La Gaceta del FCE. Diciembre de 2007 - Fondo de Cultura Econ³mica

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Diciembre 2007 Número 444 Ecos del silencio Arthur Schopenhauer Reginald y Jamila Massey Theodor W. Adorno Elfriede Jelinek Nikolaus Harnoncourt Wynton Marsalis Carl Vigeland Jorge Betanzos Lester Bangs Arturo Gutiérrez Aldama Poemas Wallace Stevens

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Diciembre 2007 Número 444

Ecos del silencio

■ Arthur Schopenhauer

■ Reginald y Jamila Massey

■ Theodor W. Adorno

■ Elfriede Jelinek

■ Nikolaus Harnoncourt

■ Wynton Marsalis

■ Carl Vigeland

■ Jorge Betanzos

■ Lester Bangs

■ Arturo Gutiérrez Aldama

Poemas

■ Wallace Stevens

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número 444, diciembre 2007 la Gaceta 1

SumarioPoemas 3

Wallace StevensLa música 4

Arthur SchopenhauerConcurso Musical 7

Reginald y Jamila MasseyMúsica, lenguaje y su relación enla composición actual 11

Theodor W. AdornoSobre Franz Schubert 14

Elfriede JelinekA 16

Luis Alberto Ayala BlancoLas tradiciones interpretativas 17

Nikolaus HarnoncourtFonética interestelar: Kepler y la polifoníade Bach. John Coltrane’s Big Bang 20

Jorge Betanzos MontesinosChicago Interlude 22

Wynton Marsalis y Carl VigelandJaco, en vuelo a lo imposible 24

Arturo Gutiérrez AldamaEl llanto lejano del Capitán Beefheart:Él está vivo, pero la pintura también. ¿Y tú? 27

Lester BangsLa Música de Brasil de David P. Appleby 31

Por Alfredo Coello

Ilustraciones de portada e interiores:Christian Hugo Martín

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El mundo no es más que la representación de otra cosa, llámese noúmeno (Kant) o Voluntad (Schopenhauer). El conocimiento que tenemos de este mundo, entonces, termina por ser la representación de una representación, la copia de una copia, la sombra de otra sombra, jamás contacto directo con la cosa representada. Somos si-mulacros que vagan entre simulacros buscando una señal que nos recuerde nuestro origen, más allá de cualquier representación, ahí donde la luz resplandece con su deslumbrante potencia, y disuelve todo en la inmediatez, en la inasible eternidad. Esa señal no es otra que la música. La música no es un tipo de representación de la cosa en sí, es su más perfecta expresión, es decir, en ella no hay mediación alguna —como en todas las demás artes—, simplemente nos muestra aquello que lo irrepresentable realmente es: un secreto y un enigma. Al escuchar música, ese secreto es desvelado y ese enigma es comprendido; pero no de manera racional, ya que la razón es el velo que nos permite comprender el mundo, pero que nos oculta al mismo tiempo lo que ese mundo expresa. El conocimiento que adquirimos a través de la música es absolu-tamente afectivo, emotivo, pasional, patológico, donde el pathos impera sobre el logos. Ahora bien, podemos ir un poco más lejos y decir que el universo entero surgió de una vibración primigenia (Upanisads). Pero nuevamente surge la pregunta, ¿qué cosa fue lo que vibró? Y la respuesta es muy sencilla: nada. La nada es la vibración expre-sándose sin motivo alguno, por el puro placer de expresarse; por eso se dice que todo surgió del caos, y si prestamos atención a lo que la etimología de la palabra caos nos dice, todo se aclara. En el principio antes del principio, el caos se manifi esta como un “vacío que bosteza”, creando los universos conocidos y por conocer. Difícilmente encontraremos algo más poderoso que la música, algo que provoque más placer. Así como se puede remontar el origen del universo a la vibración primigenia, también se puede entender que en la más simple melodía encontramos toda la sabiduría de todos los tiempos. Así de simple y complejo es este arte.

La Gaceta decidió vibrar en este número, para que todos los que la lean se pierdan en el bostezo de la nada y recuerden que el placer es gratuito, simplemente hay que saber escuchar para encontrarlo. Esto es lo que leerán básicamente a través de los escritos aquí reunidos. Arthur Schopenhauer, Theodor Adorno, Nikolaus Harnon-court, Elfriede Jelinek, Reginald y Jamila Massey, Wynton Marsalis y Carl Vigeland, Don Van Vliet y Lester Bangs, Arturo Gutiérrez Aldama, Jorge Betanzos…, todos ellos nos conducen por el laberinto —la fi gura laberíntica de la oreja lo atestigua— que el sonido recorre hasta llegar a nuestro cerebro, que no a nuestra conciencia, ya que la música tiene su sede en la inconciencia. Por eso no puede ser comprendida. En todo caso uno sabe en la música, uno se pierde en la música, ahí donde el yo se desvanece y lo único certero es que uno es con y en la música. G

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Poemas*Wallace Stevens

Dos fragmentos de El Hombre de la guitarra azul

I

El hombre se abrazaba a su guitarra,Como un esquilador. El día era verde.

“Tu guitarra —dijeron— es azul,Y no tocas las cosas como son.”

El hombre replicó: “Las cosas como sonEn la guitarra azul se modifi can.”

Y dijeron entonces: “Debes tocar un aireMás allá de nosotros, pero nuestro,

En la guitarra azul un aire: el de las cosasExactamente como son.”

VII

En nuestras obras toma parte el sol.La luna no lo hace. Es un mar.

¿Y cuándo llegaré a decir del sol:Es un mar; no toma parte en nada;

Ya el sol no toma parte en nuestras obrasY la tierra está viva con hombres que se arrastran,

Mecánicos insectos no muy cálidos?¿Y seguiré en el sol, igual que ahora

Permanezco en la luna, y diré que es un bien,Bien misericordioso, inmaculado,

Aislado de nosotros, de cómo son las cosas?¿No ser parte del sol? ¿Permanecer

Alejado y decir que es misericordioso?Las cuerdas están frías en la guitarra azul. G

Soliloquio fi nal del amante interior

Enciende la primera luz del atardecer, como en un cuartoEn el que descansamos, y, por nada, pensamosQue el mundo imaginado es el bien esencial.

Es éste, por lo tanto, el más intenso encuentro.Ésta es la idea en que nos recogemos,Lejos de indiferencias, en una sola cosa:

Una única cosa, un solo mantoQue nos envuelve bien, pues somos pobres, un calor,Una luz, un poder, el milagroso infl ujo.

Ahora, aquí, nos olvidamos el uno al otro y de nosotros mismos.Sentimos la oscuridad de un orden, una totalidad,Un conocer, el que arregló el encuentro,

Dentro de sus fronteras vitales, en la mente.Decimos: Dios y la imaginación son uno…Qué alto alumbra lo oscuro esa vela tan alta.

Y de esta misma luz, de esta mente central,Hacemos nuestra casa en el aire nocturno,Donde estar allí juntos los dos es sufi ciente. G

* Wallace, Stevens, De la simple existencia. Antología poética, Barce-lona, Galaxia Gutenberg Círculo de Lectores, 2003.

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La música*Arthur Schopenhauer

La música constituye un capítulo aparte respecto de todas las demás artes. En ella no reconocemos la copia, cierta reproduc-ción de una idea de la esencia del mundo; sin embargo, es un arte tan sumamente grande y magnífi co e incide tan poderosamente sobre lo más íntimo del hombre, donde éste la comprende tan íntima y hondamente como un lenguaje enteramente universal, cuya claridad supera incluso la del propio mundo intuitivo, que a buen seguro hemos de buscar en ella algo más que aquel “ocul-to ejercicio de aritmética en donde el ánimo no sabe que nume-ra” del cual nos habla Leibniz1 acertadamente, en tanto que él sólo considera su signifi cación inmediata y externa, su envoltura. Si la música no fuera más que eso, la satisfacción que procura sería similar a la que sentimos al solucionar correctamente un problema de cálculo y no podría suponer ese goce interno que nos produce al convertir en lenguaje la más profunda intimidad de nuestra esencia. Desde nuestro punto de vista, donde atende-mos al efecto estético, hemos de reconocerle una signifi cación mucho más profunda e importante que se refi ere a la esencia más íntima del mundo y de nuestro propio yo, de suerte que las relaciones numéricas a las cuales cabe reducirla no se comportan como lo designado, sino como signos. Que en cierto sentido la música ha de comportarse con respecto al mundo como la repre-sentación para con lo representado, como la copia para con el modelo, podemos concluirlo de la analogía con las restantes ar-tes, a todas las cuales les es propio este carácter, cuyo efecto so-bre nosotros es semejante al suyo en conjunto, sólo que aquí es más fuerte, rápido, necesario e infalible. Esa relación suya como copia del mundo ha de ser íntima, infi nitamente verdadera y certeramente precisa, puesto que es comprendida al instante por cualquiera y se da a conocer mediante una cierta infalibilidad que determina por entero su forma, al expresarse en números y retrotraerse a reglas de las cuales no puede apartarse sin dejar de ser música. Sin embargo, el punto de comparación entre la mú-sica y el mundo, el sentido en que aquélla guarda con éste una relación de imitación o reproducción, se halla muy profunda-mente oculto. La música se ha ejercitado en todas las épocas sin rendir cuentas de tal relación, contentándose con comprenderla inmediatamente y desistiendo de forjar un concepto abstracto relativo a esta intelección inmediata.

[…]Las ideas (platónicas) son la adecuada objetivación de la

voluntad; suscitar el conocimiento de éstas (lo que sólo es po-sible bajo una modifi cación en el sujeto cognoscente) mediante la representación de una cosa singular (pues en eso consiste siempre la propia obra de arte) es el fi n de todas las artes. Así pues, todas ellas objetivan la voluntad sólo indirectamente, a saber, por medio de las ideas; y como nuestro mundo no es más que la manifestación de las ideas en la pluralidad por medio del ingreso en el principio de individuación (la forma del conoci-miento posible del individuo en cuanto tal), entonces la músi-ca, al pasar por encima de las ideas, es también enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mun-do no existiera en absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes. La música es una objetivación y un trasunto tan inmediato de la íntegra voluntad como lo es el mundo mis-mo e incluso como lo son las ideas, cuya polifacética manifes-tación constituye el mundo de las cosas singulares. Por lo tanto, la música no es en modo alguno, como las otras artes, el trasunto de las ideas, sino el trasunto de la voluntad misma, cuya objetivación son también las ideas; por eso el efecto de la mú-sica es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues éstas sólo hablan de sombras, mientras que aquélla habla de la esencia. Ahora bien, como es la misma voluntad la que se objetiva tanto en las ideas como en la música, sólo que de un modo diferente en cada ámbito, aunque no se dé ningu-na semejanza inmediata, sí ha de haber un paralelismo, una analogía entre la música y las ideas, cuya manifestación en la pluralidad e imperfección es el mundo visible.

[…]Como la esencia del hombre consiste en que su voluntad

anhela, se satisface y anhela de nuevo, y así continuamente, su dicha y bienestar se reducen a que ese tránsito del deseo a la satisfacción y de ésta hacia un nuevo deseo avance rápidamen-te, dado que un retraso en la satisfacción supone sufrimiento y un lánguido anhelo del nuevo deseo supone aburrimiento; en correspondencia con ello, la esencia de la melodía es un conti-nuo apartarse del tono fundamental, extraviándose por mil caminos, no sólo hacia los niveles armónicos, hacia la tercera y la dominante, sino hacia cualquier tono, hacia la séptima diso-nante y las escalas extremas, pero siguiendo siempre un retor-no fi nal hacia el tono fundamental; por todos esos caminos la melodía expresa los polifacéticos anhelos de la voluntad, pero también la satisfacción mediante el hallazgo fi nal de un inter-valo armónico y el reencuentro con el tono fundamental. La

* Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, España, fce/Circulo De Lectores, Tomo i, 2005.

1 Cfr., Leibniz, Epístolas a diversos teólogos, juristas, médicos, fi lósofos, matemáticos, historiadores y fi lólogos, recopiladas por [Christian] Kor-tholtus [Leipzig, 1734; vol. i], carta 154.

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invención de la melodía, el descubrimiento de los más profun-dos secretos del querer y el sentir humanos en ella, es la obra del genio, cuyo efecto se evidencia aquí como por doquier lejos de toda refl exión e intencionalidad consciente, y puede ser llamado una inspiración. El concepto es aquí infructuoso, como siempre lo es en el arte; el compositor revela la esencia íntima del mundo y expresa la más profunda sabiduría en un lenguaje que no comprende la razón, al igual que un sonámbu-lo hipnótico las explicaciones sobre cosas acerca de las cuales no tiene concepto alguno una vez despierto. Por eso en un compositor el hombre se disocia y se diferencia del artista más que en cualquier otro caso. El concepto muestra su meneste-

rosidad y sus límites incluso en la explicación de este maravi-lloso arte, mas pese a ello quiero intentar llevar a cabo nuestra analogía. Tal como el rápido tránsito del deseo hacia la satis-facción y de ésta hacia un nuevo deseo supone dicha y bienes-tar, asimismo resultan alegres las melodías vivaces sin grandes extravíos; las melodías lentas plagadas de dolorosas disonancias y que sólo se remiten al tono fundamental mediante muchos compases resultan tristes, como análogas de la satisfacción ar-dua y retardada. El retraso de una nueva agitación de la volun-tad, la languidez, no puede tener otra expresión que el tono fundamental sostenido, cuyo efecto se hace insoportable en seguida; a éste se aproximan las melodías muy monótonas e

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insípidas. Las composiciones cortas y asequibles de la música de baile parecen hablarnos de una dicha ordinaria; en cambio, el allegro maestoso de grandes composiciones, con períodos lar-gos y amplias digresiones, designan un anhelo más noble, ten-dente a un objetivo lejano y a su logro fi nal. El adagio habla del padecimiento de un gran y noble anhelo que desdeña toda di-cha nimia. ¡Mas cuán maravilloso es el efecto del la menor y el do mayor! Cuán asombroso resulta que el cambio de un semi-tono puesto en tercera menor en vez de mayor nos infunda tan súbita como inevitablemente un medroso sentimiento de pena, del que nos libera instantáneamente el do mayor. El adagio en la menor consigue expresar un dolor supremo, al volverse un lamento estremecedor. La música de baile en tono menor pa-rece designar la pérdida de una dicha nimia que uno debería desdeñar, parece hablarnos de la consecución de una meta ín-fi ma entre tormentos y penalidades sin cuento. La inagotabili-dad de melodías posibles responde a la inagotabilidad de la na-turaleza en la variedad de individuos, fi sionomías y cursos vitales. El tránsito de una tonalidad a otra suprimiendo cual-quier hilazón con la precedente se asemeja a la muerte en cuanto fi n del individuo, mas la voluntad que se manifi esta en éste vive tanto antes como después, manifestándose en otros individuos cuya consciencia no tiene ninguna conexión con la del primero.

Pero al constatar todas estas analogías jamás cabe olvidar que la música no tiene una relación directa con ella, sino tan sólo una mediación mediata; pues la música nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el “en-sí” de todo fenómeno, la voluntad misma. Por ello no expresa esta o

aquella alegría singular y concreta, esta o aquella afl icción, o dolor, o espanto, o júbilo, o regocijo, o serenidad, sino la ale-gría, la afl icción, el dolor, el espanto, el júbilo, el regocijo, la serenidad mismos en abstracto, lo esencial de tales sentimientos sin accesorios, sin los motivos que inducen a ellos. Pese a lo cual los comprendemos perfectamente en esta nuda quin-taesencia. A ello se debe que nuestra fantasía se vea tan fácil-mente suscitada por la música y trate de dar forma a ese mun-do sobrenatural e invisible, pero sin embargo tan vivo que nos interpela directamente, para revestirlo con carne y hueso, mate-rializándolo en un ejemplo análogo. Tal es el origen del canto con palabras y fi nalmente de la ópera, cuyo texto justamente por eso nunca debería abandonar este lugar subordinado para convertirse en lo principal y hacer de la música un mero medio de su expresión, lo cual es un enorme desacierto y un grave absurdo. Pues la música sólo expresa siempre la quintaesencia de la vida y de sus procesos, nunca estos mismos, cuyas dife-rencia jamás desembocan en ella. Esta universalidad tan propia y exclusivamente suya, junto a una exacta precisión, es justa-mente lo que le confi ere el alto valor que tiene como panacea de todo nuestro padecer. Por lo tanto, cuando la música inten-ta ceñirse a las palabras y amoldarse a los acontecimientos, se esfuerza en hablar un lenguaje que no es el suyo. Nadie se ha guardado tanto de este error como Rossini; de ahí que la mú-sica de éste hable tan clara y puramente su propio lenguaje, hasta el punto de que no precisa de las palabras y por eso tam-bién surte todo su efecto al ser interpretada con simples instru-mentos orquestales. G

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Concurso Musical*Reginald y Jamila Massey

En 1919 se descubrió un raro manuscrito en Gadwal, entonces bajo el dominio del nizam de Hyderabad. Gracias a la reco-mendación del ministro residente británico en Hyderabad, el gobernador local, rajá de Gadwal, autorizó a R. A. K. Shastry, de la Biblioteca Central de Baroda, estudiar el manuscrito. Tiempo después el documento fue publicado bajo los auspicios del maharajá de Baroda. Se trataba del Sangeet-makaranda, es-crito por Narada en el siglo xi. Era muy obvio que este Narada no era el mismo autor del Siksa. El Sangeet-makaranda probó ser un libro útil para fechar y evaluar otras obras de este perio-do. También fue usado por el renombrado Sarangadeva dos siglos después.

Durante el siglo xii Bengala produjo dos talentos sobresa-lientes en la esfera de la crítica musical y la poesía. Locana-kavi, el músico de la corte del rey Vallalasena, completó su Raga-tarangini en 1160. Reconoció 12 ragas básicas a partir de las cuales se compusieron 86 ragas derivadas. Sabemos que Loca-na-kavi escribió otros libros, pero al parecer éstos se perdieron o destruyeron. Jayadeva, el celebrado poeta del Gita Govinda nació unos pocos años después de Locana-kavi. Fue un poeta-músico del culto vaishnava en el que era notable la adoración de Vishnu, el dios de la preservación de la tríada hindú. La encarnación de Vishnu, Krishna, fue entonces sujeto de mucha música y baile. En esta época era un hecho que todo el arte in-dio era dominado por el tema de Krishna. Éste era un dios muy humano y su romántico amor por Radha simbolizaba el amor de Dios por el hombre en términos simples e inmediatos.

De niño, Krishna fue desobediente y precoz y constante-mente mortifi caba a su madre adoptiva, Yasoda, a causa de sus travesuras. Le gustaba particularmente la leche y la mantequi-lla y emprendía expediciones relámpago a la cocina y la des-pensa. En una ocasión Yasoda creyó que su hijo estaba comien-do lodo y lo obligó con rudeza a abrir la boca, pero cuando miró en la boca del niño, en vez de lodo encontró la Tierra en-tera con la totalidad de sus profundos misterios. De joven sus intereses cambiaron hacia las jóvenes vaqueras. Existen nume-rosos relatos de cómo retozaba con las gopees, doncellas, en los claros del bosque de Vrindaban junto a los bancos del sagrado río Yamuna. Como Murli Manohar o Govinda (vaquero tañe-dor de fl auta), robaba sus encantos con la magia de su música

divina. Una vez, mientras se bañaban en el río, Krishna escon-dió sus ropas para gozar de su confusión desde el ventajoso pun-to de vista de la copa de un árbol. Mas el objetivo principal de las atenciones del dios, no obstante, era la hermosa Radha y él no perdía una oportunidad de provocarla, en presencia de sus amigas, con su galanteo. Radha, desde luego, estaba apasionada-mente enamorada de Krishna y sus efusiones transidas de dolor eran, para los vaishnavas, el clamor del alma por el infi nito.

Jayadeva expresó todos estos episodios entre Radha y Krish-na por medio de versos eróticos en sánscrito especifi cando el tala, ritmo en el que cada sección debía ser cantada y bailada. Él mismo cantó los versos, y su esposa, que era una experta bailarina, los interpretó en movimientos de danza. Por su ca-rácter y sentimiento el Gita Govinda ha sido comparado con el Cantar de los Cantares. Fue publicado como el Cantar de los Cantares Indio cuando Sir Edwin Arnold lo tradujo al inglés hace muchos años.

Después de Jayadeva los poetas-músicos Chandidas, Tulsi-das, Mira, Vidyapati y Surdas perseveraron en la tradición vaishnava.

Sarangadeva (1210-1247) ocupa un lugar relevante en la música india. Fue un brahmin de Cachemira en el extremo norte de India, vivió en Daulatabad (anteriormente Deogiri) que se encuentra en el Deccan. La parte occidental del Deccan estaba entonces gobernada por un rey de la dinastía Yadava y Sarangadeva fue músico de su corte. Desde su situación geo-gráfi ca, Sarangadeva podía estar enterado de los sucesos tanto del sur como del norte de India. El norte estaba gobernado por reyes musulmanes que tenían en sus cortes a músicos de Persia, Turquía, Arabia y Afganistán. El Deccan estaba aún bajo el gobierno hindú y estaba al sur. Pronto, no obstante, el Deccan y una parte del sur hubo de pasar al gobierno islámico. El San-geet-ratnakara de Sarangadeva, por lo tanto, forma un puente entre ambas culturas; pero, más que eso, puede ser llamado el primer libro moderno de música india.

En los siete capítulos de su libro, Sarangadeva considera a swaras, srutis, jatis, tanas, gramas, murchanas e instrumentos musicales. También ofrece un resumen de las teorías de otros autores como el Narada del Sangeet-makaranda, Bhoja y So-meswara.

El Sangeet-ratnakara es la primera obra que analiza las ragas en detalle y enlista 264 de ellas. Indica las ragas apropiadas se-gún las horas del día y de la noche así como para las estaciones pariculares. Incluso esboza un sistema de notación.

Mientras estudia los srutis, Sarangadeva les da los siguientes nombres:

* Reginald and Jamila Massey, foreword by Ravi Shankar, The music of India, Kahn & Averill, London, 1993.

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Tivra, Kumadvanti, Manda, Chandovati, para la nota SA.Dayavati, Ranjini, Raktika, para la nota RE.Rudri y Krodhi, para la nota GA.Vajrika, Prasarini, Priti, Marjani, para la nota MA.Kshiti, Rakta, Sandipini, Alapini, para la nota PA.Madanti, Rohini, Ramya, para la nota DHA.Ugra y Kshobini, para la nota NI.Por la distribución de sus srutis es claro que la escala madre

Sadja-grama ha ganado peso en esta época y que la otra escala madre de la Era de Bharata, Madhyama-grama, estaba decayen-do. En verdad, hacia el fi nal del siglo xvii Madhyama-grama ya no estaba en uso.

Parsvadeva, contemporáneo de Sarangadeva, fue autor del Sangeet-samayasara, también valioso aun cuando quedó eclipsa-do por el Sangeet-ratnakara.

La infl uencia islámica era ahora demasiado evidente. Amir Khusro, nacido en 1234, fue el primer gran musicólogo musul-mán de India. Aunque nació en el distrito Etah en el norte de India, sus antepasados fueron turcos y por eso se llamaba a sí mismo un hindú turco. Como discípulo de Hazrat Nizamuddin Aulia desarrolló una fi losofía de la vida que era humana, tole-rante e intrínsecamente simple. Sin embargo, aparte de ser un

sabio erudito, poeta y músico, fue un elegante cortesano que sirvió a sucesivos reyes en la corte imperial en Delhi. Muchísi-mos años antes del Renacimiento europeo, Amir Khusro cum-plió con el ideal de ser un hombre completo.

La música fue la gran pasión de Amir Khusro. Estudió mú-sica persa, árabe e india y estaba tan impresionado por la mú-sica india que escribió: “La música india, el fuego que arde en el corazón y en el alma es superior a la música de cualquier otro país”. Acudió a los maestros hindúes más humildes para aprender a sus pies y no temía a la innovación. En consecuen-cia introdujo elementos persas y árabes en la música india, añadiéndole a ésta matices de gracia y elegancia.

Durante su larga vida —vivió hasta la edad de 90 años— Amir Khusro obtuvo fama legendaria, los historiadores ofi cia-les de ese tiempo lo acreditaron con muchos más méritos de los que tenía. Muchos creían, por ejemplo, que él era el inven-tor del sitar. Es un hecho que el mismo Amir Khusro no usa la palabra en ninguno de sus escritos. Ahora bien ¿sería ésta una modestia indebida de parte del inventor? La verdad parece ser que Amir Khusro modifi có y mejoró la veena o been existente. Cambió el orden de las cuerdas e hizo móviles los trastes. Su veena mejorada se parecía en mucho a la moderna sitar, palabra

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que viene del persa seh-tar, “de tres cuerdas”. Ya que Amir Khusro fue un sabio persa se podría suponer que debió haber-le dado nombre al nuevo instrumento. Esto no fue así, pues la palabra sitar no aparece sino hasta mucho después de su tiem-po.

Igualmente existe un relato apócrifo de cómo en una racha de invención él partió el pakhavaj (un tambor con superfi cies gemelas para percutir) a la mitad, creando así los dos pequeños tambores de la tabla.

Amir Khusro inventó nuevas ragas tales como Sarfarda y Zilaph; introdujo el Qawwali, una forma de canto religioso musulmán en el que participan muchas voces; y fue el origina-dor del estilo de música vocal Tarana. Hasta recientemente se suponía que el estilo Tarana usaba sílabas sin signifi cado sólo por el propósito de entretenimiento excitante, a la manera de los cantantes de jazz. Sin embargo, fue señalado por Ustad Amir Khan en 1964 que cuando las sílabas eran unidas forma-ban palabras persas reconocibles que poseían un simbolismo místico.

Allauddin Khilji, sultán de Delhi (1296-1316), fue el mo-narca más ilustre al que sirvió Amir Khusro. Se cree que el sultán persuadió a Kayak Gomal, otro gran músico, de que tradujera las antiguas canciones Dhrupad a una lengua viva. Las Dhrupads, cuyo nombre original era Dhruvapada, eran versos en sánscrito que se cantaban de forma austera. Nayak Gomal, obviamente nativo de la región Braj que abarcaba las áreas de Mathura y Vrindaban al sur de Delhi, tradujo esas canciones a la lengua que conocía mejor, esto es, al Braj Bhasa. Se tenía por tradición que el dios Krishna había sido también nativo de Braj así que el idioma que eligió Kayak Gomal recibió una suerte de sanción religiosa. El resultado fue que pronto llegó a ser una convención para los escritores del norte de India componer sus versos religiosos y seculares en lengua Braj Bhasa. La domina-ción sánscrita sobre la cultura de India había terminado. Este factor combinado con la infl uencia islámica en el norte produ-jo un efecto peculiar en el desarrollo de la música. En el norte la música tendió a ser más libre, más creativa y experimental; en el sur continuó manteniendo el respeto a la santidad del pasado.

Después de la época de Amir Khusro los estilos del norte y sur llegaron a ser diferentes; el primero fue llamado Hindusta-ni y el segundo Karnático. Se ha escrito mucho acerca de los méritos relativos y los deméritos de los dos estilos y mucho de eso es producto de una desagradable naturaleza prejuiciosa. Hoy en día prevalecen mejores juicios, generados sin duda por la facilidad de viajar de un lugar a otro y por un mayor inter-cambio cultural. Músicos karnáticos tocan en el norte y músi-cos hindustanis en el sur; existe una atmósfera de mutuo respe-to y en el norte se desea aprender del sur y viceversa. No sería exagerado decir que ha tomado casi 700 años completar el círculo. Los dos estilos no se han fundido en uno solo, lo cual sería indeseable y en verdad desastroso, pero nunca han estado más cerca de hacerlo.

Existe el supuesto de que después de la muerte de Amir Khusro la música india de alguna manera se ocultó por un periodo de dos siglos. Parece haber poco fundamento que apo-ye esta apreciación después de leer las narraciones del viajero árabe Ibn Batuta. Él visitó la corte del sultán Mohammad bin Tughluq (1325-1351) y observó que el rey tenía más de 2 000 músicos a su servicio. Es un hecho que los gobernantes musul-

manes eran bien conocidos por su patronazgo de las artes y especialmente de la música. Ibrahim Shah Sharqi de Jaunpur (1401-1440) fue responsable por la compilación del tratado en sánscrito Sangeet-siromani que le fue dedicado, y Zain-ul-Abi-din de Cachemira (1416-1467) fue famoso por su amor a la música.

El poeta-músico Vidyapati nació en 1395 y durante los 45 años de su vida impulsó la causa de la música devocional hindú. Muchas de las canciones de Vidyapati, así como de Jayadeva, fueron agregadas al Raga-tarangini de Locana-kavi. También fueron insertadas en el libro de Locana-kavi los nombres de ragas atribuidas a Amir Khusro. Esas adiciones hechas por al-gún erudito o escriba medieval han llevado a controversias amargas sobre las fechas correctas de Locana-kavi y el Raga-tarangini. Mientras tanto, Kalinath, contemporáneo de Vidya-pati, que sirvió al rajá Devaraya de Vijayanagar, escribía un imponente y erudito comentario sobre el Sangeet-ratnakara de Sarangadeva. Este comentario ha venido a ser de inmenso va-lor para académicos y músicos.

La segunda mitad del siglo xv vio desplazarse el esfuerzo musical en tres direcciones diferentes, y debemos considerar cada una por separado.

La música devocional en la forma de himno entonado por la comunidad llegó a ser inmensamente popular. La Keertan, oración cantada, fue llevada a las aldeas más remotas por Sri Krishna Chaitanya, un santo que mereció respeto en toda In-dia. La infl uencia de Chaitanya fue sentida de manera especial al este de India, en Bihar, Orissa, Bengala y Asma. Antes de esta época, la adoración hindú era un asunto privado entre un hombre y su dios personal; ahora, tal vez bajo la infl uencia musulmana, comenzó a tomar un aspecto social.

Las Dhrupads, como se recordará, fueron traducidas al Braj Bhasa durante la época de Allauddin Khilji. Ahora encontraban un campeón en Raja Man Singh Tomar de Gwalior (1486-1518). Este gobernante, que era él mismo un excelente músico, regularmente reunía a sus mejores artistas y con ellos formula-ba las reglas y requerimientos del canto Dhrupad. Los conseje-ros musicales, nayakas, enumeraban tan bien conocidas fi guras como Bhanoo, Charju, Bakshu y Dhundhi. Ellos compilaron un libro en hindi titulado Man Kutuhal en el que se enunciaban las últimas teorías sobre la música.

Músicos y artistas ejecutantes de todo tipo se congregaron en Gwalior y, tan grande fue la contribución de Raja Man Singh Tomar al estilo Dhrupad, que muchos comenzaron a creer que él había sido su creador. Así, el Dhrupad, revitalizado y reformado, ganó amplia estima.

Irónicamente, mientras el Dhrupad crecía en estatura, un movimiento anti-Dhrupad estaba en camino en Jaunpur. El gobernante de ahí en ese tiempo era Hussain Shah Sharqi (1458-1528), que era también un buen músico. Durante largo tiempo muchos habían sentido que el estilo Dhrupad era muy formal y austero y que la música india requería un estilo menos formal y más imaginativo. Así que Hussain Shah Sharqi y sus amigos músicos inventaron el estilo Khayal (de khayal, imagi-nación). El Khayal ofrecía un amplio alcance de brillantez téc-nica, invención y tratamiento imaginativo de temas seculares y religiosos. En el pasado habían surgido algunos indicios de que tal estilo estaba pugnando por nacer —como por ejemplo en Qawwali de Amir Khusro— pero la forma fi nal sólo tomó cuer-po con Hussain Shah Sharqi.

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Hubo una rivalidad considerable entre los dhrupadiyas, se-guidores del estilo Dhrupad, y los khayaliyas que seguían el nuevo estilo Khayal. Esta rivalidad sólo fue resuelta cuando, en el siglo xix, el Khayal fue más ampliamente aceptado.

A estas alturas de la historia fue establecida una relación compacta hindú-musulmana en las artes. Sikandar Lodi, sultán de Delhi (1489-1517), dio su bendición al Lahjat-é-Síkandar Shahi, el primer libro sobre música india escrito en persa y basado en fuentes sánscritas. Ibrahim Adil Shah II, sultán de Bijapur en el Deccan (1580-1626) y famoso poeta-músico de su tiempo, compuso canciones en honor de deidades hindúes y las publicó en su Kitab-é-Nauras. Los hindúes aprendieron de ustads, maestros, musulmanes y los musulmanes de los gurus hindúes. Los príncipes hindúes empleaban músicos musulma-nes y los príncipes musulmanes músicos hindúes.

El movimiento Bhagti, que se basaba en la hermandad uni-versal, tuvo mucho que ver con esta atmósfera tolerante. En Andhra Pradesh los Bhagvatulus, seguidores de Bhagti, inicia-ron un tipo de danza-drama religioso que fue llamado Kuchi-pudi; y en Tamil Nadu los seguidores de Bhagti, conocidos como Bhagvatars, iniciaron un tipo semejante de danza-drama, el Bhagvata Mela Nataka. El primer libro que refi ere esas dan-

zas-dramas, esencialmente hindúes en inspiración y carácter, fue el Machupalli Kaifi at de 1502, que fue escrito bajo patro-nazgo musulmán. Las religiones de fe hebraica, judaísmo, cristianismo e Islam han tendido a ver con malos ojos la danza como un arte sagrado debido al fenómeno de la prostitución del templo, y aun así, en el sur de India los príncipes musulma-nes dieron la bienvenida a los bailarines religiosos hindúes. En la última mitad del siglo xvi, términos musulmanes como sala-mu y tillana —ambos adaptaciones de palabras persas— fueron incorporados al Dasi Attam, uno de los más sagrados de los estilos de baile hindúes. En 1675, el nawab de Golconda, Ab-dul Hassan Tahnisha, vio la ejecución de una danza-drama Kuchipudi. Estaba tan impresionado que concedió tierras a los bailarines brahmines, con la estipulación de que la tradición de las danzas-dramas no se interrumpiera. Las cesiones de tierra fueron inscritas en platos de cobre, que en el sur de India era un símbolo de autoridad y perpetuidad. Éste es un ejemplo de cómo un arte religioso hindú no sólo fue tolerado sino fomen-tado por un gobernante musulmán.

Traducción Víctor Kuri Gil G

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Música, lenguaje y su relaciónen la composición actual*Theodor W. Adorno

Fragmento sobre la música y el lenguaje

La música es semejante al lenguaje. Expresiones como idioma musical o entonación musical no son ninguna metáfora. Pero la música no es lenguaje. Su semejanza con el lenguaje indica el camino hacia la interioridad, pero también hacia la vague-dad. Quien toma a la música literalmente como lenguaje se confunde.

La música es semejante al lenguaje en tanto que sucesión temporal de sonidos articulados, que son más que mero soni-do. Dicen algo, a menudo algo humano. Y lo dicen de modo tanto más enfático, cuanto más elaborada es la música. La su-cesión de sonidos es análoga a la lógica: existe lo correcto y lo falso. Pero lo dicho no se deja desprender de la música. Ésta no constituye ningún sistema de signos.

La semejanza con el lenguaje se extiende desde el todo de la textura organizada de los sonidos signifi cantes, hasta el sonido singular, el tono como umbral de la mera existencia, el puro portador de expresión. La música es análoga al habla no sólo como textura organizada de sonidos, semejante al lenguaje, sino ya en la manera de su articulación concreta. La doctrina tradicional de las formas musicales conoce la frase, el sintagma, el período, la puntuación; pregunta, exclamación, oraciones subordinadas se hallan por todas partes, las voces se elevan y decaen, y en todo ello el gesto de la música es tomado de la voz que habla. Cuando Beethoven exige la interpretación de una bagatela del op. 33 “con una cierta expresión hablada”, sólo subraya de manera refl exiva un momento omnipresente de la música.

Se suele buscar lo que los diferencia en el hecho de que la música no conoce el concepto. Sin embargo, algunas cosas en ella son verdaderamente cercanas a los “conceptos primitivos” de los cuales trata la teoría del conocimiento. Utiliza siglas que se repitan. Fueron acuñadas por la tonalidad. Si no conceptos, ésta hizo madurar vocablos: primeramente los acordes que entran siempre con idéntica función, también enlaces anuda-dos como los grados de cadencia, y a menudo incluso fl oreos melódicos que transcriben la armonía. Tales siglas generales son capaces de entrar en la textura concreta. Ofrecen espacio para la especifi cación musical como el concepto para lo singu-lar, y al mismo tiempo son curadas de su abstracción por la fuerza del contexto, tal como le sucede al lenguaje. Sólo que la

identidad de esos conceptos musicales se halla en su propia existencia, y no en la de aquello a lo que se refi eren.

Su invariancia ha sedimentado como una segunda naturale-za. Ella es quien difi culta tanto a la conciencia la despedida de la tonalidad. Pero la nueva música se apoya en la apariencia de una tal segunda naturaleza. Las formulas coaguladas y su fun-ción las elimina por mecánicas. Sin embargo, no es la semejan-za con el lenguaje en general, sino sólo la cosifi cada, la que abusa del elemento singular como si fuese una fi cha, un porta-dor descualifi cado de signifi cados subjetivos no menos petrifi -cados. También musicalmente se corresponden subjetivismo y cosifi cación. Pero su correlación no transcribe de una vez por todas la semejanza de la música con el lenguaje. Hoy, la rela-ción entre el lenguaje y música se ha hecho crítica.

En comparación con el lenguaje signifi cativo, la música sólo es lenguaje en tanto que de un tipo completamente diferente. En él yace el aspecto teológico de la música. Lo que ella dice se encuentra a la vez determinado y oculto en la afi rmación. Su idea es la fi gura del nombre divino. Es oración desmitologiza-da, liberada de la magia de la infl uencia; es el intento humano, vano como siempre, de nombrar el nombre mismo, en vez de comunicar signifi cados.

La música aspira a un lenguaje sin intenciones. Pero no se separa de manera radical del lenguaje signifi cativo como si de otro reino se tratase. Se produce una dialéctica: en la música se imponen intenciones por doquier, y seguro que no sólo desde el stile rappresentativo, que condujo la racionalización de la mú-sica para que dispusiera de su semejanza con el lenguaje. Una música sin ningún resto de signifi catividad, la mera textura fenomenal de los sonidos, se parecería a un calidoscopio acús-tico. Por el contrario, si fuese un absoluto signifi car dejaría de ser música y se convertiría de manera falsa en lenguaje. Las intenciones le son esenciales, pero sólo intermitentemente. Ella remite al lenguaje verdadero como a uno en el cual el contenido se manifi esta por sí mismo, pero al precio de la uni-vocidad de signifi cado, que la convertiría en lenguaje signifi ca-tivo. Y como si ella, la más elocuente de todas las lenguas, hubiera de ser consolada de la maldición de la pluralidad de signifi cados que es su momento mítico, afl uyen a ella intencio-nes. Una y otra vez anuncia que signifi ca y que seguro que signifi ca. Sólo que la intención al mismo tiempo está siempre velada. No en vano, Kafka le ha concedido un lugar en algunos textos memorables como nunca antes la poesía había hecho. Él procedió con los signifi cados de lo hablado, del lenguaje signi-fi cativo, como si fuesen los de la música, como parábolas inin-terrumpidas, en el mayor contraste con “lo musical”, la imita-* Theodor W. Adorno, Sobre la música, Barcelona, Paidós, 2000.

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ción de los efectos musicales y la entonación musical de las lenguas extrañas de Swinburne o Rilke. Ser musical es interio-rizar las intenciones relampagueantes sin perderse en ellas, refrendándolas. Así se forma el continuo musical.1

Esto remite a la interpretación. La exigen tanto la música como el lenguaje, pero de dos tipos completamente diferentes. Interpretar el lenguaje signifi ca entenderlo, mientras que in-terpretar música es hacerla. La interpretación musical es la ejecución, que retiene la semejanza con el lenguaje como sín-tesis, y a la vez la anula en cada elemento singular. Por ello la idea de la interpretación pertenece a la música misma y no le es accidental. Tocar música correctamente signifi ca en primer lugar hablar su lengua en corrección. Ésta exige imitar, no descifrar. Sólo en la praxis mimética, que claramente puede ser sublimada como imaginación muda, a la manera de la lectura

silenciosa, se abre la música; nunca en una contemplación que interpreta la música con independencia de su ejecución. Si se buscara en el lenguaje signifi cativo un acto comparable al mu-sical, se encontraría más bien al copiar un texto, que en la comprensión de su signifi cado.

A diferencia de lo que sucede con el carácter epistemológico de la fi losofía y la ciencia, los elementos de conocimiento re-unidos en el arte no se unen generalmente para formular un juicio. Pero ¿es realmente la música un lenguaje carente de juicio? Entre sus intenciones una parece más urgente: “Esto es así”; aquella que juzga, que es a la vez confi rmación y sentencia de algo que, sin embargo no se ha dicho explícitamente. En los momentos más elevados de la mejor música, y por cierto, tam-bién en los más violentos, como en el comienzo de la reprise de la primera frase de la Novena sinfonía, se expresa claramente esta intención a través de la pura fuerza del contexto. Parodia-da resuena de nuevo en piezas secundarias, como en aquel Preludio en do sostenido menor de Rachmaninoff, que martillea el “esto es así” desde el primero al último compás, sin que en

1 En el Fragmento de 1956: “Así se forma la música como estruc-tura”.

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él ningún devenir desemboque en aquel ser, que en vano es confi rmado de manera abstracta.2 La forma musical, la totali-dad, en la cual una textura musical logra el carácter de lo au-téntico, apenas se deja separar del intento de prestarle al medio desprovisto de juicio el gesto del juicio. De vez en cuando, el éxito es tan rotundo que el umbral del arte apenas puede resis-tir el asalto de la lógica voluntad de dominio.

Así se encuentra uno con el hecho de que la diferencia entre música y lenguaje no se explica por ninguno de sus rasgos sin-gulares, sino únicamente por el todo de la composición. O mejor todavía, por su orientación, su “tendencia”, usando la palabra sencillamente en el mayor énfasis del telos de la música. El lenguaje signifi cativo quisiera decir el Absoluto a través de la mediación, y se le escurre en cada intención singular, aban-dona cada una tras de sí por limitada. La música lo encuentra de forma inmediata, pero en el mismo instante se oscurece, como un exceso de luz que deslumbra los ojos, de tal modo que lo completamente visible ya no puede ser visto.

Por último, la música también muestra su semejanza con el lenguaje en el fracaso compartido con el lenguaje signifi cativo, en el hecho de que, para traerse a casa lo imposible, es enviada por el engañoso camino de las interminables mediaciones. Sólo que su mediación se desarrolla según una ley distinta que la del lenguaje signifi cativo: no en los signifi cados que remiten los unos a los otros, sino en su absorción mortal por un contexto que es el que salva el signifi cado, y del cual aquél se escapa en cada movimiento singular. La música rompe sus intenciones dispersas con su propia fuerza y las deja reunirse para confi gu-rar el nombre.

Para distinguir la música de la mera sucesión de estímulos sensoriales se la ha llamado trama de sentido o trama estructu-rada, y dado que en ella nada está aislado, sino que todo se halla en contacto físico con lo próximo y lo espiritual con lo lejano, en el recuerdo y la esperanza, se pueden dejar pasar aquellas palabras. Pero la trama no lo es de sentido como la fundada por el lenguaje signifi cativo. El todo se realiza contra las intenciones, las integra a través de la negación de cada una, ya que no pueden ser fi jadas. La música como totalidad rescata las intenciones, no diluyéndolas en una intención más elevada y abstracta, sino gracias a que en el instante que las derriba se dispone para la evocación de lo no intencional. Así es casi lo contrario de una trama de sentido, incluso donde entrega uno frente al ahí sensorial. De lo cual resulta el intento de sustraer-se por el propio poder absoluto de todo sentido: comportarse como si el nombre fuera de hecho incomunicable.

Heinrich Schenker3 ha deshecho el nudo gordiano de la vieja controversia y se ha declarado a la vez contra la estética de la expresión y contra le estética formal. En vez de éstas, ha apuntado un concepto de contenido musical, por cierto que del mismo modo que Schönberg, por él vergonzosamente subesti-mado. La estética de la expresión confunde las intenciones singulares que se escapan por su pluralidad de sentidos, con el contenido sin intenciones del todo; la teoría de Wagner se queda corta, porque se representa el contenido de la música como la expresión difundida en lo infi nito de todos los instan-tes musicales, mientras que el decir del todo es cualitativamen-te diferente de cada signifi car singular. Una estética conse-cuente de la expresión termina en la seductora arbitrariedad de endosar lo entendido efímera y casualmente como la objetivi-dad de la cosa misma. Pero la tesis contraria, la de las formas sonoras animadas, va a parar a una excitación vacía o a la mera existencia de lo que suena, que prescinde de aquella referencia de la fi gura estética a lo que ella misma no es, y sólo a través de lo cual se convierte en forma estética. Su crítica simple y por ello renovadamente popular al lenguaje signifi cativo la paga con el precio de lo artístico. Puesto que la música no se agota en las intenciones, tampoco a la inversa se encuentra ninguna en la que no fi guren elementos expresivos: en la música, inclu-so la ausencia de expresión llega a ser expresión. “Sonoro” y “animado” son en música casi lo mismo, y el concepto “forma” no aclara nada de lo oculto, sino que meramente desplaza la pregunta por lo que se representa en la textura sonora anima-da, y así, es más que mera forma.4 La necesidad específi ca, la lógica inmanente de aquella ejecución se escapa: deviene puro juego, en el que literalmente todo podría ser de otro modo. Pero el contenido musical es en verdad la plenitud de cuanto subyace a la gramática y la sintaxis musical. Cada fenómeno musical señala más allá de sí mismo, gracias a lo que es recor-dado, a aquello de lo que se aparta, a lo que despierta esperan-za. La síntesis de tal trascendencia del singular musical es el “contenido”; lo que sucede en la música. Pero si las estructuras o formas musicales deben ser más que esquemas didácticos, entonces no abrazan el contenido externamente, sino que son su propia determinación, como la de algo espiritual. La música tiene pleno sentido cuanto más completamente se determina, y no meramente porque sus momentos singulares expresen algo simbólico. Su semejanza con el lenguaje se cumple me-diante su distanciamiento de él. G

2 Toda esta última frase no se encuentra en el Fragmento.

3 Heinrich Schenker (1868-1935). Compositor austríaco, discípu-lo de Bruckner que destacó principalmente como teórico. Afi rmó que todas las obras maestras escritas en el período de Bach a Brahms se sostienen por un único tipo de estructura musical básica.

4 En este punto, en el Fragmento aparece la frase: “Forma es sólo una de lo formado”.

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Sobre Franz Schubert*Elfriede Jelinek

Las preguntas están en medio del camino, y muchos las consi-deran inevitables; algunos se sienten incluso orgullosos de formularlas. Está bien que así sea. En las respuestas esperan encontrar, cuando menos, profundidad o trascendencia. Algu-nas permanecerán como preguntas por siempre, si bien las respuestas también habrán de llegar algún día. Pero, ¿cómo es posible que justamente un arroyo sea el agua más profunda, cuando tal vez se trata de un arroyo de lágrimas? Un arroyo que nada pregunta y nada responde, porque al mismo tiempo fl uye y permanece limpio, y si llegara a enturbiarse sería con tanta inocuidad emanada, en verdad, de él, que no representa peligro para nadie —ni siquiera para los amantes de la sereni-dad que rodean sus aguas. Porque nada de todo esto se refi ere a sí mismo o es referido. Aunque tampoco se refi ere a algo distinto. Un enigma llamado Schubert. Un enigma que nos es dado para solucionar, en el que alguien renunció a sí mismo, aunque de todas formas no fi guremos como sus destinatarios. Esta renuncia no es, en todo caso, una forma de resignación, de abandono o letargo. No es motivo de alarma. Las llagas no son mostradas. Tampoco se vendan las heridas; si bien es cier-to que algo nos envuelve como un vendaje, aunque se nos niegue tan pronto como queramos nuestro baile tirolés con cuartetas improvisadas. Algo semejante sucede con la rustici-dad de Mahler, llena de engañosa autoconfi anza, pero que, al mismo tiempo, literalmente se desmigaja entre las manos del escucha (aunque en el caso de Mahler esto tiene otras causas: la fragilidad de la burguesía y la negativa de incluir en esta clase social a los judíos). Estos aires populares de Schubert tampoco están para que uno se sienta en ellos como en su casa, sólo por haberlos escuchado a menudo de una forma u otra y poder tararearlos. Por el contrario, estos compositores del te-rreno quebradizo al que por supuesto evocan constantemente y que suele llamarse “suelo patrio” —el más frágil de todos, ya que todo el mundo confía en su capacidad de carga— escriben sobre el medio en el que han crecido para asegurarse de que están ahí, aunque al mismo tiempo terminan con los pies plan-tados en la nada; ya el simple esfuerzo de aferrarse a él lleva a una interminable degradación que lo reduce a uno a la condi-ción del perro que corre, ladrando, en torno de lo que no co-noce. Esto consiste en que las especifi caciones que se dan para colocar los sonidos en un sistema de coordenadas —con lo cual éstos tendrían algo coherente que ofrecer al oído—, sólo pue-

den ser tomadas de ese mismo sistema de sonidos. De ahí que la música se refi ere sólo a sí misma, porque sólo puede expli-carse mediante ella misma. Y sin embargo, en el caso de Schu-bert, esto es diferente. También en él vemos cómo se constitu-ye un elemento y otro, y cómo él logra que esto suene de una forma y aquello de otra. Pero incluso cuando es posible nom-brar todas estas características, lo que con ellas se origina no es, sin embargo, algo que tenga nombre. No es, en todo caso, la suma de parámetros que puedan ser descritos musicalmente. Lo que falta, y al mismo tiempo se agrega, no es solamente el aura que posee toda obra de arte y que es lo que la constituye como tal; es también el hecho de que ahí hay algo que al mis-mo tiempo nos es arrebatado, pues el receptor, mientras escu-cha, es despojado de sí mismo, aun cuando esté seguro de sí. El escucha es, por decirlo de alguna manera, tragado por el vacío schubertiano —las música más consciente de la nada que yo conozca—, vacío que después, por cierto, lo devolverá una y otra vez (el escucha, quien ha prestado oído valientemente, aún se pertenece a sí mismo, pues se ha aferrado bien, ¡ajustándose tal vez incluso un cinturón de seguridad!); sin embargo, para entonces ya habrá sido destrozado con este látigo de sonido por fracciones de segundo —ya que el tiempo ha transcurrido, relativamente, al revés— y habrá sido enajenado para siempre, sin darse cuenta.

Y esta humillación, que consiste en verse obligado a buscar algo que para la mayoría está simplemente ahí, evidente y so-brentendido, perdura, porque para Schubert las cosas no se han mostrado fi nalmente en una medida específi ca, que permi-ta registrarlas. Y sí, perdura, ya que a Schubert y, según mi opinión, también a Mahler, se atribuye algo de lo que ellos mismos nunca pudieron, ni tuvieron permitido, estar seguros. Hoy en día forzamos a Schubert a ser algo que no es, porque no podemos imaginarnos que una persona haya deseado con-vertirse en alguien y haya creado algo, y con todo esto ni si-quiera se refi era a sí mismo (¡si empezáramos a hablar de la “realización personal” en el arte, más bien tendremos que ca-llarnos inmediatamente!). Y tal vez él tampoco sabía a qué o a quién se estaba refi riendo. Así como sucede que inmediata-mente después de una gran alegría uno puede caer rápidamen-te en la desesperación o la desgracia, así llegó Schubert a vis-lumbrar que siempre había vivido en la desgracia, y que, sin importar todo lo que habían pensado de él, todo lo que actual-mente se piensa de él —y de que el día de hoy lo invitemos, por supuesto, a entrar, y le ofrezcamos algo, aun cuando nuestra intención sea más bien servirnos a nosotros — a lo que en ver-dad quería referirse es a una cosa muy diferente. Algo entre

* Elfriede Jelinek, La palabra disfrazada de carne, México, Gato Negro, 2007.

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fronteras, algo que no desea conocerlas, porque no podría per-mitirse límites. Algo que no se entrega espontáneamente a sí mismo, pero tampoco a otros. Nuestro instrumental es siem-pre una colección de armas, pero no nos sirve de nada. Esto me recuerda los últimos años de Schumann en el manicomio, don-de se disolvió sin referirse a sí mismo.

Así, puede suceder que, justo en sus momentos de mayor fuerza, uno no logre encontrar la salida de sí mismo, ni de lo que escribe. Precisamente porque uno ignora lo que hace, aun-que lo sepa mejor que nadie. Esto tal vez se encuentra marcado con mayor intensidad en el primer movimiento de la última sonata (Si bemol mayor, D 960) y en el segundo de la penúlti-ma (La mayor, D 959).

El tema vagabundea por ahí, sin encontrarse a sí mismo y sin llegar a un fi nal. Recurre constantemente a su punto de partida; encuentra, como por casualidad, un tema secundario, que se asoma, fugaz, a la ventana, como para ver si aún hay algo por ahí; pero regresa de inmediato y continúa vagando en cír-culo. ¿Se trata de una pregunta o de un tocar a la puerta para saber si puede uno pasar? Debe ser, sin duda, algo entre ambas opciones, puesto que no se trata de una contrapuntante torpe-za en el tratamiento musical. Una pregunta aquí, una pregunta allá y, aunque Schubert se aleje del tema, él permanece siempre ahí, sin —cosa curiosa— acercarse más. Pero ya está ahí, emer-giendo de manera ininterrumpida. ¿Será sólo por timidez que no quiere? ¿Será porque quiere dirigirse a otro lugar?

¿O será que no quiere decir hacia dónde desea ir (¡censu-ra!)? En la gran Sonata en La mayor (segundo movimiento) aquello que emerge algunas veces ni siquiera encuentra el re-greso al tono principal; en realidad apenas lo alcanza, no, en verdad está ahí, ¡lo conoce!; pero algo se apodera del bajo, un aguijón que vuelve inutilizable el asiento, sí, o bien, allá, queda algo enganchado, aquello es retenido por el tobillo en el últi-mo momento, pregunta una vez más, con voz vacilante, por la dirección —aunque ya ha preguntado a tantos y siempre ha obtenido las mismas respuestas—: ¡Usted ya llegó al lugar don-

de deseaba ir! Entre más se pregunta y se alude al tema, menos puede acercarse a sí mismo o a su creador. Y esto nos lleva al terreno de todas las cosas y cómo ellas lo encuentran a uno. Primero se muestra algo, después esto nos encuentra, para permitir que nos constituyamos como objetos de lo mostrado, sin que a fi n de cuentas sepamos quién o qué somos. Y puesto que no lo sabemos, lo que nos ha sido mostrado no puede, naturalmente, tampoco saberlo. Nosotros mismos no lo sabe-mos. Así, la música nos guía —esta música en especial— por encima de los objetos, hacia un dominio propio, y el dominio de la música es el tiempo, el cual, sin embargo, en el caso de Schubert ha perdido su espacio, incluso cuando el espacio hoy es, nuevamente, una hermosa sala de concierto. Si un espacio-tiempo hace posibles los encuentros, entonces este tiempo sin espacio no los permite, porque a este compositor, mientras suspendía el tiempo para detenerse él mismo un momento, como a pocos, se le ha escapado el espacio. Es decir, todo lo que se encuentra alrededor de las cosas. Por necesidad, para determinar algo, hay que especifi car tiempo y espacio: Bieder-meier, censura en la época de Metternich, codifi cación, encu-brimiento, referirse a algo sin decirlo, decir algo sin referirse a ello, pero que algo sea desde un principio una cosa sobre la que nada puede saberse, porque en verdad se trata de algo deseado y realizado (¡de una manera, por cierto, muy consciente¡), pero no algo enredado por completo y puesto en conserva, nada que uno pueda conservar para tenerlo como parte de una colec-ción, para mirarlo y escucharlo siempre que uno así lo desee. Lo que falta es el elemento principal, y no es que se le haya dejado en blanco sino que, justamente, ¡el hecho de que falte es lo determinante!

Cada camino reclama ser recorrido, y el artista es el prime-ro en caminarlo. Algunos caminan por donde no hay camino. Sin embargo, siguen andando y caen por nosotros; a cambio, nunca han recibido un campo del honor. La puerta está cerra-da, el esquema está ahí, pero fuera de quicio siempre está tam-bién este resquicio. G

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A*Luis Alberto Ayala Blanco

La música… ¡ése era el verdadero motivo que lo mantenía con vida!… Bueno, no es para tanto… Lo que sí es cierto es que por lo menos le permitía distraerse del exterior, del afuera que tan-to le desagradaba. A los doce años su vida entera giraba alrede-dor de su colección de discos y de un viejo estéreo escondido en un hueco que se formaba entre las escaleras y la sala de su casa. Todos los días, después del colegio, se acostaba sobre una pila de cojines tirados en el piso frente al estéreo, se pegaba una bocina al oído derecho y la otra al oído izquierdo —no utilizaba audífonos, sino que pretendía que su cabeza absorbiera todos los sonidos sin nada que los aislara—, y ponía La consagración de la primavera a todo volumen. Sólo entonces la vida comenzaba a tener sentido. La sensación que ese conjunto de sonidos le proporcionaba era algo que no podía compararse con nada. Él todavía no lo sabía, pero el placer que experimentaba en esos momentos era muy similar a los estados extáticos que más tarde leyó sufrían los místicos. ¿Y cuál es ese extraño placer? Es muy difícil de explicar, pero tiene que ver con la sensación que en-traña estar fuera de sí, en otra parte, donde tu yo precisamente se confunde con todo y con nada, donde las potencias más in-verosímiles se confabulan para generar ondas que disgregan tu alma y la transportan a confi nes insospechados. Aunque lo más importante era esa extraña sensación de despersonalización y, al mismo tiempo, de máxima concentración de goce. Eso era la música, no otra cosa, un goce intenso, justo lo que busca el común de la gente durante toda su vida sin encontrarlo jamás. Osmodiar la invocaba todos los días y eso lo hacía muy feliz. Mantenía los ojos cerrados y se concentraba en cada instrumen-to, trataba de diferenciarlos para así poder entender qué extraña magia ejercían sobre él. Las personas que pasaban a su lado en esos momentos de trance, defi nitivamente pensaban que era un adolescente sicótico, ¡pero qué adolescente no lo es! De hecho, éste es el sentido de experimentar la música hasta sus últimas consecuencias: sumergirnos en estados alterados, de locura, perder la razón, arrojarla y escupirle mientras las ondas hertzia-nas socavan nuestra voluntad y nos transforman en pura Volun-tad, como pensaba Schopenhauer. La música es la única de las artes que no es mediación sino contacto directo con lo irrepre-sentable, o con lo divino… si así se entiende mejor. Lo divino es un simple eufemismo para nombrar algo que está más allá de toda determinación. La música es su primera y más pura expre-sión. Según algunas doctrinas religiosas, en el principio no era el verbo, sino una vibración eterna capaz de adensarse hasta conformar universos enteros. El gran malentendido que se ha incrustado como una fl echa envenenada en la creencia de la modernidad, consiste en pensar que lo divino debe verse, mate-rializarse visualmente, cuando en realidad es un evento sonoro,

musical… un susurro que emerge de lo más profundo del silen-cio. Un susurro que lo absorbía hasta dejarlo sin aliento, ano-nadado, prácticamente muerto, es decir, en un estado cuya vía de acceso no era de este mundo. Uno de esos días en que Os-modiar se encontraba completamente concentrado, en absoluta oscuridad, con la música envolviéndolo todo, fue que experi-mentó su primer contacto con lo divino. La música que se oía y retumbaba por toda la casa no era otra que Toccata y Fuga. Os-modiar tenía los ojos cerrados, disfrutando la locura de Bach como pocas veces le había sucedido. De improviso, comenzó a sentir que algo escondido detrás de los sonidos lo estaba tocan-do, no precisamente en un sentido físico— aunque tampoco era una simple emoción—; más bien tendríamos que decir que ese extraño evento no podía ser defi nido: su cuerpo y su conciencia se habían fusionado o desvanecido en una ola de placer intenso, el placer que sólo se puede concebir cuando se está fuera de este mundo, de sí mismo e incluso más allá de la propia nada. Esta experiencia no duró más que unos cuantos segundos. Lo que siguió fue la interpretación que Osmodiar logró articular a par-tir de su memoria. Mnemosyné: origen de todos los mundos concebibles. No habría nada sin su magisterio, sin su implaca-ble poder. Es curioso que todo lo que consideramos real no sea más que el recuerdo de algo que siempre se nos escapa, de una simple suposición; ¡qué otra cosa es la memoria sino magia pura, un ente fi cticio que edifi ca toda nuestra pretendida “rea-lidad”! El conocimiento es memoria, reminiscencia, nunca in-mediatez. Incluso la inmediatez es recuerdo de sí misma. La música, sin dejar de ser un evento atrapado en la telaraña de los simulacros, de los éidola, se identifi ca con el punto de infl exión que articula la esfera de las representaciones con la vasta llanu-ra de lo divino, es decir: es la imagen perfecta de aquello que está más allá de toda imagen… expresión que todavía arrastra un poco de la soberanía que lo irrepresentable dimana en su devas-tadora irrealidad. ¡Eso! Una devastadora irrealidad era lo que Osmodiar vivió ese día cuando fue poseído por la música de Bach. Los sonidos que lanzaba el órgano, siguiéndose unos a otros en una espectacular fuga, lo capturaron y le mostraron que el umbral de todo este intrincado cúmulo de recuerdos llamado mundo, no es más que un espejismo que cubre el rostro de algo indefi nible, irreal, poderoso, tan poderoso como sólo el origen puede serlo —como el silencio. Después de ese día, Os-modiar comprendió que el asco diario que lo acompañaba en todo momento no era más que uno de los múltiples perfi les de lo irrepresentable, de aquello que ese día se dejó adivinar en la periferia de su conciencia, a través de la música de Bach. En realidad, lo que comprendió fue que estaba inmerso en un jue-go sin sentido y sin escapatoria, que nada ni nadie controlaba, pero con reglas muy precisas, y una de ellas consistía en perca-tarse de que él también era pura vibración, parte de la fuga que tanto le había fascinado. Ése fue su consuelo y su perdición. G* Luis Alberto Ayala Blanco, Autómatas espermáticos, México, Sexto

Piso, 2005.

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Las tradiciones interpretativas*Nikolaus Harnoncourt

En la interpretación de la música antigua, la tradición es un factor modelador tanto como la propia escritura de la obra. A lo largo de las décadas y los siglos, toda pieza musical experi-menta mediante su repetida interpretación un modelado que con el tiempo recibe casi la condición de defi nitivo. Las nume-rosas interpretaciones se copian en cierto modo unas a otras, se suman hasta confi gurar una forma “válida” que ya no puede eludirse en las interpretaciones más recientes. Las posibilida-des de interpretar las obras fundamentales de la música sin dar lugar a protestas —en cuanto a características constitutivas elementales, como el tempo y la dinámica— son por completo limitadas y cada vez más. Desviarse de esa interpretación tra-dicional en una sinfonía de Beethoven o en una Pasión de Bach, por ejemplo, provoca una conmoción en el oyente: la tradición se entiende como una forma de perfeccionamiento, de cristalización de lo defi nitivo.

Es preciso hacer una clara distinción entre las obras que se han interpretado ininterrumpidamente desde su aparición has-ta la actualidad y el resto de las obras, las que desaparecieron de los programas durante un periodo de tiempo más corto o más largo. Las composiciones de Beethoven, por ejemplo, se han tocado sin interrupción desde su interpretación original, por lo que la tradición de su ejecución se origina en el compo-sitor. En estos casos, es probable que la opinión convencional sea correcta: la interpretación tradicional conformada a base de numerosas representaciones tiene a buen seguro un máximo de autenticidad.

Las interpretaciones de los oratorios de Bach efectuadas por Mendelssohn, no obstante, gozaron de un comienzo totalmen-te nuevo después de muchas décadas de silencio. El estilo de la época, el Romanticismo, tenía entonces una gran fuerza y mu-cho vigor; nadie se sentía en modo alguno obligado a represen-tar las obras de Bach según el propósito del compositor. Más bien intentaban “depurar” las composiciones barrocas, consi-deradas “rancias” y reproducirlas en el moderno estilo román-tico. Incluso se modifi caba la instrumentación para obtener el acostumbrado y moderno sonido sinfónico. Nuestra actual interpretación de Bach se basa en esas primeras nuevas repre-sentaciones de la primera mitad del siglo xix, con las que está vinculada a través de una cadena ininterrumpida de represen-taciones. Sin duda es evidente que, en la actualidad, a esta tra-dición le corresponde un valor muchísimo menor que a otra

que se remonte directamente hasta el compositor. A pesar de de todo, no cabe duda de que, después de más de un siglo de trabajo en la obra de Bach —desde Mendelssohn hasta Furt-wängler— se han encontrado reglas y verdades fundamentales que al menos han estado presentes como experiencia auditiva de numerosas generaciones.

En ninguna época como en la actualidad ha habido una preocupación por la responsabilidad hacia el legado artístico del pasado. Ya no se quiere representar las interpretaciones de las décadas pasadas, los antiguos trabajos de transcripción (Bach-Busoni, Bach-Reger, Stokowski y muchos otros), por-que la doble intelección —del Stokowski elaborador y del in-térprete— no se considera imprescindible. En la actualidad sólo se acepta como fuente la composición en sí, y se la quiere presentar bajo su propia responsabilidad. Incluso las obras maestras de Bach tienen que volver a escucharse y tocarse en la actualidad como si aún no se hubieran interpretado nunca, como si todavía no hubieran sido modeladas ni tergiversadas. Se debe intentar conseguir una interpretación en la que se ig-nore el conjunto de la tradición interpretativa romántica. To-das las preguntas deben volver a plantearse de nuevo, con lo cual no debe aceptarse ninguna circunstancia establecida más que la partitura de Bach como fi jación de una obra artística intemporal en una forma de expresión vinculada por completo a una época. Ignorar la tradición interpretativa, claro está, no debe llevarnos a la postura artística opuesta: hacerlo todo de manera diferente a lo acostumbrado. Un resultado recién ob-tenido puede armonizarse sin problemas con el que se ha prac-ticado tradicionalmente. Lo fundamental es tener un acceso lo más directo posible a las grandes obras maestras, es decir, que hay que dejar de lado la abundante reserva de experiencias e interpretaciones intermedias de la tradición y volver a empezar desde el principio.

El Concerto

El concepto barroco de concerto suele confundirse con el con-cierto solista del siglo xix a pesar de que ambos no tienen en común mucho más que el nombre. En sus orígenes, a comien-zos del siglo xvii, concerto signifi caba lo mismo que sinfonía o concentus, sólo una consonancia armónica o también el conjun-to instrumental que tocaba la música. El concepto viene de conserere = combinar. Sin embargo, ya desde Praetorius se usa-ba también concertare = rivalizar, competir, como origen del concepto. Sin duda, esta segunda derivación, si bien etimoló-gicamente errónea, caracterizó mejor la forma del concerto, del

* Nikolaus Harnoncourt, El diálogo musical, Barcelona, Paidós, 2003.

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Barroco tardío cuanto menos, y ejerció incluso una infl uencia mayor que la primera, que se limita a bosquejar la estructura armónica. El concerto barroco no es una partitura solística, con partes preeminentes y una orquesta que las acompaña, aunque hoy todavía se siga entendiendo a menudo en ese sentido. Lo fundamental del concerto es el diálogo, la “competición” de di-ferentes grupos sonoros. Un concerto puede ser tanto una pieza de música de cámara para tres instrumentos como una obra orquestal para cincuenta músicos; sólo tiene que estar estruc-turada sobre la variación dialéctica de los enunciados musicales típica de esta forma. El armazón formal lo proporcionan los pasajes de tutti —que deben estar presentes incluso en concerti para tríos—, en los que todos los músicos, incluso los solistas eventuales, enuncian lo mismo en conjunto. El “concertar” puede darse entre varios solistas o entre solistas y ripienistas (ripieno = todo el conjunto musical, una denominación más

adecuada para la orquesta de entonces), o también dentro de la orquesta.

Los medios técnicos más importantes con los que se expli-citaban y deben explicitarse este tipo de discurso y réplicas son la articulación —en cierto modo, la dicción clara del lenguaje musical— y la dinámica. Sobre la articulación, en el sentido de retórica musical, se escribió mucho en el siglo xviii. Por lo tanto, hoy también se podría comprender con total corrección qué intención contiene un motivo musical y cómo debe ser expuesto.

Menos conocido es el papel de la dinámica. Puesto que los compositores de la época barroca no escribían ningún signo dinámico en sus obras, y algunos de los instrumentos más im-portantes de la época (el órgano y el clave) sólo podían ofrecer un cambio de intensidad sonora bastante limitada, y dado que también algunas características formales de la música parecían

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indicarlo así, durante mucho tiempo se pensó que la dinámica se aplicaba siempre de manera progresiva, en “estratos”, de forma abrupta y sin matización. Si bien esta teoría tiene su pequeña parte de verdad, aplicada en consecuencia llega a des-truir el contexto musical e imposibilita una realización “corres-pondiente”. En las antiguas descripciones, siempre se escribían matices dinámicos muy marcados en un espacio mínimo, en notas individuales, que debían clarifi car el acento musical.

Las grandes diferencias dinámicas en la forma de concerto se dan entre el solo y el tutti, ya que en principio el tutti debe ser forte y el solo debe ser piano. El solista que destaca sobre la or-questa es ajeno a este procedimiento. Esta opinión, contraria a la que es común actualmente, se manifi esta también en los instrumentos: en la época barroca, todos los tipos de instru-mentos se fabricaban en diferentes medidas, más grandes y fuertes para los ripienistas, más pequeños, suaves y de sonido más noble para los solos. De modo que, sin excepción, también se pretende que en algunos conciertos a solo el solista sea aca-llado en determinados fragmentos por los ripienistas, que sus pasajes queden casi inaudibles, siempre allí donde son irrele-vantes. En este contexto puede recordarse que la interpreta-ción musical que hace claramente audible todos los detalles de una partitura es, en muchos casos, de lo más dudosa. Un soni-do no tiene por qué ser escuchado aparte de la estructura glo-bal para tener sentido: tal vez su sonido añade un matiz que no puede escucharse de manera concreta, pero cuya ausencia se-ría, no obstante, una pérdida. Con todo, en la fusión total de un cantante o de un instrumentista en el conjunto también puede subyacer un objetivo musical fundamental y pretendido por el compositor.

Los conciertos para violín de Bach no son obras para virtuo-sos. Ya había solos para violines mucho más complicados y es-pectaculares en épocas anteriores, también del mismo Bach. El hecho de conocer a los mejores violinistas alemanes de su épo-ca, Johann von Westhoff y Johann Georg Pisendel, le animó a escribir sus sonatas y partituras para violín solo más extrema-damente difíciles. Sus conciertos para violín fueron inspirados por los conciertos solistas de Vivaldi. A pesar de que Bach imi-taba a todas luces la nueva forma de Vivaldi, renunció a las fi -ligranas del violín de su modelo para superarlo. El conjunto orquestal previsto por Bach era tan pequeño como en los Con-ciertos de Brandenburgo. El tipo de interpretación correspon-diente a los conciertos para violín del siglo xix —hacer que el solista prevalezca sobre la orquesta— es incorrecto en estos conciertos; aquí su papel no es el de un brillante virtuoso, sino más bien el de un primer cantante frente a un coro. Así se ori-gina una dinámica que hace comprensible tanto la forma dia-

léctica como la interacción de soli y tutti tal como ya se ha dicho: los soli, piano; los tutti, forte. Estos conciertos se corres ponden de manera ideal con la idea del “concertar” dialéctico, en oca-siones incluso en forma de contienda amistosa.

De cualquier forma, los movimientos lentos en los concier-tos solistas de la época barroca son concebidos muy a menudo como canciones instrumentales o, incluso, arias. La orquesta, pues, se convierte de hecho en un instrumento de acompaña-miento y el diálogo tiene lugar de manera imaginaria entre el solista y el oyente al que se dirige. El acompañamiento es, la mayoría de las veces, muy sencillo; en los conciertos de Bach está incluso dispuesto sobre un basso ostinato. Puesto que el constante motivo de ostinato condiciona un ritmo acompasado pero el solo del violín fl ota libremente en el espacio sin aparen-te relación con él, se requiere del solista un rubato barroco: “efectuar la demora o la anticipación de notas de manera con-movedora”. En los antiguos métodos, el de Leopold Mozart entre otros, esto se describe con exactitud: “Muchos, que no tienen sentido alguno del gusto, no quieren mantenerse nunca a la par del compás cuando acompañan a una voz, sino que se esfuerzan siempre por ceder a la voz principal. […] Sólo cuan-do se acompaña a un auténtico virtuoso que sea merecedor de ese título, sólo entonces no se induce a retardos ni a apresura-mientos mediante la demora y la anticipación de las notas —lo cual saben efectuar con mucha habilidad y emotividad—, sino que se sigue tocando siempre con la misma andadura; de otro modo, aquello que el concertista ha querido construir se ven-dría de nuevo abajo a cuasa del acompañamiento. Un acompa-ñamiento diestro debe, por lo tanto, ser capaz de juzgar al concertista. Indudablemente, no debe ceder ante un gran vir-tuoso, puesto que le malograría su tempo rubato. Sin embargo, es más fácil mostrar lo que es un tempo ‘robado’ que describir-lo. […] Y no depende del compás, puesto que es recitativo”. Aquí se describe de una forma muy especial la manera ideal de acompañar a un solista que toca (o canta) con libertad rítmica. ¡Los músicos actuales no dejan de sorprenderse al saber que la delicada adhesión al solista que hoy se entiende la mayoría de las veces como acompañamiento perfecto se consideraba lo opuesto en el siglo xviii! Con esta forma de acompañamiento, el rubato del solista se traslada al conjunto del aparato sonoro y de esa manera queda compensado. Unos tempi tan fl uctuantes evidencian un mal acompañamiento. El solista sólo puede des-plegar su sutil arte del tempo —un fl uctuante “más o menos” o “no sé cómo”, como se decía entonces— sobre un fondo de andadura regular. Desde un punto de vista rítmico, por lo tan-to, el no acompañamiento es, en realidad, el modo ideal de acompañar. G

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Fonética interestelar: Kepler y la polifonía de Bach. John Coltrane’s Big BangJorge Betanzos Montesinos

En su primer trabajo, Misterio cosmográfi co, el astrónomo Johan-nes Kepler desarrolló la forma más avanzada de hipótesis plató-nica al plantear que nuestro sistema solar está formado, en todos sus aspectos, por un principio único. Kepler determinó que el origen de las proporciones armónicas que encontramos en las formas de los organismos vivos, en el movimiento de los plane-tas e incluso en el sistema musical, no está comprendido en las propiedades evidentes de los números enteros; sino más bien en una íntima geometría física del universo. Bajo este concepto, la manifestación de las proporciones armónicas relacionadas con la Sección Áurea en el sistema solar —proporciones que sólo se observan en los procesos vivos y sus productos— le sugirieron a Kepler que el sistema solar debía contemplarse no como una entidad fi ja, sino como un proceso en evolución constante.

Kepler presentó en La armonía del mundo, de 1619, un proce-dimiento que permitiría integrar el principio de curvatura no constante al principio armónico que proponía su Misterio cosmo-gráfi co. De manera sucinta, esto convertiría a un sistema solar gobernado por simples ciclos astronómicos en un proceso que cam-bia sus características de un momento a otro, dentro de un inter-valo. Kepler consideró entonces a todo el sistema solar como un sólo proceso, en el que cada planeta reacciona constantemente a la existencia de los demás planetas; demostrando que los valores armónicos de cualquier par de órbitas planetarias —sus veloci-dades angulares mínimas y máximas vistas desde el sol— forman intervalos musicales. Sin embargo, es importante señalar que para Kepler esos intervalos musicales no constituyen una serie armónica simple; el sistema solar funciona mediante una polifo-nía precisa que genera disonancias de conformidad.

En su Discurso sobre las paradojas musicales (1707), Andreas Werckmeister refi rió que Johannes Kepler ofreció la prueba astronómica del sistema de polifonía vocal bien temperado. Y entre los muchos datos que refi ere esta aseveración, las pala-bras de Kepler resaltan por su magnitud:

Síganme, músicos de la actualidad, y juzguen por ustedes mismos, según los principios de su arte, que eran aún desconocidos para los antiguos. Por medio de sus melodías polifónicas, a través de sus oídos, la naturaleza del espíritu humano —el niño amado del Creador Divino— ha revelado su esencia íntima. Los movimientos planetarios no son, así, más que una música polifónica continua (que percibe la mente, no el oído), una música que progresa a través de tensiones disonantes, como por cadencias y síncopas (como el hombre las usa, en imitación de esas disonancias naturales), hacia ciertos puntos de con-sumación; y al hacerlo, deja sus diferentes marcas en la inmensurable expansión del tiempo.

El Discurso de Werckmeister y la propuesta de Kepler en general, signifi caron un impulso incendiario para la estética del siglo xviii alemán, contagiando de manera singular a los músicos de su tiempo y al genio del contrapunto, Johann Sebastian Bach. Bach compuso el primer cuaderno de El clave bien temperado en 1722 bajo el conocimiento evidente de los trabajos de Kepler. Bach adoptó la perspectiva de Kepler en su método de compo-sición concentrándose en el desarrollo de una idea inteligible como principio. Esto determinaría la dirección exacta a la que se dirige cada melodía de sus composiciones polifónicas, despla-zándolas con movimientos imperceptibles y certeros, de forma semejante a los planetas a través de sus órbitas y del espacio-tiempo. Al mismo tiempo, como el sistema solar, la polifonía de Bach atendería a un signifi cado (y por lo tanto a un lenguaje) propio que se aleja de cualquier gramática y únicamente puede defi nirse por sí misma en una forma innombrable.

Bach ejemplifi có su propia teoría musical con la composi-ción de El clave bien temperado. Evidentemente, la polifonía de Bach no se circunscribe únicamente a este trabajo; pero son los cuadernos de El clave en donde se desarrolla de manera sustan-cial el concepto de armonía para Bach, que, más que una rela-ción de acordes, podría defi nirse como un medio de desarrollo contrapuntístico. Bach transformaba el signifi cado de las voces hasta crear un diálogo que enriquecía la expresión musical de las composiciones sirviéndose del lenguaje propio que involu-cra la polifonía clásica. Sin embargo, el signifi cado de la poli-fonía no se encuentra en las notas de forma directa, se encuen-tra en la mente del escucha. La idea de las composiciones de Bach se manifi esta en un objeto mental que es inasible para cual-quier lenguaje escrito. Así, el signifi cado de este proceso crea-tivo, profundamente ligado a la disposición del universo, sólo podría explicarse con el principio mismo, con el movimiento que impulsa el proceso de Kepler.

Para acercarnos de forma asequible a la defi nición de prin-cipio y a la de polifonía, es necesario detenernos en algunas relaciones folklóricas que nos acercan al concepto de sonido como principio de la existencia. Juan 1: 1 comienza: “En el principio fue la palabra…” Este breve texto relaciona al princi-pio con la palabra, que es el sonido en relación sustancial con un signifi cado y que proyecta el mundo a través de objetos mentales. Entonces, si entendemos en esta breve cita bíblica la palabra como sonido, podríamos establecer una relación entre la descripción cristiana del origen del mundo y la cosmogonía de la India. En el cristianismo se refi eren las tres personas de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de manera semejante a lo que describen las escrituras hindúes como Sat, Tat y Om.

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De esta comparación nos ocupa principalmente la relación que existe entre Om y el Espíritu Santo. Om es la palabra divina, el poder divino en una forma invisible, la causa que motiva cualquier acto de creación y vida a través de la vibración. La sola pronunciación de Om llena de paz y descubre la Verdad a quien la solicita. El saxofonista John Coltrane escribiría en las notas a su disco Om, de 1965:

Om means the fi rst vibration —that sound, that spirit that sets everything else into being. It is the Word from which all men and everything else comes, including all possible sounds that man can make vocally. It is fi rst syllable, the primal word, the word of power.

Para formular este texto, Coltrane se concentró, en la últi-ma década de su vida, a indagar en los misterios del origen primigenio. Esto lo llevó a explorar la historia africana, el hin-duismo, la Kábala, el Islam, las matemáticas, el platonismo y la astrología. De todo lo que pudo conocer en esta etapa de ex-ploración cognoscitiva, sería el conocimiento de la Primera Vibración el motivo de sus exploraciones sonoras y, sin lugar a dudas, de su vida. La Primera Vibración es el principio hindú.

Antes de todo, antes del tiempo y la materia, una vibración desencadenó la existencia. La vibración es el principio físico del sonido, y el sonido divino de esta Primera Vibración sólo es descriptible a través de la pronunciación de Om. Después de conocer esto, la posibilidad de nombrar el principio y la unión del todo a través de un solo sonido cautivó los trabajos de John Coltrane hasta el fi nal de sus días.

Coltrane conocía bien el sentido de la Primera Vibración; sin embargo, fue en mayo de 1965, con el descubrimiento de Arno Penzias y Robert Wilson, la “background radiation” (la radiación que afi rmó la teoría del Big Bang), que John Coltra-ne se convenció completamente de la espiritualidad que con-centraba la experiencia del sonido en toda su naturaleza. Col-trane realizó sesiones que ingresan en el ámbito místico gracias a los resquicios de la Primera Vibración, el principio sonoro del mundo. Om, Ascention, Meditations, Interstellar space podrían de-fi nirse como sonidos que apuntan al infi nito con melodías en-trecruzadas e inacabables; algo que, escrito, se lee muy seme-jante a la polifonía de Bach, entretejida, también, al lenguaje indescriptible de la música y la Verdad del universo. G

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Chicago Interlude*Wynton Marsalis y Carl Vigeland

Dondequiera que estemos grabando un nuevo tema, David Monette siempre aparece. No es que le llame y le diga que tiene que estar. Simplemente lo averigua por su cuenta. Pasamos largo tiempo juntos. Le encanta escuchar a la banda y compartir lo que sentimos al tocar. Dice que viene para desatascar las orejas. Cuando vivía en Brooklyn con Brandford, Dave se quedaba en casa si pasaba por la ciudad. Cuando presiente que estoy pasando por un bache, llama para asegu-rarse de que estoy bien. Una vez asistimos a una Reunión de Nacio-nes, una powwow1 de nativos americanos en Nuevo México. La powwow fue para mí una experiencia espiritual. Todas las danzas y el espíritu de comunión sin el menor rastro de histerismos y la energía renovadora de la reunión de gentes tan distintas me dieron muchas ganas de escribir. Me vino la inspiración en pleno desierto de Nuevo México. Y lo intenté recordar cantando y ajustando el nombre de Dave Monette a la melodía. La música fue creciendo alimentada por el desierto, la montaña y la dulzura del aire que se respiraba allí. Lo incluí en In This House, On This Morning como el canto llama-do Initiation. Pero, cuando pienso en esa parte, siempre la escucho como Dave Monette.

La trompeta está hecha de metal, así que es sensible a los cambios de temperatura cuando la sostienes y entra aire en su interior. Lo que signifi ca que, aunque lo hagas todo bien, si eso es posible, siempre tienes que contar con ese factor. En reali-dad, no se trata de soplar, sino de apretar los labios lo sufi cien-te para que vibren al expulsar el aire. Hacerlo y conseguir toda la gama de tonos que puede dar una trompeta requiere unos labios fuertes y dúctiles a la vez. Y se adquiere una resistencia necesaria para ello que sólo se consigue con los años.

Aunque se trate de un instrumento potente, nunca se debe forzar una trompeta. Es lo mismo que un bebé. Debes tratarla suavemente, mimarla. Siempre está dispuesta a complacerte llegando a una nota alta o sonando fuerte si quieres. Le gusta. Y, si no la respetas, ella no te respetará a ti.

Desde que empecé en serio con ella, he procurado tocar a diario, aunque fuera una única nota. Siempre les digo a los jóvenes que se acaban de meter en esto que, aunque no tengan ganas de ensayar mucho rato, le dediquen siempre algo de su tiempo cada día, que trabajen en lo que les resulta más difícil más que en lo que ya conocen de sobra.

Cuando empiezas a tocar la trompeta, te cansas mental y fí-sicamente. Los labios son los que se llevan la peor parte y te arriesgas a castigarlos demasiado si ensayas o tocas en público más tiempo de la cuenta, por mucho que tengas mucha expe-riencia y estés curtido. Le pasó incluso a Louis Armstrong con sus Dos agudos al principio de su carrera y tuvo que descansar un tiempo hasta recuperarse. Wynton no buscaba notas tan agudas de joven, la menos no comparado con gente como Jon Faddis o Maynard Ferguson. Maynard podía lanzar sus notas hasta la estratosfera si quería. Para Wynton el cansancio, en lo que se refi ere a aspectos físicos, venía más del tiempo que se pasaba tocando que de forzar notas. Pero incluso eso era relati-vo. A menudo era capaz de pasarse el día encerrado en un estu-dio de grabación, salir por la noche a tocar en público y volver otra vez por la mañana al estudio como si nada. Al parecer el secreto está en cómo tocas, no en cuánto tiempo. Uno de los maestros de Wynton, Bill Fielder, le dijo que se trataba de res-pirar. Si no respiras relajadamente, seguro que no llegas a todas las notas. Si estás tranquilo el tono se mantiene estable.

Cuando Wynton actuaba, siempre tenía este consejo pre-sente desde el momento en que se dirigía al escenario. Nunca se movía con prisas, andaba despacio, con los hombros relaja-dos. Todos los miembros de la banda lo hacían también, a su manera. Nadie hubiera querido tocar con alguien que estuvie-ra nervioso. Eso echaría a perder su sintonía y no se trataba sólo del escenario. Estar suelto y de buen humor forma parte del swing, de la comunicación. Si quieres dar una muestra de aprecio a alguien, no hace falta montar un espectáculo. Un leve gesto con la cabeza o una mirada puede ser sufi ciente. No tienes que vociferar “¡choca esos cinco!” o hacer sonar el claxon para que se entere toda la ciudad. Demasiado entusiasmo o gesticulaciones generalmente deno-tan una falta de sustancia o de comprensión de determinadas situa-ciones, sobre todo cuando se trata de expresar sentimientos. Intensidad sin volumen, ése es el objetivo en un escenario. Y basta.

Homey, Cone y Veal eran todos unos hombretones, grandes y fuertes. Y Deacon era tan alto como Warm Daddy era redon-do (al menos antes de que empezara una dieta y un programa de puesta a punto). Homey y Conte tenían tanta potencia que podían lanzar una pelota de fútbol a cincuenta yardas y dejarte las manos o el estómago hechos polvo si la pillabas. Pine Cone podía con un montón de kilos cuando levantaba pesas. Él y Veal solían hacer sus ejercicios dondequiera que estuviese la banda. Tenían cuerpos de atleta. En cuanto a Homey, si te daba un abrazo después de un concierto, lo hacía con suavidad. Te daba la mano, sonreía y sus ojos brillaban porque estaba con-tento de verte. Sabías que estabas ante un hombre fuerte, y

* Wynton Marsalis y Carl Vigeland, El jazz en el agridulce blues de la vida, Barcelona, Paidós, 2002.

1 Nombre con el que los nativos americanos denominan sus gran-des fi estas, con comida y danzas, así como las conferencias en o entre tribus. (N. de la T.)

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Homey lo era mucho, pero no era cuestión de fuerza bruta. Era el mismo tipo de fuerza interior que proyectaba desde el escenario, la misma seguridad y confi anza, y, cuando arrancaba a tocar, no hubo un solo día en que la banda no sintiera esa seguridad. Puede que no estuvieran de acuerdo con Homey en todo, que pensasen que su solo debía haber sido más largo o que se preguntasen por qué no se decidía ya a empezar uno, pero siempre sabían que, cuando se tratase de tirar del carro del swing, él estaría allí.

“Hace falta mucha disciplina —decía—, pero podría con todos.”

Hay algo más acerca de tocar la trompeta, de trompetear, de trom-pear. Otra cosa: debes darte permiso para meter la pata. Cuando empiezas a dudar, más vale que lo dejes. La trompeta se da cuenta enseguida si le tienes miedo. Por ello más vale siempre tratarla con seriedad cuando la sacas de su funda. Después es cuestión de saber controlar los nervios que te asaltan al pensar en la gente que ha pa-gado una entrada para oírte tocar. No te desmoronas porque te has acostumbrado a ser un hombre serio cuando tienes la trompeta en la mano. Te das cuenta de que la gente quiere que toques bien y te lanzas de cabeza a intentarlo. ¿Has pagado alguna vez una entrada para que te dieran la lata? Componer, en cambio, es harina de otro costal. Se trata de aislarse mentalmente. Cuando llega el momento de com-partir una creación con el público, tu trabajo ya está más que hecho. Eso sí, estás inquieto porque no sabes si les va a gustar. Es importan-te querer que los demás se lo pasen bien con tu trabajo.

Cuando tocas la trompeta, un leve cambio en la presión del aire que empujas a través de ella puede suponer un fallo. Gen-te que tocaba muy bien pasó por ello unas cuantas veces y después no se lo podía sacar de la cabeza, hasta el punto de abandonar. Conocí a un trompetista en una orquesta que se obsesionó con lo fácil que resultaba cometer un error y acabó teniendo una crisis nerviosa.

Claro que también hay otros factores que tener en cuenta, como exagerar, lo mismo que hacen algunos actores, pero con la música. Con Bach se puede exagerar, y con King Oliver. Te puedes topar con todo tipo de obstáculos cuando tocas lo mejor que

sabes. Es difícil estar pendiente de la forma cuando tocas una melodía si la sección rítmica no está equilibrada. Cuando estoy encima del escenario, raramente puedo escuchar lo que toca Veal, las notas exac-tas. Y los ritmos aún son más difíciles de oír, quizá por la manera en que se debe sostener la trompeta. Apunta hacia arriba, no hacia aba-jo. En realidad, siempre me dicen: “Skain mira hacia el infi erno” porque si me inclino puedo oír mejor el ritmo. Cuando estoy tocando a todo gas, sólo escucho mi sonido.

Por esa razón es tan difícil hacer un swing de verdad. El swing es cuestión de cuánto tiempo eres capaz de mantener un equilibrio con el resto de los músicos de la banda. Todos pueden hacerlo brevemente, pero dos, tres o diez minutos es ya otra historia. Te tienes que amoldar a lo que estén tocando los demás, te guste o no. No tienes que juzgar-lo ni intentar cambiarlo. Debes dejarte llevar, porque la música no se detendrá ni te dará tiempo para que te acostumbres a ella. Y hay más. Tienes que sentir el swing recorriéndote el cuerpo desde las plantas de los pies hasta la cabeza. La forma en que te colocas también tiene su importancia. Hay sitios que parecen pensados para ello. Si estoy de pie demasiado tiempo, se me hace más difícil seguir el swing.

Y además me duelen los pies.Una vez que conoces los requisitos imprescindibles para

tocar —las escalas, la colocación de los dedos, de la boca, los intervalos—, te falta algo más; que la trompeta esté de tu parte para acometer todas las notas. No se debe forzar, sobre todo cuando se trata de notas altas, cuando vas a por una y sale otra por el estrecho margen que separa unas de otras.

Y lo curioso es que no se debe pensar mucho en la trompe-ta cuando se toca. Aunque parezcan tan íntimamente ligadas, son cosas diferentes. Monette, que se pasaba la vida con trom-petas y trompetistas, nunca quería hablar de los instrumentos cuando estabas con él. Si le preguntabas por las válvulas o el grosor del metal, lo más probable es que cambiara de tema y te preguntara por la boquilla, si la notabas bien. No le importaba hablar de boquillas. Pero, aparte de esto, prefería charlar de otras cosas, de gente, de sitios o de música. Si le llamabas para preguntar cómo estaba, “Sigo respirando” solía ser su respues-ta habitual. G

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Jaco, en vuelo a lo imposibleArturo Gutiérrez Aldama

El pasado 21 de septiembre se cumplieron 20 años de la muer-te de Jaco Pastorius, el bajista más grande que haya pisado la Tierra, como él mismo acostumbraba presentarse. Personas que lo conocieron bien lo describen como “una fuerza de la naturaleza”. De niño, cuentan que tenía que correr por el bos-que como un salvaje, nadar en el mar durante horas o trepar hileras de palmeras en las playas de Florida para quemar su provisión de energía aparentemente inagotable. Su apabullante condición física pronto lo hizo destacar en los deportes. Mamá Stephanie decidió que si Jaco era el atleta estrella, entonces su hermano Gregory sería el músico de la familia. Resultó que un día levantó la guitarra y quitado de la pena sacó una canción de los Beatles con la que Rory había batallado meses. Eso fue a los 12 años. A los 13 formó The Sonics, su primera banda. Los compañeros de la escuela se acercaban a Rory para comentarle “vaya, Jaco no sólo es el mejor atleta de la escuela, ¡también el mejor baterista!”. Pobre de Rory, pobre de Jaco. Un día se rompió la muñeca jugando futbol americano y tuvo que soltar las baquetas… pero tomó el bajo. Se la pasaba con él de arriba abajo, practicando todo el tiempo. Un día, tiempo después, volteó y le dijo a Rory, “soy el mejor bajista del mundo”. Lo único que su hermano atinó a responderle fue: “lo sé”.

A los 19 años se le ocurrió quitarle las divisiones entre tras-tes a un bajo Jazz Fender ’62, rellenando los espacios vacíos con masilla de madera Duratite y cubriendo el cuello con una resina epóxica llamada Petit’s Poly-Poxy, esto sumado a otras modifi caciones técnicas dotaba al instrumento de una cualidad “cantora” muy particular, inventando así el bajo “fretless”, una modalidad que no tardarían en adoptar varios bajistas del jazz y el rock. Tan especial era el sonido que Jaco sabía sacarle a su bajo que cuando mandó un demo de prueba para el puesto vacante en Weather Report, Joe Zawinul, mandamás del gru-po, se comunicó con el muchacho para comentarle “tu demo se oye muy bien, pero me preguntaba si no tocas algo de bajo eléctrico”. La inesperada respuesta fue: “¿de qué me hablas? Todo lo que oíste fue bajo eléctrico”. El jovenzuelo fue reclu-tado.

Jaco construyó su reputación alrededor del mundo en Wea-ther Report, los discos que grabó con ellos sacaron a la agru-pación del círculo de los snobs jazzeros hacia un público ma-yoritario, y de paso a buena parte del jazz. Así como podía tocar escalas imposibles de 16 notas incursionando en terrenos inéditos para la historia del bajo eléctrico, Jaco no sentía ver-güenza de asumir con idéntico vigor el lado espectáculo de su trabajo. Pedía que barnizaran el escenario con aceite de bebé para deslizarse con los pies descalzos ejecutando entradas es-

pectaculares y moverse en contoneos que el mismísimo James Brown envidiaría, todo sin dejar de colocar cada nota en su chispeante lugar. Aunado a estas actitudes, sus homenajes a Jimi Hendrix fueron atrayendo a un público rock que salía con su primera probadita de Charlie Parker o John Coltrane al tiempo que los puristas le dedicaban una animadversión que Jaco se encargaba de ridiculizar con cada nuevo trabajo que presentaba: Heavy Weather (1977) y Night Time (1980) de Wea-ther Report, Hejira (1976) y Shadows & Lights (1979) de Joni Mitchell, el concierto Trilogue Live! (1976) al alimón con el baterista Alphonse Mouzon y el trombonista alemán Albert Manglesdorff, el alucinante Word of Mouth (1980) como solista. Fueron los años cenit en que su talento alumbró al mundo. Aunque hay afortunados que lo vieron a principios de los se-tenta con la orquesta de Ira Sullivan en pequeños bares de Florida, cuando recién había aprendido a leer notación musical y empezaba a componer y bullían las ideas que desarrollaría en el futuro; ellos sostendrían que no, que el mejor Jaco fue ése, el chico hiperactivo que podía pasarse horas despierto sin ne-cesidad de meterse nada, sólo tocando, “because music is my high, man”. Porque los años de gloria también trajeron a gente capaz de hacer cualquier cosa —conseguir un trago, una lar-guísima línea de coca— con tal de presumir haberse codeado con el ídolo.

Para 1983, cuando registró Twins, el disco grabado en vivo durante la gira de Japón que capta en acción a su espectacular Word of Mouth Big Band (una especie de orquesta all-star de jazzistas neoyorquinos), el comportamiento de Jaco ya era muy errático; una noche podía estar genial y a la siguiente salir con la cara pintada de guerrero apache o cubierto de marcador negro, pulsando la misma nota interminable, distorsionada, inaudible… con cualquier otro, el público se habría largado sin chistar, pero lo peor era que aquí, con Jaco, permanecían sen-tados, abriendo bien los ojos, embrujados por el alto trastorno que presenciaban. Una vez entró al vestíbulo de un hotel mon-tado en una motocicleta sólo para enseguida caer inconsciente, cuando trataron de reanimarlo descubrieron un calamar muer-to debajo de su camiseta. En Tokio cayó de varios pisos de al-tura intentando caminar la cornisa de un edifi cio, sus acompa-ñantes creyeron que se trataba de otra de las bromas pesadas que acostumbraba, supieron que iba en serio cuando uno le oyó decir “el mejor bajista del mundo acaba de romperse un hombro… bueno, tal vez no el mejor”.

Especialmente desoladora resulta la historia de Jaco salien-do a toda prisa de una disquería en Nueva York con un montón de lp’s suyos y de Weather Report bajo el brazo y un vendedor

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pisándole los talones, corriendo sobre una acera que tenía gra-badas las manos de algunos músicos locales destacados, a seme-janza del Paseo de las Estrellas en Hollywood. Justo cuando pisa el recuadro con sus huellas, Jaco suelta el cargamento de discos, pero no detiene su escapatoria. Esta imagen del maes-tro convertido en un vulgar ladrón que dilapida su legado exactamente en la estela de su grandeza manifi esta la debacle de Jaco Pastorius a un grado de patetismo que no transmiten los cientos de cuentos de terror que circulan sobre él. Más si uno toma en cuenta que probablemente el hurto era un obse-quio para la gente; eso que hacía cuando todavía le quedaba algo de dinero: agotar las existencias de sus propios álbumes en las tiendas o, en los kioscos, de alguna revista que le hubiera concedido la portada, y repartirlos entre los transeúntes, como diciendo “éste que ven de camino a las cloacas de la humanidad

una vez fue dueño del mundo… éste podría ser cualquiera de ustedes, pero no lo es”.

Pese al gigantismo de su ego, la música para Jaco invariable-mente tenía un sentido comunitario, si no podía compartirse no servía. Conocía a fondo las estructuras jazzísticas tradicio-nales, pero dedicaba mucho tiempo a oír la radio, los éxitos del momento, lo que le gustaba a la gente común; absorbiendo las contagiosas líneas del sonido Motown, trasladando la inmedia-tez del rock a nuevos parajes. Ese primer disco homónimo, Jaco Pastorius (1970), conforma un buen muestrario de los derrote-ros en que decantaba su gusto: el acalorado soul de “Come On, Come Over” con la participación vocal de los legendarios Sam & Dave; las sonoridades etéreas de “Continuum”, las cadencias latinas de “(Used to Be a) Cha-Cha” en paralelo al jazz más conservador de “Forgotten Love” (ambas piezas con Herbie

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Hancock al piano); nada más su inconcebible adaptación al bajo eléctrico del clásico “Donna Lee” de Charlie Parker que abre la placa basta para califi carlo de revolucionario. Lo más importante de sus fanfarronadas era que podía sostenerlas: haciendo música. Hasta el fi nal, en cuanto algunos billetes caían a sus manos, reunía a los primeros músicos que encontra-ra disponibles, alquilaba unos estudios, y armaba una jam ses-sion. Claro que el dinero terminaba metiéndoselo por la nariz y Jaco se marchaba sin tomarse la molestia de rescatar las gra-baciones, total, el gusto de tocar ya nadie se lo quitaba.

Al escuchar a Jaco Pastorius por primera vez, vía un disco recopilatorio, lo primero que me impresionó fue la vehemente humanidad que respira su música, algo irreductible a los ex-traordinarios malabares que sus dedos ejecutaban sobre sólo cuatro cuerdas, porque el virtuosismo nace muerto y en la so-fi sticación de sus composiciones vibra una cualidad que las vuelve al mismo tiempo entrañablemente tarareables, que las hace respirar y retorcerse, golpear y acariciar, seres con vida propia que transforman cada audición en una experiencia irre-petible. Como si no se tratara de una determinada sucesión de notas, sino de transmisiones desde el centro neurálgico del organismo musical mismo.

El músico argentino Charly García –quien tras conocer a Jaco en un festival brasileño al amanecer de los ochenta diría de él: “ha sido el único ser humano que me ha puesto nervioso” y años más tarde le dedicaría el tema instrumental “Jaco & Chofi ” de su disco La hija de la lágrima (1994)– afi rma que desde muy temprana edad descubrió que tenía “oído absoluto”, una condición que le revela en qué tonalidad está cualquier sonido. “Es horrible”, afi rma Charly, “como si tuvieras una partitura frente a ti todo el tiempo de la cual no puedes esca-par”. Para desgracia suya y fortuna nuestra, parece que Jaco compartía este padecimiento. En ocasiones iba con alguien a la orilla del mar y de repente le decía, “shh, escucha”, el otro no escuchaba nada mientras Jaco parecía inmerso en la sinfonía universal. Sí, todo era música para Jaco, pero nunca la sufi cien-te. En opinión del percusionista brasileño Airto Moreira, “su música se volvió más grande que él mismo. Realmente no po-día tocar todo lo que quería. El tipo estaba muy allá. Y yo respeto eso”. Y nosotros también deberíamos porque, frente al

descalabro de lo imposible, Jaco tuvo las agallas para animarse a volar… aunque al fi nal haya merecido esa caída monumental reservada para los descendientes de Ícaro.

La noche del 11 de septiembre de 1987, un Jaco fuertemen-te intoxicado quiso entrar al Midnight Bottle Club, ubicado en un suburbio de Fort Lauderdale, Florida, localidad en la que pasó su niñez y adolescencia. Un gorila de seguridad le impidió el paso. A las 4 am del 12 de septiembre Jaco era encontrado sobre un charco de sangre, con varias costillas rotas y severas fracturas en el cráneo. Un día después caería en coma. El 21 de septiembre su familia decidió retirarle los aparatos que lo man-tenían con vida. Jaco dejó de respirar, pero su corazón conti-núo latiendo unas buenas dos horas. Jack, su padre, que había sido crooner en orquestas de salón, exclamó “ya sabía que Jaco tenía buen ritmo, pero esto es ridículo”, luego lo abrazó y em-pezó a cantarle una balada llamada Watch What Happens. No rebasaba los 35 años, igual que su admirado Charlie Parker, como siempre había predicho.

En los últimos años, poco antes de ser internado en el sana-torio mental de Bellevue, cuando harapiento vagaba por las calles de Nueva York, inyectados en sangre los ojos descomu-nales que parecían contemplar algo escondido para el resto de los mortales, en las canchas de basquetbol que usaba de dormi-torio predicaba: “Jimi Hendrix y yo, sólo con nuestras manos, construimos las Torres Gemelas”. Cada septiembre Hendrix (cuya muerte acaeció el día 18 de 1970) acapara las notas en revistas especializadas, radio, televisión, periódicos. Uno pen-saría que el vigésimo aniversario, por lo menos de refi lón, sería un pretexto idóneo para acercar el legado de Jaco Pastorius al gran público. No fue así. Ni siquiera bastó que también este año Joe Zawinul, su mentor en Weather Report y un músico vital para entender el viraje eléctrico de Miles Davies en los sesenta, haya elegido para morirse justo el mismo mal día en que Jaco decidió pararse por el Midnight Bottle: un 11 de sep-tiembre, ¿dónde van a hablarte de música un día como ése? Las torres que los hombres levantan contienen la posibilidad de su destrucción… pero hay ciudades invisibles… con edifi cios eternos. Como sea, lo cierto es que septiembre parece una buena época para darse una vuelta por el club infestado de humos de cigarro y whiskey que hay más allá. G

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El llanto lejano del Capitán Beefheart:Él está vivo, pero la pintura también. ¿Y tú?Lester Bangs

Don Van Vliet es un hombre de 39 años que vive en un trailer con su esposa en el desierto de Mojave. Tienen muy poco di-nero, así que les debe resultar duro en ocasiones, pero nunca los he oído quejarse. Don Van Vliet es mejor conocido como el Capitán Beefheart, una leyenda mundial que buena parte de la generación new wave de bandas de rocanrol ha mencionado como uno de sus padrinos musicales y espirituales más impor-tantes. John Lydon/Rotten, Joe Strummer de los Clash, Devo, Pere Ubu y muchos otros han afi rmado que crecieron con copias del álbum que Van Vliet sacó en 1969, Trout Mask Re-plica, tocando sus cuatro lados de discordante aunque jugoso revoltijo sonoro de salmuerapantanosa una y otra vez hasta aprenderse partes-rutinas enteras de sus letras, que constituyen una forma totalmente salvaje y original de poesía de libre aso-ciación.

Algunos pensamos que es un gigante de la música del siglo xx, sin duda uno de la era de posguerra. Nunca asistió a una escuela de música y él solo aprendió a tocar cerca de media docena de instrumentos, incluyendo saxo soprano, clarinete bajo, armónica, guitarra, piano y, más recientemente, el melo-trón. Canta en octavas de siete y medio y su estilo ha sido comparado con el de Howlin’ Wolf y muchas otras especies de bestias primordiales. Su música —composiciones para ensam-ble que luego procede literalmente a enseñar cómo tocar a su banda— a menudo es atonal, pero invariablemente pega con una fuerza de la cual muy poco rock es capaz. Su concepto rítmico es único. Yo oigo blues del Delta, free jazz, fi eld ho-llers, rocanrol y últimamente algo nuevo que no sabría explicar pero que tiene que ver con eso que llaman música “seria”. Pro-bablemente ustedes oigan otras cosas.

Éste iba a ser un perfi l motivado en parte por la salida de su decimosegundo álbum (y el mejor desde Clear Spot, de 1972), Doc at the Radar Station. También trataría —y me resisto con fuerza a decir lo siguiente porque aborrezco esos artículos en los que el escritor rebuzna sobre lo uña-y-carne que es con las estrellas de rock— acerca de una persona a la que desde hace mucho considero mi amigo y que apenas ahora siento estar empezando a entender, tras once años. Lo que quizá no sea más del tiempo necesario para poder decir que conoces lo que sea sobre cualquier persona.

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Mientras tanto, de regreso en el desierto de Mojave, Don Van Vliet disfruta de la conversación altamente civilizada, disi-muladamente ingeniosa (anécdotas y disquisiciones ensucian las arenas lunares como si fueran lentejuela y confeti en el piso de una disco en Noche de Brujas) e interminablemente absor-bente de un monstruo de Gila. “¡GRAAU-UWWWKK!”, dice el enorme reptil adormilado, enseñando sus ojos saltones verde láser sin añoranza carentes de párpados. “Murciélagos-ladrillo revolotean en mi chimenea”, responde Van Vliet. “De cabeza los veo en el fuego. Crujen y ahí se asan. Las alas caen revueltas por el piso”. “¡KRAAYYAYYWWWKK!”, aconseja el Gila, conocedor de resistencias al calor.

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¿Alguna vez has idolatrado o admirado a algún artista?No se me ocurre alguien, nada más el hecho de que solía

pensar que van Gogh era excelente.¿Y en la música?En la música nunca. Nunca he tenido un héroe en la músi-

ca. No, afortunadamente.¿Entonces no escuchaste blues del Delta y free jaz y cosas así antes

de empezar a…?No, en serio… Conocí a Eric Dolphy. Era buen tipo, pero

a mí me resultaba muy limitado, como bliddle-liddle-didleno-pdedit-bop, “Vengo desde muy lejos en San Luis”, como Or-nette, ya sabes. Pero no me conmovió.

¿Dolphy no te CONMOVIÓ?Bueno, me conmovió, pero no me conmovió como un gan-

so, por ejemplo. Ése sí que podría ser un héroe, un ganso ma-cho defi nitivamente podría ser un héroe, esa manera que tiene de hacerse estallar el corazón por nada, así sin más.

¿Es porque crees que la gente generalmente hace música por puro ego?

Um, sí, lo cual creo que está bien porque te hace traer ama-rradas las agujetas de los zapatos. Tú sabes a qué me refi ero, no asustas a las ancianas, te vistes. Así que pienso que está bien.

¿No crees que sea posible crear un arte libre de ego, que simple-mente fl uya de uno?

Es posible. Eso es lo que intento hacer en este último álbum defi nitivamente.

Bueno, si he descubierto algo es que mientras más sé menos sé.Yo también. No sé nada de música.

* Lester Bangs, “Captain Beefheart’s Far Cry: He’s Alive, But So Is Paint. Are You?” en Mainlines, Blood Feasts, and Bad Taste. A Lester Bangs Reader, Motherland, John (ed.). Anchor Books. Nueva York, 2003.

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Como prueban las reseñas en el curso de los años, siempre resulta difícil escribir una cosa que realmente diga algo sobre Don Van Vliet. Probablemente (aunque puede que él aborrez-ca esta comparación) se deba a que, como Brian Eno, aborda la música con el instinto de un pintor, en el caso de Beefhart también de un escultor. (El otro día por teléfono intentaba sacarle algo sobre su nuevo disco y él dijo, “¿has visto a Franz Kline últimamente? Deberías ir al Guggenheim y ver su “Nú-mero siete”, lo pusieron en muy buen lugar. Es probable que él esté más cercano a mi música que cualquier otro pintor, porque lo que mana de su trabajo es todo velocidad y emo-ción”.) Cuando está dirigiendo a los músicos de su Magic Band, es frecuente que esboce las canciones usando diagramas y formas. Antes graba solo las composiciones en un casete, “generalmente con un piano o un sintetizador moog. Después puedo moldearla hasta que queda exactamente como la quiero. Es casi como esculpir, en realidad eso es lo que hago, creo… Porque si de algo estoy seguro es de que no me alcanza para comprar mármol, como si quedara mármol”.

Muchos de los resultados, de acuerdo con las reglas de la música “normal”, aparecen irrealizables. En cuanto a las letras, de nuevo como Eno, generalmente las trabaja basado en una especie de placer infantil por la propia naturaleza de los soni-dos en sí mismos o de ciertas palabras, de modo que, para po-ner un ejemplo al aire, si en una estrofa aparece “ántrax”, o para el caso “amor”, eso no necesariamente signifi ca lo que uno encuentra en el diccionario. Aunque también es posible que sí.

“No tenemos por qué sufrir, somos el mejor lote hasta ahora”. ¿Podrías comentar cuál es el probable signifi cado de esa letra?

Sí, ahí lo que pasa es que tenía unas esculturas de cartón esféricas, perlas falsas, círculos hechos con un cartón muy ba-rato. De hecho, me daba miedo cantar en ese corte. La música me gustaba tanto que resultaba perfecta sin mí. Y entonces coloqué estas palabras, ya sabes, sólo son construcciones esfé-ricas de cartón barato que simulan perlas en el agua, y se nece-sita una técnica abrumadora para hacer que parezcan perlas. “No tenemos por qué sufrir, somos el mejor lote hasta ahora”, ésas eran las perlas hablando entre ellas.

Lo que las diferenciaba de las demás. ¿Qué signifi ca cuando dices “la carne blanca ondea hacia lo negro”?

Dios, no sé qué signifi que eso. Signifi ca, es sólo un, uh, es meramente una pintura, ¿ves?, una licencia poética.

Yo creía que hablabas de racismo.Oh, no. Yo no sé qué hacer con cosas raciales o políticas.

Para mí sólo era un poema. Un poema por la poesía misma.También pensaba en cuando uno va caminando y ve que la gente

se ha convertido en una mercancía.Claro, ¡somos el mejor lote hasta ahora! Somos lo mejor y

más novedoso que ha salido. Bueno, también tiene que ver con eso. Ya sabes, yo soy, uh, ahm, cómo le dicen, no esquizofréni-co pero es, uh, lo que la gente de Occidente piensa de la gente de Oriente, ¿ves?, qué signifi ca que en determinadas situacio-nes ellos piensen que esas otras personas están locas por tener pensamiento multifacético y darle varias interpretaciones a una misma cosa. Es decir, a todas. No puedo decir que ignoro lo que signifi can mis letras, pero sí puedo decir, uh, que sé lo que signifi can, pero si lo pronuncias detienes el fl ujo.

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El lugar del que Don Van Vliet extrae sus reglas y mensajes rara vez es la sociedad externa, denominada racional y “civili-zada”, la que conocemos y en la que vivimos y que personal-mente considero psicótica. Él prefi ere vivir fuera, mental y fí-sicamente, y desde muy temprana edad empezó a intentar escapar: “nunca fui a la escuela. Mojaba los pantalones y mi mamá llegaba y me agarraba cuando me soltaba a correr y yo le decía que no podía ir a la escuela porque en ese tiempo es-taba esculpiendo mucho. Eso fue en el jardín de niños, creo. A los tres años intenté saltar a los fosos de alquitrán de La Brea, quién sabe qué signifi que eso. Me detuvieron justo a tiempo. Me intrigaban mucho esas burbujas que hacían bmp, bmp. Creía que iba a encontrar un dinosaurio allí abajo. A los tres años acordé con mi madre, y ella me lo enseñó hace no mucho tiempo, en un libro de bebés con ese horrible tipo de escritura Palmer que ella usaba, ya sabes, con esas fl orituras fantásticas que tienen que ver con cualquier cosa excepto con lo que di-cen, ahí está escrito en un viejo pedazo de papel amarillo, que si ella permanecía en un rincón de una habitación yo me que-daría en el rincón opuesto y seríamos amigos para siempre. Me encerraba en mi cuarto a esculpir cuando tenía tres, cinco, seis años”.

¿Cómo eran las esculturas que hacías?Oh, Dios, eran cosas que trataba de mover cinéticamente,

de andarlas moviendo por ahí. Eran mis amigos, los animalitos que hacía, como dinosaurios y… No pasaba mucho tiempo en la realidad, de hecho.

¿Te sientes mal por eso?No, me siento bien. Yo estaba en lo correcto. No me gusta

la forma en que las personas tratan a los animales. Uno de mis recuerdos más espantosos es el del gran alca, que se haya extin-to antes de que yo naciera. Qué ave tan hermosa.

¿Cómo eran tus padres?Bastante banales. Me mandaron a Mojave, que era donde

tenían a los japoneses-americanos durante la Segunda Guerra Mundial. Me llevaron para evitar que aceptara una beca para esculpir en Europa. Querían mantenerme lejos de todos esos artistas “raros”. ¿No es algo horrible? Periscopios en la bañera, ¿no?

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Tú eres pintor. En “Run Paint Run Run”, ¿lo que dices es que la pintura es una entidad conciente y con voluntad propia?

¡Sí! ¡Defi nitivamente! Oye, lo captaste. Sí, tiene voluntad propia.

¿Es común que sientas eso con las cosas que te rodean, los objetos inanimados?

Mjm. Sí, es verdad. Pienso que todos están vivos. ¿Tú no?No lo sé.Vamos, tú también piensas eso…¿Dime entonces cómo te llevas con la pintura?Muy bien, te lo aseguro. Nada más estoy esperando conse-

guir la cantidad de dinero sufi ciente para poder pintar en gran-de. No quiero pintar nada menor a cinco por cinco. Pero me gustaría pintar en 20 por 20.

¿Alguna vez la pintura y tú tienen peleas?Sí, defi nitivamente.

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¿Sientes lo mismo con la guitarra eléctrica, que cuando la enchufas empieza una especie de batalla?

Creo que sí. Escupirá lo que traiga dentro.¿De eso hablas en Electricity?Sí, tiene mucho que ver con esto… Parece que siempre

ocurre como le da la gana, ¿sabes?

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Yo creo que Don antropomorfi za los animales y los objetos parcialmente como una defensa contra los seres humanos, que según le ha demostrado la observación empírica son incom-prendidos ampliamente tanto por ellos mismos como por él, y eso cuando no quieren atraparte. Es como un Androcles capaz de hechizar hablando al león pero que ve colmillos y garras en un muchacho mensajero. A falta de los fi ltros mencionados, ha concebido un elaborado sistema de puntos de revisión para mantener la mayoría de los embustes de la humanidad a raya. A veces esto puede resultar frustrante. En el pasado su ardid predilecto era recurrir a una chorrada tipo dadá carnte de sen-

tido (“Todos los caminos llevan a la Coca-Cola”, fue la prime-ra que yo le oí), y luego volteaba a verte directo a los ojos preguntándote con insistencia: “¿sabes a qué me refi ero?”.

“¡Sí, claro, Don, claro!”, invariablemente hacía enojar a todo mundo. Él es una persona muy carismática, una especie de gurú. Sabe cómo encantar y tiene un modo particular de hala-garte haciéndote todo tipo de preguntas que sugieren una preocupación auténtica. Es sincero al hacerlo, su fi losofía bási-ca siempre ha estado resumida en esa invitación abierta a com-partir su abrupto lado soleado en “Frownland”, de Trout Mask Replica. Pero si se fi jan, hasta ahí llega: siempre se trató de su lado soleado, visto desde otro nivel todas estas cosas fueron y son medios para distanciarse (aunque ya ni de cerca es lo egocén-tricamente defensivo que acostumbraba) y eso puede resultar muy frustrante porque no importa lo íntimo que creas ser de una persona si todo lo que dice siempre son cosas que práctica-mente parecen sacadas de sus letras ininteligibles (otra técnica consiste en pedir que elabores al preguntarle algo y luego sim-plemente estar de acuerdo contigo) y regresas a tu casa con una grabación llena de palabras que carecen de algún signifi cado en

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particular y con la triste corazonada de que en todo el asunto hubo algo un tanto impersonal. Me han dicho que con Don el mejor contraataque es tratar de cercarlo: “¿exactamente que quieres decir?”. Pero por alguna razón nunca he podido tra zar esa complicada línea. El hombre es demasiado mágico. Literal-mente. Una vez en Detroit entré por la puerta trasera de un teatro mientras él cantaba en el escenario. En el preciso mo-mento en que me paré junto al telón a la derecha del escenario, desde donde podía verlo arengando a la audiencia, él dijo de manera muy clara “¡Lester!”. Estaba de espaldas a mí. Luego me preguntó si lo había notado. Me quedé algo tembloroso.

Pero en la actualidad lo que se espera de un artista se co-mercialice como una comodidad para ganarse el reconoci-miento general. Así que en ese sentido no tiene caso pregun-tarse por qué Don se ha retirado al inhóspito Mojave. Por otro lado, la vieja costumbre de quedarse encerrado ha dejado de funcionar. Y en buena medida Don ya pasó por la fase de vivir el cliché de Artista-Genio/Erudito-Idiota. El otro día por telé-fono mencioné a Andy Warhol y Don dijo “él falsea las cosas. Pero ¿acaso no es lindo que podamos decir que no somos como él?”. En esa época pensé que se trataba de una anfetami-na verbal caducada combinada con una actitud absolutamente infantil: “¿No es lindo poder decir que no somos como él?”. Pues sí, lo es, y el sr. Rogers llegará a las 3:30. Esto, más el hecho de que los artistas saben cómo salirse con la suya y lo mucho que esperamos de ellos, puede conducir a situaciones auténticamente enfermizas y desastrosas para todos los involu-crados; “¿no es lindo ser la mascota de alguien?”. Tengo la sensación de que incluso la palabra “genio” debe ir entrecomi-llada porque es un concepto que por sí solo tiende a escapárse-nos de las manos, como un niño desobediente. Con frecuencia los artistas terminan conspirando junto con su audiencia para asegurar su aislamiento. Una vez, hace mucho tiempo, vi a Don salir y entrar de hoteles imperiosamente hasta que encon-tró uno que cumplía con sus especifi caciones estéticas, su gru-po de acompañantes (yo incluido) lo seguía con embarazo a rastras mientras él portaba una capa y todo el tiempo se la pa-saba garabateando en un block.

Aun así, hay algo de ingenua naturalidad en él. No creo, por ejemplo, que necesariamente “intente crear” estas situaciones, sólo como que… le suceden (¿o suceden a través de él?). En el proceso se las ha arreglado para prácticamente reinventar tan-to la música como la lengua inglesa.

Ahora, no hay razón en el mundo por la cual una criatura así deba ser articulada. Pero él lo es. Sólo que la mayoría del tiempo bajo sus propios términos. Eso es lo que siempre me ha molestado. ¿Qué tiene de bueno ser un artista que crea este montón de cosas hermosas si no puedes bajar tus defensas en ocasiones y compartir las cosas comunes del resto de la gente? Sin ese lado resulta estéril y a fi n de cuentas patético. A fi n de cuentas, si no tiene un pequeño componente de eso, carece de importancia para el arte. Porque el arte es del corazón. Y hablo del corazón que fl ota entre dos o más humanos, no del fantas-ma del gran alca, ni de una mancha de pintura, ni de cualquie-ra de sus demás amiguitos. Toda la semana traje una canción de Trout Mask Replica en la cabeza: Orange Claw Hammer, un poe-ma gritado sin acompañamiento sobre un hombre que luego de años alejado en el mar ve a su hija por primera vez desde que usaba pañales. Aprieta la mano de ella y le ofrece “llevarte al agua turbia y espumosa para mostrarte los pechos de madera

de las diosas con los mástiles a toda vela que tentaron a tu pa-dre pata de palo para alejarse. Me obligaron un engreído hom-bre-castor-de-bigote y su amigo pirata. Me desperté cubierto en vómito de cerveza en un contenedor de plátanos, y una moza suave de piel café me enterró siete bebés con ojos negros desorbitados y hermosa piel de ébano, y aquí me tienes contigo hija mía. Treinta años lejos pueden hacer que los ojos de un marinero vean, los ojos de un hombre trabajador navegan con el agua, el agua salada”.

Bien, si eso no es folklore estadounidense puro entonces pueden tirarlo todo a la basura, de Washington Irving a Carl Sandburg y más allá. Lo que digo es que Don Van Vliet, “el Capitán Beeftheart”, está a ese nivel. Pero de lo que me di cuenta esta mañana es que la razón por la que esta canción se me pegó entre las 26 restantes no fue por “el sueño de carne neón de un pulpopez”, sino porque es algo que pasa entre per-sonas.

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Al fi nal no estoy seguro sobre quién de nosotros está en lo correcto. Probablemente yo sea injusto al querer que todo mun-do brinde una defi nición explícita de las cosas, exigiéndole al resto de la raza humana (lo cual quizá sea especialmente iróni-co en el caso de artistas y músicos) que sean tan verbales o verborreicos como yo. No puedo decir que él se equivoque al elegir vivir fuera de la sociedad, puesto que la sociedad misma no parece tener mucho futuro y tampoco parece importarle. Si a ésas vamos, lo mismo un chivo que el ejecutivo de una com-pañía o los jóvenes con carreras más prometedoras en este pueblo se cuidan de hablar mucho, y el chivo huele mejor y uno se divierte dándole de comer, así que ahí lo tienen. En cuanto a un arte que aborde las situaciones humanas, casi nada del arte que se produce en estos días dentro de la sociedad hace eso, así que ¿por qué atacar a Beefheart debido a que prefi ere relacionarse con la pintura y los murciélagos en la chimenea? Ciertamente ilumina más el corazón y la ingle humana que, para el caso, todos estos artistas letrados y “minimalistas” y que esos compositores que no tienen jugo. En cuanto a Don Van Vliet, el hombre, cada año que pasa parece alejarlo del oscu-rantismo defensivo, volviéndolo considerablemente más abier-to y confi ado, algo ya de por sí atrevido, siendo que el mundo alrededor tira exactamente en la dirección opuesta.

Lo que visto desde otro nivel no es problema mío, al menos en tanto él no quiera que lo sea. Si está en una especie de reti-ro, estoy seguro de que eso puede justifi carse en cualquiera de los niveles mencionados y en muchos más, aparte, ¿en estos días quién no está en retiro? Los de su clase cuentan con mu-cho más arrojo que la mayoría y como artista se halla tan lejos de cualquier clase de agotamiento que ni siquiera, como ya dije antes y a diferencia de los Neil Youngs y los Lou Reeds que nos han llegado desde los sesenta relativamente intactos, pude lla-mársele sobreviviente. Es más como un recurso natural. La diferencia, fi nalmente, para emplear un ejemplo de uno de sus escritores favoritos, es que él nunca nos dará su versión de Macbeth. Le gustaría más ser el Gran Cañón. G

The Village Voice, 1 de octubre de 1980.

Versión Arturo Gutiérrez Aldama

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La Música de los BrasileñosAlfredo Coello

La Música de Brasil de David P. Appleby,México, fce, 2001

¿Quién se acuerda del maestro de música en la secundaria cuando ponía a todo el grupo a repetir en voz alta: Música es el arte del bien combinar los sonidos con el tiempo; Armonía es el choque de dos cuerpos elásticos y sonoros? El maestro nos hacía repetir estas defi niciones durante todo el tiempo, una y otra vez; y a nosotros, al fi nal del año, no nos quedaba claro cómo combinar nuestros silbidos con el tiempo. ¿Será que es difícil y aburrido historiar la Música?

Bueno, quien deseé aventurarse en su lectura, encontrará en este texto de David Appleby un buen viaje hacia las tierras tropicales, tupidas de música, en el Brasil. El autor aborda el tema desde un convencionalismo metodológico que se sitúa en la época de la Colonia, cuando los brasileños fueron invadidos por Portugal, Francia y Bélgica. Los jesuitas portugueses eran los encargados de la “educación musical” en este periodo, don-de los mestres de capela son los únicos autorizados para crear y ejecutar música sacra en Brasil. La iglesia mantiene el mono-polio musical al mismo tiempo que los Portugueses expulsan a las naciones europeas “invasoras” del Brasil.

Después, cuando la corona Portuguesa se traslada al Brasil, asediada por Napoleón Bonaparte a principios del siglo xviii, se consolidan los temas musicales que siembran las raíces del nacionalismo musical brasileño. A decir del autor: “Las raíces del nacionalismo musical brasileño aparecen por primera vez en las modinhas y los lundus del siglo xviii”. Y de ahí en adelan-

te, la interpretación y ejecución de los autores clásicos en los teatros será el pan de cada día de la elite social de Sao Paulo, Río de Janeiro o Minas Gerais y Bahía, gracias a la benefactora mano de los emperadores, príncipes y reyes portugueses, con-vertidos en Brasileños.

El autor, en su afán por historiar la música de conservatorio y de la elite, nos relata las diferentes etapas por las que pasó la música portuguesa, hasta llegar a consolidarse como una ex-presión creativa, propia del Brasil; incluso sufriendo represio-nes al estilo de la Inquisición, que quema a músicos acusados de herejes.

Desde luego que este texto está escrito bajo el auspicio de una investigación rigurosa en archivos, que abarca cuatros si-glos y es de una gran erudición para los que no conocen de cerca la historia de la música en Brasil; sus ilustraciones inclu-yen más de 70 ejemplos musicales que dan cuenta del lenguaje y el contexto social que los cobijó. No obstante, la etno-músi-ca brilla por su ausencia.

El lector que busque informarse sobre las principales ten-dencias musicales de Brasil, los compositores más destacados y las diferentes corrientes desde la época de la Colonia hasta el apogeo del movimiento nacionalista en la obra de Heitor Villa-Lobos, sus contemporáneos y los que le sucedieron, muy bien puede disfrutar en la lectura de este libro. G

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