Adonde Va La Cultura Uruguaya. Carlos Real de Azua

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    ¿ADÓNDE VA LA CULTURA URUGUAYA?

    Carlos Real de Azúa

    El presente trabajo, cuya primera parte publicamos en este número, fue escrito para elsuplemento del diario El Comercio de Lima, constituyendo con otro de Emir Rodríguez Monegal“¿Adónde va la literatura uruguaya?” la contribución nacional a un planteo conjunto en torno a

    los rumbos de la vida espiritual iberoamericana.1 

    I

    Es corriente que los uruguayos imaginen a su país ornado de cierta superioridaden el conjunto de Iberoamérica. Y alguna vez tuvieron sus razones. Hacia la mitad del

    siglo pasado, la constelación (en buena parte argentina) que ensayó la palabra y los gestos

    románticos tras las murallas del Montevideo sitiado; a principios del presente, nuestra

     great generation de modernistas y americanistas; la temprana extensión y ambición, en

    seguida, de todos los grados de la enseñanza, fueron determinantes de un brillo

    indiscutido. Un brillo que, paradójicamente, la reducida magnitud territorial del país, su

    escaso peso en términos de poder, hacían más excepcional, más digno de atención y de

    aplauso. Lo cierto es que, desde entonces, la fórmula resabiada de una nación “pequeña

     por su extensión pero grande por su espíritu” ha sido para los uruguayos uno de esos

    eficaces excitantes del orgullo local (o uno de esos lenitivos de sus depresiones y sus

    fracasos), que los pueblos encuentran o se inventan. Aunque se reconocía que el Espíritu

    nunca sopla donde “uno” quiere y que ciertas individualidades egregias no son

    (simplemente) el resultado de un ambiente caldeado exactamente, creíase que, de algún

    modo, operaba en el nuestro un carismas que las seguiría suscitando. Por ello después de

    esa gran floración del 900 (que los más optimistas, los más patrióticos de las siguientes

    generaciones, no dejaban de reconocer que en cualquier plano quedaba irrepetida),

    todavía la satisfacción del “nivel”, sino la de la “cima”, parecía posible. Y con esta

    conversión aquel estado de ánimo hallaría, de precaria manera, varias décadas de

    sobrevivencia.

    1 Nota de los editores de Marcha.

    En la trascripción del texto corregimos todas las erratas que advertimos en el original. Todaintervención en el mismo consta entre corchetes o en notas al pie. [Nota de los docentes del curso: P.R./ A.G.].

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      Entiéndase bien que no se quiere sugerir que tal satisfacción sólo deba registrase

    en un puro y clausurado pretérito. La conformidad con nuestra cultura, la abundante

    réplica que alguna rara comparación desfavorable encuentra, nos estaría diciendo que, si

    no en los sectores creadores o, por lo menos, enterados, esta conformidad ante la actividad

    cultural en el país (desechamos in limine  la indebida hipóstasis de una “cultura

    uruguaya”), es uno de los ingredientes más firmes de nuestra personalidad social. Pero si,

    como tantas veces se ha observado, la fe en la ciencia no es Ciencia, ni tenerla define al

    científico, la satisfacción, y aun la reverencia, ante la cultura (y aun la tonante “defensa”)

    no configuran “el ser culto”. 

    II

    LOS VIEJOS SUPUESTOS

    Es imprescindible, sin embargo, antes de pasar a otra cosa, tratar de definir en qué

    creencias (o en qué mecanismos) descansaba y descansa este optimismo, ya que su

    ruptura y, seguramente, su falsedad, serán las que dibujen, a contrario2, la inocultable

    crisis. La pregunta y pronóstico del título (que tiene algo de pie forzado) descansa en

     buena parte en el diagnóstico de un presente generosamente recortado y este a su vez se

    enfeuda, dramáticamente, en la precisión o el desvarío de los pronósticos pasados.

    Si desde la época de Ariel , de Lógica Viva, de Los éxtasis de la montaña y de los

    Cuentos de amor de locura y de muerte hasta el fin de la Guerra Mundial II se recortan

    los supuestos, se tendrían, más o menos, los siguientes:

    1) El “supersistema”, que diría Sorokin, es la Modernidad cultural, inmanentista,

    naturalista, optimista, humanista, esencialmente “sensista” (sin rechazar, 

     psicológicamente, lo supernatural y lo místico). Este “supersistema”, con dilatada

    vertiente literaria y una científica mucho más corta, experimentaría un desarrollo que vadesde la impostación “idealista” y antipositivista de principios de siglo hasta la boga muy

     posterior de un sociologismo, un economismo y un historicismo distintos a aquellos que

    el idealismo revisara.

    2) Concebido fundamentalmente como un gran organismo que cubre a Occidente

    entero, pensábase que especiales circunstancias geográficas e históricas (estar al margen,

    ver todo en perspectiva, no sufrir ba jo “las maldiciones del pasado”) hacían de la tarea

    2 Así en el original.

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    cultural iberoamericana una síntesis, feliz y enriquecedora, de las diversas culturas

    nacionales que aquel “supersistema” integraba. Sería una versión más libre y, sin duda,

    más desembarazada, pero también sustancialmente idéntica (salvo una o dos generaciones

    de retraso) a aquella versión europea que las relaciones de dominio y una serie de

     perspectivas (de centrismos) raciales, de clase, de continente, identificaban con “lo

    universal”. 

    3) En la conciencia de ese deber, tan vivo en Rodó y al cabo, tan íntimamente

    estéril, lo específicamente uruguayo agregaba (también) una nota distinta y en cierto

    modo contradictoria. Nuestra condición de país étnicamente europeizado, chico, sin

    desmesuras ni tragedias, de clima o de extensión o de raza (no éramos una “república de

    indios”) nos puso orgullosamente al margen de las características (entendidas como

    lastres y no como posibilidades) de lo americano. Nuestra ubicación en la periferia

    atlántica del hemisferio nos permitiría, así, ser personajes, sin ser protagonistas, de la

     peripecia común, estar a sus maduras sin estar a sus verdes, tener protegida la retaguardia

    sobre una Europa paterna, nutricia, segura a través de un océano que el poder inglés (o

    norteamericano) asían firmemente.

    4) ¿Cuál era el contorno de “la cultura” (no ya su hálito) cuya residencia, cuya

    trascendencia así se contemplaba? Fundamentalmente, las actividades “superiores” del

    espíritu: ciencia, filosofía, artes; un repertorio de valores “desinteresados” que ningún

    estamento asumía especializadamente y que una fe de tipo iluminista (inteligencia,

    alfabetización) confiaba que fueran irradiando sobre crecientes sectores de la sociedad.

    Pensábase, sin embargo, que las circunstancias del desarrollo americano y las urgencias

    de una vida social practicona y turbia mutilaban en exceso a esa cultura de una última

    dimensión “libre” o “desinteresada” de su ejercicio. La confusión de lo “desinteresado”

    con lo que (según Dewey) no tiene un interés específico, la identificación entre el interés

    en sentido lato y el interés material, inmediato, puede parecer demasiado extraña a todasnuestras presentes concepciones. Sin embargo, la necesidad de “lo desinteresado”, como

    la de “lo libre” en oposición a lo profes ional y a lo reglamentado fue, durante décadas, la

    gran aspiración de nuestra cultura, postulándose en unas Humanidades y en unas Ciencias

    que florecerían con que sólo el Estado las dotara generosamente.

    5) Aunque este ideal y sus logros provisorios no se condicionaran a sistema

     político definido, operaba la convicción de que la libertad, espiritual, social, económica

    y las garantías formales de la democracia configuraban su ámbito inmejorable. Hasta el30 todo esto era lo seguro; a partir de ese entonces y ante un jaque universal que

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    amenazaba muchísimo más que a ellos, el cuadro da presupuestos políticos e

    institucionales se carga de una intensa (y ambigua) religiosidad. Los últimos años de la

    Década Rosada, el decenio largo que corre desde la reocupación del Rhur hasta el fin de

    la Segunda Guerra Mundial harán de la Democracia no sólo el mejor modo de

    convivencia social sino toda una concepción de la vida, una cosmovisión, una cultura.

    III

    LAS DOS CULTURAS

     Nuestra actual situación tiene que ser la que refrende, o desmienta, el acierto o

    desacierto de esos supuestos sobre los que, durante cerca de medio siglo, nos movimos.

    ¿Qué fenómenos, entre la innominada masa, destacar?

    Ante todo una separación creciente, neta, entre la cultura concebida como

     privilegiada ocupación de ciertos espíritus selectos y la cultura entendida como repertorio

    de valores e ideales últimos de la colectividad, de instituciones y modos de vivir de la

    comunidad entera. Siempre ha sido normal una diferencia entre ambas: de calidad, de

    espiritualidad, de intensidad. Fenómeno rigurosamente actual, en cambio (que muchos

    identifican con “la rebelión de las masas”, el maquinismo, la ruptura de la estratificación,

    la magnitud de la propaganda), es el de un “divorcio” total entre las dos. En el Uruguay,

    como en todas partes, se ha repetido el proceso.

    La cultura, en sentido “intelectual”, ha seguido viviendo entre forcejeos, sostenida

    en la vocación sacrificada de unos pocos y apoyada (a lo más) en dotaciones

     presupuestarias del Estado siempre crecientes y siempre insuficientes. No es posible

    ocultar que como una comunidad se hace normalmente más densa, más enmarañada y

    más “seccional”, pese a millones y a vocaciones, nuestra cultura pierde cada día influencia

    en la comunidad y cada día se ve reducida un poco más a los ambientes especializados (yaun profesionalizados). La otra Cultura en sentido amplio, como en todas partes aparece

    de más en más enfundada a las consignas y a los intereses de los grupos dominantes:

    capital, castas políticas, poderes nacionales del Mundo (no sólo de Occidente, con ser lo

    occidental lo prevalente). Opera a través de la avasallante masificación de los medios de

     propaganda y publicidad que el maquinismo y la técnica han puesto en manos de los

    fuertes. Y no es, naturalmente, un puro hecho nacional que el caudal casi complejo de

    cultura que se nos sirve responda a los patrones fijados por los que tienen en el mundolos hilos de la cultura de masas: cadenas internacionales de radio, revistas, agencias

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    informativas, cine, editoriales. Estos patrones: “el entretenimiento”, la noticia, la emoción

    erótica, “lo sensacional”, la vulgarización científica; estos patrones (y todos los valores

    implícitos que ellos portan) son, y sin escape, la cultura para el noventa y nueve por ciento

    de las gentes. Como a todas las comunidades subdesarrolladas les ocurre, como a todos

    los continentes “periféricos” les pasa, estos repertorios que se nos infligen cuentan poco

    con nuestro visto bueno y para nada con nuestra inspiración. Internacionales y unificados,

    dejan, naturalmente, una escasa (sino nula) posibilidad para cualquier expresión creadora

    de esas notas diferenciales que todos los pueblos alguna vez tuvieron; que los nuestros tal

    vez tengan (todavía). Y si se piensa que hasta detrás de las Cortinas (de hierro o de bambú)

    los grandes de la música popular y del cine occidental son adorados, ¡hasta qué punto “la

    masa” no pasará triunfalmente las aduanas de una sociedad como la uruguaya! Una

    sociedad que desde el más lejano pasado hizo timbre de orgullo de su receptividad para

    lo extranjero, una sociedad incapaz de la suspicacia (salvo las suspicacias políticas

    especializadas) de ver detrás de lo que se le ofrece los cebos de alguna dominación. (O,

     por lo menos, de ver las correlaciones, naturales, entre lo uno y la otra).

    Lo cierto es que sólo en ciertas formas semicultas del humorismo, periodístico o

    radial, en la crónica deportiva, en la música popular y en el deporte mismo es que pueden

    refugiarse hoy, y no sin desajustes, las efusiones (broncas o desagarradas o chabacanas o

    sensibleras) de algunos rasgos propios. Las nostalgias terruñistas que se expiden en cierto

    cursi folklorismo nada significan; es en las anteriores expresiones que los mitos y los

    cultos nacionales: el tango y su dios, el fútbol y sus semidioses, el mate y sus fantasmas,

    en cuanto diferenciantes, tienen vida. Es en las anteriores expresiones que nuestros

    carismas nacionales: el misterioso (y fallido) de la “sangre charrúa”, el de la imprevisión,

    la improvisación y el ocio poseen, por ahora, cierta indudable eficacia religadora y aun

    religiosa; salvan, mal que les pese a muchos, cierta fisonomía uruguaya. Comprobamos

    el hecho, nada menor; puede pasar, más allá de él, que todo se fosilice mañanairremisiblemente, que todo se haga característica de algún “uruguayo invisible”. Podría

     pasar también que el caudal de vivencias se integre un día en algún enérgico prospecto

    nacional que, deliberadamente, lo utilizara. (Y que sin duda saldría de muy distintos

    hontanares).

    Más diferenciados, aunque igualmente graves, son los ya aludidos rasgos de “la

    otra” cultura. Ante todo, una inocultable esterilidad, una parquedad de frutos que podría

    engranarse en la tan debatida esterilidad de América entera, latente desde los polemistasque comentara Antonello Gerbi hasta las diatribas de Baroja o de Papini. Una cultura de

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    sigue importando (esto es la Tradición en grande) como al impacto de los meteoros

    violentos del presente, de la situación histórica mundial, de la crecientemente inédita

    condición del hombre. Pues pasa, en realidad, que aquella óptica de la cercanía en el

    espacio, madre de los regionalismos y nacionalismos más o menos inocuos, se cruza con

    otra, y muy distinta, que es la del tiempo. Una óptica que hace que sea más decisivo para

    nuestro destino cualquier cosa que esté ocurriendo en algún subterráneo laboratorio del

    Altai o de Nebraska que las gestas (o los gestos) de nuestros fundadores, nuestros

    civilizadores y nuestros políticos. Una óptica que coloca más cerca de nosotros el

    desarrollo del África, el neorrealismo italiano o la técnica norteamericana que las

    querellas de la 14 y la 15, los “poemarios” de A[sociación] U[ruguaya] D[e] E[scritores],

    o la cuestión del colegiado.

    El funcionamiento de nuestra cultura vive, en realidad, más acá de esta

     problemática y este ser cultural de repetidores, de consumidores y de espectadores,

    significa que muchas veces no llegue siquiera a la conciencia de disyuntivas y de

    fatalidades.

    Trazo concreto de ese funcionamiento es, por ejemplo, la pobreza visible del

    “momento ideológico” de nuestra cultura y de sus elementos conceptuales, frente a la

    moderada prosperidad de su “momento fantástico”. Menos curioso es, en cambio, el de

    la mayor vitalidad de los elementos universales respecto a los condicionados, residentes,

    nuestros. Pero las dos características engarzan bien y así, mientras el teatro y, sobre todo,

    el cine, suscitan una labor crítica de sorprendente solvencia y seguridad, en tanto que

    flanquean una necesidad social y un consumo cada día mayores, la ausencia de un

     pensamiento de entidad (ya sea político, sociológico, o filosófico) es (sin desmedro de

    calidades que trabajan en estos campos) especialmente visibles. (Hace setenta años una

    cuestión como la religiosa; hace cuarenta otra como la institucional; hace veinte la

    irrupción totalitaria, suscitaron debates altos y densos; decidieron posiciones auténticas y bien fundadas. Desde esa época, nuestro país no conoce verdadera lucha de ideas y es

    desolador cómo todo se resuelve hoy en base a disciplinas de pandilla y al argumento ad

    hominem más inferior).

     No creemos posible aplaudir o refrendar esa tendencia. Inserto en un mundo cuyas

    vigencias se aceptan en su más empobrecida, en su más publicitada versión, el uruguayo

    culto se refugia (no hay otro verbo viable) en un mundo espectral de imágenes y fantasías

    que, aunque toquen de algún modo la condición y los problemas íntimos del hombre, lostocan de través y homogeneizados rigurosamente por un formalismo estetizante que

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    desprecia contenidos (y mensajes) como una instancia previa y exterior al arte. Mientras

    una dedicación sostenida sirve esa cultura de imágenes y fantasías, una problemática del

    hic o del nunc es atendida sólo en la más gruesa simplificación política o en las formas

    más insapientes de la erudición coleccionista. Sin concepto, sin sentido y noción de las

    conexiones entre lo nacional, lo americano y lo universal, estos afanes eruditos sólo

    suelen interesar a algunos señores ansiosos de homenajes y fotografías. Y si bien es cierto

    que las técnicas de la antropología, la historia económica y social y la sociología

    comienzan a hacerse presentes, por ahora están sin duda demasiado limitadas a los

    ambientes académicos y, salvo excepciones, parecen excesivamente faltas de ingenio

     personal, de material empírico sobre el que trabajar y, seguramente, de eco.

    Este eco no es más, claro, que una imagen del insustituible espacio en que las

    manifestaciones de cultura operan, influyen y, en puridad, existen. Un rasgo ya insinuado

     pero que puede resultar (aun) sorprendente es la desigual audiencia con que pueden contar

    las más pedestres manifestaciones del teatro (para poner un ejemplo) y el silencio,

    resentido o burlón, que no es inusual que rodee nuestras pocas obras importantes de

    investigación histórica, crítica o social. Hace cincuenta u ochenta años las obras históricas

    de Bauzá o algunos ensayos de Rodó, solían suscitar debates nacionales; hoy, es posible

    que cosas similares pasen en una gacetilla pero en cambio se nos atiborre de discusiones

    sobre la tentativa (uruguaya o argentina) del más ínfimo aprendiz de dramaturgo.

     No poco tiene que ver con esto la actitud de nuestra floreciente prensa que sirve a

    esa “cultura de masas” que es también en buena parte un epifenómeno de su influencia y

    de esa elección deliberada de un nivel bajo, que sólo por excepción admite cierta

     propaganda para los intelectuales de la casa o la [...]3 y (esto muy a menudo) los conflictos

    materiales de los servicios de prensa de las naciones occidentales (y de alguna medio

    oriental). Todos esos textos, no siempre mediocres, pugnan por el respectivo brillo de

    influencias y políticas y nada tienen que ver, en el fondo, con la “cultura”. Una cultura de consumidores y de espectadores, con tan prominente atención por

    ciertas manifestaciones: cine, música, novela (extranjera), resultará en nuestras

    condiciones presentes una actividad en algún modo vicaria, sonambúlica, espectral. Los

    tres adjetivos están apuntando (tal vez sin mucha fortuna) a quehaceres que se cumplen a

    largo circuito de sus centrales creadoras y de una práctica viva. A modo de la conocida

    figura de nuestro “deportista” esto es, aquel que no mueve sus posaderas de una platea o

    3 El original está empastelado. Ilegible.

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    de una grada, en el empeño cultural, los tipos afines se dan con frecuencia abrumadora.

    El del musicólogo, por ejemplo, cuyo trato esencial con su arte se realiza en lo esencial a

    través de aquellas “dramáticas lunas negras” de las que hablaba (no en su mejor momento)

    Federico García Lorca. El del cineasta, que define entre nosotros una familia de

     portentosa erudición y sensibilidad no siempre roma pero privada, al mismo tiempo, de

    todo contacto con la poiesis efectiva del tema y de la imagen. El del crítico, por último,

     personaje de creciente significación y de actual eficiencia en nuestra cultura, manejando

    un material que, cuando es nacional, se le adelgaza bajo los pies, abocándolo

    frecuentemente a la digestión de lo ya digerido o, como ya ha pasado, a “la crítica de la

    crítica de la crítica”. 

    V

    CONDICIONES DE LA TAREA CULTURAL

    Lo más grave parece, dentro de este núcleo de características, la férrea

    interrelación de la preferencia “utópica”, una inevitable actitud de consumo, de

    espectáculo. Y dentro de ella misma, el agostamiento de las posibilidades creadoras (tan

    excepcionales ya entre la general mediocridad de todo lo que se hace) parece una

    consecuencia de esa postura marginal ante lo propio y lo “situado”. 

    Porque, nos plazca o nos desagrade, es en esa dimensión que la creación auténtica

    se da con frecuencia aceptable y, a contrario sensu, lo terrible del desarraigo (hasta donde

    la realidad sensible y no las “puras ideas” entran en nuestra expresión) es la instauración

    irremediable de esa cultura de consumo de que hablamos. Excepciones tenemos,

    naturalmente, en direcciones promisorias como la psicología social, la historia de las

    ideas, la musicología, la historia social, la lingüística y el cuento. Pero es general (odominante) la resistencia a “asumir el contorno” por presencia masiva de “lo otro”, por

    déficit de poder creador, por fuerza del enciclopedismo universalista de nuestra

    educación, por carencia de una perspectiva interior que nos comunique con nuestra

    intrahistoria” y nos sostenga en una Tradición. Y, en fin de fines, porque no hay

    magisterios en el Uruguay ni opera en nuestra cultura una efectiva dialéctica.

    Las historias literarias y culturales, y hasta las excelentes de D. Pedro Henríquez

    Ureña (para no mencionar, horresco referens, las de D. Luis Alberto Sánchez), inventancon frecuencia un desarrollo interno en nuestras culturas de acuerdo al cual el movimiento

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    B suele salir del agotamiento interior del movimiento A y por el que la obra primera de

    X es el fruto del magisterio senecto de Z. La realidad puede ser un poco distinta y el

    movimiento B suele tener poco que ver con nada de lo que le ocurra al movimiento A,

    sino con una A' que, a través del Atlántico, se insertó, por paracaidismo, en la serie. Y la

    obra de X suele no depender de Z sino de algún libro ultramarino que, adolescente o

    maduro, leyó X a la noche o a la siesta.

    Además, si bien sea común entre nosotros halagar la vanidad de los ancianos

    hablando de su magisterio y sus discípulos, no creemos que las tres últimas generaciones

    uruguayas hayan tenido, más allá de la cortesía cultural, maestro alguno uruguayo.

    (Aunque la regla pudiera tener excepción en la pintura y en algunas ciencias

    especializadas, en las que se trabaja en equipo).

    En general, y cuando más, es el prestigio de alguna de sus actitudes humanas lo

    que brilla en nuestros grandes. La devoción iberoamericana y la seriedad de la labor

    literaria en Rodó, por ejemplo. La adhesión a la fe o a la divisa en Zorrilla de San Martín,

    en Acevedo [Díaz], en Viana. La sinceridad, la autenticidad y la humildad ante la obra en

    Quiroga o en Fabini. La devoción heroica a la tarea en Figari y en Torres García. El limpio

    ejercicio de la inteligencia en Vaz Ferreira.

    A pesar de todo, queda esta lejanía de nuestras verdaderas capas nutricias. Y esta

    lejanía, fría, sideral, no es más que “un” elemento adverso. Entre las dificultades y las

    opacidades que entre nosotros el hombre de cultura afronta podrían alinearse todos los

    elementos situacionales que rumia una amarga reflexión americana que tal vez se inicie

    en aquella sorprendente carta [a] Sor Filotea [de la Cruz] de [Sor] Juana Inés de la Cruz

    en el seiscientos mexicano. Piénsese en la soledad irremediable de cualquiera que abrace

    una dirección un poco específica y al margen de la moda, histórica, filosófica o científica.

    Esta falta de diálogo tan abrumadora (¿con cuántos podía alternar un lingüista hasta hace

     pocos años, un helenista, un medievalista, un físico-químico?) avala por otro lado, peligrosamente, prestigios no siempre falsos pero sin práctica fiscalización.

    Un riesgo mayor para una sana vitalidad cultural lo constituye todavía, y (lo que

    es peor) cada día más, la imposibilidad publicitaria, la práctica asfixia de la comunicación.

    La imponen a toda labor creadora una conjuración de circunstancias adversas: la carestía

    creciente del libro, la inexistencia absoluta de editoriales (aunque tengamos

     poderosísimas impresoras), la muerte sucesiva de las revistas de grupo, la mediocridad

    casi general de los suplementos periodísticos. Alguna salida al azul la constituyen paraunos pocos las editoriales argentinas pero, para el resto, sólo el tiro corto del poema, el

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    cuento o la nota pueden encontrar una precaria y gratuita salida. Agréguese a esto la

    (irregular) aparición de algunas publicaciones oficiales y, especialmente, tres o cuatro de

     positivo interés: la  Revista de la Facultad de Humanidades, la  Revista Nacional , la

     Revista Histórica, los Anales de la Universidad  y se tendrá el cuadro de las posibilidades

    de expresión en un buen sector de nuestra cultura. Mientras en regiones más felices de la

    tierra se llega a aceptar a regañadientes la actividad intelectual como “segunda profesión”,

    el uruguayo se enfrenta con la necesidad de aceptarla como ocio costoso, cuando es

    general que los que a él se sientan llamados sean los que menos posibilidades tienen de

    darse un ocio cualquiera.

    VI

    NI JERARQUÍA NI INFLUENCIA

    Sumándose a esta subrayada ausencia (o a esta tenue presencia) de lo único

    efectivo, que es “una obra”, no vemos claro hasta dónde la falta de influencia y de positivo

     prestigio del hombre de cultura en nuestra sociedad pueda (también) ser favorecida por

    una correlativa carencia de toda objetivación posible en la jerarquía de los valores de la

    inteligencia. Todo está relacionado, es claro. Pero entre nosotros esa falta es

    asombrosamente notoria. Y conste que sabemos hasta qué punto esa jerarquía es difícil,

    hasta qué punto está desfigurada por el éxito barato y por las inflexiones de lo político,

    de lo social, hasta qué punto falseada (y demorada) por el presente y sólo precariamente

    asegurada para un “después”. Pero, en otros países, la vasta atención de un público

    educado no se deja engañar siempre, y del todo, en lo grueso; la definición polémica de

    las generaciones y los balances en que se expresan, fijan perspectivas axiológicasvariables pero conocidas; la actuación institucional de academias y hasta un surtido

    sistema de premios, una atenciosa luz sobre las figuras dominantes y surgentes, definen

    a escalas de mínimo rigor.

     Nada de esto existe en el Uruguay: ni esa atención vasta, ni ese diálogo

    generacional (que alguna vez se insinuó), ni balances ni atención de unos hacia otros ni

    institución alguna (oficial o privada) de magisterio suficientemente acatado. Las

     promociones provectas consideran, en masa, a las más jóvenes un auditorio muyinadecuado a un bien entrenado minueto epistolar vocal en el que unos a otros se

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    reverencian pródigamente de “eminentes” y de “ilustres”. No hay duda [de] que tienen

    razón. Pues esas generaciones jóvenes, a su vez, no cuentan para nada con esos mayores

    que (salvo poquísimas excepciones), cuando no desconocen, desprecian. Los escasos

     premios nacionales que se dispensan (salvo los profesionales) decídenlos jurados oficiales

    de competencia nada notoria. Una “infracultura”, una “lumpenliteratura” ocupan así el

    escenario que el Estado y cierta prensa patrocinan. Esa bullanga que no fundamenta

     prestigios porque más allá del distraído (e indiferente) lector de una noticia, falta el

    convencido que la sustente, suele presionar, y tal vez el fenómeno no sea exclusivamente

    nacional, el silencio y el apartamiento de los muchos “que callan” (como Rodó les

    llamaba). Porque es inevitable que tal conjunto de adversas circunstancias, mientras lleva

    a bastantes al rencor y la frustración, lleve a buen número de gentes a vivir la cultura

    como ejercicio y no como creación y menos como profesión (aun segunda). Considerar

    que vale más vivir con gracia y lucidez que hipar tras una noticia o un editor displicente

     puede ser una reflexión exacta. Hacer de la cultura una conciencia más honda, más rica,

    más cabal de la vida y no una desenfrenada “productividad”, o una tonta idolización

    intelectual es, sin duda, la mejor manera de comprenderla. Pero como, en verdad, tan

    radicales oposiciones sólo se dan en los extremos de cada espectro, es lamentable que el

    ambiente imponga la disyuntiva con tan desoladora frecuencia. Y que la imponga sobre

    tantos que valen más que nuestros poetas gremiales y sus “poemarios”, nuestros épicos,

    nuestros inventores de mitos, nuestros ubicuos académicos.

    Puede ser, sin embargo, que tal selección al revés sea sólo una de las causas de

    esa escasa presencia del hombre de cultura entre nosotros. Y digamos que cuando se

    imagina una situación distinta, no nos referimos a ciertos tipos de prestigio, en verdad

    excepcionales, como el del intelectual francés (un Gide, un Mauriac, un Sartre, un

    Malraux) obteniendo audiencias y señalando caminos en dominios totalmente ajenos a su

    comprobado quehacer. Nos referimos, en cambio, a una presencia más efectiva en lasociedad, más segura, menos retaceada. Nos referimos a esa cordial atención que es para

    los mejores y maduros cierta forma vespertina de la gloire. Nos referimos a un derecho

    de audición en aquellas grandes cuestiones colectivas que, por no ser especialidad de

    nadie, exigen todos los enfoques. Nos referimos también a aquella justa jerarquización de

    que se hablaba.

    Las vías de esa cotización y de esa presencia son muy diversas; lo único que

    sabemos es que no adoptará ninguna de las formas precarias y vergonzantes (y a menudovergonzosas) que en el Uruguay asume. No será el mendrugo de una misión o de una

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    agregatura en el exterior para el intelectual con rótulo partidario y en especial oficialista.

     No será la amistosa “gauchada” con que dos o tres legisladores amigos compran la obra

    invendible (o ilegible) de algún escritor en la mala. No será el mero consentimiento a los

    grupos de presión económica de hombres de cultura (profesores o técnicos) que, a todos,

    el Estado, por debilidad y por cálculo electoral, dispensa. Y que a nadie califica, no

    importando (ni lejanamente) reconocimiento de la misión que se cumple. No será por fin

    la apología, vacía y capitosa, de ciertos próceres muertos, de ciertos ancianos que poco

    incomodan y que son algo así como los bienes de capital semifijo del inseguro balance

    del país.

    VII

    UN RÉGIMEN

    En muy pocos de los hechos destacados hemos podido evitar alguna vez el

    sustantivo Estado. Tan sabido es que (por tradición) en las sociedades americanas jamás

    se prescinde del todo de él como que en las modernas, tampoco (por situación) puede

    dejársele de lado. Y ahora, ante la presencia de un libreto que posiblemente sea menos

    negro que la realidad y al que pudiera ponérsele como colofón el hecho de que el Estado

    dedique a unas miserables remuneraciones literarias (y esto no quiere decir que nos

     parezcan buena costumbre) seis o siete veces menos que a recompensas de comparsas

    carnavalescas (también ramplonas y comercializadas); ahora, justamente, puede ser útil

    una modesta inversión de planteo.

    Se da por descontado que el Estado moderno tenga entre sus fines más presentes

    el fomento de la cultura en sus aspecto s de producción, transmisión y difusión. Puedeconvenir preguntarse, sin embargo, qué cultura es la que promueven los diferentes

    regímenes políticos y cuál es la que podrá (o querrá) promover el nuestro.

    La primera pregunta, obviamente, no puede ser ahora contestada. Presupone,

    además de toda la historia, una tipología.

    Preguntémonos mejor por lo segundo; y por las razones que determinan que la

     presente conglomeración de fuerzas que integran hoy el régimen y el Estado uruguayo

    hagan de la cultura una ocupación tan postergada, tan marginal.

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      Los regímenes, de algún modo, tienen una conciencia. Sus personeros, los

    hombres que los asumen, poseen una cultura, una ética, una tradición educacional. No es

    con felicidad que un uruguayo caracteriza su régimen actual pero sabe también que

    evitarlo es exponerse a no comprender nada, es perder su tiempo y el de sus eventuales

    lectores. No es eludible entonces señalar que el régimen uruguayo presente puede

    encarnar cierta configuración que planteaba, en su obra tan perspicaz, Vilfredo Pareto.

    Una coalición que basa su funcionamiento en la influencia del dinero y del poder

    electoral, apoyada (inestablemente) en el forcejeo de los grupos más poderosos y de una

    clase política profesional sólidamente institucionalizada y aun constitucionalizada.

    Democracia (rara base histórica de un país americano sin oligarquías estables en el

     pasado), pero democracia parada en demagogia, en cubileteo de todos, en facilidad a

    todos, en beneficios nominales a todos (y efectivos a unos pocos). Un régimen así irá

    rápidamente (y así ha ido el nuestro) al vacío ético que resulta de la progresiva

    formalización de los vínculos de la comunidad hacia el puro esquema del Estado de

    Derecho. Movido por las dos fuerzas económico-culturales supremas del capitalismo y la

    laicización, el primero impregnará toda la sociedad (por medio de esa dialéctica que tan

     bien ha estudiado Perroux) de los móviles específicos del dinero y el éxito material; la

    segunda, la laicización, provoca inevitablemente la destrucción del sentido de

    trascendencia y la ruina de toda vivencia incondicionada de valor.

    Los últimos fenómenos son generales en Occidente, aunque sean más visibles aquí

     por una gran endeblez de la raíz cristiana y  – también más paradójicamente –  porque esa

    impregnación de espíritu capitalista responde a una estructura capitalista tan enteca como

    es de suponer y aun veteada de nacionalizaciones. Los primeros elementos: demagogia,

     presión anárquica de grupos son más característicamente iberoamericanos. En el

    Uruguay, sin embargo, presentan dos especificaciones curiosas y es la primera que el

     proceso “industrializador”, con su secuela de obrerismo más o menos postizo y su

    creación de una clase de millonarios bastante auténtica, se practique en base a una

    filosofía política que adjunta a su inevitable tono socializante notas de liberalismo y no

    de nacionalismo, como ha sido lo habitual (o lo es) en los procesos similares de Argentina,

    Brasil, México, etc. La segunda (y trágica) especificación es que en un país que es un

    dedal y pobre de solemnidad de riquezas naturales, el tan celebrado proceso no deje poca

    cosa más que ruina, inflación y artificio a su paso. También ruinas morales. Entre nosotros

    es dable ver cómo ciertas virtudes, ciertas actitudes tan naturaliter cristianas y tandemocráticas, al mismo tiempo, han resultado evaporadas en poco más de tres décadas.

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    Cierto bronco igualitarismo colectivo. Cierto sesgo antijerárquico que nos inmunizaba de

    todos los esnobismos sociales. Cierta devoción por lo que Jacques Maritain llamaba los

    medios pobres. Cierta austeridad jacobina. Cierta sinceridad para las grandes palabras.

    Cierta difusa piedad, medio brahmánica, que envolvía a hombres y animales y abominaba

    de toda crueldad. Todas estas calidades, unidas a las personas de Artigas y/o de Batlle, se

    han perdido. Se han perdido irremisiblemente, más allá de la devoción de las frases, en la

     pendiente de la corrupción del Estado y la economía, en la mediocridad ilevantable y el

    cinismo regalón de una clase gobernante ávida de bienes y privilegios, en el dominio de

    “los intereses especiales” y en el impacto de los poderes tuteladores internacionales. Y

    hemos visto pasar una acción que se empinaba (y caminaba mal) sobre una fe un poco

    ilusa, pero bella, en las posibilidades mejores del individuo a una que piensa (y aun

    camina peor) que el lote humano es una discreta porquería al que sólo mueve temor,

    vanidad o interés. De Thomas Paine a Maquiavelo (a una maquiavelismo ramplón y sin

    grandeza). O, como quien dice, de Piedras Blancas y el Cordobés a Cantegril y el

    Contralor.

    Todos esos regímenes, al que el uruguayo pertenece, se diferencian de los

    llamados “totalitarios” en que se conforman con los hombres como son. Al no intentar

    como estos cambiar la cabeza de las gentes a contrapelo de sus valores, de sus afecciones

    y de sus tendencias, evitan, es claro, los últimos manoseos de la fuerza, las más graves

    compulsiones de un poder sin autoridad. Pero este aceptar a los hombres como son es

    menos una virtud que una conformidad y una comodidad. Pues si salvan al individuo de

    esas lesiones, no lo salvan de esa inevitable corrupción que hace que la historia tenga que

    ser (por mano de santos, de héroes, de rebeldes, de reformadores, de evolucionarios) un

    constante enderezar la pasta huma na para exigir de ella lo mejor de sus calidades, de su

    devoción, de su desinterés. Odian por eso la “política de misión”, esa política que alguien

    definiera como un meternos donde no nos llaman. Conocen (hoy) tan bien como lostotalitarios lo inevitable de una instancia política de todas las cosas y todo lo politizan (en

    chico, en rastrero, en personal). Pero ese desinterés (ni éticamente malo ni bueno de por

    sí) por cambiar el mundo, los deja indiferentes a que esa instancia política (cuando no es

    más que chicana) tenga a su vez un inexorable trasfondo cultural (o religioso o

    metafísico). Y por eso, si no “fuerzan” la cultura, la descuidan sin remisión. Los

    regímenes totalitarios le conceden al intelectual conformista una situación brillante. Los

    nuestros (por suerte) no lo hacen pero en cambio aíslan a la clase cultural (en todo lo quedesborda las funciones, tan desoídas, de la técnica) de todo acceso a los planos

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    verdaderamente directores de la comunidad. Si nos evitan a un Neruda de poeta oficial

    no nos evitan el espectáculo menor de la AUDE. Y si carecen de un Ehrenburg, tampoco

    suscitarán el interés dramático (y ejemplar) de la trayectoria de un Lukács o de un

    Ridruejo.

    VIII

    CULTURA DE UN RÉGIMEN

    Ahora bien, ¿qué actitud, qué política de cultura profesará (tendrá que profesar)

    un régimen de tal carácter?

    Acéptese que cumplirá con buena conciencia el deber más amplio de la

    alfabetización y de un mínimo cultural que comprende las enseñanzas primaria y

    secundaria: aun le dedicará, como el uruguayo, una parte sustancial de los recursos del

    Estado. Lo imponen así la cosmovisión moderna, la ética de cualquier clase dirigente

    civilizada y las poderosas presiones locales y de clase que actúan a través de los aparatos

     políticos. Súmese a esto el hecho de que la alfabetización (y toda la secuela de cultura y

    técnica que hacen crecer cada vez más el mínimo enseñable) ha producido inesperados

    resultados. El siglo pasado la concibió como instrumento eminente de emancipación

    espiritual y de responsabilidad política; el nuestro la usa, más prosaicamente, como medio

    imprescindible de homogeneización y de impregnación por la propaganda ideológica y

    económica. Sea como fuere; por las viejas y las nuevas razones, el Estado uruguayo la

    cumple en la medida de sus fuerzas, desgraciadamente mucho menores de lo que exigirían

    sus irrestrictas promesas de universalidad y gratuidad. Esas promesas que tanto honor,

    que tanta novedad, nos dieron en América.Esta tarea tiene, inexorablemente, varias características. La tenaz nota (ilustrativa

     pese a todos los activismos): “instrucción” contra “educación” (ya que no en balde el

    ministerio del ramo se califica por el primer fin). Otros rasgos ya se han hecho explícitos.

    Parece pues pleonástico insistir en la primacía de la difusión sobre la creación. La

    delegación de la actividad creadora a ambientes más sólidos y privilegiados. La

    aceptación de ese hecho, lo decíamos, decide que distracciones, enfoques, valores e

    ideologías se reciban terminados y sea una cultura menos onerosa, por ser de confección,

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    la que se imponga. Es imposible escamotear, en cambio, tres graves consecuencias de

    esta opción.

    La primera es la imposibilidad práctica de una investigación científica seria y

    aunque en algunos dominios la capacidad de nuestros hombres de ciencia esté bien

    certificada, la visión de conjunto es desoladora. Y al hacerse en las naciones rectoras más

    compleja, más difícil, más cara, más inabarcable la investigación, más incomunicables

    sus logros, se ahonda más cada día (contra todos los igualitarismos ilusorios de los pactos)

    la ca pacidad de las superpotencias y la de las naciones “periféricas” (es el nuevo

    eufemismo) para hallarse a la altura histórica de los tiempos, para responder con

    imaginación y lucidez a sus desafíos. La segunda consecuencia es la responsabilidad que

    tal estatus asume en la imposibilidad casi universal de “comunicar”. De todas las

    actividades de producción e intermediación, la editorial debe ser tal vez la única que no

    reciba en nuestro país primas, tutelas y beneficios. Podrá decirse, es cierto, que si casi

    todas los reciben, ninguna (a fin de cuentas) tiene privanza: pero la actividad editorial

    viene a quedar, de cualquier manera, como el Mar Muerto, debajo del nivel de todas las

    demás.

    Mencionemos, para no ser injustos, alguna excepción: el creciente interés estatal

     por la música y el teatro y la progresiva irradiación de la Universidad en la sociedad

    entera. Los primeros no rectifican lo ya dicho y han sido, en buena parte, fervores

    individuales de algunos estadistas empujados desde abajo, como ya se notó, por presiones

    sociales muy bien organizadas.

    La tercera inevitable consecuencia es la de que un régimen de nuestro tipo delegue

    sin ninguna visible resistencia en las máquinas internacionales de opinión la formación

    de los patrones mentales y de los usos populares. No operará en él la posibilidad (siquiera)

    de una contradicción de intereses entre esas máquinas y la comunidad que absorbe sus

     productos; no existirá tampoco una conciencia mínima de los valores que bajo esahomogeneización se pierden. Es cuando más, en cierto plano puramente económico que

    nuestros “industrialistas” desenfundan, de vez en cuando, ciertas formas ad hoc  de

     protesta “antiimperialista”. 

    Como toda cultura es (quiérase o no) jerarquía y selección, un mecanismo cultural

    como el nuestro valorará siempre determinadas actividades y determinados tipos

    humanos. La nuestra desprecia al poeta y en general al escritor (a diferencia de otros

    tiempos es descalificación para un profesional publicar un poema, un cuento o una nota).Acepta al historiador y aun puede convertirlo en figurón oficial a condición [de] que sea

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    vacuo y conformista. Al sociólogo le desconfía y sólo lo admite como asistente a

    congresos. Prefiere naturalmente el “derecho constitucional” a la “ciencia política”.

    Porque exalta, sobre todo, al tratadista de derecho y (también) al médico. En el primero

    admira al genio custodio de la legalidad del enriquecimiento o al árbitro de nuestros

    sutilísimos conflictos políticos y administrativos. Pero es, sobre todo, el gran médico,

    guardián del magno bien de la salud y la longevidad, el dios mayor. Nuestro avancismo

    fiscal le abre el camino a grandes fortunas y nuestros legisladores han solido dedicar

    sesiones parlamentarias a la loa enternecida de sus médicos de cabecera.

    Hasta hace poco tiempo, por fin, ciertos sectores en los que sobrevive la

    conformidad por los logros de nuestro pasado, alentó el ideal de “exportar” nuestra

    cultura. Una conciencia no del todo equivocada de la desalentadora insularidad de las

    culturas iberoamericanas se mezcló con una ignorancia cerril de nuestra realidad, de

    nuestras posibilidades, de los niveles ajenos y de la propia capacidad de diálogo

    internacional. La tonta ilusión que llegó a avergonzarnos a muchos apaga (hoy) bastante

    sus fuegos. Sería casi cruel insistir sobre ella.

    La situación uruguaya parece pues, en suma, la muy paradójica y muy ejemplar

    de un Estado y de un régimen que aseguran, hasta límites prácticamente desconocidos en

    América la libertad formal de desarrollo y de expresión pero que, en la dialéctica

    capitalista- liberal, vacía a la sociedad de ética, y de saberes; de valores universales y de

    calidades nacionales. Subrayando, así, en el juego de las fuerzas creadoras de la cultura

    uno de los extremos: el de la libertad, destruye incoerciblemente el otro: convicciones

    compartidas, comunes valoraciones, estímulos, entusiasmos, atenciones, exigencias y

    desafíos.4 No es mal ejemplo para ofrecer a la reflexión de ciertos ambiguos equipos

    iberoamericanos de “defensores”. 

    IX

    EL POSIBLE PRONÓSTICO

    4  Las dos frases encadenadas con dos puntos están así en el original.

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      ¿Será necesario, después de todo esto, hablar de un pronóstico de nuestra cultura?

    ¿Existirá para esta algún destino específico, algún porvenir distinto al que espera a toda

    esa cultura iberoamericana que (a regañadientes) integramos?

    La contestación será (también) nuestra. Si la propia perspectiva, las adhesiones y

    los repudios irreprimibles operan en la descripción más somera, ¡cuánto más no actuarán

    llegados a este trance, de alguna pedestre manera, profético!

     No pensamos, para tratar de ser claros, que la cultura constituya una

    superestructura de los sistemas históricos y sociales y sabemos hoy (por lo menos) que la

    órbita cultural es mucho más amplia que la de los últimos. Creemos, sin embargo, con

    Hartmann, que autonomía no es negación total de “dependencia” y que en las crisis

    históricas todos los planos de la actividad del hombre se imantan, misteriosamente, hacia

    algún coherente, algún signado destino.

    Esto nos lleva a postular apodícticamente que en Iberoamérica toda reflorescencia

    cultural (en cuanto empresa aislada y no simple consecuencia) tendrá que partir de una

    encarnizada voluntad de destruir la escisión entre una cultura de masas (y masificadora)

    y “la cultura”, entendida en aquel sentido más restringido y personal de que se hablaba.

    La tendencia natural parece ser la contraria; es decir: que la dinámica interna de la

    situación presente resolvería que la cultura de masas fuera cada vez intensamente

    despersonalizadora, mecanizadora y antiespiritual y “la otra” más limitada, más

    inoperante, más íntimamente estéril. Acaso, dentro de ese cuadro estable, la cultura de

    masas pudiera todavía ser peor, agregándose, por ejemplo, a ella, la fascinación de nuevos

     gadgets.

    Acaso la cultura, en el sentido más angosto, pudiera contar con medios materiales

    más generosos y producir, por ello, cuantitativamente más.

    Como uruguayos, se nos ocurre que ni con estas posibilidades contamos. Con un

    suelo pobre, con un subsuelo peor, con un Estado desquiciador de la vida económica, conun aparato maquinístico descalabrado, con una producción estancada, con una

     productividad en descenso, con un ideal de holganza y seguridad que mira con horror el

    trabajo, lo más probable es que los medios de cultura para todas las escalas, desde las más

    charras hasta las más selectas, sean, cada día, crecientemente más escuálidos.

    Suponiendo (incluso) vencidas estas pobrezas, todo, en lo sustancial, seguiría lo

    mismo. Ahora bien: como no hay en la historia situación asegurada, sabemos que tal

     perspectiva responde, en lo sustancial, a un par de prospectos histórico-sociales que noserán.

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      Como uruguayos sabemos que un período de irresponsabilidad, malabarismo e

    ilusión toca a su fin. Toca a su fin inexorablemente, por agotamiento del juego sin que

    sea dable predecir detrás la reacción segura o, por el contrario, un interregno de desquicio

    supremo tras el cual la entidad misma del país, nuestra existencia independiente misma,

    se haría problemática.

    También sabemos como iberoamericanos que el plan de los hombres de negocios

    a la americana, el de “la libertad de iniciativa”, el del “capitalismo del pueblo”, el del

    “respeto a todos los derechos” (pero sobre todo a los de los fuertes) tampoco será.

    Ignoramos muchas cosas, pero sabemos (por lo menos) que el destino que para

    Iberoamérica desean múltiplemente el  Financial News, y nuestras Academias de

    Economía, y el señor Julio Dubois, y la Standard Oil y las Cámaras de Comercio, y la

    O.E.A. y etc. y etc., podrá tener múltiples calidades y aún parciales y sustanciales aciertos.

    Múltiples, sí, salvo el de ser viable.

    Supuesta, como creemos, la inviabilidad histórica de este (y aquel) prospecto, la

    restauración de una cultura condicionada temporal y especialmente por lo iberoamericano

    tendrá que comenzar por el boceto de una nueva estructura en la que el doble movimiento

    de comunicación (hacia arriba y hacia abajo) de todos los períodos de plenitud cultural

     juegue normalmente. Hacia abajo, desde los estratos más exigentes y creadores hasta las

    formas más amplias, cálidas, ligeras y simplificadas. Hacia arriba, desde las firmes

    vigencias de base de una colectividad reconstruida hasta las escalas más altas y por ello

    más susceptibles a la evasión y al angelismo. Para hacer a los que en ellas viven, directores

    y servidores (a la vez) de la comunidad entera. Y sobre todo, que este doble movimiento

    sea normal, sea cualitativo, sea sincero. Que sea cualitativo: no hay necesidad de hacer

    subir alguna espiritada forma de “sangre charrúa” a los metafísicos o a los biólogos. No

    hay necesidad de ir a gritar por las esquinas alguna forma riderdigerida de la relatividad

    einsteniana.5  Que sea normal (también); que se realice naturalmente. Porque hoy, enambiente universitario, revitalizado el ideal reformista de difusión cultural, se vuelve a

    incitar dramáticamente (en alguna Gaceta) a “volcar la Universidad sobre el pueblo”.

    Pero la Universidad (su cultura) no es el cofre de los Reyes Magos ni alcancía en

    mostrador de banco y no puede “volcarse” igual. Conviene pensar por ello en la

    ambigüedad del verbo.

    5 “Riderdigerida”: Adjetivo irónico que remite a la publicación periódica Reader´s Digest , síntesisinformativa y de opinión, en español, elaborada en Estados Unidos, y de gran consumo entre los sectoresmedios y medio-bajos de América Latina.

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      A pesar de este distingo, no es difícil barruntar que también para nosotros esta

    tarea se inflexiona de política. Y que políticamente se inserta en la tarea de unidad y

    libertad iberoamericana. Esa tarea que, encuadrando el área menor de las reconstrucciones

    nacionales parece hoy la única empresa histórica estimulante y digna de sacrificio para

    las nuevas generaciones del continente.

    X

    LOS DILEMAS MAYORES

    Las incertidumbres, sin embargo, comienzan aquí. Casi todos los sectores nuevos

    de Iberoamérica podrían estar de acuerdo con la indeseabilidad de las perspectivas que

    nos ofrecen la gran prensa y casi todos nuestros partidos. Hasta qué calado, hasta qué

    distancia es emocionalmente indeseable (y fácticamente inviable) sería lo polémico.

    Partiendo de lo nacional y lo popular que parecen ser los dos adjetivos inevitables de toda

    tarea colectiva creadora en el continente, unos se detendrán en la dimensión económica,

     poniendo su fe en la planificación estatal adecuada, en una generosa ayuda técnica y en

    la desarticulación de las oligarquías que han reemplazado (con pérdida) los descaecidos

     patriciados.

    Otros serían más sensibles (más insensibles también) a las tremendas

    compulsiones que significa el proceso de capitalización e inversión nacional, cuando no

    se mediatiza el destino propio a determinantes foráneos y se conocen, y se esperan a pie

    firme los embates interiores y exteriores que tal programa comporta.

    Otros, en fin, sin rechazar los planteos anteriores, estaríamos más atentos a la

    caducidad cultural de buena parte de “lo moderno” y veríamos hasta qué punto, en el

    limbo entre un orden caduco y ya inhabitable y otro apenas delineado, la empresa de

    Iberoamérica llama (gravemente, religiosamente, fascinadoramente) a todas las energías,

    las devociones y la imaginación de la libertad histórica.

    Enumeremos sólo algunos problemas, algunas inverosímiles (e inescapables)

    tensiones. Completar (por caso) la “primera industrialización” cuando la segunda

    (atómica, ciberbética, etc.) ya ha comenzado en los países técnicamente más avanzados

    del mundo. Alcanzar hasta esta, dando a nuestras masas el mínimo necesario de espírituindustrial conociendo, como conocemos, que este espíritu sufre (ya) de irremediable y

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    fundamental deterioro; que actúa a contramano de las mejores posibilidades del hombre

    y de la cultura. Enajenar, así, a los demonios nuestro cuerpo sin vender (a la japonesa tal

    vez más que a la china) nuestra vida (o lo que de ella nos quede). Problema éste de todos

    los continentes coloniales o semicoloniales, el nuestro se especifica en el hecho de que, a

    diferencia de los otros, nosotros participamos de la mejor tradición de Occidente, no

    impuesta, no sobreagregada, sino medular. Superando así lo moderno sin volver por ello

    a la rueca y al telar, la famosa “tercera posición” que sabe bien, por lo menos, lo que es

    (intemporalmente) indeseable, cobraría una hondura espiritual que la llevaría muy lejos

    de su pobre “pensar por simetría”, su estatismo, su retracción ante las contingencias

    históricas y esa desconfianza (actoniana) del Poder que sufre entre nosotros. Esa tarea

    debería ser muy sensible a las tensiones dialécticas (y necesarias) entre fuerzas y

    tendencias indesarraigables. Por un lado aquellas que llevan a la universalidad, a la

    contemplación, a la personalidad, a un más allá de toda política o condicionamiento

    histórico-social determinado. Por el otro, las de militancia, de inmanencia, de arraigo y

    hasta de pesadez pedagógica que pueden ser, en largo lapso, dominantes y previsibles.

    Por un lado, también, los impulsos que nos llevan a la hospitalidad a toda influencia. Por

    el otro, las necesarias cautelas ante el posible efecto mediatizador (y colonial) de las

    culturas ajenas y maduras.

    Aunque estos dilemas, estos conflictos no agotarían (naturalmente) la lista posible.

     _______________

    Publicado en Marcha, Montevideo, Nos 885 y 886 del 25 de octubre (pp. 22-23) y1º de noviembre de 1957 (pp. 21-23).