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Libros del BaúlAGUAS ABAJO

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Marta Brunet

EDITORIAL CUARTO PROPIO

Aguas abajo

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AGUAS ABAJOMarta Brunet

© Universidad de ChileDerechos reservados para todos los países

Inscripción Nº 25.534I.S.B.N. 956-260-099-8

Editorial Cuarto PropioKeller 1175, Providencia, Santiago

Fono: (56-2) 2047645 / Fax: (56-2) 2047622E-mail: [email protected]

Diseño portada: Eugenia PradoComposición: Producciones E.M.T.

Impresión: Andros Ltda.

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE1ª edición, 1943

2ª edición, diciembre de 1997

Se prohíbe la reproducción de este libro en Chiley en el exterior sin autorización previa de la editorial.

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Prólogo

El escándalo como modo de recepción

“Siempre hay una hora en que amanece”.

Marta Brunet

Editorial Cuarto Propio ha hecho una opciónjusta, memoriosa y lúcida al re-editar los trescuentos que a continuación se ofrecen. Se tratade lo más tenso e intenso de la narrativa de Mar-ta Brunet, escritora chilena nacida en Chillán en1897 y fallecida en Montevideo, mientras dictabauna conferencia literaria, en 1967. Sus relatos,“Piedra callada”, “Aguas abajo”, y “Soledad dela sangre”, compilados por primera vez en 1943en un volumen titulado Aguas abajo, fueron pu-blicados en Chile por Editorial Cruz del Sur. Idén-tica colección fue posteriormente incluida en unasección del mismo nombre en las Obras Comple-tas de Marta Brunet, publicadas por Zig-Zag en1963 y prologadas por Hernán Díaz Arrieta(Alone). En rigor, hablamos de una obra que seinicia tempranamente con la publicación de lanovela, Montaña adentro (1923), cuya circulaciónprovocó no pocos escándalos en su momento yque, por tanto, precisa reinstalarse con otros sig-nos en el escenario literario-cultural de fin de

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siglo en nuestro país, en particular, después deun largo, decidor e inmerecido olvido1.

El escándalo como problema cultural en rela-ción a la producción estética de escritoras y mar-ginales, incluidos los proyectos homosexuales,merecería un estudio en profundidad; aquí nosocuparemos tangencial y panorámicamente desus efectos, sobre todo en la incipiente historiacrítico-cultural de la escritura de mujeres de prin-cipios de siglo. A nadie sorprende hoy que SorJuana Inés de la Cruz haya escandalizado a la ins-titución religiosa de su época opinando sobreasuntos religiosos y culturales. Pero resulta de-masiado reiterativo que trescientos años después,en los años veinte, haya resultado escandaloso el“lenguaje” de la escritura de los primeros textosde Brunet y que más perturbador aún resultaraque en La Brecha, publicada por primera vez en1961, Mercedes Valdivieso hubiese concebido unaintriga en la cual una mujer no sólo se divorcia-ba, sino que además, lograra sobrevivir, crear ygozar en el intento. A varias décadas de la publi-cación original de los relatos de Marta Brunet, esdifícil determinar si el escándalo que acusó la re-cepción epocal de sus primeros textos se debió

1 Montaña adentro, primera novela de la autora, fue reimpresaen 1994, con prólogo del crítico literario Hugo Montes; lamisma novela, volvió a ser editada por la Editorial Universi-taria en 1997, con prólogo nuestro. No obstante, la cuentísticade nuestra autora no ha tenido similar suerte. Mayor aún hasido el descuido de la crítica dentro y fuera de Chile.

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sólo al recurso literario del habla rural chilena oa las trizaduras que sus escritos operan en los vie-jos estereotipos patronales y metropolitanos so-bre las mujeres en general y sobre las campesinasen particular. Lo cierto es que esta escritura ponehoy en día de relieve una serie de desconocimien-tos sobre los mapas perdidos de nuestra culturay nuestra imagen-país.

Un escándalo habla siempre de un desborde,algo que excede o destaca por su demasía, y, en estesentido, refiere a una economía de poderes, delímites, territorializaciones y posibles reterrito-rializaciones. ¿Cómo se fijan los bordes de esosdesbordes? ¿Cómo se determina la distancia en-tre el equilibrio y la demasía? ¿Se trata de límitesinternos y/o externos? ¿Quiénes son sus agentesy agencias? ¿Cuáles son sus objetos y cuáles susleyes? Escandalizar es siempre situacional: desa-juste en las transacciones con la represión, la cuales, a su vez, histórica, axiológica, cultural ysocial. Desborde que tiene sentido allí donde elpoder actúa como prohibición, develando unacultura pacata, victoriana, sobrecodificada, esta-mental: un Sí de la práctica escandalosa frente aun No de la Ley, en tanto Nombre del Padre. Otromodo de decir con Foucault que los poderes nosiempre se ejercen con un No2. Para el autor, laera permisiva de las sociedades neoliberales de-

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2 Michel Foucault. Historia de la sexualidad, México: Siglo XXI,1987.

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sarrolladas demostrará crecientemente la obsoles-cencia de las transgresiones implicadas en actosque en otra época se consideraron escandalosos.Podría pensarse que el relativismo y el anonima-to de las sociedades postmodernas dificultan cadavez más las posibilidades de escandalizar, aun-que en nuestro país (y en el resto de América La-tina), la pasada controversia suscitada por la ver-sión pictórica que Juan Dávila realizó de SimónBolívar con pechos (1994), revela que la relaciónentre rigidez genérico-sexual y patriotismo es aúnmás victoriana de lo que las retóricas de nuestrosconservadores proyectos modernizadores se per-miten reconocer. El retrato bolivariano provocóun verdadero dilema geopolítico. Se habló deagresión al “honor nacional” (Comunicado dePrensa difundido por la Embajada de Venezue-la), “injuria” a los “valores fundamentales comola democracia y la libertad” (declaración del en-tonces alcalde de Ñuñoa, Jaime Castillo Soto), “in-sulto gratuito al prócer americano” (AnicetoRodríguez, entonces embajador de Chile)3. Algosimilar ocurrió en julio de 1995 en Chile con elconcepto de género, al ser éste el único país cuyoparlamento vetó el uso del vocablo considerán-dolo esencialmente anti chileno4.

3 Ver “El caso Simón Bolívar” en Revista de Crítica Cultural,Santiago de Chile, noviembre de 1994, Nº 9, pp. 25-35.

4 Ver nuestro “Análisis semiótico: el género en el Senado”, enRevista Nomadías, Santiago de Chile, diciembre de 1996,

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Un escándalo implica un desborde público:desplazamiento de los límites que resguardan loprivado, el recato y la mesura –salir del “closet”,del anonimato o salirse con un “domingo siete”.Retorno de lo carnavalesco, se trata siempre deuna escena espectacular –puesta en abismo y dra-matización social de profundas transformacionesen el modo de ver, de leer, de interpretar y juzgaruna práctica significante. Una praxis cultural noes escandalosa en sí; más bien, ésta remite a lastinturas del lenguaje y el sentido, a las capasgeoculturales de los signos en su producción, cir-culación, publicación. No es, pues, posible escan-dalizar en la intimidad; se requiere un público deespectadores, voyeurs, testigos, jueces y, en litera-tura, de críticos. Así, un escándalo literario afectasobre todo las relaciones intersubjetivas entre elmodo de hacer y el modo de leer un texto. Cano-nización fallida o resignificación bloqueada, setrata fundamentalmente de un fenómeno de re-cepción: el acto escritural controvertido apunta auna falla de indeterminación en el modo de cir-culación de la significación escritural, vacío tex-tual relleno por un absolutismo en la mirada querecibe e interpreta. Vistos a la distancia, los es-cándalos escriturales expresan tanto o más sobre

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año 1, Nº 1, p. 20. La cita del historiador Gonzalo Vial Correaque suscitó el análisis es la siguiente: “¿Por qué usar unapalabra tan poco usual al referirse a los sexos? ¿Será por in-troducir [...] la noción de que éstos no son sólo dos, ni tajan-tes, sino varios, de límites difusos e inciertos?”

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los pre-juicios de lectura de una sociedad dadaque sobre las transgresiones textuales en sí.

¿Escribir como señorita o como mujer?

A la escritora venezolana, Teresa de la Parra(1890-1936), le reprocharon su “vulgar” y “mor-bosa predilección por los miembros pardos” dela sociedad venezolana en una ocasión5. En el Si-glo XIX, Juana Manuela Gorriti (1819-1892) yClorinda Matto de Turner (1858-1909), entre otras,erosionaban la hegemonía del universo letradoen defensa de la diversidad lingüística y en fa-vor de los subalternos sexuales y raciales. JuanaManso (1818-1875) ampliaba el espectro etno-lin-güístico de lo literario incluyendo traduccionesdel italiano, el gallego y el inglés, además del idio-lecto gauchesco en su escritura, en tanto que Ger-trudis Gómez de Avellaneda exaltaba el espírituheroico de los indígenas y sus tradiciones en lanovela histórica romántica Guatimozín, escrita en1846.

Según el crítico chileno Alone, cuando, en1923, Marta Brunet (1897-1967) le envió el pri-mer manuscrito de su texto, Montaña adentro, to-dos esperaban encontrar una novela “suave, dé-

5 Teresa de la Parra, “Ifigenia y un valiente defensor de lasAristeigueta”, en Norma Klahn, compiladora. Los novelistascomo críticos, México: Fondo de Cultura Económica, 1991.p. 272.

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bil, temerosa, llena de dudas”: novela de “señori-ta”–término que no sólo tenía connotaciones sexo-morales (“buenas costumbres”, castidad), sinoetno-sociales y epistemológicas. Una novela detal tipo, debía estar “llena de dudas” –entendién-dose que se trataba más de dudas melodramáticassobre el curso que seguiría la intriga amorosa, quede las incertidumbres existenciales que se espe-rarían en novelas de hombres6. Coincidentemente,“Diario de una señorita que escribió porque se fas-tidiaba”, fue el subtítulo que Teresa de la Parraescogió para Ifigenia, su conocida novela. Muytemprano en la historia literaria del continente,la escritora venezolana denunció algo que la críti-ca canónica había llegado a convertir en lugar co-mún: el empleo de epítetos genérico-sexuales parareferir a los proyectos literarios, en particularaquellos producidos por mujeres. Con molestiay evidente ironía, la novelista venezolana recor-daba en su artículo7 que entre las “galanterías”de un crítico se contaba el que uno de ellos “conaire de protección, naturalmente” opinara que sunovela “estaba llena de ‘feminidades’”, cualidadque lejos de constituir un elogio remitía a “ungrave defecto”. Si bien entendemos las connota-ciones sexo-morales del término, ¿por qué estainsistencia de los críticos en el vocablo señoritacomo parámetro de juicio estético? ¿Qué se en-

6 Díaz Arrieta, Hernán (Alone), “Prólogo”, Obras completas deMarta Brunet, Santiago: Zig-Zag, 1963, p. 87.

7 Op. cit., p. 268.

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tendía por escritura de señorita? ¿Cuán ligadoestaba ese término a los proyectos culturalesmelodramáticos y folletinescos en los cuales lasmujeres constituían por vez primera en la histo-ria cultural un masivo público de lectoras?

Evidentemente para mucha crítica cultural yliteraria de hoy, lo femenino y lo masculino cons-tituyen términos posicionales, cambiantes, rela-tivos, tanto para las prácticas significantes de losescritores como para las de los lectores. Sin em-bargo, en la medida en que el término señorita seasociaba a “lo femenino” en general, se tratabade un “comodín” lingüístico-cultural utilizadocomo límite interno y externo no sólo para la es-critura, sino para toda práctica significante emi-tida por mujeres. No es de extrañar, entonces, quela novelista venezolana confesara en su artículono comprender cabalmente en qué consistiría unproyecto literario “femenino”, aunque abierta-mente denunciaba allí las “cursilerías” de su “vi-ril” crítico. Teresa de la Parra, hacía coincidir es-critura de señorita con escritura cursi, texto canó-nico y canonizable sólo en la medida en que susposibles dudas, vacíos e incertidumbres fueranrellenados por el horizonte normativo de la crí-tica mascultista.

Por su parte, ni débil ni temerosa, MartaBrunet –que optó por sobrepasar el “mundo po-sible” de la señorita provinciana en el imaginariode la crítica literaria– asoció lo que los críticos desu época consideraban “femenino” al término“hipocresía”, y se propuso consciente e intencio-

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nadamente una transgresión: “una mujer tambiénpuede utilizar términos duros, cuando la situa-ción lo exige. Hay que llamar a las cosas por sunombre”–dijo tajantemente alguna vez. Y agre-gó: “La vida es más ruda que un atardecer”8.

Un lenguaje “bastardo”

“El problema lingüístico es político,las políticas de la lengua son políticas,

y las lenguas de la política son la política”.

Josefina Ludmer

En todo caso, las expectativas de los críticosse vieron rotundamente frustradas.

Montaña adentro, la primera novela de MartaBrunet, develaba un mundo narrativo recio, pre-cario y violento, cuyos personajes –en particularlos femeninos– resultaban demasiado9 audaces,deseantes, voluntariosos y fuertes para la época;y cuyo parco lenguaje –sobre todo en los prime-ros textos– bastardeaba supuestamente el castella-no para adecuarlo al uso idiolectal del habla ru-

8 Marta Brunet, Ercilla, 1961.9 “...demasiado áspero, demasiado recio, demasiado real”–dice

de su trabajo de creación verbal Alone, “Prólogo”, Obrascompletas de Marta Brunet, Santiago: Zig-Zag, 1963, p. 12.Volveremos sobre esta insistencia en el desborde más ade-lante.

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ral chilena10. Se abría con esa escritura un amplioespectro de modos de ser, diversidad etno-lin-güística de mujeres “bravas para el trabajo”, que“se daban maña para amasar, cocinar, tostar ymoler el trigo, dejando aún tiempo libre para hi-lar lana y tejer” (Montaña adentro, p. 23). En todocaso, se trataba de mujeres y actividades que porlo general la narrativa –y la cultura en general–habían venido relegando a lugares secundarioso simplemente invisibles. En La última niebla deMaría Luisa Bombal, por ejemplo, las activida-des de la ama de casa –protagonista sin nombre–se reducían a supervisar el trabajo de otros (aquílos peones son siempre masculinos y las laboresde las campesinas no son literaturizadas): vigi-lar, mandar, hacer barrer. Los quehaceres másactivos en los que se involucra la protagonista sonlos de “elegir caballo”, “seguir al capataz en suronda cotidiana”, “recoger setas con la suegra”11.

Me he propuesto intencionalmente no contra-poner los proyectos escriturales de Bombal yBrunet con los criterios polarizadores y exclu-

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10 Gabriela Mistral es quien utilizó el término bastardear parareferirse a lo que ella denominó el “dialectismo desenfrena-do” de Marta Brunet. Ver, “Sobre Marta Brunet”, en Reper-torio Americano, San José de Costa Rica, t. XVII, Nº 6, 1928,p. 89.

11 María Luisa Bombal, La última niebla, Santiago: Nascimento,1962, p. 86. Todas las referencias a la novela, cuya paginaciónse incluye en el texto de este ensayo, provienen de esa edi-ción. La novela apareció por primera vez en Buenos Aires:Editorial Sur, 1935.

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yentes que caracterizaron a gran parte de la críti-ca de la primera mitad del siglo en nuestro país.En otro ensayo he criticado los binarismos gené-rico-sexuales de la crítica, en particular, la supues-ta antítesis entre la escritura “femenina” de Ma-ría Luisa Bombal (“vaporosa”, según un crítico12 )y la llamada “virilidad” del proyecto literario deBrunet13. El imaginario y el quehacer crítico deMaría Luisa Bombal frente a las formas específi-cas de sumisión de las mujeres urbanas de capasmedias y altas es sin duda de gran relevancia yse adelanta con mucho a lo que la sociología fe-minista desarrollará muy posteriormente en nues-tro país. Por otra parte, especial mención mereceel proyecto escritural de Bombal –de gran auda-cia y creatividad verbal– si consideramos que éstese inserta en una época en que las mujeres esca-samente batallaban por crear nuevas formas na-rrativas en América Latina; y las que así lo ha-cían se veían enfrentadas a los estrechos marcosde un establishment uniforme y homogeneizador.Después de todo, si no se ha esperado nunca quelos hombres escriban en forma homóloga (por elcontrario, la originalidad ha caracterizado y hasta

12 Dámaso Alonso, “Aparición de una novelista”, prólogo a Laúltima niebla, segunda edición, Santiago: Nascimento, 1941,p. 31. El crítico agrega allí: “Si la mujer vive para la vida afectivadel alma y el hombre para las creaciones y realizaciones delespíritu, éste es un temperamento íntegramente femenino” (nues-tro énfasis), p. 31.

13 Ver, “Prólogo”, Montaña adentro, Santiago: Editorial Univer-sitaria, 1997.

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definido las expectativas de recepción para unaescritura masculina grandiosa o genial), sólo ladiscriminación de género explicaría que se exi-giera un solo modo (esencialista, por cierto) de es-critura para las mujeres.

A pesar del apoyo que Gabriela Mistral le ha-bía brindado a Marta Brunet desde el comienzo,la autora de Desolación criticó duramente sus[ab]usos dialectales del lenguaje, considerandoque los personajes de Marta Brunet “poseían vi-gor suficiente” como para “bastardéarseles si lesdaba el lenguaje ordinario”. Para Gabriela Mistral,los regionalismos debían entenderse “como fenó-menos colectivos de ternura por el suelo y por lacostumbre, en la arquitectura a veces, hasta el traje”,pero los “detestaba en el lenguaje” (nuestro énfa-sis). Ciertamente, como es evidente en Montañaadentro y “Soledad de la sangre”, textos que reco-gen el amplio espectro recorrido por la obra deMarta Brunet a lo largo de su vida, no era precisa-mente ternura lo que gatillaba en el imaginario denuestra autora la cultura rural chilena de la época,tratárase de hombres o mujeres campesinas, jor-naleros, comerciantes o mujeres de capas medias.

Evidentemente, no debería haber sorprendi-do tanto el uso del idiolecto campesino por partede Marta Brunet; el trabajo estético con los re-gionalismos había sido en cierto modo “canoni-zado” (y en ocasiones, hasta “abusado”, segúnalgunos críticos) por el movimiento criollista, nosólo en Chile, sino en toda América Latina. Pen-semos que el mismo año en que Marta Brunet

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publicaba su primera novela, empezaban a cir-cular Fabla salvaje de César Vallejo, Crepusculariode Pablo Neruda, Ully y otras novelas del sur deMariano Latorre y La Rusia obrera y campesina deLuis Emilio Recabarren.

No obstante, es probable que en el medio li-terario chileno escandalizara que esa “vulgari-zación “lingüística proviniera precisamente de laescritura de una señorita. En una de sus entrevis-tas, la escritora contaba que cuando todavía vi-vía con sus padres había intentado escribir una“novela suave, romántica y rosa”, experimentoque había ido a parar al canasto porque –segúnella– se trataba de “una novela insulsa y ñoña”(Ercilla, 1961).

Así, en el Chile de los años 20, escandalizabaque esta culta joven provinciana, quien comootras muchachas acomodadas de la época habíatenido por gobernanta a una mujer franco-suizay cuyos padres la habían llevado de viaje porFrancia, España, Inglaterra e Italia a muy tem-prana edad, escribiese con tanta rudeza o se in-teresara por “temas crudos”, que evidentementeno constituían el entorno familiar de su clase.

Se esperaba que las mujeres escribieran sobrelo familiar para ellas, y lo familiar se entendía enun estricto y cerrado sentido de casta. En ciertamedida, esta expectativa de familiaridad puedehaber estado a la base de la canonización del gé-nero autobiográfico en las escrituras de mujeres.Es ya un lugar común afirmar que las mujerestienden a lo autobiográfico cuando escriben. Mas,

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me parece pertinente preguntar, ¿en qué medidaesa “tendencia” hacía parte de una expectativacrítico-cultural genéricamente sesgada? ¿No seesperaba que las mujeres escribiesen sobre sí mis-mas? Y si así lo hacían, ¿se trataría de una profe-cía auto-cumplida?

Una vuelta de tuerca nos revelaría que tal vezel desborde del escándalo de gran parte de la es-critura de mujeres yace en que sus textos produ-cen una desfamiliarización en la recepción de loscríticos. Y sabemos, con Freud, que toda desfami-liarización (el umheimlich) constituye la forma pri-vilegiada de un retorno de lo reprimido. En estesentido, el desborde lingüístico, artístico y cultu-ral de la praxis de Marta Brunet era sexo-gené-rico cuanto era social: la narradora de Montañaadentro optaba por bastardear el castellano salién-dose de su casta, apertura hacia lo híbrido y di-verso. En una sociedad rígidamente estamental,su criollismo verbal violentaba un doble tabú declase y de género sexual. Aquí se atentaba contralas “buenas costumbres”, en tanto éstas implica-ban una permanente autocensura: preferencia porlo sublimado, opción por los eufemismos. Por eso,luego de aparecer la primera novela, MartaBrunet recuerda que las “señoras beatas de Chi-llán armaron un lío tremendo” acusándola de “in-moral y de hereje”14.

Si el canon epocal designaba para el verosí-

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14 Marta Brunet, Santiago: Revista Zig-Zag, 1954.

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mil criollista-regionalista, el epíteto de “masculi-no”, asignando en cambio el calificativo de “feme-nino” al imaginario supuestamente cosmopolita(del Surrealismo al Boom), los límites que Brunethabía desbordado eran los de la lógica excluyen-te (“esto versus aquello”) de la crítica. Sus textosno eran ni tajantemente masculinos ni femeninos.Sus estrategias textuales cruzaban hacia otras ori-llas, desvirtuando taxonomías y binarismos ca-nónicos. La “inmoralidad” y la “herejía” de las quese la acusaba se asentaban en los propios gustosliterarios de la escritora, en su opción por estrate-gias escriturales que traspasaban los modos acep-tables de ser, imaginar y escribir como mujer. Sustextos –proteicos y heteróclitos– hacían aflorardesde el interior la diglosia social, moral y sexo-genérica con la cual nuestra sociedad ha tardadodécadas en dialogar: no sólo hablar de esto y aque-llo, sino hacerlo en y con las voces de éstos y aquéllos.

Se afirma frecuentemente que desde las van-guardias en adelante la literatura acusa dos ras-gos significativos para este ensayo: feminizacióny transnacionalización. Si coincidiéramos con esaproposición, la narrativa de la chillaneja MartaBrunet parecería arcaica, provinciana, marcada-mente masculina; más rulfiana que cortazariana;más una literatura del “espacio” que una escri-tura de “lenguaje”, para usar la nomenclatura deCarlos Fuentes15. Es posible que a este hecho –entre

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15 Carlos Fuentes. La nueva novela hispanoamericana, México: Joa-quín Mortiz, 1969.

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otros más directamente ideológicos– le debamosentonces el largo e inmerecido olvido que su obraha tenido en Chile durante décadas.

En textos como Hasta no verte, Jesús Mío de Ele-na Poniatowska, en proyectos poéticos híbridoscomo los de Eugenia Brito, Elvira Hernández,Diego Maquieira o Carmen Berenguer, en nove-las como Por la patria de Diamela Eltit, o en lacrónica urbana de Carlos Monsiváis o PedroLemebel, las viejas antítesis se funden y confun-den, entrecruzan y difuminan. Esquemas de lofemenino y lo masculino aplicados a las prácti-cas de creación verbal y cultural u oposicionescomo aquéllas que se manejaban hasta hace muypoco con respecto a lo regional y lo universal o atextos de “creación” y a textos “miméticos” hanperdido su rigidez. Lo femenino no connota ya–al menos en gran parte de la escritura postvan-guardista– aquella aura sublimada del liberalis-mo decimonónico, tan característica del arielismode Rodó, de la generación argentina de 1837 o dela matriz melodramática en general16. Tengamospresente que tanto el aura sublimada de lo feme-

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16 En la opinión de la crítica, Francine Masiello: ...“en los pri-meros años de la República, las mujeres de la Argentina cum-plieron una función simbólica y cívica en la construcción dela nación, erigiéndose como el testimonio del éxito cosmo-polita y el pensamiento liberal de los dirigentes del país”.Ver Entre civilización y barbarie. Mujeres, nación y cultura Lite-raria en la Argentina moderna, Buenos Aires: Beatriz Viterboeditora, 1997, p. 32.

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nino (en el caso de las “civilizadas”) como la “pér-dida” de esa aura en el caso de las otras (las “bár-baras”) constituyen por lo general proyeccionesmascultistas de lo femenino. La “feminización”del discurso político decimonónico tuvo más bienuna función “pacificadora” y/o civilizadora enlas pugnas contra los despotismos federales y es-tuvo, en cambio, frecuentemente asociada a losdespotismos “ilustrados” y centralizadores. Encontraste con las versiones apolíneas de lo feme-nino, se destacan las imaginerías híbridas expre-sadas por las “bárbaras”, que encarnaban el atra-so –tan próximas a los valores semi-feudales. Así,satanizadas y a menudo dionisíacas resultan lascaracterizaciones de la madre y la nodriza del Pe-riquillo en México, así como las de doña Encar-nación (mujer de Rosas) en la Argentina, DoñaBárbara en Venezuela o La Quintrala en la ver-sión del historiador Vicuña Mackenna en Chile.Estas “viriles” figuras constituyen verdaderos “re-tornos de lo reprimido” –eternos retornos de ladiferencia. Situadas más cerca del cuerpo que dela letra de la Ley, ellas representan una femineidad“contaminada” por una masculinidad acartonaday crasa. Sus figuras dejan en evidencia la lógicaexcluyente y purista que constituye no sólo lasdiferencias sexo-genéricas, sino etno-culturales ysociales; un imaginario en el cual los popularesdesbordes rabelesianos no parecen tener espaciofigurativo ni social.

En contraste, la heteroglosia, el intercultu-ralismo y los cruces disciplinarios se expresan hoy

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por hoy en textos de literatos y literatas, inclusoen la escritura de críticos artísticos y cientistas so-ciales. En este sentido, precisamente la “no uni-formidad” etno-lingüística de los textos de Mar-ta Brunet puede parecer –desde perspectivas crí-ticas híbridas– sorprendentemente “avanzada”,pluralista y porosa a los múltiples idiolectos,modos de imaginar, de ser y de sentir en nues-tras heterogéneas sociedades.

“Escribir o salir”

Como en el género de las “memorias”, los frag-mentos biográficos y autobiográficos de MartaBrunet, diseminados en varios periódicos chile-nos a lo largo de unos cuarenta años, fueron cons-truyendo una identidad pública; paralelos osuplementales a su vida y creación literaria, ellosponen en circulación una serie de instrumentos ytecnologías del yo. Como es de esperar, allí, ellaescribe sobre sí misma como si se tratara de otra;yuxtapone su imagen a las imaginerías colecti-vas, en particular, a las canónicas. Un amplio es-pectro de tipos femeninos se despliega entoncesante el escenario cultural chileno del primer ter-cio del siglo: la joven talentosa (“escribía ‘a es-condidas’” desde los siete años, Ercilla, 1961), larebelde incomprendida (“las niñas de familiasbien, recibieron orden de quitarme el saludo”), lamujer solitaria por opción (la “soltería me salvóde otros bípedos más o menos nefastos”, Ercilla,

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1958), la escritora ambivalente (“la soñadora ló-gica”–se dice en la contraportada de su libro, Raízde sueño), la intelectual controvertida capaz de en-tregar opiniones transparentes sobre la emanci-pación de la mujer o el antifascismo.

Frecuentemente, su franqueza ideológica enlos medios se sumó a la conflictividad que su obraproducía. Recordemos, a modo de ejemplo, susafirmaciones respecto de la Guerra Civil españo-la: “Si la guerra civil logra, de una vez por todas,librar a España de la garra dura y opresora delclericalismo, del fascismo y de la monarquía, susmayores horrores y dolores estarán compensadospor el porvenir que le vale” (Zig-Zag, 1936). Suapoyo al naciente Movimiento de Emancipaciónde la Mujer en Chile, MEMCH fue fervoroso: “[lasmemchistas] anónimamente marchan hacia esaera de prosperidad que anhelan para la Patria yen que ellas serán la parte mejor porque tuvieronla parte peor” (La Hora, 1939). Uno de sus textosposteriores, Humo hacia el Sur (1946), fue censu-rado en España durante la época franquista, he-cho que ella supone relacionado –entre otros– asu trabajo literario con la homosexualidad, temá-tica de escasísimo tratamiento en la escritura desu época, y que volverá a aparecer en su últimanovela, Amasijo (1962).

En ocasiones, su figura pública era co-produ-cida en diálogo con sus entrevistadores; allí, ellarespondía a sus expectativas, confirmaba sus jui-cios y valores, se hacía cómplice de la instalaciónde una cierta identidad como autora. Marta Brunet

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se iba constituyendo a posteriori, como efecto deaura “artística” que los suplementos periodísti-cos seleccionaban, recogían, diseminaban, y, pos-teriormente, irían dejando en el olvido. Recorte-mos. Se dice que cuando alguien le preguntó aqué se hubiera dedicado de haber vivido en laEdad Media, su respuesta fue tajante: “bruja”(Ercilla, 1961). Voluntariosa desde pequeña, a lossiete años ya defraudaba a sus padres escribien-do “teatro para muñecas, gatos y perros, que eran[su] único auditorio”, en vez de dedicarse, comoellos hubieran querido, a aprender a “hacer dul-ce de membrillo y a leer a Fernán Caballero”(Ercilla, 1958). Al parecer, los conflictos familia-res no fueron menores. Se trataba de personas pro-venientes de familias españolas tradicionalistas:la madre, Presentación Cáraves, santanderina yel padre, Ambrosio Brunet, negociante, hijo de uncatalán. Hasta que los padres la descubrieron,durante años la joven Marta escribía “a escondi-das”. Sus proyectos la conflictuaban permanen-temente; no sólo la escritura, sino sus deseos deser médica y posteriormente bailarina escandali-zaban a su familia. Mucho más tarde, ya reconci-liada con ellos, Marta Brunet diría retrospectiva-mente que “se trataba de una familia muy culta,que [le] dio toda clase de libertad cuando [la] juz-gó suficientemente madura para leer” (Zig-Zag,1961). No obstante, se trataba de una libertad“condicional”. Cuando sus padres finalmenteasumieron la potente determinación de la ado-lescente por la escritura, la opción que le dieron

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fue excluyente: “Podrá escribir” –recuerda que ledijeron–, “pero no salir”. Tenía apenas diecinue-ve años y había recién vuelto de Europa. MartaBrunet optó por productivizar esa prohibición.Prefirió no salir y escribir y, con ayuda de su ma-dre, convirtió su propia casa en un Ateneochillanejo –en su opinión– “sumamente local”(Ercilla, 1961).

Una opción por el cuento breve

“como una casa metida adentro de otra casa”.

Marta Brunet

Para 1918, un gran cuentista había sacudidoel género breve con sus Cuentos de la selva, ni ex-clusivamente criollista ni cabalmente fantástico,aunque con trazos de ambos, Horacio Quirogarepresentaría el primer gran jaque a las taxono-mías estrechas de la crítica literaria, echando porel piso las oposiciones maniqueas. Pienso que elquehacer escritural de Marta Brunet se aproximóal del gran cuentista uruguayo en más de un sen-tido: relatos de intensidad y tensionalidad, tragi-cidad, suspenso y sorpresa. Abiertos e inconclusi-vos, son cuentos que contienen un fuerte elementode “knock-out”, como diría Julio Cortázar17: ellos

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17 Julio Cortázar, “Del cuento breve y sus alrededores”, ÚltimoRound, México: Siglo XXI, 1969, pp. 59-81 y del mismo autor,

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condensan aspectos alucinantes que se exorcizanen el territorio indefinible de la escritura, liberan-do “criaturas obsesionantes” y metáforas obsesi-vas. Estos relatos desatan acciones las más de lasveces incomprensibles a niveles macroculturales,pero que, sin embargo, logran estatuir su propiaeconomía valórica deslizándose subrepticia ycomprensiblemente en el devenir narrativo, en elseno de lo familiar y normal. Aquí, la diferenciacon las novelas es evidente en la falta de media-ciones, detalles preparatorios o preámbulos; tam-bién en el rechazo a las teleologías y causalidadespropias de las narrativas que operan en tempolento y por acumulación. Estos textos breves ven-cen a lo novelesco también en sus densidades fi-gurativas, en la economía de sus intrigas, en laproximidad y familiaridad que la función narran-te establece con el mundo. Todo parece haber es-tado dispuesto desde antes, desde otra orilla(aquella propia del territorio de los sueños o delas sigilosas venganzas) para precipitarse a la ac-ción. Son relatos que parten in medias res, en un“momento existencial”, instante en el que los su-puestos y las certidumbres se resquebrajan, se-cuencia hacia la que muchos relatos largos aspi-ran o en la cual culminan. Textos de acción limi-nar, ante todo desestabilizadores.

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“Algunos aspectos del cuento”, Revista Casa de las Américas,Nº 60, La Habana, Casa de las Américas, enero-junio, 1970,pp. 78-186.

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Ya Montaña adentro, la primera novela –deu-dora de ciertos rasgos naturalistas, del grotesco yde la oralitura– signaba ciertos personajes, temá-ticas, figuras, motivos y situaciones recurrentesen la obra posterior de la autora. No obstante, adiferencia del estereotipo que se pueda tener so-bre los textos costumbristas o criollistas (textosde espacio), en los relatos que aquí se incluyencomo en su obra global destacan más bien los per-sonajes y las situaciones (textos de acción), sincaerse en un psicologismo gratuito. Tampoco sepercibe un interés pintoresquista. Los espacios–verdaderos “cuartos en abismo” en los que des-taca la figura del nicho (cuarto, casa, hijuela, lati-fundio)– objetivan situaciones de gran particula-ridad y concreción. Sitios de dominios o marcasterritoriales, se trata de espacios en los que sehallan tatuadas las inestables transacciones conel poder. De ahí, el trabajo textual con los ritualesde violencia inter e intrafamiliar, especialmentea través de las persistentes “golpizas” de madrea hija, de padre a hijos (“Piedra callada”), de mujera hombres (“Soledad de la sangre”). Pero, ade-más, resalta la insistencia de las mujeres en el “de-recho al mando” (“Aguas abajo”) y a ciertas au-tonomías, menores (“Soledad de la sangre”) o ma-yores (“Piedra callada”). Por ello, no sorprendeque las intrigas, vengativas y desafiantes, se or-ganicen en torno a transgresiones motivadas porpersonajes deseantes, involucrando, por lo gene-ral, a mujeres y marginales en relaciones cruza-das por conflictos generacionales y filiales, ma-

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trimoniales, patronales y patriarcales. Los conflic-tos de clase son atravesados por conflictos en elsistema de parentesco, toda vez que este últimoha sido incorporado al sistema del latifundio.Sorprendentemente para la época, los sitios delamo y del esclavo fluyen, se desplazan y trasla-dan de lugar, género o persona, aunque siempredentro del marco inmutable del orden rural esta-blecido –articulación magistral de los términosorden patronal y orden patriarcal en la enunciacióntextual. Los actantes por lo general asumen la so-ledad como efecto de sus actos subversivos: sole-dades estoicas, resentidas, de desagravios íntima-mente reparadores y silenciosas resistencias.

Existen, asimismo, ciertos rasgos comunes ala economía estética de los relatos, la gran mayo-ría de los cuales tienden a desfamiliarizar lo pro-piamente familiar: una niña pequeña (“Solita”),una abuela protectora (“Piedra callada”), una re-signada ama de casa (“Soledad de la sangre”). Porsu parte, desfamiliarizar los espacios de la inti-midad es efecto de las operaciones del deseo, undeseo que es ante todo anti-edípico: traicionar ala madre (“Aguas abajo”), sabotear el negocio delmarido (“Soledad de la sangre”), asesinar al rival(el propio yerno) o burlar al patrón (“Piedra ca-llada”). Muy lejos de la sublimación a la querecurre cierto folletín cuyo destinatario es la mu-jer, el “sentimiento” y el “corazón”, aquí se des-pliega un deseo “obscuro”, “galvanizador”, de“corrientes subterráneas, napas frías y calientes”–despersonalizado, intransable y “contradictorio”

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(“Aguas abajo”). Fervientes y obsesivas son laposesión del nieto, del marido de la madre, deuna vieja vitrola –objetos de pasión filial o de goceestético por los que los personajes se juegan lavida.

En esta economía deseante, los espacios, cru-zados por tensiones intersubjetivas, tienden a sersobrepasados, desbloqueados y erosionados porfuertes líneas de fuga que precipitan a los actantesy sus acciones bien hacia los márgenes, bien hacialos exteriores: aquí se puede estar en lo ajeno encualquier sitio y con los “seres más queridos”. Einversamente, en todo territorio ajeno es posibledescubrir o conquistar un espacio propio, fogón,cobertizo, rincón aledaño. Se narra que Eufrasia,por ejemplo, “se fue con un colchón a cuestas has-ta un extremo del patio”, en donde “organizó unverdadero taller” (“Piedra callada”). Toda “casa”puede contener otra: casitas de pandora. Todo ni-cho parece estar sometido a pulsiones centrífugas:siempre habrá un punto de desbloqueo, un másallá de la culpa y la castración, un momento en elque “se amanece” –si bien resistiendo o desfigu-rando las declinaciones de la moral tradicional(“Aguas abajo”). Entonces, se insiste en figurasasociadas a una salida: escapes, merodeos, “sigilo-sos viajes” (“Piedra callada”), posibles suicidios,desangrar intencionadamente a mitad del campo(“Soledad de la sangre”). Las fugas se conviertenen puntos oscilantes y pendulares. Con frecuen-cia, son desencuentros con una cierta situación demundo, con una situación de cuerpo frente a un

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mundo territorializado de modo tal, que las muje-res parezcan “olvidados objetos inservibles”.Éxodos liberadores son esas soledades, aquí don-de los desencuentros con el mundo se conviertenen encuentros introspectivos con el propio cuer-po. En “Soledad de la sangre” y “Aguas abajo”,las fugas se detienen en el instante en que la vidaapenas se discierne de la muerte. Entonces, las mu-jeres retornan a casa transformadas, optando porla vida, asumiendo la soledad con sus carencias,“espantos”, “angustias” y “vacíos”: “Pero se alzó[...] lentamente, echó a andar camino de la casa,con el espanto de ir por las cornisas de un mal sue-ño” –se dice de la madre desplazada por la hijaque es ahora la nueva amante del padrastro(“Aguas abajo”). Este tozudo retorno a la vida sereitera en “Soledad de la sangre”, en donde lamujer “se puso de pie [...] se obligó a erguirse. Yfuertemente también apretó el delantal a la cara,que no quería que la sangre corriera por la herida,que no quería que la sangre se le fuera, que lamuerte la dejara como un tendido harapo en me-dio del campo [...] quería la vida, quería su sangre, laramazón de su sangre cargada de recuerdos” (nuestroénfasis).

No hay injusticia que no se trabaje escritural-mente en la dislocación de los signos, en el senode la productividad textual: toda humillación, todaimpotencia roe “físicamente” a los personajes(“Aguas abajo” y “Soledad de la sangre), contraela acción, tensa el parco lenguaje, es poéticamenteajusticiable. Los rencores (“salirse con la mía”, “aver quién ganaba ahora”) parecen estar socavan-

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do la estabilidad de todo lazo, incluido en particu-lar los vínculos maternos, ejes del supuestoesencialismo marianista chileno: desobedecer,“realizar su voluntad, haciendo caso omiso de lamadre”–dice la adolescente de “Piedra callada”.Así, estos cuentos parecen girar en torno al nudodesorbitado de un acontecer que violenta física,epistémica y axiológicamente todo horizonte denormalidad y familiaridad desde dentro de loscuerpos y territorios, en las trastierras de nuestrascapitales, desde el interior de una escritura apa-rentemente apacible, catalogable y cooptable. Sinembargo, algo siniestro se gesta en los fogones, algoque la enunciación soporta, suspende, oculta ydevela al mismo tiempo: textualidad de pandora.

¿Qué más familiar que el dominio hogareño?¿Qué más conocido que el territorio local, trastierrade los grandes centros urbanos? ¿Qué más coti-diano que una hijuela de Chillán? ¿Qué puedeparecer menos problemático que una imaginaciónde mujer campesina de comienzos de siglo? ¿Quié-nes menos perturbadoras que una abuela campe-sina o una ama de casa educada en una “profesio-nal”? Supuestos como los que subyacen a esasinterrogantes son, en más de un sentido, sacudi-dos por el oficio intransigente de estos tres relatosque Editorial Cuarto Propio nos hace nuevamentepresentes: breves pero intensos asaltos verbales aun imaginario nacional cada vez más desmemo-riado.

Kemy OyarzúnOctubre de 1997

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Piedra callada

Cuando Esperanza dijo que quería casarse conBernabé, la madre, en respuesta, le dio una pali-za, manera bastante simple, pero que ella estima-ba infalible, para quitarle la idea de la cabeza. Lamuchacha no dio un grito y en cuanto pudo esca-pó a contarle a la patrona sus cuitas.

–¡Hasta cuándo no me va’ejar casarme! Cadavez que tengo un pretendiente me lo espanta. Almocetón de los Machuca lo corretió a lo qu’es pie-dra de honda. Y sin contar con las apaliadurasque me da. Hable su mercé con ella y llámela arazón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quereejar pa’ vestir santos?

La patrona la miraba, vagamente reflexiva. Noera extraño que tuviera pretendientes, linda, bienenseñada, casi como una sirvientita pueblerina,que siempre había vivido allegada a las casas, bajosu protección.

–Pero ¿qué te dice ella?–Agora no me ijo na’. Me apalió no más. Pero

otras veces ice qu’ella no mi’ha criado como unaflor pa’ que me coma el más burro. Cosas de ve-terana… Porque, al fin y al cabo, pue, patrona,yo no soy más que una huasita pa’ casarme conuno d’estos laos.

–¿Y quién te pretende ahora?Esperanza vaciló un segundo antes de res-

ponder:

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–Bernabé, el de los Villares, el más guaina, elque trabaja en el palo parao, en los cercos.

–Pero si es una bestia… –exclamó la patronadespués de una pausa para recordar al mozo.

–Yo lo quero harto… Claro qu’es así, mediolerdo, pero güeno y trabajaor como ni’uno. D’estopuee dar fe cualesquiera en el fundo. Y sin vicios.Arreglao pa’ toas sus cosas. Es lerdo no más. Esoes too.

La patrona la miraba en suspenso, sin saberqué resolución tomar, porque no era la primeravez que se le presentaba el caso, que la mucha-cha venía a pedir auxilio para defenderse de lamadre, que no admitía más voluntad que la suya.Y no era posible que sistemáticamente se opusie-ra a que Esperanza se casara. Celos de madre queno tenía sino esa hija, viuda y bregando como unadesesperada para criarla, ayudante del molineroal morir el marido, que por años sirvió este pues-to, y desempeñándose ella con tal pericia que enverdad era quien dirigía los trabajos.

Ambición de madre que tal vez quería unhombre con mayores posibilidades para maridode la muchacha y no aquellos cachazudos peo-nes que nunca serían otra cosa. Pero ¿dónde ha-llar ese marido? Su mundo, lógicamente, teníaque ser aquel de campo entre montañas. Su des-tino, casarse con un mocetón allí nacido. Tenerun rancho propio. ¿Qué más? Sí, porque más queeso, que los mocetones hijos de los inquilinos, nohabía en el fundo hombre alguno soltero. ¿Dón-de, entonces, encontrar un marido para Esperan-

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za, que en verdad era superior inmensamente asu medio?

Y cansada de haber cavilado tanto sobre unasunto que le importaba un poco, no mucho, noestaba segura si mucho o poco, la patrona hizouna pregunta que creyó definitiva:

–¿Pero tú estás segura de querer a ese Bernabé?Esperanza hizo el gesto clásico de arrollar y

desarrollar la punta del delantal y contestó sinambages:

–Patrona, de toos es el que más hei querío. Alos otros los hei querío así no más. A éste lo queroharto. Es güeno y me quere harto tamién. Claroqu’es lerdo… –concluyó con apuro, porque lapatrona la miraba sostenidamente, como si qui-siera verle el fondo del alma. Y en realidad no lamiraba, entregada, como siempre, a sus propiosvagos pensamientos.

–Bueno, bueno. Hablaré con tu madre.–Claro que su mercé –y se puso muy zalame-

ra y era así un encanto, con los ojitos pequeños ymuy rebrillosos, y con dos hoyuelos que se lemarcaban en las mejillas tan de melocotónpelusiento, y tan arremangada la nariz, y por bocaun mohín de niña que se sabe linda y especulacon su lindeza– podía irle iciendo al patrón quenos diera rancho, porque así mi mamita no halla-ría tanto que icir y ya teniendo rancho seguro, aBernabé no lo miraría en menos naiden y es claroque too andaría al tiro mejor… Su mercé se lo iceal patrón, ¿no?

–Sí, sí… Ya te conozco… Con lo buena que eres

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para los arrumacos… Ándate tranquila…Se quedó pensando, así, yendo de una a otra

nebulosa de ideas, que era su manera de pensar,que tal vez podía llevarse a Esperanza a la ciudadcomo sirvienta, o mandarla a la escuela, o queayudara a la enfermera que cuidaba a su madre.Hizo un gesto con la mano, como si borrara algofrente a los ojos. No, resultaba aquello mucharesponsabilidad. Con lo linda que era lamuchacha… A lo mejor, en vez de casarla… –yde repente pensó en el chofer, tan excelentehombre, que tenía su hermana, soltero, que podíaenamorarse de Esperanza y casarse con ella–; si,en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosasfeas, que se cree que sólo existen en las novelas oen los films y que de repente se hallan tambiénen la vida… Y la madre, la vieja Eufrasia, no ibanunca a dejarla irse, así fuera con ella. Y es claroque con la vieja Eufrasia y con Esperanza no ibaa cargar. Aunque a lo mejor la vieja servía paralavandera o para hacer dulces o para abrir la verjacuando llegaban los coches. Volvió a hacer el gestode borrar algo ante los ojos, algo que estaba allísin forma. Y terminó por irse muy de prisa a suhabitación, que de pronto recordó que era la horadel episodio radial tan lleno de inesperadosacontecimientos.

Por cierto que olvidó hablar con Eufrasia. PeroEsperanza vino a la tarde siguiente y no cejó has-ta conseguir que llamara a la madre y tuviera conella una explicación. De la cual no se sacó nada,porque ese día la patrona estaba más en las nu-

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bes que de costumbre, perdida en su limbo, y lavieja quedó triunfante con sus respuestas y susargumentos.

Era una vieja alta, huesuda, con el perfil cor-vino y una boca fina, apretados los labios y el in-ferior sellando una voluntad que sabía su meta,pero que sabía también llegar a ella por atajos,gateando, entre largas esperas, si el camino dere-cho se ponía dificultoso de obstáculos.

De regreso al molino, sin mayores explicacio-nes, le dio una paliza a Esperanza. Con lo queésta entendió que tenía que buscar otro apoyo siquería casarse con Bernabé.

Fue entonces a verse con el patrón, estampade viejo cuño, señor que parecía la réplica delabuelo que guerreara en la Independencia. Le dijoEsperanza lo mismo que ya le había dicho a lapatrona. E inmediatamente el patrón hizo venira Eufrasia. Diez minutos después salía del escri-torio una vieja asequible que se cruzaba conBernabé –también mandado a llamar por el pa-trón–, al que saludaba con frío comedimiento:

–Güenas tardes.A lo que el hombre sólo atinó a contestar con

un gruñido ininteligible.Adentro el patrón le dijo:–Bien. La Eufrasia está conforme con que te

cases con la Esperanza. Eres serio y trabajador.Como el casado casa quiere, te voy a dar el ran-cho de don Valladares en la laguna. Valladaresquiere venirse para acá, para estar cerca de la es-cuela y educar a su parvada de chiquillos, deseo

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que me parece muy sensato. Te casas y te vas paraarriba. El rancho es nuevo. Y allá tienes trabajopara años, que todavía queda por cercar todo eselado que linda con las termas. Ya hablaré con eladministrador sobre las condiciones en que te irás.Y ahora a ser un hombre cabal y a portarse muybien con la Esperanza.

Contestó Bernabé con otro gruñido ininteligi-ble, dio dos o tres vueltas a la chupalla entre susmanazas, agachó la cabeza y como embistiendose dirigió a la puerta. Parecía casi rectangular, conlos hombros horizontales y unos enormes piescuyas puntas se volteaban hacia afuera, colgan-tes los brazos y todo él anudado de fuertes mús-culos. Sobre ese cuerpo de gigante, la cabeza pe-queña, redonda, se alzaba sobre el cuello despro-porcionadamente delgado, con la nuez enorme ytemblona. Una frente estrecha, el pelo duro deescobillón, unos ojillos sesgados y apenas lucien-tes bajo los pesados párpados cautelosos, unaboca de labios gruesos, un cutis lampiño y entretodo ese conjunto negativo en que el espíritu pa-recía no hallar albergue, la inusitada belleza deunos albos dientes brillosos.

Al llegar al molino, Eufrasia dijo fría y firme ala hija, que la esperaba recelosa y ansiosa:

–El patrón quere que te casís con Bernabé. Tepodís casar cuando se te antoje. Pero desde esedía no tenís más madre.

Fue un corto noviazgo entre los hoscos silen-cios de Eufrasia, la cháchara de pájaro enloqueci-do de sol de la hija y el otro silencio del hombre,

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presencia que enardecía en ira a aquélla y quepara Esperanza significaba dos oídos atentos asus palabras, la aceptación de todos sus propósi-tos, una defensa latente para –¡al fin!– realizar suvoluntad, haciendo caso omiso de la madre.

Bernabé fue al rancho, ya desalojado por donValladares. Volvió diciendo, con sus pocas pala-bras tartajosas, que estaba muy bien, que no ne-cesitaba arreglo alguno, que el menaje que lleva-ra a lomo de mula había llegado “sanito”.

Se casaron en el pequeño pueblo cercano, yahí mismo –tan sólo los habían acompañado lostestigos y padrinos, que Eufrasia fue terminantepara decir que no quería festejos– enrumbaronlos recién casados para el rancho, junto a la órbi-ta azul de la laguna, entre las estribaciones de lacordillera.

Eufrasia se hizo más dura, más recóndita, másahincada en su trabajo. Nada se sabía de la nue-va pareja. La laguna quedaba en un extremo delfundo. El camino era tan sólo transitable hastacierta altura por vehículos, y desde ese punto enque se entraba de lleno por desfiladeros entremontañas vírgenes, había una huella para caba-llares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo deuno a otro lado del río que lentamente cobrabacaudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatrode picachos, arremansándose para formar la ter-sa extensión de la laguna. De un lado la bordea-ba la montaña, espesa, caída hasta dentro del

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agua; del otro se abría un angosto valle, y allí, enun altozano, estaba asentado el rancho, edificiode madera, chato, rodeado de cobertizos y casi-llas. La laguna parecía ciega. Pero en un extremolas montañas curvaban un recodo, se abrían es-trechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente,entre líquenes y enredaderas, en un ambiente deverde humedad, el agua se arrojaba precipicioabajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce,seguir su tumultuosa búsqueda del mar.

Del lejano rancho no podía nadie traer noti-cias. Eufrasia parecía no aguardarlas. Nunca men-taba a la hija. Con un sordo rencor hacia ella. Conun sordo resentimiento hacia los patrones, que leimpusieran ese matrimonio. Que fuera feliz o des-graciada le era igual. Se abroquelaba en esa indi-ferencia.

–No me importa… No me importa na’… Quesufra si es que tiene que sufrir… ¿Pa’ qué se casó?Ella bien sabía lo que hacía…

Pero el “Que sufra…” era la repetida cantine-la de su corazón, ritmo de su sangre, rueda comola del molino, jamás detenida y siempre molien-do renovado grano.

Ni siquiera tenía Bernabé necesidad de venira las casas para proveerse, porque en aquel fun-do enorme, encomienda que fuera en tiempos co-loniales, había cinco mayordomías bajo el man-dato de una administración general y el hombreestaba ahora a las órdenes del mayordomo de lahijuela Primera y allí debía llegarse para su abas-tecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía

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un viaje cada tantos meses. Y una vez al año elmayordomo iba hasta la laguna para echar unamirada a los cercos. De las venidas de Bernabé ala hijuela Primera poco se sacaba, que el hombreseguía siendo callado y a las preguntas contesta-ba con atropelladas palabras y no muchas. Era elmayordomo el que traía noticias:

–¡Tá de canija la Esperanza! ¡Parece palo di’ajo!Con tanto chiquillo, también, no es pa’ menos. Ysin salir nunca del rancho. Trabajaora, eso sí, lomesmo qu’él. ¡Bestia igual no si’ha visto! Viera,vieja, el muelle que si’ha hecho en la laguna y unbote de lo más encachado, y como hay tanta pes-ca, se las arregla lo más bien pa’ tener toos losdías su caldillo de trucha o de salmón. ¡Viera! Yel rancho lo más acomodao. Porqu’ella es tan se-ñorita, la Esperanza, da gusto. Si no estuviera tanflaca. La mocosa mayor es igualita a ella, a la Es-peranza: los mesmos ojos y lo mesmito edonosa…

La mujer del mayordomo, doña Cantalicia, in-ventaba viaje a las casas, especialmente para con-tarle estas novedades a Eufrasia. Que apretabalos labios, remarcando ese gesto que la semejabaa una máscara voluntariosa; que endurecía el filode la mandíbula, cerrando con el labio inferior elotro desaparecido bajo su presión. Pero no hacíacomentario alguno, para grande enojo de doñaCantalicia.

“Porque hasta a las bestias les debe gustar sa-ber de sus crías…”, se decía muy alborotada pordentro. Y se desquitaba en interminables

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chácharas con el otro mujerío de las casas.Eufrasia cumplió treinta años en el molino.

¡Treinta años! Una vida. El patrón la llamó y consu manera recta y sin discusión, le dijo que se lajubilaba con sueldo íntegro y que podía elegirentre seguir en el molino, en el departamento quehabía ocupado siempre, pero sin intervención al-guna en el trabajo, o vivir en las propias casas delos patrones, en algunas piezas que le destinaríany haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado te-nía el derecho al descanso!

–No estoy cansá. No preciso descanso –pro-testó, agregando en seguida, rápidamente–: Perosi su mercé ha dispuesto ya lo que querequi’haga…, no hay más que agachar la cabeza ydecir amén…

–¿Quiere quedarse en el molino?–Pa’ mí el molino es el trabajo. No tengo pa’

qué quearme allá si voy’estarme mano sobremano.

–Hable entonces con mi mujer y arreglen eltraslado. Hay dos piezas en el último patio, quele serán cómodas.

–Gracias –dijo la vieja secamente, y obligán-dose a una mayor amabilidad, añadió–. Muchasgracias por too.

Se instaló en esas dos piezas que le asignaban.Pasó días de días hoscamente encerrada en ellasy en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonarsu rincón y a tomar parte en las actividades de laenorme casa. Un día, sin que nadie se lo pidiera,limpió, sin ayuda alguna y en la forma más proli-

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ja, todos los vidrios de la galería. Otro se fue conun colchón a cuestas hasta un extremo del patioy allí organizó un verdadero taller, escarmenandolana, lavando telas, rellenando, cosiendo. Apenasdaba término a una de estas labores, oteaba porla casa y sus dependencias hasta dar con otra.

Los años no le desgastaban la energía. Esosmismos años que en los demás habían ido acen-tuando características, y así la patrona, dulce ydistraída, exclamaba al verla trajinando, con unacento cantante como ritornelo:

–¡Qué perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es estaEufrasia!

De regreso de sus paseos a caballo, al caer latarde, el patrón solía encontrarla ayudando a ro-dear los chanchos o los terneros, manejando lahonda para avivar a los rezagados:

–¡A ése, Eufrasia! ¡Buen tiro! –y con una desus súbitas sonrisas agregaba con la voz autori-taria que no resquebrajaba el tiempo–: Pero noponga piedras grandes, que de repente va a dejarrengo a un animal…

Un día llegó doña Cantalicia. Como siempre,con su alforja de novedades.

–La Esperanza tá harto enferma. Tanto chiqui-llo y tanto aborto, no es pa’ menos, así ice mi vie-jo. Y Bernabé no quere saber na’ de llevarla pa’lpueblo pa’ que la vea el doutor. ¡Tan bestia el po-bre! Con razón usté no fue gustaora d’este matri-monio. Pero el caso es que la Esperanza tá en lospuros güesos; a veces pasa días sin poder levan-tarse, y cuando se levanta, anda a la pura rastra

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no más. Yo sé que a usted no le gusta na’ queli’hablen d’estas cosas, pero a mí se me le hacepecao no venir a icírselas.

–Gracias por lo comedía –contestó Eufrasia, yse volvió de perfil, dando por terminada la con-versación.

Aquello le hurgaba adentro como un comini-llo: “Enferma… En cama… A la rastra…” Pero sevolvía furiosa consigo misma y se imponía la viejafrase rencorosa: “¡Que sufra! ¡Que sepa lo qu’esgüeno!… ¡Que se friegue…” Pero la frase no po-día tomar su antiguo ritmo de estribillo, ahogadapor las olas de inquietud, cada vez más fuerte-mente repercutiendo en su interior, acantilado entormenta.

Poco tiempo después la llamó el patrón.–Mire, Eufrasia, me avisa el mayordomo de la

hijuela Primera que Bernabé pasó para el pueblocon la Esperanza enferma. Está en el hospital. Loschiquillos quedaron solos en el rancho. Creo con-veniente que se vaya a cuidarlos.

–Yo no voy onde naiden me llama…–Pero va donde la manda su patrón. –Se ha-

llaron sus ojos y la vieja al fin desvió los suyos,como siempre, ante esa voluntad de hombre y deseñor.

–Tá bien, patrón.–Arregle sus cosas. Ya di orden para que ma-

ñana al alba vaya un mozo a dejarla. Se van encabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí siguen acaballo y llevan su equipaje en una mula. Vea allácómo están las cosas, quédese el tiempo que esti-

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me conveniente. Ya hablé por teléfono con elmayordomo para decirle que advierta a Bernabéque usted estará cuidando a los niños por ordenmía.

–Gracias –pareció aliviada, como si las olas quecontinuaban pegándole en el pecho se hubierande pronto vuelto mansas. No habló una palabramás.

El mozo que hizo con ella el camino la mirabade soslayo, un poco incómodo con esa compañíasilenciosa, admirado al propio tiempo por la en-tereza de Eufrasia, que aguantaba barquinazos,polvo y viento, calor, sed y fatiga, sin una protes-ta.

Doña Cantalicia tenía noticias nuevas.–Mi viejo telefoneó pa’l hospital, por orden del

patrón, no se le imagine que por novedosear no-sotros. Habló con la Madre Superiora, que le’ijo,después de muchas demoras pa’ consultar al dou-tor, que a la Esperanza tenían que operarla delinterior, usté sabe, y que icía el doutor que unavez que la operaran tenía por lo menos pa’ unmes de cama y que después d’ese mes él vería sila ejaba o no irse pa’l rancho. Que no es bien gra-ve lo que tiene, pero qu’es grave.

La vieja apretó los labios, presentó el perfil porsobre el cual sintió que pasaba un hálito de pozo,y no dijo nada.

No parecía haberle hecho mella el cansancioal llegar a la laguna. Inmediatamente ordenó elrevoltijo que era todo, sucio y despatarrado. Em-pezando por Venancia y los cinco hermanitos.

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Que, llenos de azoro, no sabían qué actitud to-mar ante esa abuela que aparecía sin anuncio pre-vio y de cuya existencia tenían tan vagas noti-cias. Una abuela que los miraba sostenidamente,que sobre la cabeza de cada cual fue poniendo,una mano con gesto que no alcanzaba a ser unacaricia, sino una especie de toma de posesión, ala par que le preguntaba el nombre. En seguidaexaminó rancho y dependencias y empezó a darórdenes, a trabajar ella misma, con ese métodoque obraba el milagro de la rapidez.

Antes de irse, al amanecer del otro día, el mozovio un rancho en perfecto aseo y unos chiquilloslimpios y sumisos al mandar de la abuela. Y lle-vaba una lista de cosas absolutamente necesarias,lista que Eufrasia enviaba al patrón con una car-ta, pidiendo que se las comprara a su propia cuen-ta y que por favor se las hiciera llegar en seguida.A más de otras cosas de su propio menaje. Y elpatrón entendió aquello e hizo que el mozo vol-viera con una recua cargada. Así fue cómo losniños por primera vez vieron una máquina decoser y cada cual durmió en su cama y tuvieronropa a la que se pudiera llamar tal y no andrajos.

Una semana después llegó Bernabé. Ya habíadigerido, pero malamente, la noticia que le die-ran en la hijuela Primera. Saludó con un gruñidoa la vieja. Que le contestó con otro similar. Y sequedaron mudos, pensando el hombre que no lehablaría de la Esperanza si ella no le preguntaba,empecinada la vieja en no preguntar nada si élno daba espontáneamente noticias.

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Fue Venancia la que intervino.–¿Tá mejor la mamita?–Tá mejor, más aliviá –y no agregó otro detalle.–¿Se levanta ya?–No…, y no más preduntas. Cébame un

mate…El hombre paseaba por el rancho una lenta

mirada de soslayo. Parecía aquello como cuandola Esperanza estaba sana, en un tiempo tan leja-no que no alcanzaba a precisarlo. Cuando reciénse casaron. Por ahí… Y no había tanto chiquillo.La verdad era que los chiquillos lo habían arrui-nado todo. Porque la culpa de la enfermedad dela Esperanza la tenían los chiquillos, tantos chi-quillos. Parir y parir. ¡Pobrecita!… Y le temble-queó la nuez en una súbita emoción. Lo que fal-taba era que fuera a morirse no más. Estaba tanflaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se des-pidió de ella. El doctor le había dicho que volvie-ra a verla pasado un mes. Bueno… Así era lavida… Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué elpatrón se metía en cosas que no le importaban?¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Surancho era suyo. Faltaba más… Echó otra mira-da en contorno, sostenida, deteniéndose en cadacosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijodespaciosa y trabajosamente:

–Parece que se trajo toas sus pilchas. ¿Qué se leimagina que va a vivir pa’ siempre en el rancho?

–Mientras el patrón no mande otra cosa…El hombre masculló algo y siguió mirando.También era cierto que él, solo con la chiqui-

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llería y con aquella Venancia que no sabía hacernada, tan quedada para todo, tan sin asunto…Miraba ahora, ceñudo, el candil que la vieja en-cendía.

–No soy gustoso d’esos lujos –dijo atascadocon las palabras más que nunca, porque estabafurioso.

–Los pago yo –contestó la vieja firmemente.Una semana después vino un recadero de la

hijuela Primera. Habían avisado del hospital queEsperanza estaba gravísima. Partieron ambos, elrecadero y Bernabé y días después regresaba elhombre, como si de golpe la cabeza se le hubieraenterrado entre los hombros y los brazos colgan-tes. Esperanza había muerto.

La vida giró por un tiempo en torno a la au-sente. Se hablaba de la “difunta”, los niños teníanlargas confidencias con la abuela y hasta el hom-bre, alguna vez en que el recuerdo lo ahogaba,decía algunas palabras en que volcaba su triste-za.

Pero en la abuela el reconstruir lo que habíasido la existencia de Esperanza en esos años, he-cho a través de las historias interminables de losniños, se convirtió en palos, virutas, estopas, mon-tón al cual ella sentía, con una especie de fríomiedo, que en cualquier momento iba a prenderel fuego de su viejo rencor, que era ahora odiopor el hombre.

Decía un niño:–Allí, en la montaña, ebajo del roble con

copigües, enterraba el taita a las guagüitas.

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O decía Venancia:–Si se lo pasaba encima d’ella y despué era el

lamientarse porque s’embarazaba.Y otro de los niños añadía:–A veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?–Y la vez que la Venancia jue y le gritó: “Ejela,

éjela, no ve que s’está muriendo”.–Y la tunda qu’él le dio.–¿A quién? –preguntó la abuela.–A la Venancia, pus, por intrusa.Eufrasia no hablaba de irse. Bernabé no decía

que se fuera. De las casas no había noticia algu-na.

Empezó el invierno. Viento que bajaba de lacordillera, afilado y silbante, cortando las hojas yburlándose de las desnudas ramas de los árbo-les. No se oía el insistente barullo de las cachañasy tan sólo algún lento pájaro de presa rayaba elcielo con la rúbrica amenazante de su vuelo. Pá-jaros que no contaban con Eufrasia, su honda ysu prodigiosa puntería que los alcanzaba, y eraentonces la algarada de los niños buscando el avemuerta por valle y montaña.

Las nubes llegaban del norte, negras, grises,blancas; se confundían, hacían y deshacían arqui-tecturas monstruosas, se iban. Pero a veces seamalgamaban hasta formar una sola nube gris ybaja, y entonces la lluvia caía, persistente, inter-minable, desesperante. Aclaraba; apenas si habíaun día, dos, tres a lo sumo, de bonanza, y de nue-vo empezaba el juego del viento y de las nubes,hasta que otra tormenta hacía desaparecer en los

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hilos de lluvia la montaña y la laguna, aislando ala familia en el encierro del rancho, en lentas, in-terminables horas, días, semanas, indistintos,abrumadores hasta la atonía.

Para la abuela siempre había actividad. Que-haceres domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar alos niños. El hombre se iba a uno de los coberti-zos y con el hacha en un constante revoleo brillo-so, picaba leña para el hogar, que debía mante-nerse siempre encendido, evitando que el frío semetiera en los huesos hasta entumecer. Pero todotrabajo cobraba mecanismo. Se hacía sin gusto,sin disgusto también. Se hacía. Lo demás era eltozudo caer de la lluvia, el grito del viento, elretumbo de un árbol derribado en la montaña. Yesperar que la lluvia se hiciera menos agresiva,que la rastra del viento sur se llevara los nuba-rrones.

La peor tempestad empezó dentro del ranchouna tarde en que la abuela dijo:

–Cuando usté se güelva’casar… –mirando alhombre bien de frente.

Bernabé removió la cabeza, tortuosamente enlos movimientos y en las ideas.

–¿Golverme a casar?–Sí, es claro. Un viudo no sirve pa’ na’. Usté

es joven entuavía. Un hombre con rancho tieneque tener mujer propia.

–¡Je! –gruñó, quedándose perplejo.–Ya le tendrá echao el ojo’alguna –continuó la

abuela, liando un cigarrillo.–Las cosas…

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Pero Eufrasia cometió la imprudencia de mos-trar sus cartas.

–Por los chiquillos no s’aflija. Yo me los llevopa’ las casas a toos, a la Venancia tamién, y ustéquea librecito, mesmamente que si juera soltero.

El hombre terminó despaciosamente de sor-ber el mate y se lo entregó a Venancia, que, depie, aguardaba inmóvil.

–Los chiquillos son míos y del rancho no selos lleva naiden. ¡Faltaba más!…

–Pa’ usté sería una ventaja…–Ya le ije que los chiquillos no salen del ran-

cho. ¿Entiende?Eufrasia terminó despaciosamente de liar el

cigarrillo, agarró las tenazas y sacó un tizón delhogar, haciendo nacer una súbita pirotecnia queiluminó sus facciones de tierra dura y resquebra-jada, como de secano.

–¿Y usté se le imagina que va’hallar mujer quequera enterrarse en estos andurriales, pa’ hacer-se cargo, más encima, de seis chiquillos? Las co-sas…

Por el pecho del hombre empezó a crecer laviolencia, como algo vivo que le anduviera en lasangre, que temblara en sus músculos, que reful-giera en la mirada torva fija en el fuego.

–Y usté no es hombre pa’ pasarse sin mujer.Lo que me parece raro es qu’entuavía no hayasalío a buscar alguna. Claro que otra como la Es-peranza no va’hallar…

La oía sin entender el sentido exacto de todaslas palabras, ensordecido por la violencia que aho-

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ra le golpeaba en el cerebro. De repente sintió, sí,la necesidad de hacer algo: remecer el ranchohasta destruirlo, agarrar a la vieja y echarla decabeza a la laguna…

Bruscamente una de sus manos se extendióhaciendo saltar el mate que Venancia le ofrecía.

–¿Quere callarse? ¿Quere callarse su boca?¿Quere no meterse en lo que no l’importa?

Eufrasia se volvió de perfil, apoyó los codossobre las rodillas, juntó las manos dejándolas caercasi hasta tocar el suelo y se quedó muda einmovilizada, con el cigarrillo colgando en un án-gulo de la boca, adherido allí, y de pronto mar-cando la punta roja de su fuego.

El hombre movía la cabeza de uno a otro lado,mascullando palabrotas, echando aviesas mira-das de furor en contorno. Venancia recogió elmate, rodado en un rincón, la bombilla en otrositio. Pero ¿cómo recoger la yerba desparrama-da? Se volvió a la abuela, que no le dio los ojos,aunque bien sabía que la estaba mirando y que,desesperadamente, la consultaba: en una manoel mate, en la otra la bombilla. Se volvió tímida-mente al padre y al fin preguntó:

–¿Le cebo otro mate?–No. Y naiden más toma mate esta noche. A

la cama toos…Los cinco chiquillos que pelaban papas en el

corredor, un instante levantaron la cabeza y porla puerta atisbaron dentro, donde ya la noche al-quitranaba el cuarto y el fuego ponía la manchade sus largas lenguas humosas.

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Uno le dio con el codo a otro y murmuró:–¡Tá p’apaliarlo!–Cállate.–Menos mal que l’agüela…–Cállate…El hombre gritó, como si la violencia lo ane-

gara de nuevo con su corrosivo veneno:–A la cama hei dicho… ¿Que no entienden?Los chiquillos entraron la batea con las papas

peladas, el balde con las papas sin pelar; amon-tonaron las cáscaras, guardaron los cuchillos.

La abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:–Ya saben qui’hay que lavar los cuchillos. Con-

denaos porfiaos…Los cinco pares de ojos, azorados y tiernos, se

volvieron a mirarla. Sonrieron, sacaron los cuchi-llos, los lavaron y los guardaron de nuevo.

–¡A la cama! –insistió el hombre, obsesionadocon su idea–. ¡Qué más se demoran!

Entraron de soslayo, atropellándose, y desapa-recieron por la puerta que daba a la habitaciónen que estaban los pequeños catres de campañay en un rincón el otro más ancho en que dormíala abuela con Venancia.

El hombre se puso de pie y se llegó a la puertade entrada, cerrándola de un golpe que retemblóen el rancho entero. Se volvió, miró a la vieja,siempre inmóvil, y dijo, a empellones con las pa-labras:

–Ya una vez me salí con la mía. Y me casé conla Esperanza… No se le imagine que agora se vaa salir con la suya y se va a llevar los chiquillos.

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Los chiquillos se quean en el rancho. La que so-bra en el rancho sos vos… Ya lo sabís… –y se vol-vió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio,donde, pomposamente, campeaba la marquesa,regalo de casamiento de la patrona y orgullo delmenaje.

La vieja no contestó ni hizo un movimiento.Roía su rencor. ¡Se la había ganado una vez! Bue-no: a ver quién ganaba ahora… Pero a la par quetragaba esas migajas acres, estaba atenta a los rui-dos que venían del dormitorio. Cuando se hizoel silencio que justificaba tan sólo el crepitar de laleña dentro del rancho y el insistente silbido delviento en el exterior, Eufrasia se levantó pasito,cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venircomo alimaña nocturna con elástica precisión, sir-viendo a los niños, silenciosos y encantados conla aventura.

La violencia ya no salió del pecho del hom-bre. Estaba siempre allí, persistente. A veces, enmedio de un trabajo, en ese revoleo del hachasobre su cabeza, la sentía tan viva que, descon-certado, con esa tarda comprensión que era lasuya, dejaba de lado la herramienta y se quedabamirándose las manos, porque allí, como en el pe-cho, sentía efectivamente que le andaba algo, unhormigueo que lo impulsaba a empuñarlas y apegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno queotro gruñido para dar una contestación. Una odos palabras para impartir una orden. Vivía re-concentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hi-

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jos. Odiaba al patrón. Odiaba a la Esperanza, tanendeble, tan poco hembra, incapaz de resistir unembarazo, incapaz de parir… Y que había muer-to dejándolo solo, con la chiquillería y con la vie-ja… Dejándolo solo, sin mujer, que era lo princi-pal, porque él necesitaba mujer, para eso era hom-bre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir laEsperanza… Y aquella vieja que le quería quitarlos chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos? Intrusa…Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera conellos lo que le diera la gana. Todos. Los chiquillosy la Venancia. Para apalearlos si se le antojaba.Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la conde-nada vieja aquella…

Se le hizo costumbre pegar a los niños. Porcualquier cosa. Por nada. Tremendas palizas consus manazas como martillos. La vieja al princi-pio no quiso intervenir. Cuando lo hizo, el hom-bre la miró enfurecido y le gritó:

–Acuérdese cuando le pegaba a la Esperanza…–Ojalá que la hubiera matao entonces. No hu-

biera vivío la vía e perros que vos le diste,bandío…

El hombre avanzó hacia ella amenazante. Perola vieja se irguió con los ojos tan llenos de llamasde odio, tan dura la boca, tan tremendamente ira-cunda, que el hombre dejó a medio hacer el gesto.

–Anímate a tocarme y verís lo que te pasa…No sabía qué podía pasarle al hombre, capaz

de aniquilarla sin otra ayuda que sus poderosasmanos. No sabía el hombre qué podía hacerle dedañino la vieja. Pero el caso es que repentinamen-

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te agachó la cabeza, se volvió con los brazos col-gantes y abandonó el rancho.

Había ganado esta vez. No sabía Eufrasia engracia de qué. Pero ¿y otras veces?

Afuera seguía la lluvia, con las bonanzas máslargas y más seguidas. El viento era siempre elmismo, duro y tajante. A veces parecía acallarse,adormecerse en una inesperada tibieza, en unaespecie de momentáneo relente de claras nubes.Una mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizobrillar en quebradizos cristales, en repentinasirisaciones, todo el hielo que el frío escarchara conla complicidad de la noche.

Los niños corrían enloquecidos por la blancasuperficie resbaladiza. Venancia se estiraba comoun gato, con los ojos cerrados, dejando que el solle recorriera la cara en escorzo. Eufrasia trajinabapresta y silenciosa. Bernabé estaba lejos, revisan-do el embarcadero, el puente tendido sobre el tajoy que unía las dos laderas de la montaña por so-bre el fragor de las aguas, los cercos de palo para-do, troncos de árboles fraccionados y enterradosuno junto a otro, en interminables filas para de-marcar potreros.

Volvió el hombre a media tarde, malhumora-do y por excepción comunicativo.

–Del muelle han queao tan sólo unas estacas.Hay qui’hacerlo too de nuevo. Menos mal quelas cercas y el puente no han sufrío mucho. Haytrabajo pa’ rato con el muelle…

Uno de los chiquillos dijo:–¿Me lleva mañana pa’ la montaña pa’ que

li’ayude, taita?

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–Y a nosotros tamién…, por favorcito… –dije-ron los demás a coro y en el mayor alborozo.

Eufrasia, sentada en su habitual sitio junto alfuego, silenciosa y de perfil, apretó los labios,marcando la arista de su disgusto.

–A mí tamién, taitita… –agregó Venancia, acer-cándose al hombre, zalamera, risueña porque loshoyuelos estaban siempre allí, en las mejillasmarcándose, risueña aunque la risa no se dibuja-ra en la boca. Y le rebrillaban los pequeños ojitosperdidos entre la franja negra de las pestañas, lar-gas y arqueadas. Igual a la madre.

–Esperanza… –murmuró el hombre, y se laquedó mirando con la boca abierta y temblorosala nuez–. Esperanza…, por Diosito que se le pa-rece, da susto… –añadió como hablando para símismo.

La vieja, siempre de perfil, lo espiaba de reojo.Los chiquillos y Venancia gritaron a coro:–Nos lleva…, nos lleva…El hombre parecía seguir algo que ocurría en

su interior. Se miró las manos, donde empezabaa hurgarle la violencia. Las empuñó. Y de repen-te se echó sobre los chiquillos, espantándolos agolpes que caían indistintamente sobre cualquie-ra de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a san-grar por la nariz, llorando a gritos. Y no atinó ahuir como los otros.

–¡Válgame Dios! –dijo la abuela, y se alzó aauxiliarla.

Pero el hombre se había quedado de nuevomirándose las manos, y, también de súbito, sin-

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tió que en el pecho algo se deshacía en una tibiaavalancha, como si llorase por dentro. Igual queuna marejada caliente. Y se acercó a Venancia, casial mismo tiempo que la abuela.

–Bestia…, déjala… Un día vai a salir acrimi-nándote con uno de tus hijos…

El hombre se revolvió, porque la violencia re-gresaba y le corría por los músculos, anidándoseleallí, junto a la garganta, y que le hormigueaba enlas manos. Gritó:

–Pa’ eso es m’hija… Pa’ hacer con ella lo quese me le ocurra… Con ella, con los chiquillos ycon vos tamién. –Esta vez alcanzó a darle un pu-ñetazo, pero no más, porque la vieja,prodigiosamente ágil, más rápida de pensamientoque él, se esquivó en seguida y salió del rancho.

Se fue al cobertizo del horno y allí se acurru-có, dura, con la cabeza ladeada, de perfil, ardidala mejilla donde recibiera el golpe. Pero más leardía la ira por dentro. Los palos, las estopas, losleños acumulados. Ya no eran un peso, sino unallamarada. ¿Qué estaría haciendo en el rancho laVenancia? ¿Le estaría pegando el muy criminal?No, porque no se oían gritos y ella podía separarruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajode antes en el molino, que con sentir su jadeo sa-bía si andaba bien, si andaba mal y dónde enton-ces ubicar la falla. Los chiquillos estaban lejos, ju-gando en la ladera, olvidados de los golpes. A laniña le sangraba la nariz. Pero ¿qué estaba ha-ciendo allí, sangrando? La chiquilla, que se pare-cía tanto a la Esperanza, ¿no? Bueno. Pero ¿por

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qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer? Brus-camente se decidió. Volvió al rancho.

La chiquilla se restregaba la nariz con un tra-po. Bernabé estaba derrengado en una silla, lelo,y más que nunca le temblaba la nuez. No pareciódarse cuenta de la presencia de Eufrasia.

De frente, si era posible. Si no, por caminostortuosos, gateando. Una vez había perdido, sí.Pero esta vez ganaría. De frente era irse a las ca-sas y contarle al patrón lo que pasaba en el ran-cho. Y que él interviniera, le quitara los chiqui-llos al hombre y se los diera a ella. No necesitabamás piezas, que aquellas dos en el patio del fon-do eran harto grandes y podían todos acomodar-se perfectamente. Era la única salvación.

El tiempo se iba lentamente afirmando en labonanza, las aguas también lentamente bajabany en dos semanas más sería posible irse hasta lahijuela Primera. ¡Claro que el hombre no iba aquerer acompañarla, y ese camino era tan malo!Aunque las bestias saben mejor que nadie buscarla huella. Se iría. Era lo mejor. Pero resultaba tre-mendo dejar a los chiquillos solos. ¡Si se pudierair a escondidas con la Venancia! Imposible. LaVenancia, tan lerda, tan arrevesada y que ahorale tenía un terror pánico al padre, después que lepegara… ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en elrancho? Pero ¿qué iba a pasar, qué? Nada…, y seencogía de hombros. Algo pavoroso, obscuro ylatente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedoa algo impreciso. Un irrazonado miedo.

En la siguiente trifulca, otra tarde en que Ber-

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nabé les pegó a todos, incluso a ella, sin motivoaparente, sino por satisfacer el hombre aquelloque le hurgaba en las manos y que a veces le ha-cía doler los ijares, Eufrasia le gritó a tiempo dehuir:

–Ya arreglarís cuentas con el patrón…Y se quedó petrificada al oírlo contestar, mor-

diendo y ahogándose con las palabras, las mana-zas colgantes y los ojos perdidos en la carnosi-dad de los párpados:

–El patrón… Cuando me vea… Con agarrar alos chiquillos y mandarme muar pa’ otro lado. Elpatrón… Tanto cuco con el patrón… Que se metaen sus cosas el patrón.

Se había hecho costumbre en Eufrasia, ahoraque el tiempo estaba despejado, irse a sentar bajoel cobertizo del horno. Llevaba una banqueta, lacostura o el tejido, y allí se estaba las horas, soli-taria, en espera de que regresaran el hombre ylos niños, porque también en él se había hechocostumbre llevárselos para el trabajo desde elalba. Lo que a los chiquillos llenaba de holgorio,olvidados de los golpes y de las palabrotas encuanto se trataba de irse por la laguna para atra-vesar a la montaña frontera o quedarse esperan-do que picara el salmón o ayudando al padre enla tarea de elegir los árboles que habría de derri-bar para fraccionarlos y hacer después con elloslos cercos, o si no en aquella otra aventura, mara-villosa, que consistía en atravesar haciendo equi-librios el puente tendido sobre el tajo, pasarelaprimitiva y peligrosa.

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Regresaban hambrientos y cansados. Eufrasiatenía lista la comida, que servía Venancia desma-ñadamente, y luego el hombre daba orden deacostarse. Y estaban los chiquillos tan rendidos,tan absolutamente rendidos con la caminata, elaire y el sol, tan ahítos de comida, que caían comopiedras al fondo del sueño, sin que la abuela pu-diera obtener de ellos la más mínima informa-ción de lo que habían hecho en el día.

Otra vez ganaba el hombre… Y ella allí, comouna buena tonta, trabajando el día entero para que“su mercé” hallara el pan dorado, el sabroso cal-dillo, las papas asadas y el agua hirviendo paracebar el mate. Y la ropa limpia y el rancho comouna plata… Tonta…

Empezó a merodear por los contornos. Hacíasigilosos viajes por el sendero hasta enfrentar elpuente sobre el tajo. Se perdía en la maraña delos árboles, de los arbustos y enredaderas, apare-ciendo súbitamente frente al rancho, buscandorectas entre el puente y su sitio habitual, bajo elcobertizo del horno. Desahogaba su mal humoren los pájaros, hasta los más chiquitos, tocadossiempre por la piedra de su honda. Merodeos sintestigos, porque aguardaba siempre para realizar-los que el eco no le trajera seña alguna de la pre-sencia de los otros, lejanos por las montañas.

Volvían del bosque de araucarias. En la ma-ñana había el hombre dejado tendida la red y es-taban los chiquillos impacientes por ver la pesca.Venancia se había hecho una corona de pequeñas

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hojas y venía delante. Atravesó la primera elpuente, como si los pies descalzos adhirieran altronco rugoso, firme y segura. Pasó un chiquillo,silbando, sin darle importancia al abismo que es-taba abajo, profundo, verde, tonante. Los demásniños venían con el hombre, que cargaba el ha-cha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les ce-dió el paso a los hijos, que atravesaron, uniéndo-se a los demás y echando a correr en dirección alembarcadero y a ver la red.

El hombre puso el pie en el puente. Como loschiquillos, parecía adherido a la piel del árbol.Pero en la mitad, de súbito vaciló, herido por lapiedra en la frente; vaciló, osciló y desaparecióentre las paredes del tajo, sumido en lo húmedo,en lo fragoroso.

Los niños lo esperaron en el embarcadero.–Si’habrá ido derecho pa’l rancho –dijo uno.–¿Veímos la red? –propuso el otro.–La veímos no más –dijo Venancia–, y si

s’enoja, que s’enoje…Trajinaron un rato. Sacaron el pescado. Lo pa-

saron por largas ramas de plantas acuáticas paraformar sartas. Y echaron a andar camino el ran-cho con su carga.

La abuela los aguardaba sosegadamente bajoel cobertizo del horno, con las manos cruzadassobre la costura.

–Mire, agüela, truchas y un salmón chico.–¿Y el taita? –preguntó uno de los chiquillos.–Aquí no ha llegao –dijo la abuela, y se volvió

de perfil.

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–¡Bah! Se li’habrá olvidao algo y volvió pa’ lamontaña.

–¿Por qué no lo van a catear? Es harto tarde yvendrá con hambre.

Regresaron al rato. El padre no estaba. ¿Quéhacían? ¿Lo iban a buscar al otro lado del puen-te?

–No –dijo la abuela–. Se hizo noche ya. Den-tren a comer. Ya llegará…

Comieron y esta vez fue la abuela quien enseguida dio orden de que se acostaran. Se caíande cansancio. Se caían de cansancio medio a me-dio del sueño.

La abuela se quedó un largo rato en su otrositio habitual, en el de las tremendas nochesinvernales, cercana al fuego, volteada la cabezasobre un hombro, garduña en acecho, con el per-fil fijo en la penumbra, en la mano el cigarrillo,despaciosamente liado, despaciosamente encen-dido y que, de rato en rato, marcaba un puntorojo. De pronto se volvió a la puerta que daba a lahabitación del hombre.

–Agora gané yo…, y pa’ siempre… ¡Je! –lo dijo,creyó decirlo, pero de la boca cerrada, como tran-cada por el labio inferior, no se movió un múscu-lo ni salió un sonido.

Entonces se alzó a cerrar la puerta de entrada.Pero no la cerró, la dejó abierta. Abierta, porquepara los otros el hombre todavía podía volver.

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Aguas abajo

La casa fue primero de quincha con revoquede barro. Pero, al correr del tiempo, el hombreempezó a subir lajas del río y alrededor de lasparedes ya existentes hizo otras de piedra. Eracomo una casa metida dentro de otra casa. O, me-jor dicho, como una habitación metida dentro deotra habitación, porque la casa no era sino eseespacio doblemente murado, con una puerta ydos ventanucos, si bien la rodeaban varios cober-tizos que servían de cocina, establo y apeadero.

Junto al alto muro de la montaña, la casa seguarecía del viento en una entrante de la roca.Un tajo en cuyo fondo corría el río la separaba dela montaña fronteriza.

En verano el caudal del río era mísero entrelas arenas y las piedras ocres; en otoño aumenta-ba hasta tragarse las piedras, arremolinado, pre-cipitado, sin que nunca un remanso le diera colorde cielo, ni una estrella se quedara quieta en laprofunda noche de su espejo; llegaba el inviernoy las finas rayas persistentes de la lluvia lo esfu-maban todo, pero el ruido del agua en furiosa to-rrentada dominaba aun el caer de la lluvia y lostabletazos del viento, cuando no su largo aulli-do; la primavera provocaba con sus deshielossúbitos anegamientos que arrastraban troncos ypedruscos, formando muchas veces represas quela corriente empujaba hasta lograr un nuevo avan-

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ce fragoroso. Terminaba el deshielo y el río apa-recía de nuevo como un hilo cobrizo, impercepti-ble a veces sobre el rojizo de la arena, entre lasparedes del tajo, rojas también, como las monta-ñas mondas que limitaban el horizonte.

En la casa la existencia se guiaba por las aguas.La sequía del verano marcaba la época en que lamujer, cantando dulcemente las cuatro notas dela melodía india, bajo los cobertizos hacía sus que-haceres domésticos. La vieja hilaba, medio ciega,en su silleta frente al abismo, mirando la nieblade sus propios ojos, muy abiertos los párpados,rojiza de soles, de vientos, de años; labrada porlas arrugas y con las manos extrañamente presu-rosas manejando el huso. La muchacha ayudabaa la madre, guiaba a la vieja, bajaba por agua has-ta el río, segura de sus quince años, alta la cabe-za, con la falda modelándole el vientre de suavejadear, y en la piel una tersura de fruta que sesupiera a punto y con el deseo de que le hincaranlos dientes. Los dos niños iban y venían, ayudan-do a la madre, ayudando a la vieja, ayudando ala muchacha, triscando por las montañas con lascabras, cuidando al burro, ayudando sobre todoal hombre entregado allá abajo, en el cauce secodel río, a la tarea de fraccionar los troncos, dehacerlos leña, atados que después iba a dejar alpueblito lejano; negocio para vivir, manera dearrancarle a la montaña una piltrafa que se cam-biaba en monedas. Negocio para el verano, por-que, después, en otoño, la lluvia iba borrando lasposibilidades para este trabajo, deshaciendo en

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barro gredoso los caminos, impidiendo toda co-municación.

Entonces la mujer tejía mantas en el telar pri-mitivo, la vieja continuaba hilando como siem-pre con los ojos fijos en su propia niebla, la mu-chacha iba y venía de cobertizo en cobertizo conun saco puesto en la cabeza para defenderse dela lluvia, en unión de los niños igualmente toca-dos. Mientras tanto el hombre, con fina periciade artesano, tallaba la greca de los capachos. Quecomo las mantas eran el trabajo del mal tiempo.Pero las lluvias lo encerraban todo, todo, y la casa,sin perspectiva, se quedaba con los habitantesdentro, junto al hogar que ardía en medio, abier-ta una ranura en el techo para dejar salir el humoy una luz difusa entrando por los ventanucos.Parecían alelados de inacción, atentos tan sólo aque un disminuir de la lluvia les permitiera echar-se afuera para rápidos trajines.

Eran apenas unas pocas horas hábiles. La luzse iba a media tarde y una vela encendía su llamavacilante, a veces, porque la mujer escatimaba eselujo. Por lo general era suficiente el resplandordel fuego para hacer circular el mate y despuésse acercaban los jergones al rescoldo, uno para elhombre y la mujer, otro para la vieja y la mucha-cha, otro para los niños. Buscaban en la tibiezade las brasas una defensa contra el frío, que sehacía palpable, como si la noche lo empujara porlas junturas de la puerta, por las rendijas de losventanucos, por la ranura del techo y dentro dela habitación se pegara a los cuerpos. Los niños

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se dormían repentinamente caídos en el sueño.La vieja rezaba largos rosarios, allegándose alcalor de la muchacha y con el gato negro de lassupersticiones echado sobre el cuello, entre lastrenzas y el rebozo. El hombre y la mujer cambia-ban rituales palabras, frases sueltas, oyendo cómolas respiraciones iban haciéndose sonoras.

–¡No!–Tán ormíos.–La Maclovia no…–Toos.–¿Y la vieja?–¿Ella? No importa…La vieja sabía que les era indiferente que estu-

viera o no dormida, y cuando el primer gemidole llegaba, por un instante interrumpía el rezo,mientras una sonrisa le alzaba el labio superior,dejando al aire los boquerones de los dientes ra-los. Pero a veces un gemido más agudo inquieta-ba el sueño de la muchacha, la ponía al borde deldesvelo, cuando no la despertaba de golpe, an-helante, sabedora de lo que pasaba allí, viéndolosin verlo, trasudando angustia, con los pechos re-pentinamente doloridos y los muslos tembloro-sos, uno contra otro, apretados. Pero volvía el si-lencio, y ella, resbalando por una especie de bea-titud, iba sintiendo que los músculos se ledistendían y que lentamente entraba de nuevo ala zona del sueño.

Hasta que la primavera limpiaba de nubes elhorizonte y una bandada de cachañas pasaba gri-tando su alegría de sol. Entonces había que reha-

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cer la huella que iba al pueblito, ir a vender lasmantas y los capachos, comprar “las faltas”.

–¿Onde’stá tu taita? –preguntó la mujer.–Mi taita no; su marío. Tá allá, en el bajo –in-

dicó la muchacha con un gesto.–¿Nunca vai a entender icirle taita?–Nunca. Mi taita murió. Este es su marío.–Güeno… –y la mujer se la quedó mirando,

apesadumbrada, sin fuerzas para luchar con esatozudez–. ¿Querís irlo a buscar? Tá el sol alto yay los chiquillos andan hambreados. Tanto demo-rarse siempre este hombre…

–Güeno pa’l trabajo… –intervino la vieja–. Nodebís rezongar por eso: es tentar a Dios.

–Mande uno de los chiquillos –contestó des-ganada la muchacha.

La mujer la miró de nuevo, con esa lentitudque le hacía los ojos como de vaca, inexpresivos.Pero de pronto reaccionó y dijo furiosa, a gritos:

–Vai a irlo a buscar… Mal mandá… No es nin-gún perro sarnoso pa’ que no le podái hablar si-quiera…

Las palabras parecían resbalar sobre la mucha-cha, plantada en las piernas abiertas, desnudas yfuertes, las manos cruzadas a la espalda. Miró ala mujer de soslayo, entrecerrados los ojos pesta-ñudos; alzó los hombros y, siempre con las ma-nos en la espalda, echó a andar por el senderitoescalonado que bajaba al río.

No se daba prisa. Una cachaña que la descu-briera planeaba curiosamente sobre ella, atraída

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por la mancha clara de su blusilla. Una cabra dejóde ramonear y también la miró curiosamente, conla cabeza en escorzo, empinada en un peñasco,prodigiosamente sostenida. La muchacha seguíaandando, despaciosa, llena de sol, con los anchospies como apoderándose de la tierra a cada paso.Se detuvo un instante y, guiada por el hacheo,torció camino porque ya sabía dónde encontraral marido de su madre.

–Lo llaman –dijo a voces desde lo alto.El hombre se volvió a mirarla. Estaba sobre él,

en un saliente de piedras y troncos, mirándolopor entre las pestañas, seria y sin embargo conuna especie de terneza que le atirantaba la bocaen una sombra de sonrisa.

–Voy –contestó.Tenía el hacha en la mano. La voleó, hundién-

dola de golpe en el tronco que cortaba. Todo él pa-reció tenderse al esfuerzo, como si los músculosse le hicieran parte del hacha para meterse en lamadera. Se volvió, restregándose las manos. Y losojos se le soldaron a la figura alzada allí, viéndo-la desde abajo, con las piernas desnudas y el vien-tre apenas combo y las puntas de los senos altos,y arriba la barbilla y todo el rostro echado haciaatrás, deformado y desconocido, con las crenchasdespeinadas por la mano del viento, mano comode hombre que la quisiera y la acariciara.

Pareció que le crecieran raíces. Se la quedómirando, mirando. Como si las raíces seadentraran por la tierra y llegaran hasta esa obs-cura región de las corrientes subterráneas, napas

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frías y calientes, ambas subiéndole por los pies,por las piernas, por el torso; inundándole el pe-cho, contradictorias; llegándole hasta los brazos,hasta las manos; subiendo por los brazos nueva-mente, rebotando toda esa marejada en el cere-bro, golpeando allí, insistiendo allí con su fuertefluir y refluir. Como aguas calientes y frías. Ycomo si el sol hubiera de pronto hecho florecertodos los retamos de la tierra norteña en que pa-sara la infancia y el olor fuera una borrachera quehiciera vacilar la montaña. La muchacha lo mira-ba, entrecerrados los párpados. El hombre searrancó a sus raíces, las cortó de un golpe con elmismo ímpetu con que derribaba un árbol y avan-zó hasta casi pegar la cara a los pies de la mucha-cha. Alzó los ojos. La veía siempre hacia arriba,firme y sin esquivarse. Súbitamente pegó la fren-te a sus piernas, alzó las manos y las pegó a laspiernas. Y un momento se quedaron así, comoparte del paisaje, sin pensar en nada, sintiendotan sólo la tremenda vida instintiva que losgalvanizaba.

La muchacha seguía mirándolo, más entre-cerrados aún los párpados. Cuando dio un pasoatrás, la cara y las manos del hombre quedaronen el aire, sin tratar de retenerla. La muchacha sedio vuelta y empezó a andar. Y el hombre, con unsalto elástico, se alzó hasta el sendero y se fue trasella, como ciego al que milagrosamente se revelala certidumbre del sol.

–Tai muy insolente vos –dijo la mujer vocife-rando.

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–Porque pueo –contestó la muchacha con igua-les voces.

–Vai a lavar la ropa.–No quero.–Vai a lavar la ropa.–No quero lavar la ropa. No quero. ¿Entien-

de? No quero lavarla. Lávela usté.–Vai a lavarla vos, porque yo te lo mando. Pa’

eso soy tu mamita.–No quero.–Lo que vai a conseguir es que te largue un

güen palo.–¡Je! –rió la muchacha–. Haga la prueba no

más…No con un palo, pero sí con un bofetón inten-

tó alcanzarla. La muchacha se esquivó rápida, yla mujer, con su propio impulso, perdió el equili-brio y fue a darse contra la batea.

–Me las vai a pagar –gritó iracunda.–Déjala –dijo la vieja–, déjala no más. No vai a

conseguir na’ d’ella. Es pior que macho.–Pero si antes no era así…–Cosas de moza –prosiguió la vieja–. Déjala

no más, ya se le pasará el emperramiento.–Te voy a acusar a tu taita, a ver si le hacís

caso…–No es mi taita –protestó la muchacha desde

lejos, apoyada en un puntal del apeadero y ha-ciendo eses en la tierra con un pie.

–Sí, ya sé; no es tu taita, es mi marío –dijoamargamente la mujer.

–Su marío… –y entrecerró los párpados, mi-

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rándola mientras que un gesto como el de la vie-ja mostraba en la boca los dientes de animalillocarnicero, fuertes y crueles.

–Mejor es que te vayai pa’l alto con las cabras–interrumpió la vieja–. Son l’únicas que te aguan-tan.

–Tamién usté con lo que la malcría. Parece queno tuviera más nieto qu’ésta… –hizo el reprochela mujer cuando la muchacha se alejaba, comosiempre las manos cruzadas a la espalda.

Parecían la réplica una de la otra: la vieja conlos ojos muy abiertos, inexpresivos, toda ellacomo de piedra herrumbrosa, por una vez con elhuso caído en el regazo y las manos sobre él, in-móviles. La mujer al frente, en otra silleta, abier-tos los ojos lavados por las lágrimas, paralizadaslas facciones por el dolor, las manos en el cuencode la falda, como olvidados objetos inservibles.Atrás la casa se borraba en la sombra que lenta-mente subía de la hondonada precedida de unhálito fresco. En el cielo tan sólo había el tachónde una estrella y un ave porfiadamente modula-ba su reclamo. La hora del crepúsculo pareció irsede súbito y en la noche quedó desparramado yvivo el insistente croar de las ranas.

–¿Y los chiquillos? –preguntó en un hilo devoz la mujer.

–Ya s’acostaron –dijo quedamente la vieja.–¿No preduntaron na’ por mí?–Sabís lo que son. Tán locos con los dos

chivitos de la Barbona.

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–¿Y… ella?–Muy suelta e cuerpo…, como si no hubiera

pasao na’…–¿Hizo ella la comía?–¿Y quién querís que l’hiciera?No sólo le quitaba el hombre. Le quitaba el

hogar, la responsabilidad de la vida familiar, elderecho al mando. Y era su hija… Los músculosde la cara se le relajaron y por los ojos le brotó elllanto, silenciosamente, anegándole las mejillas,entrándosele por los labios, regustándole enamargor la garganta. A veces un sollozo iba a es-tallar, lo sentía subir desde el fondo de sus entra-ñas, desgarrándolas, pero la mujer apegabaconvulsivamente el delantal a la boca para ha-cerlo morir allí, sin ruido alguno. Porque le ha-bían dicho “que no querían oírla” tras la escenade la mañana, cuando los encontró anudados enun abrazo y estalló en ira, aullando insultos yamenazas que sólo sirvieron para que la mucha-cha, tranquilamente alzándose, la mirara despec-tiva, y el hombre, frío y brutal, la pusiera frente ala nueva situación. Ella, que hiciera lo que más leconviniera. Si quería quedarse en la casa, bueno.Si quería, se iba. Pero ni malas caras ni gritos.Podía acompañar a la vieja, hilar, tejer, lo que fueramás de su gusto. Pero “la dueña de casa” era aho-ra la muchacha.

–Ella es mi mujer. Mi mujer –decía el hombre,con una voz que se esparcía en el aire como trigoen el surco–. Mi mujer.

Cuando quiso agredir a la muchacha, el hom-

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bre alzó el fuerte brazo, impidiéndoselo. ¡Que lepasara el mal momento! ¡Que se fuera al río o a lamontaña, que viera de sosegarse! Las cosas eranasí y nada más. Cosas de la vida…, como le dijodespués la vieja, cuando ella la arrastró hasta elfondo del tajo, tambaleándose ambas y abraza-das. A sus años se podía hablar así… ¡Pero ella!Con su adoración por el hombre, con su ansia deél adherida a la piel, muro que reverdece con laenredadera que le da forma. ¡La vieja! ¡Como losotros, como todos, oyendo su conveniencia! Tra-tando de calmarla, de hacer de todo aquello unincidente sin importancia. Queriendo volver a su-bir a la casa, negándole hasta eso mísero que erasu compañía, dejándola sola en su desesperación,abandonada a la pena, royendo su humillación ysu impotencia.

Pensó irse, andando senderos hasta no sabíadónde. Echarse al río. Subir por la montaña y ti-rarse por cualquier risco. Se veía extenuada porel hambre, pordiosera de los ranchos. O fría en elagua, hinchada, deforme, como a veces aparecíaen la corriente un animal ahogado. O rota entrepiedras y tierra. Pensaba en su muerte como enun hecho ajeno, espectadora de la reacción de losotros. Para verlos sufrir. Para verlos deshechospor el remordimiento. Para que nunca se atrevie-ran a mirarse, con su ánima separándolos. Llora-ba asomada a la muerte y como llorando a otromuerto que no era ella. Se interponían entre esasimágenes pequeñeces de la vida diaria en quehallaba reposo: ya no sería ella quien amasara,

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sino la muchacha, con cansancio sobre la tabla ycon la cara después ardida por el vaho del hor-no. Pero cuando estuvieran comiendo, a lo mejora él no le gustaba el pan hecho por otras manos,tan regodeón como era, y la echaría de menos…Fue el cabo por el cual se asió a la esperanza. Laecharía de menos… Si no en el abrazo carnal, enlo rutinario de la vida cotidiana. Puede que lamuchacha terminara por contentarse con ser tansólo “su mujer” y le fuera dejando lado a ella paraser “la dueña de casa”… Pero el que fuera “sumujer” le dolía como un dolor físico, como el su-frimiento de haberla parido a ella, a la hija, a laque ahora se lo robaba todo. Lloraba de nuevo,sola en lo hondo del tajo, junto a la impasible fazde los peñascos.

El atardecer, con su mandato de siglos, la hizobuscar furtiva el cobijo de la casa y halló a la vie-ja esperándola, segura de su retorno.

Ahora había que impedir que la oyeran. Poreso convulsivamente se tapaba la boca, empuña-das las manos sobre el delantal, ahogando sollo-zos. ¡Que no la oyeran! Había que disimularse.Desaparecer si era posible. Y esperar, esperar…Siempre hay una hora en que amanece.

–Me voy a la cama –dijo la vieja–. Hace ratoya qu’están toos ormíos.

Se alzó, buscó a tientas el bastón, agarró la si-lleta y se dispuso a encaminarse hacia la casa.

–¿Vos no venís? –preguntó con acento que sequebraba en una inesperada terneza.

–Ya voy, mamita –contestó la otra, alzándose

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también, con la sensación de que no tenía cuer-po, de que las piernas no iban a obedecerla, deque no podría sostenerse en pie y menos lograrmoverse.

Pero se alzó, agarró la silleta con idéntico ges-to que la vieja y tras ella, lentamente, echó a an-dar camino de la casa, con el espanto de ir por lascornisas de un mal sueño y la angustia del vacíoacechándola a casa paso.

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Soledad de la sangre

El pie era de bronce, con un dibujo de florescaladas. Las mismas flores se pintaban en el vi-drio del depósito y una pantalla blanca, esférica,rompía sus polos para dejar pasar el tubo. Aque-lla lámpara era el lujo de la casa. Colocada en elcentro de la mesa, sobre una prolija carpeta tejidaa crochet, se la encendía tan sólo cuando habíavisita a comer, acontecimiento inesperado y re-moto. Pero se encendía también la noche del sá-bado, de cada sábado, porque esa víspera de unamañana sin apuro podía celebrarse en alguna for-ma y nada mejor, entonces, que la lámpara de-rramando su claridad por la maraña colorida delpapel que cubría los muros, por el aparador tansimétricamente decorado con fruteros, soperas yformales rimeros de platos; por las puertas de laalacena, con cuarterones y el cerrojo de hierro ysu candado hablando de los mismos tiempos quela reja que protegía la ventana por el lado del jar-dín. Sí, en cada noche de sábado, la luz de la lám-para marcaba para el hombre y la mujer un cuen-co de intimidad, generalmente apacible.

De vivir en contacto con la tierra, el hombreparecía hecho de elementos telúricos. Por el sur,montaña adentro, mirándose en el ojo translúcidode los lagos, pulidos de vientos y de aguas, losárboles tienen extrañas formas y sorprendentescalidades. En esa madera trabajada por la intem-

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perie sin piedad estaba tallado el hombre. Losaños le habían arado la cara y en ese barbecho lecrecían la barba, los bigotes, las cejas, las pesta-ñas. Y las greñas, negrísimas, lo coronaban conuna mecha rebelde, que siempre se le iba por lafrente y que era gesto maquinal suyo el colocaren su sitio.

Ahora, en la claridad de la lámpara, las ma-nazas barajaban cuidadosamente un naipe. Ex-tendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el jue-go, despacioso y meticuloso, porque el solitarioiba en camino de “salir”, una especie de dulce-dumbre le distendía las facciones. Apenas si lequedaban cartas en la mano. Sacó una. La volvióy súbitamente la dulcedumbre se le hizo dureza.Miró con sostenida atención las cartas, la otra car-ta en la mano. Dejó el mazo restante y se echó elmechón hacia atrás, hundiendo y fijando los de-dos en el pelo. Volvió la dulcedumbre aesparcírsele por la cara. Levantó los párpados yaparecieron los ojos como las uvas, azulencos.Una mirada precauciosa que se fijó en la mujer,que halló los ojos de la mujer, grises, tan clarosque a cierta luz o de lejos daban la inquietantesensación de ser ciegos.

–Haga cuenta que no lo estoy mirando y hagasu trampa no más… –dijo la mujer con voz can-tante.

–¿Será muy feo? –preguntó el hombre.–Como feo, es feo.–¡Que siempre me ha de fallar! ¡Vaya, por Dios!

¡Lo haré de nuevo! –y juntó las cartas para bara-jarlas.

SOLEDAD DE LA SANGRE

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A veces el solitario “salía”. Otras “se poníaporfiado”. Pero siempre, a las diez horas que re-sonaban en la galería caídas del viejo reloj, el hom-bre se alzaba, miraba a la mujer, se acercaba has-ta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba elpelo, una y otra vez, para terminar diciendo, comodijo esa noche:

–Hasta mañana, hijita. No se quede muchorato, apague bien la lámpara y no meta muchabolina con su fonógrafo. Déjeme que agarre elsueño primero…

Salió cerrando la puerta. Oyó sus trancos porla galería. Luego lo sintió salir al patio, hablar algoal perro, volver, ir y venir por el dormitorio, cru-jir la cama, caer uno tras otro los pesados zapa-tos, crujir de nuevo la cama, revolverse el hom-bre, aquietarse. La mujer había abandonado eltejido sobre el regazo. Respiraba apenas, entre-abierta la boca, toda ella recogiendo los rumores,separándolos, clasificándolos, afinada la sensibi-lidad auditiva a tal punto que los sentidos todosparecían haberse convertido en un solo oído. Alta,fuerte, tostada de sol la piel naturalmente more-na, hubiera sido una criolla cualquiera si los ojosno la singularizaran, haciéndole un rostro que lamemoria, de inmediato, colocaba en sitio aparte.La tensión le hizo brotar una gotita de transpira-ción en la frente. Nada más. Pero sentía la pielenfriada y, con un gesto inconsciente, pasó unalenta mano por ella. Luego, con la misma ausen-cia, miró esa mano. Cada vez parecía más tensa,más como una antena captadora de señales. Y laseñal llegó. Del dormitorio y en forma de ronqui-

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do, al que arrítmicamente siguieron otros.Se le aflojaron los músculos. Los sentidos se

abrieron en su exacta estrella de cinco puntas,cada cual en su trabajo. Pero aún siguió inmóvilla mujer, con las pupilas desbordadas fijas en lalámpara.

¿Cuándo había comprado aquella lámpara?Una vez que fue al pueblo, que vendió la habi-tual docena de trajecitos para niño, tejidos entrequehacer y quehacer, entre quehaceres siempreiguales, metódicamente distribuidos a lo largo dedías indiferenciados. Compró aquella lámpara,como había comprado el aparador, y los mueblesde mimbre, y el ropero con espejo, y el edredónacolchado y… Sí, como había comprado tantacosa, tanta… Claro, en ¡tantos años! ¿Cuántosaños hacía? Dieciocho. Había cumplido ahoratreinta y seis y tenía dieciocho cuando se casó.Dieciocho y dieciocho. Sí… La lámpara. El apa-rador. Los muebles de mimbre… Nunca creyóella, de esto estaba segura, que tejiendo podíaganar dinero no sólo para vestirse, sino para dar-se comodidades en el hogar.

El dijo, apenas casados:–Tiene que agenciarse para hacer su negocito

y ganar para sus faltas. Críe pollos o venda hue-vos.

Ella contestó:–Usted sabe que no soy entendida en esas co-

sas.–Busque algo que sepa, entonces. Algo que le

hayan enseñado en la profesional.

SOLEDAD DE LA SANGRE

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–Podría vender dulces.–Pierda las esperanzas en estos andurriales.

Debe ser algo que se pueda llevar por junto alpueblo una vez al mes.

–Podría tejer.–No es mala idea. Pero hay que comprar la

lana –agregó, súbitamente intranquilo–. ¿Cuántonecesitaría para empezar?

–No sé. Déjeme ver precios. Y hablar en la tien-da, a ver si se interesan por tejidos.

–Si no sale muy caro…Y no resultó caro y sí un buen negocio. La

mujer del propio dueño de la tienda compró parasu hijo la primera entrega, que era tan sólo unamuestra. Un lindo trajecito, como nunca niño al-guno lo tuvo por aquellos “andurriales”, en quela gente manejaba dinero y adquiría cosas sin gra-cia en negocios en que el barril de sebo se apare-jaba con los frascos de Agua Florida y las casinetasestaban junto al bálsamo tranquilo. Fue un buenéxito el suyo. Le hicieron encargos. Tejió para todala región. Pudo subir los precios. Nunca dabaabasto para los pedidos pendientes. Cuando vioque prosperaba, él dijo un día:

–Bueno es que me devuelva los diez pesos quele presté para empezar sus tejidos. Y que no segaste toda la plata que gana en cosas para ustedno más. Claro es que no voy a decirle que me déesa plata a mí, es suya, sí, bien ganada por usted,y no le voy a decir que me la entregue –repetíasiempre lo que acababa de expresar, con una in-sistencia en que quería a sí mismo puntualizar su

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idea–, pero ya ve, ahora hay que comprar una ollagrande y arreglar la puerta de la bodega. Bienpodía hacerse cargo de las cosas de la casa, ahoraque maneja tanta plata, sí…, tanta plata…

Compró la olla grande, hizo arreglar la puer-ta de la bodega. Y después, compró, compró…Porque significaba una alegría ir convirtiendoaquella destartalada casa de campo, comida porel abandono, en lo que ahora era, casa como lasuya allá en el norte, en el pueblecito sombreadode sauces y acacias, con el río cantando o rezon-gando valle abajo y la cordillera ahí mismo, pre-sente siempre, fondo para las casitas como de ju-guete: azules, rosadas, amarillas, con zaguanesanchos y un jazmín aromando las siestas, y fren-te al portalón un banco pintado de verde propi-cio a las charlas de prima noche, cuando los pája-ros y el ángelus se iban por los cielos en el mismoaire y los picachos tenían súbitos rosas y lentosvioletas, antes de dormirse bajo el cobijo de aten-tas estrellas fulgurantes.

Cerró los párpados, como si también ella de-biera dormirse al amparo de esa cautela. Pero losabrió en seguida, escuchó de nuevo, segura deoír el ritmo del que dormía. Entonces se alzó ycon silenciosos movimientos abrió la alacena, ydel más alto estante fue sacando y colocando so-bre la mesa un viejo fonógrafo, inverosímil deforma, como un armarito cuyas portezuelas ma-yores abiertas dejaban ver un encordado de cíta-ra, al sesgo sobre la boca del receptor, que no eraotra cosa que un pequeño círculo abierto en la

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caja sonora. Abajo otras portezuelas, más peque-ñas, dejaban ver el asiento verde de los discos.Aquél era lujo suyo, no como la lámpara, lujo dela casa, sino suyo, suyo. Comprado cuando laseñora de “Los Tapiales”, de paso por el pueblo,la hallara en la tienda y viera sus tejidos y le pre-guntara si podía hacerle unos abrigos para susniñitas. ¡Qué linda señora, con una boca grandey tierna y la voz que arrastraba las erres, como sifuera madama, y no lo era, y eso a ella le dabatanta risa! ¡Cómo tuvo de trabajo ese verano! Fueentonces cuando vio cumplido su anhelo de te-ner un fonógrafo con discos y todo. El se lo dejócomprar. ¡Para eso ganaba harta plata!

–Cómprelo no más, hijita. Lo suyo es suyo, cla-ro, pero bueno sería que también se ocupara dever si me puede comprar una manta a mí, que lade castilla está raleando. Porque yo la manta lanecesito y como tengo que juntar para otra yun-ta, no es cosa de distraer pesos, y como usted estáganando tanto… Pero es claro, sí, que se comprael fonógrafo también y antes que nada…

Primero compró la manta e inmediatamenteel fonógrafo. Nunca mayor su gozo que de regre-so a su casa y el fonógrafo colocado en la mesa yella transida, oyendo la cadencia del vals o lamarcha que se interrumpía de pronto para dejaroír un repique de campanas. Se lo habían vendi-do con derecho a los discos que ella eligiera despa-ciosamente, impaciente él al verla indecisa luegode elegir el primero –que era aquel en que esta-ban el vals y la marcha–, haciéndose ensayar uno

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tras otro todo un álbum. Hasta que, cada vez másimpaciente, dijo:

–Se está haciendo tarde. Mire cómo baja el sol.Hay que irse, sí; nos va a agarrar la noche si no.Lleve ese que tiene separado y éste. Uno porquele gusta y otro a la suerte… –y sacó al azar undisco del cajón.

Que resultó con canciones españolas llenas dequejumbres, que ni a él ni a ella les gustaron yque una vez intentó vanamente cambiar. Y cuan-do, tiempo adelante, insinuó tímida el propósitode comprar más discos, él, con la cara terrosa quesolía poner en su hora negativa, contestó severa-mente:

–No más bullanga en la casa… Basta con laque tiene y con que se la aguante.

Nunca insistió. Cuando estaba sola, en el cam-po trabajando él y sus peones, sacaba el fonógra-fo y de pie, con el vago azoro de estar “perdien-do el tiempo” –como decía él–, juntas las manosy rebulléndole en el pecho una espiral de gozo,se dejaba sumergir en la música dulcemente.

A él no le gustaba nada este “perder el tiem-po”. Ella lo sabía bien y no se dejaba arrastrarpor el imperioso deseo de oír el vals o de oír lamarcha. Pero con ese hábito de contarle cuantohiciera en el día, con minucia a que la había acos-tumbrado desde el comienzo de su vida matri-monial, decía, abiertos los párpados y las pupilasdilatadas:

–Molí la harina para los peones, cosí su cha-queta de abrigo, amasé para la casa… –hacía una

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pausa imperceptible y agregaba muy ligero–: oíun ratito el fonógrafo y nada más…

–Ganas de perder el tiempo…, el tiempo quesirve para tanta cosa que deja plata, sí, de perder-lo… –Lo decía en distintos tonos, a veces com-probando una debilidad en la mujer, ligeramenteprotector y condescendiente; a veces distraído,maquinal, echando atrás la mecha rebelde, tra-bajado por otra idea; a veces entorvecido, leñosoy asustándola, que nunca había podido sobrepo-nerse a una obscura sumisión instintiva de hem-bra a macho, que antaño se humillaba al padre yogaño al marido.

Cuando ella, sin insinuación alguna, comprópara él aquella chaqueta de cuero, lustrosa comosi estuviera encerada, negra y larga, que el ten-dero decía que era de mecánico y en la cual lalluvia no podía filtrar, así cayera en los tozudosaguaceros de la región; cuando la compró y mis-teriosamente la trajo a casa y dejó el paquete frentea su sitio en la mesa, para que la hallara sorpre-sivamente, dulcificado al verla, el hombre pasóla manaza sobre el pelo suave, peinado en tren-zas y alzado como una tiara sobre la cabeza:

–¡Buena la vieja! Trabajadora, como deben serlas mujeres, sí. Y oiga, hijita, esta noche que essábado encienda la lámpara y así yo podré hacermejor mi solitario. Y cuando me vaya a acostar,usted se queda otro ratito y toca su fonógrafo. Sí,lo toca, pero cuando yo me quede dormido.Sáquese el gusto usted también…

Así nació la costumbre.

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Bajó un poco la luz de la lámpara. De punti-llas se fue hasta la ventana y la abrió, dejandoentrar la noche y su silencio. Volvió a la mesa,dio la cuerda con precaución, juntó las manos yesperó.

Tará…, rará…, tatará…La marcha. Y súbitamente todo en su contor-

no se abolió, desapareció sumergido en la estri-dencia de las trompetas y el redoble de los tam-bores, arrastrándola hacia atrás por el tiempo,hasta dejarla en la plaza del pueblo norteño, des-pués de la misa de once en domingo sin lluvia,revolando el tambor mayor la guaripola y a susiga, a paso de parada, la banda dando la vueltafinal por el contorno del paseo, con la chiquille-ría delante y un perro mezclado a sus carreras,mientras las señoras en su banco tradicional co-mentaban mínimos problemas, los señores habla-ban de la vendimia y ellas, ella y sus hermanas,ella y sus amigas, del brazo, con las trenzasdesasosegadamente resbalando por los pechosque ya combaban suspiros, pasaban y repasabanante los mayores, cruzando grupos de mucha-chos, que parecían no verlas y que al fijar lo cir-cundante sólo a una de ellas miraban, sorbiéndo-las como sedientos a agua de campo, en propiomanantial con ávida boca que el deseo agranda.

Era la hora en que se estrenaban los trajes. Aveces eran rosas o celestes. O blancos con lazosrosas o celestes. A veces eran rojos o marinos, yesto quería decir que por el cielo de un desvane-cido azul unas nubes desflecaban sus vellones y

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que el viento ya se había llevado la última hojade obscuro oro. Recordaba particularmente unabrigo rojo, con cuello redondo de piel blanca,rizosa y suave a la cara y un manchón como unbarrilito, colgado del cuello por un cordón blan-co también. Y la advertencia de la madre:

–Las manos se ponen en el manchón y ya nose sacan más. Claro que para saludar… –añadiótras una pausa reflexiva.

Iban y venían, tomadas del brazo. Cuchichea-ban cosas incomprensibles, inauditas confiden-cias que acercaban sus cabezas, murmullos ape-nas articulados y que de pronto las sacudían enlargas risas que dejaban perplejos a los árboles,porque no era época de nidos, o los alborozabanen aprobatorios cabeceos, en la otra época en quelos pájaros trataban de glosar esos trinos. A ve-ces, no, una vez, levantó ella la cara, para mejoratrapar la risa que siempre le parecía caerle dearriba, y así en escorzo, las pupilas hallaron lamirada de unos ojos verdes, de verde pasto nue-vo y en cara de muchacho atezado de soles, fuer-te y como renoval. Un instante tan sólo. Pero uninstante para llevárselo a casa y atesorarlo y me-terlo en lo hondo del corazón y sentir que unaangustia y un calor y un deseo vago de llorar yde pasarse por los labios la yema fina de los de-dos la atormetaban súbitamente, en medio de unalectura, de una labor, de un sueño. Volverlo a ver.Sentir de nuevo la impresión de que la vida se leparaba en las venas. Que ese segundo en que lamirada verde del muchacho la fijaba era el por-

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qué de su existencia. ¿Quién era? Del pueblo no,conocido no. Tal vez veraneante de los alrededo-res. Cautelaba su secreto tesoro. Charlaba menos,reía rara vez. Pero las pupilas parecían agran-dársele, anegarle la cara en esa busca de la silue-ta vigorosa, vestida como no se vestían los mu-chachos del pueblo. Llegaba en un auto chiquito.Lo dejaba al costado del club. Iba a misa. Lo divi-saba atento y circunspecto, en el presbiterio, unpoco al margen del grupo de hombres. Termina-da la misa, iba a la confitería, llenaba de paquetesel auto, daba después una vuelta por la plaza parair al correo, deshacía camino, subía al coche ypartía.

Claro era que las otras muchachas lo habíannotado. Y muertas de risa con sus indumentarias,con los pantalones de golf o de montar, le llama-ban el “Calzonudo”. Para su recóndita desespe-ración.

Seguía la marcha llenando la casa de acordes.Irrumpían las campanas. Como un repique. Igualque en ciertos domingos, cuando había misa ma-yor; pero éstas eran campanas más sonoras, másarmónicas, como si a la vez que tocaran el repiquese mezclaran a ellas acentos de inusitado goce.

Terminó la marcha. Cambió la aguja, le dionueva cuerda, volvió el disco y ahora el vals co-menzó a girar alrededor de la mesa, música comoque bailara, compás que creaba lentas o rápidaspompas de jabón irisando sus colores.

Nunca supo cómo se llamaba, quién era, dedónde venía. Un domingo no apareció. Ni otro.

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Ningún otro. Una chiquilla apuntó:–¿Qué será del “Calzonudo”?–Se lo habrá comido la Calchona –contestó

otra, y se echaron a reír.A ella le dolía el pecho y por la garganta le

hurgaba la uña fina del llanto. Se le atirantabanlas comisuras de la boca y los ojos, como nunca,le llenaban la cara. Ya en la casa, buscó el rincónmás recoleto, en la pieza de los trastos, entre lacaja del piano y una ruma de colchones, y allí lar-gó su pena, abrió el corazón, dejándola salir yenvolverla en su pegajoso manto, adherido a ellacomo nueva piel, humedecida y dolorosa. Lellovían las lágrimas por la cara. No verlo más.Nunca saber su nombre. Nunca volver a encon-trarlo. Arreciaba el llanto. ¿Qué mirada iba a te-ner para ella esa magia? ¿Ese quemar que le ar-día adentro, no sabía dónde, como anhelante es-pera de no sabía qué dicha? ¿Su nombre?… Enri-que… Juan… José… Humberto… ¿Y si se llama-ba Romualdo, como su abuelo? No importaba.Ella lo quería siempre, con cualquier nombre…Lo quería… Quererlo… Quererlo como quiereuna mujer, porque ella ya lo era y sus quince añosle maduraban en los pequeños pezones,mulliendo zonas íntimas y dando a su voz unsúbito trémolo obscuro. Quererlo siempre… Pa-recía deshacerse en llanto. Y de repente se quedóquieta, suspirante y quieta, sin lágrimas, con lapena diluida, sin forma y lejana. Suspiró de nue-vo. Se limpió los ojos. Y se halló pensando en quea lo mejor estaban buscándola por la casa, que

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debía ir a lavarse la cara sollamada, que… Sí, erauna vergüenza confesárselo, pero tenía hambre.Y se fue pasito por entre los trastos, atisbando parasalir sin ser vista e ir a refrescarse la cara en elpilón del patio.

La madre la miraba a veces azorada y solíamurmurar:

–Qué mujerota de chiquilla…El padre era más definitivo en sus conclusio-

nes y decía a gritos:–Mire, Maclovia, a ésta tenemos que casarla

cuanto antes.Por años lloró su pena entre la caja del piano

y la ruma de colchones. Nunca nadie supo nada.Le levantaron las trenzas, que desde entonces lle-vó como tiara alrededor de la cabeza; bajaron losdobladillos de todos sus vestidos. Nadie decía queera bonita. Pero no había hombre que no se so-bresaltara al verla, perdido en la contemplaciónde los ojos grises, con algo que era casi un vérti-go ante la pulpa ardida de la boca. Aparecía cor-tés e indiferente. Tenía que guardar su recuerdo,cuidar su ensueño y tan sólo en un país de silen-cio podía hacerlo. Los hombres la miraban, sedetenían un punto junto a ella, pero todos, uná-nimemente, se iban hacia otras muchachas másasequibles a su cortejo.

El padre presentó un día al futuro marido. Erade tierras del sur, propietario de una hijuela, devieja familia regional. Ya mayor, claro que no “ve-terano”; esto lo decía la madre. Como añadía tam-bién: “Buen partido”.

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Dejó, indiferente, que entre unos y otros in-terpretaran su aquiescencia y la casaran. Este uotro era lo mismo. Que ninguno era el suyo, elque ella quería, mirada verde para dulzor de susangre. ¿Este? ¿Otro? ¡Qué importaba! Y había quecasarse, según decía la madre, sonriente y per-suasiva, y según ordenaba el padre con su voztonante que no aceptaba disensiones.

Recordaba lo incómodo del traje de novia, lacorona que le oprimía las sienes y su terror a des-garrar el velo. El novio murmuraba:

–Costó tan caro…, cuídelo…Terminaba el vals. Un momento el silencio lle-

nó la casa, un tan completo silencio que hacíadaño. Porque era tan completo que la mujer em-pezó a sentir su corazón, y el terror le abrió laboca y entonces oyó jadear su respiración. Perotambién sintió el ronquido en la otra pieza, corta-do al interrumpirse la música y que de nuevo elsubconsciente tranquilizado imponía al dormido.Oyó luego un grillo en el patio. Se alzó lentamen-te y miró, afuera, el campo negro y extenso, quesabía llano, sin nada en la lejanía sino el anillodel horizonte. Llano. Llanura. Y en medio ella ysu vigilia, parando recuerdos, acariciando el pa-sado. Perdida en el llano. Sin nadie para su ter-nura, para mirarla y encenderle dentro ese ardorque antes le caminaba por la sangre y estremecíasu boca bajo el tembloroso palpar de sus dedos.Sola.

Se volvió al fonógrafo. Hubiera querido repe-tir el sortilegio. De nuevo tender el lienzo meló-dico para allí proyectar una vez más las imáge-

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nes. Pero no. El reloj dio una campanada. Las diezy media. No fuera a despertar…

Con la misma cautela del que maneja seres vi-vos y frágiles, guardó el fonógrafo, los discos, ce-rró la alacena, puso la llave en su bolsillo. Delaparador sacó una palmatoria, encendió la vela.

Entonces apagó la lámpara.Y salió a la galería, detrás del fuego fatuo de

la luz y seguida por entrechocadas sombras depesadilla.

Cuando llevó el arroz con leche al comedor,creyó haber realizado el último viaje de la nochey que entonces podría sentarse a esperar que elhuésped se fuera. Pero los dos hombres, lámparapor medio, cuchareaban alegremente como niños,y, una vez rebañado el plato, levantaron ambosla cabeza y se la quedaron mirando, pedigüeñosy golosos.

–Sírvanse otro poquito –dijo ella, arrimandola fuente.

–¡Cómo no, patrona; si está que es un gustocomerlo! –admitió el huésped.

–¡Es que la vieja tiene buena mano para estascosas! –y agregó el hombre confidencialmente,porque el vino se le estaba desparramando por elcuerpo–: Cosas que le enseñaron en la profesio-nal; vale la pena tener mujer leída, amigo; sí, selo digo yo, y créame…

Ella esperaba, incómoda en la silla, las manosmodosamente sobre el mantel. Habían comidocon abundancia de res muerta en el día y el vino

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terminándose en la damajuana. Sería cuestión deaguardar un rato la obligada sobremesa y enton-ces el huésped se iría. Que su casa estaba lejos yla noche se mezclaba al viento y grandes nuba-rrones hacían y deshacían formas sobre pálidasestrellas.

La distrajo la voz del hombre:–¿Y ese café? Apúrese, que el tren no espera…

–y rió su frase, dando una puñada sobre la mesaque hizo vacilar la lámpara.

No habían terminado sus viajes a la cocina…Salió a la galería, pensando, afligida, que a lomejor el fuego estaba ya apagado y encandilarloera tarea para rato. Pero bajo las cenizas el pun-teado rojo del rescoldo la hizo casi sonreír y elagua estuvo pronto hervida y la cafetera, impor-tante en sus dos pisos, sobre la bandeja, y ella denuevo atravesando la casa obscurecida, que la luzdel reverbero sólo parecía espesar lo negro en losrincones.

En el comedor los dos hombres discutían conparsimonia, en pie aún su cazurrería criolla, por-que aquella comida estaba destinada a cerrar unnegocio de compra de chanchos que el huéspedviniera a ver desde el pueblo, y la tarde, que si yopido y yo ofrezco, se había pasado en tanteos ytodavía no se llegaba a nada concreto.

–El lunes le mando un propio con la contesta-ción –decía el huésped.

–Es que mañana, domingo, tengo que contes-tarle a uno de estos lados, que también se intere-sa y no puedo dilatarme más, usted comprende,

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sí; no es cosa de dejarlo esperando y que se echepara atrás y usted también y pierdo un buen com-prador…

–Es que usted se pone en unos precios…–Los que valen los chanchos, amigo; mejores

no los va a encontrar. Como esta cría no hay otrapor estos lados, usted lo sabe bien, sí…

La mujer había sacado las tazas, el azúcar; aho-ra les servía el café. ¡Que arreglaran luego su ne-gocio y el huésped se fuera! Y se sentó de nuevo,en la misma postura de antes, tan idéntica, tancomo recortada en un cartón y colocada allí, tanerguida, inexpresiva y misteriosa que, súbitamen-te, los dos hombres se volvieron a mirarla, comoatraídos por la fuerza estática que de ella emana-ba.

El huésped dijo:–¡Tan calladita la patrona!Y el hombre, vagamente molesto sin saber por

qué:–Sirva aguardiente, pues.Volvió a ponerse de pie, pero esta vez no para

ir a la cocina. Abrió la alacena y se empinó paraalcanzar arriba la botella arrinconada tras el fo-nógrafo. El huésped, que la miraba hacer, pregun-tó solícito:

–¿Quiere que le ayude, patrona? Le queda altala botella.

–Mírenla qué arisca la botella…, por algo ha-bía de ser mujer. Pero para eso estoy yo, sí…–exclamó el hombre, y se alzó a tomarla.

Le tropezaron las manos en el fonógrafo y aña-

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dió, gozoso de hallar otro homenaje que ofreceral huésped:

–Vamos a decirle a la patrona que nos toqueun poco el fonógrafo. Yo le llamo “su bolina”,porque hay que ver cómo es de gritón; pero a ellale gusta y yo la dejo que se saque el gusto. Asísoy yo, sí. Toque algo para que oiga el amigo.Ponga lo más bonito. Pero antes nos sirve algo,sí…

Colocó al borde de la mesa la botella y el fo-nógrafo. La mujer se había quedado quieta, oyen-do lo que el hombre decía. Pero cuando las ma-nazas se apoderaron del armarito, una especie deresentimiento le remusgó en el pecho, lento,iniciándose apenas. El fonógrafo era su bien suyoy nadie tenía derecho sobre él. Nunca nadie lohabía manejado, sino sus manos de ella, que eranamorosas y como para un hijo. Tragó saliva y losdientes se le apretaron después, marcándole laarista dura de la mandíbula, igual a la del padree igual a la del lejano abuelo que viniera deVasconia. Pensó que el aguardiente los haría ol-vidar la música y en vez de los pequeños vasosde vidrio verde y engañador, en que apenas sicabía una dedalada de líquido, puso los otrosgrandes de vino y los llenó a medias. Los hom-bres olieron el aguardiente, levantaron despuéslos ojos, a la vez que entrechocaban las copas, y auna voz dijeron:

–¡Salud!Y vaciaron de un sorbo el contenido.–¡Esto es aguardiente! –dijo el hombre.

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El huésped contestó con un silbido que pare-ció quedársele en la boca fruncida, gesto de estu-por, porque algo empezaba a bailarle en los mús-culos sin intervención de su voluntad y esto lodejaba así de perplejo y tan contento por dentro.

–Volvamos a hablar del negocio –propuso elhombre–. Ya está bueno que se decida, sí; mi pre-cio es razonable, usted bien lo sabe y sabe que selleva chanchos que en cualquier mercado se ganael doble, sí; criados a chiquero y media sangre elbarraco, especiales para jamones…

El otro sonrió vagarosamente y asintió a cabe-zadas.

–¿Trato hecho, entonces? –preguntó el hom-bre–. ¿Trato hecho?

–Bueno el aguardiente, no se toma mejor porestos lados, ni en el hotel de los Piñeiro.

Era curioso lo que sentía: siempre esa especiede movimiento muscular que ahora se polariza-ba en las rodillas y le lanzaba las piernas haciatodos lados, irreductiblemente, igual que a unpayaso. ¡Y estaba tan contento!

–Bueno el aguardiente, claro, sí…, es regalode mi suegro, que es del lado de las viñas y co-mercia en vinos. De lo mejor. ¿Trato hecho?

–¿Trato de qué? –preguntó estúpidamente,atento a su deseo de reír, a su imposibilidad dereír y al desconsuelo que empezaba a inundarlo.Y las piernas por debajo de la mesa bailándole,bailándole…

–Del negocio de los chanchos, sí…–¡Ah! De veras… ¿Pero la patrona no iba a tocar

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la…, cómo le dijo… la… bueno… el fonógrafo?La mujer lo odió con una violencia que lo hu-

biera destruido al hacerse tangible. Todas la ma-las palabras que oyera en su existencia, y que ja-más dijo, se le vinieron de pronto a la memoria ylas sentía tan vivas que su asombro era que losdos hombres no se volvieran a mirarla, despavo-ridos y enmudecidos ante esa avalancha grosera.

–¿Trato hecho?–Música…, música…, la vida es corta y hay

que gozarla…Pero en vez de alargar la mano al fonógrafo,

la mujer la había extendido hacia la botella y denuevo les servía, desbordando las copas. Y comocada cual absorto en su idea no viera que se lehabía puesto delante, fue ella quien dijo, repenti-namente cordial:

–¡Sírvanse! –e hizo un inconcluso gesto de in-vitación, una especie de saludo que se quedó enel aire, paralizado, mientras los miraba beber–:¡Salud! –y le sorprendió el sonido ronco de su vozdiciendo el buen augurio.

–¿Trato hecho? –insistió el hombre, enredadala lengua a las consonantes.

El otro no oía nada, sino que sentía crecer lamarea de congoja, a la par que en sus oídos unachicharra se puso a mover su constante serruchode siesta. ¿Y por qué le bailaban las piernas?

–Hermano, soy bueno… yo no merezco esto…–y la congoja se le desbordó en un hipar–. Noquiero que me bailen las piernas, mis piernas sonmías, mías… Música… –gritó súbitamente y me-

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dio se alzó, pero le falló el impulso y se fue debruces sobre la mesa.

La mujer los miraba, quieta, con los ojos tanabiertos e inexpresivos, tan claros, tan enormesen su grisura. Que no se acercaran de nuevo a sufonógrafo, que no fueran a tomarlo; era suyo, allíresidía su vida interior, su evasión a los días in-coloros. Ella era exteriormente semejante a la lla-nura, plana, con la voluntad del marido como elviento rasándola; pero al igual que bajo napas detierra está la corriente multiforme del agua, asíella tenía dentro su agua cantante diciendo lascosas del pasado. La música era de ella. De ella y¡ay de quién se le acercara!

Pero el huésped alargó una mano torpe y laposó en las portezuelas del fonógrafo, tratandode abrirlas. Que no las abrió, porque ella, violen-tamente en pie y dura sobre la mano de él, dijotambién duramente:

–No. Es mío.El huésped la miró, fruncida la boca y tratan-

do de pensar algo que acababa de olvidársele. Re-cordó de pronto. Y volvió a estirar la mano queella le quitara de la pequeña aldaba.

–¡Le digo que no!–Mire cómo me agravia, hermano…El hombre insistió codiciosamente:–¿Trato hecho?–Música… –contestó el huésped, empecinado.–¿Por qué no toca algo? Meta bolina no más,

hijita, sí; a su gusto. ¿No ve que vamos a cerrar eltrato?

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No pondría las manos en el fonógrafo. Esonunca. El huésped se había alzado y esta vez síque le obedecieron los músculos. Pero la mujerprevino el ataque y se interpuso defensiva. El otrotrastabilló por el comedor, hasta dar con la pa-red, y se volvió encendido en delincuencia, ciegopara todo lo que no fuera su idea.

–Música…, música…–¿Que se ha vuelto loca? ¿Qué le pasa? –pre-

guntó el hombre.El huésped estaba sobre ella y ella sobre el fo-

nógrafo, con todo el cuerpo defendiéndolo. Lu-chaban. El hombre los miró un instante estupe-facto, repitiendo:

–¿Que se ha vuelto loca? ¿Que se ha vueltoloca?

Pero cuando el huésped dio un grito agudoporque los dientes de la mujer le desgarraban unamano, se abalanzó a separarlos, a defender alamigo, a defender su negocio, su trato ya casi he-cho.

Ella les daba patadas y dentelladas, animali-zada, furiosa, como si en el monte una puma de-fendiera sus lechales. Los hombres no sabían porqué recibían puñadas, por qué rodaban por elsuelo, por qué la mesa se tambaleaba y la lámpa-ra oscilaba su luz en un mareo peor que el de susestómagos. El fonógrafo cayó con estrépito y lascuerdas resonaron, lamento de arboleda a la quearranca un fuerte viento sus hojas. El huéspedestaba sentado en el suelo, aturdido, y de prontose le soltó el llanto en sollozos que interrumpían

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los hipos. El hombre se apoyaba en la ventana,atónito con todo aquello y mirando a la mujer,que mostraba desgarrada la ropa, deshecha lanobleza del peinado, con un tajo largo en la cara,limpiándose con el delantal rojo de sangre, man-chada la blusa, empecinada en recoger del suelolos pedazos de los discos rotos, mirándolos y so-llozando, limpiándose la sangre, sollozando ymirando donde otros pedazos y limpiándose lasangre y sollozando.

Pero el huésped lo distrajo con sus enormeshipos.

–Hermano…, yo creía que estaba en casa deun hermano… Me han agraviado… a mí… –selamentaba entrecortadamente.

–No llore más, hermano –y de súbito vuelto asu idea y lleno de solicitud y ternura–: ¿Trato he-cho?

–Mugres, eso son nada más: mugres… –gritóla mujer, y con su haldada de pedazos salió delcomedor, cerrando la puerta con un retumbo queasustó a las ratas en el entretecho e hizo que elperro la mirara sostenidamente con sus lentejue-las brillosas en la penumbra.

Afuera restallaban las crines del viento des-atado en frenéticos galopes. Las nubes se habíanapretujado, densas y negras, tiñendo los ámbitosy sin dejar ver perfil de cosa alguna. Como si aúnlos elementos no hubieran sido separados. Ungrillo atestiguaba inmutable su existencia.

Iba huidiza, apretados contra el pecho los des-

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trozados discos, sintiendo el fluir de la sangre porla herida, caliente y pegajosa en el cuello, aden-trándose hasta la piel fina del pecho. Caminabacon la cabeza gacha, rompiendo la negrura y elviento. Caminaba. La casa estaba lejos, que no sóloborrada por la sombra. El grillo quedó en lo im-perceptible tenazmente inútil. Podía estar en elllano y ser el centro vivo de lo circundante deso-lado; podía estar en un valle limitado por ríos yprecipicios; podía andar, andar, sin fin, hasta caerdeshecha en la tierra dura, empastada hasta elmismo nivel con idéntica hierba; podía de pron-to resbalar por la barranca e irse a estrellar en laslajas de un río sorbido por rojizas arenas; podía…Podía cualquier cosa suceder en ese negror decaos, confuso y pavoroso. Que a ella todo le eraindiferente…

Terminar con todo. Morir contra la tierra, des-trozarse en la hondonada. No sentir más ese ar-dor corrosivo, hiel en la boca y adentro hurgán-dole. Terminar con todo. No esforzarse más porsaber qué característica tuvo tal día, empecinadaen sacar de la suma de nebulosas una fecha paradiferenciarlo. No vivir mecanizada en el trajín yen el tejer esperando que llegara el sábado paracomer el mendrugo de recuerdos incapaz de sa-ciar la angurria de ternura de su corazón. Termi-nar con la sordidez rondándola, con el disfraz de“haga como quiera, pero…”, de la meticulosidad,de la solapada vigilancia. No ser más. Nunca másvolver a la casa y hallarse diciendo lo hecho y lorendido, oyendo la insinuación de lo necesario

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por comprar y lo preciso por realizar. No encalle-cerse las manos majando trigo, ni con los ojos llo-rosos al humo del horno, ni sintiendo la cinturadolida frente a la batea del lavado. Jamás esme-rarse en pintar una tablita y hacer una repisa, niempapelar las habitaciones enflorándolas comoun remedo de jardín. Nunca. Ni nunca más sen-tirlo volcado sobre ella, jadeante y sudoroso, tor-pe y sin despertarle otra sensación que una pasi-va repugnancia. Nunca.

Le dolió como una larga punzada la heridaque el aire enfriaba. La tocó y halló entre la san-gre un punto duro. Pedazo de vidrio. Cacho devaso roto que no supo cuándo en la lucha se leenterró allí. Con una especie de insensibilidad aldolor lo removió para sacarlo. Dio un gemido.Pero furiosa consigo misma, de un tirón bruscoque desgarró más profundamente la carne, loextrajo y arrojó lejos.

La sangre le corría por los dedos, por el cue-llo, por los senos. Toda manchada y pegajosa. Si-guió andando. Desaparecer. Pero antes sollozar,gritar, aullar. El viento, con sus rachas, parecíametérsele por la carne abierta y hacer intolerableel dolor. Más grande aún, más agudo que el otroque le destrozaba el sentimiento. De pronto lamano que empuñaba el delantal, sosteniendosiempre los rotos discos, se abrió y todo aquellorodó por el suelo. Dio unos pasos más y cayó debruces para sollozar sonidos que el viento aga-rraba con su fuerte mano y esparcía por los confi-nes.

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Como si el agua de los claros ojos al fin pudie-ra ser agua. Sentía que la boca se le abría y losextraños ruidos que lanzaba su garganta y los pár-pados sollamados y la frente rugosa y la sal delllanto. Y una mano pegada a la herida, violenta-mente dolorosa, y la sangre corriendo entre susdedos y una trenza que debía estar empapadahumedeciéndole la espalda. Se alzó sobre uncodo, volteó la cabeza. Y dio un grito agudo, por-que por la cara le calentó un aliento y algo inhu-mano la empavoreció hasta perder el sentido.

El perro a ratos la olfateaba ruidoso, otros lelamía las manos, otros se sentaba y alzando la ca-beza muy alto, con el hocico tendido hacia miste-riosos presagios, daba su largo aullido lunero. Lelamía la cara cuando la mujer volvió en sí e ins-tantáneamente supo que era el perro, aunque nosabía dónde estaba. Se sentó de golpe y de golpetambién tuvo el recuerdo de lo inmediato.

Era como si no lo hubiera vivido. Tan extraño,tan ajeno a ella. Casi como la sensación de la pe-sadilla que acaba de hundirse en lo subconscien-te. ¿Huía de un sueño, volvía de una realidad?Un gesto, al querer acariciar al perro que la ron-daba inquieto, le dio el exacto contorno de loshechos. Gimió y el perro buscó de nuevo su ros-tro. Pero lo apartó, obligándolo a tenderse a sulado. Restañó la herida que manaba de nuevosangre, ardiéndole como una quemadura.

Se podía morir desangrándose. Estarse así,quieta en la noche, en la proximidad cordial delperro hasta que la sangre se fuera escurriendo y

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con ella la vida, esa vida aborrecible que no que-ría conservar para provecho de otro. Eliminán-dola, negaba su constante estado de humillación,rencores acumulados sordamente, resentimientode existencia frustrada. Quitarse de en medio paraque la soledad fuera el castigo del que no tendríaquien trabajara, rindiera y diera cuenta de hechosy pensamientos, máquina para su regalo desapa-recida y que le costaría hallar otra tan perfecta.No verlo más. Nunca ponerle delante la carnemedio asada y verlo masticar con sus dientes desúbita blancura. Ni ver su mirada irse velandode niebla, cuando el deseo lo hacía estirar la manohasta su cuerpo vanamente esquivo. No saberloenredado en subterráneos cálculos: “Esto lo com-pra usted, porque esta platita mía es para guar-darla y comprar cuando se pueda el campo delos Urriola, que están muy entrampados y ten-drán al fin que vender, sí; o el campo de la viudade Valladares, que con tanto chiquillo no va aprosperar y se lo van a sacar a remate, por lashipotecas…” Esperando como buitre, paciente, elmomento de alzarse con la presa. Tierras. Tierras.Todo en él se reducía a eso. Vender. Negociar. Jun-tar dinero. Y comprar tierras, tierras.

No ser más. No pensar más. Sentir cómo lasangre se iba entre sus dedos, corriendo pegajosapor el pecho, apozándose en el regazo, humede-ciendo sus muslos.

El perro gemía ahora bajito, cada vez más in-quieto. La mujer, súbitamente, abrió los ojos, queya no tenían sino la propia agua clara del iris, y

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enfrentó una verdad: morir era también nuncamás sacar los recuerdos del pasado, arcón con susimágenes de ternura. Nunca más recordar… ¿Re-cordar qué? Y en una rápida e inconexa superpo-sición de imágenes, trozos de escenas, retazos defrase, vio a la madre sentada frente al portalón, aella con sus hermanas tomadas del brazo, a laspalomas volando por el aire aromoso del jardín.Sintió tan exacto el olor de los jazmines que aspi-ró anhelante. Pero aparecieron otras imágenes:ella llorando entre la caja del piano y la ruma decolchones; ella silenciosa en la noche bajo la me-dalla de la luna, buscando la réplica de esa me-dalla en el fondo del pilón con mano distraída;ella frente al espejo, prendiéndose en las trenzasuna ramita de albahaca y unos claveles, porquela Pascua era una porfiada esperanza; ella con lacara volteada por la risa y sus ojos atrapando lamirada verde que le agitaba en el pecho un tími-do pichón, tan cálido, tan tierno y tan exactamentevivo, que la sorpresa de su mano era no encon-trarlo allí anidado dulcemente… Nunca más todoeso. Morir era también renunciar a todo eso.

De repente se puso de pie. Le vacilaban laspiernas y ante los ojos le bailaron chiribitas. Loscerró fuertemente. Se obligó a erguirse. Y fuerte-mente también apretó el delantal a la cara, queno quería que la sangre corriera por la herida, queno quería que la sangre se le fuera, que la muertela dejara como un tendido harapo en medio delcampo, sobre los yuyales, abandonada en lo ne-gro con la sola custodia del perro. Quería la vida,

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quería su sangre, la ramazón de su sangre car-gada de recuerdos.

Apretó aún más contra la mejilla el delantal.Oteó la noche. Llamó entonces al perro. Se tomóde su collar. Y dijo:

–A casa –y lo siguió en lo obscuro.

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Referencias bibliográficas

Obras de Marta Brunet

Montaña adentro. 1ª edición. Santiago: Editorial Nasci-mento, 1923.

Montaña adentro. 2ª edición. Santiago: EditorialNascimento, 1933.

Montaña adentro. Bestia dañina, María Rosa, Flor delQuillén. 3ª edición. Buenos Aires: EditorialLosada, 1953 (Prólogo de Guillermo de Torre).

Montaña adentro. 2ª edición. Buenos Aires: EditorialLosada, 1965. Reimpresión de 1953.

Montaña adentro. 1ª edición. Santiago: Editorial An-drés Bello, 1978 (Santiago: Alfabeta) (Prólogo deHugo Montes).

Montaña adentro y otros cuentos. Edición especial. San-tiago: Editorial Andrés Bello, impresión de 1983(Santiago: Lord Cochrane) (sin prólogo). Ediciónrealizada en conjunto con Revista Ercilla y conel patrocinio de la Corporación de Televisión dela Universidad Católica de Chile.

Montaña adentro y selección de cuentos. Edición espe-cial. Santiago: RevistaVea, 1987 (sin prólogo)(Santiago: Lord Cochrane).

Montaña adentro y cuentos. 3ª edición. Santiago: Edito-rial Andrés Bello, 1988 (Santiago: EditorialAntártica) (con prólogo de Hugo Montes) (ídem1ª edición de 1978).

Montaña adentro. 4ª edición. Santiago: Editorial An-drés Bello, 1991 (Santiago: Alfabeta).

Montaña adentro. 5ª edición. Santiago: Editorial An-drés Bello, 1995 (Santiago: Alfabeta).

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Índice

Prólogo ........................................................................... 17

Piedra callada ................................................................ 35

Aguas abajo ................................................................... 67

Soledad de la sangre ..................................................... 81

Referencias bibliográficas .......................................... 111

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