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XIV A GUSTÍN de Montoria y yo hicimos la guardia con nuestro batallón en el Molino de la ciudad, hasta después de ano- checido, hora en que nos relevaron los voluntarios de Huesca, y se nos concedió toda la noche para estar fuera de las filas. Mas no se crea que en estas horas de descanso estábamos mano so- bre mano, pues cuando concluía el servicio militar empezaba otro no menos penoso en el interior de la ciudad, ya conducien- do heridos a la Seo y al Pilar, ya desalojando casas incendiadas, o bien llevando material a los señores canónigos, frailes y ma- gistrados de la Audiencia, que hacían cartuchos en San Juan de los Panetes. Pasábamos Montoria y yo por la calle de Pabostre. Yo iba co- miéndome con mucha gana un mendrugo de pan. Mi amigo, taciturno y sombrío, regalaba el suyo a los perros que encontrá- bamos al paso, y aunque hice esfuerzos de imaginación para ale- grar un poco su ánimo contristado, él insensible a todo, contes- taba con tétricas expresiones a mi festivo charlar. Al llegar al Coso, me dijo: Dan las diez en el reloj de la Torre Nueva. Gabriel, ¿sabes que quiero ir allá esta noche? Esta noche no puede ser. Esconde entre ceniza la llama del amor mientras atraviesan el aire esos otros corazones inflama- dos que llaman bombas y que vienen a reventar dentro de las casas, matando medio pueblo. En efecto: el bombardeo, que no había cesado durante todo el día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio; y de vez en cuando caían algunos proyectiles, aumentando las víc- timas que ya en gran número poblaban la ciudad.

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AGUSTÍN de Montoria y yo hicimos la guardia con nuestrobatallón en el Molino de la ciudad, hasta después de ano-

checido, hora en que nos relevaron los voluntarios de Huesca,y se nos concedió toda la noche para estar fuera de las filas. Masno se crea que en estas horas de descanso estábamos mano so-bre mano, pues cuando concluía el servicio militar empezabaotro no menos penoso en el interior de la ciudad, ya conducien-do heridos a la Seo y al Pilar, ya desalojando casas incendiadas,o bien llevando material a los señores canónigos, frailes y ma-gistrados de la Audiencia, que hacían cartuchos en San Juan delos Panetes.

Pasábamos Montoria y yo por la calle de Pabostre. Yo iba co-miéndome con mucha gana un mendrugo de pan. Mi amigo,taciturno y sombrío, regalaba el suyo a los perros que encontrá-bamos al paso, y aunque hice esfuerzos de imaginación para ale-grar un poco su ánimo contristado, él insensible a todo, contes-taba con tétricas expresiones a mi festivo charlar. Al llegar alCoso, me dijo:

—Dan las diez en el reloj de la Torre Nueva. Gabriel, ¿sabesque quiero ir allá esta noche?

—Esta noche no puede ser. Esconde entre ceniza la llama delamor mientras atraviesan el aire esos otros corazones inflama-dos que llaman bombas y que vienen a reventar dentro de lascasas, matando medio pueblo.

En efecto: el bombardeo, que no había cesado durante todoel día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio; yde vez en cuando caían algunos proyectiles, aumentando las víc-timas que ya en gran número poblaban la ciudad.

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—Iré allá esta noche —me contestó—. ¿Me vería Mariquilla en-tre el gentío que tocó a las puertas de su casa? ¿Me confundiríacon los que maltrataron a su padre?

—No lo creo: esa joven sabrá distinguir a las personas forma-les. Ya averiguarás eso más adelante, y ahora no está el hornopara bollos ¿Ves? De aquella casa piden socorro y por aquí vanunas pobres mujeres. Mira, una de ellas no se puede arrastrary se arroja en el suelo. Es posible que la señorita doña Mariqui-lla Candiola ande también socorriendo heridos en San Pablo oen el Pilar.

—No lo creo.—O quizá esté en la cartuchería. —Tampoco lo creo. Estará en su casa y allá quiero ir, Gabriel;

ve tú al transporte de heridos, a la pólvora o a donde quieras,que yo voy allá.

Diciendo esto, se nos presentó Pirli, con su hábito de fraile,ya en mil partes agujereado, y el morrión francés tan lleno deabolladuras y desperfectos en el pelo, chapa y plumero, que elhéroe, portador de tales prendas, más que soldado parecía unafigura de Carnaval.

—¿Van ustedes al acarreo de heridos? —nos dijo—. Ahora se nosmurieron dos que llevábamos a San Pablo. Allá quieren gente paraabrir la zanja en que van a enterrar los muertos de ayer; pero yohe trabajado bastante, y voy a descabezar un sueño en casa de Ma-nuela Sancho. Antes bailaremos un poco: ¿queréis venir?

—No. Vamos a San Pablo —contesté— y enterraremos muer-tos, pues todo es trabajar.

—Dicen que los muchos difuntos envenenan el aire y que poreso hay tanta gente con calenturas, las cuales despachan para elotro barrio más pronto que los heridos. Yo más quiero el pastelcaliente que la epidemia, y una señora no me da miedo; pero elfrío y la calentura, sí. Conque ¿vais a enterrar muertos?

—Sí —dijo Agustín—. Enterremos muertos. —En San Pablo hay lo menos cuarenta, todos puestos en una

capilla —añadió Pirli—, y al paso que vamos, pronto seremosmás los muertos que los vivos. ¿Queréis divertiros? Pues no va-yáis a abrir la zanja, sino a la cartuchería, donde hay unas mo-zas... Todas las muchachas principales del pueblo están allí y de

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cuando en cuando echan algo de canto y bailoteo para alegrarlas almas.

—Pero allí no hacemos falta. ¿Está también Manuela Sancho? —No: todas son señoritas principales, que han sido llamadas

por la Junta de Seguridad. Y también hay muchas en los hos-pitales. Ellas se brindan a este servicio, y la que falta es miradacon tan malos ojos, que no encontrara novio con quien casarseen todo este año ni en el que viene.

Sentimos detrás de nosotros pasos precipitados, y volviéndo-nos, vimos mucha gente, entre cuyas voces reconocimos la dedon José de Montoria, el cual al vernos, muy encolerizado nosdijo:

—¿Qué hacéis, papanatas? Tres hombres sanos y rollizos se es-tán aquí mano sobre mano, cuando hace tanta falta gente parael trabajo. Vamos, largo de aquí. Adelante, caballeritos. Veisaquellos dos palos que hay junto a la subida del Trenque, conuna viga cruzada encima, de la que penden seis dogales? ¿Veisla horca que se ha puesto esta tarde para los traidores? Pues estambién para los holgazanes. A trabajar, o a puñetazos os ense-ñaré a mover el cuerpo.

Seguimos tras ellos, y pasamos junto a la horca, cuyos seis do-gales se balanceaban majestuosamente a impulso del viento, es-perando gargantas de traidores o cobardes.

Montoria, cogiendo a su hijo por un brazo, mostrole con enér-gico ademán el horrible aparato, y le habló así:

—Aquí tienes lo que hemos puesto esta tarde. ¡Mira qué buenregalo para los que no cumplen con su deber! Adelante: yo quesoy viejo, no me canso jamás, y vosotros, jóvenes, llenos de sa-lud, parecéis de manteca. Ya se acabó aquella gente invenci-ble del primer sitio. Señores, nosotros los viejos demos ejem-plo a estos pisaverdes, que desde que llevan siete días sincomer, se quejan y empiezan a pedir caldo. Caldo de pólvoraos daría yo y una garbanzada de cañón de fusil, ¡cobardes! ¡Ea!,adelante, que hace falta enterrar muertos y llevar cartuchos alas murallas.

—Y asistir a los enfermos de esta condenada epidemia que seestá desarrollando —dijo uno de los que acompañaban a Mon-toria.

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—Yo no sé qué pensar de esto que llaman epidemia los facul-tativos, y que yo llamo miedo, sí señores, puro miedo —añadiódon José—; porque eso de quedarse uno frío, y entrarle calam-bres y calentura y ponerse verde y morirse, ¿qué es si no efec-to del miedo? Ya se acabó la gente templada, sí señores, ¡quégente aquella la del primer sitio! Ahora en cuanto hacen fuegonutrido y lo reciben por espacio de diez horas ¡una friolera!, yase caen de fatiga y dicen que no pueden más. Hay hombre quesólo por perder pierna y media se acobarda y empieza a llamara gritos a los santos Mártires diciendo que lo lleven a la cama.¡Nada, cobardía y pura cobardía! Como que hoy se retiraron dela batería de Palafox varios soldados, entre los cuales había mu-chos que conservaban un brazo sano y mondo. Y luego pedíancaldo... ¡Que se chupen su propia sangre, que es el mejor caldodel mundo! ¡Cuando digo que se acabó la gente de pecho, aque-lla gente! ¡Porra, mil porras!

—Mañana atacarán los franceses las Tenerías —dijo otro—. Siresultan muchos heridos, no sé dónde los vamos a colocar.

—¡Heridos! —exclamó Montoria—. Aquí no se quieren los he-ridos. Los muertos no estorban, porque se hace con ellos unmontón y... pero los heridos... Como la gente no tiene ya aquelarrojo, pues... Apuesto a que defenderán las posiciones mien-tras no se vean reducidos a la décima parte; pero las abandona-rán desde que encima de cada uno se echen un par de docenasde franceses... ¡Qué debilidad! En fin, sea lo que Dios quiera, ypues hay heridos y enfermos, asistámosles. ¿Qué tal? ¿Se ha re-cogido hoy mucha gallina?

—Como unas doscientas, de las cuales más de la mitad son dedonativo, y las demás se han pagado a seis reales y medio. Al-gunos no las quieren dar.

—Bueno. ¡Que un hombre como yo se ocupe de gallinas enestos días...! Han dicho ustedes que algunos no las querían dar,¿eh? El señor capitán general me ha autorizado para imponermultas a los que no contribuyan a la defensa, y sin ruido ni vio-lencia arreglaremos a los tibios y a los traidores... Alto, señores.Una bomba cae por las inmediaciones de la Torre Nueva. ¿Veis?¿Oís? ¡Qué horroroso estrépito! Apuesto a que la divina Provi-dencia, más que los morteros franceses, la ha dirigido contra el

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hogar de ese judío empedernido y sin alma que ve con indife-rencia y hasta con desprecio las desgracias de sus convecinos.Corre la gente hacia allá: parece que arde una casa o que se hadesplomado... No, no corráis, infelices; dejadla que arda, dejad-la que caiga al suelo en mil pedazos. Es la casa del tío Candiola,que no daría una peseta por salvar al género humano de un nue-vo diluvio... ¡Eh!, Agustín, ¿dónde vas? ¿Tú también corres ha-cia aquel sitio? Ven acá, y sígueme, que hacemos más falta enotra parte.

Íbamos por junto a la Escuela Pía. Agustín, impulsado sin dudapor un movimiento de su corazón, tomó a toda prisa la direcciónde la plazuela de San Felipe, siguiendo a la mucha gente que co-rría hacia este sitio; pero detenido enérgicamente por su padre,continuó mal de su grado en nuestra compañía. Algo ardía indu-dablemente cerca de la Torre Nueva, y en esta los preciosos ara-bescos y las facetas de los ladrillos brillaron enrojecidos por lacercana llama. Aquel monumento elegante, aunque cojo, desco-llaba en la negra noche, vestido de púrpura, y al mismo tiemposu colosal campana lanzaba al aire prolongados lamentos.

Llegamos a San Pablo.—¡Ea!, muchachos, haraganes —nos dijo don José—, ayudad

a los que abren esta zanja. Que sea holgadita, crecederita; es untraje con que se van a vestir cuarenta cuerpos.

Y emprendimos el trabajo, sacando tierra de la zanja que seabría en el patio de la iglesia. Agustín cavaba como yo, y a cadainstante volvía sus ojos a la Torre Nueva.

—Es un incendio terrible —me dijo—. Mira, parece que se ex-tingue un poco, Gabriel; yo me quiero arrojar en esta fosa queestamos abriendo.

—No haya prisa —le respondí—, que tal vez mañana nosechen en ella sin que lo pidamos. Conque dejarse de tonteríasy a trabajar.

—¿No ves? Parece que se extingue el fuego. —Sí: se habrá quemado toda la casa. El tío Candiola habrase

encerrado en el sótano con su dinero y allí no llegará el fuego. —Gabriel, voy un momento allá. Quiero ver si ha sido su casa.

Si sale mi padre de la iglesia, le dirás que... le dirás que vuelvoen seguida.

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La repentina salida de don José de Montoria impidió a Agus-tín la fuga que proyectaba, y los dos continuamos cavando lagran sepultura. Comenzaron a sacar cuerpos, y los heridos o en-fermos que eran traídos a cada instante veían el cómodo lechoque se les estaba preparando, quizás para el día siguiente. Al finse creyó que la zanja era bastante honda y nos mandaron sus-pender la excavación. Acto continuo fueron traídos uno a unolos cadáveres y arrojados en su gran sepultura, mientras algu-nos clérigos, puestos de rodillas y rodeados de mujeres piado-sas, recitaban lúgubres responsos. Cayeron dentro todos; y nofaltaba sino echar tierra encima. Don José Montoria, con la ca-beza descubierta y rezando en voz alta un Padrenuestro, echóel primer puñado, y luego nuestras palas y azadas empezarona cubrir la tumba a toda prisa. Concluida esta operación, todosnos pusimos de rodillas y rezamos en voz baja. Agustín de Mon-toria me decía al oído:

—Iremos ahora... Mi padre se marchará. Dile que hemos que-dado en relevar a dos compañeros que tienen un enfermo ensu familia y quieren pasar a verle. Díselo, por Dios; yo no meatrevo... y en seguida nos iremos allá.

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Yengañamos al viejo y fuimos, ya muy avanzada la noche,porque la inhumación que acabo de mencionar duró más

de tres horas. La luz del incendio por aquella parte había deja-do de verse; la masa de la torre perdíase en la oscuridad de lanoche y su gran campana no sonaba sino de tarde en tarde paraanunciar la salida de una bomba. Pronto llegamos a la plazue-la de San Felipe, y al observar que humeaba el techo de una casacercana en la calle del Temple, comprendimos que no fue la deltío Candiola sino aquella, la que tres horas antes habían invadi-do las llamas.

—Dios la ha preservado —dijo Agustín con mucha alegría—.Si la ruindad del padre atrae sobre aquel techo la cólera divina,las virtudes y la inocencia de Mariquilla la detienen. Vamos allá.

En la plazuela de San Felipe había alguna gente, pero la ca-lle de Antón Trillo estaba desierta. Nos detuvimos junto a la ta-pia de la huerta y pusimos atento el oído. Todo estaba tan en si-lencio, que la casa parecía abandonada. ¿Lo estaría realmente?Aunque aquel barrio era de los menos castigados por el bom-bardeo, muchas familias le habían desalojado o vivían refugia-das en los sótanos.

—Si entro —me dijo Agustín—, tú entrarás conmigo. Despuésde la escena de hoy, temo que don Jerónimo, suspicaz y medro-so como buen avaro, esté alerta toda la noche y ronde la huer-ta, creyendo que vuelven a quitarle su hacienda.

—En ese caso —le respondí—, más vale no entrar, porque ade-más del peligro que trae el caer en manos de ese vestiglo, habríagran escándalo, y mañana todos los habitantes de Zaragoza sa-brían que el hijo de don José de Montoria, el joven destinado a

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encajarse una mitra en la cabeza, anda en malos pasos con la hijadel tío Candiola.

Pero esto y algo más que le dije era predicar en desierto, y así,sin atender razones, insistiendo en que yo le siguiera, hizo la se-ñal amorosa, aguardando con la mayor ansiedad que fuera con-testada. Transcurrió algún tiempo, y al cabo, después de mu-cho mirar y remirar desde la acera de enfrente, percibimos luzen la ventana alta. Sentimos luego descorrer muy quedamenteel cerrojo del portalón, y este se abrió sin rechinar, pues sinduda el amor había tenido la precaución de engrasar sus viejosgoznes. Los dos entramos, topando de manos a boca, no con ladeslumbradora hermosura de una perfumada y voluptuosa don-cella, sino con una avinagrada cara, en la que al punto reconocía doña Guedita.

—Vaya unas horas de venir acá —dijo gruñendo—, y viene conotro. Caballeritos, hagan ustedes el favor de no meter ruido. An-den sobre las puntas de los pies y cuiden de no tropezar ni conuna hoja seca, que el señor me parece que está despierto.

Esto nos lo dijo en voz tan baja que apenas lo entendimos, yluego marchó adelante haciendo señas de que la siguiéramos y po-niendo el dedo en los labios para intimarnos un absoluto silen-cio. La huerta era pequeña; pronto le dimos fin, tropezando conuna escalerilla de piedra que conducía a la entrada de la casa, yno habíamos subido seis escalones cuando nos salió al encuen-tro una esbelta figura, arrebujada en una manta, capa o cabrio-lé. Era Mariquilla. Su primer ademán fue imponernos silencio,y luego miró con inquietud una ventana lateral que también caíaa la huerta. Después mostró sorpresa al ver que Agustín iba acom-pañado; pero este supo tranquilizarla, diciendo:

—Es Gabriel, mi amigo, mi mejor, mi único amigo, de quienme has oído hablar tantas veces.

—Habla más bajo —dijo María—. Mi padre salió hace poco desu cuarto con una linterna, y rondó toda la casa y la huerta. Meparece que no duerme aún. La noche está oscura. Ocultémo-nos en la sombra del ciprés y hablemos en voz muy baja.

La escalera de piedra conducía a una especie de corredor obalcón con antepecho de madera. En el extremo de este corre-dor, un ciprés corpulento, plantado en la huerta, proyectaba

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gran masa de sombra, formando allí una especie de refugio con-tra la claridad de la luna. Las ramas desnudas del olmo se ex-tendían sin sombrear por otro lado y garabateaban con mil ra-yas el piso del corredor, la pared de la casa y nuestros cuerpos.Al amparo de la sombra del ciprés sentose Mariquilla en la úni-ca silla que allí había; púsose Montoria en el suelo y junto a ella,apoyando las manos en sus rodillas, y yo senteme también so-bre el piso, no lejos de la hermosa pareja. Era la noche, comode enero, serena, seca y fría; quizás los dos amantes, caldeadosen el amoroso rescoldo de sus corazones, no sentían la baja tem-peratura; pero yo, criatura ajena a sus incendios, me envolví enmi capote para resguardarme de la frialdad de los ladrillos. Latía Guedita había desaparecido. Mariquilla entabló la conversa-ción abordando desde luego el punto difícil.

—Esta mañana te vi en la calle. Cuando sentimos Guedita yyo el gran ruido de la mucha gente que se agolpaba en nuestrapuerta, me asomé a la ventana y te vi en la acera de enfrente.

—Es verdad —respondió Montoria con turbación—. Allí estu-ve; pero tuve que marcharme al instante porque se me acaba-ba la licencia.

—¿No viste cómo aquellos bárbaros atropellaron a mi padre?—dijo Mariquilla conmovida—. Cuando aquel hombre cruel lecastigó, miré a todos lados, esperando que tú saldrías en su de-fensa; pero ya no te vi por ninguna parte.

—Lo que te digo, Mariquilla de mi corazón —repuso Agus-tín— es que tuve que marcharme antes... Después me dijeronque tu padre había sido maltratado, y me dio un coraje... Qui-se venir...

—¡A buenas horas! Entre tantas, entre tantas personas —aña-dió la Candiola llorando— ni una, ni una sola hizo un gesto paradefenderle. Yo me moría de miedo aquí arriba, viéndole en pe-ligro. Miramos con ansiedad a la calle. Nada, no había más queenemigos... Ni una mano generosa, ni una voz caritativa... En-tre todos aquellos hombres, uno, más cruel que todos, arrojó ami padre en el suelo... ¡Oh!, recordando esto no sé lo que mepasa. Cuando lo presencié, un gran terror me tuvo por momen-tos paralizada. Hasta entonces no conocí yo la verdadera cóle-ra, aquel fuego interior, aquel impulso repentino que me hizo

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correr de aposento en aposento buscando... Mi pobre padre ya-cía en el suelo y el miserable le pisoteaba como si fuera un rep-til venenoso. Viendo esto, yo sentía la sangre hirviendo en micuerpo. Como te he dicho, corrí por la habitación buscando unarma, un cuchillo, un hacha, cualquier cosa. No encontré nada...Desde lo interior oí los lamentos de mi padre, y sin esperar másbajé a la calle. Al verme en el almacén entre tantos hombres, sen-tí de nuevo invencible terror, y no podía dar un paso. El mismoque le había maltratado me alargó un puñado de monedas deoro. No las quise tomar, pero luego se las arrojé a la cara confuerza. Me parecía tener en la mano un puñado de rayos, y quevengaba a mi padre lanzándolos contra aquellos viles. Salí des-pués, miré otra vez a todos lados buscándote, pero nada vi. Sóloentre la turba inhumana, mi padre se encontraba sobre el cie-no pidiendo misericordia.

—¡Oh!, María, Mariquilla de mi corazón —exclamó Agustín condolor, besando las manos de la desgraciada hija del avaro—, nohables más de ese asunto, que me destrozas el alma. Yo no po-día defenderle... Tuve que marcharme... No sabía nada... Creíque aquella gente se reunía con otro objeto. Es verdad que tie-nes razón; pero deja ese asunto que me lastima, me ofende y mecausa inmensa pena.

—Si hubieras salido a la defensa de mi padre, este te hubieramostrado gratitud. De la gratitud se pasa al cariño. Habrías en-trado en casa...

—Tu padre es incapaz de amar a nadie —respondió Monto-ria—. No esperes que consigamos nada por ese camino. Confie-mos en llegar al cumplimiento de nuestro deseo por caminosdesconocidos, con la ayuda de Dios y cuando menos lo parez-ca. No pensemos en lo ordinario ni en lo que tenemos delante,porque todo lo que nos rodea está lleno de peligros, de obstácu-los, de imposibilidades. Pensemos en algo imprevisto, en algúnmedio superior y divino, y llenos de fe en Dios y en el poder denuestro amor, aguardemos el milagro que nos ha de unir, por-que será un milagro, María, un prodigio como los que cuentande otros tiempos y nos resistimos a creer.

—¡Un milagro! —exclamó María con melancólica estupefac-ción—. Es verdad. Tú eres un caballero principal, hijo de per-

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sonas que jamás consentirían en verte casado con la hija del se-ñor Candiola. Mi padre es aborrecido, mi padre es odiado entoda la ciudad. Todos huyen de nosotros, nadie nos visita. Si sal-go, me señalan, me miran con insolencia y desprecio. Las mu-chachas de mi edad no gustan de alternar conmigo, y los jóve-nes del pueblo que recorren de noche la ciudad cantandomúsicas amorosas al pie de las rejas de sus novias, vienen juntoa las mías a decir insultos contra mi padre, llamándome a mí mis-ma con los nombres más feos. ¡Oh, Dios mío! Comprendo queha de ser preciso un milagro para que yo sea feliz... Agustín, nosconocemos hace cuatro meses y aún no has querido decirme elnombre de tus padres. Sin duda no serán tan odiados como el mío.¿Por qué lo ocultas? Si fuera preciso que nuestro amor se hicie-ra público, te apartarías de las miradas de tus amigos, huyendocon horror de la hija del tío Candiola.

—¡Oh! No, no digas eso —exclamó Agustín, abrazando las ro-dillas de Mariquilla y ocultando el rostro en su regazo—. No di-gas que me avergüenzo de quererte, porque al decirlo insultasa Dios. No es verdad. Hoy nuestro amor permanece en secretoporque es necesario que así pase; pero cuando sea preciso des-cubrirlo, lo descubriré arrostrando la cólera de mi padre. Sí, Ma-ría, mis padres me maldecirán, arrojándome de su casa. Peromi amor será más fuerte que su enojo. Hace pocas noches medijiste, mirando ese monumento que desde aquí se descubre:«Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte». Yo tejuro que la firmeza de mi amor excede a la inmovilidad, al gran-dioso equilibrio de esa torre, que podrá caer al suelo, pero ja-más ponerse a plomo sobre la base que la sustenta. Las obras delos hombres son variables; las de la naturaleza son inmutablesy descansan eternamente sobre su inmortal asiento. ¿Has vistoel Moncayo, esa gran peña que escalonada con otras muchas sedivisa hacia Poniente, mirando desde el arrabal? Pues cuandoel Moncayo se canse de estar en aquel sitio, y se mueva, y ven-ga andando hasta Zaragoza, y ponga uno de sus pies sobre nues-tra ciudad, reduciéndola a polvo, entonces, sólo entonces, de-jaré de quererte.

De este modo hiperbólico y con este naturalismo poético ex-presaba mi amigo su grande amor, correspondiendo y halagan-

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do así la imaginación de la hermosa Candiola, que propendíacon impulso ingénito al mismo sistema. Callaron ambos duran-te un momento, y luego los dos, mejor dicho, los tres, proferi-mos una exclamación y miramos a la torre, cuya campana ha-bía lanzado al viento dos toques de alarma. En el mismo instanteun globo de fuego surcó el espacio negro describiendo rápidasoscilaciones.

—¡Una bomba! ¡Es una bomba! —exclamó María con pavor,arrojándose en brazos de su amigo.

La espantosa luz pasó velozmente por encima de nuestras ca-bezas, por encima de la huerta y de la casa, iluminando a su pasola torre, los techos vecinos, hasta el rincón donde nos escon-díamos. Luego sintiose el estallido. La campana empezó a cla-mar, uniéndose a su grito el de otras más o menos lejanas, agu-das, graves, chillonas, cascadas, y oímos el tropel de la gente quecorría por las inmediatas calles.

—Esa bomba no nos matará —dijo Agustín, tranquilizando asu novia—. ¿Tienes miedo?

—¡Mucho, muchísimo miedo! —respondió esta—. Aunque aveces me parece que tengo mucho, muchísimo valor. Paso las no-ches rezando y pidiéndole a Dios que aparte el fuego de mi casa.Hasta ahora ninguna desgracia nos ha ocurrido, ni en este nien el otro sitio. Pero ¡cuántos infelices han perecido, cuántas ca-sas de personas honradas y que nunca hicieron mal a nadie hansido destruidas por las llamas! Yo deseo ardientemente ir, comolos demás, a socorrer a los heridos; pero mi padre me lo prohí-be, y se enfada conmigo siempre que se lo propongo.

Esto decía, cuando en el interior de la casa sentimos ruidovago y lejano en que se confundía con la voz de la señora Gue-dita la desapacible del tío Candiola. Los tres obedeciendo a unmismo pensamiento nos estrechamos en el rincón y contuvimosel aliento, temiendo ser sorprendidos. Luego sentimos más cer-ca la voz del avaro que decía:

—¿Qué hace usted levantada a estas horas, señora Guedita? —Señor —contestó la vieja, asomándose por una ventana que

daba al corredor—, ¿quién puede dormir con este horrorosobombardeo? Si a lo mejor se nos mete aquí una señora bombay nos coge en la cama y en paños menores, y vienen los vecinos

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a sacar los trastos y a apagar el fuego... ¡Oh, qué falta de pudor!No pienso desnudarme mientras dure este endemoniado bom-bardeo.

—Y mi hija, ¿duerme? —preguntó Candiola, que al decir estose asomaba por un ventanillo al otro extremo de la huerta.

—Arriba está durmiendo como una marmota —repuso la due-ña—. Bien dicen que para la inocencia no hay peligros. A la niñano le asusta una bomba más que un cohete.

—Si desde aquí se divisara el punto donde ha caído ese pro-yectil... —dijo Candiola, alargando su cuerpo fuera de la venta-na para poder extender la vista por sobre los tejados vecinos,más bajos que el de su casa—. Se ve claridad como de incendio;pero no puedo decir si es cerca o lejos.

—O yo no entiendo nada de bombas —dijo Guedita desde elcorredor—, o esta ha caído allá por el mercado.

—Así parece. Si todas cayeran en las casas de los que sostie-nen la defensa, y se empeñan en no acabar de una vez tantosdesastres... Si no me engaño, señora Guedita, el fuego luce ha-cia la calle de la Tripería. ¿No están por allá los almacenes de laJunta de Abastos? ¡Ah, bendita bomba, que no cayera en la ca-lle de la Hilarza y en la casa del malvado y miserable ladrón...!Señora Guedita, estoy por salir a la calle a ver si el regalo hacaído en la calle de la Hilarza, en la casa del orgulloso, del en-trometido, del canalla, del asesino don José de Montoria. Se lohe pedido con tanto fervor esta noche a la Virgen del Pilar, a lassantas Masas y a santo Dominguito del Val, que al fin creo quehan oído.

—Señor don Jerónimo —dijo la vieja—, déjese usted de corre-rías, que el frío de la noche traspasa, y no vale la pena de cogeruna pulmonía por ver dónde paró la bomba, que harto tene-mos ya con saber que no se nos ha metido en casa. Si la que pasóno ha caído en casa de ese bárbaro sayón, otra caerá mañana,pues los franceses tienen buena mano. Conque acuéstese sumerced, que yo me quedo rondando la casa, por si ocurrierealgo.

Candiola, respecto a la salida, varió sin duda de parecer, envista de los buenos consejos de la criada, porque cerrando la ven-tanilla, metiose dentro, y no se le sintió más en el resto de la no-

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che. Mas no porque desapareciera rompieron los amantes el si-lencio, temerosos de ser escuchados o sorprendidos; y hastaque la vieja no vino a participarnos que el señor roncaba comoun labriego, no se reanudó el diálogo interrumpido.

—Mi padre desea que las bombas caigan sobre la casa de suenemigo —dijo María—. Yo no quisiera verlas en ninguna par-te, pero si alguna vez se puede desear mal al prójimo, es en estaocasión, ¿no es verdad?

Agustín no contestó nada. —Tú te marchaste —continuó la joven—. Tú no viste cómo

aquel hombre, el más cruel, el más malvado y cobarde de todoslos que vinieron, le arrojó al suelo, ciego de cólera y le pisoteó.Así patearán su alma los demonios en el infierno, ¿no es verdad?

—Sí —contestó lacónicamente el mozo. —Esta tarde, después que todo aquello pasó, Guedita y yo cu-

rábamos las contusiones de mi padre. Él estaba tendido sobresu cama, y loco de desesperación, se retorcía mordiéndose lospuños y lamentándose de no haber tenido más fuerza que elotro. Nosotras procurábamos consolarle; pero él nos decía quecalláramos. Después me echó en cara, ¡tal era su rabia!, que hu-biese yo arrojado a la calle el dinero de la harina; enfadose mu-cho conmigo, y me dijo que pues no se pudo sacar otra cosa, lostres mil reales y pico no debían despreciarse; y que yo era unaloca despilfarradora, que lo estaba arruinando. De ningúnmodo podíamos calmarle. Cerca ya del anochecer sentimosotra vez ruido en la calle. Creímos que volvían los mismos y elmismo del mediodía. Mi padre quiso arrojarse del lecho llenode furia. Yo tuve al principio mucho miedo; después me reani-mé, considerando que era necesario mostrar valor. Pensando enti, dije: «Si él estuviera en casa, nadie nos insultaría». Como elrumor de la calle aumentara, lleneme de valor, cerré bien todaslas puertas, y rogando a mi padre que continuase quieto en sucama, resolví esperar. Mientras Guedita rezaba de rodillas a to-dos los santos del cielo, yo registré la casa buscando un arma, yal fin pude hallar un gran cuchillo. La vista de esta arma siem-pre me ha causado horror; pero hoy la empuñé con decisión.¡Oh!, estaba fuera de mí, y aún ahora mismo me causa espantoel pensar en aquello. Frecuentemente me desmayo al mirar un

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herido; me asusto y tiemblo sólo de ver una gota de sangre; casilloro si castigan a un perro delante de mí, y jamás he tenido fuer-zas para matar una mosca. Pero esta tarde, Agustín, esta tarde,cuando sentí ruido en la calle, cuando creí oír de nuevo los gol-pes en la puerta, cuando esperaba por momentos ver delantede mí a aquellos hombres... Te juro que si llega a salir verdadlo que temí, si cuando yo estaba en el cuarto de mi padre, jun-to a su cama, llega a entrar el mismo hombre que le maltrató al-gunas horas antes, te juro que allí mismo... sin vacilar... cierrolos ojos y le parto el corazón.

—¡Calla, por Dios! —dijo Montoria con horror—. Me causasmiedo, María, y al oírte me parece que tus propias manos, es-tas divinas manos, clavan en mi pecho la hoja fría. No maltra-tarán otra vez a tu padre. Ya ves cómo lo de esta noche fue puromiedo. No, no hubieras sido capaz de lo que dices. Tú eres unamujer, y una mujer débil, sensible, tímida, incapaz de matar aun hombre, como no le mates de amor. El cuchillo se te hubie-ra caído de las manos y no habrías manchado tu pureza con lasangre de un semejante. Esos horrores se quedan para nosotroslos hombres, que nacemos destinados a la lucha, y que a vecesnos vemos en el triste caso de gozar arrancando hombres a lavida. Mariquilla, no hables más de ese asunto, no recuerdes alos que te ofendieron; olvídalos, perdónalos, y sobre todo no ma-tes a nadie, ni aun con el pensamiento.

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XVI

MIENTRAS esto decían, observé el rostro de la Candiola,que en la oscuridad parecía modelado en pálida cera y

tenía el tono pastoso y mate del marfil. De sus negros ojos, siem-pre que los alzaba al cielo, partía un ligero rayo. Sus negras pu-pilas, sirviendo de espejo a la claridad del cielo, producían, enel fondo donde nos encontrábamos, dos rápidos puntos de luz,que aparecían y se borraban, según la movilidad de su mirada.Y era curioso observar en aquella criatura, toda ella pasión, laborrascosa crisis que removía y exaltaba su sensibilidad hasta po-nerla en punto de bravura. Aquel abandono voluptuoso, aquelarrullo (pues no hallo nombre más propio para pintarla),aquel tibio agasajo que había en la atmósfera junto a ella, no seavenía bien aparentemente con los alardes de heroísmo en de-fensa del ultrajado padre; pero una observación atenta podía des-cubrir que ambas corrientes afluían de un mismo manantial.

—Yo admiro tu exaltado cariño filial —prosiguió Agustín—.Ahora, oye otra cosa. No disculpo a los que maltrataron a tu pa-dre; pero no debes olvidar que tu padre es el único que no hadado nada para la guerra. Don Jerónimo es una persona exce-lente; pero no tiene en su alma ni una chispa de patriotismo.Le son indiferentes las desgracias de la ciudad y hasta parecealegrarse cuando no salimos victoriosos.

La Candiola exhaló algunos suspiros, elevando los ojos alcielo.

—Es verdad —dijo después—. Todos los días y a todas horasle estoy suplicando que dé algo para la guerra. Nada puedo con-seguir, aunque le pondero la necesidad de los pobres soldadosy el mal papel que estamos haciendo en Zaragoza. Él se enfada

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cuando me oye, y dice que el que ha traído la guerra que la pa-gue. En el otro sitio, me alegraba en extremo cuando tenía no-ticia de una victoria, y el 4 de agosto salí yo misma sola a la ca-lle, no pudiendo resistir la curiosidad. Una noche estaba en casade las de Urriés, y como celebraran la acción de aquella tarde,que había sido muy brillante, empecé a alabar yo también lo ocu-rrido, mostrándome muy entusiasmada. Entonces una vieja queestaba presente me dijo en alta voz y con muy mal tono: «Niñaloca, en vez de hacer esos aspavientos, ¿por qué no llevas al hos-pital de sangre siquiera una sábana vieja? En casa del señor Can-diola, que tiene los sótanos llenos de dinero, ¿no hay un mal pin-gajo que dar a los heridos? Tu papaíto es el único, el único detodos los vecinos de Zaragoza que no ha dado nada para la gue-rra». Todos se rieron mucho al oír esto, y yo me quedé corrida,muerta de vergüenza, sin atreverme a hablar. En un rincón dela sala estuve hasta el fin de la tertulia, sin que nadie me diri-giera la palabra. Mis pocas amigas, que tanto me querían, no seacercaban a mí. Entre el tumulto de la reunión, oí a menudo elnombre de mi padre con comentarios y apodos muy denigran-tes. ¡Oh!, se me partía con esto el corazón. Cuando me retirépara venir a casa, apenas me saludaron fríamente, y los amosde la casa me despidieron con desabrimiento. Vine aquí, era ya denoche, me acosté, y no pude dormir ni cesé de llorar hasta porla mañana. La vergüenza me requemaba la sangre.

—Mariquilla —exclamó Agustín con amor—, la bondad de tussentimientos es tan grande, que por ella olvidará Dios las cruel-dades de tu padre.

—Después —prosiguió la Candiola—, a los pocos días, el 4 deagosto, vinieron los dos heridos que nombró hoy en la reyertael enemigo de mi padre. Cuando nos dijeron que la Junta des-tinaba a casa dos heridos para que los asistiéramos, Guedita yyo nos alegramos mucho, y locas de contento empezamos a pre-parar vendas, hilas y camas. Les esperábamos con tanta ansie-dad, que a cada instante nos poníamos a la ventana por ver sivenían. Por fin vinieron; mi padre, que había llegado momen-tos antes de la calle con muy negro humor, quejándose de quehabían muerto muchos de sus deudores, y que no tenía esperan-za de cobrar, recibió muy mal a los heridos. Yo le abracé lloran-

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do y le pedí que les diera alojamiento; pero no me hizo caso, yciego de cólera, les arrojó en medio del arroyo, atrancó la puer-ta y subió diciendo: «Que los asista quien los ha parido». Era yade noche. Guedita y yo estábamos muertas de desolación. Nosabíamos qué hacer, y desde aquí sentíamos los lamentos deaquellos dos infelices, que se arrastraban en la calle pidiendo so-corro. Mi padre, encerrándose en su cuarto a hacer cuentas, nose cuidaba ya ni de ellos ni de nosotras. Pasito a pasito, para queno nos sintiera, fuimos a la habitación que da a la calle, y por laventana les echamos trapos para que se vendaran; pero no lospodían coger. Les llamamos, nos vieron, y alargaban sus manoshacia nosotras. Atamos un cestillo a la punta de una caña y lesdimos algo de comida; pero uno de ellos estaba exánime y al otrosus dolores no le permitían comer nada. Les animábamos conpalabras tiernas, y pedíamos a Dios por ellos. Por último, resol-vimos bajar por aquí y salir afuera para asistirles, aunque sóloun momento; pero mi padre nos sorprendió y se puso furioso.¡Qué noche, Santa Virgen! Uno de ellos murió en medio de lacalle, y el otro se fue arrastrando a buscar misericordia en otraparte.

Agustín y yo callamos, meditando en las monstruosas contra-dicciones de aquella casa.

—Mariquilla —exclamó al fin mi amigo—, ¡qué orgulloso es-toy de quererte! La ciudad no conoce tu corazón de oro, y espreciso que lo conozca. Yo quiero decir a todo el mundo que teamo, y probar a mis padres, cuando lo sepan, que he hecho unaelección acertada.

—Yo soy como cualquiera —dijo con humildad la Candiola—,y tus padres no verán en mí sino la hija del que llaman el judíomallorquín. ¡Oh, me mata la vergüenza! Quiero salir de Zarago-za y no volver más a este pueblo. Mi padre es de Palma, es cier-to; pero no desciende de judíos, sino de cristianos viejos, y mimadre era aragonesa y de la familia de Rincón. ¿Por qué somosdespreciados? ¿Qué hemos hecho?

Diciendo esto, los labios de Mariquilla se contrajeron conuna sonrisa entre incrédula y desdeñosa. Agustín, atormenta-do sin duda por dolorosos pensamientos, permaneció mudo,con la frente apoyada sobre las manos de su novia. Terribles

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fantasmas se alzaban con amenazador ademán entre uno yotro. Con los ojos del alma, él y ella les estaban mirando lle-nos de espanto.

Después de un largo rato, Agustín alzó el rostro, y dijo: —María, ¿por qué callas? Di algo. —¿Por qué callas tú, Agustín? —preguntó a su vez la mu-

chacha.—¿En qué piensas?—¿En qué piensas tú? —Pienso —dijo el mancebo— en que Dios nos protegerá.

Cuando concluya el sitio, nos casaremos. Si tú te vas de Zarago-za, yo iré contigo a donde tú te vayas. ¿Tu padre te ha habladoalguna vez de casarte con alguien?

—Nunca.—No impedirá que te cases conmigo. Yo sé que los míos se

opondrán; pero mi voluntad es irrevocable. No comprendo lavida sin ti, y perdiéndote no existiría. Eres la suprema necesi-dad de mi alma, que sin ti sería como el universo sin luz. Nin-guna fuerza humana nos apartará mientras tú me ames. Estaconvicción está tan arraigada dentro de mí, que si alguna vezpienso que nos hemos de separar en vida para siempre, se merepresenta esto como un trastorno en la naturaleza. ¡Yo sin ti!Esto me parece la mayor de las aberraciones. ¡Yo sin ti! ¡Qué de-lirio y qué absurdo! Es como el mar en la cumbre de las mon-tañas y la nieve en las profundidades del Océano vacío, como losríos corriendo por el cielo y los astros hechos polvo de fuego enlas llanuras de la tierra; como si los árboles hablaran y el hom-bre viviera entre los metales y las piedras preciosas en las entra-ñas de la tierra. Yo me acobardo a veces, y tiemblo pensando enlas contrariedades que nos abruman; pero la confianza que ilu-mina mi espíritu, como la fe de las cosas santas, me reanima. Sipor momentos temo la muerte, después una voz secreta me diceque no moriré mientras tú vivas. ¿Ves todo este estrago del si-tio que soportamos? ¿Ves cómo llueven bombas, granadas y ba-las, y cómo caen para no levantarse más infinitos compañerosmíos? Pues pasada la primera impresión de miedo, nada de estome hace estremecer, y creo que la Virgen del Pilar aparta de míla muerte. Tu sensibilidad te tiene en comunicación constante

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con los ángeles del cielo; tú eres un ángel del cielo, y el amarte,el ser amado por ti, me da un poder divino contra el cual nadapueden las fuerzas del hombre.

Así habló largo rato Agustín, desbordándose de su llena fan-tasía los pensamientos de la amorosa superstición que le domi-naba.

—Pues yo —dijo Mariquilla— también tengo cierta confianzaen lo mismo que has dicho. Temo mucho que te maten; perono sé qué voces me suenan en el fondo del alma, diciéndomeque no te matarán. ¿Será porque he rezado mucho, pidiendo aDios conserve tu vida en medio de este horroroso fuego? No losé. Por las noches, como me acuesto pensando en las bombas quehan caído, en las que caen, y en las que caerán, sueño con lasbatallas, y no ceso de oír el zumbido de los cañones. Deliro mu-cho, y Guedita que duerme junto a mí, dice que hablo en sue-ños, diciendo mil desatinos. Seguramente diré alguna cosa, por-que no ceso de soñar, y te veo en la muralla y hablo contigo yme respondes. Las balas no te tocan, y me parece que es por losPadrenuestros que rezo despierta y dormida. Hace pocas nochessoñé que iba a curar a los heridos con otras muchachas, y quecurábamos muchos muchísimos, poniéndoles buenos en el acto,casi resucitándoles con nuestras hilas. También soñé que de vuel-ta a casa te encontré aquí; estabas con tu padre, que era un vie-jecito muy amable y risueño, y ese tu padre hablaba con el mío,sentados ambos en el sofá de la sala, y los dos parecían muy ami-gos. Después soñé que tu padre me miraba sonriendo, y empe-zó a hacerme preguntas. Otras veces sueño con cosas tristes.Cuando despierto, pongo atención, y si no siento el ruido delbombardeo, digo: «Puede que los franceses hayan levantado elsitio». Si oigo cañonazos, miro a la imagen de la Virgen del Pi-lar que está en mi cuarto, le pregunto con el pensamiento, y mecontesta que no has muerto, sin que yo pueda decir qué signoemplea para responderme. Paso el día pensando en las mura-llas, y me pongo en la ventana para oír lo que dicen los mozosal pasar por la calle. Algunas veces siento tentaciones de pregun-tarles si te han visto... Llega la noche, te veo, y me quedo tancontenta. Al día siguiente Guedita y yo nos ocupamos en pre-parar alguna cosa de comer a escondidas de mi padre; si vale la

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pena, te la guardamos a ti; y si no, se la lleva para los heridos yenfermos ese frailito que llaman el padre Busto, el cual vienepor las tardes con pretexto de visitar a doña Guedita de quienes pariente. Nosotras le preguntamos que cómo va la cosa, y élnos dice: «Perfectamente. Las tropas están haciendo grandesproezas, y los franceses tendrán que retirarse como la otra vez».Estas noticias de que todo va bien nos vuelven locas de gozo. Elruido de las bombas nos entristece después; pero rezando reco-bramos la tranquilidad. A solas en nuestro cuarto, de noche, ha-cemos hilas y vendas, que se lleva también a escondidas el pa-dre Busto, como si fueran objetos robados, y al sentir los pasosde mi padre, lo guardamos todo con precipitación y apagamosla luz, porque si descubre lo que estamos haciendo, se pone muyfurioso.

Contando sus sustos y sus alegrías con sencillez divina, Mari-quilla estaba risueña y algo festiva. El encanto especial de su vozno es descriptible, y sus palabras semejantes a una vibración denotas cristalinas dejaban eco armonioso en el alma. Cuando con-cluyó, el primer resplandor de la aurora empezaba a alumbrarsu semblante.

—Despunta el día, Mariquilla, —dijo Agustín—, y tenemos quemarcharnos. Hoy vamos a defender las Tenerías; hoy habrá unfuego horroroso y morirán muchos; pero la Virgen del Pilar nosamparará y podremos gozar de la victoria. María, Mariquilla,no me tocarán las balas.

—No te vayas todavía —repuso la hija de Candiola—. Comien-za el día, es verdad; pero aún no hacéis falta en la muralla.

Sonó la campana de la torre.—Mira qué pájaros cruzan el espacio anunciando la aurora

—dijo Agustín con amarga ironía. Una, dos, tres bombas atravesaron el cielo, débilmente acla-

rado todavía. —¡Qué miedo! —exclamó María, dejándose abrazar por Mon-

toria—. ¿Nos preservará Dios hoy como nos ha preservadoayer?

—¡A la muralla! —exclamé yo, levantándome a toda prisa—.¿No oyes que tocan a llamada las campanas y las cajas? ¡A la mu-ralla!

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Mariquilla, poseída de un pánico imposible de pintar, llora-ba, queriendo detener a Agustín de Montoria. Yo, resuelto a par-tir, pugnaba por llevármele.

Estruendo de tambores y campanas sonaba en la ciudad con-vocando a las armas, y si en el instante mismo no acudíamos alas filas, corríamos riesgo de ser arcabuceados o tenidos por co-bardes.

—Me voy, me voy, María —dijo mi amigo con profunda emo-ción—. ¿Temes al fuego? No; esta casa es sagrada, porque tú lahabitas; será respetada por el fuego enemigo, y la crueldad detu padre no la castigará Dios en tu santa cabeza. Adiós.

Apareció bruscamente doña Guedita, diciendo que su amo seestaba levantando a toda prisa. Entonces la misma María nos em-pujó hacia lo bajo de la huerta, ordenándonos que saliéramosal instante. Agustín estaba traspasado de pena, y en la puertahizo movimientos de perplejidad y dio algunos pasos para vol-ver al lado de la infeliz Candiolilla, que muerta de miedo, de-rramando lágrimas y con las manos cruzadas en disposición deorar, nos miraba partir, aún envuelta en la sombra del ciprés quenos había dado abrigo.

En el momento en que abríamos la puerta oyose un grito enla parte superior de la casa, y vimos al tío Candiola, que salien-do a medio vestir, se dirigía hacia nosotros en actitud amenaza-dora. Quiso Agustín volver atrás; pero le empujé hacia afuera,y salimos.

—¡Al momento a las filas! ¡A las filas! —exclamé—. Nos echa-rán de menos, Agustín. Deja por ahora a tu futuro suegro quese entienda con tu futura esposa.

Y velozmente corrimos hasta dar en el Coso, donde observa-mos el sinnúmero de bombas arrojadas sobre la infeliz ciudad.Todos acudían con presteza a distintos sitios, cuál a las Tenerías,cuál al Portillo, cuál a Santa Engracia o a Trinitarios. Al llegaral arco de Cineja, tropezamos con don José de Montoria, queseguido de sus amigos, corría hacia el Almudí. En el mismo ins-tante un terrible estampido, resonando a nuestra espalda, nosanunció que un proyectil enemigo había caído en paraje cerca-no. Agustín, al oír esto, volvió hacia atrás, disponiéndose a tor-nar al punto de donde veníamos.

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—¿A dónde vas?, ¡porra! —le dijo su padre, deteniéndole—.A las Tenerías, pronto a las Tenerías.

La gente que iba y venía supo al momento el lugar del desas-tre, y oímos decir:

—Tres bombas han caído juntas en la casa del tío Candiola. —Los ángeles del cielo apuntaron sin duda los morteros —ex-

clamó don José de Montoria con estrepitosa carcajada—. Vere-mos cómo se las compone ese judío mallorquín, si es que ha que-dado vivo, para poner en salvo su dinero.

—Corramos a salvar a esos desgraciados —dijo Agustín convehemencia.

—A las filas, cobardes —exclamó el padre, sujetándole con fé-rrea mano—. Esa es obra de mujeres. Los hombres a morir enla brecha.

Era preciso acudir a nuestros puestos, y fuimos, mejor dicho,nos llevaron, nos arrastró la impetuosa oleada de gente que co-rría a defender el barrio de las Tenerías.

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XVII

MIENTRAS los morteros situados al Mediodía arrojabanbombas en el centro de la ciudad, los cañones de la lí-

nea oriental dispararon con bala rasa sobre la débil tapia de lasMónicas y las fortificaciones de tierra y ladrillo del Molino deaceite y de la batería de Palafox. Bien pronto abrieron tres gran-des brechas, y el asalto era inminente. Apoyábanse en el moli-no de Goicoechea, que tomaron el día anterior, después de serabandonado e incendiado por los nuestros.

Seguras del triunfo, las masas de infantería recorrían el cam-po, ordenándose para asaltarnos. Mi batallón ocupaba una casade la calle de Pabostre, cuya pared había sido en toda su exten-sión aspillerada. Muchos paisanos y compañías de varios regi-mientos aguardaban en la cortina, llenos de furor y sin que lesarredrara la probabilidad de una muerte segura, con tal de es-carmentar al enemigo en su impetuoso avance.

Pasaron largas horas. Los franceses apuraban los recursos dela artillería por ver si nos aterraban, obligándonos a dejar el ba-rrio; pero las tapias se desmoronaban, estremecíanse las casascon espantoso sacudimiento, y aquella gente heroica, que ape-nas se había desayunado con un zoquete de pan, gritaba desdela muralla, diciéndoles que se acercasen. Por fin, contra la bre-cha del centro y la de la derecha avanzaron fuertes columnas,sostenidas por otras a retaguardia, y se vio que la intención delos franceses era apoderarse a todo trance de aquella línea de pul-verizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos,y tomarla a cualquier precio, arrojando sobre ella masas de car-ne y haciendo pasar la columna viva por encima de los cadáve-res de la muerta.

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No se diga para amenguar el mérito de los nuestros que elfrancés luchaba a pecho descubierto; los defensores también lohacían; y detrás de la desbaratada cortina no podía guarecer-se una cabeza. Allí era de ver cómo chocaban las masas de hom-bres y cómo las bayonetas se cebaban con saña más propia defieras que de hombres en los cuerpos enemigos. Desde las ca-sas hacíamos fuego incesante, viéndoles caer materialmente enmontones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de losescombros que querían conquistar. Nuevas columnas sustituíana las anteriores, y en los que llegaban después, a los esfuer-zos del valor se unían ferozmente las brutalidades de la ven-ganza.

Por nuestra parte el número de bajas era enorme: los hom-bres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aque-lla línea que había sido muralla y ya no era sino una aglomera-ción informe de tierra, de ladrillos y cadáveres. Lo natural, lohumano habría sido abandonar unas posiciones defendidascontra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militarreunidos; pero allí no se trataba de nada que fuese humano ynatural, sino de extender la potencia defensiva hasta límites in-finitos, desconocidos para el cálculo científico y para el valor or-dinario, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones elgenio aragonés, que nunca se sabe a dónde llega.

Siguió, pues, la resistencia, sustituyendo los vivos a los muer-tos con entereza sublime. Morir era un accidente, un detalle tri-vial, un tropiezo del cual no debía hacerse caso.

Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosastrataban de apoderarse de la casa de González, que he mencio-nado arriba; pero desde las casas inmediatas y desde los cubosde la muralla se les hizo fuego tan terrible de fusilería y cañón,que desistieron de su intento. Iguales ataques se verificaban, conmejor éxito de parte suya por nuestra derecha, hacia la huertade Camporreal y baterías de los Mártires, y la inmensa fuerza des-plegada por los sitiadores a una misma hora y en una línea depoca extensión no podía menos de producir resultados.

Desde la casa de la calle de Pabostre inmediata al Molino dela ciudad hacíamos fuego, como he dicho, contra los que da-ban el asalto, cuando he aquí que las baterías de San José, an-

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tes ocupadas en demoler la muralla, enfilaron sus cañones con-tra aquel viejo edificio, y sentimos que las paredes retembla-ban; que las vigas crujían como cuadernas de un buque con-movido por las tempestades; que las maderas de los tapialesestallaban destrozándose en mil astillas; en suma, que la casase venía abajo.

—¡Cuerno, recuerno! —exclamó el tío Garcés—. Que se nosviene la casa encima.

El humo, el polvo, no nos permitían ver lo que pasaba fuerani lo que pasaba dentro.

—¡A la calle, a la calle! —gritó Pirli, arrojándose por una ven-tana.

—¡Agustín, Agustín!, ¿dónde estás? —grité yo, llamando a miamigo.

Pero Agustín no parecía. En aquel momento de angustia, yno encontrando en medio de tal confusión ni puerta para sa-lir, ni escalera para bajar, corrí a la ventana para arrojarme fue-ra, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligome a retro-ceder sin aliento ni fuerzas. Mientras los cañones de la bateríade San José intentaban por la derecha sepultarnos entre losescombros de la casa y parecían conseguirlo sin esfuerzo, pordelante, y hacia las eras de San Agustín, la infantería francesahabía logrado penetrar al fin por las brechas, rematando a losinfelices que ya apenas eran hombres, y acabándoles de ma-tar, pues su agonía desesperada no puede llamarse vida. Delos callejones cercanos se les hacía un fuego horroroso y los ca-ñones de la calle de Diezma sustituían a los de la batería ven-cida. Pero asaltada la brecha, se aseguraban en la muralla. Eraimposible conservar en el ánimo una chispa de energía antetamaño desastre.

Huí de la ventana hacia dentro, despavorido, fuera de mí. Untrozo de pared estalló, reventó, desgajándose en enormes tro-zos, y una ventana cuadrada tomó la figura de un triángulo isós-celes: el techo dejó ver por una esquina la luz del cielo y los tro-zos de yeso y las agudas astillas salpicaron mi cara. Corrí haciael interior, siguiendo a otros que decían:

—Por aquí, por aquí! —¡Agustín, Agustín! —grité de nuevo, llamando a mi amigo.

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Por fin le vi entre los que corríamos pasando de una habi-tación a otra, y subiendo una escalerilla que conducía a undesván.

—¿Estás vivo? —le pregunté. —No lo sé —repuso—, ni me importa saberlo. En el desván rompimos fácilmente un tabique, y pasando a

otra pieza, hallamos una empinada escalera; la bajamos y nosvimos en una pequeña habitación. Unos siguieron adelante, bus-cando salida a la calle, y otros detuviéronse allí.

Se ha quedado fijo en mi imaginación, con líneas y colores in-delebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada por lacopiosa luz que entraba por una ventana abierta a la calle. Cu-brían las paredes irregulares estampas de vírgenes y santos. Doso tres cofres viejos, forrados de piel de cabra ocupaban un tes-tero. Veíase en otro ropa de mujer, colgada de clavos y alcaya-tas, y una cama altísima de humilde aspecto, aún con las sába-nas revueltas. En la ventana había tres grandes tiestos de yerbas;y parapetadas tras ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosavisual de su puntería, dos mujeres hacían fuego sobre los fran-ceses, que ya ocupaban la brecha. Tenían dos fusiles. Una car-gaba y otra disparaba; agachábase la fusilera para enfilar el ca-ñón entre los tiestos, y suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobrelas matas para mirar el campo de batalla.

—Manuela Sancho —exclamé, poniendo la mano sobre elhombro de la heroica muchacha—. Toda resistencia es inútil.Retirémonos. La casa inmediata es destruida por las bateríasde San José, y en el techo de esta empiezan a caer las balas.Vámonos.

Pero no hacía caso, y seguía disparando. Al fin la casa, que eradébil como la vecina, y aún menos que esta podía resistir al cho-que de los proyectiles, experimentó una fuerte sacudida, cualsi temblara la tierra en que arraigaba sus cimientos. ManuelaSancho arrojó el fusil. Ella y la mujer que la acompañaba pene-traron precipitadamente en una inmediata alcoba, de cuyo os-curo recinto sentí salir angustiosas lamentaciones. Al entrar, vi-mos que las dos muchachas abrazaban a una anciana tullida que,en su pavor, quería arrojarse del lecho.

—Madre, esto no es nada —le dijo Manuela, cubriéndola con

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lo primero que encontró a mano—. Vámonos a la calle, que lacasa parece que se quiere caer.

La anciana no hablaba, no podía hablar. Tomáronla en bra-zos las dos mozas; mas nosotros la recogimos en los nuestros,encargándoles a ellas que llevaran nuestros fusiles y la ropa quepudieran salvar. De este modo pasamos a un patio, que nos diosalida a otra calle, donde aún no había llegado el fuego.

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XVIII

LOS franceses habíanse apoderado también de la batería delos Mártires, y en aquella misma tarde fueron dueños de las

ruinas de Santa Engracia y del convento de Trinitarios. ¿Se con-cibe que continúe la resistencia de una plaza después de perdi-do lo más importante de su circuito? No, no se concibe, ni enlas previsiones del arte militar ha entrado nunca que, apodera-do el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastablede su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de forti-ficaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no seconcibe que, tomada una casa, sea preciso organizar un verda-dero plan de sitio para tomar la inmediata, empleando la zapa,la mina y ataques parciales a la bayoneta, desarrollando contraun tabique ingeniosa estrategia; no se concibe que, tomada unaacera, sea preciso para pasar a la de enfrente poner en ejecu-ción las teorías de Vauban, y que para saltar un arroyo sea pre-ciso hacer paralelas, zig–zags y caminos cubiertos.

Los generales franceses se llevaban las manos a la cabeza, di-ciendo: «Esto no se parece a nada de lo que hemos visto». Enlos gloriosos anales del imperio se encuentran muchos partescomo este: «Hemos entrado en Spandau; mañana estaremos enBerlín». Lo que aún no se había escrito era lo siguiente: «Des-pués de dos días y dos noches de combate, hemos tomado la casanúmero 1 de la calle de Pabostre. Ignoramos cuándo se podrátomar el número 2».

No tuvimos tiempo para reposar. Los dos cañones que enfi-laban la calle de Pabostre, en el ángulo de Puerta Quemada, sehabían quedado sin gente. Unos corrimos a servirlo, y el restodel batallón ocupó varias casas en la calle de Palomar. Los fran-

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ceses dejaron de hacer fuego de cañón contra los edificios quehabíamos abandonado, ocupándose precipitadamente en repa-rarlos como pudieron. Lo que amenazaba ruina lo demolían, ytapiaban los huecos con vigas, cascajo y sacas de lana.

Como no podían atravesar sin riesgo el espacio intermedio en-tre los restos de muralla y sus nuevos alojamientos, comenza-ron a abrir una zanja en zig–zag desde el Molino de la ciudad ala casa que antes ocupáramos nosotros, la cual sólo conservabaen buen estado para alojamiento la planta baja.

Al punto comprendimos que, una vez dueños de aquella casa,procurarían, derribando tabiques, apoderarse de toda la man-zana, y para evitarlo la tropa disponible fue distribuida en guar-niciones que ocuparon todos los edificios donde había peligro.Al mismo tiempo se levantaban barricadas en las bocacalles,aprovechando los escombros. Nos pusimos a trabajar con ardorfrenético en distintas faenas, entre las cuales la menos penosaera seguramente la de batirnos. Dentro de las casas arrojábamospor los balcones todos los muebles; fuera transportábamos he-ridos o arrimábamos los muertos al zócalo de los edificios, pueslas únicas honras fúnebres que por entonces podían hacérselesconsistían en quitarlos de donde estorbaban.

Quisieron también los franceses ganar a Santa Mónica, con-vento situado en la línea de las Tenerías, más al Norte de la ca-lle de Pabostre; pero sus paredes ofrecían buena resistencia, y noera fácil tomarlo como aquellas endebles casas, que el estruendotan sólo de los cañones hacía estremecer. Los voluntarios deHuesca la defendían con gran arrojo, y después de repetidos ata-ques, los sitiadores dejaron la empresa para otro día. Posesiona-dos tan sólo de algunas casas, permanecían en ellas a la caída dela tarde como en escondida madriguera, y ¡ay de aquel que aso-maba la cabeza fuera de las ventanas! Las paredes cercanas, lostejados, las buhardillas y tragaluces abiertos en distintas direc-ciones estaban llenos de atentos ojos que observaban el menordescuido del soldado enemigo para soltarle un tiro.

Cuando anocheció, empezamos a abrir huecos en los tabiquespara comunicar todas las casas de una misma manzana. A pe-sar del incesante ruido del cañón y la fusilería, en el interior delos edificios pudimos percibir el golpear de las piquetas enemi-

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gas, ocupadas en igual tarea que nosotros. También ellos esta-blecían comunicaciones. Como aquella arquitectura era frágil ycasi todos los tabiques de tierra, en poco tiempo abrimos pasopor entre varias casas.

A eso de las diez de la noche nos hallábamos en una que de-bía de ser muy inmediata a la de Manuela Sancho, cuando sen-timos que por conductos desconocidos, por sótanos, pasillos osubterráneas comunicaciones, llegaba a nuestros oídos el rumorde las voces del enemigo. Una mujer subió azorada por una es-calerilla, diciéndonos que los franceses estaban abriendo un bo-quete en la pared de la cuadra, y bajamos al instante; pero aúnno estábamos todos en el patio frío, estrecho y oscuro de la casa,cuando a boca de jarro se nos disparó un tiro, y un compañerofue levemente herido en el hombro.

A la escasa claridad percibimos varios bultos que sucesivamen-te se internaron en la cuadra, e hicimos fuego, avanzando des-pués con brío tras ellos.

Al ruido de los tiros acudieron otros compañeros nuestros quehabían quedado arriba, y penetramos denodadamente en la ló-brega pieza. Los enemigos no se detuvieron en ella, y a todo es-cape repasaron el agujero abierto en la pared medianera, bus-cando refugio en su primitiva morada, desde la cual nos enviaronalgunas balas. No estábamos completamente a oscuras, porqueellos tenían una hoguera, de cuyas llamas algunos débiles rayospenetraban por la abertura, difundiendo rojiza claridad sobre elteatro de aquella lucha.

Yo no había visto nunca cosa semejante, ni jamás presenciécombate alguno entre cuatro negras paredes y a la luz indecisade una llama lejana, cuya oscilación proyectaba movibles som-bras y espantajos en nuestro derredor.

Adviértase que la claridad era perjudicial a los franceses, por-que a pesar de guarecerse tras el hueco, nos ofrecían blanco se-guro. Nos tiroteamos un breve rato, y dos compañeros caye-ron muertos o mal heridos sobre el húmedo suelo. A pesar deeste desastre, hubo otros que quisieron llevar adelante aquellaaventura, asaltando el agujero e internándose en la guarida delenemigo; pero aunque este había cesado de ofendernos, pare-cía prepararse para atacar mejor. De repente se apagó la ho-

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guera y quedamos en completa oscuridad. Dimos repetidasvueltas buscando la salida, y chocábamos unos con otros. Estasituación, junto con el temor de ser atacados con elementos su-periores, o de que arrojaran en medio de aquel sepulcro gra-nadas de mano, nos obligó a retirarnos al patio confusamentey en tropel.

Tuvimos tiempo, sin embargo, para buscar a tientas y recogera los dos camaradas que habían caído durante la refriega, y lue-go que salimos, cerramos la puerta, tabicándola por dentro conpiedras, escombros, vigas, toneles y cuanto en el patio se nos vinoa las manos. Al subir, el que nos mandaba repartió algunos hom-bres en distintos puntos de la casa, dejando un par de escuchasen el patio para atender a los golpes de la zapa enemiga, y a míme tocó salir fuera con otros para traer un poco de comida, quea todos nos hacía muchísima falta.

En la calle nos pareció que de una mansión de tranquilidadpasábamos al mismo infierno, porque en medio de la noche con-tinuaba el fuego entre las casas y la muralla. La claridad de laluna permitía correr sin tropiezo de un punto a otro, y las ca-lles eran a cada instante atravesadas por escuadrones de tropay paisanos que iban a donde, según la voz pública, había verda-dero peligro. Muchos, sin entrar en fila y guiados de su propioinstinto, acudían aquí y allí, haciendo fuego desde el punto quemejor les venía a cuento. Las campanas de todas las iglesias to-caban a la vez con lúgubre algazara, y a cada paso se encontra-ban grupos de mujeres transportando heridos.

Por todas partes, especialmente en el extremo de las calles queremataban en la muralla de Tenerías, se veían hacinados loscuerpos, y el herido se confundía con el cadáver, no pudiendodeterminarse de qué boca salían aquellas voces lastimosas queimploraban socorro. Yo no había visto jamás desolación tan es-pantosa; y más que el espectáculo de los desastres causados porel hierro, me impresionó ver en los dinteles de las casas o arras-trándose por el arroyo en busca de lugar seguro a muchos ata-cados de la epidemia y que se morían por momentos sin teneren las carnes la más ligera herida. El horroroso frío les hacía dardiente con diente, e imploraban auxilio con ademanes de de-sesperación, porque no podían hablar.

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A todas estas, el hambre nos había quitado por completo lasfuerzas, y apenas nos podíamos tener.

—¿Dónde encontraremos algo de comida? —me dijo Agus-tín—. ¿Quién se va a ocupar de semejante cosa?

—Esto tiene que acabarse pronto de una manera o de otra —respondí—. O se rinde la ciudad, o perecemos todos.

Al fin, hacia las piedras del Coso encontramos una cuadrilla deAdministración que estaba repartiendo raciones, y ávidamente to-mamos las nuestras, llevando a los compañeros todo lo que po-díamos cargar. Ellos lo recibieron con gran algarabía y cierta jo-vialidad impropia de las circunstancias; pero el soldado españoles y ha sido siempre así. Mientras comían aquellos mendrugos tanduros como el guijarro, cundió por el batallón la opinión unáni-me de que Zaragoza no podía ni debía rendirse nunca.

Era la medianoche cuando empezó a disminuir el fuego. Losfranceses no conquistaban un palmo de terreno fuera de las ca-sas que ocuparon por la tarde, aunque tampoco se les pudoechar de sus alojamientos. Esta epopeya se dejaba para los díassucesivos; y cuando los hombres influyentes de la ciudad: losMontoria, los Cereso, los Sas, los Salamero y los San Clementevolvían de las Mónicas, teatro aquella noche de grandes prodi-gios, manifestaban una confianza enfática y un desprecio delenemigo, que enardecía el ánimo de cuantos le oían.

—Esta noche se ha hecho poco —decía Montoria—. La genteha estado algo floja. Verdad que no había para qué echar el res-to, ni debemos salir de nuestro ten con ten, mientras los fran-ceses nos ataquen con tan poco brío... Veo que hay algunas des-gracias... Poca cosa. Las monjas han batido bastante aceite convino, y todo es cuestión de aplicar unos cuantos parches... Si hu-biera tiempo, bueno sería enterrar los muertos de ese montón;pero ya se hará más adelante. La epidemia avanza un poco... Espreciso dar muchas friegas... Friegas y más friegas: es mi siste-ma. Por ahora, bien pueden pasarse sin caldo; el caldo es un bre-baje repugnante. Yo les daría un trago de aguardiente, y en pocotiempo podrían tomar el fusil. Conque, señores, la fiesta pare-ce acabarse por esta noche. Descabezaremos un sueño de me-dia hora, y mañana... mañana se me figura que los franceses nosatacarán formalmente.

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Luego encaró con su hijo, que en mi compañía se le acerca-ba, y continuó así:

—¡Oh, Agustinillo! Ya había preguntado por ti, porque en ac-ciones como la de hoy suele suceder que muere alguna gente.¿Estás herido? No, no tienes nada. A ver... un simple rasguño...¡Ah, chico!, se me figura que no te has portado como un Mon-toria. Y usted, Araceli, ¿ha perdido alguna pierna? Tampoco;parece que los dos acaban de salir de la fábrica: no les falta niun pelo. Malo, malo. Me parece que tenemos aquí un par degallinas... ¡Ea!, a descansar un rato, nada más que un rato. Sise sienten ustedes atacados de la epidemia, friegas y más frie-gas... Es el mejor sistema... Conque, señores, quedamos en quemañana se defenderán estas casas tabique por tabique. Lo mis-mo pasa en todo el contorno de la ciudad; pero en cada alco-ba habrá una batalla. Vamos a la Capitanía general, y veremossi Palafox ha acordado lo que pensamos. No hay otro camino:o entregarles la ciudad, o disputarles cada ladrillo como si fue-ra un tesoro. Se aburrirán. Hoy han perdido seis u ocho milhombres. Pero vamos a ver al excelentísimo señor don José...Buenas noches, muchachos, y mañana tratad de sacudir esa co-bardía...

—Durmamos un poco —dije a mi amigo, cuando nos queda-mos solos—. Vamos a la casa que estamos guarneciendo, dondeme parece que he visto algunos colchones.

—Yo no duermo —me contestó Montoria, siguiendo por elCoso adelante.

—Ya sé adónde vas. No se nos permitirá alejarnos tanto,Agustín.

Mucha gente, hombres y mujeres, en diversas direcciones, dis-currían por aquella gran vía. De improviso una mujer corrió ve-lozmente hacia nosotros y abrazó a Agustín sin decirle nada, por-que profunda emoción ahogaba la voz en su garganta.

—Mariquilla, Mariquilla de mi corazón —exclamó Montoria,abrazándola con júbilo—. ¿Cómo estás aquí? Iba ahora en bus-ca tuya.

Mariquilla no podía hablar, y sin el sostén de los brazos delamante, su cuerpo, desmadejado y flojo, hubiera caído alsuelo.

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—¿Estás enferma? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Es cierto quelas bombas han derribado tu casa?

Cierto debía ser, pues la desgraciada joven mostraba en su de-saliñado aspecto una gran desolación. Su vestido era el que levimos la noche anterior. Tenía suelto el cabello y en sus brazosmagullados observamos algunas quemaduras.

—Sí —dijo al fin con apagada voz—. Nuestra casa no existe;no tenemos nada, lo hemos perdido todo. Esta mañana cuan-do saliste de allá, una bomba hundió el techo. Luego cayeronotras dos...

—¿Y tu padre?—Mi padre está allá, y no quiere abandonar las ruinas de la

casa. Yo he estado todo el día buscándote para que nos dierasalgún socorro. Me he metido entre el fuego, he estado en to-das las calles del arrabal, he subido a algunas casas. Creí que ha-bías muerto.

Agustín se sentó en el hueco de una puerta, y abrigando a Ma-riquilla con su capote, la sostuvo como se sostiene a un niño. Re-puesta de su desmayo, pudo seguir hablando, y entonces nosdijo que no habían podido salvar ningún objeto y que apenastuvieron tiempo para huir. La infeliz temblaba de frío, y ponién-dole mi capote sobre el que ya tenía, tratamos de llevarla a lacasa que guarnecíamos.

—No —dijo—. Quiero volver al lado de mi padre. Está loco dedesesperación y dice mil blasfemias injuriando a Dios y a los san-tos. No le he podido arrancar de aquello que fue nuestra casa.Carecemos de alimento. Los vecinos no han querido darle nada.Si ustedes no quieren llevarme allá, me iré yo sola.

—No, Mariquilla, no, no irás allá —exclamó Montoria—. Tepondremos en una de estas casas, donde al menos por esta no-che estarás segura, y, entre tanto Gabriel irá en busca de tu pa-dre, y llevándole algún alimento, de grado o por fuerza le saca-rá de allí.

Insistió la Candiola en volver a la calle de Antón Trillo, perocomo apenas tenía fuerzas para moverse, la llevamos en bra-zos a una casa de la calle de los Clavos donde estaba ManuelaSancho.

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CESADO el fuego de cañón y de fusil, un gran resplandoriluminaba la ciudad. Era el incendio de la Audiencia que,

comenzado cerca de la medianoche, había tomado terribles pro-porciones y devoraba por sus cuatro costados aquel hermosoedificio.

Sin atender más que a mi objeto, seguí presuroso hasta lacalle de Antón Trillo. La casa del tío Candiola había estado ar-diendo todo el día, y al fin sofocada la llama entre los escom-bros de los techos hundidos, de entre las paredes agrietadassalía negra columna de humo. Los huecos, perdida su forma,eran unos agujeros irregulares por donde se veía el cielo, yel ladrillo desmoronado formaba una dentelladura desigualen lo que fue arquitrabe. Parte del lienzo de pared que dabafrente a la huerta se había venido al suelo, obstruyendo estaen términos que había desaparecido el antepecho, y la esca-lerilla de piedra, llegando el cascajo hasta la misma tapia dela calle. En medio de estas ruinas subsistía incólume el ciprés,como el pensamiento que permanece vivo al sucumbir la ma-teria, y alzaba su negra cima como un monumento conmemo-rativo.

El portalón estaba destrozado a hachazos por los que en el pri-mer momento acudieron a contener el fuego. Cuando penetréen la huerta, vi que hacia la derecha y junto a la reja de una ven-tana había alguna gente. Aquella parte de la casa era la que seconservaba mejor, pues el piso bajo no había sufrido casi nada,y el desplome del techo sobre el principal no había conmovidoa este, aunque era de esperar que con el gran peso se rindieramás o menos pronto.

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Acerqueme al grupo, creyendo encontrar a Candiola y, enefecto, allí estaba sentado junto a la reja, con las manos en cruz,inclinada la cabeza sobre el pecho y lleno el vestido de jirones yquemaduras. Era rodeado por una pequeña turba de mujeresy chiquillos, que cual abejorros zumbaban en su alrededor, pro-digándole toda clase de insultos y vejámenes. No me costó grantrabajo ahuyentar tan molesto enjambre, y aunque no se fue-ron todos y persistían en husmear por allí, creyendo encontrarentre las ruinas el oro del rico Candiola, este se vio al fin librede los tirones, pedradas y de las crueles agudezas con que eramortificado.

—Señor militar —me dijo—, le agradezco a usted que pongaen fuga a esa vil canalla. Aquí se le quema a uno la casa y nadiele da auxilio. Ya no hay autoridades en Zaragoza. ¡Qué pueblo,señor, qué pueblo! No será porque dejemos de pagar gabelas,diezmos y contribuciones.

—Las autoridades no se ocupan más que de las operacionesmilitares —le dije—; y son tantas las casas destruidas, que es im-posible acudir a todas.

—¡Maldito sea mil veces —exclamó, llevándose la mano a lacabeza desnuda— quien nos ha traído estos desastres! Atormen-tado en el infierno por mil eternidades no pagaría su culpa. Pero¿qué demonios busca usted aquí, señor militar? ¿Quiere usteddejarme en paz?

—Vengo en busca del señor Candiola —respondí— para lle-varle a donde se le pueda socorrer, curando sus quemaduras, ydándole un poco de alimento.

—¿A mí...? Yo no salgo de mi casa —exclamó con voz lúgubre—.La Junta tendrá que reedificármela. ¿Y a dónde me quiere llevarusted? Ya... ya... ya estoy en el caso de que me den una limosna.Mis enemigos han conseguido su objeto, que era ponerme en elcaso de pedir limosna; pero no la pediré, no. Antes me comerémi propia carne y beberé mi sangre que humillarme ante los queme han traído a semejante estado. ¡Ah, miserables!, y le quitan auno su harina para ponerla después en las cuentas como adqui-rida a noventa o cien reales. Como que están vendidos a los fran-ceses, y prolongan la resistencia para redondear sus negocios; lue-go les entregan la ciudad y se quedan tan frescos.

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—Deje usted todas esas consideraciones para otro momento—le dije— y sígame ahora, que no está el tiempo para pensaren eso. Su hija de usted ha encontrado donde guarecerse, y austed le daremos asilo en el mismo lugar.

—Yo no me muevo de aquí. ¿En dónde está mi hija? —pre-guntó con pena—. ¡Ah!, esa loca no sabe permanecer al lado desu padre en la desgracia. La vergüenza la hace huir de mí. Mal-dita sea su liviandad y el momento en que la descubrí. Señor Je-sús Nazareno, y tú, mi patrono, santo Dominguito del Val, de-cidme: ¿qué he hecho yo para merecer tantas desgracias en unmismo día? ¿No soy bueno, no hago todo el bien que puedo, nofavorezco a mis semejantes prestándoles dinero con un interésmódico, pongo por caso, la miseria de tres o cuatro reales porpeso fuerte al mes? Y si soy un hombre bueno a carta cabal, ¿aqué llueven sobre mí tantas desventuras? Y gracias que no pier-do lo poco que a fuerza de trabajos he reunido, porque está enparaje a donde no pueden llegar las bombas; pero ¿y la casa, losmuebles, y los recibos y lo que aún queda en el almacén? Mal-dito sea yo, y cómanme los demonios, si cuando esto se acabe ycobre los piquillos que por ahí tengo, no me marcho de Zara-goza para no volver más.

—Nada de eso viene ahora al caso, señor de Candiola —dijecon impaciencia—. Sígame usted.

—No —dijo con furia—, no, no es desatino. Mi hija se ha en-vilecido. No sé cómo no la maté esta mañana. Hasta aquí yo ha-bía supuesto a María un modelo de virtudes y de honestidad;me deleitaba su compañía, y de todos los buenos negocios des-tinaba un real para comprarle monerías. ¡Mal empleado dine-ro! Dios mío, tú me castigas por haber despilfarrado un grancapital en cosas superfluas, cuando colocado a interés compues-to hubiérase ya triplicado. Yo tenía confianza en mi hija. Estamañana levanteme al amanecer; acababa de pedir con fervor ala Virgen del Pilar que me librara del bombardeo, y tranquila-mente abrí la ventana para ver cómo estaba el día. Póngase us-ted en mi caso, señor militar, y comprenderá mi asombro y penaal ver dos hombres allí... allí, en aquel corredor, junto al ciprés...me parece que les estoy viendo. Uno de ellos abrazaba a mi hija.Ambos vestían uniforme; no pude verles el rostro porque aún

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era escasa la claridad del día... Precipitadamente salí de mi cuar-to; pero cuando bajé a la huerta ya los dos estaban en la calle.Quedose muda mi hija al ver descubierta su liviandad y, leyen-do en mi cara la indignación que tan vil conducta me producía,se arrodilló delante de mí, pidiéndome perdón. «Infame —ledije ciego de ira—, tú no eres hija mía, tú no eres hija de estehombre honrado que jamás ha hecho mal a nadie. Muchachaloca y sin pudor, no te conozco, tú no eres mi hija; vete de aquí...¡Dos hombres, dos hombres en mi casa, de noche, contigo! ¿Nohas reparado en las canas de tu anciano padre? ¿No has repa-rado que esos hombres pueden robarme? ¿No has reparado quela casa está llena de mil objetos de valor, que caben fácilmenteen una faltriquera...? ¡Mereces la muerte! Y si no me engaño,aquellos dos hombres se llevaban alguna cosa. ¡Dos hombres!¡Dos novios! ¡Y recibirlos de noche en mi casa, deshonrando atu padre y ofendiendo a Dios! ¡Y yo, desde mi cuarto, mirabala luz del tuyo, creyendo con esto que velabas allí haciendo al-guna labor...! De modo, miserable chicuela; de modo, hembradespreciable, que mientras tú estabas en la huerta, en tu cuar-to se estaba gastando inútilmente una vela...». ¡Oh, señor mili-tar!, no pude contener mi indignación, y luego que esto le dije,cogila por un brazo y la arrastré para echarla fuera. En mi có-lera ignoraba lo que hacía. La infeliz me pedía perdón, añadien-do: «Yo le quiero, padre; yo no puedo negar que le quiero».Oyéndola, se redobló mi furor, y exclamé así: «¡Maldito sea elpan que te he dado en diecinueve años! ¡Meter ladrones en micasa! ¡Maldita sea la hora en que naciste y malditos los lienzosen que te envolvimos en la noche del 3 de febrero del año 91!Antes se hundirá el cielo ante mí, y antes me dejará de su manola Señora Virgen del Pilar, que volver a ser para ti tu padre, ytú para mí la Mariquilla a quien tanto he querido». Apenas dijeesto, señor militar, cuando pareció que todo el firmamento re-ventaba en pedazos, cayendo sobre mi casa. ¡Qué espantoso es-truendo y qué conmoción tan horrible! Una bomba cayó en eltecho, y en el espacio de cinco minutos cayeron otras dos. Co-rrimos adentro; el incendio se propagaba con voracidad y elhundimiento del techo amenazaba sepultarnos allí. Quisimossalvar a toda prisa algunos objetos; pero no nos fue posible. Mi

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casa, esta casa que compré el año 87, casi de balde, porque fueembargada a un deudor que me debía cinco mil reales con tre-ce mil y un pico de intereses, se desmoronaba; se deshacía comoun bollo de mazapán, y por aquí cae una viga, por allí salta unvidrio, por acullá se desploma una pared. El gato maullaba;doña Guedita me arañó el rostro al salir de su cuarto; yo meaventuré a entrar en el mío para recoger un recibito que habíadejado sobre la mesa, y estuve a punto de perecer.

Así habló el tío Candiola. Su dolor, además de profunda afec-ción moral, era como un desorden nervioso, y al instante se com-prendía que aquel organismo estaba completamente perturba-do por el terror, el disgusto y el hambre. Su locuacidad, más quedesahogo del alma, era un desbordamiento impetuoso, y aun-que aparentaba hablar conmigo, en realidad dirigíase a entes in-visibles, los cuales, a juzgar por los gestos de él, también le de-volvían alguna palabra. Por esto, sin que yo le dijera nada, siguióhablando en tono de contestación, y respondiendo a preguntasque sus interlocutores le hacían.

—Ya he dicho que no me marcharé de aquí mientras no re-coja lo mucho que aún puede salvarse. Pues ¿qué?, ¿voy aabandonar mi hacienda? Ya no hay autoridades en Zaragoza.Si las hubiera, se dispondría que vinieran aquí cien o doscien-tos trabajadores a revolver los escombros para sacar algunacosa. Pero, Señor, ¿no hay quien tenga caridad, no hay quientenga compasión de este infeliz anciano que nunca ha hechomal a nadie? ¿Ha de estar uno sacrificándose toda la vida porlos demás para que al llegar un caso como este no encuentreun brazo amigo que le ayude? No, no vendrá nadie, y si vie-nen es por ver si entre las ruinas encuentran algún dinero...¡Ja, ja, ja! —decía esto riendo como un demente—. ¡Buen chas-co se llevan! Siempre he sido hombre precavido, y ahora, des-de que empezó el sitio, puse mis ahorros en lugar tan seguro,que sólo yo puedo encontrarlo. No, ladrones; no, tramposos;no, egoístas: no encontraréis un real aunque levantéis todoslos escombros y hagáis menudos pedazos lo que queda de estacasa; aunque piquéis toda la madera, haciendo con ella pali-llos de dientes; aunque reduzcáis todo a polvo, pasándolo lue-go por un tamiz.

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—Entonces, señor de Candiola —le dije, tomándole resuel-tamente por un brazo para llevarle fuera—, si las peluconasestán seguras, ¿a qué viene el estar aquí de centinela? Vamosfuera.

—¿Cómo se entiende, señor entrometido? —exclamó, desa-siéndose con fuerza—. Vaya usted noramala, y déjeme en paz.¿Cómo quiere usted que abandone mi casa, cuando las autori-dades de Zaragoza no mandan un piquete de tropa a custodiar-la? Pues ¿qué?, ¿cree usted que mi casa no está llena de objetosde valor? ¿Ni cómo quiere que me marche de aquí sin sacarlos?¿No ve usted que el piso bajo está seguro? Pues quitando estareja se entrará fácilmente, y todo puede sacarse. Si me apartode aquí un solo momento, vendrán los rateros, los granujas dela vecindad y ¡ay de mi hacienda, ay del fruto de mi trabajo, ayde los utensilios que representan cuarenta años de laboriosidadincesante! Mire usted, señor militar, en la mesa de mi cuarto hayuna palmatoria de cobre que pesa lo menos tres libras. Es pre-ciso salvarla, sí, salvarla a toda costa. Si la Junta mandara aquí,como es su deber, una compañía de ingenieros... Pues tambiénhay una vajilla que está en el armario del comedor, y que debepermanecer intacta. Entrando con cuidado y apuntalando el te-cho se la puede salvar. ¡Oh!, sí: es preciso salvar esa desgracia-da vajilla. No es esto sólo, señor militar, señores. En una caja delata tengo los recibos: espero salvarlos. También hay un cofredonde guardo dos casacas antiguas, algunas medias y tres som-breros. Todo esto está aquí abajo y no ha padecido deterioro.Lo que se pierde irremisiblemente es el ajuar de mi hija. Sus tra-jes, sus alfileres, sus pañuelos, sus frascos de agua de olor po-drían valer un dineral, si se vendieran ahora. ¡Cómo se habrádestrozado todo! ¡Jesús, qué dolor! Verdad es que Dios quiso cas-tigar el pecado de mi hija, y las bombas se fueron derechas a losfrascos de olor. Pero en mi cuarto quedó sobre la cama mi chu-pa, en cuyo bolsillo hay siete reales y diez cuartos. ¡Y no teneryo aquí veinte hombres con piquetas y azadas...! ¡Dios justo ymisericordioso! ¿En qué están pensando las autoridades de Za-ragoza? El candil de dos mecheros estará intacto. ¡Oh, Dios! Esla mejor pieza que ha llevado aceite en el mundo. Le encontra-remos por ahí, levantando con cuidado los escombros del cuar-

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to de la esquina. Tráiganme una cuadrilla de trabajadores, y ve-rán qué pronto despacho... ¿Cómo quiere que me aparte deaquí? ¡Si me aparto, si me duermo un solo instante, vendrán losladrones... sí... ¡vendrán y se llevarán la palmatoria!

La tenacidad del avaro era tal, que resolví marcharme sin él,dejándole entregado a su delirante inquietud. Llegó doña Gue-dita a toda prisa, trayendo una piqueta y una azada, juntamen-te con un canastillo en que vi algunas provisiones.

—Señor —dijo sentándose fatigada y sin aliento—, aquí estála piqueta y el azadón que me ha dado mi sobrino. Ya no hacenfalta, porque no se harán más fortificaciones... Aquí están estaspasas medio podridas y algunos mendrugos de pan.

La dueña comía con avidez. No así Candiola, que, despre-ciando la comida, cogió la piqueta y resueltamente, como si ensu cuerpo hubieran infundido súbita robustez y energía, em-pezó a desquiciar la reja. Trabajando con ardiente actividad,decía:

—Si las autoridades de Zaragoza no me quieren favorecer,doña Guedita, entre usted y yo lo haremos todo. Coja usted laazada y prepárese a levantar el cascajo. Mucho cuidado con lasvigas, que todavía humean. Mucho cuidado con los clavos.

Luego volviéndose a mí, que fijaba la atención en las señas deinteligencia, hechas por el ama de llaves, me dijo:

—¡Eh!, vaya usted noramala. ¿Qué tiene usted que hacer enmi casa? ¡Fuera de aquí! Ya sabemos que viene a ver si puede pes-car alguna cosa. Aquí no hay nada. Todo se ha quemado.

No había, pues, esperanza de llevarle a las Tenerías para tran-quilizar a la pobre Mariquilla, por cuya razón, no pudiendo de-tenerme más, me retiré. Amo y criada proseguían con gran ar-dor su trabajo.

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