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EXORCISMO A LA VIOLENCIA Por Eduardo Posada Carbó. Nunca he podido reconocerme es esos cuadros que nos retratan como un "país asesino". Tampoco puedo reconocer en ellos a la sociedad colombiana que me es más familiar. Ni reconozco allí a la inmensa mayoría de los colombianos. Esos cuadros, sin embargo, nos obligan a enfrentar hechos vergonzosos del pasado y del presente nacional, asociados con la persistencia de manifestaciones extraordinarias de violencia en nuestra historia: en la revolución de Independencia, en las guerras civiles del siglo xix, en el Bogotazo, en la Violencia (1940-1960), y en este nuevo ciclo reciente de confrontaciones que nos mantiene sumidos en una crisis colectiva profunda. La gravedad del problema hoy nos la podría in-dicar el sólo ejercicio estadístico de examinar las tasas de homicidio en Colombia durante las últimas décadas -entre las más altas del mundo, aunque con una tendencia al descenso, y de manera significativa en los últimos años-. Su persistencia histórica y sus serias dimensiones actuales: sobre estos aspectos de la violencia colombiana, las evidencias son concluyentes. No obstante, el tema sigue lleno de interrogantes, a pesar de los notables esfuerzos académicos por entenderlo -interrogantes sobre su naturaleza, sobre sus agentes y sus causas, y sobre las formas de combatir el problema-. El presente capítulo no intenta abordarlos todos, mucho menos resolverlos. La literatura es vastísima. El lector interesado en profundizar sus complejidades haría mejor en revisar los ensayos historiográficos sobre la llamada Violencia clásica de Russell Rumsey, Gonzalo Sánchez y Carlos Ortiz, o los balances de las investigaciones sobre la violencia reciente de Fernando Gaitán Durán, Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada. Mi propósito en las siguientes páginas está limitado por el objetivo final de este libro, de identificar los valores de la cultura política colombiana más allá de ese lugar común, según el cual lo que caracterizaría la historia de Colombia sería la violencia política. Para ello, me parece necesario examinar algunas, y sólo algunas, de las nociones más difundidas que atan la violencia a nuestra misma nacionalidad. A continuación examino la validez de las teorías que explican la violencia como el resultado de una sucesión de guerras inconclusas. Después abro algunos interrogantes sobre la intolerancia como causa del problema. Y finalmente cuestiono la existencia de una "cultura" de violencia generalizada entre los colombianos. Cuando la historia no ayuda.

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EXORCISMO A LA VIOLENCIA

Por Eduardo Posada Carbó.

Nunca he podido reconocerme es esos cuadros que nos retratan como un "país asesino".

Tampoco puedo reconocer en ellos a la sociedad colombiana que me es más familiar. Ni

reconozco allí a la inmensa mayoría de los colombianos.

Esos cuadros, sin embargo, nos obligan a enfrentar hechos vergonzosos del pasado y del

presente nacional, asociados con la persistencia de manifestaciones extraordinarias de

violencia en nuestra historia: en la revolución de Independencia, en las guerras civiles del

siglo xix, en el Bogotazo, en la Violencia (1940-1960), y en este nuevo ciclo reciente de

confrontaciones que nos mantiene sumidos en una crisis colectiva profunda.

La gravedad del problema hoy nos la podría in-dicar el sólo ejercicio estadístico de

examinar las tasas de homicidio en Colombia durante las últimas décadas -entre las más

altas del mundo, aunque con una tendencia al descenso, y de manera significativa en los

últimos años-.

Su persistencia histórica y sus serias dimensiones actuales: sobre estos aspectos de la

violencia colombiana, las evidencias son concluyentes.

No obstante, el tema sigue lleno de interrogantes, a pesar de los notables esfuerzos

académicos por entenderlo -interrogantes sobre su naturaleza, sobre sus agentes y sus

causas, y sobre las formas de combatir el problema-.

El presente capítulo no intenta abordarlos todos, mucho menos resolverlos. La literatura es

vastísima.

El lector interesado en profundizar sus complejidades haría mejor en revisar los ensayos

historiográficos sobre la llamada Violencia clásica de Russell Rumsey, Gonzalo Sánchez y

Carlos Ortiz, o los balances de las investigaciones sobre la violencia reciente de Fernando

Gaitán Durán, Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada.

Mi propósito en las siguientes páginas está limitado por el objetivo final de este libro, de

identificar los valores de la cultura política colombiana más allá de ese lugar común, según

el cual lo que caracterizaría la historia de Colombia sería la violencia política.

Para ello, me parece necesario examinar algunas, y sólo algunas, de las nociones más

difundidas que atan la violencia a nuestra misma nacionalidad.

A continuación examino la validez de las teorías que explican la violencia como el resultado

de una sucesión de guerras inconclusas. Después abro algunos interrogantes sobre la

intolerancia como causa del problema. Y finalmente cuestiono la existencia de una

"cultura" de violencia generalizada entre los colombianos.

Cuando la historia no ayuda.

El primer estereotipo que tendríamos que derrumbar es el de estar signados por una

historia exclusiva, continua y hasta única de violencia.

No es una tarea fácil. Se tropieza, para comenzar, con ideas muy arraigadas, divulgadas por

nuestros líderes políticos e intelectuales más eminentes.

Cuando en 1891 Rafael Núñez escribía que "en el curso de nuestra vida... independiente" la

guerra civil había sido "la regla general", el entonces presidente colombiano expresaba un

sentimiento de la época. Encuentro de igual forma paradójico que Alberto Lleras Camargo,

cuya misma figura se identifica también con nuestras tradiciones civilistas, evocara en la

historia de su vida un pasado familiar atado de forma tan predominante a la violencia.

"Entre las memorias de mi niñez", escribió Lleras Camargo, "ocupa un puesto eminente la

guerra". Un lector desprevenido podría confundir sus evocaciones con la alabanza: "la

guerra... era una gran diversión, una fiesta, el sublime deporte del pueblo". La guerra era,

en sus propias palabras, "la cosa más auténticamente nacional".

No sólo habríamos vivido siempre en guerra, sino que además se trataría de un solo

conflicto, nunca resuelto. Así entendió Gabriel García Márquez las manifestaciones de la

Violencia en la década de 1940, cuando "el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio

de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España".

Es tal vez inevitable que, frente a un presente abrumado de homicidios y ante la

perseverancia del prolongado conflicto armado, se haya desarrollado un ávido interés en

descubrir raíces históricas que expliquen la violencia contemporánea.

La elaboración quizá más completa de una visión desde la historia sobre la violencia que

nos sigue atribulando se encuentra en el ensayo de Gonzalo Sánchez, Guerra y política en

la sociedad colombiana, un interesante esfuerzo interpretativo de notable influencia que

merece, por lo tanto, especial atención.

Sánchez ofrece un amplio panorama de nuestro devenir republicano, en el que se

destacaría "la no resolución de los contrarios, su terca coexistencia, como si formaran parte

de una cierta disposición natural de las cosas". Su intención es precisar las relaciones entre

la guerra y la política en la trayectoria colombiana, "en un modelo no evolutivo sino de

rupturas sucesivas", aunque caracterizado por la continuidad y el predominio de la guerra.

Tal es su lectura del siglo XIX.

Reconoce en la memoria histórica una doble referencia: las guerras y las constituciones.

Sánchez no ve allí incompatibilidades pero sí, entre ambas, la primacía de la guerra.

Esta fue "el camino más corto para llegar a la política" -su "instrumento más eficaz"-; un

"singular canal de acceso a la ciudadanía"; "el escenario de definición de jefaturas

políticas". Las guerras del siglo XIX habrían sido además inconclusas: no hubo en ellas

"netos vencedores ni vencidos", ni "socavaron los cimientos de la llamada 'república

señorial'": "la hacienda, la Iglesia y los partidos".

Sánchez identifica en el siglo XIX comportamientos políticos que habrían perseverado

hasta nuestros días. La llamada "combinación de todas las formas de lucha" sería una

"herencia rebautizada de las guerras civiles". Durante ese siglo "era también muy cierto

que la verdadera oposición era la oposición armada". En ese contexto, de consecuencias

"durables" e "indefinidas", "el Estado hacía de convidado de piedra", en su condición de

"semiausente",... "el problema del poder se resolvía en la desnudez de la guerra".

Los años que transcurrieron entre la última guerra del siglo XIX (1902) y la Violencia,

inaugurada con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948), no ocupan mayor espacio en el

ensayo de Sánchez.

Sin embargo, señala modificaciones estructurales o acontecimientos históricos que les

imprimieron nuevos rumbos a las luchas sociales y políticas: la construcción de un

verdadero movimiento obrero independiente, la proliferación de luchas campesinas, con

organizaciones autónomas, y la irrupción del "pueblo" en la arena pública.

El hecho transformador decisivo, según Sánchez, fue el dominio del movimiento gaitanista

sobre el panorama político. Pero a la aparición de estos "nuevos núcleos de poder político,

nuevas identidades colectivas, nuevas redes de sociabilidad" se anteponían las

continuidades: "la hacienda, la Iglesia y los partidos seguían siendo el centro de gravedad

de la sociedad colombiana". Si Gaitán alcanzó a proyectarse como "dueño del derrumbe del

establecimiento y también de su conservación", al aplastarse la "rebelión subsiguiente al

asesinato, la política daba la impresión de regresar a sus cauces decimonónicos".

Este interregno entre las guerras del siglo xix y la Violencia aparece así apenas como un

período de "democratización frustrada".

Sánchez le dedica más atención a la llamada Violencia clásica -esa época de guerras

originadas en la lucha sectaria de liberales y conservadores entre las décadas de 1940 y

1960-, que ha ocupado buena parte de las investigaciones de nuestra historiografía mo-

derna.

Su relato distingue "tres cortes sucesivos de la trama histórica": la Violencia "como terror

concentrado", “como resistencia armada", y "como conmoción social subterránea". La

Violencia fue muchas cosas al tiempo, entre ellas, una "versión tardía de las guerras civiles

decimonónicas" -en la medida en que fue un conflicto entre las clases dominantes-. En

algunas provincias de Santander las continuidades aparecen marcadas, allí las fronteras

entre guerras civiles y Violencia fueron "particularmente borrosas".

No obstante, Sánchez examina con mayor detenimiento las proyecciones de la Violencia

hacia el presente. Su "línea evolutiva" más explícita se encuentra en la persistencia de las

guerrillas, sobre todo en la conformación de las Farc, y de la subsiguiente prolongación del

conflicto armado que haría "pensar luego la Violencia como etapa del movimiento

guerrillero, como prehistoria de la lucha revolucionaria".

Sánchez advierte sobre los límites de tal interpretación, por la falta de un "proceso global

de resistencia", y por las manifestaciones de formas de "violencia prepolítica, como el

bandidaje y la simple delincuencia". Estas prácticas reaparecerían y se extenderían en

décadas recientes, estrechando "las relaciones móviles de la guerrilla no sólo de manera

global con la Violencia sino en particular con la criminalidad común .

Reconoce que el Frente Nacional significó un "viraje histórico" al ponerle término a la

Violencia y al acabar con las amenazas de la guerra interpartidista.

No obstante, la nueva etapa se caracteriza más por la perseverancia de conflictos anclados

en buena parte en el pasado. Los "viejos pilares de la sociedad colombiana" identificados

por Sánchez -hacienda, Iglesia y partidos- entraron en crisis tras la Violencia, pero una

"crisis inconclusa, sin resolución y sin claros sustitutos". El movimiento insurgente se aisló

cada vez más de la sociedad. A los frustrados esfuerzos de paz de la administración de

Betancur (1982-86) siguió el "deslizamiento hacia la militarización de la política y hacia la

bandolerización de la guerra". La dinámica impuesta por el narcotráfico y sus asociados

condujo a la "feudalización de la guerra" y a una "verdadera pulverización de la política".

No alcanzo tal vez a hacerle plena justicia a la complejidad de sus argumentos, pero lo que

me interesa destacar del ensayo de Sánchez es su énfasis en el carácter predominante y casi

continuo de la guerra nunca resuelta desde el siglo XIX en la historia nacional.

La política está ausente, excepto en su papel subordinado a la guerra. La democracia es

apenas una referencia de frustraciones. La guerra, que habría copado todo en el pasado

nacional, se encontraría hoy desbordada. "En la última década" -Sánchez concluye, "tal vez

con un poco de exageración"-, "Colombia dejó de resolver a tiempo una guerra y hoy ya no

sabe cuántas tiene".

¿Qué tan válidas son estas lecturas de la historia colombiana donde la presencia dominante

de la guerra parece opacar los esfuerzos por civilizar la política, hasta desconocer sus

significados? ¿Obedecieron todas las guerras civiles del siglo xix a unas mismas causas?

¿Fue la Violencia una mera continuación de las guerras civiles decimonónicas? ¿Es el

conflicto actual, a su turno, otra manifestación de aquella Violencia inconclusa?

¿Será cierto, en fin, que la guerra ha sido entre nosotros "la cosa más auténticamente

nacional"?

En el capítulo siguiente, me ocuparé del examen de otras tradiciones distintas de la guerra,

de mayor significado, creo, para la cultura política colombiana. Pero antes importa revisar

en esta sección algunas de las nociones asociadas con el supuesto predominio de la

violencia como un fenómeno continuo y característico de la nacionalidad.

Una primera respuesta a estos interrogantes tiene que subrayar lo obvio: la triste

constancia de la guerra en la historia de la humanidad, su presencia universal.

En su libro Intercambios violentos, Malcolm Deas señaló la necesidad de abordar el tema

desde una perspectiva comparativa con el fin de poder apreciar lo específicamente

colombiano en nuestro pasado de violencias. Y cualquier repaso comparativo sugeriría de

inmediato, por lo menos, tener cautela antes de identificar las guerras civiles del siglo XIX

como una peculiaridad nacional.

Las guerras de independencia tuvieron una dimensión continental y no parece que en la

Nueva Granada hubiesen sido más violentas que en otros países, como en Venezuela o

México. Una vez libres de la metrópoli, la ocurrencia de la guerra civil fue común a todas

las antiguas colonias, aunque, desde distintas ópticas y en cada país, el problema se denun-

ciaba a ratos como si fuese único a las respectivas naciones.

En 1868 el senador argentino Nocario Oroño se lamentaba de las 117 revoluciones que su

país había sufrido sólo en la última década (le seguirían las de 1874, 1880, 1890 y 1893).

Los historiadores harían también después balances desoladores. En Venezuela, José Gil

Fortoul observó que, durante el siglo XIX, "los años de paz apenas excedían los años de

guerra": sólo entre 1830 y 1856 contabilizó once revoluciones armadas.

Algunos colombianos contemporáneos sentían cierto consuelo cuando miraban alrededor.

Rafael Núñez señalaba con frustración que la guerra civil era un "espectáculo", un

"fenómeno casi normal" entre nosotros, pero sabía distinguir que había sido "más continua

y desastrosa en Méjico, Centro América, los pueblos del Plata, Perú y Bolivia, que en las

tres secciones de la primitiva Colombia".

La excepción en el mundo hispanoamericano era Chile, aunque tampoco se salvó de su

cuota de guerras civiles en 1829, 1851, 1859 y 1891, ni de verse luchando en guerras

externas. Más aún, para los chilenos, según Mario Góngora, el siglo XIX estuvo "marcado

por la guerra": guerras de independencia, guerras internas y de frontera, guerras contra las

naciones vecinas. Góngora llama a su país "tierra de guerra". "A partir de las guerras",

según él, se fue "constituyendo un sentimiento y una conciencia propiamente 'nacional', la

Chilenidad'".

Los brasileños hacían esfuerzos por distanciarse del "peligroso españolismo", esa

característica que, según Eduardo Prado en 1890, se identificaba con las repúblicas

suramericanas, inmersas en la anarquía de las guerras civiles. Brasil, es cierto,

experimentó transiciones relativamente pacíficas -de la colonia a la independencia, y del

imperio a la república- Sin embargo, antes del acceso al trono de Don Pedro 11, el país

sufrió varias guerras de secesión y el fantasma de la guerra interna reapareció a comienzos

del siglo xx, entonces con tonos milenarios, llevados a la ficción por la rica narrativa de

Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.

Por lo demás, los brasileños se vieron directamente involucrados en uno de los conflictos

externos más cruentos en el continente durante el diecinueve, la Guerra de la Triple

Alianza (1865-1870), en la que, aliados con Argentina y Uruguay, se enfrentaron al

Paraguay de Solano López.

La guerra civil "clásica" del siglo XIX no tuvo lugar en Latinoamérica, sino en los Estados

Unidos, país que también combatió en varias guerras externas, antes y después de aquel

"momento decisivo de la historia de América", como Brian Holden Reid describiera ese

conflicto. La Guerra Civil (1861-65) adquiere un doble y hasta contradictorio significado,

como triunfo y como tragedia, con su "panteón de héroes", "símbolo de sabiduría e

inspiración, que se invoca durante cualquier polémica, controversia o crisis nacional". Y en

la historia de los Estados Unidos, la vida del legendario bandolero Billy the Kid, en la

frontera de Nuevo México, se identifica a veces con un valor ambivalente de la cultura

norteamericana: la violencia.

Más allá de las Américas, tampoco en Europa se vivía en ningún paraíso de paz.

"El siglo XIX en España" -según observa Sandie Holguín-, "equivale a un frenético catálogo

de guerras, golpes de estado y catástrofes". La invasión napoleónica provocó violentas

reacciones que, si bien fueron manifestaciones contra un invasor externo, tuvieron

también inequívocas características de conflicto interno. Los grabados de Goya, a los que

aludí en el capítulo anterior, retrataron este terrible período (1808-1813), cuando se

popularizó por primera vez la lucha de guerrillas en la historia militar.

Enfrentada a revoluciones en Hispanoamérica, sucesivos pronunciamientos en la

península, las guerras carlistas, y la guerra con los Estados Unidos en Cuba en 1898,

España parecería un caso extremo.

Pero pocos países europeos se salvaron entonces de conflictos, internos y externos, de muy

diversa naturaleza.

Las revoluciones de 1848-49, las guerras de unificación alemana en 1866 y 1870, las

guerras por la unificación italiana, o la guerra franco-prusiana, son apenas ejemplos de las

sucesivas confrontaciones que plagaron el continente europeo en el siglo XIX. Y sobresalía

cierto espíritu bélico en el Viejo Continente, "un gusto tan desmedido por la guerra" que,

según Alexis de Tocqueville, "no hay empresa, por insensata que sea -aunque tuviese por

causa derribar al Estado- en cuya defensa no nos parezca [a los europeos] glorioso morir

con las armas en la mano".

Este breve repaso comparativo sólo sirve para ilustrar el punto: no hay nada excepcional,

mucho menos peculiar a nuestra cultura política, en la repetida ocurrencia de las guerras

civiles colombianas del siglo XIX.

Algunos historiadores, como Álvaro Tirado Me jía, subrayan "el hecho real de una violencia

permanente manifestado en ocho grandes guerras civiles, dos internacionales con el

Ecuador y decenas de revueltas regionales". Nadie oculta ese rosario de vergüenzas: la

Guerra de los Supremos -1839-41-, las guerra de 1851, el golpe de Melo de 1854, las guerras

de 1859-62, 1876, 1885, 1895, y Ia Guerra de los Mil Días (1899- 1902), a las que se suman

el medio centenar de revoluciones locales que contabilizó Gustavo Arboleda.

Sin embargo, este listado por sí sólo nos dice muy poco sobre la naturaleza y la extensión

de unos conflictos que siguen sin ser estudiados en forma comprehensiva por la

historiografía moderna, a pesar de algunos importantes avances.

En efecto, basta una breve mirada al anterior catálogo para percibir que fueron mucho más

los años de paz que los de guerra.

La sola fecha no significa que el conflicto se hubiese extendido durante todo un año: la de

1895 bastante breve. Por lo general, esas guerras no cubrían todo el territorio nacional. Ni

tampoco involucraban a toda la población. Dado el pobre estado de las investigaciones en

estas materias, no sabemos con mediana certidumbre ni el número de combatientes, ni el

de las víctimas. Los ejércitos numerosos no parecen haber sido la regla, como tampoco es

posible identificar esa atmósfera marcial que predominó en algunos países europeos de la

época. Entre todos los conflictos, la Guerra de los Mil Días dejó de lejos el saldo más

voluminoso de víctimas, aunque los estimativos son debatibles.

De cualquier forma, como lo ha observado David Bushnell, incluso si se toma en cuenta la

máxima cifra, todas las guerras civiles juntas del siglo xix en Colombia habrían producido

menos muertos que la Guerra Civil de los Estados Unidos, tanto en términos absolutos

como relativos.

Bushnell hace además una observación adicional que merece mayor consideración, sobre

todo si se contrasta con lo que ocurría en casi todos los demás países latinoamericanos: "la

general falta de efectividad del uso de la violencia para ganar el poder en el caso

colombiano es asombrosa". Y es que, a pesar de tantas guerras, sólo una logró derrumbar

al gobierno constitucional, la de 1859-62 que le dio el triunfo a Mosquera.

La noción, pues, de un siglo XIX marcado por la "violencia permanente" tendría que ser

seriamente cuestionada.

Si no sabemos qué tan violentas fueron esas guerras, menos aún sabemos sobre los niveles

generales de violencia en tiempos de paz.

Algunos viajeros extranjeros, como Isaac Holton, se llevaron la impresión de haber visitado

un país relativamente seguro: "En cuanto a los crímenes contra la vida, escribió en su

Twenty Months in the Andes, en 1857, "supongo que en toda la Nueva Granada no hay ni el

quinto de los asesinatos que se cometen en la sola ciudad de Nueva York".

En 1884, el presbítero Federico C. Aguilar examinó las estadísticas criminales de otros

países para compararlas con las colombianas. El ejercicio estuvo lejos de ser científico y los

datos que logró recopilar 110 corresponden siempre a los mismos años, con lo que se

dificultan las comparaciones. Aún así, sus resultados son muy sugerentes. Chile, México,

Venezuela, Kcuador, España e Italia habrían tenido tasas de homicidio mayores que las de

Colombia. Según Aguilar, aquí se podía "viajar sin temor de bandoleros tan comunes en

Chile, ni de salteadores, de pavoroso recuerdo en México, ni de ladrones asaz frecuentes en

Guatemala". La situación se habría deteriorado entre 1870 y 1884, cuando crecieron los

niveles de homicidio, en parte, al parecer, como resultado del mayor número de guerras

civiles y del pobre sistema penal inaugurado por los Radicales.

Interpretar todas las guerras civiles del siglo XIX como las manifestaciones de un mismo

conflicto también sería errado. Muy pocas guerras obedecieron a una sola causa.

Rebecca Earle ha señalado cómo pueden darse por lo menos tres lecturas distintas a la

Guerra de los Supremos (1839-41), dependiendo del énfasis que se les dé a sus diversos

orígenes. Algunos movimientos revolucionarios fueron motivados por problemas sociales,

como en el Valle del Cauca ^ mediados de siglo, pero otras guerras fueron detonadas por

razones políticas o religiosas.

Es difícil trazar líneas claras de continuidad entre un conflicto y otro.

A la guerra de 1875 siguió muy pronto la más seria de 1876; pero mientras la primera fue

una lucha electoral entre liberales localizada en el Magdalena, la segunda involucró a los

conservadores y a la Iglesia contra el gobierno Radical.

Si hay algo en común a todas estas guerras, es el frágil orden institucional bajo el cual se

desarrollaron: las medidas que tomaron Núñez y Caro para fortalecer el Ejército fueron

insuficientes para contener el levantamiento liberal del fin de siglo.

Podrían identificarse otros elementos comunes, mas cualquier intento por entender estas

guerras tendría que comenzar por apreciar lo que fue peculiar a cada una de ellas,

estudiarlas más a fondo, antes de aventurar generalizaciones simplistas.

Es aún más debatible concebir la Violencia que estalló tras el Bogotazo en 1948 como otra

manifestación de continuidad de los conflictos del siglo XIX.

Malcolm Deas ha señalado varios contrastes entre la naturaleza de las guerras

decimonónicas y aquel gran conflicto que tanto marcó el destino de los colombianos

durante la segunda mitad del siglo XX: la presencia o no de un liderazgo de la clase alta en

el tiempo; la relativamente corta duración de las guerras civiles frente a una prolongada

Violencia; los altos niveles de salvajismo, así como la falta de dirección o estrategia en este

último período.

"Entre 1899 y nuestros días media una eternidad", escribió Gonzalo París a fines de la

década de 1930.

Cuando se desató la Violencia en firme había pasado casi medio siglo desde la Guerra de

los Mil Días, un lapso prolongado que no creo que pueda caracterizarse como de simple

"ruptura sucesiva" con las guerras del diecinueve, ni como el tránsito entre dos momentos

donde sólo habría predominado la tendencia general a la "confrontación creciente entre

clases dominantes y clases subalternas".

Hubo, es cierto, episodios violentos como en la lamosa huelga de las bananeras del

Magdalena en 1928, una tragedia que adquirió connotaciones de leyenda en Cien años de

soledad, de enorme impacto en la mentalidad colectiva, sobre todo desde la difusión

universal de la novela macondiana. Javier Guerrero y otros historiadores han llamado la

atención sobre los hechos violentos de los años 30 que en Boyacá, como en Santander,

parecen haber anticipado los horrores que sobrevendrían más tarde.

Sin embargo, tomadas en su conjunto, estas cinco décadas no manifiestan un cuadro de

guerra sino de relativa paz, en un país que comenzó a gozar de niveles de prosperidad sin

precedentes. Las tasas de homicidio fueron las más bajas sufridas por los colombianos en

el siglo xx. Algunos de los acontecimientos violentos, como el de las bananeras, fueron más

el resultado de los cambios que experimentaba entonces la sociedad que la manifestación

de alguna supuesta continuidad de conflictos decimonónicos.

La historiografía moderna, que le sigue haciendo eco al discurso político liberal

contemporáneo, identifica a la "hegemonía conservadora" (1886-1930) con 50 años de

"dictadura" y exclusión. Tal caracterización es falsa y equívoca.

El liberalismo se integró en el sistema político y participó del poder desde la misma

presidencia de Rafael Reyes. La libertad de prensa -a la que me referiré con mayor

atención más adelante- floreció en las primeras décadas de este siglo. Y en 1930 la opo-

sición liberal llegaba a la Presidencia como resultado de la competencia electoral, en claro

contraste con los golpes de cuartel que se sucedían en uno y otro país latinoamericano.

En efecto, las conquistas de civilidad en ese período en Colombia quizá se aprecian mejor

en el contexto mundial de la época.

Frente a las experiencias de violencia extrema de la Revolución Mexicana, de dos

devastadoras guerras mundiales en las que Europa fue su epicentro, de la guerra civil

española, del nazismo en Alemania, o del fascismo en Italia, Alberto Lleras Camargo tenía

algo de razón para proclamar en 1942 que "vivir en paz entre nosotros y vivir en paz con el

mundo, por cuarenta años continuos" era "el mejor título de Colombia en el concierto de

las naciones civilizadas".

Tras el 9 de abril de 1948 -y la Violencia de las siguientes dos décadas-, se modificaría

radicalmente la percepción que los colombianos tenían de su propia nacionalidad,

equiparada desde entonces con la barbarie. El examen de tales eventos escapa a los

propósitos de este libro. Sin embargo, importa advertir que "la Violencia, como etapa",

según lo ha observado Malcolm Deas, "no tiene antecedentes en la historia del país". No se

quiere sugerir con ello que se trate de mi fenómeno aislado y sin vínculo alguno con el

pasado. Pero interesa sí apreciar su singularidad, esas dimensiones extraordinarias que le

dan un carácter específico.

La Violencia tiende a describirse, además, como la manifestación de un comportamiento

colectivo que cubrió a todo el territorio nacional. No fue así.

La costa Atlántica y Nariño -que en suma representan una proporción significativa de la

totalidad de la población colombiana-, estuvieron, por lo general, lejos de sus horrores. Se

ha estudiado muy poco por qué unos departamentos siguieron gozando de paz, mientras

en otros se extendía el conflicto.

Orlando Fals Borda ha llegado a sugerir que, históricamente, entre los habitantes de la

costa se desarrolló un ethos no violento.

Quizás. Lo cierto es que en Barranquilla, mi ciudad natal, se articuló un discurso de

civilidad que es aún motivo de orgullo. El paradigma del barranquiIIero fue retratado por

Marvel Moreno en la figura del padre de Lina Insignares, la protagonista de su novela En

diciembre llegaban las brisas: un "abogado para quien la Ley es una expresión de

respeto", "hombre pacífico que jamás había sentido en sus manos el peso de un arma".

La Violencia nunca formó parte de mis memorias, ni como niño, ni como adolescente. Sólo

en mis años de estudiante universitario en Bogotá comencé a tomar conciencia de ese

horrendo pasado. Y las "memorias" que recibí de la Violencia no me fueron transmitidas ni

en conversaciones familiares, ni en tertulias de café, sino construidas a partir del libro de

Guzmán, Fals y Umaña, La Violencia en Colombia, publicado por primera vez en 1962.

Todavía conservo los dos volúmenes de su octava edición, que adquirí en la librería El

Zancudo de la carrera séptima, al frente de la Pontificia Universidad Javeriana, y en cuyas

primeras páginas dejé impresa la fecha en que iniciara su lectura: el 12 de abril de 1978.

Por lo menos entonces, desde algunos departamentos colombianos, tendríamos que

reclamar -y lo podemos hacer con justificación-, que la Violencia no hace parte de nuestras

tradiciones.

Tampoco es acertado suponer que, en aquellos departamentos donde se disparó la tasa de

homicidios, la violencia fue la conducta normal de todos sus habitantes. Mary Roldán, por

ejemplo, ha mostrado en Blood and Fire cómo la Violencia se manifestó de forma muy

distinta entre las diferentes regiones de Antioquia. En un comentario muy perceptivo,

Herbert Braun advierte la relativa ausencia de protagonistas violentos en la obra de

Roldán: el lector, por el contrario, se tropieza en sus páginas con gentes que buscan

resolver sus conflictos por medios pacíficos.

En Antioquia, y en otras partes del país, la mayoría no parece haber participado

directamente en la Violencia. Para el colombiano promedio, como lo ha sugerido James

Henderson, la vida cotidiana habría estado cada vez más distante de "las montañas, las sel-

vas y los llanos escasamente poblados, donde ocurrió gran parte de la Violencia y donde

residía una minoría de la población nacional".

Estas observaciones no buscan minimizar ni las dimensiones, ni la gravedad del problema, mucho menos desconocer el sufrimiento de las víctimas. Simplemente sugieren que, en medio de aquella tragedia nacional, hubo también importantes espacios de convivencia civilizada que deberían recibir mayor atención. La Violencia no habría terminado en la década de 1960: "simplemente evolucionó", nos dice Mary Roldán.

Tal "evolución" parecería estar comprobada en la serie de fotografías que ilustran el texto

de su libro, Blood and Fire: mientras Roldán se ocupa de examinar en detalle la Violencia

en Antioquia entre 19467 1953, algunos de sus capítulos se abren con retratos recientes: un

cuerpo mutilado, cargado en hombros por los habitantes de Peque en el 2001; un grupo de

desplazados, con sus bártulos, huyéndoles a los combates en Betulia entre las auc y las Farc

en el 2000; un campo de desplazados en el Chocó, sin fecha precisa, pero sin duda otra

expresión gráfica de la tragedia actual.

Estas fotos fueron tomadas en municipios que habían sido también afectados por la

Violencia, años atrás, durante el período estudiado por Roldán, a quien además le

conmovieron los relatos del camarógrafo por replicar en forma casi exacta la historia de su

libro. Su publicación obedece a la intención expresa de Invitar al lector a establecer

conexiones entre la violencia de ayer y la de hoy, y a tener, en palabras de la autora, un

"mejor entendimiento de las raíces históricas del conflicto en Colombia".

Fuera de insertar unas imágenes del presente en medio de una narrativa sobre el pasado,

no hay mayores explicaciones ni argumentos convincentes para comprobar la supuesta

conexión. Roldán aventura algunas especulaciones sobre las similitudes en su epílogo, al

que libera, con su título -"cuando la violencia deja de ser académica"-, de cualquier rigor

empírico. Parecería que, con las imágenes, sobraran las palabras.

El libro de Mary Roldán es uno de los trabajos académicos más recientes que insisten en

destacar los lazos de continuidad entre los problemas contemporáneos y la Violencia de

mediados del siglo XX.

La idea se ha convertido en un arraigado lugar común, que encuentra ecos ligeros en otros

círculos internacionales. Aquel conflicto -ha escrito Julia Sweig en Foreign Affairs-, "nunca

terminó realmente": la guerra de hoy se debería "a la misma enorme inequidad y a la

cultura de la violencia que existía hace 50 años". Y ese lugar común se repite hasta en

discursos oficiales, por altos funcionarios del Estado.

Sería ingenuo negar la existencia de todo vínculo entre los conflictos del presente y del

pasado. Es inevitable, como lo ha observado Daniel Pécaut, que existan continuidades.

Perseveran "recuerdos reales e imaginarios" que pesan en la actualidad, como "rastros, aún

muy frescos" de lo sucedido. Las Farc, en particular, trazan sus orígenes remotos a las

luchas guerrilleras de la década de 1950.

Pero, como también lo advierte Pécaut, "las discontinuidades... parecen más

significativas".

La confrontación sectaria entre liberales y conservadores llegó a su fin con el pacto

frentenaciona- lista, al que sucedieron una baja sustancial de las tasas de homicidio y casi

veinte años de "relativa calma". Las raíces del otro grupo guerrillero aún en armas -el Eln-

no se encuentran en la Violencia sino en la Revolución Cubana, y en la violencia propagada

por el marxismo- leninismo que inspiró también el establecimiento de las Farc en 1964. De

cualquier forma, ambos grupos fueron por algún tiempo considerable "minúsculos y

marginales", y hacia 1975 "se hallaban al borde de la extinción".

Hablar por ello de una "guerra civil que dura más de 35 años", como lo sugiere Pécaut,

"denota cierto anacronismo", "constituye una manera de dar consistencia al relato

legendario y retrospectivo que las guerrillas quieren imponer".

El auge del tráfico de drogas ilícitas modificó el contexto económico, social, y político bajo

el cual el conflicto armado cobraría nuevos alientos, al que se sumaron las áreas de

expansión económica en donde las organizaciones guerrilleras y paramilitares pudieron

extraer adicionales recursos financieros.

Pécaut ha sido claro también en señalar las dificultades de atribuir causas precisas a los

fenómenos de violencia: aquellas "han variado a lo largo de los años, ,.. al cabo de cierto

tiempo ya no tiene sentido referirse a un contexto inicial". Habría, pues, que sepultar de

una vez por todas el cadáver del 9 abril, dejar de ceder a tanta "ilusión retrospectiva", y

aceptar que nada más lejano de este enfrentamiento armado de hoy que la anterior

violencia".

Sobre la intolerancia

Así apelen o no a la historia, sobresalen las explicaciones de la violencia como resultado de

la intolerancia, un valor negativo que con frecuencia se identifica con la nacionalidad.

"El rasgo más chocante de la 'personalidad colombiana'", según Hernando Gómez Buendía,

sería nuestra asombrosa incapacidad para resolver conflictos", debido, entre otras razones,

a "nuestra intolerancia, nuestra manía de negar al otro y nuestra agresividad

generalizada".

En las líneas que siguen quisiera cuestionar este otro estereotipo y sugerir que no es del

todo claro que seamos una nación intolerante. Pero además, si lo fuésemos, tampoco es

cierto que las sociedades intolerantes - si es posible definirlas con certeza- sean de por sí

violentas, o no democráticas.

Pocos parecen dispuestos a discutir siquiera el tema.

La noción simplemente se repite, una y otra vez, en calidad de axioma que, por lo tanto, no

necesitaría demostración. Así como Hernando Corral se ha lamentado de que seamos una

"sociedad... tan radicalizada e intolerante", Héctor Abad Faciolince siente que vivimos en

"el país del odio", de reacciones "emotivas y primarias..., un país fanático e intolerante".

Allí estaría el origen de nuestros males.

Los grupos de extrema derecha o izquierda, las masacres, el desplazamiento interno

habrían sido generados, de acuerdo con Mauricio Lloreda, por "una sociedad intolerante,

cerrada, discriminatoria". Algunos, como William Ospina, parecerían a ratos limitar el

problema a una actitud de las élites, aunque la vaguedad del juicio indicaría que se trata de

un comportamiento general, con profundas raíces en el pasado. "Desde muy temprano en

nuestro país" -nos dice Ospina-, "se dio esa tendencia a excluir y descalificar a los otros,

que nos ha traído hasta las cimas de intolerancia y de hostilidad social que hoy

padecemos". Según Otty Patiño, "la violencia que martiriza a Colombia tiene como base

una incomunicación nacida de la actitud prepotente y juzgatoria desde donde miramos a

los otros. Cada colombiano -incluyendo a los armados- tiene un estrado desde donde mira

atrincherado descalificando al resto".

El comportamiento de los criminales se asimila así al de la nación. O al revés. Da lo mismo.

Obsérvese cómo la personalidad de los sicarios se transforma en el curso de la

conversación entre Maria Victoria Uribe y Martha Cecilia Vélez, dos prestigiosas

antropólogas.

En medio de un diálogo sobre aquellos asesinos i sueldo, hoy célebres protagonistas del

cine y las novelas, María Victoria Uribe de pronto señala: "A mí lo que me impresiona de

los colombianos es ese sino lunático tan impresionante. ¿Por qué esa atracción por la

muerte?".

A partir de allí, la conversación sobre los sicarios se convierte, indistintamente, en una

sobre los colombianos, o sobre este país "donde gran parte de la población está constituida

por seres sin identidad que para llegar a ser personas tienen que morir". Bajo esta forma

de razonar, Martha Cecilia Vélez sugiere como hipótesis que "el colombiano no soporta la

existencia deI otro". Y se pregunta: "¿Qué es lo que le es insoportable al colombiano de ese

otro, que lo tiene que destruir?".

En algún momento de la conversación se alcanza a confinar el problema de la falta de

"reconocimiento del otro" a las áreas rurales. Y al final, las académicas logran advertir "que

quede claro que aquí no estamos hablando de la generalidad". Pero ésta es una advertencia

tardía e insuficiente para contrarrestar todo el sentido de la preocupación que encierra el

interrogante casi concluyente de Martha Cecilia Vélez: "¿Por qué entonces no soportamos

la diferencia?".

En los propios términos del diálogo entre estas antropólogas, el mal que allí se identifica

no aparece como propio de los criminales sino del conjunto social. Todos los colombianos -

en nuestra incapacidad de tolerar "al otro"- seríamos sicarios en potencia.

La intolerancia aparece, pues, como una razón sobresaliente del problema de la violencia

en Colombia.

¿Dónde se originaría esa intolerancia?

Según Carlos Uribe Celis, se trata de una "tradición... en la política colombiana", un

"defecto" que se explica en parte por la "herencia española". Sin embargo, "la verdadera

intransigencia" habría empezado "con el liberalismo radical de mitad del siglo XIX", y

habría sido reforzada por "la ideología religiosa" que se opuso al embate de los Radicales.

Fabio López de la Roche también considera que la intolerancia entre los colombianos ha

sido una constante histórica, asociada al fanatismo religioso promovido en particular por

la Regeneración -el régimen político que dirigieron Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro,

tras la Constitución de 1886-. La división entre liberales y conservadores fundada sobre

todo en motivos religiosos le habría dado a la "contienda política en Colombia un fuerte

carácter sectario e intolerante". Durante la segunda mitad del siglo XX, las "dinámicas de

intolerancia, autoritarismo y exclusión presentes en el... Frente Nacional", se habrían

reforzado por muchos de los "fundamentos ideológicos y elementos hegemónicos de la

vieja izquierda", es decir, las doctrinas marxistas-leninistas que dominaron en círculos

socialistas y comunistas.

Las razones ideológicas se complementarían con las educativas. "El gran fracaso de las

generaciones que manejaron el país en el siglo XX", ha observado Sergio Otálora

Montenegro, "es que no pudieron consolidar una pedagogía distinta a la del autoritarismo,

el castigo y la memoria".

La primera observación que debería hacerse ante tanta generalización sobre la supuesta

intolerancia de los colombianos es que hace falta la evidencia empírica para sustentar tal

hipótesis.

Aquí no existen investigaciones modernas sobre valores ciudadanos que permitan medir la

tolerancia a lo largo de los años, como se ha venido haciendo en los Estados Unidos desde

los estudios de Samuel Sloufer en 1954. Aquí, en forma simplista, se han tomado los altos

niveles de homicidio como prueba bastante de que la sociedad no reconoce la diferencia,

que no resiste a aceptar "la existencia del otro", que somos, en fin, intolerantes.

Así como se afirma que hemos sido un país históricamente violento, se concluye con igual

ligereza que nos ha dominado siempre una tradición de intolerancia, sin mayores

distinciones a lo largo de casi dos siglos de vida republicana, como si nuestro

comportamiento estuviese condicionado aún por el legado de la Inquisición y del

absolutismo español.

Y estos juicios se aventuran sin comparaciones con el mundo exterior, donde parecería

entonces que, a diferencia de nuestro infierno, reinara la tolerancia como valor universal.

Cualquier repaso medianamente profundo de la historia republicana no tardaría en

descubrir la existencia de instituciones, formales e informales, y de prácticas sociales que

no habrían podido tener cabida en una sociedad dominada exclusivamente por la in-

tolerancia. Algunas de estas tradiciones serán objeto de análisis en los próximos dos

capítulos así que, por lo pronto, me limito a unas rápidas referencias.

La adopción, desde los inicios de la república, de un sufragio inclusivo -que buscó

incorporar en la nación política a blancos, indios, negros, mulatos y mestizos- y la

temprana aceptación del voto universal masculino - por primera vez, en 1853- no es señal

de una sociedad ni de unas élites identificadas de manera homogénea e inequívoca con la

intolerancia.

Tampoco lo es la prolongada tradición de una prensa libre.

Daniel Pécaut se ha referido a la persistente "valoración de espacios de libertad", "a pesar

de la dramática situación del país", razón que le lleva a "distanciarse de los lugares

comunes sobre la supuesta cultura de la intolerancia entre los colombianos".

Habría otras razones adicionales.

Una sociedad y unas élites intolerantes tendrían que verse reflejadas en instituciones

estatales represivas frente al crimen y el castigo. Hemos tenido gobiernos de mano dura.

Pero han tendido a ser la excepción, no la regla. Si algo ha caracterizado la historia de

nuestra legislación penal y de nuestro sistema judicial ha sido su extraordinaria laxitud -

tanto para el delito común como para el de naturaleza política-.

¿Qué otros países han limitado constitucionalmente la pena de prisión para cualquier

crimen a un máximo de diez años, como se hizo en Colombia por los constituyentes de

Rionegro en 1863? Hágase, por ejemplo, la contabilidad de las numerosas amnistías e

indultos tras las repetidas rebeliones en nuestra vida republicana, y contrásteselas con las

respuestas estatales a fenómenos similares en otros países latinoamericanos, en Europa o

en los Estados Unidos.

Se me dirá tal vez que estoy confundiendo materias muy diversas bajo la noción de

tolerancia.

Mas lo hago precisamente con el explícito propósito de advertir la complejidad del tema,

una complejidad ausente entre quienes insisten en describirnos como una sociedad

intolerante y, en consecuencia, violenta. O viceversa.

¿Hemos sido intolerantes siempre, o sólo en algunos momentos históricos? ¿Cuál es el

sujeto intolerante: la sociedad, las élites, el pueblo, el Estado? Si es la sociedad, ¿es la

intolerancia un valor compartido de forma homogénea? Si son las élites, ¿no hay acaso

diferencia entre ellas? Si es el Estado, ¿por qué entonces sus instituciones represivas han

sido tradicionalmente tan débiles? ¿Hemos sido y somos más o menos intolerantes

que otras sociedades? ¿Cuáles son las diferencias de ese "otro" que no toleramos: las

cínicas, las regionales, las religiosas, las políticas, las de género? ¿Todas por igual?

No tengo respuestas definitivas a ninguno de estos interrogantes.

Sospecho, sin embargo, que una investigación más sistemática nos descubriría un

panorama mucho más diverso que el sugerido por el discurso ligero de la intolerancia-con

tradiciones en conflicto, actitudes heterogéneas en el seno de las élites y entre las distintas

clases y grupos sociales, y con variaciones de lugar y tiempo- De cualquier manera, la

relación entre intlolerancia y violencia -el interés específico de estas líneas-, tendría que

examinarse con mayor detenimiento.

¿Cuáles de las diferencias de ese "otro" que supuestamente no toleramos han motivado en

el pasado, y siguen motivando hoy, conflictos violentos?

Consideremos, por ejemplo, las diferencias étnicas -y la intolerancia social frente a ellas-,

como explicación posible de la violencia.

Tal planteamiento se encuentra implícito en el análisis de Cristina Rojas sobre la búsqueda

de la identidad nacional en el siglo XIX, o en el ensayo de Leonardo Tovar González sobre

el multiculturalismo y la democracia contemporánea.

Rojas no utiliza la expresión "intolerancia", pero se refiere al mestizaje como un proceso de

"blanqueamiento" que habría intentado suprimir de nuestra historia las identidades de

indios y negros. Este hecho, el no haber tenido en cuenta las historias de indígenas y

afroamericanos, sería en sí mismo "un acto de violencia" -la "violencia de representación",

en la terminología de Rojas-, una "violencia originaria" donde se encontrarían "las

premisas de los antagonismos, de la violencia y de las numerosas guerras civiles del siglo

pasado".

Así la violencia estaría relacionada, según Rojas, "con la desaparición de un sistema de

diferencias e identidades heredadas del período de la colonia". Tovar González alude sólo

tangencialmente a las minorías étnicas para referirse, en forma general, a la "dimensión

cultural inherente a todos los tipos de acción violenta que ocurren en el país", al factor

común que les reproduce: "a la incapacidad para aceptar al otro, a la incapacidad para

resolver los conflictos en forma pacífica, a la incapacidad para ser tolerantes".

Hay que admitir con vergüenza que la discriminación racial ha sido predominante en la

historia nacional -contra los indios, y más aún contra los negros y mulatos-.

Tras la Independencia, varias poblaciones indígenas se mantuvieron en estado de

resistencia frente a las autoridades republicanas. Algunas guerras civiles fueron en parte

motivadas por problemas sociales de connotaciones étnicas, sobre todo en el Cauca a me-

diados del siglo XIX. Es posible que la intención de quienes en el pasado hicieron la

apología del mestizaje como José María Samper-, fuese "blanquear" a los colombianos. Y

las zonas de colonización fueron y siguen siendo escenarios de violencia contra las mino-

rías étnicas.

Todo esto es cierto.

Pero la supuesta intolerancia del "otro" -de las diferencias raciales, en este caso-, no parece

ser un argumento convincente para explicar la violencia, ni en las guerras civiles del siglo

XIX, ni en el conflicto contemporáneo.

Si bien, como ya se dijo, algunas guerras decimonónicas sirvieron de expresión de

conflictos étnicos, estos no fueron sus razones dominantes.

Ni los conflictos raciales desembocaron en guerras de grandes dimensiones, como sucedió

en otros países del continente americano: la guerra de castas en Yucatán (1847 y 1855); las

campañas de los generales Rosas y Roca contra los indios en la Argentina; la guerra civil de

los Estados Unidos para abolir la esclavitud negra, o las campañas de exterminio de los

indios en la expansión de sus fronteras. Con frecuencia, las poblaciones indígenas

colombianas fueron movilizadas en favor de alguna de las partes en conflicto -liberales y

conservadores- Los negros y mulatos solían aliarse con los liberales, pero sabían también

mantenerse alejados del campo de batalla, como lo expresara la "Serenata" de Candelario

Obeso: "¿Quieren la guerra/ con los cachacos?/ Yo no me muevo/ Re aquí e mi rancho".

El conflicto actual tampoco tiene raíces étnicas.

Ni las Farc, ni el Eln se formaron para luchar por los derechos de las comunidades

indígenas y negras. Sus cuadros directivos no los representan en sentido alguno: por largos

años el máximo dirigente del Eln fue un ¡cura blanco español! Ni las reivindicaciones

étnicas son sus objetivos centrales. Más aún esos grupos guerrilleros, las Farc en

particular, han dirigido repetidas operaciones militares contra las comunidades indígenas.

El único grupo insurgente con abiertas credenciales étnicas fue el Movimiento Armado

Quintín Lame, fundado en 1985. Este grupo, sin embargo, se acogió a las negociaciones de

paz iniciadas en 1988, que desembocaron en los acuerdos de desmovilización de 1991, en

un proceso considerado como exitoso. Ese año, además, nuestra Constitución adoptó

medidas de discriminación positiva para favorecer de manera especial a las comunidades

indígenas y negras.

Estas observaciones -debo insistir con el fin de tener absoluta claridad sobre el argumento-

no niegan la persistencia de la discriminación racial en Colombia, ni los problemas de

violencia que han afectado a las comunidades indígenas y negras. Pero la hipótesis según la

cual la violencia colombiana -la de las guerras civiles decimonónicas o la del conflicto

contemporáneo- sería el resultado de nuestra supuesta intolerancia frente a las diferencias

del "otro", por razones étnicas, me parece insostenible.

Algo similar, y con mayor contundencia, podría decirse frente a las diferencias culturales

de raigambre regional. Los colombianos somos hoy más tolerantes de las diversas

manifestaciones regionales del país, y hemos hecho cada vez más nuestra, y con orgullo

creciente, esa diversidad.

Se podrían establecer vínculos más claros entre las diferencias políticas -con marcado tinte

religioso en buena parte de nuestra historia-, y las manifestaciones de violencia en

Colombia. Aunque tampoco la ecuación vaya a ser tan simple.

Ya he señalado cómo algunos autores identifican el origen del problema con las extremas

posturas Radicales contra la Iglesia a mediados del siglo XIX, mientras otros lo encuentran

en la Regeneración.

En efecto, José María Rojas Garrido -entre los más influyentes doctrinarios liberales de su

época - fue descrito por Carlos Arturo Torres como el fundador de "la escuela de la

violencia en el pensamiento, cuya proyección necesaria en la política es la escuela de la

violencia en los hechos". A su turno, la figura del conservador Miguel Antonio Caro

sobresale a ratos como el emblema nacional de la intolerancia y el dogmatismo. En 1886,

se reimprimía en la Imprenta de F. Torres Amaya la obra del presbítero español Félix

Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, que provocó una intensa y prolongada polémica

en la que participó el líder liberal Rafael Uribe Uribe años más tarde. Fue durante la

Regeneración además cuando el país recibió a un número significativo de sacerdotes

europeos ultramontanos, como al famoso obispo de Pasto Ezequiel Moreno, quienes

alimentarían posiciones de intransigencia católica.

No estoy negando, pues, que en el pasado colombiano exista una historia de sectarismo

político -asociado de manera estrecha con los conflictos alrededor de la Iglesia-,

estimulado por los discursos y las conductas recíprocamente intolerantes de liberales y

conservadores. El sectarismo partidario echó raíces en las sucesivas guerras civiles

decimonónicas, y se manifestó de manera extrema durante la Violencia que siguió al

asesinato de Gaitán en 1948.

No me parece, sin embargo, que la historia de la lucha entre los partidos deba confundirse

exclusiva o predominantemente con la de sus mutuas intolerancias.

Como tampoco es evidente que sus respectivos discursos hubiesen sido la causa de las

guerras del siglo XIX, o la Violencia del veinte. José David Cortés, por ejemplo, ha

documentado muy bien la existencia de mentalidades antagónicas -de mutua intransigen-

cia entre los católicos ultramontanos, asociados a los conservadores, y los liberales-, en lo

que fuera la diócesis de Tunja entre 1881 y 1918. Pero la relación de tales discursos con la

Violencia de mediados de siglo estaría "por determinarse". Cortés concluye en cambio que,

durante los años que cubre su estudio, no hubo "matanza de curas", ni "síntomas" de que

se hiciese "mella inmediata sobre el pueblo en la concepción de destrucción del

liberalismo".

A esas narrativas insistentes en nuestra supuesta intolerancia habría que enfrentar su

tradición contraria, desarrollada no tanto en forma paralela como en abierta contradicción

y, con una frecuencia no apreciada, de buenos éxitos significativos.

No faltaron sus mentores intelectuales.

A mediados del siglo XIX, la filosofía moral de Cerbeleón Pinzón se destacaba por su

"temperamento conciliador y ecléctico". En sus Ensayos de crítica social, publicados en

1874, Rafael Núñez abogaba por la "recíproca tolerancia" como "una de las primeras

exigen- das sociales", palabras que repitió en 1883 al recomendar el sistema de Herbert

Spencer, que tenía "el raro mérito de no ser exclusivo; es, al contrario, muy conciliador".

A la obra de Spencer siguieron nuevas orientaciones. Su influencia motivó un clima de

tolerancia, sobre "su concepción de la relatividad [y en] ... la amplitud de su criterio

político y su concepto de que la ciencia y la religión no eran inconciliables", como lo

observara Carlos Arturo Torres en Idola Fori, el destacado libro contra el fanatismo

ideológico que podría identificarse con el espíritu de la Generación del Centenario y el

movimiento republicano que orientó Carlos E. Restrepo.

Quienes acusan a la Regeneración de propiciar esa supuesta tradición de intolerancia -y en

consecuencia de violencia-, tendrían que reconocer por lo menos su legado complejo, tan

complejo como las fuerzas que la inspiraron. Y tendrían que saber distinguir también los

cambios sustanciales en la naturaleza del régimen político desde comienzos de siglo, de

manera más explícita desde las reformas de 1910, cuando se abrieron espacios importantes

de convivencia.

Estos, es cierto, no lograron impedir el sectarismo bárbaro de mediados de siglo.

Sin embargo, los acuerdos del Frente Nacional tuvieron precisamente como objetivo

principal apagar esas animosidades partidarias. "Se ha olvidado", nos recuerda Francisco

Gutiérrez Sanín, "... que todos nuestros esfuerzos consociacionales buscaron cimentar los

valores de tolerancia, civilidad y respeto a la diferencia de opiniones". Hay que repasar el

sentido de aquella "estrategia de la concordia" con la que, en palabras de Fernando Cepeda

Ulloa, "... se exaltó el compromiso", para darle paso "a una virtud esencial de la vida

democrática: la moderación... Un paso fundamental hacia la tolerancia".

Se subvalora además que el Frente Nacional logró cumplir con el propósito de acabar con

la violencia sectaria entre liberales y conservadores, y con las serias disputas alrededor del

poder temporal de la Iglesia.

Se aduce que el pacto frentenacionalista propició entonces otro tipo de intolerancias, al

excluir de la lucha política a todos aquellos que no fuesen ni liberales ni conservadores.

La acusación es válida, pero sólo en parte.

Formalmente, la participación en las elecciones y el acceso a los cargos públicos estaba

restringida a los miembros de los dos partidos tradicionales. No obstante, la flexibilidad

del sistema permitió desde sus inicios la presencia activa de otros movimientos políticos.

(Volveré sobre este punto en el capítulo 4). Basta un repaso del recuento que Mario Latorre

hizo de las elecciones de mitaca de 1968 para descubrir de inmediato un complejo mapa

partidista que iba más allá del estereotipo bipartidista, donde se registran las actividades

de la Alianza Nacional Popular (Anapo), el mrl del Pueblo y el Partido Comunista. La

convención que le dio origen al mrl del Pueblo, en franca oposición al Frente Nacional,

tuvo lugar en el mismo salón elíptico del Congreso.

El régimen no fue un paraíso de tolerancia, pero aceptaba incluso la participación electoral

de quienes abogaban abiertamente por la "combinación de todos los métodos de lucha,

revolucionarios, políticos y populares", como lo hizo Gilberto Vieira, secretario general del

Partido Comunista, en aquella campaña electoral de 1968. La percepción sobre la

naturaleza excluyente del Frente Nacional -antes que su misma realidad-, pudo haber

motivado ideales revolucionarios entre los grupos guerrilleros que proliferaron en las

décadas de 1960 y 1970. Mas no creo que sus orígenes, muchos menos la persistencia de

algunos de ellos hasta nuestros días, puedan ser atribuidos a la intolerancia del régimen o

de la sociedad.

De cualquier forma, parecería necesario advertir que el Frente Nacional dejó ya de existir

hace largo rato y, en su reemplazo, existe desde 1991 un nuevo arreglo constitucional,

diseñado con el explícito propósito de garantizar espacios políticos a partidos distintos de

los tradicionales.

Además, si la intolerancia fuera un valor predominante, ¿cómo explicar la repetida y casi

constante disposición nacional a negociar con los distintos grupos guerrilleros, desde fines

de la década de 1970?

La trágica experiencia de la Unión Patriótica -el movimiento que surgió como brazo

político de las Farc tras las negociaciones iniciadas con la administración de Betancur, y

cuyos miembros sufrieron una campaña masiva de asesinatos- suele señalarse como

ejemplo de la incapacidad del sistema político para absorber fuerzas de la izquierda.

Tal argumento es equívoco. Acusa en forma única e injusta al "sistema", mientras libera de

responsabilidades a los grupos de narcotraficantes que propiciaron los homicidios en

algunas regiones, y a la misma cúpula de las Farc, en su absurdo empeño de continuar con

la "combinación de todas las formas de lucha", como lo muestra el relato de Steven Dudley,

Walking Ghosts.

La experiencia tristemente fallida de la Unión Patriótica tendría que contraponerse a los

buenos éxitos de los procesos de paz con otros grupos guerrilleros, cuyas lecciones tienden

a ignorarse.

"Está demostrado" -en palabras de Antonio Navarro Wolf -, "que no hubo una campaña

sistemática para exterminar a los miembros de ninguna de las organizaciones guerrilleras"

que firmaron "acuerdos en los 90". Navarro Wolf lamenta que aún se tropiece en la calle

con expresiones de hostilidad hacia su pasado guerrillero, que indicarían "la existencia de

una fracción considerable de la población con una gran intolerancia política". Sería

sorprendente que no sobreviviesen resentimientos. Y tiene razón al observar las

dificultades inherentes a todo proceso de reconciliación.

Pero esas expresiones de intolerancia que él advierte no se han impuesto sobre ese otro

hecho evidente que Navarro Wolf subraya: quienes firmaron la paz en 1990 fueron

"recibidos con alfombra roja" por la sociedad colombiana. Desde entonces, su protago-

nismo político ha sido extraordinario: en la Constituyente, en los procesos electorales, en el

Congreso, en los gobiernos locales y nacionales, y en el debate de opinión.

El sentido de las anteriores líneas, debo reiterar, no sugiere desconocer las expresiones de

intransigencia presentes, ayer y hoy, en la vida de los colombianos. Mucho menos sugiere

que la tolerancia haya sido un valor predominante en nuestra historia.

Me ha interesado sí cuestionar aquellos juicios que identifican la intolerancia como una

característica de la nacionalidad y arrojar dudas sobre la extendí- da tesis que encuentra en

la intolerancia la causa principal de la violencia en Colombia.

Lo uno, además, no conduce necesariamente a lo otro: una sociedad puede ser intolerante

en grados significativos y al tiempo respetar reglas de conducta que permitan la

convivencia.

Eso es lo que sugieren los estudios sobre tolerancia en el mundo democrático, examinados

por George klosko, en su libro Democratic Procedures and Liberal Consensus. El interés de

Klosko fue explorar las bases del acuerdo que toda sociedad pluralista requiere para gozar

de estabilidad. Su trabajo, más allá de cualquier discusión teórica sobre el tema, se ocupó

en desentra- nar los valores que defienden los ciudadanos en las democracias

industrializadas, y en identificar aquellos alrededor de los cuales existe el compromiso

social que garantiza la vida civilizada.

Las investigaciones emprendidas en los Estados Unidos desde la década de 1950 arrojan

conclusiones en apariencia paradójicas: "Exámenes extensos de las creencias de los

ciudadanos democráticos demuestran una amplia falta de apoyo a valores democráticos. Si

los ciudadanos fuesen efectivamente a poner en práctica sus creencias, los resultados

podrían ser problemáticos".

En una tras otra investigación, la evidencia empírica coincide en señalar los bajos niveles

de tolerancia en la comunidad norteamericana.

Sin embargo, a pesar de ser "generalmente intolerante", como lo señala Klosko, es una

sociedad "estable", donde "las libertades civiles de la mayoría de los individuos están

protegidas". No todos comparten por igual los mismos valores, ni éstos han permanecido

inmutables a través del tiempo. Las élites, por ejemplo, parecen ser más tolerantes que los

ciudadanos promedio. Los grados de tolerancia mejoraron en décadas recientes.

La materia no ha sido al parecer estudiada en otros países con el mismo rigor que en los

Estados Unidos. Pero los resultados serían similares en Canadá, Gran Bretaña y otras

naciones europeas: allí también sobresalen sus bajos niveles de tolerancia.

El consenso básico para la estabilidad de las sociedades pluralistas modernas se da

entonces no alrededor de creencias sustantivas sino de los procedimientos para resolver las

disputas.

Por supuesto que la tolerancia es un valor deseable, asociado a los desarrollos de la

democracia liberal por lo menos desde la obra de John Locke. Esta idea no está aquí bajo

cuestionamiento. Si traigo el trabajo de Klosko a cuento es para subrayar la enorme

complejidad de un tema que, entre nosotros, se suele tratar con tanta ligereza.

Aún si la sociedad colombiana fuese en su mayoría intolerante, ello no explicaría en sí

mismo los extraordinarios niveles de violencia sufridos en las últimas décadas.

La noción según la cual nuestra sociedad es violenta porque es intolerante no es sólo

especulativa -no existen estudios, insisto, que nos permitan saber con certeza si predomina

o no la intolerancia, ni su evolución en el tiempo-, sino que está basada, además, en otra

premisa falsa que exige atención: que la violencia sería la conducta común de los

colombianos.

Más civilizados a pesar de mayor violencia

"Claro que en Colombia sí existe una cultura de la violencia", observó de manera categórica

Hernando (Corral, antes de advertir que "quienes se molestan con esta afirmación, se

olvidan de que este país ha sido 'formado' en medio de la violencia de todo tipo".

Lo que "molesta" - si ésta es la expresión correcta- es la vaguedad del juicio, y la distorsión

histórica de sólo descubrir en el pasado un legado de violencias.

El último estereotipo que quisiera discutir aquí es, pues, aquel que considera la violencia

como la conducta generalizada de la nación.

Su difusión ha tomado las más diversas formas: desde la cruda calificación de Víctor Paz

Otero, quien nos ha llamado "leprosos culturales", hasta los más sofisticados análisis de

sociólogos como William Ramírez Tobón que describen el conflicto contemporáneo como

una "guerra civil", una confrontación entre ciudadanos, donde la fuerza parecería ser la

expresión dominante de las relaciones cotidianas ante la supuesta ausencia de un contrato

social. Según la Comisión de Conciliación Nacional convocada por la Conferencia episcopal

de Colombia, "el ilegítimo recurso a las vías violentas... surge también de una cultura... de

la violencia... Esta violencia se aprende, se interioriza, se justifica y se reproduce por la

inercia cultural".

Este tipo de diagnóstico adquirió fuerza tras la publicación del informe de la Comisión de

Estudios sobre la Violencia, convocada por el gobierno colombiano en 1987, donde se

destacó en itálicas una frase que haría carrera: "mucho más que las del monte, las vio-

lencias que nos están matando son las de la callé". Tal aseveración se respaldaba en

estadísticas dadas por ciertas. El porcentaje de muertes como resultado de la subversión,

señalaba el informe, "no pasó del 7,51% en 1985". Más del 90 por ciento, por lo tanto,

habrían sido "víctimas de una violencia originada en las desigualdades sociales... que se

expresa en formas extremas de resolver los conflictos".

Aunque las proporciones variaron después en algunos grados, las cifras divulgadas por la

Comisión ganaron amplia aceptación.

Han tenido eco en escritos de dirigentes empresariales como Nicanor Restrepo o en

declaraciones de líderes políticos como Fabio Valencia Cossio. Sirven de apoyo a las

aseveraciones periodísticas de Víctor Paz Otero y a las tesis académicas de William

Ramírez Tobón. Un documento de la Presidencia de la República, bajo la administración

de Gaviria en 1993, les imprimió nuevo sello oficial: "La mayoría de los homicidios (cerca

del 80%) hacen parte de una violencia cotidiana entre ciudadanos, no directamente

relacionada con organizaciones criminales". Cinco años más tarde, era ya un lugar común

aseverar, como lo hizo la Comisión de Conciliación Nacional, que "el 85% de las muertes

violentas son consecuencia de la cotidianidad". Su eco más reciente se encuentra en el

informe propiciado por las Naciones Unidas, El conflicto, callejón con salida.

Varias razones sugieren dudar de esas cifras.

De antemano, cada vez es más difícil distinguir entre el conflicto armado y la delincuencia

común. El mismo Gonzalo Sánchez, quien coordinó los trabajos de la Comisión de 1987,

reconoce que "de una violencia política con horizontes ético-normativos definidos..., se ha

venido pasando a una indiferenciación de fronteras con la criminalidad organizada y en

alianzas operativas o tácticas con el narcotráfico".

Se han hecho pocos esfuerzos sistemáticos para medir el impacto del conflicto armado -o

del crimen generalizado en general- sobre los niveles generales de violencia. Pero los

trabajos de Fabio Sánchez, Camilo I 'chancha, Alejandro Gaviria y Mauricio Rubio subieren

drásticas reformulaciones.

Rubio, en particular, adelantó una crítica bastante persuasiva al diagnóstico tradicional en

su libro crimen e impunidad.

Su punto de partida fue un serio cuestionamiento de las cifras que forman parte del

discurso dominante sobre la violencia en Colombia -cifras que estarían en un "campo

rodeado de misterio"-. La información existente sobre los homicidas en Colombia es

precaria, lo "que necesariamente impone una gran cautela en la tipificación de la

violencia". Y la que existe, basada en la que se registra oficialmente, estaría

subrepresentando la violencia "profesional y organizada, como la asociada con el conflicto

y el narcotráfico".

Sin ser definitivo, su examen desafía esa extendida noción de la violencia colombiana como

"algo fortuito, causado principalmente por las riñas", de una violencia "impulsiva y

rutinaria". Sugiere, en cambio, que lo que parece haber ocurrido durante las últimas

décadas "es la consolidación de unos pocos, muy poros, criminales y agentes violentos con

un gran poder, ante los cuales el ciudadano común se siente amenazado, inerme y

desprotegido". Rubio añade un cálculo que, si bien es elemental, es necesario en una

discusión donde a veces se han perdido las proporciones: bajo la extrema hipótesis de que

cada homicidio haya sido cometido por un colombiano diferente, "el número total de

homicidas sería inferior al 0,1% de la población".

Existen además otros indicios que permiten contradecir la idea de una cultura generalizada

de violencia.

La violencia doméstica, por ejemplo, sigue siendo un problema, pero "en el hogar, las

nuevas generaciones parecen ser menos violentas que las de sus padres o abuelos". Las

denuncias por lesiones personales han descendido desde principios de los ochenta. En las

últimas décadas, mientras la tasa de homicidios se disparaba de manera extraordinaria, el

país vivió significativos avances económicos y sociales. Los análisis sobre la naturaleza del

crimen en Bogotá, según los investigadores del grupo Paz Pública, muestran que el

homicidio predominante no es el impulsivo o espontáneo, sino el instrumental, el

resultante de "la acción sistemática y deliberada" de individuos o grupos que lo

promueven.

No es entonces claro que los colombianos hubiesen acudido cada vez más a la violencia

para resolver sus problemas cotidianos. Muy por el contrario, Rubio sugiere que "el

colombiano promedio sería hoy 'más civilizado', menos propenso a la violencia que hace

veinte años".

Quienes se refieren a la existencia de una "cultura de la violencia" no están todos

necesariamente aludiendo a una predisposición natural de la sociedad.

Algunos, como el editorialista de El Espectador, sí han aceptado que en la raíz de la

violencia se encuentran "ciertas deficiencias culturales de origen histórico" que es

necesario superar. Mas otros aluden a la "cultura de la violencia" para referirse al entorno

social que generaría las conductas criminales -como el ambiente de violencia bajo el cual se

estaría criando la niñez, o la motivación de acudir a mecanismos de justicia privada como

consecuencia de la crisis de las instituciones judiciales.

Estos aspectos no deben desconocerse. Sin embargo, la evidencia de los trabajos reseñados

desvirtúa la noción de una violencia socialmente asimilada por la generalidad de los

colombianos, como "costumbre" o "modo de vida" -la definición común de cultura-

Lo que me ha interesado destacar aquí no es tanto la imprecisión del término -"cultura de

la violencia"-, como la falsedad que encierran las cifras que suelen acompañarlo:

simplemente no es cierto que la mayoría de los colombianos sean responsables de las altas

tasas de homicidio que mantienen subyugado el ánimo nacional.

Conclusiones

El propósito final de este libro es reivindicar valores distintos de la violencia, con la que se

ha querido identificar históricamente a la cultura política colombiana.

He creído necesario, sin embargo, iniciar este ejercicio con una especie de exorcismo

preliminar. Por ello describí en el primer capítulo la forma como la nación es sometida casi

a diario a un discurso que la criminaliza, ese lenguaje interiorizado por columnistas de

prensa, Intelectuales sobresalientes y líderes políticos que, al utilizar la primera persona

del plural -"nosotros"- para referirse a los autores de los homicidios, nos convierte a todos

en un país de asesinos, portadores natos de una tradición maligna.

Este segundo capítulo abrió con el reconocimiento de la necesidad de enfrentar, como

nación, tanto un pasado vergonzoso de guerras internas como un presente arrollado por la

violencia.

Pero tal reconocimiento, antes de confundirse con un acto de expiación colectiva, debería

acompañarse de una más justa apreciación de las causas del problema.

A pesar de los valiosos esfuerzos del mundo académico por desentrañarlo, el tema de la

violencia colombiana -ayer y hoy-, continúa aún rodeado de interrogantes sin resolver. En

las distintas secciones de este capítulo sólo quise abordar algunos de ellos, que considero

relevantes en la tarea de ir despejando el camino para entender mejor el discurrir de la

nacionalidad.

En particular, he cuestionado tres estereotipos que tienden a dominar las explicaciones

sobre la violencia: que la nación política se define en un pasado continuo de guerras, que

estas guerras se originaron y se siguen originando en la intolerancia de los colombianos, y

que la violencia hoy es la conducta generalizada de la sociedad.

Importa advertir la amplia difusión de dichas explicaciones, como si se tratase de dogmas

irrefutables, y su notable aceptación entre quienes diseñan y ejecutan políticas

gubernamentales.

Considérese, por ejemplo, el diagnóstico que ofrece del problema Luis Carlos Restrepo,

alto comisionado para la Paz de la administración de Uribe, en su libro Más allá del terror.

Abordaje culural de la violencia en Colombia. Su lenguaje corresponde al de quienes

suelen retratarnos como ese "país asesino" descrito en el capítulo anterior y su diagnóstico

sobre el problema de la violencia corresponde al que acabo de examinar.

Según Restrepo, "hacemos fiestas para matarnos"; "matamos, quizá, para saber si estamos

vivos..., si en la embriaguez homicida es posible capturar alguna identidad"; para

comprender al país tendríamos que "comprender al matón que todos llevamos dentro". La

violencia que hoy sufrimos sería "el producto de la acumulación y sedimentación de

muchas guerras inconclusas". Durante el siglo XX, "guerra y política se mantuvieron...

como prácticas simétricas"; la guerra fue "la forma como el pueblo se relacionaba con la

política"; la guerra habría fundado el derecho y definido la legitimidad de las jefaturas

políticas.

Restrepo hace un breve reconocimiento a la "pausa en la contienda" , tras la Guerra de los

Mil Días y la influencia del movimiento republicano, pero en vez de valorar su legado,

regresa pronto a una narrativa donde se destaca la continuidad de la violencia incubada en

"más de un siglo de intolerancia", marcados por un "pasado autoritario", en un proceso que

nos ha vuelto "ineptos para dialogar con la diferencia".

La violencia se habría convertido, pues, para "muchos colombianos... en un hábito, en un

estilo de vida".

Restrepo no se molesta en precisar quiénes o cuántos son esos "muchos", quizá porque

según sus propias palabras, "no existe una frontera tajante entre los violentos y quienes no

lo son". De cualquier forma, la violencia "nos obliga a derramar sangre como única manera

de dar cauce a los conflictos que padecemos".

Estaríamos sufriendo "una guerra contra nosotros mismos".

Éste no es el lugar adecuado para un examen de los planteamientos de Restrepo, que

deben examinarse a la luz de sus propuestas de reconciliación. Su texto, sin embargo,

recoge muy bien los estereotipos que he querido controvertir en estas páginas.

Un corolario paradójico de estos discursos, que identifican el curso de la nacionalidad casi

exclusivamente con la violencia, es su lamento contradictorio sobre nuestras tradiciones

liberales y democráticas.

A Restrepo le anima un deseo genuino de fortalecer espacios de civilidad.

Considera, sin embargo, que dentro del "análisis cultural de las violencias que nos sacuden

no tiene sentido unirnos de entrada al coro de los intelectuales que alaban en abstracto las

bondades de la democracia".

Sugerir la necesidad de hacer precisiones sobre la identidad de los criminales, des

victimizar a la nación y rescatar el principio de la responsabilidad individual, reconocer en

nuestra historia la perseverancia de valores liberales, civiles y democráticos: todo esto

sería, según algunos, difundir una versión rosa y complaciente de nuestra historia.

Sólo podríamos aparecer siempre envueltos en nuestra propia miserable barbarie.

Óscar Collazos señala que "una minoría de colombianos ha secuestrado a la otra inerme

mayoría de colombianos", un reconocimiento que le ha llevado, sin embargo, a proferir,

con furia: "que se callen los imbéciles y los ingenuos que aún hablan de civilización y

democracia".

Ojalá hubiese más "imbéciles" e "ingenuos" que hablasen de civilización y democracia.

Estos lamentos sorprenden además porque, en las últimas décadas, la democracia

colombiana -en abstracto y en concreto- se fue quedando sin defensores intelectuales.

Como lo observó Gonzalo Sánchez en 1990, los estudiosos de nuestra realidad

contemporánea habían modificado de manera sustancial sus percepciones del escenario

nacional: "de una marcada insistencia en la tradición y cultura democráticas del país, se

pasó a un énfasis reiterado en la cultura de la violencia". En su más reciente reflexión -

Guerras, memoria e historia-, Sánchez reconoce que en sus anteriores trabajos sobre la

violencia quizá dramatizó "un tanto los aspectos guerreros, minimizando los rasgos

civilistas y las conquistas de la historia colombiana en otros órdenes".

Son esos rasgos civilistas y esas otras conquistas las que me parece ahora oportuno

rescatar del abandono.