidad de experiencia emocional (según LeBon), mientras que el público está marcado por la oposición y el discurso racional. La multitud se desarrolla como respuesta a emociones compartidas; el público se organiza en respuesta a un asunto. Entrar en la multitud requiere únicamente “la capacidad de sentir y empatizar”, mientras que unirse al público requiere también “la capacidad de pensar y ra-zonar con otros”. La conducta del público puede, al menos parcialmente, guiarse por una campaña emocional compartida, pero “cuando el público deja de ser crítico, se disuelve o se transforma en multitud” (pp. 79-80).

El concepto de público como una entidad colectiva elemental recibió, tal vez, el trata-miento conceptual más completo por parte de Blumer (1946), quien amplió y aclaró los pri-mitivos análisis de Park. Blumer propuso que “el término público se utilice para referirse a un grupo de gente que a) están enfrentados por un asunto, b) se encuentran divididos en su idea de cómo enfocar el asunto, y c) abordan la discusión del asunto” (p. 189). El desacuer-do y la discusión alrededor de un asunto concreto hacen existir a un público. Un problema fuerza a la gente a actuar colectivamente para dar una respuesta, pero les faltan tradiciones, normas o reglas que indiquen claramente qué tipo de acción ha de llevarse a cabo. Como la multitud, el público “carece de los rasgos característicos de una sociedad” (Blumer, 1946, p. 189) y sus miembros no tienen papeles de status fijos (recuérdense las nociones igualitarias predominantes en el pensamiento del siglo XVIII). Como indicó Blumer, “el público es una especie de grupo amorfo cuyo tamaño y número de miembros varía según el asunto; en vez de tener una actividad prescrita, se empeña en un esfuerzo para llegar a una acción, y en consecuencia se ve forzado a crear su acción” (p. 190).

En consecuencia, según Blumer, argumentación y contraargumentación se convierten en los medios por los cuales se modela la opinión pública. Para que esta discusión se realice, es necesario un lenguaje común de términos fundamentales, un “universo de discurso”. Las personas y grupos involucrados necesitan ser capaces de tener en cuenta las posiciones de los otros y deben tener la voluntad de comprometerse para determinar un transcurso de la acción colectiva aceptable (p. 191). Sin embargo, Blumer se dio cuenta enseguida de que el debate público podía darse en un marco desde “altamente emocional y lleno de prejuicios” hasta “altamente inteligente y serio” (p. 192). Siguiendo a Lippmann (1925), sugirió que el público se forma generalmente, por una parte, a través de grupos de interés que tienen un interés inmediato por la forma en que se resuelve un asunto y que participan bastante acti-vamente para conseguir sus peticiones, y por otra parte, “un grupo más independiente y con actitud de espectador”. La alineación final de los miembros del público menos interesados determina, finalmente, cuál de los puntos de vista que compiten será el que predomine. En sus esfuerzos por conseguir apoyo, los grupos interesados pueden subvertir parcialmente el discurso racional intentando despertar emociones y proporcionando mala información. A pe-sar de ello, en la visión Blumer (1946), “el auténtico proceso de discusión fuerza a una cierta cantidad de consideración racional” que ayuda a asegurar una conclusión más o menos ra-cional. Así pues, “la opinión pública es racional, pero no necesariamente inteligente” (p. 192).

La masa. Tal como Park anteriormente, Blumer (1946) observó que bajo condiciones de excitación emocional común, el público podría transformarse en una multitud, dando lugar, en consecuencia, a “un sentimiento público” más que a una opinión pública. Sin embargo, indica que en los tiempos modernos, el peligro de que el público se convierta en multitud es menos inquietante que el peligro de que pueda verse “desplazado por las masas” (p. 196). Un tercer agrupamiento colectivo elemental, la masa, se distingue en varias formas impor-

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tantes de la multitud y el público. La masa se compone de individuos anónimos y se distin-gue por tener una interacción y comunicación entre sus miembros realmente muy pequeña. Es extremadamente heterogénea, e incluye personas de todos los estratos de la sociedad y “de todas las profesiones” (p. 185). La masa es muy dispersa geográficamente. Está más imprecisamente organizada que la multitud o el público, y sus miembros son incapaces de actuar concertadamente.

Lo que une a las masas no es la emoción compartida (como en la multitud) ni el des-acuerdo o la discusión (como en el público), sino un foco de interés común o atención, algo que atrae a la gente fuera de los límites de su experiencia restringida. “El objeto del interés de las masas”, sugiere Blumer (1946), “consiste en atraer la atención de la gente fuera de su cultura local y su esfera vital, dirigiéndola hacia un universo más amplio, hacia áreas que no están definidas o cubiertas por reglas, regulaciones o expectativas” (p. 186). La atención compartida es un vínculo único entre los miembros de la masa; no actúan bajo la guía de ningún tipo de voluntad colectiva. Dado que son incapaces (o no tienen intención) de comu-nicarse entre ellos, excepto en la forma más limitada, se ven conducidos a actuar separada-mente. La masa “consiste meramente en un conjunto de individuos que son diferentes, inde-pendientes, anónimos” y que actúan en respuesta a sus propias necesidades (pp. 186-187). Blumer presentó varios ejemplos de masas en la vida contemporánea: aquellos “que se ex-citan ante cualquier acontecimiento nacional, los que se interesan por un juicio criminal que aparece en la prensa, o los que participan en grandes migraciones” (p. 185).

Blumer sugiere también que la conducta de las masas deviene crecientemente significa-tiva en la vida industrial y moderna urbana al “haber impulsado a los individuos a alejarse de las raíces costumbristas y haberlos empujado a un mundo más amplio”, junto con la crecien-te movilidad, los medios de comunicación de masas y la educación. Peor aún, consideró al público como gradualmente sobrepasado por la masa: “El creciente desarraigo de la gente con respecto a la vida local, la multiplicidad de asuntos públicos, la expansión de las agen-cias de comunicación junto con otros factores, ha conducido a las personas a actuar cada vez más por selección individual, más que participando en una discusión pública” (p. 196). Como resultado, sospecha Blumer, el público y la masa estarán cada vez más entremezcla-dos y serán más difíciles de diferenciar.

La preocupación de Blumer fue elaborada por Mills (1956), que indicó que la masa había suplantado al público en la vida política americana. Haciéndose eco de la visión “discursiva” del público, Mills observó que los canales de comunicación entre un verdadero público eran abiertos y estaban dispuestos a responder, permitiendo a muchas personas tanto expresar opiniones como recibirlas. Basándose en la noción de soberanía en la formación del público, propia de la Ilustración (capítulo 2), indicó que las instituciones autoritarias de la sociedad no penetran en el público, que es “en consecuencia, más o menos autónomo en su funciona-miento” (p. 304). Lamentablemente, en la estimación de Mills, las condiciones modernas aparecen mucho más favorables a la masa que a la opinión pública, por cuatro razones bá-sicas:

En una masa, a) son muchas menos las personas que expresan opiniones que las que las reciben, pues el conjunto de públicos se convierte en una colección abstracta de indivi-duos que recibe impresiones de los medios de comunicación. b) Las comunicaciones que prevalecen están tan organizadas que es difícil o imposible para un individuo responder de forma inmediata o con algún efecto. c) La realización de la opinión en acción está controlada por las autoridades, que organizan y controlan los canales de tal acción. d) La masa no tiene autorización de las instituciones; por el contrario, agentes de las instituciones autorizadas se incorporan a esta masa, reduciendo cualquier autonomía que pudiera haber en la formación de opinión por medio de la discusión (p. 304).

En consecuencia, según los cálculos de Mills, hay pocas discusiones públicas auténticas en la vida política moderna, y cualquier discusión que tenga lugar no puede considerarse propiamente soberana, en el sentido de que su “universo de discurso”, para usar la expre-sión de Blumer, se ha visto en gran medida circunscrito por los medios de comunicación. Otros investigadores han adoptado un punto de vista mucho más optimista con respecto a la

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comunicación pública (Katz y Lazarsfeld, 1955), pero la distinción básica conceptual entre masa y público sigue siendo muy compartida (véase Graber, 1982).

Las cuestiones y los públicos

La concepción sociológica del público contempla a éste como una colectividad impreci-samente organizada que surge del transcurso de la discusión en torno a una cuestión. En contraste con la masa, que se basa únicamente en una atención común hacia algún asunto y que está formada por respuestas idiosincrásicas formadas lejos de cualquier debate o dis-cusión, el público se distingue por una resolución colectiva de algún problema por medio de argumentos y réplicas. Una inferencia mayor de esta concepción, ya evidente en las obser-vaciones de Blumer (1946) y Mills (1956), es que el público discursivo representa sólo una pequeña porción del electorado moderno. Otra importante inferencia es que un público no es una entidad fija. Cambia en cuanto a su tamaño y su composición al tiempo que primero se identifica un asunto, se varía con la discusión, y finalmente se resuelve (Blumer, 1946, 1948; Price y Roberts, 1987).

Fases del desarrollo. El modelo discursivo formulado por Park y Blumer es esencialmen-te desarrollista por naturaleza, y mantiene que la opinión pública se forma a través de una secuencia de estadios (Bryce, 1888, Foote y Hart, 1953; Davison 1958).5 Según estas lí-neas, Foote y Hart (1953) identifican cinco fases colectivas en la formación de la opinión pú-blica. La primera es la fase del problema, en la que alguna situación es considerada proble-mática por una persona o grupo determinado y con el tiempo se considera generalmente co-mo tal. En este primer estadio, una falta de definición rodea tanto al problema como a sus consecuencias, y por esta razón el público pertinente es indeterminado. Tal como sugieren Foote y Hart, “público y problema surgen juntos en el transcurso de una interacción” (p. 312). Tal interacción es rudimentaria y provisional en este punto, porque “la gente a menudo no sabe lo que quiere en una situación” (p. 317). Hacia el final de la primera fase, sin em-bargo, el problema ha cristalizado en un asunto reconocido y la gente implicada, el público de este asunto, tiene alguna idea de lo que quiere. Pero pueden no saber aún suficiente-mente bien cuál es la mejor forma de conseguirlo. Entonces tenemos el segundo estadio, la fase de propuesta, en el que se formulan una o más líneas potenciales de acción como res-puesta al problema. De nuevo, una considerable ambigüedad rodea el proceso, pues surgen y se descartan muchas ideas. Aunque más claramente discursiva que el primer estadio, la fase de propuesta aún implica “algunas de las características de la conducta colectiva: mo-vimientos a tientas, emociones efímeras, ondas esporádicas de rumores y presiones, clamor desorganizado” (p. 313). En este punto del proceso, según Foote y Hart, los miembros del público tantean colectivamente las dimensiones del problema y determinan una o varias for-mas de resolverlo.

A continuación viene la fase política, estadio durante el cual los méritos y debilidades de las propuestas alternativas, que ya han sido determinadas, se debaten activamente. Es la fase más claramente identificable como discurso público, en la que los miembros más acti-vos del público buscan el apoyo de aquellos menos involucrados, intentando conseguir un consenso para sus propuestas. Los encuestadores controlan activamente las opiniones so-bre el asunto durante esta fase, y en los medios de comunicación aparecen editoriales y car-tas de apoyo o de oposición a propuestas específicas. La fase política, finalmente, culmina con una decisión para acometer un plan específico de acción, iniciando, en consecuencia, la fase programática, durante cuyo transcurso se realiza la acción aprobada. Finalmente, hay un quinto estadio, la fase de valoración, en el que se realizan evaluaciones periódicas de la efectividad de la política llevada a cabo, especialmente por parte de las minorías de no con-

5 Incluso antes de comienzos de siglo, Bryce (1888) describió la formación de la opinión pública como procedente de una se -cuencia de etapas notablemente similar a aquellas más tarde identificadas por sociólogos tales como Foote y Hart (1953) y Davison (1958). Más recientemente, analistas de una gran variedad de campos han propuesto etapas de desarrollo de la opi-nión pública que son aproximadamente comparables con las de Foote y Hart descritas anteriormente. Véase, por ejemplo, Downs (1972), Nimmo (1978) y VanLeuven y Slater (1991).

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vencidos que se formaron durante el debate público. Incluso si la política es generalmente un éxito, sugieren Foote y Hart (1953), “la gente puede encontrar que lo que buscaba no era lo que se quería, después de todo, o que el éxito a la hora de satisfacer deseos previos ha dado lugar a problemas imprevistos” (p. 318).

Actores y espectadores. A lo largo de estas fases de desarrollo, el público cambia de ta-maño, aumentando desde los pocos que primero se dieron cuenta del problema hasta los muchos que finalmente participaron de alguna forma en su resolución (Davison, 1958). El público cambia también en su composición, ampliándose desde aquellos más directamente implicados en la definición del asunto, los que formulan propuestas y debaten sus méritos, hasta otros muchos que simplemente siguen la escena según se desarrolla. Lippmann (1925) y Blumer (1946) consideran al público, por naturaleza, formado esencialmente por dos niveles: los elementos activos y los elementos relativamente más pasivos. Lippmann ha-bla generalmente de actores y espectadores. Los actores son aquellos que –tanto si son funcionarios como si son ciudadanos interesados– intentan influir directamente en el curso de los asuntos políticos. Se dan cuenta de los problemas, proponen soluciones, e intentan persuadir a los demás de su punto de vista. Los espectadores, por otra parte, componen la audiencia de los actores, siguiendo sus acciones con diversos grados de interés y actividad. Pero la distinción entre actores y espectadores en el público no es definitiva, y “hay, con fre-cuencia, una mezcla de los dos tipos de conducta” (Lippmann, 1925, p. 110).6 Además, los miembros de estos dos estratos, no claramente delimitados, cambian con cada asunto. Tal como indica Lippmann, “los actores de un determinado asunto son espectadores en otro, y los hombres pasan continuamente de uno a otro lado” (p. 110).

Aunque difícil de de6nir con límites precisos, la distinción entre actores y espectadores es, sin embargo, importante para los analistas de la opinión pública. Los asuntos públicos surgen, en gran parte, de las acciones recíprocas de estos dos elementos. Cuando habla-mos de asuntos públicos, nos referimos generalmente a cuestiones en pugna entre los acto-res (grupos o individuos, dentro o fuera del gobierno) que han conseguido obtener una au-diencia más amplia entre los espectadores. Los asuntos pueden originarse en pequeños grupos de personas que están en desacuerdo sobre alguna cuestión o que presionan para conseguir un cambio; pero un problema o un desacuerdo no se convierte en una preocupa-ción extendida –un asunto público– hasta que no consigue el interés y la atención de un gru-po más amplio.

Extensión del debute público. El éxito a la hora de conseguir una audiencia mayor se da en parte, y quizá principalmente, debido a los esfuerzos concertados de los actores para ha-cer públicas sus pugnas y desacuerdos. Numerosos analistas han observado que la política consiste, en gran manera, en la creación y supresión de asuntos: la consecución de público para problemas específicos, o la definición de problemas de tal forma que el público no se forme en su entorno (Cobb y Elder, 1983; Taylor, 1986). Tal como indica Schattschneider (1960), “lo que sucede en política depende de la forma en que la gente se divida en faccio-nes, partidos, grupos, clases, etc.” (p. 62). Siguiendo estas líneas, las recientes investigacio-nes experimentales sugieren que alterar las imágenes de los medios de comunicación sobre los grupos sociales que componen las partes opuestas de un determinado asunto, puede producir diferencias en la forma de responder de la audiencia. Los actores gastan considera-ble energía intentando presentar el conflicto en la forma que mejor convenga a sus intere-ses.

Por otro lado, los asuntos no surgen únicamente debido al esfuerzo de los actores. “Se hacen millones de intentos”, observa Schattschneider (1960), “pero un asunto tiene lugar únicamente cuando se produce la batalla” (p. 74). ¿Por qué unos asuntos tienen éxito en conseguir una audiencia amplia y otros no? Las posibles líneas de escisión política entre el electorado son numerosas, y según Schattschneider, la constelación de posibles escisiones ayuda a determinar si un problema específico despierta finalmente mucho interés y divide al electorado. Muchos conflictos potenciales de la comunidad no consiguen convertirse en

6 Siguiendo la terminología de Blumer, podríamos decir que la conducta del público es, en el extremo más activo del espec -tro, verdaderamente pública (en el sentido discursivo) y, en el otro extremo del espectro, más comparable con la conducta de masas (véase la discusión de la relación elite-masa, a continuación).

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asuntos porque se ven desacreditados por fuertes antagonismos, pero otros asuntos son fá-cilmente relacionables con grupos de adhesiones semejantes en la misma dimensión gene-ral. Las propias características de un asunto, tales como su complejidad, importancia social o implicaciones a largo término, pueden también influir en la probabilidad de que se extienda desde el círculo de los inmediatamente interesados hacia un público más amplio. Hasta cier-to punto, estas características de un asunto pueden manipularse en el transcurso de un de-bate público. La clave del éxito político, arguye Schattschneider, reside en las formas en que los actores definen el problema y las acciones alternativas. Los primeros estadios de la for-mación de la opinión pública –la fase del problema y la fase de la propuesta– determinan principalmente qué facciones del electorado se activarán y en consecuencia hasta qué punto y con qué profundidad se dividirá el público durante la fase política.

Tras la resolución de un asunto. En la conclusión de la fase política, una vez que el asunto está debatido y decidido, su público, teóricamente, retrocede debido al agotamiento y la reducción de la comunicación. Pero las asociaciones, alineaciones y escisiones formadas a través de la respuesta pública al problema específico persisten; los elementos del público más altamente activos y organizados, una vez formados, pueden funcionar por largos perío-dos de tiempo, consiguiendo, finalmente, un status casi institucional (por ejemplo, grupos de interés, tales como la American Association of Retired People, o la National Rifle Associa-tion). El público remanente de un asunto forma, de este modo, la materia prima para nuevos asuntos y nuevos públicos. Del proceso de tratar públicamente una sucesión de asuntos, se deduce la existencia de los partidos políticos y otros grupos de interés altamente organiza-dos, con las doctrinas e ideologías que representan. Estos grupos relativamente estables y las organizaciones forman un trasfondo lentamente cambiante sobre el que se suceden los ascensos o caídas de los asuntos específicos y sus públicos. Tal como sugiere Park (1904), los públicos permiten a estos grupos estables adaptarse y cambiar, igual que favorecen la formación de nuevas asociaciones colectivas.

La observación del público

El público es una entidad difícil de identificar de forma precisa. Está imprecisamente or-ganizado a través de la comunicación que rodea a un asunto, incluye un estrato activo y uno pasivo, cambia en tamaño y forma según se desarrolla, y tiene o deja de tener existencia al mismo tiempo que un asunto. No es extraño que las declaraciones generales respecto a la naturaleza del público sean problemáticas. Como indica Key (1961), “en un determinado asunto, el público puede ser un sector de la población; en otro, un sector bastante diferente. No puede esperarse muchas coincidencias entre los profundamente interesados por la políti-ca referente a la caza en las tierras altas y aquellos interesados por las prácticas de despido de los fontaneros” (p. 15). Cómo identificar públicos tan absolutamente diferentes a través de asuntos de amplia extensión se convierte, de este modo, en un desafío de vital importan-cia para la investigación sobre la opinión pública.

Al intentar responder a este desafío, los primeros investigadores que abordaron el estu-dio empírico sistemático de la opinión pública (por ejemplo, Allport, 1937) acabaron por des-cartar muchas de las nociones principales del modelo discursivo.7 Relacionado como está

7 Allport (1937) rechazó, en general, la concepción discursiva de la opinión pública, no como una ficción absoluta, sino como un camino sin salida para la investigación. Bajo tal modelo, indicó, la opinión pública “se considera como un nuevo producto que emerge de una discusión integrada en un grupo, un producto del pensamiento individual concertado que es diferente del promedio o consenso de puntos de vista y de la opinión de cualquier individuo” (p. 10). El rechazo de Allport del modelo dis-cursivo proviene de varias cuestiones. Primero, el enfoque en productos que emergen de la interacción de grupos parece invi-tar al sofisma de separar el pensamiento de las mentes de los individuos. Segundo, y quizá más importante, estos productos emergentes no son fácilmente identificados por medio del análisis empírico. “Simplemente decimos que, si existe tal produc-to emergente, no sabemos dónde está, cómo puede descubrirse, identificarse o comprobarse, o con qué valores ha de juzgar -se” (p. 11). Pero expresa cierta ambivalencia. Más tarde, por ejemplo, Allport habla de los aspectos transitorios de la opinión pública en términos bastante similares a los propuestos en el modelo discursivo. Y en una extensa nota a pie de página, discu-te posibles alineaciones colectivas como fuerzas dentro del público, reconociendo que si estas fuerzas realmente existen, en-tonces “una formulación que hemos rechazado por estéril deviene válida, e incluso necesaria, como un principio de trabajo

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con el concepto del público como una entidad cambiante y amorfa, el modelo sociológico se demostró mal pertrechado para cualquier modo de descripción empírica. Cuando se em-prendieron la investigación de sondeo y las encuestas de opinión, en los años treinta, la ta-rea desalentadora de observar empíricamente al público como un grupo fluido y compleja-mente estructurado, de forma consecuente con el modelo sociológico, llevó a su sustitución por una aproximación mucho más manejable, esencialmente una acepción global, “una per-sona, un voto”, una formulación consecuente con las nociones mayoritarias de la opinión pú-blica (capítulo 2) y con los ideales democráticos populistas (véase Gallup y Rae, 1940).

El modelo global más simple era ciertamente más práctico. Aunque los investigadores, periódicamente, presentan objeciones y se resisten a este avance en la conceptualización (principalmente el propio, hay pocas dudas de que permite a los investigadores realizar aná-lisis empíricos sistemáticos de opiniones y actitudes en la población en general (capítulo 4): Pero el cambio de perspectiva tuvo consecuencias. El nacimiento de las encuestas de opi-nión y la investigación de sondeo redirigió la atención hacia intereses psicológico-sociales por oposición a intereses ampliamente sociológicos, y colocó los problemas de medición de la opinión a escala individual en el centro del campo. Tal como observó Bogart (1972), “el mundo de la opinión pública en el sentido actual, empezó con las encuestas Gallup de me-diados de los años treinta, y es imposible para nosotros retrotraernos al significado de opi-nión pública tal como lo entendían Thomas Jefferson en el siglo XVIII, Alexis de Tocqueville y Lord Bryce en el siglo XIX, o incluso Walter Lippmann en 1920” (p. 14).

¿Es, sin embargo, “imposible retrotraernos”, como dice Bogart? De muchas maneras, el modelo sociológico de público, aunque eclipsado por nociones globales con el advenimiento del sondeo, nunca se ha abandonado totalmente. Si bien es cierto que estamos predispues-tos a entender la opinión pública como lo que “los sondeos intentan medir”, investigadores ri-gurosos del fenómeno (incluyendo aquellos que contribuyeron materialmente al avance de las técnicas de sondeo) han continuado esforzándose por resolver los tipos de procesos co-lectivos analizados por Park, Blumer y otros. Los estudiosos contemporáneos de la opinión pública no están necesariamente forzados, sólo por adoptar el método de sondeo, a consi-derar la opinión pública como una reunión de “opiniones de igual valor de individuos dispa-res”. La tecnología de las encuestas de opinión ha contribuido, sin embargo, a tal concep-ción, pero no requiere forzosamente que los analistas apliquen un modelo conceptual con-creto a los datos recogidos por medio de encuestas. Existe la opción de obtener otras medi-ciones de la opinión pública, por ejemplo, entresacando grupos selectos del muestreo total o ponderando diferencialmente según la importancia, la implicación o la participación activa. O si se cree que ciertos aspectos colectivos de la opinión pública no pueden observarse en ab-soluto a través de mediciones de los individuos integrantes, pueden emplearse otras técni-cas tales como los análisis de contenidos (capítulo 5). Decir que el dominio del sondeo ayu-da a establecer concepciones globales de la opinión pública no es decir nada respecto a la adecuación inherente de las técnicas de sondeo como un modo de observación, sólo dice algo sobre la forma típica de interpretar tales observaciones. Como veremos más tarde, no todos los investigadores –ni siquiera encuestadores– son partidarios estrictos del modelo de una persona, un voto.

La realidad del asunto es que los analistas de “el público”, hoy día, podrían equipararlo, a través de diferentes situaciones de investigación, con colectividades muy diferentes. Algu-nos lo equiparan con aquellas personas y grupos que participan activamente en el debate público de una cuestión concreta; otros consideran al público más generalmente como aquel sector de la población que aparece informado o atento sobre las cuestiones públicas en ge-neral; otros aún pueden equiparar ampliamente al público con el electorado o más amplia-mente aún, con la población como conjunto.

El público en general. Una concepción extendida de público es la de que corresponde a una población dada en su totalidad. En el número inaugural de la revista insignia de la mate-ria, Public Opinion Quarterly, Allport (1937) presentó un resumen que influyó mucho sobre la investigación futura sobre la opinión pública. Decía que cualquier concepto de público que no sea totalmente inclusivo –que no incluya a cada individuo de una población dada– es de-

para la investigación” (pp. 21-22).

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masiado ambiguo. Allport conceptualizó el público como una población definida por la juris-dicción geográfica, comunitaria y política, o por otros límites. Como indicó “las opiniones son reacciones de individuos; no pueden asignarse al público sin convertirse en ambiguas e inin-teligibles para los investigadores” (p. 9). La identificación del público que hace Allport con la totalidad de la población, arraigó con fuerza en los círculos de investigación y pudo pronto considerarse como la noción subyacente de la mayoría de las prácticas actuales de encues-ta.8 Philip Converse (1987) observa que la adopción voluntaria de esta concepción del públi-co no solamente se debió a su practicabilidad. Los pioneros de las encuestas de opinión e investigación de sondeos, que comenzaron a trabajar en los años treinta –Gallup, Roper y Crossley, entre otros– “eran de sólidos principios democráticos y estaban encantados de proporcionar un medio para que la voz del pueblo pudiera oírse claramente” (p. 15). El com-promiso de considerar al público como un conjunto de todos los miembros de la sociedad fue una decisión democrática populista.

Pero el “público en general”, cuando se le equipara con la población general, no es clara-mente un público en el sentido más tradicional del término. Cincuenta años de investigación de sondeos han confirmado abrumadoramente las primeras sospechas de Bryce (1888) y Li-ppmann (1922) acerca de que el grueso de la población general es desinteresada y está de-sinformada sobre la mayoría de las materias que podrían considerarse asuntos públicos. Key descubrió en 1961 que casi el 10% no presta atención en absoluto ni siquiera a las más evidentemente visibles campañas presidenciales. La concurrencia de votantes en elecciones presidenciales es actualmente cercana al 50%. Neuman (1986) llegó a la conclusión de que aproximadamente el 66% de la población americana tiene poco o ningún interés en la políti-ca. Según algunas estimaciones, una cantidad tan alta como el 33% de las opiniones recogi-das en los sondeos de población general son simplemente las respuestas que se les pasa por la cabeza, ofrecidas sin dedicarles ninguna reflexión o discusión previa (Bishop, Oldendi-ck, Tuchfarber y Bennett, 1980; Graber, 1982; Neuman, 1986). Es, en consecuencia, difícil aceptar que toda la población sea un grupo comprometido en una consideración o discusión seria de la mayoría de los asuntos. Los puntos de vista dados a los encuestadores son, a menudo, desorganizados, desconectados, respuestas individuales, formadas fuera del foro del debate público. En otras palabras, son opiniones de la masa. Tal como señaló Crespi (1989), “entendiendo la opinión pública como la suma de las opiniones de los individuos que componen el electorado, más que como una fuerza que emerge de una sociedad organiza-da, los encuestadores, implícita, si no explícitamente, definen su trabajo como la medición de la opinión pública en la sociedad de masas” (p. 11 ).9

Esto no quiere decir que las opiniones recogidas del público en general sean, en ningún sentido, carentes de significado o de importancia para la resolución de las cuestiones públi-cas. Incluso las pseudo-opiniones irreflexivas, aunque evidentemente no reflejan las opinio-nes públicas que disfrutan de una amplia consideración o debate, pueden ser esfuerzos sig-nificativos para responder a las preguntas de la encuesta. Más aún, el mero hecho de que los sondeos de opinión tengan un papel institucionalizado en la esfera política ha dado pro-bablemente a la opinión de masas un impulso creciente en la configuración de la política. Aunque se reconoce que la opinión de masas es superficial, y se ha observado que en algu-nos casos se separa considerablemente de la opinión pública efectiva (por ejemplo, el asun-to del control de armas), la población en su totalidad continúa equiparándose con el público en muchos estudios.

El público que vota. Otra entidad comúnmente identificada con el público es el electora-do, un colectivo masivo e indiferenciado que representa como máximo el 70% de la pobla-ción occidental y en algunos casos (por ejemplo en las elecciones municipales) una parte aún menor. Directamente alineado con la teoría democrática representativa (capítulo 2), el electorado es una de las definiciones operacionales más comunes del público, y los resulta-

8 En la práctica, raramente se muestrea a toda la población. Siempre se la delimita de alguna forma, por ejemplo, utilizando sólo a las personas de 18 años o más, excluyendo a los que no tienen casa o los que residen en instituciones, o incluyendo só-lo a las personas con teléfono.9 Por otro lado, los sondeos permiten estimar cuánta gente no tiene ninguna opinión respecto a un asunto, lo que no es, en ningún caso, una. información trivial (capítulo 4).

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dos electorales son, tal vez, el ejemplo más visible de la opinión pública en la sociedad occi-dental.

Dada la variabilidad en la afluencia de votantes a las diversas elecciones, el problema de identificar aquel sector de la población general más dispuesta a votar en un caso específico presenta dificultades para los encuestadores: un ejemplo simplificado del problema más am-plio inherente al hecho de situar empíricamente públicos variables, como se concebía en el modelo sociológico, a lo largo de asuntos diferentes. Aún más, la capacidad de las encues-tas de opinión para predecir los resultados de las elecciones ha sido durante mucho tiempo considerada como una indicación de su validez general. Si la afluencia fuera uniformemente alta, las muestras de la población general podrían funcionar bastante bien. Pero una fuente de error reconocida para predecir los resultados de las elecciones es la baja afluencia de vo-tantes (Crespi, 1989; Cantril, 1991). Puesto que muchos de los que responden a los son-deos masivos no están predispuestos a votar, los encuestadores, a veces, intentan iden-tificar a los no votantes cuando realizan sus proyecciones. Se han desarrollado técnicas es-tadísticas para ajustar los sondeos estimativos preelectorales con el fin de tener en cuenta la probabilidad de voto, pero hasta ahora pocas organizaciones de sondeo las han adoptado.

No hay duda de que el acto de votar es una clara expresión conductista de la opinión y puede incluso considerarse como una forma de participación en un debate público (si bien li-mitado por las alternativas electorales específicas ofrecidas). Sin embargo, el hecho de que una persona haya votado en una elección no debe, en ningún caso, considerarse como una indicación de que se haya ocupado activamente de considerar las posibilidades en juego. Las investigaciones indican que muchos votantes van a votar sin mucha información que guíe su elección. “La imagen de votantes desinformados ante la cabina, mirando fijamente hacia sus pies en busca de claves que les ayuden en su decisión de voto no es, según todas las probabilidades, una hipérbole” (Neuman, 1986, p. 173). O como dice Key (1961) “una parte sustancial de la ciudadanía puede ‘preocuparse’ por cómo se desenvuelven las elec-ciones, y puede tener un cierto ‘interés’ en las campañas. Esta implicación suele llevar implí-cito un cierto sentido de compartir el proceso político, aunque las actividades asociadas con este sentido de la implicación son de tipo diferente de aquellas de los públicos altamente atentos cuyos miembros están especialmente bien informados y en contacto bastante direc-to con los procesos políticos” (p. 547).

El público atento. Del 70% aproximado de la población general que vota, al menos oca-sionalmente, sólo el 50% está generalmente atento a los asuntos públicos (Devine, 1970). En reconocimiento al hecho de que el electorado incluye a muchas personas que general-mente no están implicadas ni son activamente políticas, Almond (1950) indica que es nece-sario observar un grupo mucho más pequeño de ciudadanos para obtener respuestas realis-tas a preguntas sobre el modo en que la opinión pública configura la política actual. En su análisis sobre formación política exterior, identifica un grupo que llama público atento, “que está informado e interesado por los problemas de política exterior, y que constituye la au-diencia para las elites de la política exterior” (p. 138). Más generalmente, Key (1961) postula que un pequeño número de ciudadanos de entre la población tenderá a “manifestar un gran interés por las campañas e incluso a mantener un interés continuado por el flujo de acción entre campañas” (p. 544). Como resume Devine (1970, p. 34), “el público atento se concibe como un público importante para el sistema político americano”. Es éste el grupo que presta una atención continuada a los asuntos políticos, se a implica seriamente en asuntos públi-cos, y habla ocasionalmente con los demás sobre estas cuestiones. Éstos son los especta-dores sobre los que escribió Lippmann (1925).

La investigación sobre la atención a las noticias políticas confirma la idea de que hay un estrato razonablemente estable de la población que presta atención a los asuntos públicos. Es cierto que para distintos tipos de historias la medida de la audiencia atenta varía, pero para las noticias políticas más típicas, los grupos atentos son bastante pequeños (Robinson y Levy, 1986; Times Mirror, 1990). Price y Zaller (1990) analizaron modelos sobre conoci-miento de las noticias a través de 16 noticias referentes a tipos muy variados (desde asun-tos sobre política internacional hasta noticias sobre el juicio al telepredicador Jim Bakker y la actriz Zsa Zsa Gabor). La mejor y más consecuente predicción de conocimiento, incluso pa-

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ra las historias no políticas, resultó ser una medición global de conocimiento político de fon-do. El conocimiento y la atención de los asuntos públicos parecen ir de la mano, y la pobla-ción parece estar bien estratificada respecto a ese continuum información/atención (Neu-man, 1986; Price y Zaller, 1990).

¿De qué modo identifican los investigadores como grupo a un público atento? Devine (1970) utiliza cinco medidas de reconocimiento: interés general en política, interés en cam-pañas de elecciones nacionales, hablar sobre política, exposición a las noticias de los perió-dicos sobre política, y lectura sobre política en las revistas. Sobre esta base, clasificó aproxi-madamente un tercio del total de la población como generalmente atento. Devine encontró que el grupo es bastante heterogéneo, aunque, como podía esperarse, las variables socioe-conómicas están claramente correlacionadas con la pertenencia al público atento. Los miembros de este grupo son mucho más activos que los otros en los debates públicos, se unen con mayor probabilidad a las manifestaciones o llevan emblemas de las campañas, y tienen diez veces más probabilidades que los demás de escribir sobre temas de interés pú-blico. Dado esto, podríamos esperar que un examen de cartas al director daría un número desproporcionado de miembros del público atento. Con todo, este grupo se distingue princi-palmente por su atención a los asuntos públicos más que por su actividad.

El público activo. Un escalón más arriba en la escala del interés y actividad pública, hay un grupo mucho más pequeño que podríamos llamar el público activo, que puede llegar has-ta el 15% del público atento (Neuman, 1986). Aquí tenemos a los actores del esquema con-ceptual de Lippmann (1925). Como en la distinción previa entre el público general y el públi-co atento, sin embargo, la demarcación entre los activistas políticos y el público tipo espec-tador “debe considerarse más una zona gris que una línea definida” (Key, 1961, p. 543). El compromiso de este grupo en asuntos políticos incluye tanto medios formales de participa-ción política –contribución monetaria, pertenencia organizativa y asistencia a mítines– como una participación informal muy activa, tal como discusiones públicas y debates con los de-más.

El término elite se utiliza bastante frecuentemente para referirse a estos miembros más activos de la población. Por ejemplo, Key (1961) entiende la elite política “en un sentido am-plio que incluye los líderes políticos, funcionarios gubernamentales, activistas de partido, creadores de opinión, y otros de este estrato vagamente definido de la sociedad que habla y actúa en roles políticos” (p. 259). Esta concepción encaja bastante bien con la visión de Li-ppmann de los actores. Como indica Key, “la elite política –los que hablan, los que persua-den, los que defienden, los que se oponen– media entre el mundo de acontecimientos remo-tos y complejos y la masa del público” (p. 261). De forma similar, cuando Almond (1950) usa el término elite, se refiere al “estrato de población relacionado con la política que da estruc-tura al público” (p. 138). Dentro de este estrato, Almond distingue varias clases diferentes de elites: los líderes políticos del gobierno (las elites políticas), miembros de los cuerpos profe-sionales que disfrutan de poderes especiales por su familiaridad y contacto con el gobierno (elites burocráticas), los representantes de grupos privados de orientación política (grupos de interés), y las elites de las comunicaciones, que incluyen no sólo a los medios de comuni-cación de masas, sino también a los líderes de opinión efectivos, que utilizan canales inter-personales, clérigos, líderes de las órdenes fraternales y clubes, etc. (pp. 139-140). Estos miembros del público activo compiten en el mercado de opinión (es decir, entre el público atento) en busca de seguidores y conversos para sus causas.

Analistas como Almond y Key, generalmente, equiparan la opinión de elite con la opinión efectiva. El público activo es más directamente responsable de configurar la acción guberna-mental. Como dice Almond, “casi podría decirse ‘Quien moviliza a las elites moviliza al públi-co’. Tal formulación estaría al menos más cerca de la verdad que algunas de las ardientes proclamas de los ideólogos de la democracia” (1950, p. 138). Por su gran influencia en mu-chas decisiones políticas, la división interna y la competición entre las elites es importante para el funcionamiento de un gobierno democrático (Dahl, 1961). Se discute, sin embargo, la interpretación de descubrimientos empíricos que apoyen este asunto (Dahl, 1985). Aunque las clases altas contribuyen, de hecho, desproporcionadamente al público activo, pueden encontrarse activistas procedentes de todas las clases. La heterogeneidad de la elite es cru-

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cial, porque si las elites se convierten en grupos demasiado cohesivos, esto realmente anu-lará cualquier oportunidad para la elección pública. En otras palabras, debe haber pluralismo entre las elites: una multiplicidad de centros de poder, con cierta autonomía e independencia económica.

Asuntos públicos. Las caracterizaciones del público atento y del público activo sugieren –y varios descubrimientos empíricos parecen confirmarlo– la existencia de estratos generales entre la población, más o menos delimitados por crecientes niveles de interés, atención y participación en los asuntos públicos a través de una variedad de asuntos. Pero el modelo sociológico de público, recordaremos, postula una fluctuación bastante considerable en el tamaño y composición de los diferentes públicos para los problemas variados. Ciertamente, la variabilidad de la afluencia de votantes en las elecciones presta alguna credibilidad a la idea de que la actividad y el interés público crecen y decrecen con los diferentes asuntos, y estas fluctuaciones en el tamaño del público pueden ir de la mano de fluctuaciones en su or-ganización. Las nociones de asuntos públicos y públicos especiales se refieren a este fenó-meno (Almond, 1950). Las diferencias en los distintos asuntos pueden extenderse a espec-tadores y actores; si así fuere, podríamos hablar separadamente de públicos activos respec-to a un asunto y públicos atentos respecto a un asunto.

Parece, así, haber variabilidad a través de los asuntos, por ejemplo, en la composición del componente activo o de elite del público. Referencias al “estrato de elite de la sociedad” pueden frecuentemente oscurecer el hecho de que muy diferentes sectores de la población pueden devenir activamente comprometidos en intentar resolver diferentes problemas. Los grupos organizados se unen claramente para asuntos concretos. Operation Rescue, por ejemplo, existe como respuesta al debate del aborto, y Mothers Against Drunk Driving se for-mó para tratar sobre otro problema bastante distinto. No hay duda de que hay tendencias globales para que los individuos particulares se conviertan en generalmente activos, o no, en política. Pero no pueden olvidarse las sustanciales diferencias en la composición de la elite para cada asunto específico (Key, 1961).

Está menos claro si el público atento es, en forma similar, específico respecto a los asuntos. Parece haber variabilidad de un asunto a otro en la composición y tamaño de las audiencias interesadas. Como indica Key (1961), más allá del público generalmente atento, con interés en un conjunto de acontecimientos políticos, “existe una población compleja de públicos especiales cuyas atenciones se centran más o menos continuamente en agencias específicas gubernamentales o campos políticos” (p. 544). Ser miembro de un público atento respecto a un asunto puede basarse parcialmente en estar, por lo general, bien informado, pero también en un interés especial sobre un problema en particular o un conjunto de asun-tos. Problemas diferentes tienen consecuencias para diferentes personas; así pues, los pú-blicos pueden formarse de forma natural a partir de aquellos grupos más directamente afec-tados. Un curioso ejemplo de este fenómeno lo proporcionó el debate del congreso nortea-mericano en 1989 sobre el posible rechazo del catastrófico programa de salud del gobierno. Las personas de más de 64 años estuvieron interesadas, probablemente, unas dos veces más que el resto de la población. A pesar de ello, entre los mayores había también una fuer-te relación entre el conocimiento general de las cuestiones públicas y el conocimiento del debate de la seguridad social. Aproximadamente el 75% de las personas mayores mejor in-formadas tenían conciencia del asunto, mientras que sólo el 20% de los que estaban peor informados generalmente estaban al corriente de ello (Price y Zaller, 1990).

La investigación de Krosnick (1991) indica también claramente la variable importancia de los diferentes asuntos públicos para diferentes grupos dentro de la población general. Kros-nick descubre que, aunque sólo un pequeño porcentaje de ciudadanos concede un alto nivel de importancia a cualquier asunto específico, cerca de la mitad de la población americana concede gran importancia a, al menos, un problema. Además, encuentra sólo débiles inte-rrelaciones entre las medidas de la importancia de diferentes asuntos, sugiriendo que hay públicos discretamente atentos estimulados por problemas diferentes. Por otra parte, hay también evidencias que apoyan la perspectiva de que el público atento es relativamente es-table a través de los asuntos. Recientes investigaciones en liderazgo de opinión, por ejem-plo, han descubierto que ser un líder de opinión en un campo está relacionado con ser líder

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también en otro campo (Katz y Lazarsfeld, 1955; Marcus y Bauer, 1964). La cuestión de la estabilidad general o de la especificidad distributiva del público atento es conceptualmente importante, aunque esté lejos de una respuesta empírica. Ciertamente, influiría en la forma en que uno trata de vérselas pragmáticamente con la opinión pública, como, por ejemplo, en el diseño de campañas políticas. Una campaña puede concebir su audiencia como el públi-co generalmente atento (como posiblemente hacen muchas campañas), o intentar una apro-ximación más específica apelando a aquellas personas que están especialmente atentas a un problema dado.

Nuestro breve resumen, en consecuencia, señala varias observaciones interesantes. Pri-mera, hay un grado relativamente alto de coherencia entre el modelo sociológico de público, como se formulaba en la primera parte del siglo XX, y el esquema conceptual que emerge de las recientes investigaciones empíricas. Los cuatro principales conceptos colectivos co-múnmente invocados en la investigación de la opinión pública –el público general, el electo-rado, el público atento y la elite o público activo– corresponden aproximadamente a un conti-nuum de masa a público. Dentro del tercer público –el público atento– es donde encontra-mos entremezclados la masa y el público que Blumer (1946) predijo. Aunque pudiéramos concebirlos útilmente como cuatro estratos generales de la población, hay también ciertas evidencias de que estos grupos –especialmente el público activo– están, a menudo, com-puestos de modo distinto para diferentes problemas, tal como sugiere el modelo tradicional.

Una segunda observación es que cada una de estas cuatro colectividades –tanto si se consideran formalmente como público como si no– puede desempeñar un papel significativo en la formación de la opinión pública. En este sentido, la búsqueda de el público tiene proba-bilidades de resultar vana. Equiparar al público con uno de estos grupos puede oscurecer la contribución de los otros en el proceso. Ciertamente, miembros del público activo (grupos de interés y elites organizadas) disfrutan de una influencia desproporcionada en la política y merecen una atención más sistemática por parte de la investigación de la opinión pública. Pero al prestar atención a los actores, no debemos olvidar el papel de los espectadores, o como Bryce (1888) indicó hace más de un siglo, “la acción refleja de la clase pasiva sobre la clase activa” (p. 11). Es en la interacción entre estos grupos –cómo se forman y cambian con el tiempo– donde deben, posiblemente, buscarse las respuestas concernientes a la for-mación colectiva y el impacto en la opinión pública (Lang y Lang, 1983). El capítulo cinco considerará esta posibilidad con mayor detalle.

4. Conceptualización de opiniones

Los años treinta representaron un importante giro en el pensamiento respecto a la opi-nión pública, marcado por un alejamiento general del punto de vista que lo consideraba co-mo un fenómeno colectivo, supraindividual (Cooley, 1909), hacia una perspectiva más indivi-dualista que lo considera como un conjunto de opiniones dentro de una población designada (Childs, 1939). Esta variación de enfoque fue propiciada, principalmente, por dos importan-tes avances metodológicos interrelacionados, que configuraron no sólo la investigación so-bre la opinión pública, sino la totalidad de la ciencia social americana. El primero fue el desa-rrollo de la medición psicológica, especialmente el desarrollo de las técnicas cuantitativas para medición de las actitudes (Thurstone, 1928, Thurstone y Chave, 1929; Likert, 1931). La disponibilidad de tales técnicas permitió a los investigadores interesados en opiniones y acti-tudes (a menudo consideradas como esencialmente la misma cosa) realizar investigaciones empíricas sistemáticas de sus propiedades, determinantes y relaciones con la conducta.

Un segundo avance clave fue la aplicación de la teoría del muestreo científico a la inves-tigación social, tanto en la teoría como en la práctica. El sondeo social se había ya usado antes de este momento, principalmente para obtener datos objetivos tales como información relativa a las condiciones económicas de diferentes localidades. A finales de los años veinte y los años treinta, los investigadores, equipados con nuevos dispositivos para medir actitu-des y opiniones, se embarcaron también en el muestreo del fenómeno subjetivo. El uso de

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técnicas de muestreo científicamente diseñadas –aunque bastante toscas para los niveles de hoy en día– permitió a Gallup, Crossley y Roper predecir con cierta exactitud el resultado de las elecciones presidenciales de 1936, basándose en relativamente pocas entrevistas, mientras descomunales pero fortuitas “encuestas de voto”, llevadas a cabo por muchos pe-riódicos y revistas del momento, sobre todo el prestigioso Literary Digest, erraron el resulta-do.

La combinación del avance en las mediciones y los muestreos colocó a los investigado-res en posición de estudiar opiniones y actitudes, en grandes poblaciones, y también de re-coger lo que se consideraba, cada vez más, como una lectura muy exacta de la opinión pú-blica en asuntos de importancia política y social. A principios de los años cuarenta, grandes centros de ïnvestigación de sondeos se establecieron en las universidades, despachos gu-bernamentales e industrias privadas La revista Public Opinion Quarterly se publicó por pri-mera vez en 1937, y la American Association for Public Opinion Research (AAPOR) se esta-bleció diez años después. Ambas se convirtieron en claves para el intercambio de descubri-mientos cuantitativos de estudios de opinión y actitud, así como de investigación sobre son-deos.

Desde los comienzos, la investigación sobre la opinión pública había puesto gran énfasis en cuestiones concernientes a cómo conceptualizar las opiniones individuales y cómo medir-las adecuadamente. En este capítulo, discutiré cada una de estas dos amplias cuestiones por orden, empezando con una revisión de la primera adaptación del concepto a la investi-gación. En especial, me centraré en el estrecho parentesco conceptual que une a la opinión con la actitud.

Opiniones y actitudes

La historia de la investigación de la opinión pública es probablemente inseparable de la historia de la investigación sobre la actitud. De hecho, los dos términos se utilizan, a menu-do, de forma intercambiable. Doob (1948) equiparó directamente opiniones y actitudes en su definición de opinión pública: “Se refiere a las actitudes de las personas sobre un determina-do asunto cuando son miembros de un mismo grupo social” (p. 35). Childs (1965) describió una opinión como “una expresión de la actitud por medio de palabras” (p. 13).10

Aunque se tiende a usar los dos términos de forma intercambiable, ocupan posiciones conceptuales de alguna forma diferentes. Las opiniones y las actitudes, con frecuencia, se contrastan en las publicaciones, y se ha dicho que difieren conceptualmente en, al menos, tres formas. Primera, a las opiniones se las ha considerado habitualmente como observa-bles respuestas verbales ante un asunto o cuestión, mientras que una actitud es una predis-posición secreta o una tendencia psicológica. Segundo, aunque ambas, actitud y opinión, implican aprobación o desacuerdo, el término actitud se dirige más hacia el afecto (es decir, gustos o fobias fundamentales), y la opinión, más intensamente, hacia el conocimiento (por ejemplo, una decisión consciente de apoyar u oponerse a alguna política, político o grupo político). Tercero, y tal vez más importante, una actitud se conceptualiza tradicionalmente como una orientación global, perdurable, hacia una clase general de estímulos, mientras que una opinión se considera más situacionalmente, perteneciendo a un asunto concreto en un entorno conductista específico.

Las opiniones como expresiones. Fleming (1967) acreditó a Thurstone (1928) como uno de los primeros que diseñó una distinción conceptual precisa entre actitud y opinión. Al tratar el problema de medir actitudes, Thurstone observó que éstas no son nunca directamente ac-

10 Podrían citarse otros numerosos ejemplos de actitud y opinión usados de forma intercambiable. Por ejemplo, Berelson y Steiner (1964, p. 557) observan que los términos opinión, actitud y creencia “no tienen significado fijo en las publicaciones, pero en general se refieren a las preferencias de una persona por una u otra postura de un asunto controvertido de competen-cia pública: un asunto político, una idea religiosa, una posición moral, un gusto estético, una cierta práctica (del tipo de cómo educar a los niños). Las opiniones, actitudes y creencias... son juicios racionales y/o emocionales sobre tales cuestiones”. In-tentaremos aquí distinguir entre opiniones, actitudes y creencias de forma consecuente con las tendencias de uso mayoritario y lo suficientemente precisa como para evitar confusiònes conceptuales. Debe reconocerse, sin embargo, que el perfil presen-tado aquí está lejos del convencionalmente establecido en las investigacioncs diarias.

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cesibles para el investigador. Deben inferirse de las “opiniones” verbalizadas, o de otra con-ducta pública. Thurstone concebía una actitud como una disposición latente a responder an-te una situación de una forma dada, y una opinión como la respuesta en sí. Las opiniones eran, en resumen, indicadores manifiestos de las actitudes no observadas.

La forma de Thurstone de distinguir las opiniones de las actitudes era más metodológica que sustancial y, como observó Fleming (1967), “el propio Thurstone ignoraba repetidamen-te la distinción que él había trazado entre ellas, e instintivamente hablaba de ‘actitud’ cuando sus propios preceptos requerían ‘opinión’” (p. 348). Sin embargo, pronto aparecieron en las publicaciones manifestaciones explícitas que delimitaban la definición de opinión según es-tas líneas: las opiniones tenían que verbalizarse o expresarse mediante cualquier otra forma de manifestación de apoyo u oposición hacia alguna acción (Allport; 1937; Childs, l939).

A pesar de este refinamiento en su significado, el concepto de opinión continúa aplicán-dose de forma más o menos coherente con la actitud, refiriéndose tanto a estados psicológi-cos internos como a conductas. Por ejemplo, aunque Allport (1937) insiste en que las opinio-nes han de expresarse, sugiere que el análisis de la opinión pública no debe descuidar las opiniones que las personas pueden tener pero no expresar. Esto implica claramente que las opiniones pueden ser tanto juicios mentales secretos como conductas abiertas. Más aún, a pesar de un compromiso definicional de las opiniones como expresiones abiertas, los analis-tas de la opinión pública continúan hablando también de opiniones no expresadas, privadas, internas y latentes (Doob, 1948; Lane y Sears, 1964; Hennessey, 1985). La distinción tiene un cierto significado teórico, pues se argumenta, con frecuencia, que únicamente las opinio-nes expresadas o “públicas” pueden tener fuerza política (Allport, 1937). Para ser efectiva, las opiniones han de expresarse. Pero también aquí los límites pueden a veces ser borro-sos. Como indicó Key (1961), “los gobiernos pueden (y a veces lo hacen) conceder peso a la opinión latente; al anticipar una acción, necesitan hacer una estimación del tipo de opinio-nes que pueden expresarse si se propone o se sigue una determinada dirección” (p. 17). Aunque las publicaciones sobre definición de la opinión pública, con frecuencia, se compro-meten formalmente con una definición de las opiniones como expresiones verbalizadas, de-bemos admitir que en la práctica los investigadores operan generalmente con una visión mu-cho menos restrictiva.

Las opiniones como algo meditado. La distinción inicial de Thurstone (1928) respecto a la indicación manifiesto-latente no sólo fue responsable de la división eventual en dos postu-ras conceptuales diferenciadas para opinión y actitud. También fue importante el hecho de que la opinión se considerara como un juicio conciente, generalmente visto como más “ra-cional” y menos afectivo en su construcción que una actitud (Fleming, 1967). Uno decide una opinión, mientras una actitud no se entiende generalmente como formada conciente-mente o decidida casi de la misma forma. Por el contrario, una actitud se siente como un im-pulso afectivo, una inclinación a responder positiva o negativamente a algo. Aquí muestra su persistencia la conexión entre opinión y debate razonado que se estableció durante la Ilus-tración. Incluso aunque no se mantenga que las opiniones necesitan forjarse a través de la discusión (lo que las convertiría en opiniones públicas en el sentido tradicional) permanece una tendencia a considerarlas como más pensadas que las actitudes. Establecido en los tér-minos más simples, las opiniones son juicios y las actitudes son el puro “agrado y desagra-do” (Bem, 1970) que alimenta aquellos juicios.

Una vez más, ha de admitirse que la distinción no es especialmente firme. Los analistas se muestran, a veces, remisos a concederle demasiado cálculo o reflexión a las opiniones, que a veces parecen reflejar sentimientos intensos más que fría deliberación. Como obser-vamos en el capítulo 2, el término “opinión” lleva consigo, incluso en sus usos más tempra-nos, connotaciones tanto no racionales y afectivas como racionales, de manera especial cuando se aplica a colectividades como “la gente común”. Más aún, los psicólogos han con-ceptualizado tradicionalmente las actitudes como ambas cosas, cognitivas y afectivas en su composición; con el reciente modelo de la perspectiva cognitiva en la psicología social, esta tendencia, si cabe, es cada vez más pronunciada. Así pues, aunque se considera que acti-tud y opinión difieren en términos de su relativo equilibrio de afecto versus cognición, nin-guno de los términos se identifica enteramente con un extremo o el otro.

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Las opiniones como adaptaciones de las actitudes ante asuntos específicos. Una tercera distinción general entre actitudes y opiniones –que resume las anteriores– considera las ac-titudes como parte de la materia prima, los bloques de construcción que forman las opinio-nes. Fleming (1967) sostiene que la elección realizada por encuestadores como Gallup y Roper de utilizar el término “opinión pública” con referencia a sus resultados de encuesta (más que a las actitudes públicas o políticas) ayudó a marcar una cierta distancia conceptual entre actitud y opinión. Aquí encontró su expresión natural (capítulo 2) la tradicional asocia-ción entre opinión pública y gobierno. El resultado fue que la distinción inicial de Thurstone, manifiesto-latente, dio un importante paso más allá. Una vez adoptada por los encuestado-res, opinión se convirtió en el término generalmente aceptado para una posición expresa en favor o en contra de una cuestión política. Las opiniones fueron, en consecuencia, el fenó-meno conductista inmediato que había de explicarse (posición respecto a una cuestión), mientras que el término actitud se reservó para referirse a los motivos más profundos subya-centes a tales conductas. Las opiniones ya no fueron los suplentes para medir las actitudes; fueron productos conceptualmente diferentes de las actitudes.

Se hicieron muy pocos esfuerzos para distinguir de forma precisa los dos conceptos se-gún estas líneas, sin embargo, hasta que Wiebe (1953) intentó explicar su relación en deta-lle. En su formulación, una actitud representa una predisposición estructural: una orientación permanente para responder a algo de forma favorable o desfavorable. Una opinión, por otra parte, se desarrolla como respuesta a una cuestión concreta en una situación específica, es “una decisión que adapta las actitudes relacionadas con un asunto a la percepción que tiene el individuo de la realidad en la cual la conducta debe tener lugar” (p. 333). En consecuen-cia, opiniones y actitudes pueden muy bien diverger, especialmente cuando un problema po-ne en juego dos o más actitudes potencialmente conflictivas.11 Tal como Wiebe vio la rela-ción, una actitud es una orientación intuitiva inmediata y una opinión es una elección medita-da entre alternativas específicas dadas en un entorno social específico.

La inferencia de bases psicológicas para las opiniones

Tal como sugiere todo lo anterior, el uso del término “opinión” es variable. Unas veces se refiere a fenómenos conductistas, y otras veces a fenómenos psicológicos. En lo inmediato, en un nivel superficial, podemos hablar de opiniones abiertas, públicas; que son juicios ex-presos sobre acciones específicas o acciones propuestas de interés colectivo, realizados en un entorno conductista específico.12 Estos son los datos principales recogidos en la investi-gación de la opinión pública, cuyo entorno conductista es una entrevista de sondeo. Clara-mente, sin embargo, las opiniones pueden expresarse en discusiones informales, cartas es-critas a funcionarios o a directores de periódicos, la decisión de voto, participación en mani-festaciones, huelgas laborales, etc. Podemos hablar en forma separada de opiniones secre-tas que son juicios formados en la mente sobre acciones concretas o acciones propuestas de interés colectivo. Aunque este tipo de opinión se infiere, a menudo, de las respuestas a encuestas, discutiremos brevemente unas cuantas razones por las que tal interpretación no es tan poco complicada como al principio pudiera parecer. Como las opiniones expresadas,

11 Thurstone (1928) reconoció que las opiniones podrían ser imperfectos indicadores de la actitud, porque las personas po-drían, en algunas ocasiones, ocultar sus verdaderos sentimientos. Esto sugería un abismo conceptual entre opiniones y actitu-des, bastante parecido al identificado posteriormente por Wiebe (1953). Thurstone, poniendo su principal interés en la medi -ción de la actitud, opinaba de la distinción opinión-actitud principalmente en términos de la relación epistémica entre una ob -servación empírica (opinión) y su referente conceptual no observado (actitud). El análisis de Wiebe proponía una relación teórica más sustantiva entre los dos como conceptos únicos.12 Las personas, naturalmente, pueden tener opiniones sobre más o menos cualquier cosa, pero nuestra definición, de acuerdo con la práctica general, se limita a los juicios sobre “acciones o propuestas de acción de interés general”. Éstas pueden distin-guirse de las opiniones privadas que no se relacionan con los intereses públicos. Esta definición de ninguna forma implica que las opiniones públicas se interesen necesariamente por cuestiones de política gubernamental. En tanto que los juicios tra -ten sobre alguna forma de preocupación colectiva pueden considerarse, según esta definición, una opinión pública. La natura-leza de la expresión no ha de ser necesariamente verbal, mientras sea “posible traducirla fácilmente en palabras” (Allport, 1937, p. 14).

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los juicios secretos se conceptualizan como respuestas a asuntos específicos, es decir, per-tenecen a políticas específicas que se refieren a algún problema compartido. Más globales que las opiniones expresadas y que las opiniones secretas, son las actitudes que, según la conceptualización de Wiebe (1958), se infieren como predisposiciones permanentes que responden positiva o negativamente a una clase general de estímulos.13

Las opiniones expresadas, los juicios secretos y las actitudes pueden estar relacionados, pero hay razones importantes por las que merecen distinguirse conceptualmente. Primero, las personas pueden expresar opiniones que difieran notablemente de los puntos de vista que mantienen de forma privada, especialmente si están expuestos a presión social. Por ejemplo, en las recientes elecciones americanas, en las que candidatos negros se habían presentado a las elecciones contra oponentes blancos, los sondeos de opinión exhibieron considerables cambios en el recuento del apoyo expresado a los candidatos, dependiendo de la raza del entrevistador del sondeo (Edelman y Mitofsky, 1990). Los blancos entrevista-dos por negros estaban más predispuestos a decir que apoyaban al candidato negro que los blancos entrevistados por otros blancos (Keeter, 1990; Finkel, Guterbock y Borg, 1991). Cuando se espera oposición, algunas personas pueden alterar su posición expresada o abs-tenerse totalmente de dar opiniones, en lugar de tener puntos de vista claramente formados o actitudes fuertes (Noelle-Neumann, 1979, 1984).

Más allá del problema de potenciales desemparejamientos entre las opiniones expresa-das y los puntos de vista encubiertos, hay un problema aún más fundamental. Una persona no necesita haber desarrollado ningún juicio subyacente o preferencia –menos aún mante-ner una perdurable predisposición para conducirse hacia una clase de objetivos– para ex-presar una opinión. Las investigaciones han ilustrado claramente que la gente se muestra deseosa de ofrecer sus opiniones sobre los asuntos incluso cuando no parezcan existir jui-cios internos o actitudes respecto a ellos. Es decir, como se indicó en el capítulo 3, los que responden a encuestas, a veces, proporcionan a los entrevistadores juicios repentinos o pseudo-opiniones.

Converse (1964, 1970) encontró que la mayoría de las opiniones de las personas que responden a las encuestas son extremadamente inestables. En lugar de dar las mismas res-puestas a las mismas preguntas de opinión en 1956, 1958 y 1960, muchas personas cam-biaron de idea con una pauta bastante aleatoria. Los entrevistados eran también notable-mente inconsecuentes en sus puntos de vista políticos: muchas personas podían tomar una posición decididamente liberal respecto a un asunto, y después expresar un punto de vista conservador en el siguiente. Converse concluyó que las mediciones sobre opiniones políti-cas, en muchos sondeos, lejos de reflejar puntos de vista políticos cristalizados, pueden fá-cilmente reflejar elecciones mentales a cara o cruz. Otros investigadores atacaron la inter-pretación de Converse, atribuyendo la inestabilidad de las respuestas de sondeo a errores de medición más que a una falla de opiniones bien formadas (Achen, 1975), o argumentan-do que la intensidad de la política durante los años sesenta había producido muchos más pensamientos “ideológicos” y opiniones en el electorado (Nie, Verba y Petrocik, 1976). De acuerdo con la tesis de Converse, los estudios experimentales indican que una considerable proporción de personas que responden a las encuestas expresan puntos de vista en asun-tos sobre los cuales no tienen información o sobre los que no han meditado (Bishop y otros,

13 Como se ha observado, esta reciente distinción no es ampliamente compartida por los investigadores de la opinión, o al menos no se refleja claramente en el uso diario. Una defensa de la práctica de usar opinión y actitud de forma intercambiable es el argumento de que para propósitos prácticos no son empíricamente distinguibles (McGuire, 1985). En otras palabras, puesto que generalmente dependemos en la medición de opiniones de la valoración de las actitudes, ¿cómo podemos separar -las? ¿Cómo puede diferir la medida de una actitud de la de una opinión? Ciertamente, las medidas fisiológicas, tales como la respuesta galvánica de la piel, la contracción de las pupilas, o la tensión facial muscular, no deben confundirse con opiniones, aunque todas ellas se hayan empleado para medir actitudes. Concedemos, sin dificultad, que las distinciones conceptuales tra-zadas aquí entre opiniones y actitudes han de traducirse aún a distinciones operacionales precisas. Por otro lado, pueden sur-gir algunas confusiones importantes del hecho de interpretar opiniones como actitudes, principalmente por la posterior histo-ria moderna del concepto en sociopsicología. Uno se pregunta, por ejemplo, que si las expectativas de estabilidad general en las opiniones individuales no hubieran sido tan difíciles de desvanecer, quizá los investigadores no hubieran equiparado di-rectamente opiniones con actitudes. Hay pocas cosas en la historia del propio concepto de opinión –enraizado como está en intercambio, debate y argumentación– que apoyen tal expectativa, y aun así se ha vislumbrado como uno de los principales asuntos de la investigación.

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1980). Incluso estas opiniones, con mala información y sobre la marcha, pueden, sin embar-go, ser conjeturas instruidas que se forman sobre disposiciones subyacentes y, en conse-cuencia, no ser totalmente al azar (Schuman y Presser, 1981).

Tal investigación ha inducido al escepticismo sobre la interpretación de una opinión ex-presada como un referente empírico directo de una actitud no observada (siguiendo a Thurs-tone) o incluso como una adaptación meditada de varias actitudes en un entorno conductista específico (siguiendo a Wiebe). Se sugiere, en cambio, que las opiniones expresadas deben tomarse únicamente por lo que manifiestamente son: conductas superficiales que no nece-sariamente implican una decisión subyacente o una actitud. Ésta ha sido, en efecto, la ten-dencia general al conceptualizar opiniones, al menos aquellas recogidas en encuestas típi-cas sobre asuntos públicos (Zaller y Feldman, 1987). Los investigadores han abandonado la noción de que reflejan una estructura psicológica existente (es decir, una actitud), aceptando la idea de que son, con frecuencia, creaciones más transitorias. Las opiniones pueden refle-jar sólo respuestas efímeras, ensambladas al momento.

Aunque menos inclinados que los investigadores primitivos a ver las opiniones sobre asuntos públicos como una correspondencia exacta con las actitudes fijadas respecto a ellas, los estudiosos contemporáneos de la opinión pública no han perdido, en ningún caso, el interés por los apuntalamientos psicológicos de las opiniones expresadas. Con este fin, una gran variedad de conceptos teóricos –entre ellos, esquemas, valores e identificaciones de grupo– se invocan en los informes sobre formación y cambio de opiniones. Como la acti-tud, comparten las características generales de a) ser inferidos, no directamente observa-bles; b) interpretados como más básicos y fundamentales que las opiniones, que son situa-cionales y superficiales; y c) usados como explicación teórica para las expresiones públicas de opinión. Aunque los significados de estos términos son tan variables como el de la propia opinión (los artículos psicosociológicos sobre cada uno de ellos podrían fácilmente llenar un volumen por sí mismos), son útiles para considerarse como indicativos del pensamiento ac-tual sobre la naturaleza de las opiniones.

Esquema. La declaración de Converse (1964) acerca de que la mayoría de los america-nos no posee ningún sistema bien integrado de actitudes respecto a la política –es decir, ninguna ideología política liberal o conservadora que encuadre sus puntos de vista– ha con-tado, principalmente, con apoyo empírico, y ha llegado a aceptarse de forma general. Si los puntos de vista políticos no están generalmente organizados en un sistema o ideología prin-cipal, entonces, ¿cómo están organizados? Una respuesta común a esta pregunta implica otro concepto, popular hoy en día en psicología social y cognitiva, llamado esquema. Un es-quema es “una estructura cognitiva que representa el conocimiento general de uno sobre un concepto dado o un campo de estímulo” y que incluye “tanto los atributos de un concepto como las relaciones entre los atributos” (Fiske y Taylor, 1984, p. 13). En otras palabras, un esquema puede relacionarse con cualquier estructura informativa. Puede considerarse como un sistema inferido de ideas relacionadas sobre cualquier concepto en concreto, sea este concepto una persona (por ejemplo, “Juan”), un grupo (por ejemplo, “los abogados”), un acontecimiento (por ejemplo, “ir a clase”), o incluso alguna noción abstracta (por ejemplo, “li-bertad”). Los investigadores han formado hipótesis sobre una variedad de formas estructura-les para los esquemas. Algunos proponen sistemas jerárquicos de proposiciones interconec-tadas (equivalentes a teorías), mientras otros proponen estructuras asociativas más simples como secuencias de sucesos o guiones (Abelson, 1981).

La investigación psicológica ilustra que un esquema, una vez activado, proporciona una especie de taquigrafía mental del pensamiento y la percepción. Presta atención a ciertas ca-racterísticas del entorno, forma una base con inferencias sobre acontecimientos y personas, y también facilita un catálogo informativo de personas en la memoria. Teóricamente, la es-quematización influye en la formación de la opinión de varias maneras. Primero, los esque-mas constituyen filtros perceptuales a través de los cuales ha de pasar la información rele-vante respecto a una cuestión pública. Graber (1984) aplica esta noción a una serie de en-trevistas en profundidad con un grupo de residentes del área de Chicago, concentrándose en cómo procesan las noticias. Sus entrevistados parecían emplear una esquematización simple sobre los asuntos públicos –pequeños pero organizados conjuntos de creencias res-

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pecto a las personas y los políticos– para recoger detalles específicos del caudal de informa-ción facilitada por los medios de comunicación. Graber argumenta que las personas “frag-mentan” sus pensamientos respecto a las cuestiones políticas: realmente interpretan dife-rentes cuestiones públicas, pero en su mayoría interpretan cada cuestión de forma separa-da, ayudados por una variedad de esquematizaciones, sin inspirarse en una ideología o filo-sofía global, política en su construcción.

Segundo, los esquemas pueden forman la base para las inferencias hechas en respues-ta a informaciones sobre cuestiones públicas. Un esquema activado trae a la mente un con-junto de ideas interrelacionadas y así altera las asociaciones que las personas hacen al con-siderar información nueva. Gillovich (1981) proporciona un ejemplo especialmente claro. Las personas que intervinieron en su estudio leyeron varios guiones que describían una hipotéti-ca crisis militar que implicaba a una nación extranjera y, además, estaban experimentalmen-te preparados de tal forma que pudieran desencadenar un “esquema Vietnam” (por referen-cia a helicópteros Chinook, invasiones de ataque rápido, etc.) o un “esquema segunda gue-rra mundial” (refiriéndose a transportes de tropas e invasiones relámpago). Gillovich descu-brió, como se había previsto, un mayor apoyo para la intervención militar de los Estados Uni-dos en la hipotética crisis entre aquellos que leyeron la versión tipo segunda guerra mundial, presumiblemente porque formaron asociaciones más favorables al conflicto e infirieron un resultado positivo. No es sorprendente que las formas en que las noticias formulan de mane-ra esquemática las cuestiones públicas, estén ganando considerable interés entre los inves-tigadores de la opinión. Por ejemplo, descripciones televisivas de la pobreza, en términos de víctimas individuales en vez de en términos de circunstancias y tendencias de ámbito nacio-nal, pueden conducir a los espectadores a pensar en términos de causas de la pobreza de nivel individual y no de nivel de sistema (por ejemplo, hábitos de trabajo en vez de fuerzas económicas). Esto puede, a su vez, influir en sus evaluaciones expresadas respecto a la ac-tuación del gobierno en este problema, tales como los índices de la buena actuación del pre-sidente (Iyengar, 1987, 1990).

Las teorías sobre procesamiento de información esquemática han tenido un profundo im-pacto en la investigación sobre la opinión pública. Incluso el concepto de actitud ha sido re-cientemente recreado como una subclase especial de esquema (Pratkanis y Greenwald, 1989). Las actitudes son, según esta concepción, “haces” de creencias interconectadas res-pecto a un objeto particular fusionado en un sentimiento global –bueno o malo– respecto a él. Pratkanis y Greenwald proponen que una actitud está representada en la memoria por a) las características de un objeto y las reglas de aplicación (por ejemplo, “Un abogado es al-guien que estudió leyes”), b) un resumen evaluativo de tal objeto (por ejemplo, “No me gus-tan los abogados”), y c) una estructura de conocimiento que apoya la evaluación (por ejem-plo, un conjunto de creencias respecto a los abogados). Como todo esquema, las actitudes sirven como instrumentos perceptuales y cognitivos que ayudan a organizar los pensamien-tos sobre los objetos. Su función principal, sin embargo, se considera que es heurística; sim-plifican la tarea de evaluar objetos. Las actitudes, también teóricamente, realizan otras fun-ciones respecto a la personalidad. Pueden ser defensoras del ego, por ejemplo, realizando su papel al establecer, mantener e intensificar el sentido de autovaloración de una persona.

En caso de que tales estructuras de actitud existan realmente, su función heurística re-ducirá tremendamente la necesidad constante y onerosa de evaluación de la nueva informa-ción. Como sugieren Smith, Bruner y White (1956), las actitudes permiten a las personas medir una situación y hacer un juicio, bueno o malo. Cuando una actitud fuertemente soste-nida respecto a un objeto concreto se evoca, se puede formar un juicio rápidamente en la mente, de tal forma que la información subsiguiente queda sujeta a una interpretación selec-tiva. Una demostración temprana de este fenómeno la proporcionaron Cooper y Jahoda (1947), quienes descubrieron que las caricaturas diseñadas para ridiculizar el prejuicio racial fueron interpretadas de formas muy poco intencionadas por personas con muchos prejui-cios. Quizás en defensa de sus egos, las propias personas representadas en los dibujos los interpretaron como un apoyo a sus propias actitudes de prejuicio. Pueden encontrarse ejem-plos más recientes del posible papel de la actitud en la formación de la opinión. Por ejemplo, la evidencia concerniente a la respuesta pública respecto a la crisis del SIDA –que se identi-

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fica generalmente con la comunidad homosexual– indica que aquellas personas con predis-posición negativa hacia los homosexuales fueron menos receptivas que otras a la infor-mación científica sobre cómo se transmite la enfermedad. Estas personas se muestran tam-bién dispuestas a apoyar severas políticas restrictivas respecto a los pacientes de SIDA (Sti-pp y Kerr, 1989; Price y Hsu, 1992).

Valores. Como las actitudes, los valores se conceptualizan como creencias evaluadoras, pero tienen una cualidad prescriptiva especial (Rokeach, 1973). Los valores son creencias respecto a lo que es deseable, sea como un fin o un estado (Rokeach los llama valores ter-minales, por ejemplo: “todo el mundo debe tener iguales oportunidades de prospera”), o co-mo un medio hacia un fin (lo que Rokeach denomina valores instrumentales, por ejemplo “Las personas deben prosperar según su propio trabajo”). Los valores funcionan teóricamen-te como pautas para la conducta personal o social y, en general, como planes que guían la acción personal. Rokeach los distingue de las actitudes en varias formas. Primero, mientras una actitud se refiere a una organización de varias creencias enfocadas a un solo objeto, un valor es una sola creencia que concierne a un fin o estado deseado o forma de conducta preferida. En vez de estar unido a un objeto, un valor se refiere a un objetivo. Según esta concepción, los objetos específicos se evalúan en situaciones específicas cuando influyen en la consecución de objetivos valorados. Los valores sirven como pautas explícitas para juzgar estados y conductas, según Rokeach, mientras que las actitudes simplemente impli-can agrados y desagrados. Puesto que las personas tienen únicamente tantos valores como creencias respecto a fines o estados deseables o modos de conducta, es probable que és-tos se cuenten “sólo por docenas, mientras las actitudes se cuentan por miles” (p. 18). Los valores son también, según indica Rokeach, más importantes para la personalidad que la mayoría de las actitudes.

Los valores han sido incorporados a la investigación sobre los efectos de los medios de comunicación y empleados, más generalmente, en estudios sobre la opinión pública. Feld-man (1988) descubrió que las mediciones del apoyo hacia algunos valores políticos básicos podrían explicar una cantidad sustancial de variaciones en las opiniones sobre políticas pú-blicas específicas. Un compromiso con el valor de igualdad de oportunidades, por ejemplo, se relacionó ampliamente tanto con posiciones políticas sobre una variedad de cuestiones internas, como con un amplio campo de evaluaciones sobre la actuación de Ronald Reagan como presidente, incluso después de controlar, por identificación con un partido, las tenden-cias liberales o conservadoras y los factores socioeconómicos. Tal como sugieren Kinder y Sears (1985), la investigación sobre el papel de los valores esenciales en la configuración de la opinión pública es muy tentadora. En principio, observan, los valores esenciales “man-tienen una posición intermedia entre las amplias estructuras de referencia ideológica que los rodean, que han demostrado ser de poca utilidad para comprender el pensamiento político público de Estados Unidos, y las opiniones específicas sobre temas concretos y sobre can-didatos, que van y vienen como cambian las estaciones” (p. 676).

Identificaciones de grupo. Otra construcción teórica que se considera a veces subyacen-te a la formación de opinión es el propio autoconcepto, que en gran medida se basa en las diversas identificaciones de grupo de la persona. Los psicosociólogos se han interesado mu-cho por la forma en que la unión con los grupos puede influir en los pensamientos y conduc-tas de las personas Shibutani (1955) expresó que tal vez el problema principal de la psicoso-ciología moderna sea descubrir qué perspectiva de grupo emplea una persona al definirse y reaccionar en situaciones diversas. Turner (1985) define el autoconcepto como un sistema integrado cognitivo que incluye dos subsistemas primarios: la identidad personal, o creen-cias sobre la unicidad de las propias características, gustos personales y atributos (por ejemplo: “Soy honesto”, o “Soy perezoso”), y la identidad social, compuesta de creencias so-bre la propia pertenencia a varios grupos o categorías sociales formales e informales (por ejemplo, “Soy católico”, o “Soy padre”). En otras palabras, el autoconcepto es el sistema de creencias organizado de una persona sobre sus propias características sociales y persona-les.

Aunque se conceptualiza como una simple estructura cognitiva organizada, el autocon-cepto, en su forma de operar, es adaptable y específico para una situación. Sólo unos ele-

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mentos concretos se activan en un determinado momento (Tajfel y Turner, 1979; Turner, 1982). Un entorno conductista, especialmente uno que implique conflicto o competición den-tro del grupo, puede provocar autoidentificación como miembro del grupo, esta perspectiva de grupo se adopta, entonces, percibiendo y respondiendo al entorno. En la formulación de Turner, las identidades del grupo activado funcionan como esquema de grupo que puede di-rigir tanto el proceso perceptual como el de inferencia. Los investigadores de la opinión pú-blica han encontrado apoyo empírico para estas proposiciones. En casos de conflicto o com-petición de grupo, los miembros que interactúan con los grupos contendientes desarrollan percepciones exageradas o “extremas” percepciones de las normas de la opinión con la que compiten (Mackie, 1986; Price 1989). La investigación indica también que el aumento de la importancia de un grupo concreto conduce a las personas a expresar opiniones de grupo más estereotipadas.

Como sugiere Price (1988), la identificación social puede estar íntimamente implicada en la formación de opiniones sobre asuntos públicos, dado que se pide a los miembros del pú-blico espectador que se alineen con uno u otro de los grupos activos, dentro del “sistema en conflicto”, de la política de elite (Schattschneider, 1960). En otras palabras, las identidades de grupo de las personas, con frecuencia, sobresalen en conexión con los asuntos públicos por la naturaleza de base de grupo de muchos debates políticos. No es de extrañar que Converse (1964), al examinar las respuestas a preguntas abiertas en encuestas sobre cues-tiones políticas, descubriera que cerca del 50% de una muestra de alcance nacional se refe-ría a sus propias afiliaciones de grupo o de intereses de otros grupos, mientras sólo el 3% o 4% de la población utilizaba abstracciones ideológicas tales como “liberal” o “conservador”. Para grandes porciones del electorado, concluyó Converse, los lazos de grupo son impor-tantes para sus pensamientos políticos.

Formación de opiniones. Hay, sin duda, un solapamiento conceptual entre los términos esquema, actitud, valor e identificación de grupo. Todos se refieren a estructuras de informa-ción que reflejan diferentes aspectos del proceso de información que pueden influir en el cál-culo y expresión de opiniones. El grado en estos diferentes conceptos y procesos puedan delimitarse operacionalmente de forma precisa continúa siendo incierto. Lo cierto es que el estudioso de la opinión pública encontrará a todos y cada uno de ellos mencionados en los esfuerzos por explicar cómo y por qué las personas expresan sus opiniones particulares.

Teóricamente, cuando se presenta cualquier asunto, únicamente se activan esquemas, o actitudes, o valores o adhesiones de grupo, seleccionados. Una vez activados, sin embargo, estos materiales base son el factor principal que configura los juicios internos y las opiniones expresadas. Sin embargo, ellos solos no determinarían completamente la respuesta. Nue-vas informaciones asequibles sobre el problema (por ejemplo, creencias que aún no se han integrado en estructuras existentes) y percepciones sobre cómo responderían al problema los amigos y los grupos que se valoran, desempeñan también un papel importante. Las opi-niones se basan parcialmente en el propio sistema establecido de valores y parcialmente en un esfuerzo por dar significado a una nueva situación, a un asunto público. En el transcurso de la meditación sobre un problema concreto, las creencias y actitudes acuden a la mente y se combinan con cualquier nueva información asequible. En el contexto de un entorno con-ductista específico (por ejemplo, una encuesta, una fiesta, o una discusión durante el des-ayuno), estas ideas se conforman en una opinión expresada. Esta combinación podría pare-cerse a lo que Abelson (1968) llama una opinión molécula compuesta de tres átomos: a) una creencia (por ejemplo, “Esta proposición requerirá nuevos impuestos”), b) una actitud (por ejemplo, “Odio los impuestos”); y c) la percepción de algún tipo de apoyo social (por ejem-plo, “Todo el mundo odia los impuestos”).

Así, una opinión expresada resulta, teóricamente, de una especie de cálculo mental. Pe-ro unos cuantos aspectos importantes de este cálculo deberían tenerse en cuenta. Primero, no necesita, en absoluto, ser complicado. La investigación en torno a los tipos de atajos o “juicios heurísticos” que las personas emplean para tomar decisiones en condiciones de in-certidumbre, ha establecido que los juicios, con frecuencia, se ven fuertemente determina-dos por muy pocas –quizás una sola– informaciones realmente sobresalientes (Tversky y Kahneman, 1982; Taylor, 1982). Dado que una opinión calculada depende en gran medida

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de las creencias específicas, las actitudes, los valores o las identificaciones de grupo evoca-das por la mente, las diferencias entre entornos conductistas específicos producen muy dife-rentes opiniones, incluso por parte de la misma persona.

Segundo, las expresiones públicas de opiniones deben tener tanto que ver con la confi-guración de las estructuras cognitivas internas como a la inversa. Las personas pueden ha-cer uso activo de diferentes oportunidades de expresar opiniones variadas, como una forma de tomar decisiones. Esto es lo que el modelo discursivo de la opinión pública (capítulo 3) implicaría en el nivel individual. Igual que el público necesita tiempo para responder colecti-vamente a un problema, así también un juicio secreto de un individuo respecto a un asunto puede necesitar algún tiempo para desarrollarse, ganando coherencia y estabilidad en res-puesta a meditaciones sobre el problema, a la recogida de información, a la consideración de los diversos aspectos del asunto y a su examen en conversaciones con los demás.

La sensibilidad ante este fenómeno conduce a los investigadores a hablar de la opinión considerando que tiene varios estados de “definición” o “cristalización” (Bryce, 1888; Katz, 1946; Kelman, 1974; Berelson y otros, 1954; Crespi, 1989). En el transcurso de la formación de un juicio interno coherente, una persona puede muy bien expresar un conjunto de dife-rentes opiniones en una variedad de entornos conductistas. Tal modelo puede reflejar no tanto una serie de pseudo-opiniones, como la interacción natural de la cognición y la con-ducta a lo largo del tiempo. Como sugería Kelman (1974), acción y reflexión meditada se despliegan juntas, con frecuencia en una forma dialéctica. Al discutir un asunto, las perso-nas hacen, presumiblemente, una serie de intentos de expresar su punto de vista evolutivo. Al mismo tiempo, pueden inferir activamente sus ideas y juicios al observar su propia con-ducta. Las opiniones expresadas pueden constituir, de esta forma, tests de conductas que ayuden a una persona a encaminarse hacia un juicio definitivo, bien formado, sobre la mate-ria. El proceso discursivo de la formación de la opinión no es sólo un fenómeno de nivel in-terpersonal o colectivo, sino que se da también en el nivel individual. El primer encuentro de alguien con un problema nuevo producirá con probabilidad una opinión relativamente impul-siva e irreflexiva.14 Pero cada oportunidad de pensar sobre ello y expresar una opinión sobre el asunto puede ser un nuevo paso hacia un punto de vista más cristalizado o decidido. Sólo cuando una opinión secreta ha cristalizado podrán las opiniones expresadas mostrar altos niveles de coherencia en las distintas situaciones. La lección de la investigación sobre las pseudo-opiniones es que dichos juicios cristalizados se dan con demasiada poca frecuencia entre la población general, al menos sobre las cuestiones típicas de interés de los analistas políticos.

Observación de opiniones

Dadas tales complejidades, los intentos de observar las opiniones pueden comprensible-mente implicar mucho más que una grabación directa de nivel superficial de respuestas del tipo “sí/no”. Aunque el dato fundamental para la investigación de la opinión pública es justa-mente una expresión de apoyo u oposición a alguna política o candidato, los investigadores tienen buenas razones para comprobar estas preferencias establecidas más cuidadosamen-te y aprender más sobre los juicios secretos, si los hay, que subyacen en dichas expresio-nes. Además de descubrir cuándo dice situarse una persona en pro o en contra de una pro-puesta, el analista riguroso de la opinión pública busca aprender mucho más. ¿Cuánta y qué tipo de información apoya esta opinión? ¿Hay valores o actitudes subyacentes a ella? ¿Con qué firmeza se sostiene? ¿Tiene sus raíces en alguna identificación concreta de grupo? ¿Qué probabilidad tiene de cambiar?

14 Esto no quiere decir que las respuestas iniciales a un asunto nuevo sean necesariamente provisionales. Si un problema con -creto evoca actitudes especialmente fuertes que se inclinan claramente hacia una respuesta concreta, entonces la opinión ini-cial puede muy bien ser fuerte y determinada. Pero lo cierto es que para muchas personas, al tratar sobre muchas cuestiones, las respuestas iniciales van marcadas por una cierta ambivalencia (Hochschild, 1981). Una progresión desde la incertidumbre hasta una opinión cristalizada puede describir bien el proceso típico de formación de la opinión.

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Ya hemos observado anteriormente que la investigación sobre la medición de la opinión ha sido desde hace tiempo vital para este campo.15 Esta línea de investigación puede verse, bajo un cierto prisma, dedicada a fines puramente prácticos: obtener una indicación exacta de una opinión. Ciertamente, algunos estudios metodológicos, especialmente en los años treinta y cuarenta, tenían este objetivo en mente. Desde finales de los setenta, sin embargo, la investigación sobre medición de la opinión se ha orientado más hacia la opinión. Al descu-brir como influye en las personas el cambio de palabras, qué diferencia causa el orden de las preguntas, y cómo influye la variación de las opciones de respuesta en las opiniones da-das, los analistas se colocan en mejor posición para entender la naturaleza de las opiniones. Una revisión de algunas de las cuestiones clave en la medición de la opinión es instructiva, pues cada una tiene importantes implicaciones conceptuales.

¿De qué se trata? Por definición, una opinión debe ser sobre algo. Las preguntas dise-ñadas para obtener opiniones deben centrar con éxito la atención de las personas en asun-tos o problemas específicos. Converse y Presser (1986) acentúan la necesidad de propor-cionar una estructura común de referencia para las preguntas de encuesta, de tal forma que todos los entrevistados puedan reaccionar al mismo estímulo al formular su respuesta. Pue-de presentarse una diversidad de dificultades. Algunas son obvias, como en el comúnmente reconocido problema de los elementos de encuesta de doble fondo, que hacen más de una simple pregunta (por ejemplo, ¿Debería permitirse a los espectadores de menos de 17 años ver películas violentas o explícitamente sexuales?”). Pero otros casos pueden ser más suti-les, como cuando una política se asocia con un grupo o un individuo, por ejemplo “¿Apoya usted o se opone a la política del presidente Clinton en Oriente Medio?”. Esta situación per-mite respuestas selectivas a dos estímulos: la política y el presidente (a veces llamado pro-blema de prestigio. El objeto de enfoque específico seleccionado por un entrevistado puede traer a la mente un conjunto diferente de ideas.

Las frases o palabras usadas en las cuestiones sobre opinión alteran, aunque sea muy ligeramente, el enfoque de la opinión dada en respuesta. Incluso pequeños cambios en el lé-xico utilizado en la pregunta pueden a veces producir variaciones con consecuencias en los resultados. Por ejemplo, unos cuantos experimentos han mostrado de forma coherente que la proporción de personas que apoya la libertad de expresión es aproximadamente un 20% más alta cuando responde a la pregunta “¿Cree usted que los Estados Unidos deberían prohibir los discursos públicos contra la democracia?” que cuando se les pregunta “¿Cree usted que los Estados Unidos deberían permitir los discursos públicos contra la democra-cia?” (Rugg, 1941; Schuman y Presser, 1981). Smith (1987) descubrió que el uso de la ex-presión personas a cargo de la asistencia social en oposición a personas pobres en pregun-tas sobre el gasto federal tendía a producir respuestas notablemente menos generosas, aproximadamente un 40% menos. El efecto se explica como un producto de las diferentes creencias y actitudes presumiblemente evocadas por las dos expresiones. Una referencia a la asistencia social provoca nociones de despilfarro gubernamental y burocracia, mientras el término “pobre” no las provoca. Las referencias a la asistencia social pueden evocar también actitudes raciales en mayor cantidad que las referencias a la pobreza.

Los efectos documentados del uso de un determinado léxico son abundantes. Sin em-bargo, los efectos del léxico de la pregunta son, con frecuencia, impredecibles, y en algunos casos preguntas ostensiblemente predispuestas no consiguen obtener los resultados antici-pados. Schuman y Presser (1981), por ejemplo, presentaron experimentos donde frases aparentemente intencionadas en preguntas sobre la libertad de expresión, tales como refe-rencias a personas cuyas ideas se consideran dañinas y peligrosas, no afectaron al modelo

15 Schuman y Presser (1981) apuntan que esta investigación se ha dado en ciclos. Durante los años cuarenta se realizaron mu-chos estudios experimentales sobre los términos utilizados en las preguntas y la forma de las preguntas. Estos estudios de -mostraron hasta qué punto las distribuciones marginales de las respuestas podían alterarse incluso por mínimos cambios en los términos. En parte debido a que estos efectos llegaron a ser ampliamente reconocidos –si bien no completamente com-prendidos–, los años cincuenta y sesenta produjeron una investigación mucho menor en preguntas y respuestas de sondeo. No fue hasta la mitad de los años setenta cuando los investigadores, una vez más, dirigieron una sistemática atención a analizar el impacto de las variaciones en los términos de las preguntas, el orden, las opciones de respuestas, etc.

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de respuesta. Tampoco la sustitución de la aséptica frase poner fin a un embarazo por tener un aborto en cuestiones sobre el derecho al aborto tuvo ningún impacto apreciable.

Algunas variaciones en el enfoque de la pregunta sí que producen resultados sistemáti-cos e interpretables. Por ejemplo, el apoyo entre los americanos a las libertades civiles en abstracto es bastante alto, del mismo modo que el apoyo para las realizaciones políticas es-pecíficas de aquellos principios generales es mucho más bajo. Las personas están, con fre-cuencia, dispuestas a apoyar principios tales como libertad de expresión, incluso cuando prefieren no apoyar algunas aplicaciones aparentemente claras de tales principios, tal como permitir la libre expresión de los comunistas (Prothro y Grigg, 1960). El cambio de pregunta varía el foco de atención y en consecuencia el asunto en cuestión también varía: en este ca-so desde la bastante agradable noción de “libertad de expresión” a la perspectiva menos atractiva de “propaganda comunista”.

¿Cuáles son las posibilidades de elección? Las preguntas no sólo se centran en un asunto o problema concreto, sino que son también elecciones sobre lo que se debe hacer. Expresan una preferencia sobre un curso de acción concreto. En la práctica, los investigado-res de la opinión no solicitan directamente las preferencias populares, no al menos en el sentido de preguntarles a las personas sobre sus propias soluciones preferidas a los pro-blemas públicos. En su lugar, a los encuestados se les ofrece una o dos propuestas que han surgido en debate público que se consideran opciones políticas viables, y se pide a los en-cuestados que indiquen su apoyo u oposición a aquellas propuestas. En el caso de candida-tos que se presentan para el gobierno, simplemente se les pregunta a cuál prefieren.

Qué tipo de elecciones y cuántas de ellas referentes a un problema dado deben ofrecer-se a los encuestados son preguntas de importancia metodológica y conceptual. Hay una tendencia, al menos en encuestas comerciales, a confiar en respuestas del tipo sí o no a preguntas sencillas como indicadores de la opinión pública sobre diferentes asuntos, una práctica que Crespi (1989) sugiere que refleja un modelo implícito de voto de la opinión pú-blica. Pero como observa Crespi, “las opiniones que subyacen a la conducta de voto no pue-den descubrirse con una simple pregunta (p. 77). Se necesitan, insiste, en cambio, una va-riedad de preguntas que se enfoquen hacia diferentes aspectos de un problema y que abor-den puntos de vista de las personas sobre las formas alternativas de tratarlo. Riesman y Glazer (1948) reaccionaron de forma similar a opciones de respuesta simplificadas. “Debe-ríamos, al menos, asumir que puede existir otra estructura de opinión”, dicen, “en laque cada cuestión tenga muchos lados, y muchas perspectivas desde las que observarse, cada una matizada con diversos grados de significado e influencia” (p. 634).

Por esta razón, los investigadores de la opinión, a menudo, intentan medir reacciones a una variedad de propuestas que se basan en el mismo problema general, para conseguir una mejor apreciación de las tendencias principales de la persona al responder ante un pro-blema (construyendo, muchas veces, escalas de opinión de múltiples ítems en vez de apo-yarse en una sola pregunta). Las elecciones alternativas pueden captarse mediante diferen-tes formatos de pregunta. Las propuestas que compiten pueden colocarse ordenadamente, evaluarse las alternativas por medio de parejas de comparaciones, o utilizarse preguntas abiertas (Converse y Presser, 1986).

Las medidas utilizadas en la investigación sobre la opinión pública generalmente tienen una doble calidad básica, favor u oposición. Esto puede reflejar, tanto como cualquier otra cosa, la controvertida naturaleza del debate público, que tiende a resolverse en campos opuestos.16 Entre los formatos más comúnmente empleados está la pregunta equilibrada que opone dos alternativas. Por ejemplo, una pregunta del National Election Studies utiliza este formato equilibrado: “Algunas personas piensan que hombres y mujeres deberían de-sempeñar igual papel en la sociedad, mientras otras opinan que el lugar de la mujer es el hogar... ¿Usted qué opina?”. En tales casos, las alternativas contraequilibradas deben selec-

16 Se ha observado generalmente que el debate público consta de dos posiciones y que la opinión pública, aunque inicialmen -te desorganizada. Finalmente se simplifica en líneas bipolares, en dos alternativas que compiten (Bryce, 1888). Si las opinio -nes son, en cierto modo, naturalmente bipolares en la naturaleza, es algo que aún no se ha investigado demasiado. Pero hay al menos una cierta evidencia de que las estructuras conocidas que subyacen en las actitudes y opiniones son generalmente bi-polares en su forma (Judd y Kulik, 1980; Hymes, 1986; Pratkanis y Greenwald, 1989).

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cionarse con cuidado para asegurarse de que son propiamente opuestas e igualmente ex-tremas; de otro modo, acabarán convirtiéndose en dos preguntas diferentes o proporcionan-do una elección intermedia, inherentemente ambigua.17

La elección de un formato y la elección de alternativas de respuesta influirán de alguna forma en el modelo consiguiente de resultados. Schuman y Presser (1981) observan que las personas, una vez que aceptan ser entrevistadas, “aceptan también el sistema de las pre-guntas e intentan trabajar rigurosamente dentro de ese sistema” (p. 299). Estos analistas consideran el impacto causado por la forma de la pregunta principalmente en términos de li-mitación de pregunta. Es decir, las opciones proporcionadas por el investigador son aquellas que la mayoría de los entrevistados seleccionarán, aunque hubieran podido seleccionar una forma de respuesta diferente si se les hubiera ofrecido. Cualquier formato, proponen Schu-man y Presser, limitará, de algún modo, las respuestas.18

¿Está bien meditada? Una dimensión clave de una opinión es la cantidad de la informa-ción que la apoya. Hemos observado lo notablemente bajos que son los fondos de informa-ción aparentemente al alcance de la mayoría de las personas como para ser considerados al formar sus juicios sobre cuestiones públicas. Como señalan Lane y Sears (1964), “uno de los más interesantes aspectos de la opinión sobre cuestiones públicas es el grado con que las personas mantienen ‘firmes’ puntos de vista sobre asuntos de los que apenas tienen in-formación” (p. 11). Las preguntas alrededor del nivel de información de apoyo son insis-tentes, pues pesan directamente sobre la capacidad del público en general para sostener opiniones (capítulo 2). Hay también implicaciones prácticas para describir la opinión pública: ¿qué opiniones han de tenerse en cuenta? Dado que muchas personas no parecen seguir en absoluto las controversias públicas, los analistas intentan a veces discernir qué segmen-tos de la población tienen base informativa para una opinión y cuáles no.

En algunas ocasiones, los investigadores intentan valorar la provisión de información as-equible a una persona para formar una opinión, haciendo preguntas erróneas sobre el pro-blema. Pero la identificación del conocimiento relevante es complicada. La información con-siderada relevante por el investigador puede no serlo para el entrevistado y viceversa. Ge-neralmente, los analistas se basan en la propia estimación de las personas respecto a su capacidad de proporcionar una opinión. Un método básico es mencionar un explícito “No lo sé” como opción de respuesta. Una aproximación similar es la utilización de cuestiones filtro, preguntando si el entrevistado ha oído o meditado sobre el asunto antes de hacerle la pre-gunta. Estos procedimientos reducen en gran medida, frecuentemente, la proporción de per-sonas que ofrecen su punto de vista. La investigación demuestra que ofrecer “No lo sé” co-mo una categoría de respuesta asequible, habitualmente produce un incremento de un 20% entre los que no dan opinión (Schuman y Presser, 1981).

Hay otras razones, quizá más importantes, para considerar el marco de ideas que la gente es capaz de evocar al meditar sobre asuntos públicos. Las consideraciones concretas que una pregunta trae a la mente determinan qué tipo de opinión se expresa. Zaller y Feld-

17 La alternativa más simple es utilizar cuestiones diferentes, sin equilibrar, que pregunten sobre el acuerdo respecto a una so-la proposición (por ejemplo “¿Cree usted que hombres y mujeres deben desempeñar el mismo papel?”), mejor que forzar una elección entre dos alternativas equilibradas. Pero estas preguntas no equilibradas están sujetas a un problema diferente, gene-ralmente conocido como decir sí, o respuestas de aquiescencia. Es decir, las personas tienden a estar de acuerdo con las pro-posiciones. Para estropear aún más las cosas, los entrevistados con menor nivel educacional son más proclives a la aquiescen-cia que los mejor educados, y en consecuencia, esto influye sistemáticamente en la distribución de la opinión en tales cuestio-nes. La evidencia sugiere que las preguntas no equilibradas que utilizan respuestas del tipo sí-o-no, o a favor/en contra, pro-ducen generalmente resultados bastante similares a las preguntas equilibradas, aunque pueden evitarse las escalas de respues-tas acuerdo/desacuerdo, dado que aparecen específicamente unidas a una propensión a la aquiescencia (Schuman y Presser, 1981). Hay también una cierta evidencia de que una serie de cuestiones equilibradas en ramificación y distribuidas en muchas categorías (por ejemplo, siete) totalmente etiquetadas, aunque necesiten más tiempo que otros formatos de pregunta, produci-rán los resultados más fiables (Krosnick y Berent, 1990).18 La elección entre preguntas abiertas o cerradas proporciona un caso aparte. Hay pocas dudas acerca de que la selección concreta de respuestas en una pregunta cerrada limita los resultados. Pero es también cierto que las preguntas abiertas pueden limitar a los entrevistados, bien sea por fracasar en el intento de recordar las respuestas que podrían haber seleccionado, o por no hacerles conscientes del amplio margen de respuestas posibles. Entrevistados con nivel educativo relativamente bajo, por ejemplo, pueden no estructurar espontáneamente sus respuestas a preguntas abiertas en la misma forma o tan elaboradamente como los entrevistados con mejor nivel educativo o los investigadores.

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man (1987) pidieron a entrevistados en un estudio que elaboraran sus respuestas a pregun-tas de opinión describiendo, con sus propias palabras, “el tipo de cosas que les viene a la mente” cuando meditaban sobre los asuntos implicados; en un 50% de los casos este proce-dimiento se llevó a cabo antes de que las personas respondieran, y en otro 50% de los ca-sos se hizo retrospectivamente, tras responder a la cuestión. El resultado sugiere que las personas –incluso relativamente desinformadas– no generan sus opiniones en un vacío in-formativo. Hubo un promedio de cuatro comentarios sustantivos por cuestión opinada, y vir-tualmente todos los entrevistados dieron al menos una consideración inteligible. Alrededor del 30% ofrecieron pensamientos que observaban ambas posiciones frente al asunto. El proceso se repitió con las mismas personas un mes después, y cerca del 33% expresaron pensamientos en pugna respecto al mismo asunto. Como afirman Zaller y Feldman, “la mis-ma persona puede responder a la misma pregunta, en dos ocasiones diferentes, como si fueran dos preguntas distintas... Una pregunta sobre los servicios del gobierno puede evocar un espectro de intereses especiales y de exageradas burocracias en una entrevista, y una imagen de educación, seguridad social y seguridad aérea en otra” (p. 11). Como vimos ante-riormente, es posible que una sola persona proporcione opiniones opuestas sin cambiar las actitudes o creencias subyacentes, si el sistema de referencia para la cuestión ha variado de alguna forma. Una mayor provisión de información asequible, dado que multiplica la gama de ideas que puede convocar la mente, podría producir menos coherencia en diferentes ocasiones, al menos hasta que se determina un juicio cristalizado.

¿Están bien organizadas? Una cuestión conexa concierne a lo bien organizadas que pueden estar las opiniones de una persona. Una vez formada en la mente, una opinión pue-de integrarse fuertemente con otras opiniones, conectarse imprecisamente o aislarse com-pletamente (Lane y Sears, 1964). Una persona puede e intentar conscientemente mantener un conjunto coherente de puntos de vista interrelacionados sobre las cuestiones públicas, mientras otra puede abrigar una colección de opiniones que han sido escasamente medita-das en relación unas con otras. Referencias a la organización de las opiniones en la investi-gación se refieren no tanto a las estructuras subyacentes de cualquier juicio dado como al contexto cognitivo de tal opinión: cómo se integra, si lo hace, con otras opiniones. Como ob-servó Converse (1964), muchas personas no mantienen opiniones que se organicen de for-ma consecuente con una ideología global liberal o conservadora. Las opiniones pueden, en cambio, organizarse en “conjuntos de opiniones” o grupos de opiniones relacionadas, man-teniéndose cada grupo en un aislamiento relativo. O simplemente pueden desperdigarse.

¿Con qué fuerza se sostienen? Otro conjunto de características se relaciona de una u otra forma con la fuerza con que la opinión se sostiene. Hay varias dimensiones relaciona-das pero conceptualmente distintas que debemos considerar a este respecto: intensidad (la fuerza de los sentimientos de alguien respecto a un asunto concreto), destacabilidad (lo mentalmente accesible que es una opinión dada), importancia (cuán crítico se considera que es el asunto o la opinión), y certeza (qué seguridad se tiene de que la opinión es correcta).

A la intensidad de opinión se le ha dedicado la mayoría de la atención empírica y puede enjuiciarse de distintas formas. Un procedimiento implica dos pasos. Primero, se requiere la opinión de una persona (a favor o en contra), seguida de una segunda pregunta sobre con qué fuerza cree en ella. Más común aún es un procedimiento de un solo paso, que pide a los entrevistados que indiquen sus opiniones en escalas de cinco o siete puntos que van desde “intensamente de acuerdo” a “intensamente en desacuerdo”. Las mediciones de in-tensidad son analíticamente bastante útiles para los investigadores de la opinión, pues les permiten la separación de los entrevistados en aquellos cuya opinión está profundamente enraizada y aquellos cuya respuesta está ligeramente sostenida. Los estudios indican que las opiniones intensas son más estables a través del tiempo y también más altamente inte-rrelacionadas (es decir, más altamente organizadas) que las opiniones débilmente sosteni-das (Schuman y Presser, 1981).

La destacabilidad e importancia de una opinión se abordan, frecuentemente, como inter-cambiables, aunque deben distinguirse conceptualmente. Una opinión es destacada cuando es el foco de atención y es importante cuando es objeto de interés. Los dos atributos están, tal vez, causalmente relacionados; cuanto más tiempo se pasa considerando algo, más im-

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portante parece. A la inversa, cosas consideradas importantes pueden acaparar una gran parte de nuestra atención. Krosnick (1988a) indica que las personas están generalmente en-teradas de y son capaces de transmitir cuán importantes consideran que son los distintos asuntos. Ha descubierto que la estabilidad, a través del tiempo, de las opiniones sobre pro-gramas de bienestar social, gastos de defensa, distensión y garantías de empleo, es clara-mente superior para aquellos entrevistados que confiesan que tales asuntos son para ellos personalmente importantes (Krosnick, 1988b). Además, las opiniones sobre aquellos asun-tos que las personas consideran importantes parecen desempeñar un rol más trascendental en su evaluación de las realizaciones del gobierno.

Quizá no se haya explorado tanto empíricamente la certeza con que se sostiene una opi-nión, es decir, hasta qué punto confía una persona en que su opinión es correcta. Esta di-mensión puede juzgarse de varias formas, tales como preguntarle hasta qué punto está se-gura de su punto de vista o qué probabilidad cree que tiene de cambiar de opinión. Riesman y Glazer propusieron incluso en 1944, que “puede experimentarse con esto haciendo recu-sar o argumentar al entrevistado con la respuesta” (p. 635); sin embargo, esta técnica puede ser bastante incómoda y los resultados potencialmente erróneos. Un tipo de personalidad beligerante puede confundirse con una opinión firmemente sostenida, y un introvertido pue-de ser una persona de principios estables. Probablemente la certidumbre será correlativa a la cantidad de información (por ejemplo, el número de creencias) que apoya una opinión, aunque la propia confianza en aquellas creencias subyacentes será de importancia crítica. Un hecho bien puede valer muchas informaciones de veracidad desconocida.

¿Conducirá a comprometerse en una acción? Una cuestión muy relacionada con la forta-leza de la opinión es si una opinión, una vez forjada en la mente, encontrará una salida en una determinada acción política. Las opiniones expresadas verbalmente –incluso cuando parecen firmemente sostenidas– pueden no estar de acuerdo con las opiniones expresadas a través de acciones tales como unirse a grupos de protesta, escribir sobre asuntos públi-cos, o dar dinero para una causa. Cantril (1948) observó que las opiniones abstractas o inte-lectuales pueden no traducirse en “opiniones sobre las que se basen juicios y acciones con-cretas” (p. 41). Por ejemplo, hay más personas que aprueban la forma de actuar de un presi-dente que las que dicen que le votarían en unas elecciones “si se realizasen hoy” (Crespi, 1989). Se ha publicado mucho sobre las relaciones en general de la actitud respecto a la conducta, pero la pregunta actual es más específica en su naturaleza. ¿Se traducirá un jui-cio a favor de una determinada política en acciones políticas comprometidas a asegurar tal fin?

Schuman y Presser (1981) han investigado esta cuestión considerando dos asuntos: el derecho al aborto y el control de armas, comparando diferentes medidas de intensidad de sentimiento, importancia (lo que denominan centrality) y compromiso de acción (medido por el envío de cartas y donaciones monetarias). Los dos asuntos produjeron resultados diferen-tes. En el caso del derecho al aborto, la intensidad de la adhesión y la importancia produje-ron altos niveles de acción política, y de forma uniforme para las personas a favor de las dos posibles posturas respecto al asunto. Pero en el caso del control de armas hubo un desequi-librio interesante. Los entrevistados que se oponían a la existencia de licencias de armas –decididamente una minoría– traducían sus sentimientos subjetivos de importancia en acción política, mientras las personas del grupo mayoritario que estaban a favor del control de ar-mas no lo hacían. Schuman y Presser conjeturaron que la National Rifle Association colabo-ró a movilizar a la oposición al control de armas. Factores organizativos nos recuerdan que no debemos asumir que en el nivel individual la intensidad, importancia o certeza conducirán necesariamente a una implicación activa. La opinión pública efectiva que depende en gran medida de la actividad política puede muy bien diverger del conjunto total de la opinión ex-presada

¿Cómo se relaciona con otras personas? Las percepciones de apoyo u oposición social pueden ser críticas para la formación y expresión de opiniones. Como observó Allport (1937), “puede suponer una considerable diferencia en la propia conducta, apoyando u opo-niéndose a una, medida concreta, si se es conciente, o incluso se imagina, que otros reac-cionan de igual manera” (p. 18). Igualmente, puede tener consecuencias la impresión de que

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los otros reaccionaran de forma diferente, en otras palabras, que se es una minoría aislada (Noelle-Neumann, 1984). Básica también para la opinión de una persona es la comprensión de quién está de cada lado, qué tipo de personas están a favor de la proposición y qué tipo de personas se oponen a ella. Las percepciones de un individuo de las alineaciones sociales y las escisiones dentro del público constituirán el contexto social dentro del cual se forman las opiniones (Price, 1988, 1989).

Noelle-Neumann (1984) indica que no es posible una comprensión tota de la opinión pú-blica a menos que se examinen también las estimaciones subjetivas del clima de opinión. Esto puede realizarse preguntando a las personas, además de sus propias opiniones, que suponen que las otras personas o grupos piensan sobre cuestiones específicas, cuál creen que será la tendencia futura de la opinión pública, o qué parte finalmente ganará. Estas esti-maciones subjetivas son objeto de distorsiones perceptuales sistemáticas que pueden pro-vocar que la realidad percibida diverja de la realidad objetiva del conjunto de opiniones. Por ejemplo, cuando el enfrentamiento político entre los grupos de la comunidad es muy visible, las personas menos implicadas pero atentas pueden desarrollar una percepción exagerada de la polarización de opiniones entre el público. Davison (1983) ha sugerido, y la evidencia parece confirmarlo, que las personas tienden a sobreestimar el impacto que un aconteci-miento concreto o un mensaje puedan tener en la opinión publica en conjunto; este fenó-meno se llama efecto de la tercera persona. Las percepciones distorsionadas de la opinión pública pueden influir en la disposición de las personas a discutir sus ideas, alterando, en consecuencia, la dinámica de la comunicación del público y de la formación de opinión (Noe-lle-Neumann, 1979).19

Las circunstancias sociales y las expectativas no sólo configuran la formación de opinión sino que también afectan directamente al propio proceso de medición. Las opiniones tienen variados términos de revelación. Pueden expresarse fácilmente en un entorno y suprimirse totalmente en otro. Los investigadores de la opinión, que se han sensibilizado mucho ante esta cuestión, han adoptado la práctica común de intentar llevar al máximo la relación entre entrevistador y entrevistado. Se intenta habitualmente, por ejemplo, mediante el uso de un lenguaje común y seleccionando entrevistadores que encajen tanto como sea posible en las características sociales del entrevistado. Algunos investigadores han sugerido, sin embargo, que una relación demasiado intensa entrevistador-entrevistado puede también producir res-puestas menos válidas (Hyman, Cobb, Feldman, Hart y Stember, 1954; Dohrenwend, Co-lombotos y Dohrenwend, 1968; Weiss, 1968).

Para resumir, los investigadores de la opinión tienen, al menos, siete preguntas concep-tuales importantes de que ocuparse al recoger e interpretar opiniones observadas:

1. ¿De qué trata exactamente? ¿Cuál es el enfoque de la opinión?2. ¿Qué elecciones alternativas han estructurado o limitado la respuesta?3. ¿Está bien considerada la respuesta?4. ¿Cómo se relaciona esta opinión, si lo hace, con otros puntos de vista?5. ¿Con qué fuerza se mantiene? ¿Con qué grado de certeza?6. ¿Qué oportunidades hay de que resulte en una acción de compromiso político?7. ¿Cuál es el contexto social percibido dentro del cual se ha formado y expresado esta

opinión?Las respuestas a estas preguntas no son, en ningún caso, fáciles de obtener, pero están

esencialmente implicadas en los esfuerzos por ensamblar las opiniones individuales, una

19 Hay evidencia de que las personas, implícitamente, se comparan con los demás cuando responden a encuestas, incluso con preguntas sobre conductas relativamente inocuas, tales como la totalidad de horas que emplean viendo la televisión. Schwarz (1990), tras extensos estudios sobre las alternativas de respuesta ofrecidas por las preguntas en las encuestas, concluyó que la gama de alternativas de respuesta ofrecidas es interpretada generalmente por los entrevistados como un reflejo de la distribu-ción de respuestas en la población en general. Como dice Schwarz (1990), “los extremos de la escala se asume que represen-tan los extremos de la distribución y los valores del centro de la escala se considera que representan la conducta usual o me-dia” (p. 281). En consecuencia, los entrevistados utilizan la escala como su estructura social de referencia al estimar su propia respuesta. Pueden, igualmente, realizar variadas inferencias respecto a ellos mismos, comparando su propia respuesta con la distribución implicada por la serie de la escala de respuestas (por ejemplo, si se consideran como televidentes empedernidos, con referencia a la población en general, tienen mayor tendencia o probabilidad de considerar la televisión como importante para ellos).

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vez observadas, en una imagen compuesta de la opinión pública. Volveremos a esta tarea en el capítulo 5.

5. Conceptualización del proceso de la opinión pública

Nuestro análisis sobre este punto ha separado los aspectos colectivo e individual de la opinión pública, tratándolos secuencialmente y, más o menos independientemente, en los dos últimos capítulos. Aunque este orden de presentación sigue la tendencia histórica de conceptuar la opinión pública y los servicios como una útil organización heurística, tiende a suponer un cierto estado de la cuestión. De hecho, los aspectos colectivo e individual de la opinión pública nunca se han separado diestra o fácilmente en la investigación.

Ha habido un cambio general de la postura colectiva a la individual en la conceptualiza-ción de la opinión pública. Esta oscilación fue parcialmente un movimiento de alejamiento de nociones abstractas, y difíciles de investigar, de la opinión pública como un complejo orgáni-co total, hacia una aproximación más manejable que comienza con una muestra representa-tiva de opiniones individuales “en toda su estrechez y firmeza” (P. Coverse, 1987). Lo que los teóricos de la mentalidad colectiva intentaban conceptualmente crear desde arriba hacia abajo, los investigadores empíricos intentaron construirlo, como si fuera ladrillo a ladrillo, de abajo hacia arriba. La tendencia refleja también los esfuerzos determinados de contrarrestar las afirmaciones subjetivas y autoservidas sobre la opinión del público con sondeos más desapasionados y representativos de los puntos de vista populares.

La mayoría de los investigadores actuales reconocen el valor de los datos de opinión de nivel individual conseguidos a través de investigaciones de sondeo como un útil primario pa-ra estudiar la opinión pública. Sin embargo, otros tantos reconocen que un control de la opi-nión pública y la forma en que funciona en la sociedad requiere también atención al más am-plio proceso colectivo dentro del cual las opiniones individuales se forman y expresan. El analista de la opinión pública continúa enfrentándose al reto de intentar entender procesos políticos y sociales de gran escala: la constitución del público alrededor de problemas com-partidos, la negociación de propuestas políticas enfrentadas, la aparición de asuntos y la for-mación de coaliciones entre elites políticas, ensombrecidas por coaliciones más amplias en-tre sus seguidores o detractores entre el público espectador. En el transcurso del intento de observar estos procesos, sin embargo, el investigador inevitablemente se enfrenta a la nece-sidad de entender fenómenos individuales: la atención prestada a asuntos públicos, la deter-minación de qué asuntos son personal o socialmente relevantes, la adquisición de informa-ción, la formación de opiniones en la mente de las personas, y la traducción de estas opinio-nes en acciones políticas.

Aspectos colectivo e individual

La investigación sobre la opinión pública debe cubrir siempre los intereses colectivos e individuales. Tal vez sea inevitable un campo de investigación bifurcado que incluya unas personas que estudien el proceso sociológico y otras de una inclinación más psicológica que estudien las opiniones individuales. Es más, la mayoría de las ciencias sociales parecen ha-berse desarrollado en especialidades de nivel específico. Como señala Eulau (1986), sin embargo, la tendencia a separar la teoría en niveles individual y colectivo e investigarlos y seguirlos independientemente puede limitar el análisis de la conducta política. Esta separa-ción fomenta una tendencia, bien sea a adoptar un modelo reduccionista, que intenta expli-car el fenómeno colectivo enteramente en términos de procesos individuales, o a adoptar el punto de vista de que grupos y colectividades deben, de alguna forma, tratarse como una to-talidad y explicarse únicamente en términos de sus cualidades integrales, supraindividuales.

Aceptar tal división es fracasar en cuanto a considerar seriamente la simultaneidad de la acción colectiva e individual. La acción de grupo, sostiene Eulau, surge a la vez que las ac-

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ciones de los miembros individuales dentro del grupo. Por ejemplo, cuando un comité de ad-misión de una facultad universitaria debate los méritos de un aspirante, determina su “opi-nión” y “decide” admitir al estudiante, la decisión de grupo se despliega simultáneamente al pensamiento individual, la formación de opinión y la toma de decisión dentro del comité. A mayor escala, la decisión de una comunidad de recaudar un nuevo impuesto para edificar refugios para los desprotegidos, se despliega simultáneamente a muchas acciones indivi-duales (prestar atención, pensar, hablar y decidir) que llevan a cabo los cuerpos públicos dentro de la comunidad. Muchas unidades diferentes, individuales y colectivas, actúan jun-tas. En el transcurso de una acción colectiva, hay una reciprocidad continua entre las con-ductas individuales y las estructuras sociales dentro de las cuales se desarrolla. Como seña-la Chaffee (1975), “es la acción de los individuos lo que da vida a las propiedades estructu-rales de los sistemas políticos, así como estos últimos, a su vez, limitan las conductas indivi-duales” (p. 86).

Podemos muy bien conceptuar la opinión pública como surgiendo de un proceso colecti-vo, pero, si no reunimos información sobre los individuos del público y sobre cómo se com-portan, nuestras ideas sobre el proceso de surgimiento quedarán, en su mayor parte, en me-ra especulación. Por otro lado, la investigación que se limita a las opiniones de los individuos investiga la conducta en colectivos, pero descuida la conducta de los colectivos. Se necesita alguna forma de hacer inteligibles los procesos de formación de la opinión pública, por me-dio de observación, medición y análisis, sin descomponerlos en procesos de opinión de indi-viduos diferenciados.

Sin pretender una solución sencilla a este dilema, podemos considerar de una forma más integradora los aspectos colectivo e individual de la opinión pública. Mejor que estudiar públicos u opiniones per se, conceptualizaremos los procesos de comunicación por medio de los cuales se constituyen los públicos y dentro de los cuales se forman las opiniones so-bre cuestiones públicas. El concepto de debate público, como observamos en el capítulo 2, está fuertemente entrelazado con el concepto de opinión pública. Con todo, las nociones de discusión y debate, aunque no problemáticas como descripciones de comunicación interper-sonal y formación de pequeños grupos cara a cara, pueden requerir traducción cuando se aplican a procesos de gran escala de formación de la opinión pública. Examinamos aquí más cuidadosamente las formas de discusión y debate que caracterizan públicos amplios y heterogéneos (tales como “el público americano”) y los diversos tipos de unidades compo-nentes, colectivas e individuales, que entran en el proceso. Revisaremos también algunas de las formas en que los investigadores de la opinión intentan observar el debate público.La noción de debate público

Como observamos en el capítulo 3, los públicos se constituyen por problemas comparti-dos (o podríamos decir que las personas constituyen públicos cuando se unen en considera-ción a las formas de responder ante un problema compartido). Puesto que el público es una colectividad dinámica, que se organiza en torno a un asunto discutiendo sobre él, las relacio-nes entre miembros activos dentro del público están en continuo cambio. El término debate público intenta describir una masa de gente que se organiza en público; personas que reco-nocen un problema, que producen ideas en conflicto sobre lo que hay que hacer, conside-rando tales alternativas, e intentando resolver el asunto a través de la creación de un con-senso sobre una línea de acción. ¿Cómo podemos conceptuar estas actividades?

Dinámica de la toma de decisión de un grupo. La dinámica colectiva de formación y cam-bio de opinión es más fácil de entender en el nivel interpersonal o de pequeño grupo, donde los conceptos de discusión y debate son diferentemente aplicables. Los psicosociólogos han estudiado durante mucho tiempo las formas en que las personas interactúan al resolver los desacuerdos en los entornos comunicativos frente a frente, y especialmente la influencia so-cial en estas cuestiones. Moscovici (1985) propone que la influencia social se “fundamenta en la pugna y los esfuerzos por conseguir un consenso” (p. 353). Cuando se da un conflicto o pugna dentro de un grupo, los miembros intentan mitigarlo y controlarlo por medio de la discusión, restaurando así el consenso del grupo o creando un nuevo consenso. El conflicto entre miembros del grupo estimula la discusión y, a través de ella, la formación o cambio de

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opinión dentro del grupo. Los intentos por resolver los desacuerdos son a la vez explorato-rios y persuasivos, mientras las personas indagan sobre el asunto, reflexionan sobre sus propias ideas al respecto, y consideran las ideas, opiniones y motivos de los demás. Estos procesos de comunicación y cambio de opinión, propone Moscovici, son necesarios para que los grupos sobrevivan. Permiten a la colectividad adaptarse a nuevas condiciones socia-les.

La investigación sobre la toma de decisiones de grupo ilustra la dependencia mutua en-tre los aspectos colectivo e individual de la formación de una opinión discursiva. Las relacio-nes dentro del grupo pueden ser críticas para determinar la forma en que proceden la in-fluencia social y la toma de decisión individual. Cuando se cuestiona el punto de vista de una mayoría firmemente atrincherada, por ejemplo, se presiona a los que se desvían para que se conformen, dado que los miembros individuales de la mayoría se sienten fuertemen-te comprometidos a hacer cumplir la norma (Allen, 1965). Por otro lado, cuando una minoría persistente defiende una posición que se desvía y la mayoría no está firmemente compro-metida con su posición, puede crearse incertidumbre sobre la corrección de la norma en las mentes de la mayoría de los miembros; la incertidumbre, a la vez, puede conducir a la con-versión de todo el grupo hacia el punto de vista de la minoría (Moscovici, 1976 y 1985). Otras características del grupo, tales como la disparidad entre opiniones sostenidas por dis-tintas facciones, tienen también implicaciones conductistas en un nivel individual. Cuando hay muchos puntos de vista expuestos, ninguno de ellos fuertemente sostenido o que cons-tituya una aclara mayoría, los miembros tienden a converger por medio de un proceso de cálculo del término medio del grupo (Moscovici, 1985) o un acuerdo (Riecken, 1952). Des-avenencias más profundas entre mayorías bien definidas y facciones minoritarias, sin em-bargo, conducen a intentos por parte de la mayoría a influir en la minoría, al menos hasta cierto punto (Schachter, 1951). Cuando los desacuerdos devienen demasiado grandes, los intentos de influencia social pueden cesar totalmente, y los miembros desviados quedar con-denados al ostracismo o abandonados (Festinger, 1950).

En cada una de estas situaciones, diversas características del colectivo, (por ejemplo, la existencia previa de una norma de grupo, hasta qué punto los miembros de la mayoría se sienten fuertes respecto a su punto de vista, o el grado de escisión mayoría/minoría) se aso-cian con diferentes modelos en las respuestas conductistas individuales (por ejemplo, au-mento o disminución de comunicación o cambios en la certeza o intensidad). Estas respues-tas conductistas contribuyen a la reestructuración de las relaciones de grupo (por ejemplo, expulsión del grupo de los miembros desviacionistas, realineaciones de la opinión, conver-sión a una nueva norma de grupo, etc.). En el transcurso de un debate de grupo ocurren dos fenómenos relacionados: primero, se acumulan ideas en el dominio público del grupo, que constituyen una reserva de sistemas compartidos de referencia sobre el problema y pro-puestas para resolverlo. Segundo, los miembros responden a estas propuestas de forma pri-vada y/o pública. Pueden alinearse con una de las propuestas, apostar por una postura a fa-vor o en contra de otros miembros del grupo. El debate permite que ocurran tales procesos. A través de la discusión se intercambian ideas e información, que permiten al grupo estable-cer un entendimiento común, y si es necesario, puntos de referencia para construir el asunto en cuestión. La discusión sirve también como medio para la expresión y negociación de co-rrientes de opinión dentro del grupo.

Incluso en el nivel de un grupo pequeño, la resolución de los desacuerdos por medio del debate no es siempre igualitaria. Las diferencias de poder y las normas de comunicación pueden dar un peso extra a una opinión (en el caso de un comité de admisión, puede ser el director de admisiones), mientras rebajan otras opiniones (por ejemplo, la de los miembros más noveles y menos experimentados). Las características estructurales del grupo pueden producir diferentes niveles de participación. Algunos (en el ejemplo, los miembros más nove-les) pueden seguir la discusión con atención e interés, pero permanecer reticentes. Un miembro puede prestar gran atención a ciertos asuntos (por ejemplo,, la admisión de solici-tantes desventajosos) y, como consecuencia, enzarzarse agresivamente en el debate sobre aquellas cuestiones. En otros asuntos, sin embargo, la participación de la misma persona puede ser menos intensa. En otras palabras, incluso en pequeños grupos, la distinción entre

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actores y espectadores (capítulo 3) es importante para comprender la dinámica de la forma-ción y cambio de opinión.

Debate público en entornos sociales mayores. Los analistas, con frecuencia, aplican también los términos discusión y debate a la formación de la opinión pública a gran escala. Se debe ser extremadamente cuidadoso, sin embargo, al hacer la analogía de grupos cara a cara con grandes públicos. El modelo conceptual del público como un grupo que ha estable-cido una discusión (capítulo 3) dirige nuestra atención, provechosamente, hacia procesos in-terdependientes en la formación de la opinión pública que pueden ser similares en líneas ge-nerales a aquellos que encontramos en grupos de comunicación más pequeños. Pero nues-tra tarea al explicar este proceso de comunicación macroscópico es, al menos, doblemente complicada.

Primero, la gran variedad de individuos y grupos que pueden desempeñar un papel, y los papeles más diferenciados que desempeñan, hacen la descripción y el análisis mucho más difícil. Los miembros del grupo incluyen, por ejemplo, a políticos individuales, comités guber-namentales, grupos organizados de presión, miembros menos directamente implicados del público activo (por ejemplo, los que escriben cartas y los contribuyentes), e incluso miem-bros más ampliamente dispersos del público atento que sigue el proceso con interés pero que sólo actúa en participación directa con su voto o en las encuestas de opinión. En mu-chos asuntos, una gran proporción de la población no se implica nunca, o si lo hace, es de forma mínima, de manera que no influye en el resultado.

Segundo, los medios de comunicación empleados en el debate público son casi inver-sos. Hay discusiones informales –dispersas y no demasiado frecuentes– entre miembros in-dividuales del público. El gobierno e instituciones educativas proporcionan ocasionalmente escenarios más formalizados para el debate. Los medios de comunicación de masas propor-cionan puntos comunes y un cierto intercambio, si bien de una naturaleza mucho menos in-teractiva, entre los diferentes grupos. Los públicos a gran escala difieren tremendamente de los pequeños grupos cara a cara en cuanto a las tecnologías utilizadas por sus miembros para comunicarse. Los públicos grandes, geográficamente dispersos, requieren formas más sistemáticas de participación colectiva, no simplemente débiles coaliciones interpersonales, sino organizaciones políticas formales y partidos. Estas organizaciones pueden comunicar las opiniones populares hacia arriba, a las agencias encargadas de actuar en nombre del público; pueden también comunicar las opiniones de la elite hacia abajo, sirviendo como ca-nales para informar, persuadir y activar a los miembros del público atento. Los grandes pú-blicos requieren medios de intercambio de ideas más sistemáticos: no simplemente discu-siones libres, sino intercambios de opinión a través de los medios de comunicación y recogi-da organizada de opinión y distribución (por ejemplo, editoriales, cartas y encuestas de opi-nión), para establecer el fondo de consideraciones compartidas en el campo público.

La dependencia de los medios de comunicación para el debate público introduce comu-nicaciones prejuiciados que no aparecen en los pequeños grupos. Los participantes en un debate cara a cara no necesitan apoyarse en intermediarios para saber qué está pasando, enviar mensajes o seguir las deliberaciones del grupo. Los canales de los medios de comu-nicación que sirven como medio para el debate público son, sin embargo, muy diferentes. A pesar de los intentos de una transmisión objetiva, los medios son selectivos al determinar qué tipos de mensajes se retransmiten. Más allá de su papel de facilitar la recogida e inter-cambio de ideas, los comunicadores de masas asumen un papel mucho más dirigente al in-tentar configurar y moldear la opinión. Las elites de los medios de comunicación no son transportadores pasivos del debate y la información pública, sino también participantes acti-vos (véase más abajo la función de “correlación” de los medios de comunicación).

Los términos debate y discusión podrían haberse aplicado a los intercambios culturales en los salones del siglo XVIII de París, pero son, como mucho, metáforas imprecisas para describir los medios de comunicación de masas altamente organizados de los públicos mo-dernos. La maquinaria electoral de las democracias representativas y los partidos políticos constan entre las primeras disposiciones desarrolladas (capítulo 2). Estas instituciones se han complementado con formas más interactivas tales como campañas de cartas escritas a las masas, encuestas de voto y otros rápidos mecanismos de realimentación o feedback. A

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pesar de estos sofisticados medios de comunicación, sin embargo, los vínculos literalmente interactivos entre todos los miembros de un público realmente grande no son posibles, sin lugar a dudas, de la misma forma en que se realizan en los grupos pequeños y localizados. Las modernas tecnologías de la comunicación pueden haber permitido la ampliación de la conciencia del público (Cooley, 1909), pero no se han acercado a crear ningún tipo de juicio global de ámbito urbano.

Actores de la política, periodistas y público atento

Aunque los modelos de liderazgo se muestran incluso en las discusiones de pequeños grupos, la diferencia entre líderes y seguidores –entre actores de la política y espectadores de la política– surge como una de las características principales de un debate público a gran escala (capítulo 3). Los actores de la política (o elites) son aquellas personas que intentan hacer variar la conducta del colectivo. Los actores, dentro y fuera del sistema político esta-blecido, y con frecuencia organizados en grupos de presión, crean asuntos públicos, en pri-mer lugar, formulando y después defendiendo políticas alternativas. El debate público se re-fiere fundamentalmente a un debate entre actores de la política contendientes, que se re-transmite por los medios de comunicación para que las personas del público atento lo obser-ven y mediten (y, mucho menos frecuentemente, participen). Aunque la implicación del pú-blico activo (miembros de la prensa incluidos) se dirige a formular un plan escogido para ac-tuar y persuadir a los otros de sus méritos, la implicación de los espectadores del público ac-tivo consiste principalmente tanto en meditar sobre lo que leen o ven, como en formar y ex-presar (a veces) opiniones sobre la cuestión. Los espectadores se distinguen entre el públi-co por varias razones: pueden estar especialmente interesados sobre el asunto concreto, habitualmente siguen las noticias y les gusta hablar sobre asuntos públicos, o pueden verse cogidos por casualidad en una situación social (por ejemplo, una conversación en el trabajo) en que sean solicitadas sus opiniones respecto al caso.

Público como espectador. Aunque el tamaño relativo del público activo y del público atento puede variar según los diferentes asuntos, en cualquier asunto dado los espectado-res sobrepasan ampliamente a los actores. La perspectiva de audiencia asumida por la gran mayoría que toma parte de un debate público es digna de consideración. Carey (1978) ve el eclipse del público como una competencia del discurso activo en la sociedad moderna. Los medios de comunicación de masas, según Carey, han transformado al “público lector –un grupo de personas que hablaban entre ellos de forma crítica y racional– en una audiencia de lectores y oyentes” (p. 854). Pero esta característica estructural de los públicos a gran esca-la, para mejor o para peor, no es, ciertamente, nada nuevo. Bryce ya lo observó en 1888. Las masas contribuyen al gobierno democrático, decía Bryce, no tanto con ideas en contien-da o políticas (que los líderes políticos extraen entre ellos) sino con un “sentimiento” respec-to a las acciones y propuestas de sus líderes que, cuando se expresa públicamente –por medio de voto, manifestaciones, cartas u otros medios de comunicación– limita la conducta de los actores (Bryce 1888, p. 7). En el mismo sentido, Lang y Lang (1983) observan que las opiniones de los que forman el público atento son básicamente “expresiones de aprobación o censura” dirigidas hacia los individuos o grupos activos en política (p. 23). Sin embargo, un público atento es algo más que una audiencia.20 Sus miembros aportan no sólo atención, sino también meditación respecto al asunto en cuestión. Un público atento es una audiencia que se ocupa lo suficientemente de un asunto como para pensar sobre él, descubrir lo que otros piensan, y formar ideas respecto a lo que se habría de hacer. Es el sostenimiento de las opiniones lo que caracteriza a sus miembros (capítulo 4).

20 El término público se ha usado, ciertamente, de vez en cuando, en una forma que lo considera como sinónimo de audiencia o seguimiento. Los ejemplos incluirían referencias al público del golf, los aficionados al cine y similares, o referencias a los fans de una celebridad del mundo del espectáculo (“el público que la adora”). A lo largo de nuestro estudio hemos usado el concepto de una forma más distintiva, confinándolo a asuntos de desacuerdo general o interés compartido, en otras palabras, a asuntos y cuestiones públicas.

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El poder político de un público atento se ejerce directamente en un momento dado (por ejemplo, en unas elecciones), pero también se ejerce indirectamente y de forma más conti-nuada a través de percepciones de los actores políticos que representan para la audiencia y que calibran su propia eficacia en el mundo político por los indicadores de la respuesta del público. Baker (1990) indica que la idea de opinión pública surgió en el siglo XVIII en gran medida como una invención política, una especia de autoridad que podía utilizarse para legi-timar una determinada política o propuesta. Las elites han usado la opinión pública como un arma retórica en el debate político desde entonces. Los actores se esfuerzan intensamente por interpretar la opinión del público atento (por ejemplo, a través de encuestas de segui-miento), quizá tanto como lo hacen por intentar configurarla y dirigirla. Aunque las elites pue-dan no necesitar un amplio apoyo para sus políticas, la mayoría quisiera, al menos, tener una indicación de que no hay una oposición insuperable a su causa. Las propuestas de los actores adquieren un considerable peso cuando se asocian con cierta evidencia de que el público está de su lado (o de que un número considerable de personas, incluso aunque no sea una mayoría, les apoya). Por ejemplo, la evaluación de la aprobación pública puede ser una fuente importante de influencia presidencial en el congreso. El poder político del público atento se basa, pues, “no tanto en lo que hace, sino en las percepciones de los actores polí-ticos de lo que podría hacer” (Price y Roberts, 1987, p. 805; Key 1961; Lang y Lang, 1983).

El papel desempeñado por los periodistas. Los periodistas, al cubrir los acontecimientos políticos y siguiendo las actividades de los actores políticos, permiten a los públicos atentos formarse alrededor de desacuerdos con la elite. A este respecto, los medios de comunica-ción realizan una función de vigilancia para sus audiencias (Lasswell, 1948). Esta función vi-gilante de la prensa es, tal vez, el servicio público más importante que se le atribuye y que reclaman los medios de comunicación. Se refleja comúnmente en los nombres de ciertos periódicos: sentinel, monitor, clarion, observer e intelligencer. Como agentes de vigilancia, los periodistas intentan alertar al público de los problemas. Presentan noticias sobre la con-ducta de las elites políticas –sus acciones, presumibles intenciones y desacuerdos internos– ante la atención de sus audiencias. Al hacer esto, los reporteros proporcionan el principal mecanismo para permitir a un público atento seguir el entorno político, al menos el limitado por factores institucionales, profesionales y organizativos. La prensa es, después de todo, dependiente en gran manera de los actores políticos para obtener noticias, la mayoría de las cuales se establecen en virtud de hábiles relaciones públicas en forma de emisiones, entre-vistas y conferencias de prensa.

El periodismo tiene también una función de correlación para el público atento, ayudándo-le a coordinar sus propias respuestas internas al entorno político (Lasswell, 1948). Es decir, los noticiarios reúnen puntos de vista e ideas que contrastan dentro del público atento, co-munican a sus miembros lo que piensan los demás, y en consecuencia ayudan a organizar su reacción colectiva. Schramm (1964) asociaba esta función a los consejos tribales en so-ciedades menos desarrolladas, que solicitan los puntos de vista y debaten las alternativas intentando coordinar las acciones de un pueblo. Aunque Price y Roberts (1987) llaman a es-to la función encuesta de los medios de comunicación, se ejerce no sólo (o incluso principal-mente) por medio de encuestas de opinión, sino también a través de cartas al director, en-trevistas hechas por reporteros en las calles, y otras caracterizaciones informales de la opi-nión pública. En resumen, los medios de comunicación permiten al público atento seguir la huella a los actores políticos (vigilancia) y organizar sus respuestas hacia ellos (correlación).

El periodismo realiza también estas dos mismas funciones para las elites respecto al pú-blico activo. La misma noticia o comentario puede realizar funciones opuestas, dependiendo de una perspectiva concreta: como espectador o como actor en el proceso. Las caracteriza-ciones de los medios de comunicación de las opiniones entre el público atento (que ayudan a correlacionar sus respuestas internas) son simultáneamente un medio de vigilancia para las elites (ayudándoles a seguir las reacciones del público atento). Los actores prestan gran atención a las noticias para ver cómo se considera lo que están haciendo. Hasta qué punto los medios de comunicación de masas ayudan a correlacionar las respuestas de las elites hacia los asuntos es algo que puede ser al menos aparente, pero no menos importante para el proceso. Las noticias sobre otros actores políticos ofrecen a las elites un área para apren-

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der, comprender y reaccionar respecto a los demás. Las elites políticas usan los medios de comunicación no sólo para comunicarse con sus seguidores y opositores del público atento sino también para hablar entre ellas. Declaraciones que pronuncian ostensiblemente para el público general (conferencias de prensa y apelaciones al público a través de los medios de comunicación) son, con frecuencia, mensajes intencionados para las otras elites (Lang y Lang, 1983; Linsky, 1986).

Los noticiarios proporcionan, en consecuencia, un importante medio por el que los miem-bros del público se comunican. Y tal vez más importante aún, el periodismo permite a los ac-tores y espectadores políticos interactuar. Las noticias proporcionan una relación continua de lo que se está desarrollando en el plano de la elite política (vigilancia para el público aten-to, correlación para el público activo). El periodismo también registra cómo reacciona la au-diencia hacia el modo en que se realiza el juego (correlación para el público atento, vigilan-cia para los actores). Como las elecciones, encuestas y fiestas políticas, los medios de co-municación de masas son mecanismos –tal vez hoy día los mecanismos dominantes– que permiten al público llevar a cabo su tarea.

Como se ha observado, los medios de comunicación son algo más que los portadores del debate público. Además de proporcionar los canales a través de los que los actores cru-zan sus mensajes, los medios de elite proporcionan sus propios puntos de vista a través de análisis políticos partidistas y a través de apoyos editoriales a políticas y candidatos. Este papel activista de los medios, especialmente periódicos, asegura el continuo interés sobre posibles partidismos en las prácticas editoriales y en las noticias, debido a los conocimientos políticos de ejecutivos de las cadenas, publicistas, productores y periodistas comunes. Los críticos conservadores acusan, frecuentemente, a los medios de comunicación de partidis-mo liberal, diseñando estudios que sugieren que los periodistas, especialmente aquellos de los medios de elite, son desproporcionadamente liberales (Lichter y Rothman, 1981; Noelle-Neumann, 1984). Pero los cánones del periodismo ejercen una estricta limitación contra el partidismo, y la inclinación liberal en la cobertura de noticias actual es mucho más difícil de establecer (Robinson, 1983; Merten, 1985). Si hablamos de editoriales, donde no existe tal censura contra el partidismo, se puede presentar fácilmente el caso opuesto de partidismo conservador. Una revisión del apoyo periodístico en las elecciones presidenciales norteame-ricanas desde 1972, por ejemplo, demuestra un modelo coherente de apoyo más fuerte a los candidatos republicanos que el reflejado en la predilección por los partidos o los modelos de voto de la población en general (Stanley y Niemi, 1988).

Los críticos también están preocupados por la capacidad de la prensa de llevar a cabo con éxito sus papeles de vigilante y correlacionador. A los ojos de algunos observadores, la prensa parece más interesada, y tiene más éxito, en llamar simplemente la atención que en servir como vigilante efectivo de los asuntos públicos o como foro de debate libre. Lasswell (1948) aducía que los medios de comunicación ensamblan más fácilmente conjuntos de atención que públicos interesados e implicados en los asuntos públicos. Lazarsfeld y Merton (1948) especulaban sobre la posible disfunción narcotizante de la comunicación de masas. Un caudal continuo de atractiva información sobre asuntos públicos, teorizan, puede permitir a las personas quedarse demasiado asentadas en su papel espectador. Al destacar lo úni-co, lo inusual y lo reciente, el periodismo puede ganar la atención de la audiencia, pero co-mo efecto suprime la implicación y la actividad del público. Estar informado puede sustituir el hecho de estar interesado y activamente implicado.21 Como sugirió Dewey (1927) el reto más difícil pero vital del periodismo –Lippmann (1922) diría su reto imposible– es primero lla-mar la atención y después activar al público.

Observación de la opinión pública

21 A pesar de la persistente especulación sobre la posible intervención de los medios de comunicación a la hora de cultivar la pasividad pública, los críticos de los medios de comunicación no presentan evidencia clara de tal efecto. Es más, como se ob-servaba en el capítulo 3, la atención a las noticias va de la mano de más altos –no más bajos– niveles de participación políti-ca.

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El interés por el proceso del debate público, la preocupación sobre su calidad, y las pre-guntas sobre su papel en la realización política, alimentan una gran variación de aplicacio-nes específicas de la investigación. La investigación sobre la aplicación de la opinión públi-ca, en forma de encuestas de opinión comercial, participa institucionalmente en el debate público. La preocupación práctica por la investigación comercial se centra en proporcionar a las audiencias medias o a los clientes de elites políticas datos exactos y puestos al día de sondeos basados en los asuntos del momento. Aunque hay también preocupaciones norma-tivas. Algunos encuestadores han presionado para educar a los consumidores sobre la sus-ceptibilidad de las encuestas a los errores, defendiendo al mismo tiempo el diseño de en-cuestas que contribuyan más útilmente al debate público (Crespi, 1989; Cantril, 1991). Los investigadores universitarios añaden a estos intereses varios objetivos teóricos y metodoló-gicos, tales como la comprensión de los matices de la medición de la opinión, de la forma-ción y el cambio de la opinión pública, de la influencia en ésta del contenido de los medios de comunicación (incluyendo los resultados públicos de las encuestas), y del papel que de-sempeña en la formación política. Sin tener en cuenta sus motivos, estos investigadores comparten intereses básicos en la observación de la opinión pública, cómo toma forma y cambian en el transcurso de un debate público. Aunque tanto los investigadores universita-rios sobre la opinión como los comerciales se apoyan enormemente en métodos de encues-tas de muestreo, utilizan también otras técnicas de observación, dependiendo de los objeti-vos particulares en cuestión.

Los indicadores de la opinión pública se obtienen de muchas fuentes, generalmente por medio de una de estas tres técnicas:

Entrevistas estructuradas, reuniendo autoinformes de individuos, grupos u organiza-ciones (usadas principalmente en sondeos de muestras representativas, pero también en entornos experimentales).

Análisis de contenido de plataformas políticas, memoranda organizativos, correspon-dencia privada, o noticias y editoriales.

Entrevistas en profundidad o discusiones de grupo relativamente poco estructuradas con funcionarios, elites organizativas, activistas o grupos interesados.

Aunque ninguna de estas observaciones es suficiente para describir la opinión pública en su totalidad –objetivo que excede con mucho nuestro propósito–, cada una puede contri-buir de forma diferente a conseguir una visión de la opinión pública en un momento determi-nado, así como a través del tiempo. Cada observación es una instantánea de la opinión pú-blica, tomada desde un ángulo diferente. Estas imágenes nos permiten observar partes dife-rentes de un mismo proceso general. La bondad de cada imagen, o grupo de imágenes, que tomamos como representación de la opinión pública, dependerá de si nuestro objetivo es hacer el proceso político más sensible a la mayoría de puntos de vista (Gallup y Rae, 1940), ampliar el campo del debate público (Crespi, 1989), comprender las estructuras de referen-cia de las personas para las cuestiones políticas (Gamson y Modigliani, 1989), o identificar a aquellos cuyas opiniones son más influyentes en la dirección de la política (Dahl, 1961; Key, 1961; Cook y otros, 1983).

Utilización de los datos de sondeo. Uno de los principales usos de los datos de sondeo de la población en general es la descripción resumida de la opinión pública. El descriptor sencillo más común es la proporción de gente a favor de un determinado candidato o pro-puesta cuando se enfrenta con una pregunta del tipo apoyo/oposición.

El porcentaje de respuestas de apoyo a una determinada política o candidato, sin embar-go, representa sólo una faceta de la opinión pública, tal como la inclinación, en pro o en contra, es sólo una dimensión de la opinión en el nivel individual. Pueden observarse mu-chas otras variables por medio de la investigación de sondeo. Por ejemplo, una incertidum-bre aproximada de nivel colectivo análoga a la de nivel individual podría indicar el grado de descontento o consenso. Imaginen muestras de opiniones individuales de dos comunidades, y la distribución de aquellas opiniones dentro de cada comunidad, como ordenadas en una escala desde “fuerte acuerdo” a “fuerte desacuerdo”. Un estado de profundo desacuerdo en una comunidad se observaría como una distribución en forma de U de puntos de vista indivi-duales, una distribución, digamos, en la que aproximadamente la mitad de las personas es-

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tán en fuerte oposición y aproximadamente el mismo número están intensamente a favor. Un estado de consenso en la segunda comunidad, por otra parte, se observaría como una distribución en forma de campana con una fuerte tendencia central y relativamente pocas personas en los extremos de la escala. No quisiéramos hablar de estas comunidades como representativas en sus estados colectivos de opinión, aunque las posiciones medias o pro-medio podrían muy bien ser similares.

No se trata tanto de tener conceptos competitivos de la opinión pública como de poseer varias descripciones posibles. Hay una variedad de mediciones que pueden describir las opiniones individuales, no sólo su inclinación a favor o en contra, sino también el nivel de apoyo informativo, intensidad, estabilidad, importancia, etc. (capítulo 4). Estos datos pueden usarse en la investigación sobre la opinión pública no simplemente para estudiar las formas en que se desarrollan y varían las opiniones en un nivel individual, sino también para descri-bir las opiniones en conjunto y los cambios a través del tiempo. Las representaciones em-píricas totales sobre la opinión pública pueden extraerse de cualquiera de estas clasificacio-nes o dimensiones analíticas, siempre que, naturalmente, se hayan reunido las adecuadas mediciones de sondeos.22 El equilibrio del apoyo en una comunidad respecto a las dos pos-turas sobre un asunto, puede analizarse, no simplemente en términos de los porcentajes re-lativos que expresan el apoyo u oposición a unas determinadas propuestas (como un infor-me típico de encuesta) sino también en vista de los niveles comparativos de intensidad de opinión, certeza, o la proporción de actividad política observada en cada postura sobre el asunto (Shuman y Presser, 1981, recuérdese el capítulo 4).

La razón para centrarse en una característica específica de la opinión pública procede de las preocupaciones teóricas sustantivas. Algunas investigaciones sobre la opinión públi-ca, por ejemplo, se han centrado no en la opinión de la gente per se sino, en su lugar, en conjuntos de agendas de asuntos, los temas sobre los que las personas tienen opinión (Cohen, 1963). El estudio sobre la preparación de la agenda investiga hasta qué punto la atención del público hacia un problema específico depende del volumen de la cobertura de noticias que se le dedica (Cohe, 1963; McCombs y Shaw, 1972; Weaver, Graber, McCombs y Eyal, 1981; Iyengar y Kinder, 1987; Iyengar, 1990). En estudios sobre el desconocimiento plural, los investigadores han reunido las percepciones de las personas sobre los puntos de vista de los demás para describir el clima o ambiente general de opinión percibidos, que pueden compararse con distribuciones de la opinión real. Esto permite la descripción de una situación bastante compleja: hasta qué punto el colectivo percibe correctamente su propio estado de opinión (O’Gorman, 1975; Fields y Schuman, 1976; O’Gorman y Garry, 1976; véa-se también la espiral del silencio, Noelle-Neumann, 1984; y el efecto de tercera persona, Da-vison, 1983). Otras investigaciones se centran en el nivel de conflicto entre las opiniones dentro de las comunidades, lo que se relaciona con la estructura de la comunidad (Tichenor, Donohue y Olien, 1980). En resumen, los investigadores pueden describir algo más que la simple dirección global de los estados de opinión colectivos, del mismo modo en que inten-tan determinar mucho más sobre las opiniones individuales que simplemente qué postura fa-vorece la gente.

Aunque las descripciones de la opinión pública basadas en sondeos se diseñan princi-palmente sobre los datos recogidos de individuos en estudios sobre la población en general, no es necesario limitar el seguimiento a este tipo de aplicación. Pueden seguirse también grupos que pueden desempeñar un papel en la configuración de la opinión pública, tales co-mo organizaciones profesionales o empresariales, bien sea por medio de sus portavoces ofi-ciales o por medio de sus miembros. Las elites políticas, que comprenderían únicamente una pequeña proporción de una muestra de la población general, pueden seguirse de forma independiente. Los investigadores han sometido a encuesta, por ejemplo, a directores de 22 La suma de mediciones individuales para describir unidades colectivas es extremadamente útil en los análisis, pero no sin añadir sus riesgos conceptuales potenciales. La transformación de propiedades de unidades de un nivel al próximo (por ejem-plo, de los individuos al grupo) deriva, frecuentemente, en características que no son isomórficas en los distintos niveles. Co-mo ilustraron Lazarsfeld y Menzel (1961), por ejemplo, un jurado no es decisivo en el nivel colectivo, pero lo es en el nivel individual (de hecho, el caso es bastante opuesto; los miembros de un jurado están demasiado decididos a comprometerse). Con cuidado, sin embargo, un analista puede identificar y explorar muchas propiedades útiles, distributivas y relacionales de un colectivo de unidad relevante, utilizando los datos recogidos de sus subunidades.

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periódicos, expertos en política exterior, líderes comerciales, funcionarios del gobierno y lo-bbysts o grupos de presión políticos. En un estudio sobre las elecciones estadounidenses al congreso de 1958, Millar y Stokes (1963) encuestaron a importantes miembros del congreso y sus oponentes respecto a asuntos de la campaña, percepciones de las opiniones de sus constituyentes, y sus ideas sobre qué podía influir en el voto. Las técnicas de sondeo y me-dición, en consecuencia pueden utilizarse para enjuiciar muchos rasgos de diferentes unida-des –colectivas o individuales– que desempeñan un papel en el proceso de formación de la opinión pública.

Utilización del análisis de contenidos. Aunque la investigación de sondeo es el método más común de observar y estudiar la opinión pública, no es en modo alguno el único siste-ma. Subproductos que se producen de forma natural en el debate público proporcionan a los analistas observaciones en absoluto obstructoras desde diferentes ángulos. Los reglamen-tos oficiales, memoranda, informes y minutas de los encuentros públicos son de bastante utilidad para estudiar la conducta de los actores de la política (Cook y otros, 1983). El conte-nido de los medios de comunicación populares puede investigarse como estímulo persuasi-vo que configura la reacción pública ante un asunto (Fan, 1988), como inputs para la realiza-ción política (Cook y otros, 1983) o como el fondo compartido de información del campo pú-blico (Gamson y Modigliani, 1989). Estos materiales proporcionan datos que complementan los recogidos por medio de entrevistas de sondeo. Para el análisis de tales contenidos, son ventajosos los métodos cuantitativos (Holsti, 1969; Krippendorf, 1980), pero otras aproxima-ciones interpretativas pueden igualmente ser de utilidad.

El análisis de contenido de los medios de comunicación desempeña un papel destacado en la investigación de la opinión pública Aunque Allport (1937) prevenía, tempranamente, contra el peligro de malinterpretar opiniones que aparecen en la prensa como opiniones pú-blicas (lo que él denominaba el “periodismo falacia”), reconocía, sin embargo, que las noti-cias y descripciones editoriales sobre la opinión pública podrían convertirse en autorreforza-doras. Los puntos de vista ofrecidos por los medios de comunicación no han de confundirse, conceptualmente, sin lugar a dudas, con los de sus audiencias, pero hay buenas razones para sospechar que aquéllos tienen un papel significante en la formación de éstos. A lo largo de la última década, los investigadores han comenzado a controlar las tendencias reunidas en el contenido de los medios de comunicación y a estudiar sus relaciones con las tenden-cias en la audiencia (MacKuen y Coombs, 1981; Page, Shapiro y Dempsey, 1987; Fan y Ti-ms, 1989). Fan (1988) había desarrollado un modelo “ideodinámico”, adaptado de las cien-cias biológicas, para predecir los resultados de las votaciones en la campaña electoral a par-tir de un análisis de contenidos de la Associated Press. El modelo de Fan, que estimaba el impacto de los mensajes positivos o negativos sobre los candidatos basándose en factores tales como el número de mensajes en el entorno de las noticias y el tamaño de la población-objetivo, parece producir una estimación de voto muy acertada. Sus controvertidos métodos y los resultados provocaron de nuevo preguntas sobre la autonomía de la opinión pública y sobre si ésta es una reproducción más o menos mecánica de la opinión de elite expresada a través de los medios de comunicación (capítulo 2).

La investigación sobre opinión pública ha realizado también una aproximación más inter-pretativa al análisis del contenido de los medios para formarse una idea sobre la manera en que los medios de comunicación estructuran los términos del debate público Gamson y Mo-digliani (1989), por ejemplo, lo centran en identificar las culturas que rodean a los diferentes asuntos. Cada asunto, dicen, tiene su propio “catálogo de metáforas, tópicos, apelaciones a los principios similares” (p. 2). Los participantes en un debate público tropiezan con ello, no como puntos individuales, sino como esquemáticas agrupaciones de ideas o conjuntos inter-pretativos. Por “cultura de un asunto”, Gamson y Modigliani entienden “el conjunto completo de paquetes interpretativos que son asequibles para darle sentido” (p. 2). Para investigar la evolución de estos paquetes y las culturas de los asuntos, analizan una amplia gama de contenido de los medios de comunicación, incluyendo las noticias de las cadenas de televi-sión, artículos de revistas, tiras cómicas, y columnas de las publicaciones sindicadas, si-guiendo un solo tema cada vez.

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Uso de técnicas de sondeos menos estructuradas. Si el análisis de contenido tiene sus comparativamente más estructuradas y más interpretativas versiones cualitativas, lo mismo sucede con los intentos de medición del pensamiento público. Además de las formas más estructuradas de entrevistas, tales como las de preguntas cerradas, más generalmente ha-lladas en largos cuestionarios para muestras grandes, los investigadores, a veces, utilizan aproximaciones menos estructuradas, como entrevistas en profundidad y grupos enfocados.

La relación entre hacer preguntas altamente estructuradas –con categorías de respues-tas definitivas y predeterminadas– y entrevistas más flexibles –dejando la estructura de res-puestas y preguntas a gusto del entrevistado– es algo ya muy reconocido en la investigación de la opinión pública desde hace muchos años (Skott, 1943; Link, 1943; Lazarsfeld, 1944; Merton y Kendall, 1946). Merton (1987) observa que las entrevistas enfocadas se utilizaron en muchos estudios primitivos sobre los efectos de los medios de comunicación, tales como el estudio de maratones de radio, para “ayudar a configurar la interpretación de los datos cuantitativos” de encuestas representativas (p. 555). Las entrevistas enfocadas se utilizaban principalmente para generar nuevas ideas e hipótesis, que se sometían más tarde a nuevas pruebas por métodos más definitivos. En tales casos, los procesos más interpretativos y cualitativos se usan como complemento más que como alternativas a técnicas más estructu-radas.

La investigación con grupos enfocados es especialmente popular en estudios sobre las actitudes y conducta de los consumidores, pero también tiene aplicación en la investigación sobre la opinión pública. Se reúnen grupos de gente para discutir juntos un tema concreto, y se graban y estudian sus interacciones. Aunque estas técnicas sacrifican la representativi-dad (una fuerza innegable de las técnicas de muestreo), la utilización de preguntas abiertas en grupos enfocados puede ayudar al investigador a comprender los procesos mentales uti-lizados para llegar a las opiniones (Hochschild, 1981; Graber, 1984). Gamson (1988) apoya los grupos enfocados como parte de una metodología constructista para evaluar la opinión pública. Dice que los investigadores necesitan alguna forma de hacer “visibles los esquemas subyacentes, preferiblemente permitiéndonos una ojeada al proceso mental implicado” (p. 20). Esto puede realizarse observando conversaciones de grupos parejos (discusiones entre amigos o conocidos en casa de unos de los miembros) enfocadas a un tema de interés pú-blico y guiadas por un facilitador. Las transcripciones de estas conversaciones son, des-pués, interpretadas por el analista, en parte para ver qué elementos del discurso de los me-dios de comunicación se han convertido en parte del equipo de herramientas del público pa-ra entender los asuntos públicos (Gamson, 1988).

Observación del proceso de debate público

No importa qué técnicas de observación se utilicen, estudiar la dinámica del debate pú-blico –la forma en que actores y espectadores interactúan a través del tiempo– es bastante estimulante. En 1948, Blumer acusó a la investigación sobre la opinión pública de estar fra-casando totalmente en su trabajo. Aducía que los encuestadores estaban “obstinados en la naturaleza funcional de la opinión pública en nuestra sociedad” (p. 543), enfocándola en opi-niones individuales para la exclusión de grupos funcionales y canales organizados de in-fluencia política. Sugería que los investigadores empezaran investigando a los políticos, de-terminando qué formas específicas de expresión atraían su atención e influían en sus accio-nes. La investigación podría entonces proceder “siguiendo estas expresiones hacia atrás a través de sus diversos canales y, al hacerlo, observar los canales principales, los puntos de vista de importancia clave y la forma en que cualquier expresión dada se ha desarrollado y conseguido un respaldo organizado a partir de lo que inicialmente debía de ser una condi-ción relativamente amorfa” (Blumer, 1948, p. 549).

Hyman (1957) se hizo eco del interés de Blumer. Aunque la investigación ha hecho con-siderables progresos en teoría psicológica sobre la formación y cambio de la opinión, Hyman afirma que tiene mucho menos que decir sobre procesos sociales a gran escala o sobre las relaciones entre la opinión pública y los procesos de gobierno. Esto es así porque los inves-

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tigadores raramente recogen datos en series temporales, que sigan el desarrollo de la opi-nión pública con el sistema político formal. Los datos de encuesta, observa, se recogen sólo cuando un asunto ha salido al foro público y sólo en tanto que dicho asunto continúe presio-nando. Los datos sobre las fases inicial y final del debate público son, en gran manera, inas-equibles (capítulo 3). Para que avance la teoría de la opinión pública se necesitarían datos sobre el transcurso de la vida de un asunto (Hyman, 1957).

Hasta ahora, el campo ha ido respondiendo en una variedad de formas a las llamadas de Blumer y Hyman para una investigación orientada hacia el proceso. Son ejemplares los estudios llevados a cabo por un equipo de investigación interdisciplinario en la Northwestern University (Cook y otros, 1983; Protess, Leff, Brooks y Gordon, 1985; Leff, Protess y Brooks, 1986; Protess y otros, 1987).23 Han realizado una investigación típica sobre las noticias pu-blicadas por los medios de comunicación en el área Chicago, siguiendo las huellas de su in-fluencia tanto en la opinión pública como en los políticos. Aprovechando los avisos sobre los informes de noticias de próxima investigación, los investigadores recogían información en determinados puntos varias veces, antes y después de que los medios de comunicación re-velaran un problema. Realizaron sondeos de muestreo fortuito del área metropolitana de Chicago y entrevistas con muestras intencionadas de líderes de grupos de interés, periodis-tas y políticos. Analizaron documentos legislativos, presupuestarios y reguladores, portadas de los medios de comunicación, transcripciones de escuchas y otras grabaciones. Los in-vestigadores estudiaron, por ejemplo, un programa de televisión sobre el cuidado de la salud en casa, fraudes y abusos, una serie en un periódico local sobre violación, dos reportajes de la televisión local sobre brutalidad policial y emplazamiento de desechos tóxicos. Se encon-traron influencias en las audiencias, en las elites políticas o en soluciones políticas, en cada caso, pero estas influencias quedaban lejos de ser uniformes en los distintos asuntos. El pa-pel de la opinión popular, en particular, variaba. Las noticias que parecían producir la res-puesta política más fuerte –una sobre el cuidado de la salud en casa y el fraude– parecían haberlo hecho, en gran medida, sin participación de público activo. Se influyó en la política incluso antes de que la noticia fuera presentada al público, a través de los esfuerzos colabo-radores de políticos y periodistas investigadores (Cook y otros, 1983). Sin embargo, cuando el programa salió al aire tuvo efectos apreciables, tanto entre los miembros del público aten-to como entre las elites políticas. La principal respuesta de los políticos, sin embargo, puede que fuese prioritaria en anticipación a la esperada influencia del programa (un resultado que podría haber sido la intención del programa desde el principio; véase Davison, 1983).

Conclusión: la opinión pública como concepto comunicativo

Las cuestiones alrededor de la opinión pública –normativa, teórica y empírica– han per-sistido durante dos siglos y sin duda alguna continuarán. En este libro hemos considerado los conceptos generales que subyacen a tales cuestiones, más que las respuestas que se han propuesto. Esta revisión no tiene la intención de proporcionar una definición singular de la opinión pública. En su lugar, intenta identificar los temas básicos que aparecen en los di-versos escritos que utilizan el concepto.

Tal vez el tema más importante que emerge de nuestras investigaciones es la íntima co-nexión de la opinión pública con los procesos de discusión, debate y toma de decisiones co-lectiva. Esta conexión se ha seguido, en el capítulo 2, hasta los orígenes de la opinión públi-ca y su primera historia como concepto político-filosófico. Los lazos con la discusión y el de-bate se conservaron a través de la consiguiente adaptación sociológica (capítulo 3) y, aun-que en menor medida, psicológico (capítulo 4). Dados estos vínculos, la opinión pública –ya

23 Otro ejemplo notable de las ciencias políticas es la investigación de Bartels (1988) acerca del ímpetu de los candidatos en las primarias presidenciales norteamericanas. Bartels analiza el proceso de nominación como un proceso dinámico, en el cual las preferencias del público se forman y varían en respuesta a la cobertura de los medios de comunicación y las maniobras de la campaña. Bartels caracteriza el sistema primario, por todas sus particularidades visibles, como un mecanismo efectivo para la elección del público, en el que “las diversas preferencias individuales pueden configurarse y modificarse por la interacción social para producir, si no un consenso, al menos una mayoría auténtica para una única alternativa” (p. 307).

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se contemple en términos filosóficos, políticos, sociológicos o psicológicos– sigue siendo fundamentalmente un concepto de la comunicación. El capítulo 5 sugiere que el debate pú-blico se da principalmente en virtud de interacciones entre los actores de la elite política y sus espectadores atentos, facilitadas en varias importantes formas por la prensa.

Conceptualizar la opinión pública en términos de procesos discursivos tales como los que se esbozan aquí, no debe confundirse con la adhesión a ningún modelo popular de to-ma de decisiones políticas. La base democrática del concepto de opinión pública es indiscu-tible; mucho menos lo es la base democrática de las decisiones políticas diarias, incluso cuando se han extraído del debate público. La discusión puede, desdichadamente, un pro-ceso demasiado deliberativo, demasiado igualitario (el debate aún más). Las decisiones que se apoyan en la opinión pública se hacen por medio de la publicidad y comunicación, pero la comunicación es, simplemente, una herramienta tanto para la persuasión como para la reco-gida de información, potencialmente útil tanto para controlar las opiniones como para solici-tarlas. El debate público, no importa cuán esclarecedor o razonado sea, implica cada uno de estos procesos, en alguna medida. Podemos comparar el debate público con una asamblea ciudadana, siempre que tengamos en mente que aunque algunas de ellas disfrutan de un flujo de debate libre, hay otras en las que prácticamente no aparece, en las que poderosos líderes y coaliciones organizadas dominan, y en los que se silencia o se rechaza a las per-sonas con puntos de vista minoritarios. Entre las acusaciones a la investigación sobre la opi-nión pública, tal vez la principal sea descubrir qué analogías se acercan más a describir có-mo conducimos por lo general nuestros asuntos públicos.

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